19
El señor Nicho Aquino no podía volver a San Miguel Acatan. Lo queman vivo como vivas quemaron las cartas que llevaba para el correo central, los brujos de las manos negras y uñas de luciérnagas. Después de correr tierras ratos de hombre, ratos de coyote, apareció en un poblado que parecía edificado sobre estropajos. Lo certero, porque se veía, era que estaba construido sobre fierros, tablones y pilastras de cemento y troncos de árboles surdidos en el agua del mar, todo salóbrego, y aparatado de fiebre palúdica. Las casucas anegadizas, a las que se llegaba por graderíos de tablas sobrefalsas a corredores de pisos de madera carcomida, algunas con ventanas de vidrios que se cerraban como guillotinas, todas con tela metálica, y otras construidas en la pura tierra caliente, tierra hediendo a pescado, con techos de paja y puertas vacías como ojos tuertos. Dentro de las casas una sensación de gatos con catarro. Las cocinas de fierro. Las cocineras negras. Se cocinaba con petróleo, aunque en algunas casas existía el poyo cristiano, de cal y canto, con hornillas, y se cocían los alimentos con leña o carbón vegetal.
Tiempo fresco, decían las gentes, y el señor Nicho sentía que se asaba. Andaba llegando de la montaña, prófugo de la justicia. Le acumulaban, además del delito de infidelidad por la guarda de documentos, la muerte de su mujer, de quien no se tuvo más noticias. Cuesta acostumbrarse a la costa. Le dio acomodo, como demandadero, la dueña de un hotelucho que tenía más traza de hospital. Los cuartos de los huéspedes empapelados con un tapiz de flores que a fuerza de llevar sol se habían borrado. Un hotel con muchos gatos, perros, aves de corral, pájaros en jaulas, loros y un par de guacamayas que brillaban, igual que arco iris, entre tanta cosa sucia y servían de amuletos contra incendio.
Un solo huésped. Un huésped incógnito. Bajaba de un barco cada seis o siete días, con la pipa en la boca y la americana doblada en el brazo de carne blanca, rostro rojizo de quemadura de sol, rubio, medio cojo. Se le mudaba la servilleta en cada comida, para que se limpiara los bigotes y al señor Nicho le tocaba pasarle los platos: caldo, arroz, carne, platanitos, frijoles y algún durazno en dulce. Supo que era belga. Lo que no pudo averiguar nunca fue a qué se metía al mar. No pescaba. No traía sobrantes de mercaderías como los contrabandistas. Sólo él, su saco y su pipa. Conversando con la dueña del hotel, la Doña, le dijo que ella suponía que se ocupaba de medir la profundidad del mar, para ver si podían entrar los barcos ingleses, en caso de que hubiera bulla con la Inglaterra. El tren monótono de la vida, sólo comparable con el trencito del muelle que lleva y trae los carros de mercaderías. Un respiro en las tardes olorosas a bambú fresco, ya bien caído el sol.
Pero el señor Nicho que servía para todo —¡sólo de mujer no he hecho yo aquí!, decía a su patrona—, para lo que más estaba era para ir dos veces por semana y a veces hasta tres, según los encargos, en un barquichuelo guiado por un lanchero, al Castillo del Puerto.
Mientras en la costa del lado del puerto y aledaños quedaban las palmeras de troncos reflejados en el agua como culebras que fueran saliendo del mar, por el otro lado se iba pintando en la lejanía líquida, igual que una gran oropéndola, el Castillo del Puerto.
El reloj del tamaño de una pequeña tortuga que la Doña le daba para la hora —el mar como toda bestia tiene sus horas y de noche se embravece—, lo llevaba atado con una cadena casi de preso al segundo ojal de la camisa caqui, y su tic-tac le repercutía en el esternón, hasta que el hueso se acostumbraba a ir entre dos pulsaciones, la de su sangre y la del tiempo. De lado y lado, mientras la canoa cargada de mercaderías al internarse en el mar se iba afilando, alargando, más angosta que un palo, casi como un hilo, el horizonte iba extendiéndose, salpicado aquí y allá por cabezas y colas de tiburones. Colazos, tarascadas, ruidos groseros, vueltas y medias vueltas en el silencio del agua, bajo el silencio del cielo.
A veces llevaba a un pasajero o pasajera que se hospedaba en el Hotel King y convenía con la Doña que le diera alquilada la lancha para ir hasta el Castillo a visitar a alguno de los presos. Y en este caso, el señor Nicho les hacía bulto en la lancha, para que alguno de la casa fuera con ellos y aprovechar el viaje pagado para dejar encargos.
Los presos del Castillo del Puerto impresionaban a Nicho Aquino, montañés, por los cuatro costados, porque encontraba que a fuerza de estar allí encerrados en medio del mar, íbanse volviendo unos seres acuáticos que no eran hombres ni pescados. El color de la piel, de las uñas, del cabello, el tardo movimiento de sus pupilas, casi siempre fijas, la manera de accionar, de mover la cabeza, de volverse, todo era de pescado, hasta cuando enseñaban los dientes al reír. De humano sólo tenían la apariencia y el habla que en algunos era tan queda que podía decirse que abrían y cerraban la boca soltando burbujas.
