–No. Holmberg le pidió a Fälldin que no pusiera ningún nombre. Le dijo expresamente que no sabía quién iba a ir a Amsterdam.
–¿Quieres decir que…?
–Jerker y yo ya hemos hablado del tema. Estamos caminando sobre un hielo tan fino que si se rompiera, no habría quien nos salvara. No tenemos en absoluto ninguna autorización para ir a Amsterdam e interrogar al embajador. En cambio tú si podrías hacerlo.
Mikael dobló la carta y estaba a punto de metérsela en el bolsillo de la americana cuando Sonja Modig le agarró la mano. Muy fuertemente.
–Información a cambio de información -dijo ella-. Queremos saber lo que te cuente Janeryd.
Mikael asintió. Sonja Modig se levantó.
–Espera: has dicho que a Fälldin lo fueron a ver dos personas de la Säpo. Una era el jefe. ¿Quién era la otra?
–Fälldin no lo vio más que en esa ocasión y no pudo recordar su nombre. No se apuntó nada en la reunión. Lo recuerda como un hombre delgado con bigote. Fue presentado como el jefe de la Sección para el Análisis Especial o algo por el estilo. Después de la reunión, Fälldin miró un organigrama de la Säpo y fue incapaz de encontrar ese departamento.
El club de Zalachenko, pensó Mikael.
Sonja Modig se volvió a sentar. Parecía medir sus palabras.
–De acuerdo -acabó diciendo-. Aun a riesgo de ser fusilado… Hay una cosa en la que no pensaron ni Fälldin ni los visitantes.
–¿Cuál?
–El registro de las visitas a Rosenbad que se le realizaron al primer ministro.
–¿Y?
–Jerker lo solicitó. Es un documento público.
Sonja Modig volvió a dudar.
–Ese libro de visitas sólo indica que el primer ministro se reunió con el jefe de la Säpo y un colaborador suyo para tratar un tema de carácter general.
–¿Había algún nombre?
–Sí. E. Gullberg.
Mikael sintió cómo la sangre le subía a la cabeza.
–Evert Gullberg -dijo.
Sonja Modig asintió con semblante serio. Se levantó y se fue.
Mikael Blomkvist seguía sentado en el café Madeleine cuando abrió su móvil anónimo y reservó un vuelo a Amsterdam. El vuelo salía de Arlanda a las 14.50 horas. Se fue andando hasta el Dressman de Kungsgatan y compró una camisa y una muda. Luego se dirigió a la farmacia de Klara, donde compró un cepillo de dientes y otros útiles de aseo. Se aseguró de que nadie lo estuviera siguiendo cuando echó a correr para coger el Arlanda Express. Cuando llegó al aeropuerto faltaban diez minutos para cerrar el vuelo.
A las seis y media entró en un destartalado hotel del Red Light district, a unos diez minutos a pie desde la estación central de Amsterdam, y pidió una habitación.
Pasó dos horas intentando localizar al embajador de Suecia hasta que consiguió contactar con él por teléfono a eso de las nueve. Empleó toda su capacidad de persuasión y subrayó que tenía un asunto de máxima importancia que debía tratar sin demora. El embajador acabó cediendo y accedió a verlo a las diez de la mañana del domingo.
Luego Mikael salió a cenar frugalmente en un restaurante cercano al hotel. A las once de la noche ya estaba durmiendo.
El embajador Bertil K. Janeryd se mostró parco en palabras mientras tomaban café en su residencia privada.
–Bueno… ¿Cuál es ese asunto tan importante?
–Alexander Zalachenko. El desertor ruso que llegó a Suecia en 1976 -dijo Mikael, entregándole la carta de Fälldin.
Janeryd pareció quedarse perplejo. Tras leerla, la dejó cuidadosamente.
Mikael dedicó la siguiente media hora a explicarle en qué consistía el problema y por qué Fälldin redactó la carta.
–Yo… yo no puedo tratar ese asunto -terminó diciendo Janeryd.
–Sí puede.
–No, sólo puedo comentarlo ante la comisión constitucional.
–Es muy probable que tenga que comparecer ante ellos. Pero en la carta dice que utilice su buen juicio.
–Fälldin es una persona honrada.
–No me cabe la menor duda. Pero yo no voy a por ustedes. No le pido que revele ni uno solo de esos secretos militares que tal vez Zalachenko revelara.
–Yo no conozco ningún secreto. Ni siquiera sabía que se llamara Zalachenko… Sólo lo conocía bajo un nombre falso.
–¿Cuál?
–Lo conocíamos como Rubén.
–De acuerdo, siga.
–No puedo hablar de eso.
–Sí puede -repitió Mikael mientras se acomodaba-. Porque esta historia se hará pública dentro de poco. Y cuando eso ocurra, los medios de comunicación o le cortarán la cabeza o le describirán como un funcionario honrado que hizo cuanto estuvo en su mano para enfrentarse a esa horrible situación. Fue a usted a quien Fälldin eligió para que hiciera de intermediario entre él y los que se encargaron de Zalachenko. Eso ya lo sé.
Janeryd asintió.
–Cuénteme.
Janeryd permaneció callado durante casi un minuto.
–Nadie me comunicó nada. Yo era joven… y no sabía cómo tratar el asunto. Los vi unas dos veces al año durante el tiempo que duró aquello. Me decían que Rubén… Zalachenko se encontraba bien de salud, que estaba colaborando y que la información que entregaba resultaba inapreciable. Nunca me dieron más detalles. No tenía ninguna necesidad de saber ningún detalle.
Mikael aguardaba.
–El desertor había actuado en otros países y no sabía nada de Suecia, y por eso nunca fue considerado como un asunto importante en nuestra política de seguridad. Informé al primer ministro en un par de ocasiones, pero, por lo general, no había nada que comentar.
–Vale.
–Siempre decían que el asunto se llevaba de la forma habitual y que la información que él daba era procesada a través de nuestros canales habituales. ¿Qué les iba yo a contestar? Si les preguntaba qué querían decir, sonreían y me soltaban que eso quedaba fuera de mi competencia. Me sentía como un idiota.
–¿Nunca se le ocurrió pensar que hubiera algo raro en todo aquello?
–No. Allí no había nada raro. Yo daba por descontado que en la Säpo sabían lo que hacían y que tenían la experiencia y la práctica necesarias para llevar un caso así. Pero no puedo hablar del asunto.
A esas alturas, Janeryd llevaba ya, de hecho, varios minutos hablando del asunto.
–Todo eso resulta irrelevante. Lo único relevante ahora mismo es una sola cosa.
–¿Cuál?
