5
Los mozos le entraban al huatal a machetazos, para romper la continuidad de la vegetación montes, con espacios hasta de tres brazadas, en los que de consabido se detenía el fuego de la quema. Las rondas, como llamaban a estos espacios pelados, se veían como fajes de enormes poleas tendidas de cerro a cerro, de un campo a otro, entre la vegetación condenada a las llamas y la que sólo asistiría con pavor de testigo al incendio.
El señor Tomás Machojón no paraba en su casa, interesado en las rozas de los terrenos que sin mucho hablar cedía a los medieros para siembra de maíz, desde que supo que su hijo se aparecía en lo mejor de las quemas, montado en su macho, todo de oro, de luna de oro la chaqueta, de luna de oro el sombrero, de lo mismo la camisa, de lo mismo los zapatos, los estribos de la albarda, las espuelas como estrellas y los ojos como soles.
En sus dos piernas flojas, lampiño, pañoso, arrugado, con un cigarrito de tuza en la mano o en la boca, iba y venía el señor Tomás como tacuatzín averiguando quiénes iban a pegar fuego, dónde y cuándo a fin de estar él presente entre los que salían a cuidar el llanterío en las rondas, listos para apagar con ramas las chispas que el aire volaba sobre los espacios pelados por ser peligroso, si no se apagaban las chispas, que prendiera todo el monte.
Los ojos bolsonudos del señor Tomás temblaban como los de un animal caído en la trampa, al resplandor de los fuegos que se regaban en revueltos ríos de oro enloquecido por la sopladera del viento, entre los chiriviscales, las pinadas y los demás palos. El fuego es como el agua cuando se derrama. No hay quien lo ataje. La espuma es el humo del agua y el humo es la espuma del fuego.
La humazón borraba por ratos al señor Tomás. No se veía ni el bulto del anciano padre que busca a su hijo entre los resplandores del fuego. Como si se hubiera quemado. Pero en el mismo sitio o en otro, cercano o distante, resaltaba parado, mirando fijamente el fuego, la cara tostada por la brasa del incendio, las pestañas y el pelo canches de los chamuscones, sudando a medianoche o en las amanesqueras, igual que si le hicieran sahumerios.
El señor Tomás volvía a su casa con el alba y se embrocaba a beber agua en la pila en que bebían las bestias. El líquido cristal reflejaba su cara huesosa, sus ojos hinchados y enrojecidos de ver fuego y sus pómulos, y la punta de su nariz, y el mentón de la barba, y sus orejas, y sus ropas, negras de tizne.
La Vaca Manuela lo recibía siempre con la misma pregunta:
—¿Viste algo, tata?
Y el señor Tomás, después de frotarse los dientes con un dedo y soltar la buchada de agua fresca con que se enjuagaba, movía la cabeza negativamente de un lado a otro.
—¿Y los otros lo ven, tata?
—¿Lo vidieron?, les pregunto yo todas las mañanas. Y me contestan que sí. El único que no lo ve soy yo. Es puro castigo. Haberse uno prestado… Mejor me hubiera bebido yo el veneno… Vos fuiste la mal corazón… El Gaspar era mi amigo… ¿Qué daño, defender la tierra de que estos jodidos maiceros la quemen?… ¡Güeno que venadeó un puntal!… Salpicón hicieron a los brujos, y ni por eso: la maldición se cumple. Hasta el janano lo vido anoche. ¡Ñi, es él, me decía. Ño Maño-on!… Y pegaba de saltos señalándomelo entre las llamas y gritando: ¡Ñorado! ¡Ñorado! ¡Todo ñorado! Yo por más que abrí los ojos, por más que me chamusqué la cara, por más que tragué humo, sólo vide el fuego, el cair de los árboles por cientos, la humazón lechosa, la lumbrarada baldía…
El viejo se tumbaba en su butaca y un rato después, vencida la cabeza sobre el pecho o abandonada para atrás en el respaldo del mueble, se quedaba dormido, como escapado de un incendio, mugroso de hollín, hediendo a pelo quemado y en la ropa agujeros negros, traza de las chispas que le habían volado encima y que los mozos le apagaban a ramazos, con puños de tierra, o con agua de sus tecomates.
Fue un verdadero alivio que pasara la época de quemar para las siembras. El señor Tomás se dedicó a ver las cositas de la hacienda: hubo que herrar unas novillas, cambiar algunos pilares a la casa, apadrinar algunos bautizos y echarle sus gritos a tiempo al lucero del alba, para que no se lerdeara.