En ese Castillo del Puerto, habilitado como prisión, entre esos hombres peces, cumplían condena por fabricación clandestina de aguardiente, venta de aguardiente sin patente, falso testimonio, robo e insubordinación, los reos Goyo Yic y Domingo Revolorio. Tres años y siete meses les echaron a cada uno, sin abonarles el tiempo que estuvieron presos en Santa Cruz de las Cruces. Los compadres eran los mejores clientes de palma de hacer sombrero, de la Doña del King. Días y días se pasaban uno frente a otro sentados en dos piedras, ya desgastadas antes que ellos llegaran, trenzando la palma en interminable listón que enrollaban hasta tener una buena cantidad y entonces coser el sombrero, los sombreros que fabricaban para vender por docenas. Revolorio siempre que terminaba el guacal de la copa de un sombrero se echaba de codos sobre sus rodillas y mirando al mar hablaba de tener bastante para hacerle un sombrero del tamaño del cielo. Goyo Yic pensaba cuando hacía girar en su mano el sombrero ya terminado, en los pensamientos que como en una pecera invertida, nadarían en él, desde el pececillo hasta el tiburón que se los traga a todos. En la cabeza pasa como en el mar. El pensamiento grande se come a los demás. Este pensamiento fijo que no se sacia. Y el pensamiento-tiburón en la cabeza de Goyo Yic seguía siendo su mujer acompañada de sus hijos, tal y como le abandonó la casa aquella mañana en las afueras de Pisigüilito. ¡Qué de años corridos! Anduvo de achimero se puede decir hasta que cayó preso, buscándola por todas partes, dando encargos para si alguien la veía que le dijera dónde estaba, y nunca supo nada, nunca tuvo la menor noticia de ella. Ciego se le salía el corazón, después de tanto tiempo, a llamarla por su nombre, como salió él, ciego entonces, de su casa gritándola: ¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡María TecúúúÚÚÚn!…
Los presos. Unos ciento veinte embrutecidos por el comer y el dormir, sin hacer nada. El sol secaba la atmósfera y el aire de sal que respiraban los mantenía con sed. Una gordura húmeda de pescados Usos, sin escamas. Los que enloquecían se arrojaban al mar desde los torreones. El agua se los tragaba, seguidos verticalmente por los tiburones y en el libro de la cárcel se anotaba una baja, sin poner la fecha. La fecha se fijaba cuando dejaba de comer el muerto, vísperas de Llegar algún «cabezón» del puerto. Mientras tanto, el muerto comía, para los bolsillos del señor director.
No eran presos especiales. Eran presos olvidados. El remanente de las cárceles se mandaba allí de temporada. Cuestión de suerte. A veces limpiaban los cañones del castillo, ocupación que distraía a unos y enfadaba a otros. Limpiar vejestorios. Peor que no hacer nada es hacer cosas inútiles. Sebo y trapos hasta que los bronces quedaban limpios, con leones y águilas en sus escudos imperiales.
Un extraño rótulo de letras que con algún fierro al rojo grabaron en un tablón, decía: PROHIBIDO HABLAR DE MUJERES. ¿De cuándo databa aquella inscripción en el tablero carcomido, seco de sol, seco de sal, madera ya ceniza? Se contaba que aquella voluntad en letras de molde navegó por todos los mares en un barco pirata. En la época heroica del castillo la advertencia se cumplía bajo pena de muerte. Idas las guarniciones llegaron los cuervos a sacar los ojos a las ausencias de mujeres que allí se habían hecho, sin hablar de ellas, pensando en ellas. Ahora aquel sitio hediendo a orines era el rincón más abandonado de la fortaleza.
—Fortuna, compadre, que usté no estaba cuando el letrero ese era cosa seria.
—¿Qué me hubieran hecho? —contestó Goyo Yic a Revolorio.
—Pues casi nada le hubieran hecho: una piedrita de seis arrobas en el pescuezo y al mar.
—Y digo yo, compadre…
—Hable, compadre Goyo, pero no de mujeres…
—El castigo no debe haber rezado con los que hablaban de su madre, porque tal vez eso sí era permitido, porque antes que todo la madre.
—Usté lo está diciendo, compadre, y por eso también era prohibido hablar de las santas madres; no… si el rótulo es sabio… Nada hay que aflija más que las pláticas en que salen a bailar las autoras de los días de los hombres. El soldado se debilita cuando empriende a hacer recuerdos dulces de pasados días. Deja de ser soldado y se vuelve niño.
Un carcelero con cara de llave torcida, saliéndoles al encuentro les señaló el cielo limpio, sin una nube, y todo el azul asfixiante del mar atlántico.
—Ahora hay que aprovechar para ver si se alcanza a ver la otra isla. Es una isla grande. Se llama Egropa.
Los compadres y el carcelero subieron a uno de los torreones. Un puntito oscuro en la lámina del mar. La barca del señor Nicho que regresaba a tierra desde el castillo. Una que otra palabra cambiaba el señor Nicho con el panguero. Juliancito Coy, aunque por defecto de pronunciación decía «Juliantico», así se nombraba el panguero. Desnudo, sólo con taparrabos. Sabía poco y sabía mucho. Pocas letras y mucha lancha. Así le hablaba Nicho Aquino. Juliantico mostraba su dentadura de pescado y combinando el remar con el hablar, entredecía: Mucho tiburón aquí y allá juera en la tierra mucho lagarto; es que uno como lo que es, es comida, estos babosos se lo quieren comer. Por una escalera treparon al muelle de la Aduana chiquita. El señor Nicho arreó con sus bártulos, canastos y cajones vacíos, y el lanchero con su remo al hombro, cada cual para su casa, si te vi no me acuerdo.
—Compadre, la isla Egropa… —señaló Revolorio, al tiempo de dar un ligero codazo a Goyo Yic.
