CAPÍTULO CUARTO
La finca dista unos siete kilómetros del pueblo, y si a la ida he cubierto esta distancia en media hora escasa, a la vuelta empleo más de una hora. Voy al paso, y sólo de vez en cuando mi caballo, por su propia iniciativa, se pone a trotar.
El paisaje que me rodea, rico y majestuoso, se adorna con todas las bellezas de la tarde ya casi estival de fines de mayo.
Más allá del Danubio, hacia el ocaso, por allí por donde se extienden los bosques de la propiedad del archiduque, debe de haber llovido abundantemente. La suave brisa trae hasta aquí el perfume de la lluvia. Observo el cielo, y me parece que la masa negra y densa de las nubes se apoya sobre haces cárdenos de lluvia. Diríase que las nubes reposan sobre las patas inseguras de una mesa. Se oye el sordo retumbar del temporal lejano. En cambio, por el Este, el cielo está resplandeciente; ligeras nubéculas nadan por el azul, como barquitas en medio del océano. La maravillosa llanura, cuyo horizonte está únicamente interrumpido de vez en cuando por los bosques o los pueblos esparcidos a grandes distancias, se baña en estas dos luces tan distintas. Contemplo el paisaje con embeleso, y tengo la impresión de que es mío para siempre.
Irme de aquí sería el error más grave de mi vida. ¿Cómo habré podido ser tan estúpido que cada palabra me pareciera una alusión y cada mirada un signo de connivencia, hasta llegar a pensar únicamente en la posibilidad de que los padres de Etel se propusieran casarme con su hija? Considerando las cosas desde el punto de vista objetivo, debo admitir que nunca he tenido ninguna razón verdadera para suponer lo que supuse. Es cierto que el caballero ha dado una importancia excepcional a su deseo de que fuera testigo de su hija. No creo que se le haya ocurrido pensar que yo pudiera rehusar una petición que, en último caso, es una prueba de la confianza que la familia deposita en mí. O tal vez considera esta boda como una especie de conspiración, como una rebelión contra su propia clase social, y ha querido asegurarse un cómplice. Y puesto que esos amores empezaron por Navidad y el caballero ha podido darse cuenta de que era inevitable que terminaran así, ¿por qué no relevar a Bolis de su condición servil? ¿Por qué le envió a recibirme a la estación vestido de cochero? Sin duda debe de haber estado luchando hasta el último instante contra este proyecto, que suscitará muchas murmuraciones y quedará registrado como uno de los mayores escándalos de la región. Si a mí se me ha ocurrido la idea de que la boda «debía» celebrarse porque la pobre Etel, en medio de la soledad de la campiña húngara, había sido víctima del joven y apuesto polaco, como si éste hubiera sido un lobo hambriento, ¿no es probable que haya otras personas que piensen como yo? Ahora veo claramente la situación, y no necesito que el párroco Florián Varga se proponga convencerme. Porque no es difícil imaginar que Etel, excluida desde sus primeros años del trato con gentes de su clase social y sin poder acercarse, ni siquiera espiritualmente, a ningún hombre de su condición —porque todos ellos, ante la idea de una posible unión, deben de huir de ella como iba a huir yo mismo—, a pesar de su fortaleza de ánimo, se habrá sentido tan fuera de su ambiente que se habrá enamorado de Bolis. Para llegar hasta él el camino estaba trazado: era el camino de las almas caritativas que se acercan a esta clase de seres como quien se acerca a un enfermo. Por otra parte, en invierno de 1939, el ser polaco equivalía a una enfermedad grave. Además, un polaco como Bolis no puede considerarse ni un campesino ni un artesano: el hecho de ser extranjero y la tormenta histórica que ha asolado su país dan a toda su persona, incluso a sus vestidos, un reflejo particular. La grave desgracia que les aflige, a él y a su pueblo, ha embellecido su figura, rodeándola de una conmovedora aureola. La muchacha y el joven han quedado unidos por la desgracia, una desgracia indudablemente distinta, pero que en la balanza de la vida pesa igual. Y llego a imaginar que, aun dejando a un lado las garantías de seguridad financiera y material que para un refugiado polaco representa la dote de Etel, en el ánimo de Bolis, al ver que la joven le trataba con tan delicada camaradería, debieron despertarse también otros sentimientos más puros y elevados. Ahora recuerdo un detalle que me refirió la vieja Juhasz ayer por la mañana mientras estaba desayunando. Fue Etel quien enseñó a Bolis a limpiarse los dientes. Le compró un cepillo y un tubo de dentífrico, y quiso ocuparse personalmente de este detalle del aseo matutino del joven polaco. Los labios de Bolis —me contó la Juhasz— estaban húmedos de espuma de color de rosa, y él hacía unas muecas que parecía que le hubieran dado a comer cal. Yo, en aquel momento, apenas escuché el relato de la anciana..., pero ahora me acuerdo de que, además de esta cuestión del dentífrico, me contó algún otro detalle acerca de la transformación de Bolis en una persona civilizada. Etel, con agua caliente mezclada con zumo de limón, y armándose con unas pequeñas tijeras de punta curva, se había propuesto arreglarle las uñas. Las muchachas que asistían a la operación habían echado a correr por la casa anunciando a todo el mundo que Etel estaba herrando a Bolis. Y también me acuerdo de que la madre de Etel me dijo que su hija había comprado los tres volúmenes de la novela Campesinos, del escritor polaco Reymont, ganador del premio Nobel, para que Bolis pudiera leerla.
