CAPÍTULO PRIMERO
Estoy solo en mi departamento. Mis periódicos y revistas están esparcidos por el asiento de al lado. Tengo la impresión de que sus páginas, hasta la última línea, echan llamas; en efecto, contienen noticias sensacionales, descripciones que sin duda conmoverán a toda la humanidad. Las tropas alemanas han atravesado la frontera holandesa y están arrollando a las fuerzas belgas.
Estamos en mayo de 1940.
Transcurre algún tiempo antes de que el traqueteo rítmico y cadencioso de las ruedas logre calmarme, dominando aquella angustia que se abate sobre todos los hombres, por fuertes que sean, cuando les sorprenden noticias impresionantes e inesperadas.
Abro la ventanilla para dejar entrar un poco de aire fresco.
La atmósfera del departamento se ha puesto densa y amarga: he fumado demasiado.
Ha cesado la lluvia y el sol del atardecer asoma de vez en cuando por entre las nubes que vagan por el cielo, acariciando la tierra con suaves pinceladas de luz. Las espigas ondean temblorosas al menor soplo de aire. Poco a poco, el departamento se va llenando de una perfumada frescura que llega de los campos y los bosques lejanos; oigo el canto de un pájaro; un pájaro posado en alguno de los árboles que bordean lo alto del terraplén. Pero todo ello se percibe únicamente a intervalos brevísimos, como si el tren quisiera sólo zambullirse en esta dulzura de rumores y de voces.
Mi alma, rodeada por estas armonías y estos perfumes de aire libre, se va alegrando. ¡Qué placer, hallarme solo en el departamento! En momentos semejantes, uno deja de pensar y se limita a permanecer perezosamente sentado, con los párpados entornados, aguardando los recuerdos que poco a poco van cobrando vida.
Acude a mi memoria la imagen de mi padre, caído en la otra guerra mundial. La última visión que guardo de él es la de la estación del barrio de Francisco. Yo tenía siete años. Había ido con mi madre a ver pasar el tren, que atravesaba la estación en dirección a Debrecen, para salir luego hacia el frente de Galitzia. Por aquella época había visto numerosos transportes de tropas parecidos, animados por ramilletes de flores, ramas de arbustos, canciones y charangas. Pero aquel día quedó grabado en mi memoria por dos detalles: recuerdo que llevaba un sombrerito tirolés adornado con una imponente pluma de faisán, y recuerdo que llovía y que la pluma quedó hecha una lástima. En cambio, el rostro de mi padre desapareció para siempre detrás de la cortina de la lluvia, sin que mis recuerdos alcancen a evocar nada más que aquellos últimos instantes.
Yo no estoy sujeto a ningún deber militar: me falta un brazo. En cierto sentido puedo considerarme un mutilado de guerra. Perdí el brazo izquierdo dos veces. La primera, a los once años, durante la época de la dominación comunista, mientras pasaba las vacaciones en una finca del departamento de Tisza, propiedad de los Kovassy, que hasta cierto punto eran parientes nuestros. Los gemelos Kovassy eran de mi misma edad. Estábamos constantemente al aire libre, buscando aventuras. Un día, en el patio de una antigua serrería de vapor, encontré un extraño artefacto de hierro; no sabía que era una bomba de mano. No recuerdo nada más. Cuando recobré el conocimiento estaba en el hospital de Szolnok, y hasta al cabo de varios días no me enteré de que me habían amputado el brazo izquierdo a la altura del codo. La cosa era grave, pero de niño las desgracias no se toman trágicamente; de hecho, acabé por habituarme a esa dolorosa mutilación. Cuando era estudiante sabía jugar perfectamente al billar, y aunque el no poder apoyar el taco más que a un muñón del brazo izquierdo me hacía sufrir, esto quedaba compensado por el increíble desarrollo de mi mano derecha, que alcanzó extraordinaria agilidad. Puedo ejecutar con facilidad y rapidez todos los ademanes necesarios para la vida; por ejemplo, para sacar el dinero de la cartera o un cigarrillo de la petaca, me apoyo en las rodillas. Con el brazo izquierdo logro cogerlo todo, si bien en algunos casos me valgo también de los labios y los dientes. No alcanzo a guiar un coche, pero en cambio monto muy bien a caballo. Y por lo que se refiere al fusil, lo manejo mucho mejor que la mayoría de las personas que disponen de sus dos manos. Estoy más que seguro de que, sin este accidente, mi fuerza física no se hubiera desarrollado tanto. Una vez, siendo estudiante, en una hospedería de mala fama de Miskolc no recuerdo cómo fue que nos liamos a golpes con unos galopines, y tuve ocasión de comprobar que con mi muñón puedo pegar tan fuerte como con una barra de hierro. Por otra parte, este defecto físico no ha llegado a perjudicar mi carácter ni mi espíritu. A decir verdad, no me consideraba en ningún modo desgraciado, e incluso había llegado a perder conciencia de mi manquedad. Ni ante las mujeres me sentía cohibido. Pero hace nueve años, en Debrecen, tuve una novia. La adoraba —¡Dios mío, tenía veintitrés años!—. Y antes de cambiar nuestras sortijas me hizo saber que lo había pensado mejor y que no se sentía con ánimos para casarse con un manco. Fue en aquella ocasión cuando perdí el brazo por segunda vez.