El agua de las primeras lluvias los agarró sembrando a todos. Se había quemado en vicio y la mano no andaba. Tierras nuevitas, puras vírgenes, en las que daba gusto ver cómo se iba el azadón. La milpa va altear luego y lindamente, se repetían unos a otros, mientras sembraban. Si hoy no salimos de pobres, bueno, pues no hay cuándo. Y babosos que fueron al principio echándole a la contrariedad con el viejo chocho. Ellos que no veían al Macho entre las llamas, porque en realidad no lo veían, y el viejo porfiándoles que sí y dándoles tierras para que quemaran bosque y bosque. El buen corazón les hizo mover la cabeza afirmativamente y ése fue el hule: el viejo se les pegó a verlos quemar, les dio licencia para fueguear sin lástima ni medida donde no había entrado hombre y desentendiéndose de ellos al último, sin medirles las cuerdas, sin cerrar ningún trato. Siembren, es que les dijo, y después arreglamos cuentas.
Machojón, según decir de esta nube de maiceros, paseaba entre las llamas y el humear de las rozas, como el torito después que arde la pólvora, vestido de puntito de oro, de lucecitas titilantes, la cara de imagen, los ojos de vidrio, el ala del sombrero levantada de adelante, y decían que suspiraba, que por las puntitas de las espuelas le salla el suspiro lloroso, casi palabra.
A un maicero Uamádose Tiburcio Mena lo corrieron del campamento porque de pie los andaba amenazando con irle a soplar al señor Tomás que se estaban burlando de él, que no veían más de lo que él veía, o sea una preciosidad de palos convertidos en antorchas de oro, tizón de sangre y penacho de humo.
Pablo Pirir se le enfrentó a Tiburcio Mena, con el machete pelado en la mano y en el retozo del pleito es que le dijo:
—Ve, mierda, ahueca el lugar entre nosotros, porque si no aquí no más te jeteas con la tierra…
El Tiburcio Mena se puso color de apazote, sudó feo y esa misma noche recogió sus cosas del campamento y desapareció. Mejor ido que muerto. Pablo Pirir ya debía tres muertes, y evitar no es cobardía.
Lo salado fue sentarse a que lloviera. Las nubes gateaban sobre los cerros y la oscurana del agua, verdosa allá arriba, porque no hay que hacerle, lo verde cae del cielo, alabanciaba la tierra, pero no caía. Amagaba el agua y no más. Los hombres, gastados los ojos de mirar por encima de los cerros, empezaron a mirar pal suelo, como chuchos que buscan güeso, en la aflicción de adivinar al través de la tierra si no se habría secado la semilla. Hasta se habló entre ellos de castigo de Dios por haber engañado al viejo Machojón. Y hasta pensaron bajar a la casa grande y arrodillarse ante el señor Tomás a pedirle perdón, con tal que lloviera, a esclarecerle una vez por todas que ellos no habían visto al Machojón en las quemas y si le habían dicho así, era para no contrariarlo y para que les diera buenas tierras en que sembrar. El viejo, si le hablamos, nos quitará la mitad de la fanega. De perderlo todo a perder la mitad. Mientras lo tengamos agraviado no llueve y si pasan más días se echará a perder todo. Así decían. Así hablaban.
La lluvia los agarró dormidos, envueltos en sus ponchos como momias. Al principio les pareció que soñaban. De tanto desear el agua la soñaban. Pero estaban despiertos, con los ojos abiertos en la oscuridad, oyendo los riendazos del cielo, la bravencia de los truenos y ya no se pudieron dormir, porque les tardaba el día para ver sus tierras mojadas. Los chuchos se entraron a los ranchos. El agua también se entró a los ranchos, como chucho por su casa. Las mujeres se les juntaron. Hasta dormidas le tenían miedo a la tempestad y al rayo.