De vuelta a casa, me dirijo inmediatamente a la oficina de mi jefe. En el momento en que entro el caballero, con los lentes sobre la nariz, está enfrascado en su trabajo. Se quita los lentes, y pone tanta emoción y emplea tanto tiempo en buscar sobre su escritorio un lugar donde dejarlos, que empiezo a sospechar que lo hace adrede para no mirarme.
He empezado a hablar en cuanto he traspuesto el umbral. El tono de mi voz es animado y la expresión de mi semblante es sonriente, casi conmovida.
—Le agradezco muchísimo que haya pensado en mí —le digo estrechándole la mano derecha—. Estoy encantado de aceptar su ofrecimiento y le doy mi parabién más cordial.
Sin contestarme me señala con la mano el sillón tapizado de terciopelo rojo.
—Imagino que la noticia te habrá sorprendido.
—¡En absoluto! —miento con entusiasmo—. El día que estuvimos en el Baktato pensé que esos dos jóvenes podían llegar a comprenderse perfectamente.
El ancho rostro del caballero permanece largo rato inclinado hacia el centro de la mesa. Se aclara la garganta, pero no se decide a hablar hasta al cabo de un momento.
—Hay que acatar siempre la voluntad del Señor —dice—. Este muchacho sólo tiene veinticinco años. Estudiará; le matricularemos en la Escuela Forestal, y creo que, con el talento que tiene, podrá llegar a ser un hombre de provecho. Además, en estos tiempos incluso la gente de baja condición puede prosperar mucho.
Su mirada, mientras sigue hablando con voz distraída, recorre lentamente la estancia.
—Todo estaría muy bien, si no fuera que... me inquieta... —no termina la frase y se limita a hacer un vago ademán, como acompañando las palabras no pronunciadas.
Entretanto, ha entrado su mujer. Yo ni siquiera me había dado cuenta. Adivino su presencia por el roce de sus vestidos sobre el sillón cercano. La expresión de su rostro es la de alguien que no quiere estorbar una conversación seria. Pero no tarda en tomar la palabra, aprovechando una nueva pausa.
—Bien, Istvan; ¿qué efecto le ha producido la noticia? Su opinión me interesa porque es usted la primera persona de fuera de casa que se entera de ella. Nosotros dos, el párroco y el doctor hemos ido siguiendo la historia desde el principio, y poco a poco nos hemos acostumbrado a la idea de esa boda.
—Señora —le digo, volviéndome hacia ella—, espero que querrá usted creer en la sinceridad de mis palabras. No quisiera que interpretase como un simple cumplido mi afirmación de que estoy convencido, de un modo absoluto, de que su hija será feliz...
Me aprueba en silencio. Debe de haber sentido que mis palabras son realmente sinceras. Luego, fija los ojos en su marido para escrutar la expresión de su rostro. Me hace el efecto de que uno y otro temen algo que no se atreven a decir. Naturalmente, no tengo la intención de aludir a esta impresión mía.
—Olvidaba decirte que ha llegado un telegrama para ti —me dice por fin el caballero, tendiéndome un pliego.
Sé que el telegrama no puede ser más que de mi tío, pero si ahora me lo metiera en el bolsillo sin abrirlo, mi ademán podría despertar sospechas. Lo abro.