Con todo, hace ya nueve años de eso, y nueve años, en la vida de un hombre de treinta y dos, equivalen a un período muy largo. Ahora me dirijo a ocupar mi nuevo puesto, en calidad de ingeniero forestal, en la propiedad de los condes Uveghy, en el Csallokóz, en el territorio recientemente rescatado junto con la mayor parte de Hungría septentrional. Apenas tengo noticias de mi nueva colocación; sólo sé que mi futuro jefe, con quien he sostenido la correspondencia oficial, se llama Ferenc Gulda y tiene el título de caballero. Pero ignoro si es viejo o joven, casado o soltero, si vive solo o en familia. Viviré en la finca, que se llama Kotro, pero no sé cómo ni de qué forma. En una palabra, no sé nada. Me dirijo hacia lo desconocido. En el Diario de los cazadores he leído que aquel territorio es rico en caza mayor: hay ciervos, gamos, jabalíes, gatos monteses e incluso linces. Y me basta esto para que el sitio me convenga; la vida de sociedad, en cambio, ya no me interesa. En mi última colocación la caza, incluso la menor, era rara. El Diario de los cazadores asegura que en la región adonde me dirijo, se pueden cazar animales acuáticos.
Mientras el tren me lleva a toda velocidad a través de estos paisajes de bosques y lagos, tengo la impresión de acercarme a una mesa ricamente abastecida después de una temporada de ayuno. Si mi escopeta fuera capaz de ladrar estoy seguro de que saldrían ladridos de la red donde la he dejado, porque allí a la izquierda, por encima de los chopos, en la luz amarillenta del crepúsculo, una bandada de avutardas vuela con perezoso aleteo, lentamente, como galeras que surcasen el aire. Debe de haber unas cuarenta. Me parece que estas tierras, que se acomodan tan bien a mi temperamento de cazador, son excelentes.
Recuerdo a mi perro, Ripp. Nunca en la vida tendré otro mejor. Es un perro húngaro de caza, de pelo corto, y estoy convencido de que en todo el mundo no hay otro igual. Tiene la mirada humana: una mirada tan humana como la suya no la he visto en mi vida. Le he educado con todo esmero, sin olvidar ningún detalle; todavía no tiene cinco años. Pero ¿qué podía hacer con él? Me vi obligado a regalárselo al teniente de gendarmes, puesto que me era imposible llevármelo a Budapest, donde he debido detenerme por más de seis semanas en un modesto hotel. Como no tengo apenas familia, Ripp era el compañero de mi vida. Mi madre murió hace dos años.
Cuando llegamos a la pequeña estación en que ningún pasajero aguarda el tren y donde no baja nadie más que yo, el crepúsculo no se ha extinguido todavía definitivamente. Empiezo a gritar, y al cabo de unos momentos se presenta, diciendo ser el mozo, un pequeño húngaro desastrado que fuma plácidamente su pipa. Al otro lado de la empalizada que rodea la estación, hay una calesa en cuyo pescante está un cochero en traje de fiesta.
—¿Me aguarda usted a mí? —le pregunto.
—¿Es usted el ingeniero Barta?
—Sí.
El cochero es un buen mozo de cabello rubio y, a juzgar por su acento, me parece bohemio. En estas tierras no es raro encontrar incluso eslovacos. Subo a la calesa, y, gracias a la especial benevolencia del pequeño húngaro de la chaqueta destrozada, se cargan también mis maletas. Los caballos echan a andar frescos y alegres como si durante la larga espera el deseo de correr se hubiera apoderado de sus patas y de todos sus músculos. Tal vez me han estado aguardando dos horas. En el campo el tiempo no cuenta, y todo cuanto es arrastrado por caballos guarda para el tren y, en general, para la mecánica, un respeto exagerado. Para ir a recibir a semejantes exponentes del modernismo, se toman todo el tiempo necesario.
Después de haber pasado medio día oyendo el ruido monótono del tren, me parece que la calesa, al correr sobre la árida carretera real, produce un gran estrépito. Por esta razón resulta imposible charlar, como yo hubiera querido, con el cochero checoslovaco y lograr algunos informes. Voy, pues, hacia un destino desconocido, a un ambiente del que no sé nada. Me aburro, y para distraerme de un modo u otro fijo la mirada en la nuca, entre rubia y rojiza, apenas afeitada, de mi cochero. Está sentado tan tieso en el pescante que no parece sino que se haya tragado un espetón. Es un muchacho joven, de anchos hombros y esbelto talle. El paisaje no ofrece ninguna belleza particular; el sol de mayo va poniéndose lentamente.
Llegamos a un afluente del Danubio profusamente bordeado de sauces. En la casita del barquero no hay nadie, y mi joven cochero da algunos gritos desde la orilla para llamar a éste, que debe hallarse en la orilla opuesta. El cable de hierro empieza a moverse poco a poco y las aguas del lento río empujan suavemente la vieja barca hacia nosotros. El agua es profunda y de color metálico, y ya no refleja apenas la luz del día. Diríase que ha estado absorbiendo durante horas y horas toda la luminosidad del cielo, y que ahora ya no es la atmósfera la que la hace brillar, sino que los reflejos proceden del lecho mismo del río.
