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De los muros, de los postes, de los árboles, de los puentes, de todos lados arrancaron o borraron, las nuevas autoridades, rótulo o impreso en que se mencionaba la palabra sindicato. Los cartelones rasgados quedaban como banderas rotas. Se apoderó de las autoridades una furia incontenible contra todo lo que fuera campesino, obrero o sindical. No quedó domicilio sin registrar en busca de documentos, propaganda, armas y gente escondida. Menos mal que los capturados iban a la cárcel y no a la zafia. Menos mal hasta cierto punto. Las cárceles eran zanjas donde se enterraban vivos hombres y mujeres. Algunos salían para otras cárceles o de una vez al paredón. Se fusilaba todos los días y a todas horas. En la mañana, en la tarde, en la noche.

Al mundo llegaban otras noticias. Las del gobierno que hablaba de desfalcos. A fuerza de ceros a la derecha, único sitio en que valen los ceros, pretendían conmover a los banqueros que los usan como argollas de empréstitos para encadenar continentes. Desfalcos y más desfalcos. Ceros y más ceros, hasta hacer miles los cientos y cientos los millones. Y las noticias de los corresponsales que describían la hazaña de una maestra que ametralladora en mano, montada a caballo, sola ella cubrió la retirada de trabajadores combatientes que defendían un puerto. Los amitos criollos gritaban hasta desgalillarse:

—¡Los desfalcos!… ¡Los desfalcos!… Pero la prensa extranjera no se interesaba por los desfalcos, sino por la cinematográfica maestra que vestida de cosaco, montada en un caballo negro, movíase a la velocidad del viento…

—¡Los desfalcos!… ¡Los desfalcos!… Tarzana, Demonio rojo y varios otros nombres fabulosos recibía la heroína…

… «Después de matar a su caballo negro y arrojarlo desde un acantilado a las embravecidas olas del Mar Caribe, la “Tarzana” saltó a una pequeña embarcación indígena, una piragua larga como un espinazo y desapareció en la noche, sobre la superficie de las aguas de plata relumbrante, escoltada por un ejército de tiburones, entre arcos de peces voladores, orquesta de peces musicales, y caballitos marinos»…

Y por el estilo seguía la noticia en tecnicolor.

Los corresponsales extranjeros fueron llamados. Se les darían pocas horas para salir del país de seguir creando aquella aureola de heroísmo a la Tarzana, cuya acción de retaguardia permitió la fuga de autoridades «moscovitas».

Amablemente y en mal español, uno de los periodistas preguntó qué otra noticia sensacional había, y en el acto se oyó el coro:

—¡Los desfalcos!… ¡Los desfalcos!…

Las agencias noticiosas y los periódicos del exterior se negaron a dar una noticia más sobre los desfalcos. Ni la Tarzana ni los desfalcos. Los amitos criollos se alarmaron. No podía ser. Un país del que no se dan noticias no existe, aunque figure en el mapa. Se multiplicaron las partidas del presupuesto destinadas a la publicidad. Se creó un Ministerio de Propaganda. Y nada. El mundo empezaba a desentenderse de aquel átomo geográfico que lo mantuvo en vela.

Una palabra salvó la situación. La pronunció con toda la humedad de la saliva tabacosa en la boca, estaba terminando de comerse un habano, lo mascaba y lo fumaba, el Master de la publicidad neoyorquina, Jerome McFee.

La pronunció cerrados los ojillos de humo azuloso, parecido al del tabaco que fumaba, más párpados que ojos, más cejas que párpados, cabello de lana blanca rizada, tecleando los dedos de su mano derecha en el pequeño bulto del vientre y alargando las piernas cortas para tocar el suelo como el pedal de un piano.

Él tocaba el gran piano de resonancias redondas que se llama el mundo.

Con solo que Jerome McFee apoyara la punta de su pie un poco más, al tiempo de tamborilear su vientre, la resonancia de una noticia era mayor. En miles y millones de oficinas y periódicos reproducirían sus movimientos desde el mecanógrafo hasta el linotipista, sin faltar los grandes virtuosos de los teletipos, la telegrafía y la radiotelegrafía.

Una palabra, una sola palabra pronunció el Master, después de hacer el estudio completo de los antecedentes, actividades y programa de acción del gobierno que solicitaba sus servicios.

Una sola palabra. Helada. Calculada. Producto de una mente que era el más perfecto imán para aislar realidades y operar sobre ellas, y la más perfecta máquina de crear slogans.

Corpses

Y no terminaba Jerome McFee de pronunciar Corpses y ya en torno suyo desencadenábase una batalla con visos de juego deportivo, entre luces, timbres, teléfonos, máquinas de escribir a velocidades eléctricas y empleados a quienes tardaba en llegar con la rapidez de la luz y el sonido, al registro de dicha palabra, cuyo copyright se obtuvo en seguida.

Y antes de una semana, por muchos dólares, previa consulta al Departamento de Estado, su uso fue cedido al Coronel-gobierno de los amitos criollos que no se conformaban con el anonimato, que es peor que la derrota.

¡Corpses! ¡Corpses! ¡Corpses!

Todos los derechos de traducción, reproducción y adaptación de la palabra «Cadáveres», reservados para todos los países, comprendiendo Rusia, Copyright, by Coronel-gobierno de la «Liberación».