—¿Ocurre algo? —me pregunta la señora, preocupada.
—No, no..., es un telegrama de mi tío —y leo en voz alta—: «Jueves estaré Budapest; te aguardo hotel Pannonia.»
Realmente dice esto, pero antes hay una primera parte, que he omitido: «Nuevo empleo asegurado.»
Naturalmente, el nuevo empleo ya no me interesa, porque ahora ya no tengo ninguna razón para marcharme.
—No tiene importancia —digo—. Mi tío va a menudo a Budapest, y ya tendremos otra ocasión de vernos.
Al día siguiente, Etel y Bolis regresan de Györ. Viene también la tía Fani, que va sentada en la banqueta posterior y está rodeada de paquetes y cajas de todos tamaños. Guía Etel, y Bolis va sentado a su lado. Apenas le reconozco: en la ciudad ha cambiado completamente. Incluso lleva impermeable. Los zapatos son de los fabricados en serie, pero aun así le caen bien. El sombrero gris que lleva es nuevo y flamante, pero parece algo pequeño; tal vez se debe a que estoy acostumbrado a ver a Bolis con los grandes sombreros del caballero. El cambio de vestuario no le favorece: sus grandes manos bronceadas por el sol, su cuello de toro y su amplio rostro parecen protestar y rebelarse unánimemente contra aquella indumentaria de caballero, y se diría que la ropa nueva oprime, ata y entristece al muchacho polaco, a quien yo había visto siempre tan alegre, e incluso me parece que sus nuevos atavíos provocan en Bolis una mueca de falsa alegría y que esta mueca se dirige a su novia, a sus futuros suegros, a todos...
Para superar en cierto modo los embarazosos primeros momentos de la llegada, Bolis desciende antes que nadie del coche y se afana en ayudar a bajar a las mujeres. La tía Fani es acogida con una ruidosa cordialidad, seguramente superior a la que se manifiesta habitualmente, como si su presencia no tuviera otro objeto que el de atraer sobre ella la atención general y contribuir de este modo a desvanecer lo penoso de la situación.
Bolis es recibido con algunas exclamaciones afectuosas. Él corresponde con una dulce sonrisa algo forzada. La única persona que da la impresión de naturalidad es Etel, que ofrece distraídamente el rostro a los besos de sus padres, sin dejar por ello de vigilar el alijo de sus paquetes. Con todo, en sus mejillas se refleja su excitación interior.
En cuanto a la tía Fani, a quien yo no sé por qué, había imaginado como una señora más bien gruesa y ruidosa, en fin, una verdadera tía campesina, resulta ser, por el contrario, una dama muy delgada y extraordinariamente silenciosa.
A la hora de comer llegan también el párroco y el doctor Sebestyén, Pasan al salón. Etel ha desaparecido con sus paquetes.
—No te olvides del señor Beryla —advierte la señora de la casa a Joszi, que va presentando a los invitados una bandeja de plata llena de cigarrillos. Después de esta observación, sigue hablando con la tía Fani, pero la frase ha bastado para dejar determinada, por lo menos momentáneamente, la condición social de Bolis. Aquella noche le tuteamos todos, pero él, prudentemente, evita todo tratamiento confidencial. Habla poco y se limita a contestar a las preguntas que se le hacen directamente. Su tono es adecuado y sin estridencias.
Al cabo de poco rato ha cesado el embarazo de los primeros instantes y la presencia de Bolis deja de parecer extraña. Sin embargo, él sigue sintiéndose como un hombre que anduviera desnudo entre personas vestidas.
—Celebro saber que seremos colegas —le he dicho—. Me han dicho que vas a estudiar para ingeniero forestal.
—Sí; intentaré hacer algo —contesta, y me dirige una mirada melancólica como si quisiera asegurarse de con quién está realmente hablando. En sus ojos se refleja una especie de atormentado temor. Amistosamente le doy algunas palmadas en la espalda y agarrándole por la nuca le sacudo un poco. Mi gesto, más bien violento, parece ayudarle a recobrar la naturalidad. La tía Fani, con su aguda voz, nos pone al corriente de un interesante incidente que ha ocurrido entre cierta Jolan y cierto Bandi a quienes no conozco, pero que indudablemente deben de haberse metido en un lío complicado, ya que han decidido divorciarse. Cuando aparece el criado en el umbral del salón para anunciar la cena, la tía Fani se dirige al comedor llevando consigo, como cosido a sus faldas, el relato del divorcio. Etel toma a Bolis de la mano, le sienta a su lado, en la mesa, y durante toda la cena no deja de mirarle. De vez en cuando se sonríen. Etel sonríe amablemente, con desenvoltura y espontaneidad; Bolis, en cambio, cada vez mira a su alrededor como para asegurarse de que nadie se ha dado cuenta de su sonrisa, y luego vuelve inmediatamente a poner la cara seria.