La barca tarda algún tiempo en llegar a nuestra orilla. Se desliza en silencio, como si procurase no despertar a las aguas de su sueño dulce como el de un niño. El crepúsculo se ha decidido a desaparecer definitivamente. Ahora tendría tiempo de sobra para entrar en conversación con mi cochero, pero se me han pasado las ganas de hablar.
Me dejo envolver por la oscuridad que va extendiéndose poco a poco, misteriosa como la que rodea mi porvenir. Pero la oscuridad no me da miedo; al contrario, me gusta. Intento descubrir en mi fantasía el rostro y la expresión de mi futuro jefe. Le imagino joven, apenas de cuarenta años, alto y delgado, y, sin que acierte a explicarme el porqué, me lo figuro soltero. Le veo como un hombre alegre y de mentalidad moderna. En suma, mi pensamiento ha ido creando con todo detalle la personalidad de aquel hombre a quien no conozco, y cuando hayamos cruzado el río habremos llegado a ser verdaderos amigos. Estoy contentísimo de que las tierras de Kotro estén al otro lado del río y de que para llegar a ellas sea preciso valerse de un procedimiento tan primitivo. Por lo menos, de este modo es seguro que podré alejarme del mundo y de sus achaques. Siempre he tenido cariño a los sitios desde donde, en un gran espacio a la redonda, no era posible oír el ruido de un tren.
Por fin llega la barca. El coche entra en ella con precaución, y los cascos de los caballos repercuten sobre las tablas como sobre un tonel vacío. El paso de una orilla a otra constituye un pequeño viaje. Mientras cruzamos el agua va fortaleciéndose en mí la sensación de que abandono el mundo. Llegamos a la orilla opuesta y el coche se empina por un estrecho camino en rápida pendiente, que se adentra por un bosque de acacias. La atmósfera se impregna de un intenso olor a miel. Este año el invierno ha sido excepcionalmente riguroso y las acacias han florecido con retraso.
—Dígame, ¿tiene familia el ingeniero?
El cochero se vuelve, pero sólo en parte; no le veo más que de perfil. No me contesta. Es posible que no comprenda bien el húngaro. No le pregunto nada más, porque ya hemos llegado. En medio de la noche, de un raro matiz violeta, veo elevarse hacia el cielo las negras copas de los pinos y vislumbro la luz amarillenta de las ventanas de un caserío. La calesa se detiene ante el peristilo de una antigua mansión. En el último peldaño se halla mi jefe, el caballero Ferenc Gulda. Viste un traje de tela y se cubre con un sombrero verde con algunas plumas, indudablemente recuerdo de alguna cacería. Es un hombre robusto, alto, entrado en años, y lleva escrito en la frente que es él, que no puede ser otro que mi jefe.
Subo los peldaños.
—Buenas noches. Soy Istvan Barta.
—Buenas noches, señor ingeniero.
No considera oportuno, por lo visto, presentarse a sí mismo.
Por mi parte, este detalle me parece una ligera falta de tacto. Al trabar conocimiento con alguien deben guardarse ciertas formas, y la cortesía es de rigor, aun tratándose de un jefe respecto a su subordinado.
Incluso en su voz y en su modo de estrecharme la mano observo cierto aire de condescendencia. Confieso que no me había imaginado nuestro encuentro en esta forma. En el tren, casi creía que desde el primer momento nos hubiéramos tuteado.
—¿Ha tenido usted buen viaje, señor ingeniero?
—Muy bueno. En el tren había poquísima gente.
—Tanto mejor. Ante todo, le enseñaré la oficina. Por aquí...
Mientras cruza el umbral se vuelve hacia el cochero:
—¡Bolis! Lleva las maletas al pabellón del ingeniero.
—¡Sí, señor! —se oye decir desde lejos porque el coche ha partido en silencio, internándose, poco a poco, por el jardín sumido en la oscuridad.
Atravesamos el vestíbulo, y por un momento observo la enorme estufa de hierro, pintada de color de plata. Sus tubos negros pasan en forma de semicírculo por las paredes enjalbegadas. Pienso que por estos parajes el invierno debe de ser feroz; aun ahora, en plena primavera, de las losas de piedra se desprende una indecible impresión de frío. El vestíbulo está repleto de armarios voluminosos, de cómodas de estilo Imperio, pequeñas obras maestras de madera de cerezo, pero también me doy cuenta de que abundan los muebles baratos y los objetos ochocentistas típicamente burgueses. Al verlos me parece que todos estos muebles de varias calidades y de distintas categorías no se sienten bien unos junto a otros: no hay manera de que sus estilos, las épocas de su construcción y el gusto que presidió a ella puedan amalgamarse. Pero en el campo se llevan muchas pellizas, abrigos, capotes, botas de distintos tipos, y, naturalmente, hacen falta armarios para guardar todo eso. El centro de la estancia está ocupado por una gran mesa de roble, en la que se alinean en orden perfecto unos veinte sombreros, probablemente todos los que posee el caballero. En su mayoría se trata de sombreros de fieltro, descoloridos por el sol. Hay algunos verdes, otros de color pardo. Las cintas son siempre anchas, y no hay ninguno que no lleve un adorno particular: pluma de faisán, pluma de ganso salvaje, oreja de liebre, garra de algún ave de rapiña montada en plata...
