14
Un silbido insistente, insinuante, incisivo, como si en aire quedaran los dientes delanteros vibrando. La noche, sin haber llovido, parecía mojada. Las ramas de bambú, balanceadas por el viento mocetón, barrían con escobas de rumor más suaves que plumeros, el silencio del monte, en las orillas de la población, hacia el camposanto.
—Se me hizo que eras vos; tu silbido…
—Y tardaste…
—¡Qué bárbaro, si estás todavía con la boca húmeda de silbar; dame un besito y déjate de embromar! ¡Qué sabroso decirte «vos»; se me hace tan extraño tenerte que llamar «usté», ante los muchachos!
—¿Me quiere, mi vida?
—Mucho; pero qué es eso de me quiere, me querés; y a ver mi hocico… ¡sabroso!… otro… A mí se me hace que el amor de «tú» y de «usté», es menos amor que el amor de «vos», con chachaguate y todo, porque vos, ya me estás echando chachaguate; hacele, viejito, que para eso soy tu propiedad legítima…
Y mal portada, eso es usté, mal portada…
—Pero no me trates de usté; se me hace tan extraño…
—Habrá que irse acostumbrando y… ya suspiré, y es que estoy triste; duele que mientras uno anda ganándose el medio, la que es su cariño se dé la grande con otro baboso…
—Corrieron a decírtelo…
—No es que corrieron, es que yo lo presentía, por corazonada se saben las cosas, cuando está ausente uno.
La sombra del bambú los acercaba, mientras, en intención, iban alejándose cortando sus ataduras amorosas. Ella, llena de cuidado, le tomó la cabeza con cariño y clavó sus misteriosos ojos muy profundamente en los ojos abiertos del arriero que estaba llorando.
—¡No siás bobo —le decía al oído—, cómo podes imaginarte, vos, que porque viene ese mequetrefe, planta de altanero, a estarse allí parado al poste de la esquina; que porque a veces entra al estanco y se está conmigo platicando de tonterías, de lo que pasa en el pueblo, de las ventas que ha hecho de sus máquinas de coser, lo voy a querer a él, y no te voy a querer a vos que sos mi quedar bien con mi corazón, y eso que te tengo el sentimiento de que me ves, cuando están los arrieros, tus compañeros, como petate; hasta me afiguro que te da vergüenza que sepan que sos mío! ¡Ah, porque eso sí, canelo, mucho te puedo querer, adorarte, morirme por vos, ser tu sometida, lo que vos querrás; pero si te da vergüenza mi condición de fondera, y por lo mismo me ninguneas ante los otros, con no volvernos a ver está arreglado; el amor a la fuerza apesta y pior cuando lo quieren a uno ver de menos!
—Los hombres como yo no lloran —murmuró el arriero parlanchín, oloroso a guaro y al olor de los guayabos que rociaban el rocío nocturno que bañaba sus hojas retostadas, en forma de pequeñas pringas de llanto de árbol—; los hombres como yo no lloran, y si lloran, lo hacen como los guayabos que, primero, se agarran con todas sus ramas a retorcerse, quemados por dentro de la pena, tan quemados que hasta el palo se les ve colorado; y segundo…
—¡Lloran cuando están bolitas!
—¡No te voy a decir que no es cierto! Pero también lloran cuando el corazón les avisa que los están traicionando, porque sólo quedan dos caminos; infelizarse, matando al rival, o hacerse de la vista gorda, fingiendo indiferencia, matando la vergüenza… ¡Déjame, me molesta que me hagas cariños que le haces a otro!
—¡Ve, Hilario, no seas tan rebruto; que estés con tus cervezas en la cabeza no quiere decir que… mi muchachito bravo, mi cuiscuilín, mi cuiscuilincito!…
—Ya te dije que… soltame el brazo…, soltame la cara…
—¡Por vida tuya, no sabía qué favor me hacias al quererme, y ve, si fuera verdad que te estoy haciendo lo que vos imaginas, porque sos muy idiota, y sólo por eso lloraran los hombres, crecerían los ríos como en invierno, porque no te estés creyendo que todas las mujeres son como yo; me pesa el decirlo!
Callaron. Se veían juntitas las luces encendidas del pueblo. Juntitas y separadas como ellos. El zacate mojado de sereno les enfriaba las posaderas. Hilario miraba al cielo, ella arrancaba las puntitas de los zacates que le quedaban a distancia de su mano trigueña.
—Lo que pasa —siguió ella al rato de estar callados—, es que amores nuevos y de la capital son mejores que viejos amores de pueblo; yes bonita, contá, tiene bonito pelo, debe ser de ojos lindos…
—Lo que quiero saber es a qué venía ese tipo a quedarse horas enteras en el estanco, a falta de pasar su cama.