La comida, muy copiosa, dura más de dos horas. Incluso lo añejo de los vinos da a entender que se trata de una ceremonia solemne. Pero nadie se ocupa de la pareja de novios. El cura y el médico hablan de política, y el caballero tercia de vez en cuando en la conversación, pero a pesar de todos sus esfuerzos para mantenerse a tono, tengo la impresión de que sus pensamientos van por muy distinto derrotero. La tía Fani y la señora de la casa siguen tratando de las aventuras de Jolan y Bandi, y de vez en cuando cuchichean algunas palabras al oído, sin duda para comunicarse algún detalle que no debe interesar a la opinión pública.
En el momento en que nos levantamos de la mesa y, según la costumbre húngara, nos formulamos unos a otros nuestros votos de felicidad, la señora de la casa besa a Bolis en la frente, y su esposo la imita luego. Bolis quiere besar las manos a ambos, pero el caballero esconde la suya detrás de la espalda. Etel, con gracia virginal, besa a su prometido en los labios: aunque nadie les mira directamente, todo el mundo se da cuenta de la escena y estoy convencido de que ninguno de nosotros escapa a la emoción de aquel momento.
—¡Permítame que le diga que esta afirmación es una tontería! —profiere la voz del anciano párroco, rasgando el silencio.
Aparentemente, continúa la discusión iniciada en la mesa, pero yo por mi parte me inclino a creer que la frase no tiene otro objeto que disipar la atmósfera de encogimiento que nos envuelve. Con excepción de Etel y Bolis, que se quedan en el comedor, pasamos todos al salón. Allí, en voz baja, casi en un susurro, se estudia el programa para el día siguiente. A las diez llegará el funcionario de la alcaldía, y en esta misma estancia en que nos hallamos ahora, se celebrará el matrimonio civil. Luego pasaremos a la capilla, donde el párroco celebrará la ceremonia religiosa. Por la noche nos reuniremos en una comida íntima, a la que los novios no asistirán, porque en cuanto salgamos de la capilla se marcharán al Baktato, donde ya todo está a punto para recibirles, incluso la comida, preparada por los dos viejos Juhasz. Y como es día laborable —miércoles—, incluso la servidumbre tendrá que hacer. La boda, en resumen, no será precisamente secreta, pero no se le dará gran publicidad. Estamos conversando en voz baja, cuando de pronto la dueña de la casa se lleva el pañuelo a los ojos y prorrumpe en llanto. El viejo cura se precipita a su lado con tal rapidez que no parece sino que la mujer se haya desvanecido y corra a levantarla. El caballero cierra la puerta que comunica con el comedor, y luego se acerca a su esposa y la toma de la mano. Todo el mundo calla, como atemorizado, pero la esposa del caballero vuelve a guardarse el pañuelo y sonríe como pidiéndonos perdón. No ha sido más que una ligera lluvia que involuntariamente ha brotado de su corazón maternal.
No tardamos en dar por terminada la reunión. Yo salgo en compañía de Bolis, dejándome guiar por el círculo de luz de su lámpara de mano. Uno y otro tenemos nuestras habitaciones hacia el mismo lado. Bolis ocupa, junto al invernadero, un cuartito muy lindo. El muchacho está silencioso y yo tampoco me siento muy jovial. Me limito a precisar mi opinión respecto al tiempo.
—Espero que mañana tendremos buen día —digo, poco más o menos.
Él me contesta en voz baja, casi en un murmullo, y no alcanzo a comprender sus palabras. Como en aquel momento anda detrás de mí, no le he oído bien; además, me ha parecido que me hablaba en polaco. Luego, sin darme cuenta, sigo andando sin detenerme ante su puerta, de tal modo que cuando me da las buenas noches, me sorprende oír su voz tan lejos.