Conozco muy bien este tipo de sombrero: yo mismo tengo cinco de ellos. Por su número deduzco que mi jefe lleva ya unos cuarenta años en su profesión. Sobre la mesa hay también bastones de todas clases; algunos con puño de plata, otros con un sencillo puño de madera. Diríase que el caballero, cada vez que sale de casa, elige su sombrero y su bastón de acuerdo con el estado de ánimo en que se halla. También conozco esta costumbre. Por último, también veo sobre la mesa unas diez lámparas eléctricas de bolsillo, de forma igual pero de distinto tamaño. Todas consisten en un tubo de aluminio cerrado por una gruesa lente. La mayor tiene casi medio metro de longitud. Vistas todas juntas, parecen una extraña colección de armas. Pero, por otra parte, las lámparas son indispensables para combatir la salvaje oscuridad de estas tierras. No logro descubrir luz eléctrica en toda la casa; incluso el pasillo que recorremos para dirigirnos a la oficina está iluminado por una lámpara de petróleo que pende del techo. En los percheros, dispuestos en hilera a lo largo del corredor, no se ve ni una prenda femenina. Hasta este momento no he alcanzado a ver por completo el rostro del caballero; ahora mismo, anda delante de mí por el largo pasillo mal iluminado. Tengo la intuición de que para vengarme de su fría acogida, por lo menos entre mí, seguiré llamándole «el caballero». Resuena todavía en mis oídos la única frase que me ha dirigido al verme: «¿Ha tenido usted buen viaje, señor ingeniero?» Mientras pronunciaba estas palabras, su voz tenía un sonido suave, de amabilidad forzada. Conozco esta clase de amabilidad y la odio: siempre se oculta algo en ella, y estoy seguro de que el caballero, como tantas otras personas, trata mal a sus subordinados. ¡Paciencia! Y si los otros se dejan tratar mal, que lo haga en buena hora. Pero, por mi parte, no le aconsejaría que lo intentase conmigo porque estoy dispuesto a contestarle adecuadamente, en cualquier momento, aunque fuera mil veces noble.
—Ya hemos llegado —dice, abriendo la puerta al fondo del corredor—. Ésta será su oficina.
Mientras habla, ilumina el local con uno de los tubos de aluminio, que se ha llevado consigo. La sala no tiene nada de particular; pertenece a un tipo de despachos como he visto muchos. Las paredes están cubiertas de mapas forestales; en uno de los ángulos hay una caja de caudales cubierta de herrumbre; junto a la ventana está el escritorio; a lo largo de la pared hay algunas sillas desballestadas, recubiertas de cuero, una estufa de azulejos, y una máquina de escribir, con su funda de hule llena de grietas.
—Esta otra oficina es la mía —dice, iluminando otra habitación algo más espaciosa, cuyo suelo está cubierto por varias alfombras. La pared está adornada con panoplias, y desde un rincón nos mira un animal disecado. El hecho de que su oficina esté junto a la mía no me procura precisamente un excesivo placer, pues veo que para entrar en aquélla tendrá que atravesar forzosamente ésta.
—Ahora le enseñaré su casa. Todavía tenemos algún tiempo antes de cenar.
Al volverse, la luz de la lámpara eléctrica, después de recorrer rápidamente las paredes de la estancia, parece detenerse con asombro sobre mí durante unos instantes. El caballero se ha dado cuenta de que me falta un brazo.
Breve pausa. Pero hasta este momento de silencio parece colmado de ideas no expresadas. Me parece advertir que por su parte hay cierta desilusión e incluso como una especie de tácita reconvención porque en mis cartas no he hecho alusión a mi defecto. Pero no me pregunta nada. La luz de la lámpara bailotea en grandes círculos blancos ante nuestros ojos. Por la puerta posterior del corredor salimos al jardín. La luna lo ilumina de tal forma, que el caballero apaga su lámpara. Después de haber andado algunos pasos le digo:
—Este detalle no me causa ninguna dificultad. Incluso logro escribir a máquina perfectamente, con una sola mano.
No contesta a esta observación, y sigo sin haber logrado observar su semblante. Llegamos al patio y pasamos por delante de los establos y de las otras distintas dependencias.
Al otro lado hay una especie de segundo patio lleno de leña amontonada. Y a partir de allí empieza el bosque. Junto al lindero del bosque está mi pabellón. Le echo un vistazo, en el preciso momento en que se enciende luz detrás de una de las ventanas. No está muy lejos, apenas a unos doscientos pasos. Durante este breve trayecto el caballero no pronuncia ni una palabra. Este continuo silencio me desagrada y me irrita.
Quisiera romperlo, y preparo alguna frase, alguna pregunta; pero una vez las tengo a punto, renuncio a hablar.
A una distancia de unos quince metros, poco más o menos, se oyen unos pasos rápidos por el sendero cubierto de matorrales. Debe de haber alguien.
—¿Eres tú, Bolis? —pregunta el caballero en voz alta.
—Sí, señor.
Continuamos en silencio nuestro camino hacia el pabellón.
—Este cochero es bohemio, ¿no es verdad? —pregunto.
—Es polaco.
—¿Polaco? —repito asombrado.
—Sí; polaco. Durante el otoño pasado, en octubre, cuando terminó la guerra, fueron muchos los polacos que bajaron a través de los Cárpatos.
Habla lentamente, en voz baja, y tengo la impresión de que mientras tanto sus pensamientos van por otro camino. Diría que todavía no ha logrado salir del estupor en que le ha sumido la falta de mi brazo izquierdo.
