–A mí me han comunicado algo parecido. Tal vez entiendas lo frustrante que eso me resulta. Te repito que, ahora mismo, mi prioridad es Ronald Niedermann. Tu clienta dice que no sabe dónde se esconde.

–Cosa que se corresponde con la verdad. Ella no conoce a Niedermann. Consiguió identificarlo y dar con él. Pero nada más.

–De acuerdo -respondió Agneta jervas.

Evert Gullberg llevaba un ramo de flores en la mano cuando entró en el ascensor del Sahlgrenska al mismo tiempo que una mujer de pelo corto y americana oscura. Al llegar a la planta, le abrió educadamente la puerta y le permitió salir en primer lugar y dirigirse a la recepción.

–Me llamo Annika Giannini. Soy abogada y vengo a ver de nuevo a mi clienta, Lisbeth Salander.

Evert Gullberg volvió la cabeza y, asombrado, se quedó mirando a la mujer que había subido con él en el ascensor. Mientras la enfermera comprobaba la identidad de Giannini y consultaba una lista, Gullberg desplazó la mirada y observó el maletín de la mujer.

–Habitación 12 -dijo la enfermera.

–Gracias. Ya he estado aquí antes, así que conozco el camino.

Cogió su maletín y desapareció del campo de visión de Gullberg.

–¿Puedo ayudarle? – preguntó la enfermera.

–Sí, por favor, quisiera entregarle estas flores a Karl Axel Bodin.

–No puede recibir visitas.

–Lo sé, sólo quería darle las flores.

–Nosotras nos encargaremos de eso.

Más que nada, Gullberg había traído el ramo de flores para tener una excusa. Quería hacerse una idea del aspecto de la planta. Le dio las gracias y se acercó hasta la salida. De camino pasó por delante de la habitación de Zalachenko, la 14, según Jonas Sandberg.

Esperó fuera en la escalera. A través del cristal pudo ver cómo la enfermera cogía el ramo de flores y entraba en la habitación de Zalachenko. Cuando ella regresó a su puesto, Gullberg abrió la puerta, se dirigió a toda prisa a la habitación 14 y entró.

–Hola, Alexander -saludó.

Zalachenko miró asombrado a su inesperada visita.

–Pensaba que a estas alturas ya estarías muerto -le contestó.

–Aún no -dijo Gullberg.

–¿Qué quieres? – preguntó Zalachenko.

–¿Tú qué crees?

Gullberg acercó la silla a la cama y se sentó.

–Verme muerto, quizá.

–Nada me gustaría más. Joder, ¿cómo has podido ser tan estúpido? Te dimos una vida completamente nueva y acabas aquí.

Si Zalachenko hubiese podido sonreír, lo habría hecho. En su opinión, la policía sueca de seguridad no estaba compuesta más que por un puñado de aficionados. En ese grupo incluía a Evert Gullberg y Sven Jansson, alias de Gunnar Björck. Por no hablar de ese perfecto idiota que había sido el abogado Nils Bjurman.

–Y ahora tenemos que ponerte a salvo de las llamas una vez más.

La expresión no fue del agrado del viejo Zalachenko, el que un día sufriera tan terribles quemaduras.

–No me vengas con moralismos. Sácame de aquí.

–Eso es lo que te quería comentar.

Cogió su maletín, sacó un cuaderno y lo abrió por una página en blanco. Luego le echó una inquisitiva mirada a Zalachenko.

–Hay una cosa que me produce mucha curiosidad: ¿realmente serías capaz de delatarnos después de todo lo que hemos hecho por ti?

–¿Tú qué crees?

–Eso depende de lo loco que estés.

–No me llames loco. Yo soy un superviviente. Hago lo que tengo que hacer para sobrevivir.

Gullberg negó con la cabeza.

–No, Alexander, tú haces lo que haces porque eres malvado y estás podrido. ¿No querías conocer la postura de la Sección? Pues aquí estoy yo para comunicártela: en esta ocasión no moveremos ni un solo dedo para ayudarte.

Por primera vez, Zalachenko pareció inseguro.

–No tienes elección -dijo.

–Siempre hay una elección -contestó Gullberg.

–Voy a…

–No vas a hacer nada de nada.

Gullberg inspiró profundamente, introdujo la mano en el compartimento exterior de su maletín marrón y sacó un Smith Wesson de 9 milímetros con la culata chapada en oro. Hacía ya veinticinco años que tenía el arma: un regalo del servicio de inteligencia inglés en agradecimiento por una inestimable información que él le sacó a Zalachenko y que convirtió en moneda de cambio en forma del nombre de un estenógrafo del MI-5 inglés, quien, haciendo gala de un auténtico espíritu philbeano, estuvo trabajando para los rusos.

Zalachenko pareció asombrarse. Luego se rió.

–¿Y qué vas a hacer con él? ¿Matarme? Pasarás el resto de tus miserables días en la cárcel.

–No creo -dijo Gullberg.

De repente, a Zalachenko le entró la duda de si Gullberg se estaba marcando un farol o no.

–Será un escándalo de enormes proporciones.

–Tampoco lo creo. Saldrá en los periódicos. Pero dentro de una semana nadie recordará ni siquiera el nombre de Zalachenko.

Zalachenko entornó los ojos.

–Maldito hijo de perra -dijo Gullberg con un tono de voz tan frío que Zalachenko se quedó congelado.

Apretó el gatillo y le introdujo la bala en la mitad de la frente en el mismo instante en que Zalachenko empezó a girar su prótesis por encima del borde de la cama. Zalachenko salió impulsado hacia atrás, contra la almohada. Pataleó espasmódicamente unas cuantas veces antes de quedarse quieto. Gullberg vio que en la pared, tras el cabecero de la cama, se había dibujado una flor de salpicaduras rojas. A consecuencia del disparo le empezaron a zumbar los oídos, de modo que, automáticamente, se hurgó el conducto auditivo con el dedo índice que le quedaba libre.

Luego se levantó, se acercó a Zalachenko y, poniéndole la punta de la pistola en la sien, apretó el gatillo otras dos veces. Quería asegurarse de que el viejo cabrón estaba realmente muerto.

Lisbeth Salander se incorporó de golpe en cuanto sonó el primer disparo. Sintió cómo un intenso dolor le penetraba en el hombro. Al oír los dos siguientes, intentó sacar las piernas de la cama.

Cuando se produjeron los tiros, Annika Giannini sólo llevaba un par de minutos hablando con Lisbeth. Al principio se quedó paralizada intentando hacerse una idea de la procedencia del primer y agudo estallido. La reacción de Lisbeth Salander le hizo comprender que algo estaba pasando.

–¡No te muevas! – gritó Annika Giannini para, acto seguido y por puro instinto, poner su mano contra el pecho de su clienta y tumbarla con tanta fuerza que Lisbeth se quedó sin aliento.

Luego Annika atravesó a toda prisa la habitación y se asomó al pasillo: dos enfermeras se acercaban corriendo a una habitación que estaba dos puertas más abajo. La primera de las enfermeras se paró en seco en el umbral. Annika la oyó gritar «¡No, no lo hagas!» y luego la vio retroceder un paso y chocar con la otra enfermera.

–¡Va armado! ¡Corre!

Annika se quedó mirándolas mientras éstas abrían una puerta y buscaban refugio en la habitación contigua a la de Lisbeth Salander.

A continuación, vio salir al pasillo al hombre delgado y canoso de la americana de pata de gallo. Llevaba una pistola en la mano. Annika lo identificó como el señor con el que había subido en el ascensor hacía tan sólo unos pocos minutos.

Sus miradas se cruzaron. Él parecía desconcertado. La apuntó con el arma y dio un paso hacia delante. Ella escondió la cabeza, cerró la puerta de un portazo y miró desesperadamente a su alrededor. Justo a su lado tenía una alta mesita auxiliar; la cogió, la acercó a la puerta con un solo movimiento y aseguró con ella la manivela.

Advirtió unos movimientos, volvió la cabeza y vio que Lisbeth Salander estaba de nuevo a punto de salir de la cama. Cruzó la habitación dando unos pasos rápidos, puso los brazos alrededor de su clienta y la levantó. De un tirón le arrancó los electrodos y la goma del suero, la llevó en brazos hasta el cuarto de baño y la sentó en la taza del váter. Dio media vuelta y cerró la puerta. Luego se sacó el móvil del bolsillo y llamó al 112.

Evert Gullberg se acercó a la habitación de Lisbeth Salander e intentó bajar la manivela. Se hallaba bloqueada con algo. No pudo moverla ni un milímetro.

Indeciso, permaneció un instante ante la puerta. Sabía que Annika Giannini se encontraba dentro y se preguntó si llevaría en su bolso una copia del informe de Björck. No podía entrar en la habitación y no contaba con la suficiente energía para forzar la puerta.

Y, además, eso no formaba parte del plan: de Giannini se iba a encargar Clinton. El trabajo de Gullberg era sólo Zalachenko.

Gullberg recorrió el pasillo con la mirada y se percató de que en torno a una veintena de personas -entre enfermeras, pacientes y visitas- habían asomado sus cabezas y lo estaban observando. Levantó la pistola y le pegó un tiro a un cuadro que colgaba de la pared que había al final del pasillo. Su público desapareció como por arte de magia.

Le echó un último vistazo a la puerta cerrada y, con paso decidido, regresó a la habitación de Zalachenko y cerró la puerta. Se sentó en una silla y se puso a contemplar al desertor ruso que, durante tantos años, había estado tan íntimamente ligado a su propia vida.

Se quedó quieto durante casi diez minutos antes de percibir unos movimientos en el pasillo y darse cuenta de que había llegado la policía. No pensó en nada en particular.

Luego levantó la pistola una última vez, se la llevó a la sien y apretó el gatillo.

El desarrollo de los acontecimientos dejó patente el riesgo que conllevaba suicidarse en el hospital de Sahlgrenska. Evert Gullberg fue trasladado de urgencia hasta la unidad de traumatología, donde el doctor Anders Jonasson lo atendió y tomó de inmediato una serie de medidas con el fin de mantener sus constantes vitales.

Era la segunda vez en menos de una semana que Jonasson realizaba una operación urgente en la que extraía del tejido cerebral una bala revestida. Tras cinco horas de intervención, el estado de Gullberg era crítico. Pero continuaba vivo.

Sin embargo, las lesiones de Evert Gullberg eran considerablemente más serias que las que tenía a Lisbeth Salander; se debatió unos cuantos días entre la vida y la muerte.

Mikael Blomkvist se encontraba en el Kaffebar de Hornsgatan cuando oyó por la radio la noticia de que el hombre de sesenta y seis años sospechoso de intentar asesinar a Lisbeth Salander había sido abatido a tiros en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo, aunque su nombre no había sido aún facilitado a los medios de comunicación. Dejó la taza de café, cogió el maletín de su ordenador y salió a toda prisa hacia la redacción de Götgatan. Cruzó Mariatorget y acababa de enfilar Sankt Paulsgatan cuando sonó su móvil. Contestó sin aminorar el paso.

–Blomkvist.

–Hola, soy Malin.

–Me acabo de enterar por la radio. ¿Sabemos quién ha apretado el gatillo?

–Todavía no. Henry Cortez está en ello.

–Estoy en camino. Llegaré en cinco minutos.

Justo en la puerta, Mikael se topó con Henry Cortez, que se disponía a salir.

–Ekström ha convocado una rueda de prensa para las tres de la tarde -dijo Henry-. Voy para allá.

–¿Qué sabemos? – gritó Mikael tras él.

–Malin -contestó Henry antes de desaparecer.

Mikael entró en el despacho de Erika Berger… mejor dicho, de Malin Eriksson. Ella estaba hablando por teléfono mientras, frenéticamente, apuntaba algo en un post-it amarillo. Le hizo un gesto a Mikael para que esperara. Mikael se dirigió a la cocina y sirvió dos cafés con leche en sendos mugs que tenían los logotipos de los jóvenes democristianos y de los jóvenes socialistas. Al regresar al despacho de Malin, ésta acababa de colgar. Mikael le dio el mug de los jóvenes socialistas.

–Bueno -dijo Malin-, han matado a Zalachenko a la una y cuarto.

Miró a Mikael.

–Acabo de hablar con una enfermera de Sahlgrenska. Dice que el asesino es un hombre mayor, de unos setenta años, que, unos minutos antes del asesinato, había acudido al hospital para dejarle un ramo de flores a Zalachenko. Le pegó varios tiros en la cabeza y luego trató de suicidarse. Zalachenko está muerto. El asesino sigue vivo y lo están operando ahora mismo.

Mikael respiró aliviado. Desde que escuchara la noticia en el Kaffebar había tenido el corazón encogido: una sensación de pánico ante la posibilidad de que hubiese sido Lisbeth Salander la que empuñó el arma, se había apoderado de él. Algo que, a decir verdad, habría complicado sus planes.

–¿Sabemos el nombre de la persona que disparó? – preguntó.

Malin negó con la cabeza justo cuando el teléfono volvía a sonar. Cogió la llamada y, por la conversación, Mikael dedujo que se trataba de un freelance de Gotemburgo que Malin había mandado al Sahlgrenska. Se despidió de ella con un gesto de mano y se dirigió a su despacho.

Tuvo la sensación de que era la primera vez en muchas semanas que pisaba su lugar de trabajo. Sobre la mesa había un montón de correo que, resuelto, echó a un lado. Llamó a su hermana.

–Giannini.

–Hola. Soy Mikael. ¿Te has enterado de lo que ha pasado en Sahlgrenska?

–¿A mí me lo preguntas?

–¿Dónde estás?

–En el Sahlgrenska. Ese cabrón me apuntó con la pistola.

Mikael se quedó mudo durante varios segundos hasta que asimiló lo que su hermana acababa de decirle.

–¿Qué? ¿Estabas allí? ¡Joder!…

–Sí. Ha sido el peor momento de mi vida.

–¿Estás herida?

–No. Pero intentó entrar en la habitación de Lisbeth. Atranqué la puerta y me encerré con ella en el cuarto de baño.

De repente, Mikael sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. Su hermana había estado a punto de…

–¿Cómo se encuentra Lisbeth? – preguntó.

–Sana y salva. Bueno, lo que quiero decir es que hoy, por lo menos, no ha sufrido ningún daño.

Mikael respiró algo más aliviado.

–Annika, ¿sabes algo del asesino?

–Nada de nada. Era un hombre mayor, pulcramente vestido. Me pareció algo aturdido. No lo había visto jamás, pero subí con él en el ascensor unos minutos antes del asesinato.

–¿Y es verdad que Zalachenko está muerto?

–Sí. Oí tres disparos y, por lo que he podido pillar por aquí, los tres fueron derechos a la cabeza. Esto ha sido un auténtico caos… miles de policías evacuando la planta donde había ingresadas personas gravemente heridas y enfermas que no podían ser desalojadas. Cuando llegó la policía, alguien quiso interrogar a Salander antes de darse cuenta del estado en el que en realidad se encuentra. Tuve que levantarles la voz.

El inspector Marcus Erlander vio a Annika Giannini a través del vano de la puerta de la habitación de Lisbeth Salander. La abogada tenía el móvil pegado a la oreja, de modo que esperó a que terminara de hablar.

Dos horas después del asesinato todavía reinaba en el pasillo un caos más o menos organizado. La habitación de Zalachenko estaba precintada. Inmediatamente después de que se produjeran los disparos, los médicos intentaron administrarle los primeros auxilios, pero desistieron casi en el acto. Zalachenko ya no necesitaba ningún tipo de asistencia. Le llevaron los restos mortales al forense. El examen del lugar del crimen ya estaba en marcha.

Sonó el móvil de Erlander. Era Fredrik Malmberg, de la brigada de investigación.

–Hemos identificado al asesino -dijo Malmberg-. Se llama Evert Gullberg y tiene setenta y ocho años.

Setenta y ocho años. Un asesino ya entradito en años.

–¿Y quién diablos es Evert Gullberg?

–Un jubilado. Residente en Laholm. Figura como jurista comercial. Me han llamado de la DGP/Seg y me han comunicado que acaban de abrirle una investigación.

–¿Cuándo y por qué?

–El cuándo no lo sé. El porqué se debe a que ha tenido la mala costumbre de enviar absurdas y amenazadoras cartas a una serie de personas públicas.

–Como por ejemplo…

–El ministro de Justicia.

Marcus Erlander suspiró. Un loco. Un fanático obsesionado con la justicia.

–Esta misma mañana unos cuantos periódicos han llamado a la Säpo para comunicar que han recibido cartas de Gullberg. El Ministerio de Justicia también telefoneó después de que ese Gullberg amenazara explícitamente con matar a Karl Axel Bodin.

–Quiero copias de esas cartas.

–¿De la Säpo?

–Sí, joder. Súbete a Estocolmo y búscalas tú mismo si hace falta. Las quiero ver en mi mesa en cuanto vuelva a la comisaría. Y eso sucederá dentro de una o dos horas.

Meditó un segundo y luego añadió una pregunta.

–¿Te ha llamado la Säpo?

–Sí, ya te lo he dicho.

–Quiero decir, ¿fueron ellos los que te llamaron a ti, y no al revés?

–Sí. Eso es.

–Vale -dijo Marcus Erlander antes de colgar.

Se preguntó qué diablos les pasaba a los de la Säpo: de repente se les había ocurrido contactar, por propia iniciativa, con la policía abierta. Por lo general resultaba casi imposible sacarles nada.

Wadensjöö abrió bruscamente la puerta de la habitación que Fredrik Clinton usaba para descansar en la Sección. Clinton se incorporó con sumo cuidado.

–¿Qué coño está pasando? – gritó Wadensjöö-. Gullberg ha matado a Zalachenko y luego se ha pegado un tiro en la cabeza.

–Ya lo sé -dijo Clinton.

–¿Que ya lo sabes? – exclamó Wadensjöö.

Wadensjöö estaba rojo como un tomate, como si su intención fuera tener un derrame cerebral de un momento a otro.

–Pero ¿es que no te das cuenta de que se ha pegado un tiro en la cabeza? ¡Ha intentado suicidarse! ¿Es que se ha vuelto completamente loco o qué?

–Pero entonces, ¿sigue vivo?

–Por ahora sí, pero tiene graves daños cerebrales.

Clinton suspiró.

–¡Qué pena! – dijo con tristeza en la voz.

–¿¡Pena!? – exclamó Wadensjöö-. Pero si es un enfermo mental… ¿No entiendes que…?

Clinton no le dejó terminar la frase.

–Gullberg tenía cáncer de estómago, de intestino grueso y de vejiga. Llevaba ya varios meses moribundo; como mucho le quedaban un par de meses.

–¿Cáncer?

–Hace ya seis meses que andaba con esa pistola, firmemente decidido a usarla en cuanto el dolor fuese inaguantable y antes de convertirse en un humillado vegetal de hospital. De este modo se le ha presentado la oportunidad de realizar una última aportación a la Sección. Se ha ido por la puerta grande.

Wadensjöö se quedó prácticamente sin habla.

–Tú sabías que pensaba matar a Zalachenko…

–Claro que sí. Su misión era asegurarse de que Zalachenko nunca tuviese ocasión de hablar. Y, como bien sabes, resulta imposible razonar con él o amenazarlo.

–Pero ¿no te das cuenta del escándalo en el que se puede convertir todo esto? ¿Estás tan perturbado como Gullberg?

Clinton se levantó con no poca dificultad. Lo miró directamente a los ojos y le dio una pila de copias de fax.

–Se trataba de una decisión operativa. Lloro la muerte de mi amigo, aunque lo más probable es que dentro de muy poco tiempo yo le siga los pasos. Pero un escándalo… Un ex jurista comercial ha escrito cartas paranoicas, y con evidentes muestras de trastorno, a numerosos periódicos, a la policía y al Ministerio de Justicia. Aquí tienes una: Gullberg acusa a Zalachenko de todo, desde el asesinato de Palme hasta el intento de envenenar a la población sueca con cloro. El carácter de las cartas es manifiestamente enfermizo; algunas partes han sido redactadas con una letra ilegible, con mayúsculas, con frases subrayadas y abundantes signos de exclamación. Me gusta su manera de escribir en el margen.

Wadensjöö leyó las cartas con creciente asombro. Se tocó la frente. Clinton ¡o observaba.

–Pase lo que pase, la muerte de Zalachenko no tendrá nada que ver con la Sección. Es un jubilado trastornado y demente el que le ha disparado.

Hizo una pausa.

–Y ahora lo importante es cerrar filas. Don't rock the boat.

Le clavó la mirada a Wadensjöö. Había acero en los ojos del enfermo.