Una vez solo, empiezo a cavilar qué regalo puedo hacerle. Después de unos instantes de vacilación, me decido a regalarle mi escopeta de caza, de marca belga. Ultimamente, Bolis me había hablado de ella con admiración.
—¡Esto sí que es una escopeta! —había dicho.
A Etel no puedo darle nada; tendré que limitarme a ofrecerle un ramillete de flores. Pero supongo que ni sus padres ni nadie espera de mí otra cosa. La boda se me ha anunciado tan de improviso...
Al día siguiente por la mañana, los hombres nos reunimos en el salón. La atmósfera es la de un día de fiesta. El médico y yo nos hemos vestido de negro, y el caballero se ha puesto el chaqué que guarda para las ocasiones solemnes. Este traje, y más aún el cuello planchado y demasiado alto, cambian por completo el aspecto de mi jefe, habituado a los trajes de tela y a las botas altas. Añádase a ello el hecho de que el barbero del pueblo le ha afeitado con tal celo que le ha dejado desconocido. En una palabra, el caballero que tenemos ante los ojos es un personaje nuevo, y yo diría que en una noche ha perdido veinte kilos y ha envejecido más de diez años.
También está allí el representante de la alcaldía, el secretario Férenc Boros, el cual va engullendo los fiambres que se le han preparado, haciendo subir y bajar con gran rapidez su nuez de Adán, como si fuera un ascensor.
Salimos a la galería para disfrutar del tibio sol de mayo que penetra por entre las columnas. El secretario nos habla del número de cabezas de ganado que el Ayuntamiento se propone enviar a la exposición de agricultura y ganadería que debe celebrarse en breve en la capital. Nos da estas noticias en un tono de voz tal y acompañándose con ademanes tan solemnes, que no parece sino que los bueyes de Siementhal que el pueblo presentará al concurso, puedan resolver todos los problemas de la situación mundial. Bastará con que sus novillos de dos años lleguen a Budapest, y todo quedará arreglado.
Entonces sucede algo inesperado.
Por la puerta del jardín comparecen dos gendarmes, aquellos mismos gendarmes que yo conocía de vista. Uno de ellos es alto, de pelo negro y de cuerpo enjuto, mientras el otro es más bien grueso y de anchas espaldas. Caminan como si estuvieran oyendo una marcha que los demás no pudieran escuchar, y al llegar delante del caballero se detienen y se cuadran, saludando militarmente. Sus manos, al bajarlas, golpean ruidosamente sus muslos. El del pelo negro toma la palabra.
—Tengo que comunicarle, señor ingeniero, que esta mañana, al amanecer, hacia las cuatro, nos hemos dado cuenta de que un hombre atravesaba a nado el curso superior del Danubio. Hemos hecho cuanto hemos podido por detenerlo, llamándole repetidamente, pero el hombre no nos obedeció. Logró ganar la orilla opuesta y luego desapareció entre los árboles. Los dos le reconocimos...: era Bolis.
Es evidente que los dos gendarmes ignoran lo que se estaba preparando en casa del ingeniero. Su mismo informe pone claramente de manifiesto su ignorancia sobre el particular. El polaco ha vuelto a escaparse.
Todos nos volvemos a mirar al caballero.
Su semblante da una prueba concluyente y admirable de dominio sobre sus nervios. Por un instante mira hacia delante, sin ver; luego levanta ligeramente la cabeza, y en el momento en que se pone a hablar ha recobrado por completo su serenidad.
—Si ha huido, buen viaje. Esto ya no es cosa nuestra. Muchas gracias.
Los dos gendarmes vuelven a saludar militarmente y se retiran. El secretario, dejando el bocadillo que estaba comiendo, se reúne con ellos. Cuando llegan a la puerta les detiene y empieza a darles unas largas explicaciones, inclinándose ligeramente hacia delante y hundiendo las manos en los bolsillos del pantalón.
Yo me quedo en la galería observando la expresión de las personas que me rodean. El caballero, cogiendo con dos dedos la solapa de su chaqué, parece muy preocupado buscando en ella una imaginaria mota de polvo. El médico, después de haber cambiado conmigo una rápida mirada, se pone a canturrear según su costumbre. El anciano párroco deja caer la cabeza sobre el pecho y levanta los brazos con aire consternado. En esta misma actitud, dejándose llevar de un súbito impulso, recorre de un lado a otro la galería. Sus brazos en alto parece que lleven algún objeto, y la verdad es que en aquel momento, paseando en aquella forma, su aspecto es francamente cómico.