Después de algunos minutos de silencio vuelve a tomar la palabra.
—Nos quedamos con ese muchacho por recomendación de la oficina de auxilio a los refugiados.
—¿Y sabe el húngaro?
—Ahora lo habla discretamente. Lleva con nosotros cerca de siete meses.
El caballero vuelve a encender su lámpara, y subimos los peldaños que conducen a la galería del pabellón, recubierta por las hojas recién brotadas de una parra. En el interior de la casa, alguien está haciendo una cama.
—Buenas noches. Aquí tiene al señor ingeniero.
—¡Ah, ya está aquíl Buenas noches —contesta una mujer con voz alegre.
El caballero explica, volviéndose hacia mí:
—Es la Juhasz, la esposa del guardabosque. Ella se cuidará de arreglarle la habitación y de tener su ropa en orden.
Cuando levanta el brazo para señalarme a la mujer que me está mirando, me doy cuenta de que la mano del caballero tiembla. Fijo la vista en ella, y no puedo menos de confirmar mi primera impresión: aquellos dedos están, efectivamente, temblando. En aquel momento puedo ver por primera vez el semblante del caballero. Es el rostro de un hombre que pasa muchas horas al aire libre, sin dársele un ardite el viento, la lluvia, ni el sol. Es un rostro al que le sobra piel; una piel extraña, fina, que debajo de los ojos y alrededor de los labios forma una especie de bolsitas o de pequeños pliegues, como la piel de los perros ingleses. Su nariz es grande, ancha y ligeramente achatada, y debajo de ella lleva unos bigotes poco poblados, pero largos. Es difícil determinar con certeza si son de color rubio claro o si empiezan ya a blanquear. Sus ojos, de color azul celeste, centellean con expresión de inquietud. Su barbilla es pequeña y huidiza, y sus ojos parecen estar constantemente a punto de llorar. Es posible que la misma naturaleza lo haya querido así, pero también podría ser que el caballero haya debido soportar algún dolor muy intenso. Es un rostro distinto de lo que yo imaginaba después de nuestras primeras palabras en la oscuridad; su expresión es más bien benévola y, desde luego, no tiene nada de maligno.
El caballero saca un reloj y dice:
—Ahora son las ocho. A las ocho y media se cena. Durante esta media hora puede usted quitarse el polvo del viaje. ¿Sabrá usted encontrar el camino de la casa?
—¡Ya lo creo!
Inclina la cabeza, me sonríe; yo me inclino también ligeramente y luego me quedo solo, en medio de la estancia, sin más compañía que mis maletas. La Juhasz se ha marchado mientras tanto.
La habitación me gusta. Los muebles son grandes, oscuros y de líneas severas, y las paredes están cubiertas de grabados antiguos. En un ángulo veo una cabeza de carnero disecada y durante algunos instantes observo sus amarillentos ojos de vidrio. El servicio de lavabo es de porcelana verde claro y cada pieza lleva una corona de nueve bolas. El jarro está ligeramente desportillado. Da la impresión de que todo lo que hay en la habitación ha venido después de haber prestado una temporada de servicio en casa del conde; pero aun así, todo está elegido con gusto y no se puede criticar nada.
Sigo pensando en el caballero al par que me desnudo hasta la cintura para lavarme y mudarme la camisa. Y no puedo menos de pensar que en la persona de mi jefe hay a la vez algo de simpático y algo de odioso. En fin, veremos. Me afirmo en la creencia de que es soltero. O tal vez viudo, un viudo que debe de vivir solo.
La ventana que da al bosque está abierta. A través de ella está tendida una fina red de seda verde para salvaguardarme de los ataques de los mosquitos y de las mariposas nocturnas. El aliento fresco y profundo del bosque llena la habitación. Al volverme a vestir me doy cuenta de que sobre la toalla, que cuelga de un tubo de latón, se ha posado un caballito del diablo. Alguien debe de haberlo traído sobre el traje o el sombrero. Me cuesta algún esfuerzo liberar sus patas sutiles, finas como la seda; los hilos de la toalla lo retienen a la fuerza. El caballito del diablo, por el solo hecho de ser hijo del bosque, ya es amigo mío. «No tengas miedo, no te haré daño. En cuanto salga al aire libre te soltaré para que vueles hacia el cielo estrellado.»
En honor del caballero me pongo la corbata nueva, la parda con motas doradas que compré en Budapest, antes de marchar, en un elegante establecimiento del paseo. Luego, sin soltar el caballito del diablo, me encamino hacia la casa, cuyas ventanas iluminadas diviso desde lejos.
A medida que me voy acercando voy oyendo más distintamente el sonido de un piano. Me detengo para escuchar mejor. ¡Estas notas no salen de una mano masculina! En la casa debe de haber una mujer. Al llegar a la galería, el criado me conduce al ala izquierda del edificio y me abre la puerta del salón de donde procede la música.
Ante el piano está sentada una joven en ligero traje de verano. Mi mirada cae sobre su nuca, y observo con sorpresa que el fino vello que la cubre toma, bajo aquella misteriosa luz, un color de madreperla. El ruido de la puerta la hace volverse. Deja de tocar, cierra el piano con movimientos seguros y serenos y, levantándose, me mira a los ojos. Sobre su traje veraniego lleva una chaquetilla corta con bolsillos a ambos lados. Hunde las manos en los bolsillos y se queda silenciosa, a la expectativa.