–El nombre de las personas con las que trataba.
Janeryd le echó a Mikael una mirada inquisidora.
–Las personas que se encargaban de Zalachenko han ido mucho más allá de todas las competencias imaginables. Se han dedicado a ejercer una grave actividad delictiva y deben ser objeto de la instrucción de un sumario. Por eso me ha enviado Fälldin aquí. Fälldin no conoce los nombres. Fue usted el que se reunió con ellos.
Janeryd parpadeó y apretó los labios.
–Se reunió con Evert Gullberg… Él era el jefe.
Janeryd asintió.
–¿Cuántas veces lo vio?
–Acudió a todas las reuniones excepto a una. Habría una decena de reuniones mientras Fälldin fue primer ministro.
–¿Y dónde se reunían?
–En el vestíbulo de algún hotel. Por lo general, el Sheraton. Una vez en el Amaranten de Kungsholmen y algunas veces en pub del Continental.
–¿Y quién más participó en las reuniones?
Janeryd parpadeó resignado.
–Hace tanto tiempo… No me acuerdo.
–Inténtelo.
–Había un tal… Clinton. Como el presidente americano.
–¿Su nombre?
–Fredrik Clinton. Lo vi unas cuatro o cinco veces.
–De acuerdo… ¿Más?
–Hans von Rottinger. Ya lo conocía por mi madre.
–¿Su madre?
–Sí, mi madre conocía a la familia Von Rottinger. Hans von Rottinger era una persona simpática. Hasta que se presentó en una reunión, acompañado de Gullberg, no me enteré de que trabajaba para la Säpo.
–Pues no era así -dijo Mikael.
Janeryd palideció.
–Trabajaba para una cosa llamada «Sección para el Análisis Especial» -dijo Mikael-. ¿Qué es lo que le dijeron sobre ese grupo?
–Nada… Quiero decir… bueno, que eran ellos los que se encargaban del desertor.
–Sí. Pero ¿a que resulta raro que no figuren en ninguna parte del organigrama de la Säpo?
–Eso es absurdo…
–Ya, ¿a que sí? Bueno, y ¿cómo se procedía para convocar las reuniones? ¿Le llamaban ellos a usted o los llamaba usted a ellos?
–No… La hora y el lugar se decidían en la reunión anterior.
–¿Y qué hacía si necesitaba ponerse en contacto con ellos? Por ejemplo, para cambiar la hora de la reunión o algo así…
–Tenía un número de teléfono al que llamar.
–¿Qué número?
–Sinceramente, no me acuerdo.
–¿De quién era el número?
–No lo sé. Nunca lo utilicé.
–De acuerdo. Siguiente pregunta: ¿a quién le cedió el puesto?
–¿Qué quiere decir?
–Cuando Fälldin dimitió. ¿Quién ocupó su lugar?
–No lo sé.
–¿Redactó algún informe?
–No, porque todo era secreto. Ni siquiera podía llevar un cuaderno.
–¿Y nunca informó a ninguno de sus sucesores?
–No.
–¿Y qué pasó?
–Bueno… Fälldin dimitió y le entregó el testigo a Ola Ullsten. A mí me comunicaron que íbamos a esperar hasta después de las siguientes elecciones. Entonces, Fälldin volvió a ganar y se reanudaron nuestras reuniones. Luego se convocaron las elecciones de 1985 y ganaron los socialistas. Y supongo que Palme habría nombrado a alguien para que me sucediera. Yo empecé en el Ministerio de Asuntos Exteriores y me hice diplomático. Me destinaron a Egipto y después a la India.
Mikael continuó haciéndole preguntas durante unos cuantos minutos más, aunque estaba convencido de que ya sabía todo lo que Janeryd iba a poder contarle. Tres nombres:
Fredrik Clinton.
Hans von Rottinger.
Y Evert Gullberg: el hombre que mató a Zalachenko. El club de Zalachenko.
Dio las gracias a Janeryd por la información y cogió un taxi de vuelta a la estación central. Hasta que se sentó en el taxi no abrió el bolsillo de la americana para apagar la grabadora. Aterrizó en Arlanda a las siete y media de la tarde del domingo.
Erika Berger contempló pensativa la foto de la pantalla. Levantó la mirada y escudriñó la redacción medio vacía que quedaba al otro lado de su jaula de cristal. Anders Holm tenía el día libre. No le pareció que nadie le estuviera prestando la más mínima atención, ni abierta ni furtivamente. Tampoco tenía razones para creer que hubiese alguien en la redacción que quisiera hacerle daño.
El correo había llegado un minuto antes. El remitente era redax@aftonbladet.com. ¿Por qué precisamente Aftonbladet? La dirección era falsa.
Pero esta vez no había ningún texto; tan sólo una foto jpg que abrió con Photoshop.
La imagen era pornográfica y representaba a una mujer desnuda, con unos pechos excepcionalmente grandes y una correa de perro alrededor del cuello. Estaba a cuatro patas y alguien se la estaba follando por detrás.
El rostro de la mujer había sido sustituido por otro.
No se trataba de un retoque hecho con mucha habilidad, aunque sin duda no era ésa la intención. En vez de la cara original, aparecía la de Erika Berger. La foto pertenecía al byline que tenía en Millennium y podía ser bajada de Internet.
En la parte inferior de la imagen habían escrito una palabra con letras de imprenta valiéndose de la función spray del Photoshop.
«Puta.»
Era el noveno correo anónimo que recibía Erika con la palabra «puta» y que parecía tener como remitente a una gran y conocida empresa mediática de Suecia. Al parecer, ese cyber stalker que le había caído encima se empeñaba en seguir acosándola.
El capítulo de la escucha telefónica resultó mucho más complicado que el de la vigilancia informática. A Trinity no le costó nada localizar el cable del teléfono de la casa del fiscal Ekström; el problema era, por supuesto, que Ekström usaba muy raramente ese teléfono -por no decir nunca- para realizar llamadas relacionadas con su trabajo. Trinity ni siquiera se molestó en intentar pinchar el que tenía en el edificio de la jefatura de policía de Kungsholmen. Eso habría requerido un acceso a la red de cables sueca que iba más allá de sus posibilidades.
No obstante, Trinity y Bob the Dog dedicaron la mayor parte de la semana a identificar e intentar distinguir el móvil de Ekström de entre el ruido de fondo de casi doscientos mil móviles dentro de un radio de un kilómetro alrededor de la jefatura de policía.
