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El encargado de dar las informaciones policiales a la prensa, gendarme al que le faltaba un brazo y sobraban ojos, conocía muy bien a los reporteros de los diarios. Aquella mañana no llegaban en ayunas del notición, sino a que él se los confirmara oficialmente. Le bastó oírlos acercarse en pelotón de asalto a su despacho, verles entrar lápiz y papel en mano quitándose la delantera, el sombrero bajo la bisagra del sobaco, los que aún usaban esa prenda inútil, sin corbata algunos, otros sin saco, con guayabera, todos nerviosos, gesticulantes, sin alcanzar aliento, tantos eran los signos de interrogación que, como anzuelos, traían de la ciudad que hervía de rumores.
Pero se dieron con el pisapapeles en los dientes o él mismo les hubiera dado, pues si siempre que ellos entraban lo escondía, no faltan cleptómanos entre la gente de pluma, esta vez lo empuñó para hacerse respetar, apretando con los dedos de la mano derecha el globo de cristal en que se veían las figuritas de un hombre y una mujer faltando a uno de los mandamientos.
Los reporteros se replegaron ante la actitud del belicoso manquizurdo que no sólo no les daba oídos, sino los amenazaba con expulsarlos, mientras ellos le explicaban que la gravedad de la noticia que venían a confirmar, les había hecho perder la cabeza y precipitarse a su despacho en forma irrespetuosa. No eran píldoras ni palillos de dientes lo que se encontraron esa madrugada en la carretera del Pacífico, sino armas de todo calibre y millares de balas.
Uno de todos salvó la situación:
—Yo tengo un pisapapeles igual al suyo, sólo que el hombre y la mujer están vestidos.
El manquizurdo se desarmó. Su lado flaco eran los pisapapeles obscenos.
—Vestidos, pero… ooo…
—Sí, sí, vestidos, qué tiene de particular…
—Entonces es mejor el mío… en cueros, vea… en cueros…
—No sé si es mejor… el que yo tengo es muy gracioso… el hombre está con sotana y la mujer con mantilla…
Al manquizurdo se le llenó la boca de sanguaza, los ojos brillantes, y como no se podía frotar las manos, se estrujó de gusto una rodilla con otra.
—¡Un cura con su hembra!… —gritó—. Y se ve bien que están…
—Sí, se ve bien…
—¿Y cómo están?
—¿Cómo, cómo están?… ¡En algo que sólo un hombre y una mujer pueden hacer juntos!…
—¡Ella, ella!, ¿cómo está?
—Arrodillada…
—Arrodillada… —repitió el manco con voz de babas, antes de inquirir, curioso, lascivo—: ¿Y el cura?… ¿Y el cura?…
—Sentado…
—¿Sentado?…
—¡Y cómo quería que estuviera, si la está confesando!…
Todos soltaron la carcajada y el manco celebró la broma con tales risotadas que ya se ahogaba, llorosos los ojos, los bigotones en desorden, la manga sin brazo bailoteándole como moco de chompipe, y no deja de reírse si los periodistas, creyéndolo anestesiado por las carcajadas, no tratan de extraerle la confirmación oficial de la noticia.
Le cambió la cara.
—Váyanse al M… de la Defensa… queriéndome embrocar… —les vomitó—; ésa es información militar y no de la policía, y si les falta papel, aquí les preparé un boletín con la noticia de un abrigo de mujer que se encontró cerca de la estación «Eureka»…
—¡Qué susto le daría la policía a esa pobre pareja, para que ella haya dejado abandonado hasta el abrigo! —exclamó el que le había hecho la broma.
—Y que no estarían como en su pisapapeles, vestidos y confesándose —acotó el manco—, sino como en el mío…
—¿Y le parece justo, jefe, que mientras usted colecciona pisapapeles con parejas desnudas, la policía no deje en paz a las parejas que proveen a la ciudad de pisapapeles vivos? —le argumentó uno de los reporteros, el único que le recibió el boletín. Los otros ni se dignaron leerlo. Andar a caza de la confirmación oficial del notición de las armas encontradas en el camino y volver a sus diarios con la nueva de un abrigo de mujer abandonado cerca de la estación Eureka, era para que los echaran.