En aquel momento aparece por la otra puerta, que estaba ya abierta, el caballero, con el diario en la mano. Con rápido movimiento se quita los lentes y nos presenta recíprocamente.
—El ingeniero Barta. Mi hija Etel.
Me inclino en silencio, mientras la señorita Etel me tiende la mano con una sonrisa cortés pero fría. Su mano es fina; su piel delicada. Estoy extraordinariamente confuso y no acierto a pronunciar una palabra; mi estupor y mi sorpresa al enterarme de la existencia de la señorita Etel en el mundo y de su presencia en esta propiedad tan alejada, son tan grandes, que no me permiten hablar. Cuando vuelve a hundir las manos en los bolsillos de la chaqueta, sus hombros anchos y bien modelados se adelantan ligeramente. En aquel movimiento hay calma, serenidad, y la expresión de un carácter dulce: verdaderamente es maravilloso observar cuántos estados de ánimo puede expresar una mujer mediante los movimientos de su cuerpo. La expresión de su rostro es franca y espontánea. No lleva maquillaje ninguno. Tiene la sana tez de las mujeres que viven en el campo. En los ángulos de sus grandes ojos asoma una sonrisa apenas perceptible. Sus labios delgados están semicerrados. La barbilla es fuerte y ancha, pero bien modelada: es una de esas barbillas que hacen presumir una gran fuerza de voluntad. En general, su semblante no refleja ningún nerviosismo, y su expresión no recuerda a ninguna otra; con todo, yo diría que he visto y conocido esta cara.
Sus ojos hermosos y puros no cierran el paso a nadie; antes al contrario, absorben la mirada de quien está delante y la atraen hacia sí. Contrastan netamente con los del caballero, que están protestando continuamente y parecen querer impedir que se intente mirar dentro de ellos. Lo que es indudable es que la señorita Etel no se parece en nada, absolutamente, a su padre.
Mientras yo estoy observando a la joven, el caballero dobla cuidadosamente el periódico y lo deja en el portaperiódicos de terciopelo que en su parte anterior lleva bordada la palabra «Periódicos». Luego se vuelve hacia la muchacha.
—¿Quieres avisar a mamá, niña? Me parece que está escribiendo una carta.
La señorita Etel, obediente, pasa a la estancia contigua y me parece que desde allí llama a su madre, en una tercera habitación:
—¡Mamá!
Pero su voz tiene un raro sonido, como el de la voz de un pájaro. Yo diría que ha gritado: «¡Amá!» Claro está que es posible que la llame así, puesto que muchas palabras que se formaron en nosotros durante la infancia se conservan luego durante toda la vida. Por ejemplo, yo sigo todavía llamando tío Itta a mi tío Istvan, porque de aquel modo empecé a llamarle cuando niño.
No hay forma de que los breves instantes que tengo que pasar nuevamente a solas con el caballero se animen un poco; no parece sino que uno y otro hayamos quedado convertidos en un enorme bloque de hielo. Él permanece inmóvil ante la estufa. El único movimiento que se permite es el de cruzar los brazos detrás de la espalda. No logro comprender qué es lo que se propone ocultar con su silencio. Al fin me decido a romperlo: la situación me pesa como una capa de plomo.
—¿Lleva usted muchos años dirigiendo esta explotación, señor ingeniero?
—Hace cuarenta años que vivo aquí. Aquí empecé a ejercer mi carrera.
De modo que la cuenta que yo había echado a base de los sombreros era exacta. La conversación queda nuevamente interrumpida. El caballero no parece dispuesto a coger el cable que le he tendido. Sigue inmóvil ante la estufa, tamborileando con las uñas el esmalte de los azulejos. ¿Qué estará pensando en este momento? ¿Seré acaso yo el tema de sus pensamientos?
En el umbral aparece su esposa. Me dirijo a su encuentro, me presento y le beso la mano.
—Buenas noches —dice con voz cálida. Su mirada es pura y serena como la de su hija. Su tez es rosada, pero sus cabellos son ya blancos. Es esbelta y anda muy erguida; se parece a su hija. No mira mi brazo izquierdo, ni siquiera toma nota de mi desgracia con aquel rápido movimiento de los párpados, ligeramente acentuado por la sorpresa, al que ya estoy tan acostumbrado, por ser la inmediata expresión que observo siempre en las personas que me ven por primera vez. Tampoco la señorita Etel parece haberse dado cuenta de que me falta un brazo; pero también es verdad que, para disimularlo, tengo el hábito de llevar siempre la manga izquierda metida en el bolsillo de la americana. La esposa del caballero, si bien el corte de su traje es algo anticuado, viste con mucha distinción. El cuello alto de su traje de seda, se abre como los pétalos de una flor, curvándose a ambos lados. Las mangas tienen la misma forma. Con rápido movimiento se acaricia las hermosas manos blancas, y, sin dejar de mirarme, empieza a hablar:
—Supongo que su apetito no protestará si nos sentamos a la mesa...
Pasamos al comedor. Encima de la mesa pende una lámpara de petróleo. La pantalla está adornada por perlitas de cristal, que esparcen por la estancia una suave luz. Mis huéspedes apoyan sus manos cruzadas sobre el respaldo de la silla; yo apoyo mi mano derecha, e inclinando la cabeza murmuramos la plegaria. Este acto me es familiar, ya que durante muchos años he vivido en las tierras de un obispo.