—De veras, compadre, ¿cómo la alcanzó a ver?…
El carcelero cegatón y bigotudo arrugó la cara al entrecerrar los ojos para descubrir en el horizonte la isla Egropa. No vio nada, pero bajó contando que si no era la isla de Cuba, era la isla Egropa la que habla devisado, bien devisada.
Cinco meses le faltaban a Goyo Yic (y a su compadre ¡por supuesto!), para cumplir la condena, cuando un día —cosiendo un sombrero estaba, un sombrero que tenía de encargo— oyó gritar su nombre con todas sus letras a la entrada del castillo, entre los nombres de nuevos presos que iban desembarcando de una lancha a vapor, con bandera, soldados y corneta, y que el alcaide recibía por lista escrita.
—¡Goyo Yic! —cantó el alcaide, al pasar lista.
El compadre Tatacuatzín dejó lo que estaba haciendo y salió a conocer a ese que debía ser su pariente. Por de pronto era su doble tocayo, de nombre y apellido.
Un muchacho de unos veinte años, delgado, con el pelo negro, la cara fresca, los ojos vivos, el porte altivo, era Goyo Yic.
Tatacuatzín le preguntó:
—¿Goyo Yic?
Y el muchacho le contestó:
—Yo soy, ¿deseaba algo?…
—No, sólo conocerlo. Me sonó el nombre y vine a ver quién era. ¿Qué tal viaje? Es cansador. ¿Se los trujeron a pie? Así nos trujeron a nosotros. Pero aquí ya tendrá tiempo para descansar, tanto como los muertos en el camposanto.
Tatacuatzín, desde que vio al muchacho, supo quién era. Paseó la cabeza canosa de un lado a otro, junto al muchacho, los ojos pesados de llanto que no le salta y en la garganta palabras que lo estrangulaban. Pero entre el sabor amargo que le subió a la boca desde las entrañas, un hilito de esperanza, como un hilito de saliva dulce: por su hijo sabría el paradero de María Tecún.
Buscó al compadre Mingo para contarle y que le rezara la rarísima oración de los «Doce Manueles» que da tanta fortaleza y buen consejo, aquella que empieza por el «Primer Manuel», San Caralampio…
Goyo Yic supo, por el compadre Mingo, que Tatacuatzín Goyo Yic era su padre. Desde que lo vio en el portón del castillo, sus ojos se creyeron topar con algo que era suyo, allí donde todo le era ajeno, adverso; pero hasta ahora se daba cuenta del porqué de aquella impresión que de momento no pudo explicarse. Y por eso fue a dormir junto a él. Lo que se llama dormir. Era la primera noche que así de hombre dormía, protegido por la presencia de su señor padre.
Sin embargo, inconscientemente, cerró los ojos sin miedo junto a un hombre.
Tatacuatzín Goyo Yic indagó, temeroso de lo que vino a sucederle por preguntón: el quedarse con su imaginación como un globo al que se le ha ido el aire azul; indagó el paradero de María Tecún. Al irse de la casa —le contó su hijo— los llevó más a la montaña, segura de que su tata echaría a buscar por la costa.
—A la montaña, adonde… —preguntó Tatacuatzín.
—A la montaña arriba. Allí estuvimos sus seis años. Mi nana trabajaba el de adentro en una casa de finca grande. Le dieron rancho para vivir y allí crecimos todos.
—¿Algotro tata?
—No. Hombre, no. Éramos muchos nosotros y muy fea mi nana.
Fea, repitió Tatacuatzín Goyo Yic para sus adentros. Fea, fea, y estuvo a punto de soltar un «Pero si era bonita, bonita chula», mas pronto se acordó que él nunca la había visto, todos le decían que era bonita.
—Después fuimos a vivir a Pisigüilito, buscamos a mi tata, a usté lo buscamos, pero ya no estaba; quién sabe se fue, decíamos, o se murió, decíamos tristes. Mi nana se casó de nuevo. Dijeron que usted se había embarrancado buscando a mi nana. Como era ciego.
—¿Con quién se casó?
—Con un hombre que tenía pacto con el Diablo, y así debe haber sido, porque pasaron cosas muy raras en la casa: cada vez llegaban hombres distintos a ver a mi nana; él los encontraba, pero no les pegaba, no les reclamaba, no les decía nada. Esto fue porque la estuvieron probando si era buena, de buena ley, con aquellas acechanzas.
—¡Buena era, ya lo creo! —exclamó Tatacuatzín.
—Después nos fuimos huyendo de la casa uno por uno; sólo Damiancito, el más tierno, se quedó con ella, y por él supimos que el Diablo se enamoró de mi nana; ésos eran decires: la puso muy bonita, limpia, linda, pura estampa de botica; pero el hombre que se casó con ella se le pegó a no moverse de su lado, y cada vez que llegaba el Diablo salía apaleado; las grandes palizas le daba al Diablo, sin que el malo pudiera hacerle nada, porque el convenio fue así: mientras mi nanita no quisiera a los enamorados, mi padrastro les podía pegar, sin que le tocaran un pelo; y como mi nanita no topaba al Diablo ni en pintura, mi padrastro le podía dar riata, sin que el Satanás lo tocara.
—¿Y a vos, por qué te trajeron?