Trinity y Bob the Dog emplearon una técnica que se llamaba Random Frequency Tracking System, RFTS. No se trataba de una técnica desconocida. Había sido desarrollada por la National Security Agency norteamericana, la NSA, y había sido incorporada a una desconocida cantidad de satélites que vigilaban determinados centros de crisis y capitales de especial interés de todo el mundo.
La NSA contaba con enormes recursos a su disposición y usaba una especie de red para captar simultáneamente un gran número de llamadas de móvil en la región que fuera. Cada llamada era separada y procesada digitalmente a través de ordenadores que estaban programados para reaccionar ante palabras como, por ejemplo, «terrorista» o «kalashnikov». Si una de esas palabras aparecía, el ordenador enviaba de forma automática un aviso, y un operador entraba y escuchaba la conversación para decidir si era de interés o no.
Las cosas se complicaban a la hora de identificar un móvil concreto. Cada teléfono móvil tiene una firma propia y única -una huella dactilar- en forma de número de teléfono. Con un equipamiento dotado de una extremada sensibilidad, la NSA podía centrarse en una zona específica y discernir y escuchar las conversaciones. La técnica resultaba sencilla, pero no completamente segura. Las llamadas salientes eran especialmente difíciles de reconocer, mientras que, en cambio, una llamada entrante se identificaba con mayor facilidad, ya que se iniciaba justo con esa huella dactilar cuya función consistía en que el teléfono en cuestión captara la señal.
La diferencia entre las ambiciones de Trinity y las de la NSA con respecto a las escuchas era de carácter económico. NSA tenía un presupuesto anual que ascendía a miles de millones de dólares americanos, cerca de doce mil agentes empleados a tiempo completo y acceso a la más absoluta tecnología punta del mundo de la informática y la telefonía. Trinity no contaba más que con su furgoneta y con unos treinta kilos de material electrónico que, en su mayoría, estaba compuesto por aparatos caseros fabricados por Bob the Dog. La NSA, a través de la vigilancia por satélite, podía dirigir antenas muy sensibles hacia un edificio concreto de cualquier lugar del mundo. Trinity tenía un antena construida por Bob the Dog cuyo alcance efectivo era de unos quinientos metros.
La técnica de la que disponía Trinity le obligaba a aparcar la furgoneta en Bergsgatan o en alguna de las calles colindantes y calibrar laboriosamente el equipo hasta que identificara esa huella dactilar que constituía el número de móvil del fiscal Richard Ekström. Como no sabía sueco, debía enviar las llamadas, a través de otro móvil, a casa de Plague, que era quien las escuchaba en realidad.
Durante cinco días con sus cinco noches, un Plague cada vez más ojeroso escuchó hasta la saciedad una enorme cantidad de llamadas que entraban y salían de la jefatura de policía y los edificios cercanos. Escuchó fragmentos de investigaciones en curso, descubrió furtivos encuentros amorosos y grabó una gran cantidad de llamadas que contenían chorradas sin ningún tipo de interés. La noche del quinto día, Trinity le envió una señal que una pantalla digital identificó en el acto como el número del fiscal Ekström. Plague sintonizó la antena parabólica en la frecuencia exacta.
La técnica RFTS funcionaba sobre todo en las llamadas que le entraban a Ekström. Lo que la antena parabólica de Trinity hacía era simplemente captar la señal de búsqueda del número de móvil de Ekström, que se desviaba por el espacio de toda Suecia.
En cuanto Trinity empezó a grabar las llamadas de Ekström, pudo también obtener las huellas de su voz para que Plague trabajara con ellas.
Plague procesaba la voz de Ekström a través de un programa llamado VPRS, que significa Voiceprint Recognition System. Eligió una docena de palabras frecuentes, como por ejemplo «vale» o «Salander». En cuanto dispuso de cinco ejemplos diferentes de una palabra, el programa analizó el tiempo que se tardaba en pronunciarla, la profundidad del tono de la voz y su registro de frecuencia, cómo acentuaba la terminaciones y una docena más de marcadores. El resultado fue un gráfico que permitía a Plague escuchar también las llamadas que salían del móvil del fiscal Ekström. La antena parabólica se mantenía en permanente escucha buscando una llamada en la que apareciera, precisamente, la curva gráfica de Ekström en alguna de esa docena de palabras de uso frecuente. La técnica no era perfecta. Pero alrededor del cincuenta por ciento de las llamadas que Ekström hacía desde su móvil y desde las inmediaciones de la jefatura era escuchado y grabado.
Por desgracia, la técnica adolecía de una obvia desventaja: en cuanto el fiscal Ekström abandonaba la jefatura cesaban las posibilidades de realizar escuchas; a no ser que Trinity supiera dónde se encontraba Ekström y pudiera aparcar por los alrededores.
Una vez obtenida la orden de la máxima autoridad, Torsten Edklinth pudo crear por fin una pequeña pero legítima unidad operativa. Eligió a dedo a cuatro colaboradores. Optó, conscientemente, por aquellos jóvenes talentos que contaban con cierta experiencia en la policía abierta y que acababan de ser reclutados para la DGP/Seg. Dos procedían de la brigada de fraudes, otro de la policía financiera y el cuarto de la brigada de delitos violentos. Fueron convocados al despacho de Edklinth, donde éste les dio una charla sobre el carácter de la misión y la necesidad de mantenerla bajo una absoluta confidencialidad. También subrayó que la investigación se realizaba obedeciendo una petición directa del primer ministro. Monica Figuerola se convirtió en el jefe de los nuevos agentes y dirigió la investigación con una fuerza que se correspondía con la de su físico.
Pero la investigación avanzaba despacio, algo que en gran parte se debía a que nadie estaba muy seguro de a quién o a quiénes investigar. En más de una ocasión, Edklinth y Figuerola sopesaron la posibilidad de detener simplemente a Mårtensson y empezar a hacerle preguntas. Pero siempre acababan decidiendo que debían esperar: una detención significaría que toda la investigación saldría a la luz.
No fue hasta el martes, once días después de la reunión con el primer ministro, cuando Monica Figuerola llamó a la puerta del despacho de Edklinth y le dijo:
–Creo que tenemos algo.
–Siéntate.
–Evert Gullberg.
–¿Sí?
–Uno de nuestros investigadores habló con Marcus Erlander, el que está investigando el asesinato de Zalachenko. Según Erlander, la DGP/Seg se puso en contacto con la policía de Gotemburgo apenas dos horas después del asesinato y le entregó información sobre las amenazadoras cartas de Gullberg.
–Menuda diligencia.
–Sí. Demasiada. Los de la DGP/Seg enviaron por fax nueve cartas, supuestamente redactadas por Gullberg, a la policía de Gotemburgo. Sin embargo, hay un problema.