Los amitos criollos saltaban de gusto. Ni desfalcos ni «Tarzana».

Corpses, corpses… En inglés la palabra tenía un raro sonido de picotazo o grito de ave de rapiña… Corpses, corpses, corpses

El Master fue invitado a pasar un week-end en el paraíso de los turistas y a entrevistarse con el Presidente.

¡Corpses!… ¡Corpses!…

Todo el mundo repetía esta palabra mágica y su Excelencia la lucía en los labios cuando Jerome McFee, entre ametralladoras y silencio, tuvo acceso a su despacho.

—A través de nuestras informaciones —explicó en su entrevista McFee a su Excelencia—, el mundo que lee periódicos, escucha la radio, ve televisión en casa o va al cinematógrafo, se alimenta del setenta por ciento de carne muerta y el treinta por ciento de carne viva: las únicas noticias que interesan son las que arrojan mayor número de muertos; a más cadáveres más noticias…

¡Corpses!… ¡Corpses!

Mejor en inglés que en español… entre ametralladoras y silencio…

—Su excelencia va a emplear un arma de que no hicieron uso los nazis, porque no les dimos tiempo. ¡La más espectacular propaganda a base de cadáveres!… —y al decir así McFee, el Presidente rió con jerenguilla, risa de espumita de saliva, saliéndole de entre los dientes.

—Sí, Excelencia, cadáveres… —insistió el Master, aguzando sus ojillos azules, azul de humo de tabaco.

—¡Corpses! ¡Corpses!

Mejor en inglés que en español… entre ametralladoras y silencio…

—¿Por qué cree su Excelencia que los alemanes retrataban a los que mandaban a las cámaras de gas, conservando perfectamente catalogados sus objetos personales, sus ropas, los zapatitos de los niños, los cabellos de las mujeres, las dentaduras postizas, los ojos de vidrio? Porque pensaban lanzar al mundo la más grandiosa propaganda a base de cadáveres, no el cuerpo sino la identificación de la persona, nombre, edad, sexo, raza, religión, origen, oficio o profesión, hubiera sido imposible conservar millones de cuerpos; y eso es lo que con su gobierno vamos a hacer nosotros, en pequeña escala desde luego, pero procurando que tenga la mayor resonancia.

Su Excelencia se amosotó los bigotitos hitlerianos.

—Reunir cuanto cadáver se pueda y listo el material fotografiarlo. Luego lo multiplicaremos en periódicos, revistas, cine, televisores, carteles, por todos los medios, presentándolos como víctimas de la barbarie roja.

Al retirarse el Master, complacido de que el Presidente le acompañara hasta la puerta de su despacho, se despidió con una frase que recapitulaba todo:

—Su gobierno, Coronel, anúncielo con cadáveres… ¡Corpses!… ¡Corpses!… Mejor en inglés que en español, entre ametralladoras y silencio, como picotazo o graznido de ave negra, funeral, que se alimenta de carne de muerto.

No se hicieron esperar los telegramas circulares dirigidos a Gobernadores, Alcaldes y Jefes de Policía.

«Deje sin efecto nuestro anterior ordenándole procurar urgentemente sangre para transfusiones, y con instrucciones precisas de la Presidencia cumpla el siguiente: Proporcione el mayor número de cadáveres para publicidad del gobierno. Dios, Patria y Libertad, (firmado): Gobernación».

Y las respuestas tampoco se hicieron esperar:

«Fueron puestos en capilla 50 detenidos para proporcionarle los cadáveres que se necesitan. Indíqueme si es suficiente. Dios, Patria y Libertad, (firmado): Comandante local San Lucas».

«Nueve cabecillas fueron ejecutados anoche para poner cadáveres disposición Superior Gobierno. Hágase saber si necesitan más. Dios, Patria y Libertad, (firmado): Alcalde de Todos los Santos».

«Capturé varios negábanse servir al Gobierno con su cadáveres. Ya están a la orden, (firmado): Comisionado Militar Milpas Altas».

Hubo que dar órdenes terminantes, llovían respuestas de ejecuciones y vísperas de fusilamientos, prohibiendo a las autoridades inferiores aumentar el material de propaganda, debiéndose aprovechar el ya existente.

«Soy anciana», decía un mensaje al Presidente, «y si por cadáveres lo hacen, doy el mío, con tal que no maten a mi hijo que es joven y padre de tres menorcitos».

Cesaron los fusilamientos, pero se empezaron a llevar a los muertos. Las poblaciones habían visto muchas cosas, pero no eso de sacar a los muertos del cementerio y llevárselos presos a la capital.

Escoltas, policía, alguaciles, con armas y machetes, acompañaban la fúnebre procesión por todos los caminos del país. Vestían de caqui, sombrero tejano, y al brazo la insignia de la espada y la cruz.

Los muertos se acumulaban como basura alrededor de la ciudad.

El experto de la casa McFee especialmente contratado para dirigir la operación publicitaria, calificó de «sabotaje» el telegrama en que se ordenaba el traslado de los cadáveres a la capital y hubo que telegrafiar de nuevo dando instrucciones para que las autoridades menores se conformaran con exhumar los restos de las personas muertas en los últimos acontecimientos, y los dejaran a la intemperie hasta la llegada de fotógrafos y corresponsales de guerra.