—Por alzado… Nos querían hacer trabajar sin paga… Es una ruina todo… No hay justicia cabal…
Tatacuatzín Goyo Yic impuso a su hijo de su vida que gastó buscándolos por pueblos y caminos. Lo primero, la operación. Chigüichón Culebro le devolvió la vista. Después la achimería. Por último la embelequería del aguardiente, hasta la carceleada. Los buscaba temeroso de que la mujer se los hubiera bajado a la costa, donde hay el gusano que deja ciega a la gente, para rescatarlos; pero, gracias a Dios, ella supo pensar y aunque se perdió la vida, se ganaron los hijos.
Goyo Yic le contó que su nana, por ser más aguerrida que un hombre, pura guerrillera, ofreció robárselo del castillo; mas ahora que conocía el lugar, con tanta agua brava, tanto tiburón y tantas cosas, le mandaría a decir que no lo hiciera. De noche el mar se pone tan picado.
—Primero vendrá a verte…
—Si intiende, me tiene que traer unos trapitos, la ropa de mudarme.
—Pues entonces, mijo, dejala que se asome y ansina ella por sus propios mismos ojos se desengañará de lo peligroso que es el mar, de lo encontradizo de las peñas, de lo ingrato de este castillo maldito.
—Usted se verá con ella…
—¿Eh? —hizo un gesto de duda—, después se sabrá; vale que no está viniendo mañana. Hay tiempo para pensarlo. Por lo mejor que venga.
Una cortina de nubes oscuras separó la tierra costera del castillo. Una cortina de nubes oscuras retumbantes a los estremecimientos del trueno que seguía a los rayos pintados como espineras de zarzas de oro sobre el mar.
—En estos días, mijo, no queda ni el consuelo de los tiburones.
El viento rugía. Ramalazos de lluvia. Olas del tamaño de iglesias subían y se desplomaban. La isla con el castillo se alejaban.
—Pior, tata, si se suelta la isla y nos lleva el mar…
—En llevándonos a la isla Egropa; sólo que tonces ya no verlas a tu señora madre.
—¿Hay otra isla entonces?
—Así dice uno de los carceleros, al que le llaman Portugués. Pero no debe existir nada más allá de la corriente azul que vemos. A los de la montaña, por más que pensemos, nunca se nos imagina el mar, como es, así como animal.
La fabricación de sombreros también sufría con el mal tiempo. Sin sol los dedos no andan, se quedan atrancados como si ellos también quedaran trenzados, inmóviles en la palma, que se humedece demasiado, por lo que hay que hacer más esfuerzo para trenzarla.
—Presos viejos, mijo —decía Tatacuatzín, cambiando la conversación—, presos con subterráneo de reumatís en los huesos, las manos renuentes, las canillas de aquello que ya no obedecen; a los viejos el dolor se nos vuelve gusto.
El temporal golpeaba furiosamente toda la costa. Hasta los más apartados rincones del castillo, soterrados entre muros de cuatro y seis brazadas de piedra y mezcla endurecida por los siglos, se oyó como si se hubiera resquebrajado algo muy frágil, pero a la vez muy fuerte, en la base del peñón. Estaba casi oscuro. Las voces de los vigías, soldados y presos espiones, apagaban por instantes el grito desnudo de una voz humana en medio de la borrasca. Soldados y presos miraban, ya disforme y abatida, a merced del chubasco, una embarcación.
No se logró llegar a ella. No se supo nada. Los presos quedaron enjutos de temor, mínimos, insignificantes, ante los elementos desbordados. Hachazos parecían las olas, barretazos en lo profundo, conmoviéndolo todo, y la crestería espumosa del agua saltaba a veces, en pleito de gallos, hasta los torreones oscuros, tenebrosos, silentes.
Los dos Goyos Yic, abiertos los ojos, siguieron toda la noche en la tiniebla lluviosa la misma fila de pensamientos. Esa embarcación deshecha. Tardaron en comunicarse sus aprensiones, sus temores, sus pensamientos, pero a medianoche ya no fue posible guardar silencio, más que estaban despiertos. Se les salieron las palabras como los ladridos a un perro que no quiere ladrar y que después, al ladrar, él mismo se asusta de oírse. Pero no, no pudo ser ella, no podía ser ella. Primero vendrá a traer la ropa a Goyo Yic, su hijo, y después se hablará de sacarlo de allí.
—Sólo que el impautado con el Diablo —susurraba Tatacuatzín Goyo Yic.
—Pero no, tata —respondió rato más, rato menos, pero después de un silencio, Goyo Yic, hijo—, el ese mi padrastro dicían que andaba suelto.
—¿Cómo dijiste que se llamaba? Hay nombres que no se le quedan a uno.
—Benito Ramos es que se llama…
—¿Lo dejó el diablo, pué?
—Sí, lo soltó…
Se arroparon y palabra uno, palabra otro, se quedaron dormidos. Tatacuatzín Goyo Yic abandonaba la mano para agarrar alguna parte del cuerpo de su crío, que así descansaba mejor en el sueño. Sangre vieja y sangre nueva de la misma entraña, el palo viejo y el retoño, el trance y la astilla del mismo tronco en medio de la tempestad.
De lado del puerto, el Hotel King embadurnado de agua salada, con los mosquiteros destilando humedad como si más fueran redes de pescar, la Doña le consultaba con los ojos a Nicho Aquino, algo que Nicho Aquino presentía patente, pero no se animaba a formar con palabras en la cavidad de su boca, temeroso de que al formarse con palabras, se hiciera cierto, ya no pudiera destruirse, convertido en realidad.