–¿Cuál?
–Dos de ellas iban dirigidas al Ministerio de Justicia: al ministro de Justicia y al ministro de la Democracia.
–Sí. Eso ya lo sabía.
–Ya, lo que pasa es que la carta que era para el ministro de la Democracia no se registró en el ministerio hasta el día siguiente. Llegó en una entrega postal más tardía.
Edklinth se quedó mirando fijamente a Monica Figuerola. Por primera vez sintió verdadero miedo ante la posibilidad de que todas sus peores sospechas se confirmaran. Monica Figuerola siguió, implacable.
–En otras palabras, la DGP/Seg mandó por fax una carta que aún no había sido recibida por el destinatario.
–¡Dios mío! – dijo Edklinth.
–Fue un colaborador de protección personal el que envió las cartas por fax.
–¿Quién?
–No creo que tenga nada que ver con esto. Por la mañana ya las tenía sobre su mesa, y poco después del asesinato le encargaron que contactara con la policía de Gotemburgo.
–¿Y quién le hizo ese encargo?
–La secretaria del jefe administrativo.
–Dios mío, Monica… ¿Entiendes lo que eso significa?
–Sí.
–Que la DGP/Seg está implicada en el homicidio de Zalachenko.
–No. Lo que significa, definitivamente, es que había personas dentro de la DGP/Seg que estaban al tanto del asesinato antes de que se cometiera. La única cuestión es saber quiénes.
–El jefe administrativo…
–Sí. Pero empiezo a sospechar que ese club de Zalachenko se encuentra fuera de la casa.
–¿Qué quieres decir?
–Mårtensson. Fue trasladado desde protección personal y trabaja por su cuenta. Durante la última semana lo hemos estado vigilando a jornada completa. Que sepamos, no ha estado en contacto con nadie de dentro de la casa. Recibe llamadas a un móvil, pero no conseguimos escucharlas porque no sabemos qué número es; lo único que sabemos es que no es su móvil privado. Se ha reunido con ese hombre rubio al que no hemos podido identificar todavía.
Edklinth frunció el ceño. En ese mismo instante, Anders Berglund llamó a la puerta. Era el colaborador de entre los recién reclutados que había trabajado para la policía financiera.
–Creo que he encontrado a Evert Gullberg -dijo Berglund.
–Entra -dijo Edklinth.
Berglund puso una descantillada fotografía en blanco y negro sobre la mesa. Edklinth y Figuerola contemplaron la foto. En ella aparecía un hombre al que los dos reconocieron de inmediato. Se veía a dos corpulentos policías vestidos de paisano haciéndole pasar por una puerta. Se trataba del legendario coronel espía Stig Wennerström.
–Esta foto procede de la editorial hlén kerlund y se publicó en la revista Se en la primavera de 1964. Fue realizada durante el juicio en el que Wennerström fue condenado a cadena perpetua.
–Vale.
–Al fondo se ven tres personas. A la derecha, el comisario Otto Danielsson, o sea, el que detuvo a Wennerström.
–Sí…
–Mira al hombre que está detrás de Danielsson, a su izquierda.
Edklinth y Figuerola vieron a un hombre alto con un fino bigote y un sombrero. Recordaba vagamente al escritor Dashiell Hammett.
–Comparad su cara con la que tiene Gullberg en su foto de pasaporte. Ya había cumplido los sesenta y seis años cuando se la hizo.
Edklinth frunció las cejas.
–No me atrevería a jurar que se trata de la misma persona…
–Pero yo sí -dijo Berglund-. Dale la vuelta.
El dorso llevaba un sello que indicaba que la foto pertenecía a la editorial hlén kerlund y que el nombre del fotógrafo era Julius Estholm. El texto estaba escrito a lápiz: Stig Wennerström flanqueado por dos policías entrando en el tribunal de Estocolmo. Al fondo O. Danielsson, E. Gullberg y H. W. Francke.
–Evert Gullberg -dijo Monica Figuerola-. Estaba en la DGP/Seg.
–No -dijo Berglund-. Técnicamente hablando no estaba allí. Por lo menos, no cuando se hizo esta foto.
–¿No?
–La DGP/Seg no se fundó hasta cuatro días después. Aquí todavía pertenecía a la Policía Secreta del Estado.
–¿Quién es H. W. Francke? – preguntó Monica Figuerola.
–Hans Wilhelm Francke -respondió Edklinth-. Murió a principios de los años noventa, pero fue el director adjunto de la Policía Secreta del Estado a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Toda una leyenda, al igual que Otto Danielsson. De hecho, lo he visto en un par de ocasiones.
–¿Sí? – dijo Monica Figuerola.
–Dejó la DGP/Seg a finales de los sesenta. Francke y P. G. Vinge nunca se llevaron bien; siempre estaban discutiendo, y supongo que lo echarían con unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Abrió su propio negocio.
–¿Su propio negocio?
–Sí, se convirtió en asesor de seguridad para la industria privada. Tenía las oficinas cerca de Stureplan, pero de vez en cuando también daba conferencias para formar al personal de la DGP/Seg. Fue así como lo conocí yo.
–Bien. ¿Y por qué discutían Vinge y Francke?
–Chocaban; eran muy distintos. Francke era algo así como un cowboy que veía agentes de la KGB por todas partes, mientras que Vinge era un burócrata de la vieja escuela. Poco tiempo después echaron a Vinge porque pensaba que Palme trabajaba para la KGB, lo que es bastante irónico.
–Mmm -dijo Monica Figuerola, observando la foto en la que Gullberg y Francke estaban juntos.
–Creo que ya va siendo hora de que volvamos a hablar con el ministro de Justicia -intervino Edklinth.
-Millennium ha salido hoy- comentó Monica Figuerola.
Edklinth le echó una incisiva mirada.
–Ni una palabra sobre el asunto Zalachenko -añadió ella.
–Total, que nos queda probablemente un mes hasta que salga el próximo número. Es bueno saberlo. Pero tenemos que ocuparnos de Blomkvist; es como una bomba de relojería en medio de todo este lío.
Capítulo 17
Miércoles, 1 de junio
Nada advirtió previamente a Mikael Blomkvist de que alguien se encontraba en el rellano de la escalera cuando llegó a la puerta de su ático de Bellmansgatan 1. Eran las siete de la tarde. Se detuvo en seco al descubrir a una mujer rubia con el pelo corto y rizado sentada en el último escalón. La identificó de inmediato gracias a la foto de pasaporte que le había facilitado Lottie Karim: Monica Figuerola, de la DGP/Seg.