La dueña de la casa, que debe de haber oído el informe de los gendarmes por la ventana abierta, sale a la galería. Está todavía en combinación. Es evidente que en condiciones normales no se hubiera presentado jamás tan poco vestida a los ojos de ningún extraño.
—¿Es cierto? —pregunta con voz alterada.
Y como nadie le contesta, echa la cabeza hacia atrás y prorrumpe en una extraña carcajada, totalmente nueva en sus labios, en la que se reflejan sus pensamientos, sus sentimientos, en una palabra, todo su complejo estado de ánimo. Luego desaparece de nuevo por la puerta.
El caballero, en cambio, como si en aquel momento hubiera tomado una determinación, va con pasos resueltos hacia el invernadero. El médico y yo le seguimos de cerca. Se dirige al cuarto de Bolis. El leve viento de mayo agita los faldones de su chaqué. Anda a menudos pasos, y visto desde atrás parece que trote. El efecto que me produce, en aquel traje que no le había visto llevar jamás, es verdaderamente raro. Al llegar a la habitación de Bolis se detiene y echa una ojeada a su alrededor. El joven polaco no se ha llevado nada. Sus vestidos nuevos, acabados de comprar, están todos ordenadamente dispuestos encima de la cama. Sobre la mesa está el sombrero que le dio su patrono y el látigo con puño de plata. En el suelo, al lado de la cama, están un par de botas viejas y dos pares de zapatos nuevos. Bolislav Beryla ha huido esta noche con los mismos harapos que llevaba cuando llegó.
Dejando al caballero con el médico, me apresuro a volver a la galería. El párroco se ha marchado. Al otro lado de la casa, en habitaciones que no he visitado jamás, oigo algunas voces.
En la última habitación encuentro a Etel sentada junto a su tocador, pero vuelta de espaldas al espejo redondo de marco de plata. A su derecha está el párroco, a su izquierda su madre. Ambos la tienen cogida por la mano, pero en realidad parece que la sostengan como clavada en su sitio. La joven lleva el blanco traje de novia y calza escarpines de seda. La corona de mirto está en una mesita a su lado. En el suelo hay un gran peine de concha, que nadie se acuerda de recoger.
Etel lo sabe todo. Su mirada, absorta, expresa un vacío espantoso. Todo su cuerpo está temblando, y de vez en cuando hace un esfuerzo para soltarse de las manos de su madre y del sacerdote. Pero seguramente está tan débil que no debe de costarles mucho mantenerla quieta. Tiene la mirada fija ante sí, y de vez en cuando prorrumpe en carcajadas histéricas, que ponen en creciente tensión las venas de su cuello. Sus ojos y la expresión de sus labios entreabiertos reflejan una mezcla tal de dolor, de horror y de belleza que no puedo soportar su contemplación.
Apresuradamente —no recuerdo con precisión si llegué a correr, pero creo que sí— gano mi habitación. Tengo absoluta necesidad de hallarme solo. Por el camino he tenido todavía tiempo para ver partir hacia el pueblo el coche del secretario, y poco después oigo el trepidar de la moto de Laci.
En estas horas difíciles, sólo ha quedado junto a la familia el anciano párroco. No sé lo que ocurrió hasta la noche; no me parece ni cortés ni mucho menos oportuno estorbarles con mi presencia.
Por la tarde me dirijo al bosque, pero a pesar de mis violentos esfuerzos para olvidarlo no logro dejar de ver el rostro de Etel con la misma expresión de la mañana.
Cuando voy por la noche, no encuentro en el salón más que al párroco.
—Y Etel, ¿cómo está? —le pregunto.
—Bien —me contesta, después de un largo bostezo.
Sé perfectamente que su bostezo no es de sueño, sino de una especie de agotamiento nervioso; yo mismo he bostezado así en otras ocasiones. Realmente, el día, para el párroco, debe de haber sido uno de los más fatigosos.
—Etel, a pesar de todo, desea habitar en su casita en medio del bosque —me explica—. La he acompañado allí, y hemos comido juntos.
Saca del bolsillo de su sotana un fajo de hojas de cuaderno escritas en lápiz.
—Aquí está nuestra conversación silenciosa de esta tarde. Mejor dicho, aquí está lo que ha dicho ella...