—¡Armas… armas… la noticia del día… se descubren armas en la carretera del Pacífico… armas…!
Los voceadores de los diarios recorrieron la ciudad con este grito, y la gente asomaba a las ventanas, salía a las puertas, corría tras ellos, hasta tener el papel con letras en las manos. No les bastaba oír la noticia a los voceadores. Oída la tenían desde que circuló el rumor por la ciudad. Querían leerla, deletrearla…
—¡Armas!… ¡Armas!… ¡La noticia del día… se descubren armas en la carretera del Pacífico… armas… armas!
—Sí, señor, me llamo Marcos Paz…
—Tenemos ante el micrófono, amigos oyentes, al señor Marcos Paz, uno de los chóferes que descubrió en la madrugada de hoy, los primeros fardos del gran cargamento de armas y parque, regados a lo largo de la ruta Capital-Puerto de San José. Es un hombre de mediana estatura, moreno, sin mucha nariz, por eso le llaman «Chato», y va a contarnos cómo descubrió esos bultos. La palabra del señor Marcos Paz…
—¡Pu… ru… pupú!, no hay mucho que contar, que se diga… Salí del puerto en la madrugada con pasajeros…
—Han oído ustedes —intervino el perifoneador—, salió del puerto con un cargamento de pasajeros dormidos…
—No sé si venían dormidos, pero ¡pu… ru… pupú!, yo venía bien despierto. Adelantito de Masagua apareció el primer bulto botado en medio de la carretera… ¡pu… ru… pupú!, nunca pensé lo que era…
—¿Qué hizo usted?
—¿Cómo, qué hice?… parar…
—Sí, se entiende que paró…
—Sacudí a mi ayudante que venía cabeceando, para que bajara a ver de qué se trataba, y volvió con la cara pálida a decirme que era un bulto con armas. ¡Pu… ru… pupú!… dije yo… y me bajé.
Efectivamente eran armas… Allí nomás las alzamos, para echarlas en la camioneta, y adelante encontramos un segundo y un tercer bulto… tres encontré yo…
—¿Y cómo estaban?
—Botados… como cuando un camión en marcha va dejando caer la carga que lleva…
—¿Esto lo podría usted afirmar?… ¿No cree usted que hayan sido arrojadas de un avión?…
—¡Pu… ru… pupú!, firmar no…
—Afirmar.
—Tampoco, tampoco… pura suposición…
—¿En qué se basa?
—Bueno, en que por donde estaban los bultos caídos, se miraban las huellas de llantas de bocadillos grandes, que sólo podían ser las de un camión de más de dos toneladas… ¡Pu… ru… pupú, los aviones no dejan huellas, y allí sí que se miraban patentes las huellas de un camión!…
—Y qué más podría usted decirnos… qué hizo con las armas… ¿se las llevó a casita?
—¡Dios guarde!… la entregué en la Comandancia de Santa María, y quién le dice a usted que hubo que hacer cola, con todos los que allí estaban entregando los fardos encontrados… camioneros… automovilistas, hasta carreteros…
—Agradecemos al señor Marcos Paz ¡pu… ru… pupú!, haber hablado para nuestros oyentes por estos micrófonos…
La noticia del día eran las armas. ¿Quién entonces estaba para fijarse en aquel pequeño suelto publicado en una página anterior? Pocas líneas: «Ayer a las 21 horas y 53 minutos, cerca de la estación Eureka se encontró abandonado al borde de la vía pública que va del “Guarda Viejo” a “La Reforma”, un abrigo de mujer color vino tinto con la manga del lado derecho casi desprendida. En los bolsillos se le hallaron dos fichas de ruleta, una de diez dólares color marfil, y otra de cinco dólares, color rojo, así como una tarjeta de visita con el nombre de “Ada Nuffio, Profesora de Educación Física”».