–Hola, Blomkvist -lo saludó alegremente y cerró el libro que había estado leyendo. Mikael miró la portada por el rabillo del ojo y constató que estaba en inglés y que trataba de la visión que se tenía de los dioses en la Antigüedad. Alzó la mirada y examinó a su inesperada visitante. Ella se levantó. Llevaba un veraniego vestido blanco de manga corta y había colgado una cazadora roja de cuero en la barandilla de la escalera.
–Nos gustaría hablar contigo -dijo.
Mikael Blomkvist la observó. Era alta, más alta que él, y la impresión se reforzaba por el hecho de que estaba dos peldaños más arriba. Contempló sus brazos, bajó la mirada hacia sus piernas y se dio cuenta de que tenía bastantes más músculos que él.
–Ya veo que vas mucho al gimnasio -dijo él.
Ella sonrió y sacó su placa.
–Me llamo…
–Te llamas Monica Figuerola, naciste en 1969 y vives en Pontonjärgatan, en Kungsholmen. Eres oriunda de Borlänge, pero has trabajado como policía en Uppsala. Hace tres años que estás en la DGP/Seg, en protección constitucional. Eres una fanática del ejercicio físico y una vez fuiste una atleta de élite, y casi te clasificaste para entrar en el equipo nacional sueco que participó en los Juegos Olímpicos. ¿Qué quieres de mí?
Ella se quedó sorprendida, pero asintió y se recuperó con rapidez.
–¡Qué bien! – dijo con voz aliviada-. Entonces ya sabes quién soy y no tienes por qué tenerme miedo.
–¿No?
–Ciertas personas necesitan hablar tranquilamente contigo. Como tu casa y tu móvil parecen estar bajo escucha y hay razones para ser discreto, me han enviado a mí para invitarte.
–¿Y por qué querría yo ir a algún sitio con una persona que trabaja en la Säpo?
Reflexionó un rato.
–Bueno… puedes acompañarme aceptando una amable invitación, pero si lo prefieres, te esposo y te llevo conmigo.
Ella sonrió dulcemente. Mikael Blomkvist le devolvió la sonrisa.
–Oye, Blomkvist: entiendo que tengas motivos de sobra para desconfiar de alguien que viene de la Säpo. Pero lo cierto es que no todos los que trabajamos allí somos tus enemigos, y hay muy buenas razones para hablar con mis jefes.
Él aguardó.
–Bueno, ¿qué prefieres? ¿Esposado o voluntario?
–Este año ya me han esposado una vez. Ya tengo el cupo cubierto. ¿Adonde vamos?
Monica Figuerola conducía un Saab 9-5 nuevo, que estaba aparcado a la vuelta de la esquina de Pryssgränd.
Al subir al coche, ella abrió su móvil y marcó un número predeterminado.
–Llegaremos en quince minutos -comunicó.
Le dijo a Mikael Blomkvist que se abrochara el cinturón de seguridad y pasó por Slussen hasta llegar a Östermalm, donde aparcó en una calle perpendicular a Artillerigatan. Se quedó quieta un instante y lo observó.
–Blomkvist: ésta es una invitación amistosa. No te va a pasar nada.
Mikael Blomkvist no dijo nada. Se guardó sus comentarios para cuando supiera de qué iba todo aquello. Ella marcó el código de la puerta. Subieron en el ascensor hasta la cuarta planta, a un apartamento en cuya puerta figuraba el nombre de Martinsson.
–Sólo hemos tomado prestado el piso para la reunión de esta tarde -dijo ella antes de abrir-. A la derecha, al salón.
La primera persona a la que Mikael vio fue Torsten Edklinth, algo que no le produjo ninguna sorpresa, ya que la Säpo estaba implicada en grado sumo en el desarrollo de los acontecimientos y porque, además, Edklinth era el jefe de Monica Figuerola. Que el jefe de protección constitucional se hubiera molestado en ir a buscarlo indicaba que alguien estaba preocupado.
Luego percibió que una figura que se hallaba junto a la ventana se volvía hacia él. El ministro de Justicia. Eso sí que resultó sorprendente.
A continuación, oyó un ruido por la derecha y vio a una persona enormemente familiar levantarse de un sillón. Nunca se habría imaginado que Monica Figuerola lo trajera a una más bien nocturna reunión conspirativa con el primer ministro.
–Buenas noches, señor Blomkvist -dijo el primer ministro-. Discúlpenos por haberle pedido con tan poca antelación que venga a esta reunión, pero hemos comentado la situación y todos estamos de acuerdo en que debemos hablar con usted, bueno… contigo. Pasemos de formalidades. ¿Te apetece un café o alguna otra cosa?
Mikael miró a su alrededor. Vio un mueble de comedor de madera oscura repleto de vasos, tazas vacías y restos de una tarta salada. Ya deben de llevar aquí unas cuantas horas.
–Ramlösa -dijo.
Se la sirvió Monica Figuerola. Luego ellos se sentaron en unos sofás que había al fondo de la habitación y ella permaneció de pie.
–Me ha reconocido y sabe cómo me llamo, dónde vivo, dónde trabajo y que soy una adicta al ejercicio físico -les comentó Monica Figuerola.
El primer ministro le echó una rápida mirada a Torsten Edklinth en primer lugar y luego a Mikael Blomkvist. De repente, Mikael se dio cuenta de que se encontraba en una posición de poder: el primer ministro necesitaba algo de él y probablemente no tuviera ni idea de lo que Mikael Blomkvist sabía.
–Intento hacerme una idea de quién es quién en todo este cacao -dijo Mikael con un tono ligero de voz.
No seré yo el que engañe al primer ministro.
–¿Y cómo conocías el nombre de Monica Figuerola? – preguntó Edklinth.
Mikael miró de reojo al jefe de protección constitucional. No tenía ni idea de lo que había llevado al primer ministro a convocar una reunión secreta en un piso prestado del barrio de Östermalm, pero se sentía inspirado. En la práctica, no había tantas posibilidades: era Dragan Armanskij quien había puesto la bola en juego dándole la información a alguien en quien confiaba. Y ese alguien debía haber sido Edklinth o alguna persona cercana. Mikael se arriesgó.
–Un amigo común habló contigo -le dijo a Edklinth-. Pusiste a Figuerola a investigar lo que estaba pasando y ella descubrió que unos activistas de la Säpo se dedican a realizar escuchas ilegales, a robar en mi casa y actividades por el estilo, con lo cual confirmaste la existencia del club de Zalachenko. Eso te preocupó tanto que sentiste la necesidad de llevar el asunto más allá, pero te quedaste sentado en tu despacho sin saber muy bien a quién acudir. Así que te dirigiste al ministro de Justicia, quien, a su vez, se dirigió al primer ministro. Y aquí estamos. ¿Qué queréis de mí?