Empujado por los ojos de la Doña, sin abrir la boca, se decidió a subir al segundo piso. Crujió bajo sus pies la escalera de caracol. De un par de pasos, sobando la mano por la baranda pegostiosa de agua de sal, la barandita del segundo piso, empujó la puerta del cuarto del belga. Nadie, nadie. No estaban más que sus pantuflas, un sombrero tejano —el señor Nicho clavó bien los ojos en esta prenda que calculó rápidamente algo así como una herencia debido al parentesco que hay entre el amo y el criado—, un candelero con una vela a medio quemar y unos fósforos.
Sin que la Doña le preguntara, le dijo:
—No está…
—Ya ves, vos… —la Doña estaba de espaldas, cuando él entró en el salón de la cantina, junto al mostrador—… ya sabía yo… la tormenta lo agarró adentro… —inclinó la cabeza hacia atrás, y volvióse con la ropa vacía en la mano—, ya ves vos, ya ves vos…
—Pero ¿tendrá riesgo?
—Ahora ya no…
Apresuradamente la Doña llenó otra copa de coñac y al galillo.
—Entonces no hay pena…
—Si se embarcó ya no tiene riesgo, y si no se embarcó tampoco tiene riesgo; Dios quiera que se haya ido a esos cerros en que dicen que hay minerales de oro.
La noticia de la embarcación destrozada al pie del Castillo del Puerto llegó al Hotel King días después, ya cuando la borrasca se iba alejando por el Caribe. Ese día la Doña se bebió la botella de coñac. Nicho Aquino se la destapó y se la llevó a su cuarto. Ella estaba metida en la cama, desnuda hasta la mitad del cuerpo, igual que una sirena vieja. Nicho Aquino saludó al entrar y al salir. La Doña no le contestó. Estaba como loca. No se daba cuenta de que tenía los senos fuera, a los ojos del hombre extraño. Más bien se los rascaba con la mayor naturalidad. Unos senos tristes, llorosos de agua de sal. El sirviente dejó la botella y el vaso limpio en la mesita que estaba junto a la cama. Colillas de cigarros de gringo, hediendo a caca perfumada. La Doña no lo vio o hizo como que no le veía, perdida en una nube de humo. Apenas si alargó sus dedos manchados de nicotina para pedirle que le alcanzara otro cigarrillo. Al salir el señor Nicho se quedó oyendo. El glu-glu-glu del coñac fue todo lo que oyó, al pasar por la garganta de la Doña. Después oyó que se levantaba. Por poco lo agarra en la puerta. Tan en seguida se echó hacia fuera que lo alcanzó junto a la barandita. Pero tampoco lo vio. Daba alaridos desgarradores, blasfemaba, insultaba a Dios con palabras soeces. Al sirviente se le paró el pelo del miedo. El mar levantaba sus olas cóncavas, igual que orejas, y se llevaba lo oído al fondo de todas las cosas, donde está Dios.
En el Hotel King, al día siguiente todo era normal. Había pasado la borrasca. En las costas millares de pececillos muertos. Los troncos de los árboles que bajan hasta meterse en el mar, bañados de sustancias marinas, mutilados algunos, otros bailoteando con raíces y todo como náufragos con zapatos.
—Muy peligroso… —dijo el señor Nicho a la Doña, que amaneció con todo lo que ayer tenía fuera, en el corsé.
—Échale a los cocos, no siás miedoso…
—Y con qué los tapo después…
—Con cera de cohetero, cera negra; así hice yo mi dinero: vendiendo cocos cargados. Después de estos días de frío, los presos dan lo que se les pide por un coco cargado. La chivas vos con tu miedo, no pareces hombre; en la vida todo quiere arriesgarse… —al decir así, la Doña pensó en la embarcación estrellada contra las rocas del castillo, en su hombre—… Mucho que querés juntar tus mediecitos para ir a sacar a la mujer que se fue en el pozo… Con tu valor nunca vas a tener nada… Los ricos son ricos porque es gente que se arriesga a robar el pisto a los otros, comerciando, fabricando cosas, todo lo que vos querrás, pues mucho dinero junto en una sola mano siempre tiene algo de robo contra los demás…
—Pero siendo heladioso el coco por natural, quién se va a tragar que es agua de coco la que estoy vendiendo… ¡Ofrecer cocos después de una borrasca…, ocurrencia de señora!
—Se le unta la mano al alcaide; llévate cien pesos y de entrada se los das con disimulo. En seguida gritas: ¡Cocos! ¡Cocos!… Ya los presos saben… El agradecimiento que se pintará en sus ojos te hará sentir que además de un buen negocio estás haciendo una buena acción…
El negocio de los cocos fue redondo como los cocos. Todos compraron su coco cargado. En lugar de agua de coco se llenaban las cascaras con aguardiente, unos, y otros con ron. Los de ron eran más caros. Era necesario echarse unas buenas buchadas de aguardiente o ron para aliviarse del malestar que en el cuerpo y en el alma dejaba la tempestad.