–Lo que tienes que entender es que la Sección es la punta de lanza de la defensa nacional sueca. Somos la última línea de defensa. Nuestro trabajo es velar por la seguridad de la nación. Todo lo demás carece de importancia.

Wadensjöö se quedó mirando fijamente a Clinton con ojos escépticos.

–Somos los que no existimos. Somos aquellos a los que nadie les da las gracias. Somos los que tenemos que tomar las decisiones que nadie más es capaz de tomar… en especial los políticos.

Al pronunciar esta última palabra pudo apreciarse en su voz un tono de desprecio.

–Haz lo que te digo y es muy posible que la Sección sobreviva. Pero para que eso ocurra hay que actuar con determinación y mano dura.

Wadensjöö sintió crecer el pánico en su interior.

Henry Cortez apuntó con frenesí todo lo que se decía desde el estrado de la rueda de prensa de la jefatura de policía de Kungsholmen. Fue el fiscal Richard Ekström quien comenzó a hablar. Explicó que esa misma mañana se había decidido que la investigación concerniente al asesinato del policía cometido en Gosseberga, por el cual se buscaba a un tal Ronald Niedermann, fuera llevada por un fiscal de la jurisdicción de Gotemburgo, pero que el resto de la investigación -por lo que a Niedermann respectaba- fuera gestionado por el propio Ekström. Niedermann, por tanto, era sospechoso de los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Nada se decía sobre el abogado Bjurman. A Ekström, además, le correspondía instruir el caso y dictar auto de procesamiento contra Lisbeth Salander por toda una serie de delitos.

Les explicó que había decidido convocarlos a raíz de lo sucedido en Gotemburgo ese mismo día, esto es: que el padre de Lisbeth Salander, Karl Axel Bodin, había sido asesinado. La razón principal de esa rueda de prensa no era otra que la de desmentir ciertas informaciones aparecidas en los medios de comunicación a propósito de las cuales ya había recibido numerosas llamadas.

–Basándome en la información que obra ahora mismo en mi poder, me atrevo a afirmar que la hija de Karl Axel Bodin, quien, como ustedes ya saben, está detenida por intento de homicidio de su propio padre, no tiene nada que ver con los acontecimientos acaecidos esta misma mañana.

–¿Quién es el asesino? – gritó un reportero del Dagens Eko.

–El hombre que pegó los fatídicos tiros contra Karl Axel Bodin y que, acto seguido, intentó quitarse la vida, ya ha sido identificado. Se trata de un jubilado de setenta y ocho años que, durante un largo período de tiempo, ha sido tratado de una enfermedad mortal, así como de los problemas psíquicos que de ella se han derivado.

–¿Tiene algún vínculo con Lisbeth Salander?

–No. Esa hipótesis la podemos descartar categóricamente. No se han visto nunca y no se conocen. Ese anciano es un trágico personaje que ha actuado por su cuenta y riesgo, y siguiendo su propia y a todas luces paranoica concepción de la realidad. No hace mucho, la policía de seguridad le abrió una investigación a raíz de una buena cantidad de cartas que escribió a conocidos políticos y a numerosos medios de comunicación en las cuales daba muestras de su perturbación. Esta misma mañana, sin ir más lejos, unas cuantas redacciones de periódicos y algunas autoridades han recibido cartas en las que amenazaba de muerte a Karl Axel Bodin.

–¿Y por qué la policía no ha protegido a Bodin?

–Las cartas que hablaban de esa amenaza fueron enviadas ayer por la tarde, de manera que han llegado prácticamente en el mismo momento en el que se cometía el asesinato. No ha existido ningún posible margen de actuación.

–¿Y cómo se llama ese hombre?

–No queremos hacer público ese dato hasta que su familia no haya sido informada.

–¿Se sabe algo de su pasado?

–Según he podido saber esta misma mañana, ha trabajado como jurista comercial y auditor financiero. Hace quince años que está jubilado. La investigación sigue abierta pero, como ustedes comprenderán por las cartas que ha enviado, se trata de una tragedia que tal vez podría haberse evitado si la sociedad hubiese estado más alerta.

–¿Ha amenazado a otras personas?

–Según la información de la que dispongo, sí, pero desconozco los detalles.

–¿Qué supone todo esto para el caso de Lisbeth Salander?

–De momento nada. Contamos con la declaración que Karl Axel Bodin les hizo a los policías que lo interrogaron y tenemos numerosas pruebas forenses contra ella.

–¿Y qué hay de cierto en que Bodin intentara matar a su hija?

–Está siendo objeto de una investigación, pero es verdad que existen fundadas sospechas para creer que haya sido así. De la situación actual podemos deducir que se trata de una serie de profundos conflictos en el seno de una familia trágicamente resquebrajada.

Henry Cortez parecía pensativo. Se rascó la oreja. Advirtió que sus colegas lo apuntaban todo con una actitud tan febril como la suya.

Gunnar Björck sintió un pánico más bien maníaco cuando supo de los disparos producidos en el hospital de Sahlgrenska. Tenía unos terribles dolores de espalda.

Al principio se quedó indeciso durante más de una hora. Luego cogió el teléfono e intentó hablar con su antiguo protector Evert Gullberg, de Laholm. Nadie respondió.

Escuchó las noticias y así se enteró de lo dicho en la rueda de prensa de la policía. Zalachenko había sido asesinado por un fanático de la justicia de setenta y ocho años.

«¡Dios mío! Setenta y ocho años.»

Intentó nuevamente, sin ningún éxito, ponerse en contacto con Evert Gullberg.

El pánico y la angustia acabaron apoderándose de él. No era capaz de quedarse en esa casa de Smådalarö que le habían dejado. Se sentía acorralado y expuesto. Necesitaba tiempo para pensar. Preparó una bolsa con ropa, medicamentos para el dolor y útiles de aseo. No quería usar su teléfono, así que, cojeando, se acercó hasta la cabina que había junto a la tienda de ultramarinos y llamó a Landsort para reservar una habitación en la vieja torre del práctico, que había sido convertida en hotel. Landsort estaba en el fin del mundo; nadie lo buscaría allí. Reservó dos semanas.

Consultó su reloj; si quería coger el último ferri, ya podía darse prisa. Así que volvió a casa a toda la velocidad que su dolorida espalda le permitió. Fue derecho a la cocina y se aseguró de que ¡a cafetera eléctrica estaba apagada. Luego se dirigió a la entrada para coger la bolsa. Al pasar por delante del salón echó un vistazo casual a su interior y se detuvo asombrado.

Al principio no entendió lo que estaba viendo.

De algún misterioso modo, la lámpara del techo había sido quitada y colocada sobre la mesa que había junto al sofá. Del gancho del techo pendía, en su lugar, una cuerda situada justo encima de un taburete que solía estar en la cocina.

Björck se quedó mirando la soga sin comprender nada en absoluto.

Luego oyó un movimiento a sus espaldas y sintió cómo le flaqueaban las piernas.

Se dio lentamente la vuelta.

Eran dos hombres de unos treinta y cinco años. Advirtió que tenían un aspecto mediterráneo. No le dio tiempo a reaccionar; lo cogieron por las axilas y lo arrastraron hacia atrás hasta el taburete. Al intentar oponer resistencia, el dolor le atravesó la espalda como un cuchillo. Ya estaba prácticamente paralizado cuando advirtió que lo levantaban y lo subían al taburete.

A Jonas Sandberg lo acompañaba un hombre de cuarenta y nueve años apodado Falun, que en su juventud había sido un ladrón profesional y que luego se recicló y se hizo cerrajero. En 1986, la Sección -en concreto, Hans von Rottinger- lo contrató para realizar una operación que consistía en forzar las puertas de la casa del líder de una organización anarquista. Luego fue contratado esporádicamente hasta mediados de los años noventa, cuando ese tipo de operaciones empezó a ser cada vez menos frecuente. Fue Fredrik Clinton quien, a primera hora de la mañana, reavivó esa relación contratando a Falun para una misión. Este se llevaría diez mil coronas, libres de impuestos, por un trabajo de apenas diez minutos. A cambio, se comprometió a no robar nada del piso que era objeto de la operación; la Sección, a pesar de todo, no se dedicaba a actividades delictivas.

Falun no sabía exactamente a quién representaba Clinton, pero suponía que tenía algo que ver con lo militar. Había leído a Jan Guillou. No hizo preguntas. Sin embargo, después de tantos años de silencio por parte del arrendatario de sus servicios, se sentía bien pudiendo volver a la acción.

Su trabajo consistiría en abrir una puerta. Era experto en forzar puertas, pero, aunque llevaba una pistola de cerrajería, le costó cinco minutos forzar las cerraduras de la puerta del apartamento de Mikael Blomkvist. Luego Falun esperó en la escalera mientras Jonas Sandberg atravesaba el umbral.

–Estoy dentro -dijo Sandberg a través de su manos libres.

–Bien -contestó Fredrik Clinton-. Estate tranquilo y ten cuidado. Descríbeme lo que ves.

–Me encuentro en el vestíbulo. A la derecha hay un armario y un estante para sombreros, y a la izquierda un cuarto de baño. El resto del piso está conformado por un solo espacio de unos cincuenta metros cuadrados. Hay una pequeña cocina americana a la derecha.

–¿Alguna mesa de trabajo o…?

–Parece ser que trabaja en la mesa de la cocina o en el sofá… Espera.

Clinton aguardó.

–Sí. Hay una carpeta en la mesa de la cocina con el informe de Björck. Parece el original.

–Bien. ¿Hay alguna otra cosa interesante en la mesa?

–Libros. Las memorias de P. G. Vinge. Lucha por el poder de la Säpo, de Erik Magnusson. Una media docena de libros sobre ese mismo tema.

–¿Algún ordenador?

–No.

–¿Algún armario de seguridad?

–No… no veo ninguno.

–Vale. Tómate tu tiempo. Repasa metro a metro el apartamento. Mårtensson me acaba de informar de que Blomkvist continúa en la redacción. Llevas guantes, ¿no?

–Por supuesto.

Marcus Erlander pudo conversar un rato con Annika Giannini cuando ninguno de los dos estaba ocupado hablando por el móvil. Entró en la habitación de Lisbeth Salander, le dio la mano y se presentó. Luego saludó a Lisbeth y le preguntó cómo se sentía. Lisbeth Salander no dijo nada. Marcus se dirigió a Annika Giannini.

–Si me lo permites, me gustaría hacerte unas preguntas.

–Vale.

–¿Puedes contarme lo que pasó?

Annika Giannini describió lo que había vivido y cómo había actuado hasta que se atrincheró en el baño con Lisbeth. Erlander pareció pensativo. Miró de reojo a Lisbeth Salander y luego nuevamente a su abogada.

–Entonces, ¿crees que se acercó a esta habitación?

–Lo oí intentando bajar la manivela.

–¿Estás segura de eso? Es fácil imaginarse cosas cuando uno está asustado o alterado.

–Lo oí. Y él me vio. Me apuntó con el arma.

–¿Crees que intentó dispararte a ti también?

–No lo sé. Metí la cabeza para dentro y bloqueé la puerta.

–Muy bien hecho. Y mucho mejor que te llevaras a tu clienta al cuarto de baño. Esta puerta es tan fina que, si hubiese disparado, lo más seguro es que las balas la hubiesen agujereado sin ningún problema. Lo que intento comprender es si iba a por ti por ser quien eres o si sólo reaccionó así porque tú lo miraste. Tú eras la persona que estaba más cerca de él en el pasillo.

–Cierto.

–¿Te dio la sensación de que te conocía o de que, tal vez, te reconoció?

–No, no creo.

–¿Es posible que te reconociera de la prensa? Has aparecido en relación con varios casos conocidos.

–Tal vez. Pero no sabría decírtelo.

–¿Y era la primera vez que lo veías?

–Bueno, subimos juntos en el ascensor.

–No lo sabía. ¿Hablasteis?

–No. Lo miraría medio segundo como mucho. Llevaba un ramo de flores en una mano y un maletín en la otra.

–¿Os cruzasteis las miradas?

–No. Él miraba al frente.

–¿Entró antes o después que tú?

Annika hizo memoria.

–Creo que entramos más o menos a la vez.

–¿Parecía desconcertado o…?

–No. Estaba allí quieto con sus flores.

–¿Y luego qué pasó?

–Salí del ascensor. Él salió al mismo tiempo y yo entré a ver a mi clienta.

–¿Viniste directamente hacia aquí?

–Sí… No. Bueno, me acerqué a la recepción y me identifiqué, porque el fiscal ha prohibido que mi clienta reciba visitas.

–¿Y dónde se hallaba el hombre en ese momento?

Annika Giannini dudó.

–No estoy del todo segura. Supongo que me siguió. Sí, espera… Salió del ascensor justo antes que yo, pero luego se detuvo y me sostuvo la puerta. No puedo jurarlo, pero creo que también se dirigió a la recepción. Lo que pasa es que yo caminaba más rápidamente que él.

«Un jubilado asesino muy educado», pensó Erlander.

–Sí, él también estuvo en la recepción -reconoció Erlander-. Habló con la enfermera y le dejó el ramo de flores. ¿Eso no lo viste?

–No. No recuerdo nada de eso.

Marcus Erlander reflexionó un instante, pero no se le ocurrió ninguna pregunta más. Una sensación de frustración le reconcomía por dentro. No era la primera vez: ya la conocía y había aprendido a interpretarla como una llamada de su instinto.

El asesino había sido identificado como Evert Gullberg, de setenta y ocho años, ex auditor financiero y tal vez asesor empresarial y jurista fiscal. Un señor de avanzada edad. Un hombre sobre el que hacía poco tiempo que la Säpo había iniciado una investigación porque era un loco que escribía cartas amenazadoras a gente famosa.

Su experiencia policial le había demostrado que existía una gran cantidad de locos, personas patológicamente obsesionadas que perseguían a los famosos y que buscaban amor instalándose en cualquier pinar situado ante el chalet de la estrella de turno. Y cuando ese amor no era correspondido, podía convertirse de inmediato en un implacable odio. Había stalkers que venían desde Alemania o Italia para cortejar a una cantante de veintiún años de un conocido grupo de pop y que luego se enfadaban porque ella no quería iniciar una relación con ellos. Había fanáticos de la justicia que se comían el coco con injusticias reales o ficticias y que podían actuar de una forma bastante amenazadora. Había auténticos psicópatas y obsesionados seguidores de teorías conspirativas que tenían la capacidad de ver mensajes ocultos que pasaban desapercibidos para el resto de los mortales.

Tampoco faltaban ejemplos de cómo alguno de estos chalados podía pasar de la fantasía a la acción. ¿Acaso el asesinato de Anna Lindh no fue cometido por el impulso sufrido por una persona así? Tal vez sí. O tal vez no.

Pero al inspector Marcus Erlander no le gustaba en absoluto la idea de que un enfermo mental, ex jurista fiscal o lo que coño fuera, hubiera podido colarse en el hospital de Sahlgrenska con un ramo de flores en una mano y una pistola en la otra para ejecutar a una persona que, de momento, estaba siendo objeto de una amplia investigación policial: la suya. Un hombre que en los registros oficiales figuraba como Karl Axel Bodin pero que, según Mikael Blomkvist, se llamaba Zalachenko y era un maldito agente ruso desertor, además de un asesino.

En el mejor de los casos, Zalachenko no era más que un testigo y, en el peor, un criminal implicado en una cadena de asesinatos. Erlander había tenido ocasión de someterlo a dos breves interrogatorios y en ninguno de ellos creyó, ni por un segundo, en la autoproclamación de inocencia de Zalachenko.

Y el asesino de Zalachenko había manifestado su interés por Lisbeth Salander o, al menos, por su abogada. Había intentado entrar en su habitación.

Y luego intentó suicidarse pegándose un tiro en la cabeza. Según los médicos, su estado era tan malo que lo más probable era que lo hubiese conseguido, aunque su cuerpo aún no se había dado cuenta de que ya era hora de apagarse. Había razones para suponer que Evert Gullberg jamás comparecería ante un juez.

A Marcus Erlander no le gustaba la situación. Nada de nada. Pero no tenía pruebas de que el disparo de Gullberg fuera una cosa distinta de lo que daba la impresión de ser. En cualquier caso decidió jugar sobre seguro. Miró a Annika Giannini.

–He decidido trasladar a Lisbeth Salander a otra habitación. Hay una en el pequeño pasillo que queda a la derecha de la recepción que, desde el punto de vista de la seguridad, es mucho mejor que ésta. Se ve desde la recepción y desde la habitación de las enfermeras. Tendrá prohibidas todas las visitas salvo la tuya. Nadie podrá entrar sin permiso, excepto si se trata de médicos o enfermeras conocidos del hospital. Y yo me aseguraré de que esté vigilada las veinticuatro horas del día.

–¿Crees que se encuentra en peligro?

–No hay nada que así me lo indique. Pero en este caso no quiero correr riesgos.

Lisbeth Salander escuchaba atentamente la conversación que mantenía su abogada con su adversario policial. Le impresionó que Annika Giannini contestara de manera tan exacta, tan lúcida y con tanta profusión de detalles. Pero más impresionada aún la había dejado lo fría que la abogada había mantenido la cabeza en esa situación de estrés que acababan de vivir.

En otro orden de cosas, padecía un descomunal dolor de cabeza desde que Annika la sacara de un tirón de la cama y se la llevase al cuarto de baño. Instintivamente deseaba tener la menor relación posible con el personal. No le gustaba verse obligada a pedir ayuda o mostrar signos de debilidad. Pero el dolor de cabeza resultaba tan implacable que le costaba pensar con lucidez. Alargó la mano y llamó a una enfermera.

Annika Giannini había planificado la visita a Gotemburgo como el prólogo de un trabajo de larga duración. Había previsto conocer a Lisbeth Salander, enterarse de su verdadero estado y hacer un primer borrador de la estrategia que ella y Mikael Blomkvist habían ideado para el futuro proceso judicial. En un principio pensó en regresar a Estocolmo esa misma tarde, pero los dramáticos acontecimientos de Sahlgrenska le impidieron mantener una conversación con Lisbeth Salander. El estado de su clienta era bastante peor de lo que Annika había pensado cuando los médicos lo calificaron de estable. También tenía un intenso dolor de cabeza y una fiebre muy alta, lo que indujo a una médica llamada Helena Endrin a prescribirle un fuerte analgésico, antibióticos y descanso. De modo que, en cuanto su clienta fue trasladada a una nueva habitación y un agente de policía se apostó delante de la puerta, echaron de allí a la abogada.

Annika murmuró algo y miró el reloj, que marcaba las cuatro y media. Dudó. Podía volver a Estocolmo para, con toda probabilidad, tener que regresar a la mañana siguiente. O podía pasar la noche en Gotemburgo y arriesgarse a que su clienta se encontrara demasiado enferma y no se hallara en condiciones de aguantar otra visita al día siguiente. No había reservado ninguna habitación; a pesar de todo, ella era una abogada de bajo presupuesto que representaba a mujeres sin grandes recursos económicos, así que solía evitar cargar sus honorarios con caras facturas de hotel. Primero llamó a casa y luego a Lillian Josefsson, colega y miembro de la Red de mujeres y antigua compañera de facultad. Llevaban dos años sin verse y charlaron un rato antes de que Annika le comentara el verdadero motivo de su llamada.

–Estoy en Gotemburgo -dijo Annika-. Había pensado volver a casa esta misma noche, pero han pasado unas cuantas cosas que me obligan a quedarme un día más. ¿Puedo aprovecharme de ti y pedirte que me acojas esta noche?

–¡Qué bien! Sí, por favor, aprovéchate. Hace un siglo que no nos vemos.

–¿Te supone mucha molestia?

–No, claro que no. Me he mudado. Ahora vivo en una bocacalle de Linnégatan. Tengo un cuarto de invitados. Además, podríamos salir a tomar algo por ahí y reírnos un poco.

–Si es que me quedan fuerzas -dijo Annika-. ¿A qué hora te va bien?

Quedaron en que Annika se pasaría por su casa sobre las seis.

Annika cogió el autobús hasta Linnégatan y pasó la siguiente hora en un restaurante griego. Estaba hambrienta, así que pidió una brocheta con ensalada. Se quedó meditando un largo rato sobre los acontecimientos de la jornada. A pesar de que el nivel de adrenalina ya le había bajado, se encontraba algo nerviosa, pero estaba satisfecha consigo misma: en los momentos de peligro había actuado sin dudar, con eficacia y manteniendo la calma. Había tomado las mejores decisiones sin ni siquiera ser consciente de ello. Resultaba reconfortante saber eso de sí misma.