El agradecimiento debe oler, si algún huele tiene, a tierra mojada. Ellos sentían el pecho hinchado de agradecimiento y cada rato decían de pensada: «Dios se lo pague a Dios». Los hombres, cuando han sembrado y no llueve se van poniendo lisos, las mujeres les sufren el mal carácter, y por eso qué alegre sonaba en los oídos de las mujeres medio dormidas el aguaje que estaba cayendo en grande. El pellejo de sus chiches del mismo color que la tierra llovida. Lo negro del pezón. La humedad del pezón con leche. Pesaba la chiche para dar de mamar como la tierra mojada. Sí, la tierra era un gran pezón, un enorme seno al que estaban pegados todos los peones con hambre de cosecha, de leche con de verdad sabor a leche de mujer, a lo que saben las cañas de la milpa mordiéndolas tiernitas. Si llueve, ya se ve, hay filosofía. Si no, hay pleito. Una bendición de siembras. Lo parejito que puntearon con los primeros aguaceros. Algo nunca visto. Sesenta fanegas iba a sacar cada quien. Al cálculo, sesenta. Tal vez más. Nunca menos. Y el frijol, cómo no se iba a dar bien si allí se daba silvestre, con la semilla que trujeron. De fama la semilla que trujeron. Y ayote va a haber que es gusto. Hasta para botar. Y tal vez que siembren la segunda. Chambones si no aprovechan ahora. Probado estaba que Dios no les tomó a mal que engañaran al viejo. Engañar al rico es la ley del pobre. La prueba era el invierno tan regüeno. Ni pedido ex profeso. Pues, hombre. Cuando asemos elotes. Así decían, creyendo que tardaría el tiempo, y hoy ya los estaban asandito a fuego manso, porque arrebatado no sirve. ¡Pa mí, está pura riata este tunquito, mi compañero!, dijo con los dientes sucios de granos de maíz tierno soasado, Pablo Pirir, el que hizo cambiar de estaca al Tiburcio Mena.
El sol con mal de ojo, chelón. Costaba un triunfo que se medio orearan los trapitos. Pero eso qué portaba. Nada. Y en cambio el llover parejo significaba mucho. Lujo de agua que alentaba la risa de los que sólo sabían reír con los dientes de las mazorcas una vez al año.
—¿Qué hay por ay, vos, Catocho?
—De hablar, dicís vos… Hay nada. Que el señor Tomás siguió trastornado, que se doblaron a unos maiceros delanteando de Pisigüilito, por el Corral de los Tránsitos, y salió la montada a echarles plomo a los indios de Ilóm. Unos Tecún, parecen los cabecillas; pero no se sabe.
—Y el precio del méiz indagaste.
—Está escaso. Hora vale.
—¿Onde lo igeron?
—Fuide en varias partes a preguntar si tenían méiz y a cómo daban.
—Eso sí estuvo bueno, porque así supiste. Sos un fletado, vos, fulano. El todo está en que el méiz tenga un precio este año. Yo vo a esperar que esté punto caro para vender el mío y así te consejo, porque cosecha como ésta una vez en la vida y más que se repitiera, cosecha en la que no vamos a ir porlos con el señor Tomás Machojón, no hay seguido, porque a los ricos jamás se les miltomateya el sentido.
—En los llanos de Juan Rosendo, bía fiesta.
—Cuenta qué fiesta bía. De pie andan rumbiando esas gentes. Son famosas sus ñestas.
—No supe. Nada más vide que estaban boqueando unas de sanchomo y el culebrero de las mujeres que bailaban con jonografo, que lo aventajan para allá, que lo aventajan para acá.
—Y vos, bravo.
—Si ni me apié de la bestia.
—Pero hombre, haberte arrimado pa que te dieran un trago. No indagaste, pues.
—Tal vez celebración de bautizo. A quien vide allí jué a la niña Candelaria Reinosa, la prometida de don Macho. Está algo desmandada, pero es bonita, yo la quisiera pa mí.
—Pues si el méiz se vende caro, te la concedo. A un rico no se le dice que no. Vos con reales en la bolsa y un par de guarazos entre pecho y espalda, la convences en seguida.
—¿Se te hace?
—Apostaría mi cabeza.
—Lo malo es que dicen que hizo promesa de no casarse, de serle fiel al difunto amor.
—Pero es mujer, y entre la piedra de moler y la mano de la piedra de moler, quebranta muchos maicitos todos los días, para hacerles las tortillas a sus hermanos, y en una de tantas esa promesa del difunto que vos decís, cae entre los maicitos cocidos, y la quebranta.
Entre las milpas que a toda priesa echaban mazorcas aparecieron unos muñecos de trapos viejos que crucificaron la alegría maicera de los pájaros y las palomas rastrojeras. Las piedras de las hondas de pita zumbaban al cortar el aire filudo en el silencio tostado de los maizales en sazón, entre las parvadas de torditos, clarineros, sanates y cuacochos que venían a buscar granos para sus buches y sus nidos.