Domingo Revolorio compró uno de ron, y con él fue al compadre Yic a convidarle un trago, sólo que llegó anunciándole que sería vendido, como el aguardiente del garrafón que les valió la fregada en la cárcel. Uno y otro hicieron la mímica de venderse los tragos que se bebían. Tatacuatzín refirió a su hijo lo del negocio del garrafón. Vendimos al contado a seis pesos guacal sobre doscientos guacales, máximo, porque algo se nos cayó del traste; sea como sea, a seis pesos guacal, doscientas medidas eran mil doscientos pesos; cuando despertamos presos no teníamos nada, y sólo nos habían recogido los seis pesos. El muchacho se les quedaba mirando. Cosa del Diablo. Hicieron la prueba con el coco de ron, vendiéndose los tragos a peso. Yic, tata, pagó a Revolorio un trago. Le dio el peso. Revolorio quiso después que el otro le vendiera un trago. Lo tomó y pagó el peso. El mismo peso. Y así hasta terminar el coco: tres tragos cada uno. Al terminar debían tener seis pesos y sólo tenían el pinche peso con que empezaron la venta. Cuenta de magia. Vender al contado, acabar el producto, y al final no tener su importe, y menos la ganancia esperada.
Los días chorreaban sol, sol que en el Castillo del Puerto era plomo derretido. Las alimañas sofocadas por el calor salían a darse aire en los terraplenes de tierra arenosa y hierbas color de telarañas. Los presos les daban caza para arrojarlas a los peces, celebrando con alegres risas el caer de las ratas, lagartijas y ratones en el agua limpia, verdeazul, transparentada hasta donde el fondo empezaba a ser oscuridad de porcelanas de penumbra y frío de medusas.
Los soldados de la guarnición tenían prohibido gastar parque y por eso no blanqueaban contra los tiburones, pero ¡ay!, les comían las manos por darle gusto al dedo en el gatillo y paralizar de un disparo, si tenían buena puntería, alguno de los magníficos ejemplares de tiburón de mares tropicales que en enjambre nadaban enfrente, pequeños toros de aletas de almandros irisados, capitosos, con dobles filas de dientes piramidales. Los negros, dos o tres presos negros, en días de mucha bandurria se echaban a torearlos, sin cuchillo, sin nada, sólo con la burla de sus afiladas desnudeces. Estos negros despedían hedor a mostaza seca, antes de echarse al ruedo marino. Igual que los toreros. Es el güele de la muerte que sale al miedo del hombre, explicaban los carceleros. En un torreón, sin embargo, se apostaba el mejor tirador de la guarnición con el máuser listo, para disparar contra el tiburón, en caso de peligro, aunque, según contaban, hace años se dio el caso de que en el espumaraje no vieron a qué horas, de una tarascada de gato, el tiburón se llevó a uno de los toreros negros. El espectáculo era bravo, lujuria y misterio, y ejercía tal atracción sobre los espectadores, que algunos caían al agua, rompiendo la palpitación candente, chapuzones que pasaban inadvertidos, pues si en otras oportunidades hubieran provocado la risa de todos, aquí no cabía lugar, centralizada, imantada la atención por el juego a muerte del tiburón y el negro. Qué fortuitas formas tomaba la figura humana al presentarse y escapar del tiburón empaquetado en la tiniebla joven de su sombra marina. La bestia capitosa tras el cohete humano con explosión de espumosas burbujas en los brazos, en los pies, sin darle alcance. La masa oscura del animal oscilaba, estúpida, comprimida por el agua, mientras el charolado cuerpo del negro refluía, galvanizando a los espectadores. En el silencio expectante se percibía cada pringa de sudor caída en el líquido espejo de la orilla, de las frentes de los presos y el blu-bu-blu-bi-blu de los cuerpos enemigos pasando uno tan castigadamente cerca del otro que apenas si había tiempo de pensar en lo que no sucedía porque nuevamente la carnadura de ébano corinto, entre una risa y un castañeteo de dientes, se sustraía al tiburón que burlado, pero no vencido, descendía rápidamente trazando un tirabuzón de espumas, para volver de perfil, balanceándose entre anillos de cristal que al chocar casi sonaban.
Los oficiales, los soldados, los presos después de la «divierta de tiburón», volvían a su oquedad de seres opacos poco menos que deshechos de los nervios, algunos como insultados, con un brazo que les saltaba, con un ojo que les hacía faro.
Las aves marinas, aparatosas, destrenzaban perezas y distancias, aleteando con dificultad, volcándose desde la altura para apenas rozar el agua al tiempo de remontar el vuelo, entre peces voladores que saltaban como pedazos de pizarra de mesa de billar golpeada.
—Tata… —se le juntó Goyo Yic a decirle en un día de gran claridad—, allí está mi nana…
—¡Dios guarde le hayas informado que yo estaba aquí!
—Le conté ya…
—¡Ve lo que hiciste, por Dios…, yo no quería que supiera, y ella qué te dijo!
—Nada. Se puso a llorar…
—¿Y le dijiste que yo veía?
—No. Eso no le dije.
—Entonces si entrejunto los párpados y vos me llevas de la mano…
—Cree que está ciego…
La María Tecún conservaba sus pecas, los hilos lacios de su cabello colorado con buenas pitas blancas. Se echó para un lado del portón a enjugarse el llanto, a sonarse las acanutadas narices de vieja, y esperó con temblor de canillas bajo las naguas, al hijo y al padre ciego que se aproximaban.
Tatacuatzín Goyo Yic se le acercó mucho fingiéndose el ciego, como si se le fuera encima, hasta toparla con el cuerpo de frente; ella le sacó un tantito el bulto y tomándole la mano se le quedó mirando con los ojillos escrutadores, titilantes bajo las lágrimas gordas que le saltaban a los párpados.
—¿Qué tal estás? —le dijo, después de un momento, con la voz cortada.
—Y vos, qué tal…
—¿Por qué te trajeron?
—Por contrabandear. De resultas de un garrafón de guaro que compré con un mi compadre para revender en la feria de Santa Cruz. Perdimos la guía y nos fregaron.