Un momento después, sacó su agenda Filofax del maletín y la abrió por la parte de las notas. Leyó concentrada. Tenía serias dudas sobre lo que le había explicado su hermano; en su momento le pareció todo muy lógico, pero en realidad el plan presentaba no pocas fisuras. Aunque ella no pensaba echarse atrás.

A las seis pagó y se fue caminando hasta la vivienda de Lillian Josefsson, en Olivedalsgatan. Marcó el código de la puerta de entrada que su amiga le había dado. Entró en el portal y al empezar a buscar el ascensor alguien la atacó. Apareció como un relámpago en medio de un cielo claro. Nada le hizo presagiar lo que le iba a pasar cuando fue directa y brutalmente lanzada contra la pared de ladrillo en la que acabó estampándose la frente. Sintió un fulminante dolor.

A continuación oyó alejarse unos apresurados pasos y, acto seguido, cómo se abría y se cerraba la puerta de la entrada. Se puso de pie, se palpó la frente y se descubrió sangre en la palma de la mano. ¿Qué coño…? Desconcertada, miró a su alrededor y luego salió a la calle. Apenas si pudo percibir la espalda de una persona que doblaba la esquina de Sveaplan. Se quedó perpleja, completamente parada en medio de la calle durante más de un minuto.

Después se dio cuenta de que su maletín no estaba y de que se lo acababan de robar. Su mente tardó unos cuantos segundos en caer en la cuenta de lo que aquello significaba. No. La carpeta de Zalachenko. Recibió un shock que se apoderó de su cuerpo desde el estómago y dio unos dubitativos pasos tras el fugitivo ladrón. Se detuvo casi al instante. No merecía la pena; él ya estaría muy lejos.

Se sentó lentamente en el bordillo de la acera.

Luego se puso en pie de un salto y comenzó a hurgarse el bolsillo de la americana. La agenda. Gracias a Dios. Antes de salir del restaurante la había metido allí en vez de hacerlo en el maletín. Contenía, punto por punto, la estrategia que iba a seguir en el caso Lisbeth Salander.

Volvió corriendo al portal y marcó el código de nuevo. Entró, subió corriendo por las escaleras hasta el cuarto piso y aporreó la puerta de Lillian Josefsson.

Eran ya casi las seis y media cuando Annika se sintió lo bastante repuesta del susto como para llamar a Mikael Blomkvist. Tenía un ojo morado y un corte en la ceja que no cesaba de sangrar. Lillian Josefsson se lo había limpiado con alcohol y le había puesto una tirita. No, Annika no quería ir a un hospital. Sí, le gustaría mucho tomar una taza de té. Fue entonces cuando volvió a pensar de manera racional. Lo primero que hizo fue telefonear a su hermano.

Mikael Blomkvist todavía se hallaba en la redacción de Millennium, junto a Henry Cortez y Malin Eriksson, recabando información sobre el asesino de Zalachenko. Con creciente estupefacción, escuchó lo que le acababa de ocurrir a Annika.

–¿Estás bien? – preguntó.

–Un ojo morado. Estaré bien cuando haya conseguido tranquilizarme.

–¿Un puto robo?

–Se llevaron mi maletín con la carpeta de Zalachenko que me diste. Me he quedado sin ella.

–No te preocupes, te haré otra copia.

Se calló repentinamente y al instante sintió que se le ponía el vello de punta. Primero Zalachenko. Ahora Annika.

–Annika… luego te llamo.

Cerró el iBook, lo introdujo en su bandolera y sin mediar palabra abandonó a toda pastilla la redacción. Fue corriendo hasta Bellmansgatan y subió por las escaleras.

La puerta estaba cerrada con llave.

Nada más entrar en el piso, se percató de que la carpeta azul que había dejado sobre la mesa de la cocina ya no se encontraba allí. No se molestó en intentar buscarla: sabía perfectamente dónde estaba cuando salió de casa. Se dejó caer lentamente en una silla junto a la mesa de la cocina mientras los pensamientos no paraban de darle vueltas en la cabeza.

Alguien había entrado en su casa. Alguien estaba borrando las huellas de Zalachenko.

Tanto la suya como la copia de Annika habían desaparecido.

Bublanski todavía tenía el informe.

¿O no?

Mikael se levantó y se acercó al teléfono, pero al poner la mano en el auricular se detuvo. Alguien había estado en su casa. De repente, se quedó mirando el aparato con la mayor de las sospechas y, tras buscar en el bolsillo de la americana, sacó su móvil. Se quedó parado con él en la mano.

¿Les resultaría fácil pincharlo?

Lo dejó junto al teléfono fijo y miró a su alrededor. «Son profesionales.» ¿Les supondría mucho esfuerzo meter micrófonos ocultos en una casa?

Volvió a sentarse en la mesa de la cocina.

Miró la bandolera de su iBook.

¿Tendrían mucha dificultad en acceder a su correo electrónico? Lisbeth Salander lo hacía en cinco minutos.

Meditó un largo rato antes de volver al teléfono y llamar a su hermana a Gotemburgo. Tuvo mucho cuidado en emplear las palabras exactas.

–Hola… ¿Cómo estás?

–Estoy bien, Micke.

–Cuéntame lo que pasó desde que llegaste al Sahlgrenska hasta que te robaron.

Tardó diez minutos en dar cumplida cuenta de su jornada. Mikael no comentó las implicaciones de lo que ella le contaba, pero fue insertando preguntas hasta que se quedó satisfecho. Mientras representaba el papel de hermano preocupado, su cerebro estaba en marcha en una dimensión completamente distinta reconstruyendo los puntos de referencia.

A las cuatro y media de la tarde Annika decidió quedarse en Gotemburgo y llamó por el móvil a una amiga que le dio una dirección y el código del portal. A las seis en punto el atracador ya la estaba esperando en la escalera.

El móvil de su hermana estaba pinchado. Era la única explicación posible.

Lo cual, por consiguiente, significaba que él también estaba siendo escuchado.

Suponer cualquier otra cosa habría sido estúpido.

–Pero se han llevado la carpeta de Zalachenko -repitió Annika.

Mikael dudó un momento. Quien hubiera robado la carpeta ya sabía que la habían robado. Resultaba natural contárselo a Annika Giannini por teléfono.

–Y también la mía -dijo.

–¿Qué?

Le explicó que fue corriendo a casa y que, al entrar, la carpeta azul ya había desaparecido de la mesa de la cocina.

–Bueno… -dijo Mikael con voz sombría-. Es una verdadera catástrofe. La carpeta de Zalachenko ya no está. Era la parte de más peso de las pruebas.

–Micke… Lo siento.

–Yo también -dijo Mikael-. ¡Mierda! Pero no es culpa tuya. Debería haber hecho pública la carpeta el mismo día en que la encontré.

–¿Y qué vamos a hacer ahora?

–No lo sé. Es lo peor que nos podía pasar. Esto da al traste con nuestro plan. Ahora ya no tenemos la más mínima prueba ni contra Björck ni contra Teleborian.

Hablaron durante dos minutos más antes de que Mikael terminara la conversación.

–Quiero que mañana mismo regreses a Estocolmo -dijo.

-Sorry. Tengo que ver a Salander.

–Ve a verla por la mañana. Vente por la tarde. Tenemos que sentarnos y reflexionar sobre lo que vamos a hacer.

Nada más colgar, Mikael se quedó inmóvil sentado en el sofá y mirando al vacío. Luego, una creciente sonrisa se fue dibujando en su rostro. Quien hubiera escuchado esa conversación sabía ahora que Millennium había perdido el informe de Gunnar Björck de 1991 y la correspondencia mantenida entre Björck y el loquero Peter Teleborian. Sabía que Mikael y Annika estaban desesperados.

Si algo había aprendido Mikael al estudiar la noche anterior la historia de la policía de seguridad, era que la desinformación constituía la base de todo espionaje. Y él acababa de difundir una desinformación que, a largo plazo, podría llegar a ser de incalculable valor.

Abrió el maletín de su portátil y sacó la copia que le había hecho a Dragan Armanskij pero que todavía no había tenido tiempo de entregarle. Era el único ejemplar que quedaba. No pensaba deshacerse de él. Todo lo contrario: tenía la intención de hacer cinco copias de inmediato y distribuirlas adecuadamente para ponerlas a salvo.

Luego consultó su reloj y llamó a la redacción de Millennium. Malin Eriksson estaba todavía allí, aunque a punto de cerrar.

–¿Por qué te fuiste con tanta prisa?

–¿Podrías quedarte un ratito más, por favor? Ahora mismo voy para allá; hay un tema que quiero tratar contigo antes de que te vayas.

Llevaba unas cuantas semanas sin poner una lavadora. Todas sus camisas estaban en la cesta de la ropa sucia. Cogió su maquinilla de afeitar y Lucha por el poder de la Säpo, así como el único ejemplar que quedaba del informe de Björck. Caminó hasta Dressman, donde compró cuatro camisas, dos pantalones y diez calzoncillos que se llevó a la redacción. Se dio una ducha rápida mientras Malin Eriksson esperaba y se preguntaba de qué iba todo aquello.

–Alguien ha entrado en mi casa y ha robado el informe de Zalachenko. Han atacado a Annika en Gotemburgo y le han robado su ejemplar. Tengo pruebas de que su teléfono está pinchado, lo que tal vez quiera decir que el mío, posiblemente el tuyo y quizá todos los teléfonos de Millennium estén también pinchados. Y sospecho que si alguien se ha tomado la molestia de entrar en mi casa, sería muy estúpido por su parte no aprovechar la ocasión y colocarme unos cuantos micrófonos.

–Vaya -dijo Malin Eriksson con una tenue voz. Miró de reojo su móvil, que estaba en la mesa que tenía ante ella.

–Tú sigue trabajando como de costumbre. Utiliza el móvil pero no reveles nada importante. Mañana pondremos al corriente a Henry Cortez.

–Vale. Se fue hace una hora. Dejó una pila de informes de comisiones estatales sobre tu mesa. Bueno, ¿y tú qué haces aquí?…

–Pienso quedarme a dormir en Millennium esta noche. Si hoy han matado a Zalachenko, robado los informes y pinchado el teléfono de mi casa, el riesgo de que no hayan hecho más que ponerse en marcha y de que, simplemente, todavía no hayan tenido tiempo de entrar en la redacción es bastante grande. Aquí ha habido gente todo el día. No quiero que la redacción se quede vacía durante la noche.

–Crees que el asesinato de Zalachenko… Pero el asesino era un viejo caso psiquiátrico de setenta y ocho años.

–No creo ni por un segundo en una casualidad así. Alguien está borrando las huellas de Zalachenko. Me importa una mierda quién fuera ese viejo y la cantidad de cartas locas que les haya podido escribir a los ministros. Era una especie de asesino a sueldo. Llegó allí con el objetivo de matar a Zalachenko… y tal vez a Lisbeth Salander.

–Pero se suicidó; o, al menos, lo intentó. ¿Qué sicario hace algo así?

Mikael reflexionó un instante. Su mirada se cruzó con la de la redactora jefe.

–Una persona que tiene setenta y ocho años y que quizá no tenga nada que perder. Está implicado en todo esto y cuando terminemos de investigar vamos a poder demostrarlo.

Malin Eriksson contempló con atención la cara de Mikael. Nunca lo había visto tan fríamente firme y decidido. De repente, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Mikael vio su reacción.

–Otra cosa: ahora ya no estamos metidos en una simple pelea con una pandilla de delincuentes, sino con una autoridad estatal. Esto va a ser duro.

Malin asintió con la cabeza.

–Jamás me habría imaginado que esto pudiera llegar tan lejos. Malin: si quieres abandonar, no tienes más que decírmelo.

Ella dudó un momento. Se preguntó qué habría contestado Erika Berger. Luego negó con la cabeza con cierto aire de desafío.

Segunda parte

Hacker Republic

Del 1 al 22 de mayo

Una ley irlandesa del año 697 prohíbe que las mujeres sean militares, lo que da a entender que, antes de ese año, las mujeres fueron militares. Los pueblos que en distintos momentos de la historia han tenido mujeres soldado son, entre otros, los árabes, los bereberes, los kurdos, los rajputas, los chinos, los filipinos, los maoríes, los papúas, los aborígenes australianos y los micronesios, así como los indios americanos.

Hay una rica flora de leyendas sobre las temibles guerreras de la Grecia antigua: historias que hablan de mujeres que, desde su más tierna infancia, fueron entrenadas en el arte de la guerra y el manejo de las armas, así como adiestradas para soportar toda clase de sufrimientos físicos. Vivían separadas de los hombres y se fueron a la guerra con sus propios regimientos. Los relatos contienen a menudo pasajes en los que se insinúa que vencieron a los hombres en el campo de batalla. Las amazonas son mencionadas en la literatura griega en obras como la Ilíada de Homero, escrita más de setecientos años antes de Cristo.

También fueron los griegos los que acuñaron el término amazona. La palabra significa literalmente «sin pecho» porque, con el objetivo de que a las mujeres les resultara más fácil tensar el arco, les quitaban el pecho derecho. Aunque parece ser que dos de los médicos griegos más importantes de la historia, Hipócrates y Galeno, estaban de acuerdo en que ese tipo de operación aumentaba la capacidad de usar armas, resulta dudoso que, en efecto, se les practicara. La palabra encierra una duda lingüística implícita, pues no queda del todo claro que el prefijo «a» de «amazona» signifique en realidad «sin»; incluso se ha llegado a sugerir que su verdadero significado sea el opuesto: que una amazona fuera una mujer con pechos particularmente grandes. Tampoco existe en ningún museo ni un solo ejemplo de imagen, amuleto o estatua que represente a una mujer sin el pecho derecho, cosa que, en el caso de que la leyenda sobre la extirpación del pecho hubiese sido cierta, debería haber sido un motivo más que frecuente de representación artística.

Capítulo 8

Domingo, 1 de mayo –

Lunes, 2 de mayo

Erika Berger inspiró profundamente antes de abrir la puerta del ascensor y entrar en la redacción del Svenska Morgon-Posten. Eran las diez y cuarto de la mañana. Iba impecable: unos pantalones negros, un jersey rojo y una americana oscura. Había amanecido un primer día de mayo espléndido y, al atravesar la ciudad, advirtió que los integrantes del movimiento obrero ya se estaban reuniendo, lo que la llevó a pensar que ya hacía más de veinte años que ella no participaba en ninguna manifestación.

Permaneció un momento ante las puertas del ascensor, completamente sola y fuera de la vista de todo el mundo. El primer día en su nuevo trabajo. Desde su puesto, junto a la entrada, se divisaba una gran parte de la redacción, con el mostrador de noticias en el centro. Alzó un poco la mirada y vio las puertas de cristal del despacho del redactor jefe que, durante los próximos años, sería su lugar de trabajo.

No estaba del todo convencida de ser la persona más adecuada para dirigir esa amorfa organización que el Svenska Morgon-Posten constituía. Cambiar de Millennium -que tan sólo contaba con cinco empleados- a un periódico compuesto por ochenta periodistas y otras noventa personas más entre administrativos, personal técnico, maquetadores, fotógrafos, vendedores de anuncios, distribución y todo lo que se necesita para editar un periódico, suponía dar un paso de gigante. A eso había que añadirle una editorial, una productora y una sociedad de gestión. En total, unas doscientas treinta personas.

Se preguntó por un breve instante si todo aquello no sería un enorme error.

Luego la mayor de las dos recepcionistas, al percatarse de quién era la recién llegada a la redacción, salió de detrás del mostrador y le estrechó la mano.

–Señora Berger. Bienvenida al SMP.

–Llámame Erika. Hola.

–Beatrice. Bienvenida. Te acompañaré al despacho del redactor jefe Morander… Bueno, del antiguo redactor jefe, quiero decir.

–Muy amable, pero ya lo estoy viendo en esa jaula de cristal -dijo Erika, sonriendo-. Creo que encontraré el camino. De todos modos, muchas gracias por tu amabilidad.

Al cruzar la redacción a paso ligero advirtió que el murmullo de la redacción se reducía un poco. De repente sintió que todas las miradas se concentraban en ella. Se detuvo ante el mostrador central de noticias y saludó con un movimiento de cabeza.

–Luego tendremos ocasión de saludarnos como es debido -dijo para continuar caminando y llamar al marco de la puerta de cristal.

El redactor jefe Håkan Morander, que pronto dejaría su cargo, tenía cincuenta y nueve años, doce de los cuales los había pasado en ese cubo de cristal de la redacción del SMP. Al igual que Erika Berger, venía de otro periódico y, en su día, fue contratado a dedo; de modo que ya había dado ese mismo primer paseo que ella acababa de dar. Al alzar la vista la contempló algo desconcertado, consultó su reloj y se levantó.

–Hola, Erika -saludó-. Creía que empezabas el lunes.

–No podía aguantar ni un día más en casa. Así que aquí estoy.

Morander le estrechó la mano.

–Bienvenida. ¡Qué bien que alguien me releve, joder!

–¿Cómo estás? – preguntó Erika.

Se encogió de hombros en el mismo momento en que Beatrice, la recepcionista, entraba con café y leche.

–Es como si ya funcionara a medio gas. La verdad es que prefiero no hablar de eso. Uno va por la vida sintiéndose joven e inmortal y luego, de repente, te dicen que te queda muy poco tiempo. Y si hay una cosa que tengo clara, es que no pienso malgastar lo que me quede en esta jaula de cristal.

Se frotó inconscientemente el pecho. Tenía problemas cardiovasculares: la razón de su repentina dimisión y de que Erika empezara varios meses antes de lo que en un principio se había previsto.

Erika se dio la vuelta y abarcó toda la redacción con la mirada. Estaba medio vacía. Vio a un reportero y a un fotógrafo de camino al ascensor dispuestos a cubrir -supuso ella- la manifestación del uno de mayo.

–Si molesto o si estás ocupado, dímelo y me voy.

–Lo único que tengo que hacer hoy es redactar un editorial de cuatro mil quinientos caracteres sobre las manifestaciones del uno de mayo. He escrito ya tantos que podría hacerlo hasta durmiendo. Si los socialistas quieren ir a la guerra con Dinamarca, yo tengo que explicar por qué se equivocan. Y si los socialistas quieren evitar la guerra con Dinamarca, yo tengo que explicar por qué se equivocan.

–¿Con Dinamarca? – preguntó Erika.

–Bueno, es que una parte del mensaje del uno de mayo debe tratar sobre el conflicto de la integración. Y ni que decir tiene que, digan lo que digan, los socialistas están muy equivocados.

De pronto, soltó una carcajada.

–Suena cínico -dijo ella. – Bienvenida al SMP.

Erika no tenía ninguna opinión formada de antemano sobre el redactor jefe Håkan Morander. Para ella era un anónimo y poderoso hombre que pertenecía a la élite de los redactores jefe. Cuando leía sus editoriales, le resultaba aburrido, conservador y todo un experto a la hora de quejarse de los impuestos, el típico liberal apasionado defensor de la libertad de expresión, pero nunca había tenido ocasión de conocerlo en persona ni de hablar con él.

–Háblame del trabajo -dijo ella.

–Yo me iré el último día de junio. Trabajaremos al alimón durante dos meses. Descubrirás cosas positivas y cosas negativas. Yo soy un cínico, de manera que por regla general suelo ver tan sólo lo negativo.

Se levantó y se puso a su lado, junto al cristal.

–Descubrirás que ahí fuera te espera toda una serie de adversarios: jefes del turno de día y veteranos editores de textos que han creado sus propios y pequeños imperios y que son dueños de clubes de los que no puedes ser miembro. Intentarán tantear cuál es tu límite y colocar sus propios titulares y sus propios enfoques; vas a tener que actuar con mucha mano dura para hacerles frente.

Erika asintió.

–Luego están los jefes del turno de noche, Billinger y Karlsson… son un capítulo aparte. Se odian y, gracias a Dios, no hacen el mismo turno, pero se comportan como si fueran tanto los redactores jefe como los máximos responsables del periódico. Y tienes a Anders Holm, que es jefe de Noticias y con el que tendrás bastante relación. Seguro que os pelearéis unas cuantas veces. En realidad es él quien hace el SMP todos los días. Contarás con algunos reporteros que van de divos y otros que, para serte sincero, deberían jubilarse.

–¿No hay ningún colaborador bueno?

De repente Morander se rió.

–Pues sí. Pero ya decidirás tú misma con quién quieres llevarte bien. Ahí fuera hay unos cuantos reporteros que son muy pero que muy buenos.

–¿Y la dirección?