Preside la mesa la esposa del caballero, y frente a ella se sienta éste. Yo estoy a la derecha de la señora de la casa, a su izquierda está la señorita Etel. La mesa está puesta con mucha sencillez, pero en el centro, en un fino plato de cristal de Venecia, hay un ramillete de flores silvestres que da la impresión de haber sido arreglado por unas manos delicadas y afectuosas. Las flores parecen mirarme como sólo saben mirar los amigos; en efecto, las flores silvestres son lo único familiar que encuentro en este ambiente forastero, y su vista me complace extraordinariamente.
Los cuatro alargamos casi simultáneamente la mano a nuestras servilletas, y las sacamos de sus aros, sobre los que hay una inicial grabada. En el mío hay una zeta mayúscula.
—Se llama usted Zoltan, ¿no es verdad? —me pregunta la señora de la casa con una amable mirada.
—No, señora; me llamo Istvan.
—¿Istvan? —exclama sorprendida—. ¿Por qué me figuraría yo que se llamaba usted Zoltan? —Y volviéndose hacia el criado, que viste el traje tradicional de los monteros, añade—: Jozsi, hazme el favor de dar al señor ingeniero un aro con una I.
—No se preocupe usted, señora; si es necesario llamaremos Zoltan a mi servilleta —digo yo intentando ser chistoso, y dirijo una rápida mirada a la señorita Etel, que por fin sonríe con sus hermosas y finas cejas. La expresión de mi jefe, en cambio, da a entender que en aquel momento sus pensamientos andan muy lejos. Sigue levantando y bajando sus dedos rosados y bien moldeados, que se apoyan sobre el mantel como si con este movimiento pretendiera dar a sus íntimos pensamientos un silencioso e imperceptible acompañamiento de piano.
El criado me entrega un aro con mi inicial, y empezamos en seguida a cenar. Pollos a la cazadora con pimientos verdes, cocidos con él. Yo soy el último a quien se ofrece la bandeja: primero se ha servido la señora, luego su esposo, en tercer lugar la hija, y finalmente yo. No digo nada porque éste es el orden natural y es justo que así se haga. Realmente, para una persona con una sola mano, el pollo a la cazadora, como todos los manjares que tienen muchos huesos, no es precisamente un plato fácil de comer. Si se puede coger los huesos con la mano y roerlos, bien; pero cuando se trata de un guiso complicado y, sobre todo, cuando se come en una casa por primera vez, no puede emplearse semejante sistema. Me esfuerzo en habérmelas, sin llamar excesivamente la atención, con un muslo, que logro manejar por lo menos con suficiente habilidad para que no salte de mi plato a los ojos de mis vecinos.
La señorita Etel se da cuenta de mis dificultades, y dirigiéndome una amable mirada que casi equivale a una silenciosa petición de autorización, toma mi plato, se lo pone delante, y, con mano experta, corta la carne en un momento. El caballero se entrega al placer de la comida y finge no darse cuenta de nada. La señora de la casa, para quitar importancia a lo sucedido, se vuelve hacia mí y empieza a hablar de su gallinero. Me hace saber que este año ha intentado criar pavos negros, porque los blancos que crió el año pasado, de raza francesa, se resfriaron y quedaron enfermizos. Para hacerles engordar, posee una maravillosa receta heredada de una de sus abuelas: en la calderada especial que prepara para ellos echa un poco de anís, determinadas hierbas perfumadas y unos dientes de ajo.
Mientras su madre me informa de la vida y milagros de los pavos, Etel me ha devuelto discretamente mi plato, con el muslo de pollo ya cortado. Le doy las gracias con una mirada y bajo la cabeza, pero en seguida me vuelvo hacia su madre para seguir escuchando con la debida cortesía su conferencia sobre la cría de las aves de corral.
—Hubo una época —interviene el caballero— en que en Hungría se llamaba a los pavos gallos de la India.
—¿Gallos de la India? —dice su esposa ladeando ligeramente su hermosa cabeza blanca, con aire entre estupefacto e incrédulo. Etel acompaña la conversación de sus padres con discretas sonrisas, que se disimulan en las comisuras de sus labios y de sus ojos. —Sí, querida —contesta el caballero después de haber engullido un pedazo de pollo , porque el pavo procede del estado americano de Indiana. Cristóbal Colón ya encontró pavos domesticados en las tribus de aquel país.
No sé por qué, pero me hace el efecto de que esta conversación se ha sostenido ya otras veces: uno y otra parecen tener en ella cierta práctica. Debe de ser un número de familia, como los que ejecutan los artistas del trapecio. La esposa, amablemente, profiere exclamaciones de sorpresa y hace preguntas a su marido con la única finalidad de brindarle una ocasión de lucir sus extraordinarios conocimientos acerca de las gallináceas.
En cuanto a él, echa la cabeza hacia atrás, enarca un poco las cejas y hace vibrar ligeramente los párpados... Me da la impresión de que el papel que quiere desempeñar es el de la persona que se sorprende a sí misma de la extensión de sus conocimientos.
Se seca la boca con los dedos temblorosos, y la salsa, en la que la «paprika» no se ha regateado, deja en la servilleta una marca como si una mujer maquillada se hubiera limpiado los labios en ella.