El janano trajo al viejo a que viera los espantajos. El señor Tomás Machojón, llevado de la mano por el muchacho, recorría el milperío sólo por reírse como un bobo de los muñecos de trapo, saludado de lejos por los maiceros desconfiados.
Algo andaba haciendo el viejo. Casual que por mirar los espantajos anduviera ronciando los maizales. Quizá medía las fanegas con la vista, al mirujeo, o por pasos, a la paseada. Tantos pasos, tantas cuerdas, de tantas cuerdas, tantas fanegas, la mitad para él. Ellos que ya habían consentido en no darle la mitad de la troje.
El viejo conversaba a pujiditos con el janano, a quien preguntaba qué significado tenían aquellos Judas milperos, sin cara, sin pies, algunos hechos con sólo el sombrero y la chaqueta.
—¡Ñecos! —le gritaba el janano mostrando sus dientes por el labio hendido, como si su risa de niño la hubieran partido de una cuchillada para siempre.
—Hueléle el fundillo…
—¡Chis, ñasco!
—¿Cómo crees que se llama este sombrerudo? —le preguntó el viejo con cierta intención.
El janano agarró una piedra y se la tiró al muñeco que por su sombrero grande parecía un mexicano.
—Ño digo que se llama… —dudó el chico, su labio leporino tuvo una contracción de pez al que se arranca el anzuelo, pero ante la necedad del viejo, soltó lo que pensaba— … ño digo que se ñama, Maño-ón…
En la rajadura del labio, sus incisivos como dos enormes mocos adelantaron un filo de risa fría.
El señor Tomás se le quedó prendido de la cara, mirándolo. Al respirar el pobre viejo, se chupaba los cachetes salados de tanto pasarles por encima el llanto. Ya no tenía muelas. Sólo las encías clavadas de raigones. Y en las encías se le pegaba por dentro el pellejo de la boca en cuanto se disgustaba o afligía. Los locos y los niños hablan con la verdad. El Machojón de oro, para estas gentes sencillas, se había vuelto un espantapájaros. Dos palos en cruz, un sombrero viejo, una chaqueta sin botones, y un pantalón con una pierna completa y la otra cortada en la rodilla a rasgones.
El janano lo ayudó a levantarse de la piedra en que se había sentado y regresaron de noche hasta la casa grande haciéndose los quites de los sarespinos que de día parecen tener escondidos los shutes, como tigres, y sacarlos al oscurecer para herir al que pasa.
—Ya por aquí doblaron —dijo el viejo.
A la luz de la tarde amarillona se notaba un repentino cambio en la estatura de las matas de maíz, erguidas antes y ahora todas tronchadas a la mitad, dobladas para que acabaran de secar bien.
—Mañana van a seguir doblando… —añadió el señor Tomás, pero la palabra «doblando», que dijo en el sentido maicero de doblar la milpa, le hizo recordar, al oírla, el eco de las campanas que doblaban a muerto en el pueblo, hasta dejar zonza a la gente. Tilán-tilón, tilán-tilón, tilón talón, tilón…
Se detuvo, volvió a mirar a su espalda varias veces para reconocer el camino y suspiró antes de repetir con mala intención:
—Mañana van a seguir doblando…
La mano del que violentamente quiebra la mata de maíz, para que la mazorca acabe de sazonar, es como la mano que parte en dos el sonido de la campana, para que madure el muerto.
El viejo no durmió. La Vaca Manuela vino sin hacer el menor ruido hasta la puerta del cuarto de Machojón, adonde el señor Tomás había pasado su cama, y como no viera luz, acercó el oído. La respiración, fingidamente tranquila del viejo, llenaba la pieza. Hizo una cruz con la mano y le echó la bendición a la oscurana en que dormía su hombre: «Jesús y María Santísima me lo acompañen y libren de todo mal», dijo entre dientes y se fue a su cuarto. Al acostarse buscó una toalla para taparse la cara, por si las ratas le pasaban encima. Estaba tan abandonada la casa, desde la desaparición de Machojón, que las ratas, las cucarachas, las chinches, las arañas, vivían en familia con ellos. Apagó el candil. A la mano de Dios y la Santa Trinidad. El ronquido gangoso del janano y las carreras de las ratas, verdaderas personas por el ruido que hacían como si arrastraran muebles, fue lo último que oyó.