–El presidente de la junta directiva es Magnus Borgsjö. Fue él quien te reclutó. Es una persona encantadora, a caballo entre la vieja escuela y un aire renovador, pero, sobre todo, es quien manda. Hay otros miembros de la junta, algunos de ellos pertenecientes a la familia propietaria, que, más que otra cosa, parece que sólo están pasando el rato, y unos cuantos más que son miembros de varias juntas directivas y revolotean de un lado para otro y de reunión en reunión.

–Parece que no estás muy contento con la junta.

–Es que hay una clara división: tú publicas el periódico, ellos se encargan de la economía. No deben entrometerse en el contenido del periódico, pero siempre surgen situaciones comprometidas. Para serte sincero, Erika, esto te resultará muy duro.

–¿Por qué?

–Desde los gloriosos días de los años sesenta, la tirada se ha visto reducida en casi ciento cincuenta mil ejemplares y el SMP empieza a acercarse a ese punto en el que no resulta rentable. Hemos reestructurado la empresa y hecho un recorte de más de ciento ochenta puestos de trabajo desde 1980. Hemos pasado al formato tabloide: algo que deberíamos haber hecho hace ya veinte años. El SMP sigue perteneciendo a los grandes periódicos, pero no falta mucho para que empiecen a considerarnos un periódico de segunda. Si es que no lo somos ya.

–Entonces, ¿por qué me han contratado? – preguntó Erika.

–Porque la edad media de los que leen el SMP es de más de cincuenta años y la incorporación de nuevos lectores de veinte años es prácticamente nula. El SMP tiene que renovarse. Y la idea de la junta era la de fichar a la redactora jefe más insospechada que se pudiera imaginar.

–¿A una mujer?

–No sólo a una mujer, sino a la mujer que acabó con el imperio Wennerström, considerada la reina del periodismo de investigación y con fama de ser más dura que ninguna otra. Resultaba irresistible. Si tú no eres capaz de darle un nuevo aire al periódico, nadie podrá hacerlo. El SMP no ha contratado tanto a Erika Berger como a su reputación.

Eran poco más de las dos de la tarde cuando Mikael Blomkvist dejó el café Copacabana, situado junto al Kvartersbion de Hornstull. Se puso las gafas de sol y, al torcer por Bergsunds Strand para dirigirse al metro, descubrió casi inmediatamente un Volvo gris aparcado en la esquina. Pasó ante él sin aminorar el paso y constató que se trataba de la misma matrícula y que el coche estaba vacío.

Era la séptima vez que lo veía en los últimos cuatro días. No sabría decir si hacía mucho tiempo que el vehículo andaba rondando por allí, pues el hecho de que hubiese advertido su presencia había sido fruto de la más pura casualidad. La primera vez que reparó en él fue el miércoles por la mañana, cuando, de camino a la redacción de Millennium, lo vio aparcado cerca de su domicilio de Bellmansgatan. Se fijó por casualidad en la matrícula, que empezaba con las letras KAB, y reaccionó porque ése era el nombre de la empresa de Alexander Zalachenko: Karl Axel Bodin. Probablemente no habría reflexionado más sobre el tema si no hubiera sido porque, tan sólo unas cuantas horas después, vio ese mismo coche cuando comió con Henry Cortez y Malin Eriksson en Medborgarplatsen. En esa ocasión el Volvo se hallaba aparcado en una calle perpendicular a la redacción de Millennium.

Se preguntó si no se estaría convirtiendo en un paranoico, pero poco después visitó a Holger Palmgren en la residencia de Ersta y el Volvo gris estaba en el aparcamiento reservado para las visitas. Demasiada casualidad. Mikael Blomkvist empezó a mantener la vigilancia a su alrededor. No se sorprendió cuando, a la mañana siguiente, lo volvió a descubrir.

En ninguna de las ocasiones pudo ver a su conductor. Una llamada al registro de coches, sin embargo, le informó de que el turismo figuraba registrado a nombre de un tal Göran Mårtensson, de cuarenta años y domiciliado en Vittangigatan, Vällingby. Siguió investigando y descubrió que Göran Mårtensson poseía el título de consultor empresarial y que era el propietario de una sociedad domiciliada en un apartado postal de Fleminggatan, en Kungsholmen. Mårtensson tenía un interesante currículum. En 1983, cuando contaba dieciocho años, hizo el servicio militar en la unidad especial de defensa costera y luego continuó como profesional en las Fuerzas Armadas. Ascendió a teniente y en 1989 se despidió y recondujo su carrera ingresando en la Academia de policía de Solna. Entre 1991 y 1996 trabajó en la policía de Estocolmo. En 1997 desapareció del servicio y en 1999 registró su propia empresa.

Conclusión: la Säpo.

Mikael se mordió el labio inferior. Un periodista de investigación podría volverse paranoico con bastante menos. Mikael llegó a la conclusión de que se hallaba bajo una discreta vigilancia, pero que ésta se efectuaba con tanta torpeza que se había dado cuenta.

O a lo mejor no era tan torpe: la única razón por la que se había percatado de la existencia del coche residía en esa matrícula que, por casualidad, llamó su atención porque encerraba un significado para él. Si no hubiese sido por KAB, ni siquiera se habría dignado a mirar el coche.

Durante toda la jornada del viernes, KAB brilló por su ausencia. Mikael no estaba del todo seguro, pero ese día creía haber sido seguido por un Audi rojo, aunque no consiguió ver la matrícula. El sábado, sin embargo, el Volvo volvió a aparecer.

Justo veinte segundos después de que Mikael Blomkvist abandonara el café Copacabana, Christer Malm, apostado en la sombra de la terraza del café Rosso, al otro lado de la calle, cogió su Nikon digital y sacó una serie de doce fotografías. Fotografió a los dos hombres que salieron del café poco después de Mikael y que fueron tras él pasando por delante del Kvartersbion.

Uno de los hombres era rubio y de una mediana edad difícil de precisar, aunque más tirando a joven que a viejo. El otro, que parecía algo mayor, tenía el pelo fino y rubio, más bien pelirrojo, y llevaba unas gafas de sol. Los dos vestían vaqueros y oscuras cazadoras de cuero.

Se despidieron junto al Volvo gris. El mayor abrió la puerta del coche mientras el joven seguía a Mikael Blomkvist hasta el metro.

Christer Malm bajó la cámara y suspiró. No tenía ni idea de por qué Mikael lo había cogido aparte y le había pedido encarecidamente que el domingo por la tarde se diera unas cuantas vueltas por los alrededores del café Copacabana para ver si podía encontrar un Volvo gris con la matrícula en cuestión. Le dio instrucciones para que se colocara de tal manera que pudiera fotografiar a la persona que, con toda probabilidad, abriría la puerta del coche poco después de las tres. Al mismo tiempo, debía mantener los ojos bien abiertos por si alguien seguía a Mikael Blomkvist.

Sonaba como el inicio de una típica aventura del superdetective Kalle Blomkvist. Christer Malm nunca había tenido del todo claro si Mikael Blomkvist era paranoico por naturaleza o si poseía un don paranormal. Tras los acontecimientos de Gosseberga, Mikael se había vuelto extremadamente cerrado y, en general, de difícil trato. Cierto que eso no resultaba nada extraño cuando Mikael andaba metido en alguna intrincada historia -Christer le conoció esa misma reservada obsesión y ese mismo secretismo con lo del asunto Wennerström-, pero ahora resultaba más evidente que nunca.

En cambio, Christer Malm no tuvo ninguna dificultad en constatar que, en efecto, Mikael Blomkvist estaba siendo perseguido. Se preguntó qué nuevo infierno-que, sin duda, acapararía el tiempo, las fuerzas y los recursos de Millennium- se les venía encima. Christer Malm consideró que no era un buen momento para que Blomkvist hiciera una de las suyas ahora que la redactora jefe de la revista les había abandonado por Gran Dragón y que la estabilidad de la revista, conseguida con no poco esfuerzo, se hallaba bajo amenaza.

Pero por otro lado, hacía por lo menos diez años -a excepción del desfile del Festival del orgullo gay- que Christer Malm no participaba en una manifestación, y ese domingo del uno de mayo no tenía nada mejor que hacer que complacer a Mikael. Se levantó y, despreocupadamente, siguió a la persona que estaba persiguiendo a Mikael Blomkvist. Algo que no formaba parte de las instrucciones. No obstante, ya en Långholmsgatan, perdió de vista al hombre.

Una de las primeras medidas que Mikael tomó en cuanto supo que su teléfono estaba pinchado fue mandar a Henry Cortez a comprar móviles de segunda mano. Cortez encontró una partida de restos de serie del modelo Ericsson T10 por cuatro cuartos. Mikael abrió anónimas cuentas de tarjetas prepago en Comviq. Él se quedó con uno y el resto lo repartió entre Malin Eriksson, Henry Cortez, Annika Giannini, Christer Malm y Dragan Armanskij. Los usarían tan sólo para las conversaciones que en absoluto deseaban que fueran escuchadas. Las llamadas normales se harían desde los números habituales. Eso provocó que todo el mundo tuviera que cargar con dos móviles.

Al salir del Copacabana Mikael se dirigió a Millennium, donde Henry Cortez tenía guardia ese fin de semana. A raíz del asesinato de Zalachenko, Mikael había confeccionado una lista de guardias con el objetivo de que la redacción no permaneciera vacía y de que alguien se quedara a dormir allí por las noches. Las guardias las hacían él mismo, Henry Cortez, Malin Eriksson y Christer Malm. Lottie Karim, Monica Nilsson y el jefe de marketing, Sonny Magnusson, estaban excluidos. Ni siquiera se lo preguntaron. El miedo que Lottie Karim le tenía a la oscuridad era de sobra conocido por todos, de modo que ella nunca jamás habría aceptado pasar la noche sola en la redacción. Monica Nilsson, en cambio, no le temía en absoluto a la oscuridad, pero trabajaba como una loca con sus temas y pertenecía a ese tipo de personas que se van a casa cuando su jornada laboral llega a su fin. Y Sonny Magnusson ya había cumplido sesenta y un años, no tenía nada que ver con el trabajo de redacción y pronto se iría de vacaciones.

–¿Alguna novedad? – preguntó Mikael.

–Nada especial -dijo Henry Cortez-. Las noticias de hoy sólo hablan, como no podía ser de otra manera, del uno de mayo.

Mikael asintió.

–Voy a quedarme aquí unas cuantas horas. Tómate la tarde libre y vuelve sobre las nueve de la noche.

En cuando Henry Cortez desapareció, Mikael se acercó hasta su mesa y sacó su recién adquirido móvil. Llamó a Gotemburgo, al periodista freelance Daniel Olofsson. Millennium llevaba muchos años publicando textos de Olofsson y Mikael tenía una gran confianza en su capacidad periodística para recabar material de base para una investigación.

–Hola, Daniel. Soy Mikael Blomkvist. ¿Estás libre?

–Sí.

–Necesito que alguien me haga un trabajo de investigación. Puedes facturarme cinco días, pero no necesito que escribas nada. O, mejor dicho, si te apetece escribir algo sobre el tema no tenemos ningún problema en publicártelo, pero lo que buscamos es sólo la investigación.

-Shoot.

–Es un poco delicado. Excepto conmigo, no deberás tratar esto con nadie y sólo nos comunicaremos a través de Hotmail. Ni siquiera quiero que digas que estás trabajando para Millennium.

–Suena divertido. ¿Qué andas buscando?

–Quiero que hagas un reportaje sobre el hospital de Sahlgrenska. Lo llamaremos Urgencias y tu cometido será reflejar la diferencia entre la realidad y la serie de televisión. Quiero que visites aquello un par de días y que des cumplida cuenta de las labores que se realizan tanto en urgencias como en la UVI. Habla con los médicos, las enfermeras, el personal de limpieza y todos los demás empleados. ¿Cómo son las condiciones laborales? ¿Qué hacen? Ese tipo de cosas. Con fotos, por supuesto.

–¿La UVI? – preguntó Olofsson.

–Eso es. Necesito que te centres en los cuidados de los pacientes gravemente heridos del pasillo 11 C. Quiero saber cómo son los planos del pasillo, quiénes trabajan allí, cómo son y cuál es su currículum.

–Mmm -dijo Daniel Olofsson-. Si no me equivoco, el 11 C es donde está ingresada una tal Lisbeth Salander.

Olofsson no se había caído de un guindo.

–¡No me digas! – exclamó Mikael Blomkvist-. ¡Qué interesante! Averigua en qué habitación se encuentra, cuál es su rutina diaria y qué es lo que hay en las habitaciones colindantes.

–Mucho me temo que este reportaje va a tratar sobre algo totalmente diferente -le comentó Daniel Olofsson.

–Bueno… Como ya te he dicho, lo único que me interesa es la información que puedas sacar.

Se intercambiaron las direcciones de Hotmail.

Lisbeth Salander estaba tendida boca arriba, en el suelo de su habitación del Sahlgrenska, cuando Marianne, la enfermera, abrió la puerta.

–Mmm -dijo Marianne, manifestando así sus dudas sobre los beneficios de tumbarse en el suelo de la UVI. Pero aceptó que era el único sitio que había para que la paciente realizara sus ejercicios.

Tras haberse pasado treinta minutos intentando hacer flexiones, estiramientos y abdominales -tal y como le había recomendado su terapeuta-, Lisbeth Salander estaba completamente empapada en sudor. Tenía una tabla con una larga serie de movimientos que debía realizar a diario para reforzar la musculatura de los hombros y las caderas tras la operación efectuada tres semanas antes. Respiraba con dificultad y no se sentía en forma: se cansaba enseguida y el hombro le tiraba y le dolía al menor esfuerzo. No cabía duda, no obstante, de que estaba mejorando. El dolor de cabeza que la atormentó durante los días inmediatamente posteriores a la operación se había ido apagando y sólo se manifestaba de manera esporádica.

Ella se consideraba de sobra recuperada como para, sin dudarlo ni un segundo, marcharse del hospital o, por lo menos, salir cojeando de allí si fuera posible, lo cual no era el caso. Por una parte, los médicos aún no le habían dado el alta y, por otra, la puerta de su habitación siempre estaba cerrada con llave y vigilada por un maldito gorila de Securitas que no se movía de una silla del pasillo.

Lo cierto era que estaba lo bastante bien como para que la trasladaran a una planta de rehabilitación normal. Sin embargo, tras todo tipo de discusiones, la policía y la dirección del hospital acordaron que, de momento, Lisbeth permaneciera en la habitación 18: resultaba fácil de vigilar, estaba bien atendida y se hallaba situada algo apartada de las demás habitaciones, al final de un pasillo con forma de «L». Por lo tanto, era más sencillo que continuara allí -donde el personal, a raíz del asesinato de Zalachenko, estaba más pendiente de la seguridad y ya conocía el problema de Lisbeth Salander- que trasladarla a otra planta, con todo lo que eso implicaba a la hora de modificar las rutinas diarias.

En cualquier caso, su estancia en el Sahlgrenska era cuestión de unas pocas semanas más. En cuanto los médicos le dieran el alta, sería trasladada a los calabozos de Kronoberg, Estocolmo, en régimen de prisión preventiva, hasta que se celebrara el juicio. Y la persona que decidiría que ese día había llegado era Anders Jonasson.

Tuvieron que pasar no menos de diez días, tras los acontecimientos de Gosseberga, para que el doctor Jonasson permitiera a la policía realizar un primer interrogatorio en condiciones, algo que, a ojos de Annika Giannini, resultaba estupendo. Lo malo era que Anders Jonasson también había puesto trabas para que la abogada pudiera ver a su clienta, y eso la irritaba sobremanera.

Tras el caos ocasionado a raíz del asesinato de Zalachenko, Jonasson efectuó una evaluación a fondo del estado de Lisbeth Salander y concluyó que, considerando que había sido sospechosa de un triple asesinato, debía de haberse visto expuesta a una gran dosis de estrés. Anders Jonasson ignoraba si era culpable o inocente, aunque, como médico, tampoco tenía el menor interés en dar respuesta a esa pregunta. Sólo constató que Lisbeth Salander se hallaba sometida a un enorme estrés. Le habían pegado tres tiros y una de las balas le penetró en el cerebro y casi la mata. Tenía una fiebre que se resistía a remitir y le dolía mucho la cabeza.

Había elegido jugar sobre seguro. Sospechosa de asesinato o no, ella era su paciente y su trabajo consistía en velar por su pronta recuperación. Por ese motivo le prohibió las visitas, cosa que no tenía nada que ver con la prohibición, jurídicamente justificada, que había dictado la fiscal. Le prescribió un tratamiento y reposo absoluto.

Como Anders Jonasson consideraba que el aislamiento total de una persona era una forma de castigo tan inhumana que, de hecho, rayaba en la tortura, y que además no resultaba saludable para nadie hallarse separado por completo de sus amistades, decidió que la abogada de Lisbeth Salander, Annika Giannini, hiciera de amiga en funciones. Jonasson mantuvo una seria conversación con Annika Giannini y le explicó que le concedería una hora de visita al día para que viera a Lisbeth Salander. Durante ese tiempo podría conversar con ella o, si así lo deseaba, permanecer callada y hacerle compañía. No obstante, las conversaciones no deberían, en la medida de lo posible, tratar los problemas mundanos de Lisbeth Salander ni sus inminentes batallas legales.

–A Lisbeth Salander le han disparado en la cabeza y está gravemente herida -remarcó-. Creo que se encuentra fuera de peligro, pero siempre existe el riesgo de que se produzcan hemorragias u otras complicaciones. Necesita descanso y tiempo para curarse. Sólo después de que eso ocurra podrá empezar a enfrentarse a sus problemas jurídicos.

Annika Giannini entendió la lógica del razonamiento del doctor Jonasson. En las conversaciones de carácter general que Annika mantuvo con Lisbeth Salander le dio una ligera pista de la estrategia que ella y Mikael habían diseñado, aunque durante los primeros días no tuvo ninguna posibilidad de entrar en detalles: Lisbeth Salander se encontraba tan drogada y agotada que a menudo se dormía mientras estaban hablando.

Dragan Armanskij examinó la serie de fotos que Christer Malm había hecho de los dos hombres que siguieron a Mikael Blomkvist desde el Copacabana. Las imágenes eran muy nítidas.

–No -dijo-. No los conozco.

Mikael Blomkvist asintió con la cabeza. Esa mañana de lunes se hallaban reunidos en Milton Security, en el despacho de Dragan Armanskij. Mikael había entrado en el edificio por el garaje.

–Sabemos que el mayor es Göran Mårtensson, el propietario del Volvo. Hace al menos una semana que me persigue como si fuera mi mala conciencia, pero es obvio que puede llevar mucho más tiempo haciéndolo.

–¿Y dices que es de la Säpo?

Mikael señaló la documentación que había reunido sobre la carrera profesional de Mårtensson. Hablaba por sí sola. Armanskij dudó: la revelación de Blomkvist le había producido sentimientos encontrados.

Cierto: los policías secretos del Estado siempre metían la pata. Ese era el orden normal de las cosas, no sólo en la Säpo sino también, probablemente, en todos los servicios de inteligencia del planeta. ¡Por el amor de Dios, si hasta la policía secreta francesa mandó un equipo de buceadores a Nueva Zelanda para hacer estallar el Rainbow Warrior, el barco de Greenpeace! Algo que sin duda había que considerar como la operación de inteligencia más estúpida de la historia mundial, exceptuando, tal vez, el robo del presidente Nixon en el Watergate. Con una cadena de mando tan idiota no era de extrañar que se produjeran escándalos. Los éxitos nunca salen a la luz, claro… En cambio, en cuanto la policía secreta hacía algo inadecuado, cometía alguna estupidez o fracasaba, los medios de comunicación se le echaban encima y lo hacían con toda la sabiduría que dan los conocimientos obtenidos a toro pasado.

Armanskij nunca había entendido la relación que los medios de comunicación suecos mantenían con la Säpo.

Por una parte, la Säpo era considerada una magnífica fuente: casi cualquier precipitada tontería política ocasionaba llamativos titulares. La Säpo sospecha que… Una declaración de la Säpo constituía una fuente de gran importancia para un titular.

Pero, por otra, tanto los medios de comunicación como los políticos de distinto signo se dedicaban a ejecutar con todas las de la ley a los miembros de la Säpo que eran pillados espiando a los ciudadanos suecos. Allí había algo tan contradictorio que, en más de una ocasión, Armanskij había podido constatar que ni los políticos ni los medios de comunicación estaban bien de la cabeza.

Armanskij no tenía nada en contra de la existencia de la Säpo: alguien debía encargarse de que ninguno de esos chalados nacionalbolcheviques que se habían pasado la vida leyendo a Bakunin -o a quien diablos leyeran esos chalados neonazis- fabricara una bomba de fertilizantes y petróleo y la colocara en una furgoneta ante las mismas puertas de Rosenbad. De modo que la Säpo era necesaria y Armanskij consideraba que, mientras el objetivo fuera proteger la seguridad general de los ciudadanos, un poco de espionaje a pequeña escala no tenía por qué ser siempre tan negativo.

El problema residía, por supuesto, en que una organización cuya misión consistía en espiar a sus propios compatriotas debía ser sometida al más estricto control público y tener una transparencia constitucional excepcionalmente alta. Lo que sucedía con la Säpo era que tanto a los políticos como a los parlamentarios les resultaba casi imposible ejercer ese control, ni siquiera cuando el primer ministro nombró una comisión especial que, sobre el papel, tendría autorización para acceder a todo cuanto deseara. A Armanskij le habían dejado el libro de Carl Lidbom Una misión y lo leyó con creciente asombro: en Estados Unidos habrían arrestado en el acto a una decena de miembros destacados de la Säpo por obstrucción a la justicia y los habrían obligado a comparecer ante el Congreso para someterse a un interrogatorio público. En Suecia, al parecer, eran intocables.

El caso Lisbeth Salander ponía en evidencia que algo estaba podrido en la organización, pero cuando Mikael Blomkvist fue a ver a Armanskij para darle un móvil seguro, la primera reacción de éste fue pensar que Blomkvist se había vuelto paranoico. Fue al enterarse de los detalles y examinar las fotos de Christer Malm cuando no tuvo más remedio que aceptar que las sospechas de Blomkvist tenían un fundamento. Algo que no presagiaba nada bueno, sino que más bien daba a entender que la conspiración de la que fue objeto Lisbeth Salander, hacía ya quince años, no había sido una casualidad.

Simplemente, había demasiadas coincidencias para que fuera fruto del azar. Era posible que Zalachenko hubiera sido asesinado por un fanático de la justicia. Pero no en el mismo momento en que tanto a Annika Giannini como a Mikael Blomkvist les robaban los documentos sobre los que se basaban las pruebas del caso. Un auténtico desastre. Y, por si fuera poco, Gunnar Björck, el principal testigo, va y se ahorca.

–Vale -dijo Armanskij mientras reunía la documentación de Mikael-. ¿Te parece bien, entonces, que le lleve todo esto a mi contacto?

–Siempre y cuando se trate de alguien de confianza.

–Sé que es una persona con un gran sentido de la ética y una vida impecablemente democrática.

–¿En la Säpo? – preguntó Mikael Blomkvist con una evidente duda en la voz.

–Tenemos que ponernos de acuerdo. Tanto Holger Palmgren como yo hemos aceptado tu plan y vamos a colaborar contigo. Pero te aseguro que solos no podemos actuar. Habrá que buscar aliados dentro de la administración si no queremos que esto acabe mal.

–De acuerdo -dijo Mikael a regañadientes-. Estoy demasiado acostumbrado a esperar a que Millennium esté en la calle para desentenderme de un tema. Nunca he dado información sobre una historia antes de haberla publicado.

–Pues con ésta ya lo has hecho. No sólo me lo has contado a mí, sino también a tu hermana y a Palmgren.

Mikael asintió.

–Y lo has hecho porque incluso tú te has dado cuenta de que este asunto va mucho más allá de unos titulares en tu revista. En este caso no eres un periodista objetivo sino un personaje que influye en el desarrollo de los acontecimientos.

Mikael movió afirmativamente la cabeza.

–Y, como tal, necesitas ayuda para lograr lo que te has propuesto.

Mikael volvió a asentir. De todos modos, no les había contado toda la verdad ni a Armanskij ni a Annika Giannini. Seguía guardando secretos que sólo compartía con Lisbeth Salander. Le estrechó la mano a Armanskij.

Capítulo 9

Miércoles, 4 de mayo

El redactor jefe Håkan Morander falleció a mediodía, tres días después de que Erika Berger entrara como redactora jefe en prácticas en el SMP. Había pasado toda la mañana metido en el cubo de cristal mientras Erika, acompañada del secretario de redacción, Peter Fredriksson, se reunía con la redacción de deportes para saludar a los colaboradores y hacerse una idea de su forma de trabajar. Fredriksson tenía cuarenta y cinco años y, al igual que Erika Berger, era bastante nuevo en el SMP. Sólo llevaba cuatro años en el periódico. Era una persona callada y bastante competente y agradable; Erika ya había decidido que confiaría en sus conocimientos cuando le llegara el momento de hacerse con el timón del barco. Consagró gran parte de su tiempo a decidir en quiénes depositar su confianza para poder incorporarlos inmediatamente a su equipo. Fredriksson era, sin duda, uno de los candidatos. Cuando volvieron al mostrador central vieron cómo Håkan Morander se levantaba y se acercaba a la puerta del cubo de cristal.

Parecía asombrado.

Luego se echó bruscamente hacia delante y se agarró al respaldo de una silla durante unos segundos antes de desplomarse al suelo.

Falleció antes de que llegara la ambulancia.

Esa tarde reinó el desconcierto en la redacción. Borgsjö, el presidente de la junta directiva, llegó a eso de las dos y reunió a los colaboradores para pronunciar unas breves palabras de recuerdo. Habló de cómo Morander había consagrado al periódico los últimos quince años de su vida y del precio que a veces exigía el periodismo. Guardaron un minuto de silencio. Acto seguido, miró inseguro a su alrededor como si no supiera muy bien cómo continuar.

Que alguien fallezca en su lugar de trabajo es algo muy poco frecuente; incluso es raro. La gente debe tener la gentileza de retirarse para morir. Debe desaparecer: jubilarse o ingresar en un hospital y reaparecer un día, de repente, para convertirse en tema de conversación en la cafetería: por cierto, ¿te has enterado de que el viejo Karlsson murió el viernes pasado? Sí, el corazón… El sindicato le va a enviar unas flores. Sin embargo, morir en tu puesto de trabajo ante los mismos ojos de tus compañeros resulta bastante más incómodo. Erika advirtió el shock que se había apoderado de la redacción. El SMP se había quedado sin timonel. De golpe, reparó en que varios de los colaboradores la miraban por el rabillo del ojo. La carta desconocida.

Sin que nadie se lo pidiera y sin saber muy bien qué decir, carraspeó, dio un pequeño paso hacia delante y habló con un tono de voz alto y firme.

–En total sólo he podido tratar a Håkan Morander tres días. No es mucho tiempo pero, por lo poco que he tenido ocasión de ver, lo cierto es que me habría gustado llegar a conocerlo mejor.

Hizo una pausa al darse cuenta por el rabillo del ojo de que Borgsjö la estaba mirando. Parecía sorprendido por el hecho de que ella se hubiese pronunciado. Dio otro paso hacia delante. No sonrías. No debes sonreír. Eso te da un aire de inseguridad. Alzó ligeramente la voz.

–Con el inesperado fallecimiento de Morander se nos plantea un problema: yo no iba a sucederle hasta dentro de dos meses y confiaba en aprender de su experiencia durante ese tiempo.

Se percató de que Borgsjö abrió la boca para decir algo.

–Lo cierto es que eso ya no va a suceder y que a partir de ahora vamos a vivir una época de cambios. Pero no olvidemos que Morander era el redactor jefe de este periódico, y este periódico debe salir también mañana. Nos quedan nueve horas para el cierre y sólo cuatro para terminar el editorial. Me gustaría preguntaros… quién de vosotros era el mejor amigo y el más íntimo confidente de Morander.

Los colaboradores se miraron unos a otros y un breve silencio invadió la sala. Al final, Erika oyó una voz por la izquierda:

–Creo que era yo.

Gunnar Magnusson, sesenta y un años, secretario de redacción de la sección de Opinión y colaborador del SMP desde hacía treinta y cinco años.

–Alguien tiene que sentarse a escribir una necrológica sobre Morander. Yo no puedo hacerlo: sería demasiado presuntuoso por mi parte. ¿Te ves con fuerzas?

Gunnar Magnusson dudó un instante, pero acabó asintiendo.

–Déjalo en mis manos -respondió.

–Le dedicaremos toda la página del editorial; prescindiremos del resto.

Gunnar asintió nuevamente.

–Necesitamos fotografías…

Erika desplazó la mirada a la derecha y se detuvo en Lennart Torkelsson, el jefe de fotografía. Este asintió.

–Hay que ponerse en marcha. Es muy posible que esto se tambalee un poco en las próximas semanas. Cuando necesite ayuda para tomar decisiones os pediré consejo y confiaré en vuestra competencia y experiencia. Vosotros sabéis cómo se hace este periódico mientras que a mí aún me queda mucho por aprender.

Se dirigió al secretario de redacción, Peter Fredriksson.

–Peter, sé que Morander confiaba mucho en ti. Durante un tiempo tendrás que ser mi mentor y llevar una carga un poco más pesada de lo habitual. Me gustaría que fueras mi consejero. ¿Te parece bien?

Movió afirmativamente la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Erika volvió a centrarse en el editorial.

–Otra cosa: esta mañana Morander estuvo redactando el editorial. Gunnar, ¿podrías entrar en su ordenador para ver si lo llegó a terminar? Aunque, de todos modos, lo vamos a publicar: se trata de su último editorial y sería una pena y una vergüenza no hacerlo. El periódico que vamos a hacer hoy sigue siendo el periódico de Håkan Morander.

Silencio.

–Si alguno de vosotros necesita descansar un rato para estar solo y pensar, que lo haga sin el menor remordimiento. Todos sabéis ya cuáles son nuestros deadlines.

Silencio. Advirtió que algunos movían la cabeza en señal de semiaprobación.

-Go to work, boys and girls -dijo en voz baja.

Jerker Holmberg hizo un gesto de impotencia con las manos. Jan Bublanski y Sonja Modig parecían dudar. Curt Svensson presentaba un aspecto indefinido. Los tres examinaron el resultado de la investigación preliminar que Jerker Holmberg había terminado esa mañana.

–¿Nada? – preguntó sorprendida Sonja Modig.

–Nada -dijo Holmberg mientras negaba con la cabeza-. El informe del forense llegó esta mañana. Todo indica que se trata de un suicidio por ahorcamiento.

Todos dirigieron la mirada a las fotografías que se habían hecho en el salón de la casa de campo de Smådalarö. De ellas se deducía que Gunnar Björck, jefe adjunto del departamento de extranjería de la Säpo, se había subido por su propio pie a un taburete para, acto seguido, colgar una soga en el gancho de la lámpara, ponérsela alrededor del cuello y, de una resuelta patada, enviar el taburete a varios metros de él. El forense dudaba de cuándo se produjo exactamente la muerte, pero al final determinó que fue la tarde del 12 de abril. Björck fue encontrado el 17 de abril por nada más y nada menos que Curt Svensson. Ocurrió después de que Bublanski intentara contactar con Björck en repetidas ocasiones y de que, enervado, acabara mandando a Svensson que volviera a traer a Björck a la comisaría.

En algún momento en el transcurso de esos días, el gancho de la lámpara del techo había cedido por el peso y el cuerpo de Björck se desplomó sobre el suelo. Svensson descubrió el cuerpo a través de la ventana y dio el aviso. Al principio, Bublanski y todos los que llegaron al lugar pensaron que se trataba de un crimen y que alguien había estrangulado a Björck. Fueron los técnicos forenses los que ese mismo día, aunque algo más tarde, encontraron el gancho. Se le encomendó a Jerker Holmberg la tarea de investigar las causas de la muerte.

–No hay nada que induzca a pensar que se haya cometido un crimen o que Björck estuviese acompañado -dijo Holmberg.

–La lámpara…

–La lámpara del techo tiene las huellas dactilares del dueño de la casa -que la colgó hace dos años- y del propio Björck. Lo cual sugiere que él mismo la bajó.

–¿Y de dónde salió la soga?

–Del asta de la bandera del jardín trasero. Alguien cortó más de dos metros de cuerda. Había un cuchillo en el alféizar de la ventana que hay junto a la puerta de la terraza. Según el propietario de la casa, el cuchillo es suyo: lo guardaba en una caja de herramientas que tiene bajo el fregadero. Las huellas dactilares de Björck están tanto en el mango como en la hoja, así como en la caja de herramientas.

–Mmm -dijo Sonja Modig.

–¿Qué tipo de nudos eran? – quiso saber Curt Svensson.

–Nudos vaqueros normales y corrientes. Lo que produce la muerte es un simple nudo corredizo. Tal vez sea eso lo más llamativo: Björck tenía conocimientos de navegación y sabía hacer nudos de verdad. Pero quién sabe hasta qué punto alguien que va a suicidarse se preocupa de la forma de los nudos.

–¿Drogas?

–Según el informe de toxicología, a Björck se le han detectado restos de potentes analgésicos en la sangre: los que le habían recetado. También le han encontrado restos de alcohol, aunque nada remarcable. En otras palabras, estaba más o menos sobrio.

–El forense ha dictaminado que presenta rasguños.

–Un rasponazo de tres centímetros en la parte exterior de la rodilla izquierda. Un arañazo. Le he dado mil vueltas a eso, aunque podría habérselo hecho de un montón de maneras distintas… dándose, por ejemplo, contra el borde de una silla o algo así.

Sonja Modig cogió una foto que mostraba la cara deformada de Björck. El nudo corredizo había penetrado con tanta profundidad que la cuerda ni siquiera se apreciaba bajo los pliegues de la piel. Su rostro presentaba un aspecto grotescamente hinchado.

–Podemos determinar que lo más seguro es que, antes de que el gancho cediese, Björck permaneciera colgado durante varias horas, es muy probable que cerca de veinticuatro. Toda la sangre se le acumuló tanto en la cabeza, donde la soga impidió que le bajara al cuerpo, como en las extremidades inferiores. Cuando el gancho cedió, la caja torácica de Björck fue a dar contra el borde de la mesa del salón, lo que le provocó una fuerte contusión. Pero eso se produjo mucho tiempo después del fallecimiento.

–¡Qué forma más jodida de morir! – dijo Curt Svensson.

–No te creas. La soga era tan fina que penetró profundamente y le cortó el riego sanguíneo. Debió de perder la conciencia en cuestión de segundos y morir al cabo de uno o dos minutos.

Disgustado, Bublanski cerró el informe de la investigación preliminar. Aquello no le gustaba nada. No le gustaba nada que Björck y Zalachenko, al parecer, hubieran muerto el mismo día, uno asesinado a tiros por un loco y el otro por su propia mano. Pero ninguna especulación en el mundo podía cambiar el hecho de que la investigación del lugar del crimen no sustentara en absoluto la teoría de que alguien había ayudado a Björck a emprender su viaje al más allá.

–Se hallaba bajo mucha presión -dijo Bublanski-. Sabía que el caso Zalachenko estaba a punto de salir a la luz y que corría el riesgo de que le salpicara por violar la ley de comercio sexual y de que los medios de comunicación lo dejaran en evidencia. Me pregunto qué sería lo que más miedo le daba. Además, estaba enfermo y llevaba mucho tiempo con dolores crónicos… No lo sé. Me habría gustado que hubiera dejado una carta o algo así.

–Muchos de los que se suicidan no escriben nunca una carta de despedida.

–Ya lo sé. De acuerdo. No tenemos elección. Archivaremos el caso Björck.

Erika Berger fue incapaz de sentarse en la silla que Morander tenía en su jaula de cristal y apartar sus pertenencias. Demasiado pronto. Le pidió a Gunnar Magnusson que hablara con la familia de Morander para que la viuda pasara a recogerlas cuando le fuese bien.

Así que, en medio de aquel océano que era la redacción, buscó un espacio en el mostrador central para instalar su portátil y asumir el control. Aquello era un auténtico caos. Pero tres horas después de haberse hecho a toda prisa con el timón del SMP, el editorial ya estaba en la imprenta. Gunnar Magnusson había escrito un texto de cuatro columnas sobre la vida y la obra de Håkan Morander. La página se componía de un retrato central de Morander, su inconcluso editorial a la izquierda y una serie de fotografías en el margen inferior. La maquetación dejaba bastante que desear, pero tenía un impacto emocional que hacía perdonables los defectos.

Poco antes de las seis de la tarde, Erika se encontraba repasando los titulares de la primera página y tratando los textos con el jefe de edición cuando Borgsjö se acercó a ella y le tocó el hombro. Erika levantó la vista.

–¿Puedo hablar contigo un momento?

Se acercaron hasta la máquina de café de la sala de descanso del personal.

–Sólo quería decirte que estoy muy contento por cómo te has hecho hoy con la situación. Creo que nos has sorprendido a todos.

–No me quedaban muchas alternativas. Pero voy a ir dando tumbos hasta que coja rodaje.

–Todos somos conscientes de ello.

–¿Todos?

–Me refiero tanto a la plantilla como a la dirección. Sobre todo a la dirección. Pero después de lo que ha ocurrido hoy estoy más convencido que nunca de que tú eres la elección más acertada. Has llegado justo a tiempo y te has visto obligada a asumir el mando en una situación muy difícil.

Erika casi se sonrojó. No lo hacía desde que tenía catorce años.

–¿Puedo darte un buen consejo?…

–Por supuesto.

–Me he enterado de que has discutido con Anders Holm, el jefe de Noticias, sobre unos titulares.

–No estábamos de acuerdo en el enfoque que se le había dado al texto sobre la propuesta fiscal del Gobierno. Él introdujo una opinión personal en el titular y ahí debemos ser neutrales; las opiniones son para el editorial. Y ya que ha salido el tema, te quería comentar que, de vez en cuando, escribiré un editorial, pero, como ya sabes, no tengo ninguna afiliación política, así que hemos de resolver la cuestión de quién va a ser el jefe de la sección de Opinión.

–De momento se encargará Magnusson -respondió Borgsjö.

Erika Berger se encogió de hombros.

–A mí me da igual a quién nombréis. Pero debe ser una persona que defienda claramente las ideas del periódico.

–Te entiendo. Lo que quería decirte es que creo que debes darle a Holm cierto margen de actuación. Lleva mucho tiempo trabajando en el SMP y ha sido jefe de Noticias durante quince años. Sabe lo que hace. Puede resultar arisco, pero es una persona prácticamente imprescindible.

–Ya lo sé. Morander me lo contó. Pero por lo que respecta a la cobertura de noticias me temo que tendrá que mantenerse a raya. Al fin y al cabo, me habéis contratado para darle un nuevo aire al periódico.

Borgsjö movió pensativamente la cabeza.

–De acuerdo. Resolveremos los problemas a medida que vayan surgiendo.

Annika Giannini estaba tan cansada como irritada cuando, el miércoles por la noche, subió al X2000 en la estación central de Gotemburgo para regresar a Estocolmo. Se sentía como si durante el último mes hubiese vivido en el X2000. Apenas había visto a su familia. Fue a por un café al vagón restaurante, se acomodó en su asiento y abrió la carpeta que contenía las anotaciones de la última conversación mantenida con Lisbeth Salander. Algo que también contribuía a su cansancio e irritación.

«Me oculta algo -pensó Annika Giannini-. La muy idiota no me está diciendo la verdad. Y Micke también me oculta algo. Sabe Dios en qué andarán metidos.»

También constató que, ya que su hermano y su clienta no se habían comunicado entre sí, la conspiración -en el caso de que existiera- debía de ser un acuerdo tácito que les resultaba natural. No sabía de qué se trataba, pero suponía que tenía que ver con algo que a Mikael Blomkvist le parecía importante no sacar a la luz.

Temía que fuera una cuestión de ética, el punto débil de su hermano. Él era amigo de Lisbeth Salander. Annika conocía a su hermano y sabía que su lealtad hacia las personas a las que él definió una vez como amigos sobrepasaba los límites de la estupidez, aunque esos amigos resultaran imposibles y se equivocaran de cabo a rabo. También sabía que Mikael podía tolerar muchas tonterías pero que existía un límite tácito que no se podía traspasar. El punto exacto en el que se situaba ese límite parecía variar de una persona a otra, pero ella sabía que, en más de una ocasión, Mikael había roto por completo su relación con algunos íntimos amigos por haber hecho algo que él consideraba inmoral o inadmisible. En situaciones así se volvía inflexible: la ruptura no sólo era total y definitiva sino que también quedaba fuera de toda discusión. Mikael ni siquiera contestaba al teléfono, aunque la persona en cuestión lo llamara para pedirle perdón de rodillas.

Annika Giannini entendía lo que pasaba en la cabeza de Mikael Blomkvist. En cambio, no tenía ni idea de lo que acontecía en la de Lisbeth Salander; a veces pensaba que allí no sucedía nada en absoluto.

Según le había comentado Mikael, Lisbeth podía ser caprichosa y extremadamente reservada para con su entorno. Hasta el día que la conoció pensó que eso sucedería en una fase transitoria y que sería cuestión de ganarse su confianza. Pero, tras todo un mes de conversaciones, Annika constató que, en la mayoría de las ocasiones, sus charlas resultaban bastante unidireccionales, si bien era cierto que, durante las dos primeras semanas, Lisbeth Salander no se había encontrado con fuerzas para mantener un diálogo.

Annika también pudo advertir que había momentos en los que Lisbeth Salander daba la impresión de hallarse sumida en una profunda depresión y de no tener el menor interés en resolver su situación ni su futuro. Parecía que Lisbeth Salander no entendía que la única posibilidad con la que contaba Annika para procurarle una defensa satisfactoria dependía del acceso que ella tuviera a toda la información. No podía trabajar a ciegas.

Lisbeth Salander era una persona mohína y más bien parca en palabras. Lo poco que decía lo expresaba, no obstante, con mucha exactitud y tras largas y reflexivas pausas. Las más de las veces no contestaba a las cuestiones, y en otras ocasiones respondía, de pronto, a una pregunta que Annika le había hecho días atrás. En los interrogatorios policiales, Lisbeth Salander permaneció sentada en la cama mirando al vacío y sin abrir la boca. No intercambió ni una palabra con los policías. Con una sola excepción: cuando el inspector Marcus Erlander le preguntó acerca de lo que sabía sobre Ronald Niedermann; Lisbeth lo observó y contestó con toda claridad a cada pregunta. En cuanto Erlander cambió de tema, Salander perdió el interés y volvió a fijar la mirada en el vacío.

Annika ya se esperaba que Lisbeth no le dijera nada a la policía: por principio no hablaba con las autoridades. Cosa que, en este caso, resultaba positiva. A pesar de que Annika, de vez en cuando, incitaba formalmente a su clienta para que respondiera a las preguntas de la policía, en su fuero interno estaba muy contenta con el profundo silencio de Salander. La razón era muy sencilla: se trataba de un silencio coherente. Así no la pillarían con mentiras ni razonamientos contradictorios que podrían causar una mala impresión en el juicio.

Pero aunque Annika ya se esperaba ese silencio, se sorprendió de que fuera tan inquebrantable. Cuando se quedaron solas, le preguntó por qué se negaba a hablar con la policía de esa forma tan ostensible.

–Tergiversarán todo lo que yo diga y lo emplearán en mi contra.

–Pero si no explicas nada, te condenarán.

–Bueno… Pues que lo hagan. No soy yo la que ha montado todo este lío. Si quieren condenarme, no es mi problema.

Sin embargo, aunque en más de una ocasión Annika prácticamente tuvo que sacarle las palabras con sacacorchos, Lisbeth le fue contando, poco a poco, casi todo lo ocurrido en Stallarholmen. Todo menos una cosa: no le había explicado por qué Magge Lundin acabó con una bala en el pie. Por mucho que Annika se lo preguntara y le diese la lata, Lisbeth Salander no hacía más que mirarla con descaro mientras le mostraba su torcida sonrisa.

También le había hablado de lo acontecido en Gosseberga. Pero sin decir ni una palabra de por qué había seguido a su padre. ¿Fue hasta allí para matarlo -tal y como sostenía el fiscal- o para hablar con él y hacerle entrar en razón? Desde el punto de vista jurídico la diferencia resultaba abismal.

Cuando Annika sacó el tema de su anterior administrador, el abogado Nils Bjurman, Lisbeth se volvió aún más parca en palabras. Su respuesta más frecuente era que no había sido ella la que le disparó y que eso tampoco formaba parte de los cargos que se le imputaban.

Y cuando Annika llegó al mismísimo fondo de la cuestión, lo que había desencadenado toda la serie de acontecimientos -el papel desempeñado por el doctor Teleborian en 1991-, Lisbeth se convirtió en una tumba.

«Así no vamos bien -constató Annika-. Si Lisbeth no confía en mí, perderemos el juicio. Tengo que hablar con Mikael.»

Lisbeth Salander estaba sentada en el borde de la cama mirando por la ventana. Podía ver la fachada del edificio situado al otro lado del aparcamiento. Llevaba así, sin moverse y sin que nadie la molestara, más de una hora, desde que Annika Giannini, furiosa, se levantara y saliera de la habitación dando un portazo. Volvía a tener dolor de cabeza, aunque era ligero e iba remitiendo. Sin embargo, se sentía mal.

Annika Giannini la irritaba. Desde un punto de vista práctico entendía que su abogada le diera siempre la lata sobre detalles de su pasado. Era lógico y comprensible que Annika Giannini necesitara todos los datos. Pero no le apetecía lo más mínimo hablar de sus sentimientos ni de su modo de actuar. Consideraba que su vida era asunto suyo y de nadie más. Ella no tenía la culpa de que su padre fuera un sádico patológicamente enfermo y un asesino. Tampoco de que su hermano fuera un asesino en masa. Y menos mal que no había nadie que supiera que él era su hermano, algo que, con toda probabilidad, también se usaría en su contra en la evaluación psiquiátrica que tarde o temprano le realizarían. No había sido ella la que asesinó a Dag Svensson y a Mia Bergman. No había sido ella la que nombró un administrador que resultó ser un cerdo y un violador.

Aun así, era su vida la que iba a ser puesta patas arriba y examinada desde todos los ángulos, y ella la que se vería obligada a explicarse y pedir perdón por haberse defendido.

Quería que la dejaran en paz. Al fin y al cabo era ella la que tenía que vivir consigo misma. No esperaba que nadie fuera su amigo. Probablemente Annika Giannini de los Cojones estuviera de su parte, pero se trataba de una amistad profesional, puesto que era su abogada. Kalle Blomkvist de los Cojones también andaba por allí, aunque Annika apenas lo mentaba y Lisbeth nunca preguntaba por él: ahora que el asesinato de Dag Svensson estaba resuelto y que Mikael ya tenía su artículo, Lisbeth no esperaba que se moviera mucho por ella.

Se preguntó qué pensaría Dragan Armanskij de ella después de todo lo ocurrido.

Se preguntó cómo vería Holger Palmgren la situación.

Según Annika Giannini, ambos se habían puesto de su parte, pero eso no eran más que palabras. Ellos no podían hacer nada para resolver sus problemas personales.

Se preguntó qué sentiría Miriam Wu por ella.

Se preguntó qué sentía por sí misma y llegó a la conclusión de que, más que otra cosa, sentía indiferencia ante toda su vida.

De pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos por el vigilante jurado, que introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta e hizo pasar al doctor Anders Jonasson.

–Buenas tardes. ¿Cómo se encuentra hoy la señorita Salander?

–O.K. – contestó.

Jonasson consultó su historial y constató que ya no tenía fiebre. Ella se había habituado a sus visitas, que realizaba un par de veces por semana. De todos los que la trataban y tocaban, él era la única persona con la que ella experimentaba cierta confianza. En ninguna ocasión le había dado la impresión de que la mirara de forma rara. Visitaba su cuarto, charlaba con ella un rato y se interesaba por su estado de salud. No le hacía preguntas sobre Ronald Niedermann ni sobre Alexander Zalachenko, ni tampoco si estaba loca o por qué la policía la tenía encerrada. Sólo parecía interesarle cómo respondían sus músculos, cómo progresaba la curación de su cerebro y cómo se encontraba ella en general.

Además, él, literalmente hablando, había estado hurgando en su cerebro; alguien que había hecho eso merecía ser tratado con respeto, consideraba Lisbeth. Para su gran asombro, se dio cuenta de que -a pesar de que la tocara y analizara la evolución de su fiebre- las visitas de Anders Jonasson le resultaban agradables.

–¿Te parece bien que me asegure de ello?

Procedió a efectuarle el habitual examen mirando sus pupilas, auscultándola y tomándole el pulso; a continuación, le extrajo sangre.

–¿Cómo me encuentro? – preguntó ella.

–Está claro que vas mejorando. Pero tienes que aplicarte más con la gimnasia. Y veo que te has rascado la costra de la herida de la cabeza. No lo hagas.

Hizo una pausa.

–¿Te puedo hacer una pregunta personal?

Lisbeth lo miró de reojo. Él aguardó hasta que ella asintió con la cabeza.

–Ese dragón que tienes tatuado… no lo he visto entero, pero he podido constatar que es muy grande y que te cubre una buena parte de la espalda. ¿Por qué te lo hiciste?

–¿Que no lo has visto entero?

De repente él sonrió.

–Bueno, quiero decir que lo vi de pasada, porque cuando te tuve desnuda frente a mí yo estaba bastante ocupado cortando hemorragias, sacándote balas y cosas por el estilo.

–¿Por qué lo preguntas?

–Simple curiosidad.

Lisbeth Salander reflexionó durante un buen rato. Luego lo miró.

–Me lo hice por una razón personal de la que no quiero hablar.

Anders Jonasson meditó la respuesta y movió pensativo la cabeza.

–Vale. Perdona la pregunta.

–¿Quieres verlo?

Él pareció asombrarse.

–Sí. ¿Por qué no?

Le volvió la espalda y se quitó el camisón. Se puso de pie y se colocó de tal forma que la luz de la ventana iluminó su espalda. Él constató que el dragón le cubría una zona de la parte derecha de la espalda. Empezaba en el hombro y le bajaba por el omoplato hasta terminar en una cola que descansaba sobre la cadera. Era un trabajo bonito y muy profesional. Una verdadera obra de arte.

Al cabo de un rato, Lisbeth volvió la cabeza.

–¿Satisfecho?

–Es bonito. Pero debieron de hacerte un daño de mil demonios.

–Sí -reconoció ella-. Dolió.

Anders Jonasson abandonó la habitación de Lisbeth Salander algo desconcertado. Estaba contento con el progreso de su rehabilitación física. Pero no llegaba a comprender a esa curiosa chica. No era necesario tener un máster en psicología para darse cuenta de que mentalmente no se encontraba demasiado bien. Su trato con él era correcto, pero no exento de una áspera desconfianza. Jonasson también tenía entendido que ella se mostraba educada con el resto del personal, pero que no pronunciaba palabra cuando la visitaba la policía. Se encerraba a cal y canto en su caparazón y marcaba en todo momento una distancia con su entorno.

La policía la había encerrado y un fiscal iba a procesarla por intento de homicidio y por un delito de lesiones graves. Le intrigaba que una chica tan pequeña y de constitución tan frágil hubiese poseído la fuerza física que se necesitaba para llevar a cabo ese tipo de violencia, en especial teniendo en cuenta que la violencia se había dirigido contra hombres ya talluditos.

Le había preguntado por el tatuaje del dragón más que nada para encontrar un tema personal sobre el que hablar. A decir verdad, no le interesaba en absoluto la razón por la que ella había adornado su cuerpo de esa forma tan exagerada, pero suponía que si había elegido estamparlo con un tatuaje tan grande, era porque sin duda éste tendría un especial significado para ella. De modo que ése podría ser un buen tema para iniciar una conversación.

Había adquirido la costumbre de visitarla un par de veces por semana. En realidad, las visitas quedaban fuera de su horario, y además su médico era Helena Endrin. Pero Anders Jonasson era el jefe de la unidad de traumatología y estaba inmensamente satisfecho del trabajo que realizó la noche en la que Lisbeth Salander entró en urgencias. Tomó la decisión correcta cuando eligió extraerle la bala y, según había podido constatar, la lesión no le había dejado secuelas como lagunas de memoria, disminución de las funciones corporales u otras minusvalías. Si su mejoría siguiera progresando de la misma manera, abandonaría el hospital con una cicatriz en el cuero cabelludo, pero sin más complicaciones. No podía pronunciarse, en cambio, sobre las cicatrices que tal vez tuviera en el alma.

Regresó a su despacho y descubrió que un hombre con americana oscura se encontraba junto a la puerta apoyado en la pared. Tenía el pelo enmarañado y una barba muy bien cuidada.

–¿El doctor Jonasson?

–Sí.

–Hola, soy Peter Teleborian, el médico jefe de la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan, en Uppsala.

–Sí, ya te conozco.

–Bien. Me gustaría hablar contigo un momento en privado si tienes tiempo.

Anders Jonasson abrió la puerta de su despacho con la llave.

–¿En qué puedo ayudarte? – le preguntó Anders Jonasson.

–Se trata de una de tus pacientes: Lisbeth Salander. Necesito verla.

–Mmm. En ese caso debes pedirle permiso al fiscal. Está detenida y le han prohibido las visitas. Además, hay que informar con antelación a su abogada…

–Sí, sí, ya lo sé. Pero pensaba que en este caso nos podríamos saltar toda esa burocracia. Soy médico, de modo que me podrías dejar hablar con ella por razones puramente médicas.

–Bueno, tal vez se pueda justificar así. Pero no acabo de entender el motivo.

–Durante años fui el psiquiatra de Salander mientras estuvo ingresada en el Sankt Stefan de Uppsala. Seguí su evolución hasta que cumplió dieciocho años y el tribunal autorizó su inserción en la sociedad, aunque bajo tutela administrativa. Tal vez deba añadir que yo, naturalmente, me opuse a esa decisión. Desde entonces la han dejado ir a la deriva y hoy vemos el resultado.

–Entiendo -dijo Anders Jonasson.

–Sigo sintiendo una gran responsabilidad por ella y me gustaría tener la oportunidad de evaluar hasta qué punto ha empeorado durante los últimos diez años.

–¿Empeorado?

–En comparación con cuando era adolescente y recibía cuidados especializados. He pensado que podríamos buscar una solución adecuada, entre médicos.

–Por cierto, ahora que recuerdo… Quizá me puedas ayudar con un tema que no entiendo muy bien. Entre médicos, quiero decir. Cuando ella ingresó aquí, en Sahlgrenska, mandé que le hicieran una amplia evaluación médica. Un colega pidió su informe pericial de psiquiatría forense. Estaba redactado por un tal Jesper H. Löderman.

–Correcto. Yo fui el director de su tesis doctoral. – Muy bien. Pero el informe resultaba muy impreciso.

–¿Ah, sí?

–No se da ningún diagnóstico; más bien parece el estudio académico de un paciente callado. Peter Teleborian se rió.

–Sí, no siempre es fácil tratar con ella. Como queda claro en el informe, ella se negaba en redondo a participar en las entrevistas de Löderman. Lo que ocasionó que él se viera obligado a expresarse con términos algo vagos, cosa completamente correcta por su parte.

–De acuerdo. Pero, aun así, lo que se recomendaba era que ella fuera internada.

–Eso se basa en su historial. Nuestra experiencia sobre la evolución de su cuadro clínico se remonta a muchos años atrás.

–Eso es justo lo que no acabo de entender. Cuando ella ingresó aquí pedimos su historial a Sankt Stefan. Pero todavía no nos lo han mandado.

–Lo siento. Pero está clasificado por decisión del tribunal.

–Entiendo. ¿Y cómo vamos a ofrecerle una adecuada asistencia médica en el Sahlgrenska si no podemos acceder a su historial? Porque, de hecho, ahora somos nosotros los que tenemos la responsabilidad médica sobre ella.

–Yo me he ocupado de ella desde que tenía doce años y no creo que haya ningún médico en toda Suecia que conozca tan bien su cuadro clínico.

–¿Y cuál es…?

–Lisbeth Salander adolece de un grave trastorno psicológico. Como tú bien sabes, la psiquiatría no es una ciencia exacta. Prefiero no comprometerme ofreciendo un solo diagnóstico exacto. Pero sufre evidentes alucinaciones que presentan claros rasgos paranoicos y esquizofrénicos. En su cuadro también se incluyen períodos maníaco-depresivos y carece por completo de empatía.

Anders Jonasson examinó al doctor Peter Teleborian durante diez segundos para, acto seguido, realizar un gesto con las manos manifestando su poca intención de discutir.

–No seré yo quien le discuta un diagnóstico al doctor Teleborian, pero ¿nunca has pensado en un diagnóstico más sencillo?

–¿Cuál?

–El síndrome de Asperger, por ejemplo. Es cierto que no le he hecho ningún examen psiquiátrico, pero si tuviera que adivinar a botepronto lo que padece, pensaría en algún tipo de autismo como lo más probable. Eso explicaría su incapacidad para aceptar las convenciones sociales.

–Lo siento, pero los pacientes de Asperger no suelen quemar a sus padres. Créeme: nunca he visto un caso de sociopatía más claro.

–Yo la veo más bien cerrada, pero no como una psicópata paranoica.

–Es manipuladora a más no poder -dijo Peter Teleborian-. Sólo muestra lo que ella cree que tú quieres ver.

Anders Jonasson frunció imperceptiblemente el ceño. De repente, Peter Teleborian contradecía por completo su propia evaluación sobre Lisbeth Salander. Si había algo que Jonasson no creía de ella era que fuera manipuladora. Todo lo contrario: se trataba de una persona que, impertérrita, mantenía la distancia con su entorno y no mostraba ningún tipo de emoción. Intentaba casar la imagen que Teleborian describía con la que él se había forjado sobre Lisbeth Salander.

–Y eso que tú sólo la has tratado durante el breve período de tiempo en el que sus lesiones la han obligado a permanecer quieta. Yo he sido testigo de sus violentos arrebatos y de su odio irracional. He dedicado muchos años a intentar ayudar a Lisbeth Salander. Por eso he venido hasta aquí. Propongo una colaboración entre el Sahlgrenska y Sankt Stefan.

–¿A qué tipo de colaboración te refieres?

–Tú te encargas de sus problemas físicos; no me cabe duda de que le estás dando las mejores atenciones posibles. Pero estoy muy preocupado por su estado psíquico y me gustaría poder tratarla cuanto antes. Estoy dispuesto a prestar toda mi ayuda.

–Ya.

–Necesito verla para realizar, en primer lugar, una evaluación de su estado.

–Entiendo. Pero, desafortunadamente, no te puedo ayudar.

–¿Perdón?

–Como ya te he dicho, está detenida. Si quieres iniciar un tratamiento psiquiátrico con ella, dirígete a la fiscal Jervas, que es quien toma las decisiones en ese tipo de asuntos, y, además, eso tendría que hacerse con el consentimiento de su abogada, Annika Giannini. Si se trata de una evaluación forense, es el tribunal el que debería encargarte esa tarea.

–Ésa es, precisamente, toda la burocracia que yo quería evitar.

–Ya, pero yo respondo de ella y si dentro de poco ha de ir a juicio, necesitamos tener en regla los papeles de todas las medidas que hemos adoptado. De modo que esa vía burocrática se hace imprescindible.

–Muy bien. Entonces puedo informarte de que ya he recibido una petición del fiscal Richard Ekström de Estocolmo para que la someta a un examen psiquiátrico forense. Algo que se realizará de cara a la celebración del juicio.

–Estupendo. Entonces te permitirán visitarla sin que tengamos que saltarnos el reglamento.

–Pero mientras hacemos todo ese papeleo corremos el riesgo de que su estado empeore. Sólo me interesa su salud.

–A mí también -dijo Anders Jonasson-. Y, entre nosotros: no veo ningún síntoma que me indique que es una enferma mental. Se encuentra maltrecha y sometida a una situación de gran tensión. Pero no veo en absoluto que sea esquizofrénica o que sufra de obsesiones paranoicas.

El doctor Peter Teleborian dedicó algún tiempo más a intentar convencer a Anders Jonasson para que cambiara su decisión. Cuando al fin comprendió que resultaba inútil, se levantó bruscamente y se despidió.

Anders Jonasson permaneció un largo instante contemplando pensativo la silla en la que había estado sentado Teleborian. Era cierto que no resultaba del todo inusual que otros médicos contactaran con él para darle sus consejos u opiniones con respecto al tratamiento de algún paciente. Pero se trataba, casi exclusivamente, de doctores que ya eran responsables de un tratamiento en curso; ésta era la primera vez que un psiquiatra aterrizaba como un platillo volante e insistía -saltándose todos los trámites burocráticos- en que le dejara ver a una paciente a quien, al parecer, llevaba años sin tratar. Al cabo de un momento, Anders Jonasson le echó un vistazo al reloj y constató que eran poco menos de las siete de la tarde. Cogió el teléfono y llamó a Martina Karlgren, la psicóloga de apoyo cuyos servicios ofrecía el Sahlgrenska a los pacientes que habían sufrido un trauma.

–Hola. Supongo que ya has acabado por hoy. ¿Te llamo en mal momento?

–No te preocupes. Estoy en casa y no hago nada en particular.

–Es que tengo una duda: tú has hablado con nuestra paciente Lisbeth Salander… ¿Me podrías decir cuáles son tus impresiones?

–Bueno, la he visitado tres veces y me he prestado a hablar con ella. Y siempre ha declinado la oferta, de forma amable pero resuelta.

–Ya, pero ¿qué impresión te produce?

–¿Qué quieres decir?

–Martina, sé que no eres psiquiatra, pero eres una persona inteligente y sensata. ¿Qué impresión te ha dado?

Martina Karlgren dudó un instante.

–No sé muy bien cómo contestar a esa pregunta. La vi dos veces cuando estaba prácticamente recién ingresada y se encontraba en tan mal estado que no conseguí establecer ningún verdadero contacto con ella. Luego la volví a visitar, hará más o menos una semana, porque me lo pidió Helena Endrin.

–¿Y por qué te pidió Helena que la visitaras?

–Lisbeth Salander se está recuperando. Y se pasa la mayor parte del tiempo tumbada en la cama mirando fijamente al techo. La doctora Endrin quería que yo le echara un vistazo.

–¿Y qué pasó?

–Me presenté. Charlamos durante un par de minutos. Quise saber cómo se encontraba y si necesitaba hablar con alguien. Me dijo que no. Le pregunté si podía hacer algo por ella y me pidió que le pasara a escondidas un paquete de tabaco.

–¿Se mostró irritada u hostil?

Martina Karlgren meditó la respuesta un instante.

–No. Yo diría que no. Estaba tranquila, pero mantenía una gran distancia. Que me pidiera que le pasara un paquete de tabaco en plan contrabando me pareció más una broma que una petición seria. Le pregunté si le apetecía leer algo, si quería que le prestara algún libro. Al principio no quiso nada, pero luego me preguntó si tenía alguna revista científica que hablara de la genética y de la investigación neurológica.

–¿De qué?

–De genética.

–¿De genética?

–Sí. Le contesté que en nuestra biblioteca había algunos libros de divulgación general. No era eso lo que le interesaba. Dijo que ya había leído unos cuantos libros sobre el tema y mencionó unos títulos, básicos, por lo visto, de los que no he oído hablar en mi vida. Así que lo que le interesaba era la pura investigación en ese campo.

–¿Ah, sí? – se asombró Anders Jonasson.

–Le comenté que lo más seguro era que no tuviéramos libros tan especializados en nuestra biblioteca; lo cierto es que hay más de Philip Marlowe que de literatura científica, pero que vería si podía encontrar algo.

–¿Y encontraste algo?

–Subí y cogí unos ejemplares de Nature y New England Journal of Medicine. Se puso muy contenta y me dio las gracias por la molestia.

–Pero son revistas bastante especializadas; allí no hay más que ensayos e investigación pura y dura.

–Pues las lee con gran interés.

Anders Jonasson se quedó mudo un instante.

–¿Cómo juzgas tú su estado psicológico?

–Es muy cerrada. Conmigo no ha hablado de absolutamente nada de carácter privado.

–¿La ves como psíquicamente enferma, maníaco-depresiva o paranoica?

–No, en absoluto. En ese caso te habría avisado. Es cierto que es muy suya, que tiene grandes problemas y que se encuentra en una situación de mucho estrés. Pero está tranquila y lúcida, y parece capaz de controlar la situación.

–De acuerdo.

–¿Por qué lo preguntas? ¿Ha pasado algo?

–No, no ha pasado nada. Es sólo que no llego a comprenderla.

Capítulo 10

Sábado, 7 de mayo -

Jueves, 12 de mayo

Mikael Blomkvist apartó la carpeta con la investigación que le había enviado el freelance Daniel Olofsson desde Gotemburgo. Pensativo, miró por la ventana y se puso a contemplar el trasiego de gente que pasaba por Götgatan. Era una de las cosas que más le gustaban de su despacho. Götgatan estaba llena de vida las veinticuatro horas del día y cuando se sentaba junto a la ventana nunca se sentía del todo aislado o solo.

Sin embargo, se sentía estresado a pesar de no tener ningún asunto urgente entre manos. Había seguido trabajando obstinadamente en esos textos con los que tenía intención de llenar el número veraniego de Millennium, pero al final se había dado cuenta de que el material era tan abundante que ni siquiera un número temático sería suficiente. Le estaba sucediendo lo mismo que con el caso Wennerström, así que optó por publicar los textos en forma de libro. Ya tenía material para algo más de ciento cincuenta páginas, pero calculaba que podría llegar a trescientas o trescientas cincuenta.

Lo más sencillo ya estaba: había descrito los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman y dado cuenta de las circunstancias que lo llevaron a descubrir sus cuerpos. Había explicado por qué Lisbeth Salander se convirtió en sospechosa. Dedicó un capítulo entero de treinta y siete páginas a fulminar, por una parte, todo lo que la prensa había escrito sobre Lisbeth y, por otra, al fiscal Richard Ekström y, de forma indirecta, toda la investigación policial. Tras una madura reflexión, había suavizado la crítica dirigida tanto a Bublanski como a sus colegas. Lo hizo después de haber estudiado el vídeo de una rueda de prensa de Ekström en la que resultaba evidente que Bublanski se encontraba sumamente incómodo y manifiestamente descontento con las precipitadas conclusiones de Ekström.

Tras la inicial descripción de los dramáticos acontecimientos, retrocedió en el tiempo hasta la llegada de Zalachenko a Suecia, la infancia de Lisbeth Salander y todo el cúmulo de circunstancias que la llevó a ser recluida en la clínica Sankt Stefan de Uppsala. Se esmeró mucho en cargarse por completo las figuras del doctor Peter Teleborian y la del fallecido Gunnar Björck. Incluyó el informe psiquiátrico forense de 1991 y explicó las razones por las que Lisbeth Salander se había convertido en una amenaza para esos anónimos funcionarios del Estado que se encargaban de proteger al desertor ruso. Reprodujo gran parte de la correspondencia mantenida entre Teleborian y Björck.

Luego reveló la nueva identidad de Zalachenko y su actividad como gánster a tiempo completo. Habló del colaborador Ronald Niedermann, del secuestro de Miriam Wu y de la intervención de Paolo Roberto. Por último, resumió el desenlace de la historia de Gosseberga, donde Lisbeth Salander fue enterrada viva tras recibir un tiro en la cabeza, y explicó los motivos de la inútil y absurda muerte de un agente de policía cuando Niedermann, en realidad, ya había sido capturado.

A partir de ahí el relato avanzaba con más lentitud. El problema de Mikael era que la historia seguía presentando considerables lagunas: Gunnar Björck no había actuado solo; tenía que existir un grupo más grande, influyente y con recursos detrás de todo lo ocurrido. Cualquier otra cosa sería absurda. Pero al final llegaba a la conclusión de que el denigrante y abusivo trato que le habían dispensado a Lisbeth Salander no podría haber sido autorizado por el gobierno ni por la Dirección de la Policía de Seguridad. Tras esa conclusión no se escondía una desmedida confianza en los poderes del Estado sino su fe en la naturaleza humana. Si hubiera tenido una base política, una operación de ese calibre nunca podría haberse mantenido en secreto: alguien habría tenido que arreglar cuentas pendientes con alguien y se habría ido de la lengua, tras lo cual ya haría muchos años que los medios de comunicación habrían descubierto el caso Salander.

Se imaginaba al club de Zalachenko como un reducido y anónimo grupo de activistas. Sin embargo, el problema era que no podía identificar a ninguno de ellos, aparte de, posiblemente, a Göran Mårtensson, de cuarenta años, policía con cargo secreto que se dedicaba a seguir a Mikael Blomkvist.

La idea era que el libro estuviera terminado e impreso para estar en la calle el mismo día en el que se iniciara el juicio contra Lisbeth Salander. Christer Malm y él tenían en mente una edición de bolsillo, que se entregaría plastificada junto con el número especial de verano de Millennium y que se vendería a un precio más alto del habitual. Había repartido una serie de tareas entre Henry Cortez y Malin Eriksson, que tendrían que producir textos sobre la historia de la policía de seguridad, el caso IB y temas similares.

Ya estaba claro que iba a haber un juicio contra Lisbeth Salander.

El fiscal Richard Ekström había dictado auto de procesamiento por graves malos tratos en el caso de Magge Lundin y por graves malos tratos o, en su defecto, intento de homicidio en el caso de Karl Axel Bodin, alias Alexander Zalachenko.

Aún no se había fijado la fecha de la vista, pero, gracias a unos colegas de profesión, Mikael se había enterado de que Ekström estaba preparando el juicio para el mes de julio, aunque eso dependía del estado de salud de Lisbeth Salander. Mikael entendió la intención: un juicio en pleno verano siempre despierta menos atención que uno en otras épocas del año.

Arrugó la frente y miró por la ventana de su despacho.

Todavía no ha terminado: la conspiración contra Lisbeth Salander continúa. Es la única manera de explicar los teléfonos pinchados, que atacaran a Annika, el robo del informe sobre Salander de 1991. Y, tal vez, el asesinato de Zalachenko.

Pero no tenía pruebas.

Tras consultar a Malin Eriksson y Christer Malm, Mikael tomó la decisión de que la editorial de Millennium también publicaría, antes del juicio, el libro de Dag Svensson sobre el trafficking. Era mejor presentar todo el lote a la vez, y no había razón alguna para esperar. Todo lo contrario: el libro no despertaría el mismo interés en ningún otro momento. Malin era la principal responsable de la edición final del libro de Dag Svensson, mientras que Henry Cortez ayudaba a Mikael a redactar el del caso Salander. De ese modo, Lottie Karim y Christer Malm (este último en contra de su voluntad) pasaban a ser temporales secretarios de redacción de Millennium y Monica Nilsson se convertía en la única reportera disponible. La consecuencia de este incremento en la carga de trabajo fue que toda la redacción anduviera de culo y que Malin Eriksson se viera obligada a contratar a numerosos periodistas freelance para producir textos. Temían que les saliera caro, pero no les quedó otra elección.

Mikael anotó en un post-it amarillo que tenía que aclarar el tema de los derechos de autor con la familia de Dag Svensson. Había averiguado que sus padres vivían en Örebro y que eran los únicos herederos. En la práctica, no necesitaba ningún permiso para publicar el libro en nombre de Dag Svensson, pero, en cualquier caso, tenía la intención de ir a Örebro, hacerles una visita y obtener su consentimiento. Lo había ido aplazando porque había estado demasiado ocupado, pero ya era hora de resolver ese detalle.

Luego sólo quedaban otros cientos de detalles. Algunos de ellos concernían a la cuestión del enfoque que le iba a dar a la figura de Lisbeth Salander en los textos. Para poder determinarlo de manera definitiva debía hablar con ella personalmente para que le permitiera contar toda la verdad o, por lo menos, una parte. Pero esa conversación privada no se llegaría a mantener, ya que Lisbeth Salander se encontraba detenida y tenía prohibidas las visitas.

En ese aspecto tampoco Annika Giannini era de gran ayuda. Ella seguía a rajatabla el reglamento vigente y no tenía intención de hacerle a su hermano de chica de los recados llevándole y trayéndole mensajes secretos. Annika tampoco contaba nada de lo que trataba con su clienta, a excepción de los detalles que se referían a la conspiración maquinada contra ella, con los que Annika necesitaba ayuda. Resultaba frustrante pero correcto. Por lo tanto, Mikael no tenía ni idea de si Lisbeth le había revelado a Annika que su ex administrador la había violado y que ella se había vengado tatuándole un llamativo mensaje en el estómago. Mientras Annika no sacara el tema, Mikael tampoco lo haría.

Pero lo que constituía un verdadero problema era, sobre todo, el aislamiento de Lisbeth Salander. Ella era una experta informática y una hacker, cosa que Mikael conocía pero Annika no. Mikael le había hecho a Lisbeth la promesa de que nunca revelaría su secreto. Y la había cumplido. El único inconveniente estaba en que ahora él sentía la imperiosa necesidad de recurrir a las habilidades de Lisbeth Salander.

Así que tenía que ponerse en contacto con ella como fuera.

Suspiró, abrió nuevamente la carpeta de Daniel Olofsson y sacó dos papeles. Uno era un extracto del registro de pasaportes en el que figuraba un tal Idris Ghidi, nacido en 1950. Se trataba de un hombre con bigote, tez morena y pelo negro con canas en las sienes.

El otro documento contenía el resumen que había hecho Daniel Olofsson sobre la vida de Idris Ghidi.

Ghidi era un refugiado kurdo de Irak. Daniel Olofsson había buscado bastante más información sobre Idris Ghidi que sobre ningún otro empleado. La explicación de esa descompensación informativa residía en que, durante un tiempo, Idris Ghidi había despertado la atención de los medios de comunicación, por lo que su nombre figuraba en varios textos de la hemeroteca.

Nacido en 1950 en la ciudad de Mosul, al norte de Irak, hizo la carrera de ingeniería y participó en el gran salto económico que se produjo en el país en los años setenta. En 1984 empezó a trabajar como profesor de técnicas de construcción en el instituto de bachillerato de Mosul. No era conocido como activista político. Sin embargo, era kurdo y, por tanto, un criminal en potencia en el Irak de Sadam Hussein. En octubre de 1987 el padre de Idris Ghidi fue detenido, sospechoso de ser un activista kurdo. No se daban más detalles sobre la naturaleza exacta del delito. Lo ejecutaron, probablemente en enero de 1988, acusado de traicionar a la patria. Dos meses más tarde, la policía secreta iraquí fue a buscar a Idris Ghidi cuando acababa de empezar una clase sobre la resistencia de materiales en la construcción de puentes. Lo llevaron a una cárcel de las afueras de Mosul donde, durante once meses, fue sometido a prolongadas torturas con el único objetivo de hacerle confesar. A Idris Ghidi nunca le quedó muy claro qué era lo que debía confesar, de modo que las torturas continuaron.

En marzo de 1989, un tío de Idris Ghidi pagó una cantidad de dinero equivalente a unas cincuenta mil coronas suecas al líder local del Partido Baath, algo que se consideró suficiente recompensa por el daño que había ocasionado Idris Ghidi al Estado iraquí. Lo soltaron dos días más tarde y se lo entregaron a su tío. En el momento de la liberación pesaba treinta y nueve kilos y era incapaz de andar. Antes de liberarlo, le destrozaron la cadera izquierda con un mazo para que en el futuro no anduviera por ahí haciendo tonterías.

Idris Ghidi se debatió entre la vida y la muerte durante varias semanas. Un tiempo después, cuando ya estaba bastante recuperado, su tío lo trasladó a la granja de un pueblo situado a unos sesenta kilómetros de Mosul. Durante el verano fue cogiendo fuerzas hasta que reunió las suficientes para volver a aprender a andar, aunque con la ayuda de unas muletas. Tenía muy claro que no se recuperaría del todo. Su única duda era qué iba a hacer en el futuro. De repente, un día de agosto, le informaron de que sus dos hermanos habían sido detenidos por la policía secreta. Nunca los volvería a ver. Suponía que se hallarían enterrados bajo algún montón de tierra en las afueras de Mosul. En septiembre, su tío se enteró de que la policía de Sadam Hussein lo estaba buscando de nuevo. Fue entonces cuando Idris Ghidi tomó la decisión de ir a ver a uno de esos parásitos anónimos que, a cambio de una recompensa equivalente a unas treinta mil coronas, lo llevó al otro lado de la frontera con Turquía y, de allí, con la ayuda de un pasaporte falso, a Europa.

Idris Ghidi aterrizó en Suecia, en el aeropuerto de Arlanda, el 19 de octubre de 1989. No sabía ni una palabra de sueco, pero le habían dado instrucciones para que se dirigiera a la policía del control de pasaportes y solicitara asilo político de inmediato, cosa que hizo en un defectuoso inglés. Fue trasladado a un centro de refugiados políticos de Upplands-Väsby, donde pasó los dos años siguientes, hasta que la Dirección General de Inmigración decidió que Idris Ghidi carecía de suficientes razones de peso para que le fuera concedido el permiso de residencia.

A esas alturas, Ghidi ya había aprendido sueco y recibido asistencia médica por su maltrecha cadera. Lo habían operado dos veces y podía desplazarse sin muletas. Mientras tanto, en Suecia, tuvo lugar el debate de Sjöbo, surgido a raíz de que los gobernantes de ese municipio se hubieran negado a recibir emigrantes, varios centros de acogida de refugiados políticos fuesen objeto de atentados y Bert Karlsson fundara el partido político Nueva Democracia.

Que Idris Ghidi figurara en la hemeroteca se debía, en concreto, a que, a última hora, consiguió un nuevo abogado que se dirigió a los medios de comunicación para explicar su situación. Otros kurdos establecidos en Suecia se comprometieron con el caso, entre ellos algunos miembros de la combativa familia Baksi. Se convocaron reuniones de protesta y se redactaron varias peticiones a la ministra de Inmigración Birgit Friggebo. Todo esto recibió tanta atención mediática que la Dirección General de Inmigración cambió de parecer y Ghidi obtuvo el permiso de residencia y de trabajo en el Reino de Suecia. En enero de 1992 abandonó el centro de refugiados de Upplands-Väsby como un hombre libre.

Tras su salida del centro de refugiados empezó una nueva etapa: debía encontrar un empleo al tiempo que continuaba yendo a fisioterapia por su cadera. Idris Ghidi no tardó en descubrir que el hecho de ser un ingeniero técnico bien preparado, con un buen expediente y muchos años de experiencia, no significaba absolutamente nada. Durante los siguientes años trabajó como repartidor de periódicos, lavaplatos, limpiador y taxista. Tuvo que dejar el empleo de repartidor por algo tan simple como que no podía subir y bajar escaleras al ritmo que se le exigía. Le gustaba ser taxista excepto por dos cosas: desconocía por completo el plano de las calles y carreteras de la región de Estocolmo y era incapaz de permanecer más de una hora quieto en la misma posición sin que el dolor de cadera se hiciera insufrible.

En el mes de mayo de 1998, Idris Ghidi se mudó a Gotemburgo. La razón fue que un familiar lejano se compadeció de él y le ofreció un empleo fijo en una empresa de limpieza. A Idris Ghidi le resultaba imposible trabajar a jornada completa, así que le dieron un puesto a media jornada como encargado de un equipo de limpieza del hospital de Sahlgrenska con el que la empresa tenía una contrata. Su trabajo era fácil y rutinario y consistía en fregar suelos, seis días por semana, en una serie de pasillos, entre ellos el 11 C.

Mikael Blomkvist leyó el resumen de Daniel Olofsson y examinó el retrato de Idris Ghidi que aparecía en el registro de pasaportes. Luego entró en la hemeroteca y descargó varios de los artículos utilizados por Olofsson para su resumen. Los leyó con mucha atención y se quedó reflexionando durante un buen rato. Encendió un cigarrillo: con Erika Berger fuera, la prohibición de fumar en la redacción no había tardado en ablandarse. Henry Cortez tenía incluso -ostensiblemente- un cenicero sobre su mesa.

Por último, Mikael sacó la hoja que Daniel Olofsson había redactado sobre el doctor Anders Jonasson. La leyó con unos pliegues en la frente de lo más profundos.

El lunes, Mikael Blomkvist no vio el coche con la matrícula KAB y no tuvo la sensación de que lo estuvieran siguiendo pero, aun así, decidió jugar sobre seguro cuando, desde Akademibokhandeln, se dirigió a la entrada lateral de los grandes almacenes NK, por donde accedió, para a continuación salir por la puerta principal; haría falta ser un superhombre para poder vigilar a una persona dentro de NK. Apagó sus dos móviles y pasó por el centro comercial Gallerian hasta la plaza de Gustaf Adolf, llegó hasta el edificio del Riksdag y entró en Gamla Stan. Por lo que pudo ver, nadie lo estaba siguiendo. Se fue metiendo por algunas pequeñas y estrechas calles y dando grandes rodeos hasta que llegó a la dirección correcta y llamó a la puerta de la editorial Svartvitt.

Eran las dos y media de la tarde. Mikael llegó sin previo aviso, pero allí estaba el redactor Kurdo Baksi, a quien se le iluminó la cara cuando descubrió a Mikael Blomkvist.

–¡Hombre, mira quién ha venido! – exclamó Kurdo Baksi cariñosamente-. Ya nunca vienes a verme.

–¿Ah, no? ¿Y qué es lo que estoy haciendo ahora? – dijo Mikael.

–Ya, pero han pasado por lo menos tres años desde la última vez.

Se estrecharon la mano.

Mikael Blomkvist conocía a Kurdo Baksi desde los años ochenta. Él fue una de las personas que le echó una mano a Kurdo cuando éste empezó a sacar su revista Svartvitt haciendo fotocopias clandestinas por la noche en las oficinas del sindicato LO. Kurdo fue pillado in fraganti por Per-Erik ström, por aquel entonces secretario de investigación de LO, quien años más tarde se convertiría en cazador de pedófilos y prestaría sus servicios a la asociación de ayuda a la infancia Rädda Barnen. Una noche, ya tarde, ström entró en la sala de la fotocopiadora y se encontró con un cabizbajo Kurdo Baksi junto a montones de páginas del primer número de Svartvitt. ström le echó un vistazo a la pésimamente maquetada portada y dijo que con esa puta pinta la revista no iba a ningún sitio. Luego diseñó el logotipo que figuraría en la cabecera de Svartvitt durante quince años, hasta que la revista pasó a mejor vida y se convirtió en la editorial Svartvitt. Por esa época, Mikael estaba atravesando un horrible período como informador del gabinete de prensa de LO: su única experiencia en el mundo de los informadores. Per-Erik ström lo convenció para que corrigiera las pruebas y ayudara a Kurdo a editar Svartvitt. A partir de ese momento, Kurdo Baksi y Mikael Blomkvist se hicieron amigos.

Mikael Blomkvist se sentó en un sofá mientras Kurdo Baksi iba a por café a la máquina del pasillo. Estuvieron charlando un rato de todo un poco, tal y como sucede cuando pasas mucho tiempo sin ver a un amigo, pero fueron interrumpidos una y otra vez porque el móvil de Kurdo no paró de sonar y él no hacía más que mantener breves conversaciones telefónicas en kurdo o posiblemente turco o árabe o alguna otra lengua que Mikael no entendía. Cada vez que Mikael visitaba la editorial Svartvitt se repetía la misma historia: la gente llamaba de todo el mundo para hablar con Kurdo.

–Querido Mikael: te veo preocupado. ¿Qué te pasa? – acabó preguntando Kurdo.

–¿Puedes apagar el móvil durante cinco minutos para que hablemos tranquilos?

Kurdo apagó el teléfono.

–Vale… necesito que me hagas un favor. Un importante y urgente favor… Y el tema no puede salir de esta habitación.

–Tú dirás.

–En 1989 un refugiado kurdo llamado Idris Ghidi llegó a Suecia procedente de Irak. Cuando estaba a punto de ser extraditado, tu familia le ayudó, gracias a lo cual consiguió el permiso de residencia. No sé si fue tu padre u otro miembro de tu familia.

–Fue mi tío, Mahmut Baksi. Conozco a Idris. ¿Qué le pasa?

–En la actualidad trabaja en Gotemburgo. Necesito que me haga un trabajo sencillo. Pagado, claro.

–¿Qué tipo de trabajo?

–Kurdo: ¿tú confías en mí?

–Por supuesto. Somos amigos.

–El trabajo que necesito que haga es algo peculiar. Muy peculiar. No quiero contarte en qué consiste, pero te aseguro que no se trata de nada ilegal o que os vaya a crear problemas a ti o a Idris Ghidi.

Kurdo Baksi observó atentamente a Mikael Blomkvist.

–Entiendo. Y no quieres contarme de qué se trata.

–Cuanta menos gente lo sepa, mejor. Lo que necesito es que le hables a Idris de mí para que esté dispuesto a escuchar lo que tengo que decirle.

Kurdo reflexionó un momento. Luego se acercó a su mesa y abrió una agenda. Tardó poco tiempo en encontrar el número de Idris Ghidi. Acto seguido levantó el auricular. La conversación se mantuvo en kurdo y, a juzgar por la expresión del rostro de Kurdo, se inició con las habituales frases de saludo y cortesía. Luego se puso serio y le explicó la razón de su llamada.

–¿Cuándo quieres verlo?

–Si es posible, el viernes por la tarde. Pregúntale si puedo ir a su casa.

Kurdo siguió hablando un ratito más antes de despedirse y colgar.

–Idris Ghidi vive en Angered -dijo Kurdo Baksi-. ¿Tienes la dirección?

Mikael asintió.

–El viernes llegará a casa sobre las cinco de la tarde. Estará encantado de recibirte.

–Gracias, Kurdo -respondió Mikael.

–Trabaja en el hospital de Sahlgrenska como limpiador -apostilló Kurdo Baksi.

–Ya lo sé -contestó Mikael.

–Bueno, no he podido evitar leer en los periódicos que estás implicado en esa historia de Salander.

–Correcto.

–Le pegaron un tiro.

–Eso es.

–Tengo entendido que está ingresada en el Sahlgrenska.

–También es correcto.

Kurdo Baksi tampoco se había caído de un guindo.

Comprendió que Mikael Blomkvist estaba tramando algo; era su especialidad. Conocía a Mikael desde la década de los ochenta. Nunca habían sido amigos íntimos, pero siempre se habían llevado bien y cada vez que Kurdo le pedía un favor ahí estaba Mikael. En todos esos años se habían tomado alguna que otra cerveza juntos si habían coincidido en alguna fiesta o en algún bar.

–¿Me vas a involucrar en algo que debería saber? – preguntó Kurdo.

–No te voy a involucrar en nada. Tu único papel ha sido el de hacerme el favor de presentarme a uno de tus amigos. Y repito: no le voy a pedir a Idris que haga nada ilegal.

Kurdo asintió. Eso le bastaba. Mikael se levantó.

–Te debo una.

–Hoy por ti, mañana por mí -dijo Kurdo Baksi.

Henry Cortez colgó el teléfono y empezó a hacer tanto ruido al tamborilear con los dedos en el borde de la mesa que Monica Nilsson, molesta, arqueó una ceja y le clavó la mirada. Ella constató que él se encontraba profundamente absorto en sus pensamientos. Se sentía algo irritada por todo en general, pero decidió no pagarlo con él.

Monica Nilsson sabía que Blomkvist andaba chismorreando con Cortez, Malin Eriksson y Christer Malm sobre la historia de Salander, mientras que de ella y de Lottie Karim se esperaba que se encargaran del trabajo duro para el próximo número de una revista que se había quedado sin directora desde que Erika se marchó.

Malin era bastante buena, pero no tenía la experiencia ni el peso de Erika Berger. Y Cortez no era más que un niñato.

La irritación de Monica Nilsson no se debía a que se sintiera excluida o a que ella quisiera el trabajo que hacían ellos: nada más lejos de la realidad. Su misión consistía en cubrir la información relativa al gobierno, al Riksdag y a las direcciones generales. Era un trabajo con el que se encontraba a gusto y que controlaba a la perfección. Además, andaba muy liada con otros encargos, como el de escribir una columna semanal para una revista sindical, diversos trabajos de voluntaria para Amnistía Internacional y algunas cosas más. Eso era incompatible con ser redactora jefe de Millennium, lo cual significaba trabajar doce horas diarias como mínimo y sacrificar los fines de semana y los días festivos.

Sin embargo, tenía la sensación de que algo había cambiado en Millennium. De repente la revista le resultaba extraña. Y no podía precisar con exactitud qué era lo que estaba mal.

Mikael Blomkvist continuaba siendo tan irresponsable como siempre, desaparecía en sus misteriosos viajes e iba y venía como le daba la gana. Cierto: era copropietario de Millennium y podía decidir lo que quería hacer, pero, joder, algo de responsabilidad se le podía pedir, ¿no?

Christer Malm era el otro copropietario y resultaba más o menos igual de útil que cuando estaba de vacaciones. Se trataba sin duda de una persona inteligente y, además, había asumido el puesto de jefe cuando Erika se hallaba de vacaciones u ocupada con otras historias, pero lo que él hacía era más bien llevar a cabo lo que otras personas ya habían decidido. Era brillante en todo lo relacionado con el diseño gráfico y la maquetación, pero completamente retrasado cuando se trataba de planificar una revista.

Monica Nilsson frunció el ceño.

No, estaba siendo injusta; lo que la sacaba de quicio era que algo había ocurrido en la redacción: Mikael trabajaba con Malin y Henry y, en cierto modo, todos los demás se habían quedado fuera. Habían creado su propio círculo y se encerraban en el despacho de Erika… de Malin, y salían todos callados. Con Erika la revista siempre había sido un colectivo. Monica no entendía qué era lo que había ocurrido, aunque sí que la hubieran dejado al margen.

Mikael trabajaba en la historia de Salander y no soltaba prenda. Algo que, por otra parte, era lo más normal: tampoco dijo ni mu sobre el reportaje de Wennerström -ni siquiera a Erika-, pero esta vez tenía a Malin y Henry como confidentes.

En fin, que Monica estaba irritada. Necesitaba unas vacaciones. Necesitaba cambiar de aires. Vio a Henry Cortez ponerse la americana de pana.

–Voy a salir un rato -le comentó-. Dile a Malin que estaré fuera un par de horas.

–¿Qué pasa?

–Creo que tengo una buena historia. Muy buena. Sobre inodoros. Quiero comprobar algunos detalles, pero, si todo sale bien, el número de junio tendrá un buen reportaje.

–¿Inodoros? – preguntó Monica Nilsson, siguiéndolo con la mirada.

Erika Berger apretó los dientes y, lentamente, dejó en la mesa el texto sobre el inminente juicio contra Lisbeth Salander. Se trataba de un texto corto, a dos columnas, que aparecería en la página cinco con las noticias nacionales. Se quedó mirándolo un minuto y frunció los labios. Eran las tres y media del jueves. Llevaba doce días trabajando en el SMP. Cogió el teléfono y llamó al jefe de Noticias Anders Holm.

–Hola. Soy Berger. ¿Puedes buscarme al reportero Johannes Frisk y traérmelo al despacho ahora mismo?

Colgó y esperó pacientemente hasta que Holm entró en el cubo de cristal con paso tranquilo y despreocupado seguido de Johannes Frisk. Erika consultó su reloj.

–Veintidós -dijo.

–¿Qué? – preguntó Holm.

–Veintidós minutos. Has tardado veintidós minutos en levantarte de la mesa, caminar quince metros hasta la de Johannes Frisk y arrastrar tus pies hasta aquí.

–No me has dicho que fuera urgente. Estoy bastante ocupado…

–No te he dicho que no fuera urgente. Te he dicho que buscaras a Johannes Frisk y que vinieras a mi despacho inmediatamente y cuando yo digo inmediatamente es inmediatamente, no esta noche ni la próxima semana ni cuando a ti te plazca levantar el culo de la silla.

–Oye, me parece que…

–Cierra la puerta.

Erika esperó hasta que Anders Holm hubo cerrado la puerta. Lo examinó en silencio. Sin duda, era un jefe de Noticias muy competente y su papel consistía en asegurarse de que el SMP se llenara cada día con los textos adecuados, redactados de modo comprensible y presentados en el orden y con el espacio estipulados en la reunión matutina. En consecuencia, Anders Holm tenía cada día entre sus manos una tremenda cantidad de tareas con las cuales hacía malabarismos sin que ninguna de ellas se le cayera.

El problema de Anders Holm era que ignoraba de forma sistemática las decisiones tomadas por Erika Berger. Durante esas dos semanas ella había tratado de encontrar una fórmula para colaborar con él: había razonado amablemente, había probado a darle órdenes directas, lo había animado a que se replanteara las cosas por sí mismo. Lo había intentado todo para que él entendiera cómo quería ella que fuera el periódico.

Sin ningún resultado.

El texto que ella rechazaba por la tarde acababa, a pesar de todo, yendo a la imprenta por la noche, en cuanto ella se iba a casa. «Se nos cayó un texto y nos quedó un hueco que tenía que llenar con algo.»

El titular que Erika había decidido se veía, de pronto, ignorado y sustituido por otro completamente distinto. Y no era que la elección resultara siempre errónea, pero se llevaba a cabo sin consultar con ella. Y se hacía de forma ostensiva y desafiante.

Siempre se trataba de pequeños detalles. La reunión de la redacción prevista para las 14.00 se adelantaba de repente a las 13.50 sin que nadie se lo comunicara, de manera que, cuando ella llegaba, ya se habían tomado casi todas las decisiones. «Lo siento… entre una cosa y otra se me pasó avisarte.»

Por mucho que lo intentara, Erika Berger no alcanzaba a entender el motivo por el que Anders Holm había adoptado esa actitud hacia ella, pero constató que ni las distendidas conversaciones ni las reprimendas en tono amable surtían efecto. Hasta ahora siempre había preferido no discutir delante de los otros colaboradores de la redacción e intentar dejar su irritación para las conversaciones privadas. Eso no había dado ningún fruto, así que ya iba siendo hora de expresarse con mayor claridad, esta vez ante el colaborador Johannes Frisk, algo que garantizaba que el contenido de la conversación se extendiera por toda la redacción.

–Lo primero que hice cuando empecé fue decirte que tenía un especial interés por todo lo relacionado con Lisbeth Salander. Te manifesté mi deseo de ser informada con antelación de todos los artículos previstos y te dije que quería echarle un vistazo y dar mi visto bueno a todo lo que fuera a ser publicado. Y eso te lo he recordado por lo menos una docena de veces, la última en la reunión del viernes pasado. ¿Qué parte de las instrucciones es la que no entiendes?

–Todos los textos programados o en vías de producción se encuentran en la agenda de la intranet. Se te envían siempre a tu ordenador. Estás informada en todo momento.

–Y una mierda. Cuando esta mañana cogí el SMP de mi buzón me encontré con un artículo a tres columnas sobre Salander y el desarrollo del asunto en torno a Stallarholmen publicado en el mejor espacio posible de Noticias nacionales.

–Sí, el texto de Margareta Orring. Ella es freelance y no me lo dejó hasta las siete de la tarde.

–Margareta Orring llamó para proponer su artículo a las once de la mañana de ayer. Tú lo aprobaste y le encargaste el texto a las once y media. Y en la reunión de las dos de la tarde tú no dijiste ni una palabra al respecto.

–Está en la agenda del día.

–¿Ah, sí? Escucha lo que pone en la agenda del día: «Margareta Orring, entrevista con la fiscal Martina Fransson. Ref: confiscación de droga en Södertälje».

–Sí, claro, la idea original era una entrevista con Martina Fransson referente a una confiscación de esteroides anabolizantes en la que se detiene a un prospect de Svavelsjö MC.

–Exacto. Pero en la agenda del día no se dice ni una palabra sobre Svavelsjö MC ni que la entrevista se fuera a centrar en Magge Lundin y Stallarholmen y, por consiguiente, en la investigación sobre Lisbeth Salander.

–Supongo que eso saldría durante la entrevista…

–Anders, no entiendo por qué, pero me estás mintiendo ante mis propias narices. He hablado con Margareta Orring. Te explicó claramente en qué se iba a centrar su entrevista.

–Lo siento; supongo que no me quedó claro que se fuera a centrar en Salander. Y, además, me lo entregó muy tarde. ¿Qué querías que hiciera? ¿Anularlo todo? La entrevista de Orring era muy buena.

–En eso estamos de acuerdo. El texto es excelente. Pero ya llevas tres mentiras en más o menos el mismo número de minutos. Porque Orring lo dejó a las tres y veinte, o sea, mucho antes de que yo me fuera a casa a eso de las seis.

–Berger, no me gusta tu tono.

–¡Qué bien! Porque, para tu información, te diré que a mí no me gustan ni tu tono ni tus excusas ni tus mentiras.

–Me da la sensación de que piensas que estoy maquinando alguna conspiración contra ti.

–Sigues sin contestar a mi pregunta. Y otra cosa: este texto de Johannes Frisk ha aparecido sobre mi mesa. No recuerdo que hayamos hablado de ello en la reunión de las 14.00. ¿Cómo es posible que uno de nuestros reporteros se haya pasado todo el día trabajando sobre Salander sin que yo esté al corriente?

Johannes Frisk se rebulló en su asiento. Sin embargo, se quedó inteligentemente callado.

–Bueno… hacemos un periódico y debe de haber cientos de textos que tú no conozcas. En el SMP hay unos hábitos a los que debemos adaptarnos todos. No tengo ni el tiempo ni la posibilidad de ocuparme de unos determinados textos de un modo especial.

–No te he pedido que trates ningún texto de un modo especial. Te he exigido que, en primer lugar, me informes de todo lo relacionado con el caso Salander y luego que yo dé mi visto bueno a todo lo que se publica sobre el tema. En fin, una vez más: ¿qué parte de esas instrucciones es la que no entiendes?

Anders Holm suspiró y dejó ver un rostro un atormentado.

–De acuerdo -dijo Erika Berger-. Me expresaré con más claridad; no tengo la intención de estar discutiendo continuamente contigo. A ver si entiendes este mensaje: si esto se repite una vez más, te destituiré del puesto de jefe de Noticias. Será muy sonado y se armará un revuelo de mil demonios, pero luego se calmará y tú acabarás editando la página de Familia, la de Humor o algo por el estilo. No quiero tener un jefe de Noticias en el que no confío, que no está dispuesto a colaborar y que, además, se dedica a minar mis decisiones. ¿Lo has entendido?

Anders Holm hizo un gesto con las manos que insinuaba que las amenazas de Erika Berger eran absurdas.

–¿Lo has entendido? ¿Sí o no?

–Te estoy escuchando.

–Y yo te he preguntado si lo has entendido. ¿Sí o no?

–Crees realmente que vas a salirte con la tuya… Si este periódico sale cada día es porque yo, y otras piezas indispensables de esta máquina, nos matamos trabajando. La junta directiva va a…

–La junta hará lo que yo diga. Estoy aquí para darle un nuevo aire al periódico. Tengo una misión detalladamente formulada que hemos negociado y que me da derecho a introducir importantes cambios por lo que a los jefes de redacción se refiere. Puedo deshacerme de la carroña y reclutar sangre nueva de fuera si así lo deseo. Y te voy a decir una cosa, Holm: cuantos más días pasan, más carroña me pareces.

Erika se calló. Su mirada se cruzó con la de Anders Holm. Parecía furioso.

–Eso es todo -dijo Erika Berger-. Te sugiero que reflexiones sobre lo que te acabo de decir.

–No pienso…

–Tú verás. Eso es todo. Ahora vete.

Se dio la vuelta y salió del cubo de cristal. Ella lo vio atravesar el inmenso mar que era la redacción y desaparecer en dirección a la sala de café. Johannes Frisk se levantó e hizo amago de seguirle los pasos.

–Tú no, Johannes. Quédate. Siéntate.

Sacó su texto y le echó nuevamente un vistazo.

–Tengo entendido que estás haciendo una suplencia.

–Sí. Llevo cinco meses aquí y ésta es la última semana.

–¿Cuántos años tienes?

–Veintisiete.

–Lamento que hayas tenido que presenciar esta batalla entre Holm y yo. Cuéntame la historia de tu artículo.

–Esta mañana me dieron un soplo y se lo comenté a Holm. Me dijo que continuara con la historia.

–Vale. Hablas de que la policía está investigando si Lisbeth Salander se ha visto implicada en la venta de esferoides anabolizantes. ¿Tiene esto alguna relación con el texto de ayer de Södertälje donde también aparece el tema de los esteroides?

–Que yo sepa no, pero es posible. Esta historia de los esteroides tiene que ver con la relación de Salander con los boxeadores: Paolo Roberto y sus amigos.

–¿Paolo Roberto toma anabolizantes?

–¿Qué?… No, claro que no. Se trata más bien del mundo del boxeo. Salander suele entrenarse con una serie de oscuros personajes de un club de Södermalm. Pero bueno, ése es el enfoque de la policía; no el mío. De ahí habrá surgido la sospecha de que ella podría estar implicada en la venta de anabolizantes.

–¿De modo que en lo único que se apoya la historia es en un rumor?

–El hecho de que la policía esté investigando esa posibilidad no es un rumor, es algo cierto. Ahora bien, no tengo ni idea de si se equivocan o no…

–De acuerdo, Johannes. Entonces quiero que sepas que lo que te estoy diciendo ahora no tiene nada que ver con mi relación con Anders Holm. Creo que eres un excelente periodista. Escribes bien y tienes muy buen ojo para los detalles. En resumen: que ésta es una buena historia. Mi único problema es que no me la creo.

–Te puedo asegurar que es ciento por ciento verdadera.

–Pues yo voy a explicarte por qué hay un error fundamental en el artículo. ¿Quién te dio el soplo?

–Una fuente policial.

–¿Quién?

Johannes Frisk dudó. Era una reacción automática. Al igual que todos los demás periodistas del mundo, se mostraba reacio a revelar el nombre de su fuente. Pero, por otra parte, Erika Berger era la redactora jefe y, por consiguiente, una de las pocas personas que podían requerirle esa información.

–Un policía de la brigada de delitos violentos llamado Hans Faste.

–¿Te llamó él a ti o lo llamaste tú a él?