Vuelve a guardarse los papeles y prosigue:
—Quiero conservarlos porque hay cosas muy bellas; son palabras espontáneas, que tal vez en algún momento parecen poco coherentes, pero que luego, leyéndolas con más atención, resultan clarísimas. Es la ocasión, las circunstancias, las que han suscitado estas palabras... Esto es lo importante. Son decisiones puras e irrevocables. Se quedará en su casita. Vivirá en compañía de su piano, de sus papeles y de su caballete. Ha dado orden de que se lleven el aparato de radio. Por de pronto no quiere saber nada del mundo exterior. Lo comprendo perfectamente. Szenbenyei le ha regalado su tejón domesticado, y le ha gustado mucho; lo ha tenido en el regazo durante toda la tarde mientras hemos estado hablando. No cabe duda de que no podía encontrar un sitio más adecuado que aquella casita. Quizá se recobrará. No se quedará sola; los viejos Juhasz están allí. En cambio sus padres... tal vez han sufrido todavía más que ella... Esta noche comeremos tú y yo solos.
A partir de este momento apenas presto atención a sus palabras, y durante la cena incluso mis respuestas son algo incongruentes. No deseo otra cosa que hallarme solo en mi cuarto.
Desde el momento en que he visto en la cara de Etel la expresión de aquel raro dolor, en que la vergüenza alternaba con una infinita melancolía, se ha apoderado de mí una extraña emoción que no me ha abandonado ni un instante, ni siquiera durante mi paseo por el bosque. No se trata de un pensamiento ni de una decisión.. Es algo mucho más difícil de explicar, que en toda mi vida no lograré comprender totalmente.
¿Habrá sido el Señor quien me habrá dictado una orden? No sabría decirlo. No soy lo bastante religioso para pensar de este modo, pero lo innegable es que Él se ha acercado a mí y que Su orden no me ha dejado ni un instante. Y esa orden me ha obligado a obrar. Nunca en mi vida he sentido tan claramente la impresión de lo sobrenatural. Y nunca hasta este instante he comprendido con tal claridad que la mayor felicidad de esta vida terrenal consiste en «dar».
Miro mi reloj. Son las ocho y media. Un hombre a caballo todavía podrá encontrar a Etel levantada.
Rápidamente, escribo estas pocas líneas:
«Desde el primer momento produjo usted en mí una impresión extraordinaria. No me pregunte usted qué ha ocurrido en mi ánimo durante los últimos días y durante estas últimas horas. Contésteme con una sola palabra: ¿quiere usted ser mi esposa, sí o no? Reflexione durante esta noche; mañana por la mañana aguardo su respuesta.»
Pocos minutos después un hombre a caballo lleva, en medio de la oscuridad, estas palabras a la casita de Etel. No pego los ojos en toda la noche, pero mi insomnio no es un insomnio atormentado.
A las seis de la mañana la Juhasz llama a mi ventana. Me trae la respuesta.
Abro el pliego y sobre la hoja blanca no veo más que una palabra: «No.» Y en un ángulo, en caracteres minúsculos, como si incluso mediante el tipo de letra quisiera pedirme perdón por haber desobedecido a mi perentoria orden de brevedad, hay otra palabra:
«Gracias.»
Su negativa no me causó ningún dolor. Apresuradamente me pongo a preparar la maleta.
En cuanto el caballero llega a la oficina me presento a pedirle permiso para ausentarme. Contrariamente a lo que le dije anteayer, pienso ir por unos días a Budapest.
Me estrecha la mano, como un hombre que ya sabe que no hemos de volver a vernos.
Y del mismo modo me sonríe su esposa, mostrándome una vez más, por un breve instante, el azulado esmalte de su dentadura.
El cochero que me lleva hasta la barca viste la misma chaqueta y se cubre con el mismo sombrero de la pluma de avestruz que llevaba Bolis hace cuatro semanas, cuando yo llegué. Pero para él la chaqueta es demasiado ancha, sobre todo en los hombros. Observo pensativamente su nuca bronceada por el sol y no puedo evitar el recuerdo de la rubicunda nuca de Bolis.
Antes de llegar a la barca pasamos muy cerca de la casita del bosque. A pocos kilómetros se ven los pinos azulados y cubiertos de rocío que se levantan hacia el cielo.
Y luego el coche se adentra por el bosque, que cubre ante mis ojos la visión de la llanura, tan súbitamente como si se cerraran las páginas de un libro.