—Ve, pues… Y a nosotros, ¿verdad, mijo?… que nos dijeron que te habías muerto, que eras fenecido. ¿Y hace mucho estás aquí?…
—Hace…
—¿Mucho?
—Dos años. Tres me echaron…
—¡Santo Dios!
—Y vos, María Tecún, ¿qué tal?… Te volviste a casar…
—Sí, ya te contó Goyito. Te dieron por muerto y me actorizaron a casarme. Los muchachos necesitaban tata. Mano de muejer no sirve con hombres. Hombre quiere hombre y Dios se lo pague salió güeno; al menos con ellos ha sido deferente. Te dejé…
Goyo Yic hizo un gesto de molestia, abriendo insensiblemente los ojos más de lo necesario, lo necesario para que ella que estaba prendida de sus pensamientos, le notara las pupilas limpias, no como las tenía antes.
—Deja que te diga, ya que viene de mano que hablemos ante uno de los hijos. Te dejé, no porque no te quisiera, sino porque si me quedo con vos a estas horas tendríamos diez hijos más, y no se podía: por vos, por ellos, por mí; qué hubieran hecho los patojos sin mí; vos eras empedido de la vista…
—Y con el que ahora es tu marido, ¿no tenes hijos?…
—No. Al negado ese le quitaron la facultad de preñar mujer los brujos. Un zahori me lo dijo. No sé en qué matanza de indios tomó parte, y me lo maldicieron, lo secaron por dentro.
—¿Y a mí, si tuviera mis ojos me querrías?
—Tal vez… Pero vos no me querrías a mí, porque soy bien fea, feróstica. Que lo cuente tu hijo. Aunque pa los hijos no hay madre fea.
—Nana —intervino riendo Goyito hijo—, se fijó ya en mi tata…
—En de que lo vide venir, pero me he estado haciendo la disimulada. Abrazarme querías cuando te me echaste encima, pretextando no ver, tatita.
Tatacuatzín abrió los ojos. Titubearon las pupilas de él y de ella antes de juntarse, de encontrarse, de quedar fijas, cambiándose la luz de la mirada.
—Qué bueno que de veras tenes tus ojos… —dijo María Tecún apretando un pedazo de pañuelo en su mano cerrada de emoción.
—Pero vas a ver que hasta ahora me sirven, porque yo los quería para verte a vos, y te busqué… ¿por dónele no te busqué?… creí que iba a reconocerte por la voz, ya que de vista no te conocía, y me puse achimero, por ái va, por ái viene habiéndole a cuanta mujer encontraba…
—¿Me hubieras conocido por la voz?
—Creo que no…
—Con los años se le cambia a uno la voz. Al menos, ahora que te oigo hablar, Goyo Yic, me parece que hablas distinto antes…
—También a mí me pasa con tu voz; era otro tu modo de hablar, María Tecún…
Domingo Revolorio, a quien Tatacuatzín Goyo Yic llamó, acercóse a hacer conocimiento de María Tecún.
—Acerqúese, compadre…
—¡Compadre de un garrafón que le llevé al bautizo! —aclaró Revolorio festivamente—. No vaya a estar creyendo, señora, que éste tuvo más crianza…
—Entonces yo soy su comadre…
—Eso mero, mi comadrita…
—Siendo de un garrafón —intervino Tatacuatzín Goyo Yic, a quien a peni tas si le cabía el gusto en el cuerpo—, no es su comadre, compadre, sino su comadreja.
—Está bueno, porque entonces es usté mi compadrejo…
Se veía venir la tarde. El tinte del mar, el tinte del cielo, las nubes ya arreboladas y la quieta solemnidad de las palmeras que iban entrando en el ocaso. Una que otra embarcación cruzaba a lo lejos el horizonte, que en un momento había tomado color violeta oscuro. El ensimismamiento de las aguas profundas, color de botella, aumentaba el enigma de aquel momento de negación, de duda ante la noche.
Ya se había dicho lo hablado y lo callado. La idea de la fuga de Yic hijo se descartó por peligrosa.
Le temblaba la quijada de mujer vieja al despedirse de su hijo. Hizo pucheros. No quería que se le saliera el llanto, para no aflinrlos. Le temblaban los párpados. Se limpiaba la nariz con la mano nerviosa. Sus pecas, su boca contraída por la pena, las pitas de su cuello, su pecho sin senos. Dio la vuelta encajando la cabeza en el hombro de su hijo. Volvería. Vale que vino con algo de vender. Unos seis coches. Mañana los somato y regreso a verlos. ¿Lo pensó o lo dijo?
Nicho Aquino acercóse con el reloj de la Doña en la mano, para avisarle a la vista que ya era tiempo de volver a tierra firme. Entraron en la barca, él con sus bártulos, ella con sus pesares, y el lanchero empezó a remar. Airecillos fríos, vesperales, cortaban la atmósfera de bagazo caliente que venía de la tierra. Suavísimos oleajes en la bahía quieta y amarilla, rodeada de palmeras negras, como una balsa de trementina de oro.
Nicho Aquino preguntó a la viajera silenciosa, de gesto poco amable a pesar de la ternura del llanto que se le secaba en la cara.
—¿A cómo tantea vender los cochitos?
—Depende. Si el maíz no anda muy caro tal vez consiga buen precio, aunque la verdá es que este año los coches están valiendo. Al menos por onde yo se han vendido algo regular.