—A que le diera el sí —Hilario se le quedó mirando, hizo el intento de levantarse, pero ella le retuvo—, pero yo siempre le dije que no, y a que le diera la seña…
—¿Qué seña? —rugió Hilario.
—De amor la verdadera seña… —riendo con todos los dientes, echaba la cabeza hacia atrás, para que el aire le besara el pelo—; no seas bobo, la seña del enganche de la máquina que me quieren vender —Hilario se acomodó de nuevo junto a ella, entre contento y serio—; plomoso, sos vos, chucán, marrullero, bien sabías que ha estado viniendo ese fulano a ofrecerme la máquina, a bandearme con que se la compre, que me la da a plazos, que no es mucho lo que se paga, que haciendo costuras la máquina se paga sola, y lo sabías porque echaste tu indirecta hoy en la tarde; dirás que no me fijé cuando dijiste que ahora ya no se les da a las mujeres polvo con andar de araña, sino máquinas de coser andando.
—Pero, no sólo a eso debe haber venido, qué casualidad…
—Tenes mucha razón. Un día resultó trayéndome un par de gringas más feas que hombres, pantalonudas, simpáticas el par de mujeres, interesadas en averiguar la vida de ese míster que vos conociste y que escribió su nombre con navaja en un árbol de por aquí cerca. Como yo no sabía, se fueron como vinieron, salieron por donde entraron, sin escribir una sola palabra en sus cuadernos; eso sí, bebieron chicha hasta empanzarse. «Curiosi», decían, y se zampaban los vasos de chicha como si fuera agua, después me pidieron que querían beber en guacal; más tarde el alboroto en el pueblo, a una la botó un caballo, la arrastró y por poco la mata. Vos sos el que sabes la historia de ese hombre misterioso.
—La sé, pero no la cuento. Es mi secreto.
—Y yo, para qué quiero saberla; sé que se llamaba Nelo, que a vos te llamaba Jobo, como yo te llamo Canelo, que puso su nombre en un palo, y ya está.
De vez en vez, entre el gotear del rocío, fragmentos estelares de un reloj de mínimas cristalerías rotas en minutos, sonaban, al caer en tierra alfombrada de yerbas, los mangos, con un sonido amortiguado, como si a cada cierto tiempo, cayeran para marcar las horas desde las ramas de árboles materialmente embrocados por el peso de los frutos. Poch, sonaban al caer los mangos, seguía después la cristalería del sereno minutero, y al rato, poch, poch, poch…
Hilario Sacayón era muy chico cuando vino a San Miguel Acatan un comerciante recomendado a su padre. Elviejo Sacayón anduvo para arriba y para abajo con este señor y regresó diciendo que se llamaba Neil, y que era vendedor ambulante de máquinas de coser. Al día siguiente, Neil vino a casa de los Sacayón, y estuvo jugando con un chico, que era Hilario. Hilario lo miraba y lo miraba, luego lo tentó, le tentó la tela del pantalón, y la amistad fue sellada con una moneda que el señor Neil puso en su manita y un beso, oloroso a tabaco, en su cachete.
Ya de grande, Hilario oyó a su padre hacerse lenguas de la bondad e ilustración del señor Neil, cuando aconsejaba a sus hijos que no juzgaran nunca a las personas por lo que aparentaban y los trapos que vestían. El hombre aquel, en apariencia como tantos y tantos vendedores de máquinas de coser, era de los que en los ojos llevan una reproducción en miniatura del mundo. Hay hombres cuyos ojos son como aguas de estanques sin peces, pero otros tienen las pupilas con el pescaderío de la vida allí dentro, nadando, colaceando, y de éstos era el señor Neil.
Llegó a tal grado el amor de su padre por el recuerdo del señor Neil, que un día llevó a Hilario, ya adolescente, hasta un palo grande. En el tronco, grabado con navaja, se veían letras y números, decía: O’Neil-191… la última cifra borrada.
Sin perder tiempo, el viejo arriero, que arriero era también el padre de Hilario, y de los arrieros de antes, de aquellos que humaban un puro montando muía cerrera sin botar la ceniza, con su cuchillo trasladó a su pechera de cuero la inscripción, imitando los signos, y hasta la muerte, el finado llevó en su pechera de arriero, las letras y números del palo: O’Neil-191.