Mikael habló con un tono que daba a entender que disponía de una fuente muy bien situada y que le había permitido seguir cada paso dado por Edklinth. Cuando los ojos de éste se abrieron de par en par, vio que el farol que se acababa de marcar había dado resultado. Prosiguió.
–El club de Zalachenko me espía a mí, yo los espío a ellos y tú espías al club de Zalachenko, de modo que, a estas alturas, el primer ministro está tan preocupado como cabreado. Sabe que cuando terminemos esta conversación le espera un escándalo al que tal vez no sobreviva el gobierno.
Monica Figuerola esbozó una repentina sonrisa, pero la ocultó tras un vaso de Ramlösa. Acababa de percatarse de que Blomkvist se estaba marcando un farol, y de entender cómo la había podido sorprender con el conocimiento de su nombre y hasta del número de zapato que calzaba.
Me vio en el coche en Bellmansgatan. Es una persona que siempre está en guardia. Se quedó con la matrícula y me identificó. Pero todo lo demás son conjeturas.
Ella no dijo nada.
El primer ministro parecía preocupado.
–¿Es eso lo que nos espera? – preguntó-. ¿Un escándalo que va a derrotar al gobierno?
–El gobierno no es mi problema -dijo Mikael-. Mi trabajo consiste en sacar a la luz mierdas como la del club de Zalachenko.
El primer ministro asintió.
–Y el mío consiste en gobernar el país de acuerdo con los principios de la Constitución.
–Lo cual quiere decir que mi problema, en definitiva, también es el problema del gobierno. Pero no al revés.
–Dejemos de dar rodeos. ¿Por qué crees que he preparado este encuentro?
–Para averiguar cuánto sé y qué pienso hacer.
–Por una parte sí. Pero, más concretamente, porque todo esto ha ocasionado una crisis constitucional. Déjame comentarte en primer lugar que el gobierno no tiene nada que ver con este asunto. Nos ha cogido completamente por sorpresa. Nunca he oído hablar de ese… ese club al que llamas el club de Zalachenko. El ministro de Justicia no sabe nada al respecto. Torsten Edklinth, que ocupa un alto cargo dentro de la DGP/Seg y que lleva trabajando allí muchos años, nunca ha oído hablar del tema.
–Sigue sin ser mi problema.
–Ya lo sé. Lo que queremos saber es cuándo piensas publicar tu texto y, preferentemente, el contenido exacto de lo que quieres publicar. Es sólo una pregunta; no tiene nada que ver con una pretensión de controlar posibles daños.
–¿No?
–Blomkvist, lo peor que yo podría hacer en este momento sería intentar influir en el contenido de tu reportaje. En su lugar, voy a proponerte una colaboración.
–Soy todo oídos.
–Ahora que hemos confirmado que existe una conspiración dentro de una parte excepcionalmente delicada de la administración del Estado, he ordenado que se lleve a cabo una investigación -el primer ministro se volvió hacia el ministro de Justicia-: ¿puedes explicarle en qué consiste la orden del gobierno?
–Es muy fácil. Se le ha encomendado a Torsten Edklinth la misión de que investigue con urgencia si todo esto se puede confirmar. Su encargo consiste en recopilar información para que pueda serle entregada al fiscal general, quien, a su vez, ha de decidir si dictar auto de procesamiento o no. En otras palabras, una orden muy clara. Mikael asintió con la cabeza.
–A lo largo de la tarde, Edklinth nos ha ido informando del desarrollo de la investigación. Hemos tenido una larga discusión sobre algunos detalles constitucionales: queremos, por supuesto, que se hagan bien las cosas.
–Naturalmente -dijo Mikael en un tono que daba a entender que no se fiaba nada de las garantías del primer ministro.
–La investigación se encuentra ahora en una fase delicada. Aún no sabemos con exactitud qué personas están implicadas. Necesitamos tiempo para identificarlas. Por eso enviamos a Monica Figuerola para que te invitara a esta reunión.
–Pues ha hecho muy bien su trabajo: no me ha dado muchas opciones.
El primer ministro frunció el ceño y miró de reojo a Monica Figuerola.
–Olvídalo -dijo Mikael-. Su comportamiento ha sido ejemplar. ¿Qué es lo que deseas?
–Queremos saber cuándo piensas publicar tu texto. Ahora mismo la investigación se está llevando a cabo con la máxima confidencialidad, de manera que, si actúas antes de que Edklinth termine, podrías echarlo todo a perder.
–Mmm. ¿Y cuándo quieres que lo publique? ¿Después de las próximas elecciones?
–Eso lo decides tú; yo no puedo influir sobre eso. Lo que te pido es que, antes de hacerlo, nos avises para que nosotros sepamos qué fecha límite tenemos para llevar a cabo nuestra investigación.
–Entiendo. Antes mencionaste algo sobre una colaboración…
El primer ministro asintió.
–Primero quiero decir que, en circunstancias normales, ni se me habría pasado por la cabeza pedirle a un periodista que asistiera a una reunión como ésta.
–Creo que en circunstancias normales habrías hecho todo lo que hubiera estado en tu mano para mantener alejados a los periodistas de una reunión así.
–Sí. Pero tengo entendido que a ti te motivan varios factores. Como periodista tienes fama de no andarte con chiquitas cuando se trata de corrupción. En ese caso, no hay ninguna discrepancia con respecto a nosotros.
–¿No?
–No. Ni la más mínima. O, mejor dicho… si hay alguna, es más bien de carácter jurídico, pero no en lo que se refiere al objetivo. Si es verdad que existe ese club de Zalachenko, no sólo se trata de una organización criminal, sino también de una amenaza para la seguridad del país. Hay que pararlos y los responsables tienen que ser entregados a la justicia. En eso tú y yo estamos de acuerdo ¿no?
Mikael asintió.
–Tengo entendido que conoces esta historia mejor que nadie. Lo que te proponemos es que compartas tus conocimientos. Si esto hubiera sido una investigación policial normal y corriente en torno a un simple delito, el que instruyera el caso podría haberte convocado a un interrogatorio. Pero esto es, como ya sabes, una situación extrema.
Mikael permaneció callado un instante mientras reflexionaba sobre el asunto.
–¿Y qué me dais a cambio si colaboro?