Juliantico, el panguero, dando y dando. Su pelo como subido a un cerro sobre su cabeza. Sus ojos de Niño Dios con hambre alumbrados por las pringas de luz encendidas en la oscuridad navegante del puerto.
Nicho Aquino soltó un poco intempestivamente lo que venía pensando desde que embarcaron. Tuvo noticias, por haber oído al vuelo la conversación de los Yic y Revolorio en el Castillo, que aquella mujer era…
—¿Conque usté es la famosa María Tecún?
—Hágame favor… —le pudo lo que le dijo, pero le contestó de buen modo—… ¿famosa, por qué?…
—Por ta piedra, por la cumbre, por las «tecunas»… —se apuró a decir el correo de San Miguel Acatan, hoy convertido en un nadie; La mano derecha de la Doña del Hotel King y su amante; pero un gran nadie desde que dejó de ser correo.
—También usté sabe lo de la piedra, pues… Entonces, según, ésa soy yo; piedra allá y gente aquí…
El señor Nicho navegaba en el mar junto a María Tecún, tal y como él era, un pobre ser humano, y al mismo tiempo andaba en forma de coyote por la Cumbre de María Tecún, acompañando al Curandero-Venado de las Siete-rozas. Dos animales de pelo duro cortaban la neblina espesa por la tierra de poro abierto que rodea la gran piedra. Volvían de las grutas luminosas, de conocer a los invencibles en las cuevas de pedernales muertos, conservándose la conversación para no disolverse, el venado-curandero en la mansa oscuridad blanca de la cumbre, tan igual a la muerte, y el coyote-correo en la caliente y azul oscuridad del mar, donde estaba en cuerpo humano. Si no se conversan, el Curandero-Venado se habría disuelto en la neblina, y el Correo-coyote habría vuelto por entero a su auténtico ser, a su cuerpo de hombre que navegaba al lado de María Tecún.
El cabeceo del barco los hacía ceremoniosos. Iban aproximándose al desembarcadero miasmático, hediondo, agua aceitosa, basuras.
María Tecún explicó que no se llamaba mero, mero Tecún, sino Zacatón y el señor Nicho, que al mismo tiempo de ir en la barca en forma de hombre con María Tecún, iba por la cumbre con el Curandero en forma de coyote, se lo pasó a éste en un aullido de yo sé más: ¡No es María Tecún, es María Zacatón, Zacatón…!
El Curandero-Venado de las Siete-rozas que lo llevaba tan cerca —marchaban a la par de la famosa oscuridad blanca de la cumbre—, le untó el hocico de venado en los pelos de la oreja arisca para decirle con cristalina sonrisa de espuma entre el luto del belfo:
—¡Te falta mucho para zahori, coyote de la loma de los coyotes! Mucho que andar, mucho que oír, mucho que ver.
Come asado de codornices, mastica el ombligo de copal blanco y escucha, hasta embriagarte, el vino de miel de los pajarillos que vuelan sobre el verde sentado en los árboles que es igual al verde sentado en el monte. ¡Zahori se es en el momento en que se es uno solo con el sol encima! Y María Tecún, esa que dices que ves como si la tuvieras frente a frente, no es tampoco de apellido Zacatón y por lo mismo está viva: de ser sangre de los Zacatón habrían cortado su cabeza de criatura de meses en la degollación de los Zacatón que yo, Curandero-Venado de las Siete-rozas, ordené indirectamente por intermedio del Calistro Tecún, cuando los Tecún tenían a su nana enferma de hipo de grillo. Los Zacatón fueron descabezados por ser hijos y nietos del farmacéutico que vendió y preparó a sabiendas el veneno que paralizó la guerra del invencible Gaspar Ilóm, contra los maiceros que siembran maíz para negociar con las cosechas. ¡Igual que hombres que preñaran mujeres para vender la carne de sus hijos, para comerciar con la vida de su carne, con la sangre de su sangre, son los maiceros que siembran, no para sustentarse y mantener a su familia, sino codiciosamente, para levantar cabeza de ricos! Pero la miseria los persigue, visten el harapo de la hoja desgarrada por el viento de la impiedad y sus manos son como cangrejos que de estar en las sagradas cuevas, se van volviendo blancos.
—Si no es María Tecún ni María Zacatón, entonces, esta piedra, ¿quién es?, Venado de las Siete-rozas…
Por un momento oyó el señor Nicho que se ahogaba su voz en el vaivén rumiante del golfo, pero lo volvió a la realidad de la cumbre el habla del Curandero, al contestarle que en aquella piedra se escondía el ánima de María la Lluvia.
—¡María la Lluvia, erguida estará en el tiempo que está por venir!
El Curandero abrió los brazos para tocar la piedra, vuelto a la figura humana que veía en ella, él también humano, antes de disolverse en el silencio para siempre.
—¡María la Lluvia, la Piojosa Grande, la que echó a correr como agua que se despeña, huyendo de la muerte, la noche del último festín en el campamento del Gaspar Ilóm! ¡Llevaba a su espalda al hijo del invencible Gaspar y fue paralizada allí donde está, entre el cielo, la tierra y el vacío! ¡María la Lluvia, es la Lluvia! ¡La Piojosa Grande es la Lluvia! A sus espaldas de mujer de cuerpo de aire, de solo aire, y de pelo, mucho pelo, solo pelo, llevaba a su hijo, hijo también del Gaspar Ilóm, el hombre de Ilóm, llevaba a su hijo el maíz, el maíz de Ilóm, y erguida estará en el tiempo que está por venir, entre el cielo, la tierra y el vacío.