Éste era, escuetamente, el secreto de Hilario Sacayón. Muerto su señor padre, Sacayón hijo se apropió de la historia, agregándole de su cosecha imaginativa orejasy cola de mentiras. En boca de Sacayón hijo, O’Neil tuvo pasión por una muchacha de San Miguel Acatan, la famosa Miguelita, a quien nadie conoció y de quien todos hablaban por la fama que en zaguanes de recuas y arrieros, fondas, posadas y velorios, le había dado Hilario Sacayón.
La Miguelita, morena como la Virgen del Cepo, una milagrosa imagen esculpida en tiempo de la colonia y olvidada en una hornacina de la cárcel de Acatan, donde se aplicaba el tormento del cepo a los facinerosos, indios fugos y maridos mal avenidos; la Miguelita, con ojos como dos carbones apagados, apagados pero con fuego negro por lo mismo de ser carbones; camanances en los carrillos, cintura de acerola, boca de rosicler de moras, pelo de burato negro; la Miguelita, que no correspondió el amor desesperado de O’Neil, porque ella nunca lo quiso; Hilario le llamaba simplemente Neil y la gente poblana, Nelo.
Él la quería y ella no. Él la adoraba y ella, por el contrario, lo detestaba. Él la idolatraba. Neil le dijo que se iba a dar a la bebida, y se dio; le dijo que se iba a tirar al mar, y se hizo marinero; ahogó en el azul del mar su pena morena, con la misma pipa que fumaba ante la Miguelita, sus ojos azules, su pelo rubio, su cuerpo de gringo de brazos largos.
Hilario Sacayón no podía con su conciencia después de una parranda. Lo que inventaba. Pero, de dónde le salía tanta verba para ir colocando las palabras, las frases, los giros dolorosos y sarcásticos, derechamente, como si antes que él lo contara en sus borracheras ya hubieran estado escritas, puestas como debía ser, igual o mejor que si efectivamente todo aquello que él inventaba hubiera pasado ante sus ojos.
Se quedó escondido en su casa, al día siguiente de su encuentro con la Aleja Cuevas, porque con los compás arrieros siguió la juerga donde las Prietas y en su gran papalina contó muchas cosas más de los amores de Neil y la Miguelita. No tuvo valor para salir a la calle, pero en su casa, en su rancho, estaba la presencia de su padre, el cual, desde los muebles y rincones, pero sobre todo desde su pechera de arriero, le reclamaba haberle robado la historia de su vida. Más tarde, acallando remordimientos, consideró su ingratitud como una forma natural del hijo para anular al padre, es decir, para sustituirse al padre, y hasta vio al viejo Sacayón, complacido porque lo saqueaba en forma tan artera, contando como suyas las historias del progenitor. Luego, para acallar más sus remordimientos, le echaba la culpa al licor. El guaro suelta la sin hueso. No sabe uno lo que dice. Habla por hablar. Además, cabía devolver a su padre lo que por hablantín le robaba siempre que estaba encumbrado. Iría y contaría que todo lo del señor O’Neil, era referencia de su viejo; pero, reflexionando, en este caso el remedio resultaba peor que la enfermedad, porque era colgar al viejo arriero que en paz descanse, sus embusterías.
Prometió, como siempre, no volver a hablar de Neil ni de sus amores con la Miguelita de Acatan, aunque lo picaran los amigos para que soltara el resto, porque, así empezaba la cosa, Hilario tenía un resto que contar.
Por eso, cuando las gringas interesadas en tomar datos sobre la vida de O’Neil volvieron al pueblo, Hilario Sacayón no pudo hablar. Estaba en su juicio y en su juicio no hablaba de Neil y de la Miguelita. Llevó a las gringas al pie del palo grabado, para que tomaran la fotografía; les mostró la pechera de su padre; les dio vagas referencias de sus recuerdos de chico, todo sujeto a la verdad, igual que si hubiera estado declarando en un juzgado. Las gringas, sin embargo, algo sabían de la historia de la Miguelita, morena como la Virgen del Cepo, alfeñique con anís de gracia, los pies como cabezas de alfiler, las manos gordezuelas; pero Sacayón se contentó con oírlas, vanidosamente, sin pronunciar una palabra. Las gringas, antes de marcharse, le dejaron un retrato del señor O’Neil, un hombre célebre. Hilario lo vio y lo escondió. Era horrible, chelón, flaco y desgastado. No, no podía ser el borracho jubiloso que se murió de sueño, porque lo picó una mosca en uno de sus viajes; el que le dejó a la Miguelita de recuerdo una máquina de coser que en las noches se oye, después de las doce campanadas del Cabildo… ¿Quién no la ha oído en San Miguel Acatan? Todas las noches, el que después de las doce campanadas del Cabildo se detiene a oír, escucha que cosen con máquina. Es la Miguelita.