–Nada. No voy a negociar contigo. Si quieres publicar el texto mañana mismo, hazlo. No quiero verme envuelto en ningún tipo de regateo que pueda ser dudoso desde un punto de vista constitucional. Pido tu colaboración por el bien de la nación.
–Nada puede ser bastante -dijo Mikael Blomkvist-. Déjame decirte una cosa: estoy muy cabreado. Estoy muy cabreado con el Estado, con el gobierno, con la Säpo y con esos malditos cabrones que, sin ninguna razón, encerraron a una niña de doce años en el manicomio para luego asegurarse de que la declaraban incapacitada.
–Lisbeth Salander se ha convertido en un asunto gubernamental -dijo el primer ministro, sonriendo incluso-. Mikael: personalmente estoy muy indignado por todo lo que le ha pasado. Y créeme cuando te digo que los responsables van a pagar por lo que han hecho. Pero antes de hacer nada, necesitamos saber quiénes son.
–Tú tienes tus problemas. El mío es que quiero que se absuelva a Lisbeth Salander y que anulen su declaración de incapacidad.
–Ahí no te puedo ayudar. No estoy por encima de la ley y no puedo dictar lo que han de decidir los fiscales y los jueces. Debe ser absuelta en un juicio.
–De acuerdo -dijo Mikael Blomkvist-. Quieres una colaboración. Dame acceso a la investigación de Edklinth y contaré qué es lo que pienso publicar y cuándo.
–No puedo. Eso me pondría a mí con respecto a ti en la misma situación que vivió el predecesor del ministro de Justicia con aquel Ebbe Carlsson.
–Yo no soy Ebbe Carlsson -dijo Mikael tranquilamente.
–Eso ya me ha quedado claro. Sin embargo, Torsten Edklinth sí que puede decidir, claro está, qué información es la que desea compartir mientras el marco de su misión se lo permita.
–Mmm -murmuró Mikael Blomkvist-. Quiero saber quién era Evert Gullberg.
Un silencio se instaló en el salón.
–Lo más probable es que, durante muchos años, Evert Gullberg fuera el jefe de esa sección de la DGP/Seg a la que tú llamas El club de Zalachenko -dijo Edklinth.
El primer ministro le echó una mirada incisiva a Edklinth.
–Creo que eso ya lo sabía -dijo Edklinth, excusándose.
–Es correcto -intervino Mikael-. Empezó en los años cincuenta en la Säpo y en los sesenta se convirtió en jefe de algo llamado Sección para el Análisis Especial. Fue él quien se ocupó de todo el asunto Zalachenko.
El primer ministro negó con la cabeza.
–Sabes más de lo debido. Y me encantaría enterarme de cómo lo has averiguado. Pero no te lo voy a preguntar.
–Mi historia tiene algunos agujeros -dijo Mikael-. Y quiero taparlos. Dame la información que me falta y no os pondré la zancadilla.
–Como primer ministro no puedo darte esa información. Y Torsten Edklinth estaría en la cuerda floja si lo hiciera.
–¡Y una mierda! Yo sé lo que queréis. Tú sabes lo que yo quiero. Si me dais esa información, os trataré como fuente, con toda la garantía de anonimato que eso implica. No me malentendáis: en mi reportaje voy a contar la verdad tal y como yo la veo. Si tú estás implicado, te dejaré en evidencia y me aseguraré de que nunca jamás vuelvas a ser elegido. Pero, de momento, no tengo motivos para creer que ése sea el caso.
El primer ministro miró de reojo a Edklinth. Tras un instante de duda, movió afirmativamente la cabeza. Mikael lo vio como una señal de que el primer ministro acababa de violar la ley -si bien era cierto que de un modo muy teórico- dando su consentimiento a que Mikael pudiese acceder a información clasificada.
–Esto se soluciona de una forma bastante sencilla -dijo Edklinth-. Soy el responsable de una comisión unipersonal, de modo que yo mismo elijo a mis colaboradores. Tú no puedes formar parte de esa comisión, ya que eso implicaría que te vieras obligado a firmar una declaración de secreto profesional. Pero no hay nada que me impida contratarte como asesor externo.
Desde que Erika Berger tuvo que meterse en el traje del difunto redactor jefe Håkan Morander, su vida se había llenado, día y noche, de un sinfín de reuniones y trabajo. Se sentía en todo momento mal preparada, incapaz y poco puesta al día.
Hasta la tarde del miércoles, casi dos semanas después de que Mikael Blomkvist le diera la carpeta de la investigación de Henry Cortez sobre el presidente de su junta directiva, Magnus Borgsjö, Erika no tuvo tiempo para dedicarse a ese asunto. Cuando la abrió se dio cuenta de que su tardanza también se debía al hecho de que no le apetecía mucho abordar ese tema. Ya sabía que, hiciera lo que hiciese, acabaría en catástrofe.
Llegó al chalet de Saltsjöbaden más pronto de lo habitual, a eso de las siete de la tarde, desactivó la alarma de la entrada y constató sorprendida que su marido, Greger Backman, no estaba en casa. Tardó un rato en recordar que esa mañana ella lo había besado con un cariño especial porque él se iba a París para dar unas conferencias y no volvería hasta el fin de semana. Fue consciente de que no tenía ni idea de a quién le iba a dar las charlas, ni de qué trataban ni de cuándo había recibido la invitación.
Mire, perdone, pero he perdido a mi marido. Se sintió como el personaje de un libro del doctor Richard Schwartz y se preguntó si necesitaría la ayuda de un psicoterapeuta.
Subió a la planta superior, llenó la bañera y se desnudó. Cogió la carpeta de la investigación, se metió con ella en la bañera y dedicó la siguiente media hora a leerla. Cuando terminó no pudo reprimir una sonrisa: Henry Cortez iba a ser un periodista formidable. Tenía veintiséis años y llevaba cuatro trabajando en Millennium, desde que se licenció. Ella sintió un cierto orgullo. Toda esa historia de los inodoros y del señor Borgsjö llevaba la firma de Millennium de principio a fin y no había ni una sola línea que no estuviera muy bien documentada.
Pero también se sintió triste. Magnus Borgsjö era una buena persona y le caía bien. Era discreto, escuchaba, tenía encanto y no le parecía nada arrogante. Además, era su jefe y el que le había dado el trabajo. Maldito Borgsjö… ¿Cómo coño has podido ser tan estúpido?
Reflexionó un rato intentando encontrar una conexión alternativa o alguna circunstancia atenuante, pero ya sabía que no iba a dar con nada que le sirviera de excusa.
Dejó la carpeta de la investigación en el alféizar de la ventana y se estiró en la bañera para meditar sobre el tema.