Yo, mientras tanto, me fijo en Etel; la observo a hurtadillas, con una mirada que parece prestar atención a la conversación. A pesar de que me he propuesto mantener secreto su verdadero sentido, Etel lo ha comprendido perfectamente. Sus ojos, de un azul oscuro, casi violeta, se posan sobre mí por un momento, al mismo tiempo que se dibuja en su semblante una sonrisa apenas esbozada. Pero inmediatamente se vuelve hacia su padre para escuchar, con las cejas en alto y la barbilla hacia delante, sus algo prolijas explicaciones. En realidad, lo que está diciendo el caballero no es aburrido, pero su hija, al tomar esa actitud de estudiante que quiere fingir atención, se está burlando de él. En cambio, yo sigo observando su rostro: las vibraciones sutilísimas de su extraña expresión parecen rápidos contrastes sucesivos de luces y sombras.
A todo esto, el caballero ha llegado ya a los pavos salvajes, y hace observar que a pesar de todos los esfuerzos que se han hecho en este sentido, no ha sido posible llegar a organizar la cría de estas grandes aves de plumaje con reflejos metálicos, con lo cual se hubiera aumentado grandemente el número de variedades de aves de caza.
En el momento en que se cambian los platos y la conversación se interrumpe, me decido a hablar directamente a Etel.
—¿Usted también caza, señorita? —le pregunto.
En este momento su rostro revela una expresión vaga de espanto, un sentido de estupor, como si no llegara a comprender que yo le haya dirigido la palabra. De momento, no contesta, o por mejor decirlo, no contesta en absoluto. Se contenta con inclinar tres veces la cabeza y mirar luego a su madre. Me doy cuenta de que con la mano derecha, que reposa junco a su plato, le hace una seña secreta. Sus dedos se han movido rápidamente. La madre recibe el extraño mensaje con un leve movimiento de cabeza, apenas esbozado, pero como debe de haber visto que yo he observado la seña, se vuelve con aire sereno hacia el criado.
—Los cuchillos de postre, por favor...
A pesar de esta interrupción, sigue flotando sobre nosotros aquel raro silencio. Me siento molesto. ¿Acaso mi pregunta era indiscreta?
Durante algunos minutos sólo se oye el ruido de los cubiertos contra los platos.
Apenas hemos terminado el postre, un plato de dulce a base de miel, suena el teléfono en la estancia de al lado. La forma en que se repite la llamada indica que debe tratarse de una comunicación interurbana.
—¡Seguramente será Irma! —exclama la señora de la casa, poniéndose en pie.
También el caballero se levanta, y, arrojando sobre la mesa su servilleta manchada de salsa, sigue a su mujer hacia el aparato. En las casas de campo a la antigua el teléfono se considera como un milagro de la técnica.
Me quedo solo con la señorita Etel. Tengo la impresión de que debo decir algo, pero no se me ocurre nada. Además, la seña secreta de hace un momento me ha acabado de desconcertar. Me ha desagradado porque me he dado perfectamente cuenta de que se refería a mí. En general, tengo la impresión de que, desde que he llegado, toda la casa ha quedado rodeada por una atmósfera de misterio. De la estancia contigua llegan las fuertes voces características de las personas que viven en el campo cuando hablan por teléfono. En vista de que el silencio entre nosotros empieza a hacerse embarazoso, me decido a hablar:
—¿Vive usted siempre en la finca, señorita?
Apenas he acabado de formular mi pregunta, su mirada vuelve a dirigirse hacia mí con aire de estupefacción y sorpresa; parece extrañada de que le haya preguntado algo. Quizá no comprende el húngaro. Pero luego sucede algo verdaderamente sorprendente: con mano rápida saca del bolsillo de su chaqueta un bloc y un lápiz, escribe unas palabras sobre una hoja y, sin parar mientes en si sus padres siguen o no en la otra habitación, arranca el papel y me lo pone ante los ojos. No tengo tiempo de leerlo: el caballero vuelve.
Apenas puedo ocultarlo bajo mi mano y luego metérmelo disimuladamente en el bolsillo. Mi acción va acompañada de una son risa de complicidad de la joven.
Es evidente que me ha comunicado un secreto que durante toda la cena ha estado pesando sobre todos nosotros. Sólo aguardo a que sirvan el café para poderme levantar de la mesa y despedirme. Etel, entonces, me estrecha la mano y me dirige una mirada como si nos uniera algún lazo inexplicable.
En cuanto llego al jardín saco el papel y dirijo hacia él el rayo de luz de mi lámpara de bolsillo. La hermosa caligrafía femenina parece que hable a grandes gritos: «¿No le ha dicho mi padre que soy muda?»
Estas pocas palabras, de tan profundo sentido trágico, me impresionan tanto que vuelvo a guardarme el papel en el bolsillo y apago la lámpara.
Me dirijo a paso lento hacia mi casa. Sé que hay tres clases de mudos. Mudos temporales, que han perdido la palabra a consecuencia de algún violento choque nervioso (esta forma es curable). Luego están los sordomudos, y finalmente los que no son sordos, sino sencillamente mudos. Los de esa última categoría tienen una especie de voz como de pavo real, pero su enfermedad no tiene cura. A ella pertenece Etel. Ahora me explico también la razón de que para llamar a su madre haya dicho «amá». Y ahora comprendo también la seña secreta que le ha hecho.
¡Pobre criatura!