Un bulto con espuelas, gran sombrero y chaqueta guayabera salió del cuarto de Machojón. No era tan alto como el Macho, pero sí la pegaba, sí podía pasar por él. En la caballeriza ensilló una bestia y… arriba. La cabalgadura apenas hizo ruido al salir, guiada por unos bordos de llano que orillaban el patio empedrado. Sin parar, como una sombra, el viejo paseó por los regadillos de Juan Rosendo, por las calles de Pisiguilito, donde ahora vivía la Candelaria Reinosa. Aquí oyó voces. Allá vio bultos. Que vieran, que oyeran. Luego se internó en los maizales secos y les pegó fuego. Ni un loco. El mechero del señor Tomás estornudaba chispas al dar la piedra de rayo con el eslabón. ¡Aaaa… chis… pas! Y no para prender el cigarro de tuza que llevaba en la boca apagado, sino para que agarrara llama el milperío. Y no por mal corazón, sino para pasear entre las llamas montado en el macho y que lo creyeran Machojón. Se manoteó la cara, el sombrero, las ropas, apagándose las chispas que le saltaban encima, mientras otras volaban a prenderse como ojitos de perdiz a las ropas de seco sol y seca luna, seca sal y seca estrella de almidón con oro de los maizales. En las barbas de las mazorcas, en las axilas polvosas de las hojas y las cañas amoratadas, al madurar, en la sed de las raíces terrosas, en las flores, baldíos banderines escarabajeados de insectos, el fuego nacido de las chispas iba soltando llama. El rocío nocturno despertó luchando por atrapar, en sus redes de perlas de agua, las moscas de luz que caían del chispero. Despertó con todas las articulaciones dormidas en ángulos de sombra y echó sus redes de trementina de plata llorosa sobre las chispas que ya eran llamas de pequeños fuegos que se iban comunicando a nuevos focos de combustión violenta, fuera de toda estrategia, en la más hábil táctica de escaramuzas. En la hojarasca sanguinolenta por el resplandor del llamerío, ligosa de niebla, caliente de humo, se oían caer las gotas del agua nocturnal con perforantes sonidos de patas de llovizna hasta el hueso de las cañas muertas, revestidas de telas porosas que tronaban como pólvora seca. Una luciérnaga inmensa, del inmenso tamaño de los llanos y los cerros, del tamaño de todo lo pintado con milpa tostada, ya para tapiscar. El señor Tomás detenía el macho para verse las manos doradas, las ropas doradas, como dicen que se veía Machojón. Ya todo el cielo era una sola llama. Abalanzamiento del fuego que no respeta cerco ni puerta. Árboles que se hacían reverencias para caer abrasados sobre la vegetación boscosa que resistía, en medio del calor sofocante, el avance del incendio. Otros que ardían como antorchas de plumas en total olvido de que eran vegetales. Poblados de tantos pájaros eran pájaros, y ahora pájaros de plumas brillantes, azules, blancas, rojas, verdes, amarillas. De las tierras sedientas brotaban chorros de hormigas para combatir la claridad del incendio. Pero era inútil la tiniebla que salía de la tierra en forma de hormiga. No se apaga lo que ya está prendido. Cañas, centellas, dientes de maíz en mazorca contra diente de maíz en mazorca, a las mordidas. Y como hilos de suturas que saltaran en pedazos, las culebras. Tumores ichintalosos de güisquilares. Ayotales de flores secas. Monte enjuto de flores amarillas. Frijolares en camino de la olla y la manteca al calor del fuego, de los aspavientos del fuego en la cocina. Y decir que era el mismo, el manso amigo de los tetuntes, el que andaba ahora suelto, como toro bravo entre la humazón. El señor Tomás iba y venía sobre la desobediencia del macho cerrero y ojiblanco, por donde lo llevaba el macho, sin guardarse la piedra de rayo, insignificancia de la que saltó, no más grande que el ojo de un maíz, la chispa del relámpago regado por el suelo torteado de los campos planos, por los cauces bejuqueros de las quebraditas y los trepones de las montañas afines a las nubes. Oro vivo, oro polen, oro atmósfera que subía al fresco corazón del cielo desde el braserío lujurioso que iba dejando en las tierras sembradas de maizales, cueros de lagartos rojos. Por algo había sido él y no otro el que chamuscó las orejas de tuza de los conejos amarillos que son las hojas de maíz que forman envoltorio a las mazorcas. Por eso son sagradas. Son las protectoras de la leche del elote, el seminal contento de los azulejos de pico negro, largo y plumaje azul profundo. Por algo había sido él y no otro el hombre maldito que condujo por oscuro mandato de su mala suerte, las raíces del veneno hasta el aguardiente de la traición, líquido que desde siempre ha sido helado y poco móvil, como si guardara en su espejo de claridad la más negra traición al hombre. Porque el hombre bebe oscuridad en la clara luz del aguardiente, líquido luminoso que al tragarse embarra todo de negro, viste de luto por dentro. El señor Tomás, que desde que desapareció Machojón, muerto, huido, quién sabe, se había vuelto como de musgo, apocado, sin novedad, sin gana de nada, era esta noche un puro alambre que le agarraba la juventud al aire. La cabeza erguida bajo el sombrero grande, el cuerpo hasta la cintura como en corsé de estacas, las piernas en el vacío hasta lo firme de cada estribo, y las espuelas hablándole al macho en idioma telegráfico de estrella. La respiración mantiene el incendio de la sangre que se apaga en las venas, cavidades con hormigas de donde sale la noche que envuelve al que muere en la traición más oscura. La muerte es la traición oscura del aguardiente de la vida. Sólo el viejo parecía ir viviendo ya sin respirar, de una pieza de oro jinete y cabalgadura, como el mismo Machojón. Le atenazaba el sudor. Le llenaba el humo las narices y la boca. Lo ahogaban con estiércol. Y una visión totopostosa, rajadiza atmósfera sofocante, lo cegaba. Sólo veía las llamas que se escabullían igual que orejas de conejos amarillos, por pares, por cientos, por canastadas de conejos amarillos, huyendo del incendio, bestia redonda que no tenía más que cara, sin cuello, la cara pegada a la tierra, rodando; bestia de cara de piel de ojo irritado, entre las pobladas cejas y las pobladas barbas del humo. Las orejas de los conejos amarillos pasaban sin apagarse por los esteros arenosos de aguas profundas, huyendo del incendio que extendía su piel de ojo pavoroso, piel sin tacto, piel que consume lo palpable al sólo verlo, lo que habría sido imposible desgastar en siglos. Por las manotadas de las llamas felpudas, doradas al rojo, pasaban los jaguares vestidos de ojos. El incendio se enjagua con jaguares vestidos de ojos. Bobosidad de luna seca, estéril como la ceniza, como la maldición de los brujos de las luciérnagas en el cerro de los sordos. Costó que los maiceros, después de abrir rondas aquí y allá, improvisadamente, con riesgo de sus vidas, ayudados por sus mujeres, por sus hijos pequeños, se convencieran que era inútil querer atajar la quemazón de todo. Se convencían, sí, al caer por tierra exhaustos, revolcándose en el sudor que los chorreaba, que les quemaba las fibras erectas de sus músculos calientes de rabia contra la fatalidad, sin explicarse bien lo que bien veían medio tumbados, tumbados a ratos y a ratos resucitados para luchar con el fuego. Las mujeres se mordían las trenzas, mientras les rodaba por las mejillas de pixtón pellizcado a las más viejas, el llanto. Los chicos, desnudos, se rascaban la cabeza, se rascaban la palomita clavados en las puertas de los ranchos, entre los chuchos que ladraban en vano. El fuego agarraba ya el bosque y se iba encendiendo la montaña. Todo empezaba a navegar en el humo. Pronto agarrarían mecha los maizales del otro lado de la quebrada. En la cima se veían los bultitos humanos recortados en negro contra la viva carne del cielo, batallando por salvar esos otros maizales, destruyendo parte de las tostadas milpas, barriendo con ellas, sin dejar en las brechas más que la pura tierra. Pero no les dio tiempo. El fuego trepó y bajó corriendo. Muchos no pudieron escapar, cegados por la lumbre violenta o chamuscados de los pies, y las llamas los devoraron sin grito, sin alarido, porque el humo se encargaba de taparles la boca con su pañuelo asfixiante. Ya no hubo quien defendiera los cañales de la hacienda. Los cuadrilleros que llegaron de los regadillos de Juan Rosendo no se arriesgaron. El aire está en contra, decían, y con sus palas y sus picas y azadones en las manos, contemplaban alelados la chamuscazón de cuanto había: caña, milpa, bosque, monte, palos. De Pisigüilito llegó la montada. Sólo hombres valientes. Pero ni se apearon. A saber quién jugó con el fuego, dijo el que hacía de jefe, y la Vaca Manuela que estaba cerca, envuelta en un pañoloncito de lana, le contestó: El coronel Godoy, su jefe, fue el que jugó con fuego, al mandarnos a mi marido y a mí a envenenar al Gaspar Ilóm, el varón impávido que había logrado echarle el lazo al incendio que andaba suelto en las montañas, llevarlo a su casa y amarrarlo a su puerta, para que no saliera a hacer perjuicio. Se lo voy a decir a mi coronel, para que se lo repita usté en su cara, respondió el otro. Si tuviera cara, la Vaca Manuela le arrebató la palabra, estaría aquí frente al fuego, ayudándonos a combatir la desgracia que nos trujo por el favor que le hicimos. El muy valeroso cree que estando lejos va a salvarse de la maldición de los brujos de las luciérnagas. Pero se equivoca. Antes de la séptima roza, antes de cumplirse las siete rozas, será tizón, tizón como ese árbol, tizón como la tierra toda de Ilóm que arderá hasta que no quede más que la piedra pelada, veces por culpa de las quemas, veces por incendios misteriosos. Lo cierto es que los bosques desaparecen, convertidos en nubes de humo y sábanas de ceniza. El que hacía de jefe de la montada le echó el caballo encima a la Vaca Manuela y la tumbó. Los cuadrilleros intervinieron a favor de la patrona. Machetes, máuseres, caballos, hombres a la luz del incendio. Los cuadrilleros se cogían con los dientes la manga zurda de la camisa al sentirse heridos por las balas de los máuseres y las rasgaban para tajarse la sangre con los trapos. Ya también ellos habían logrado apiar a machetazos a dos jinetes, pero eran como catorce, contados así al vistazo. Los maizales que no habían agarrado fuego, tronaban con sólo el calor de la inmensa hoguera, antes de prender, y ya encendidos, seguían remedando el martilleo de los máuseres. Los machetes al vuelo de una mano a otra, pasaban, brillantes, rojos por la colorada que teñía los caballos de los jinetes heridos y empezaba a formar pocitos de sangre en el suelo. Las gentes son como tamales envueltos en ropa. Se les sale lo colorado. El bagazo seco del incendio que seguía rodando con su cara de ojo inflamado a la velocidad del viento, les empezó a secar la boca. Pero seguían peleando. Los heridos pisoteados por las bestias. Los muertos como espantajos de maizal caídos, ya agarrando fuego. Seguían peleando los cuadrilleros con los de la montada sin fijarse que el incendio los había ido cercando en una parte algo elevada del terreno. La casa de la hacienda, las caballerizas, las trojes, los palomares, todo estaba en llamas. Bestias y animales huían despavoridos hacia el campo. El fuego se había volado el posteado de los cercos que rodeaban la casa. Las alambradas con las púas rojas, se garapiñaban, algunas pegadas a los postes hechos tizones, otras ya libres de la grapa. ¿Cuántos hombres quedaban? ¿Cuántos caballos? La lucha entre autoridad y cuadrilleros cambió de pronto. Ni autoridad ni cuadrilleros. Los máuseres sin tiros y los machetes romos, así se disputaban hombres con hombres los caballos para escapar de morir quemados. Las culatas de las armas, los machetes doblados, pero sobre todo las uñas y los dientes, los brazos que se enroscaban como piales alrededor del cuerpo, del cuello de los rivales, las rodillas cuyas choquezuelas se hacen punta para golpear, para rematar. Poco a poco, todos aquellos hombres feroces en medio de un mar de fuego, fueron desplomándose, unos definitivamente, otros revolcándose del dolor de las quemaduras, o los golpes, otros derrotados por el cansancio, con una cólera fría en los ojos, mirando a los caballos que se abrían paso a través de las cortinas de fuego, para ponerse a salvo, sin jinetes, bestias de humoconcrines de oro que tampoco alcanzaron la segura orilla. Las piernas flacas quemadas en un fustán de ceniza, la cabeza sin orejas con algún mechón de pelos, también ceniza, y las uñas abarquilladas, fue todo lo que se pudo levantar del suelo en que cayó la Vaca Manuela Machojón.