Era inevitable que Millennium publicara el reportaje. Si ella hubiese seguido como redactora jefe de la revista, no lo habría dudado ni un segundo, y el hecho de que la hubieran puesto al corriente de la historia con antelación no era más que un gesto personal que dejaba claro que Millennium, en la medida de lo posible, quería paliar los daños que a ella, como persona, le pudiesen ocasionar. Si la situación hubiera sido al revés -esto es: si el SMP hubiese encontrado alguna mierda oculta sobre el presidente de la junta de Millennium (aunque, en realidad, fuera ella)-, tampoco habría dudado sobre si publicarlo o no.
La publicación iba a dañar seriamente a Magnus Borgsjö. En realidad, lo más grave del asunto no era que su empresa Vitavara AB le hubiese pedido inodoros a una empresa de Vietnam que figuraba en la lista negra que la ONU había confeccionado con las empresas que se dedican a la explotación laboral infantil. En este caso concreto, la empresa utilizaba, además, mano de obra esclava, la de los prisioneros, algunos de los cuales podrían ser definidos, sin duda, como prisioneros políticos. Lo más grave era que Magnus Borgsjö conocía esas circunstancias y, aun así, había elegido continuar solicitando los inodoros de Fong Soo Industries. Se trataba de una avaricia que, tras la estela dejada por otros gánsteres capitalistas como el destituido director ejecutivo de Skandia, no gustaba mucho al pueblo sueco.
Magnus Borgsjö, naturalmente, afirmaría que no conocía las condiciones de trabajo de Fong Soo, pero Henry Cortez tenía una buena documentación al respecto, de modo que, en el instante en que Borgsjö intentara poner esa excusa, también sería tachado de mentiroso. Porque la verdad era que en el mes de junio de 1997, Magnus Borgsjö viajó a Vietnam para firmar los primeros contratos. En esa ocasión pasó diez días en el país y, entre otras cosas, visitó las fábricas de la empresa. Si intentara mantener que nunca supo que varios de los trabajadores de la fábrica sólo tenían doce o trece años, quedaría como un idiota.
La cuestión de la posible falta de conocimientos de Borgsjö se zanjaría definitivamente por el hecho de que Henry Cortez podría probar que la comisión de la ONU que se ocupaba de estudiar la explotación laboral de los niños incluyó en 1999 a Fong Soo Industries en la lista de empresas que utilizaban mano de obra infantil. Eso provocó la aparición de numerosos artículos en la prensa e indujo a dos organizaciones sin ánimo de lucro, independientes entre sí, entre ellas la mundialmente reconocida International Joint Effort Against Child Labour de Londres, a escribir una serie de cartas a empresas que eran clientes de Fong Soo. A Vitavara AB se mandaron no menos de siete, dos de las cuales se dirigieron personalmente a Magnus Borgsjö. La organización de Londres, encantada, había entregado la documentación a Henry Cortez y aprovechó para comentarle que Vitavara AB no había contestado a ninguna de las cartas.
Sin embargo, Magnus Borgsjö viajó a Vietnam en otras dos ocasiones -2001 y 2004- para renovar los contratos. Ese era el golpe de gracia. Todas las posibilidades con que Borgsjö contaba para alegar ignorancia se acababan ahí.
La atención mediática que se desencadenaría sólo podría conducir a una sola cosa: si Borgsjö fuera inteligente, pediría perdón públicamente y dimitiría de todos sus cargos, porque si se intentara defender, sería aniquilado en el proceso.
A Erika le daba igual que Borgsjö fuese el presidente de la junta de Vitavara AB o no. Para ella, lo más grave era que también fuera presidente del SMP. La publicación de todo ese asunto significaría que se vería obligado a dimitir. En una época en la que el periódico se encontraba al borde del abismo y se acababa de poner en marcha un plan de renovación, el SMP no se podía permitir un presidente de junta que tuviera una vida dudosa. Perjudicaría al periódico. Así que él tendría que irse del SMP.
A Erika Berger, por consiguiente, se le presentaban dos líneas distintas de actuación:
Podía ir a hablar con Borgsjö, ponerle las cartas sobre la mesa, enseñarle la documentación e inducirlo a que él mismo llegara a la conclusión de que debía dimitir antes de que se publicara el reportaje.
Pero si ponía trabas, entonces convocaría a los miembros de la junta, les informaría de la situación y les obligaría a destituirlo. Y si la junta no estuviera de acuerdo con esa forma de proceder, se vería obligada a dimitir de inmediato como redactora jefe del SMP.
Cuando Erika Berger llegó a ese punto de su reflexión, el agua de la bañera ya se había enfriado. Se duchó, se secó, entró en el dormitorio y se puso una bata. Luego cogió el móvil y llamó a Mikael Blomkvist. No hubo respuesta. En su lugar, bajó a la planta baja para preparar café y, por primera vez desde que había empezado a trabajar en el SMP, comprobar si, por casualidad, ponían alguna película en la tele con la que poder relajarse.
Al pasar por delante de la entrada del salón sintió un agudo dolor en el pie, bajó la mirada y descubrió que sangraba profusamente. Dio otro paso y el dolor le recorrió todo el pie. Se acercó hasta una silla de época saltando sobre una pierna y se sentó. Al levantar el pie descubrió, para su horror, que se había clavado un trozo de cristal en el talón. Al principio se sintió desfallecer. Luego se armó de valor, agarró el trozo de cristal y se lo sacó. Le dolió endiabladamente y la sangre empezó a salir a borbotones de la herida.
Abrió un cajón de la cómoda de la entrada donde tenía los fulares, los guantes y los gorros. Encontró un fular que se apresuró a envolver alrededor del pie y atar con fuerza. No fue suficiente y lo reforzó con otra improvisada venda. El flujo de sangre se redujo un poco.
Asombrada, se quedó mirando el ensangrentado trozo de cristal. ¿Cómo ha venido a parar hasta aquí? Luego descubrió más cristales en el suelo. ¿Qué coño…? Se levantó, echó un vistazo al salón y vio que el gran ventanal panorámico con vistas al mar se hallaba roto y que todo el suelo estaba lleno de cristales.
Fue retrocediendo hasta la puerta y se puso los zapatos que se había quitado al llegar a casa. Bueno, se puso un zapato, introdujo los dedos del pie dañado en el otro y entró más o menos saltando a la pata coja para observar los destrozos.
Luego descubrió un ladrillo en medio de la mesa del salón.
Se acercó cojeando hasta la puerta de la terraza y salió. En la fachada, alguien había pintado con spray una palabra cuyas letras tenían un metro de alto: