–Quizá hayan salido -dijo Waltari.

–Seguro. Habrán salido por ahí a tomar algo con Niedermann -le contestó Nieminen para, acto seguido, abrir la puerta del coche.

La puerta de la casa no tenía echado el cerrojo. Nieminen encendió la luz. Fueron de habitación en habitación. Todo estaba perfectamente limpio y recogido, algo que sin duda era obra de esa mujer -se llamara como se llamase- con la que vivía Viktor Göransson.

Encontraron a Viktor Göransson y su pareja en el sótano, concretamente en el cuarto destinado a la lavadora.

Nieminen se agachó y contempló los cadáveres. Con un dedo tocó a la mujer cuyo nombre no recordaba: estaba helada y rígida. Tal vez llevaran muertos unas veinticuatro horas.

Nieminen no necesitaba ningún informe forense para determinar cómo habían fallecido: a ella le habían partido el cuello con un giro de cabeza de ciento ochenta grados. Se hallaba vestida con una camiseta y unos vaqueros y, según pudo apreciar Nieminen, no presentaba más lesiones.

En cambio, Viktor Göransson sólo llevaba puestos unos calzoncillos. Había sido salvajemente destrozado a golpes y tenía moratones y sangre por todo el cuerpo. Le habían roto los brazos, que apuntaban en todas direcciones como torcidas ramas de abedul. Había sido víctima de un prolongado maltrato que, por definición, debía ser considerado una tortura. Por lo que Nieminen fue capaz de apreciar, murió de un fuerte golpe asestado en la garganta: tenía la laringe profundamente metida para dentro.

Sonny Nieminen se levantó, subió la escalera del sótano y salió al exterior. Waltari lo siguió. Nieminen atravesó el patio y entró en el establo, que quedaba a unos cincuenta metros de distancia. Levantó el travesaño y abrió la puerta.

Encontró un Renault azul oscuro del año 1991.

–¿Qué coche tenía Göransson? – preguntó Nieminen.

–Un Saab.

Nieminen asintió. Sacó unas llaves del bolsillo de la cazadora y abrió una puerta situada al fondo del establo. Le bastó con echar un rápido vistazo a su alrededor para comprender que había llegado tarde: el pesado armario donde se guardaban las armas se encontraba abierto de par en par.

Nieminen hizo una mueca.

–Más de ochocientas mil coronas -dijo.

–¿Qué? – preguntó Waltari.

–Que Svavelsjö MC guardaba más de ochocientas mil coronas en este armario. Nuestro dinero.

Tan sólo tres personas conocían dónde guardaba Svavelsjö MC el dinero a la espera de invertirlo y blanquearlo: Viktor Göransson, Magge Lundin y Sonny Nieminen. Niedermann estaba huyendo de la policía. Necesitaba dinero. Y sabía que Göransson era el encargado del dinero.

Nieminen cerró la puerta y salió muy despacio del establo. Se sumió en profundas cavilaciones intentando hacerse una idea general de la catástrofe. Una parte de los recursos de Svavelsjö MC se había invertido en bonos a los que él mismo podría tener acceso, y otra podía reconstituirse con la ayuda de Magge Lundin. Pero una gran cantidad del dinero invertido sólo existía en la cabeza de Göransson, a no ser que le hubiese dado indicaciones precisas a Magge Lundin. Algo que Nieminen dudaba, pues a Magge Lundin nunca se le había dado bien la economía. Nieminen estimó que, con la muerte de Göransson, Svavelsjö MC habría perdido grosso modo cerca del sesenta por ciento de sus recursos. Un golpe devastador. Lo que sobre todo necesitaban era dinero para los gastos corrientes.

–¿Qué hacemos ahora? – preguntó Waltari.

–Ahora avisaremos a la policía de lo que ha ocurrido aquí.

–¿Avisar a la policía?

–Sí, joder. Mis huellas dactilares están en esa casa. Quiero que encuentren cuanto antes a Göransson y a su puta para que los forenses puedan determinar que murieron mientras yo estaba en el calabozo.

–Entiendo.

–Bien. Busca a Benny K. Necesito hablar con él. Si es que sigue con vida… Y luego vamos a buscar a Ronald Niedermann. Quiero que cada uno de los contactos que tenemos en los clubes de toda Escandinavia mantenga los ojos bien abiertos. Quiero la cabeza de ese cabrón en una bandeja. Lo más probable es que esté usando el Saab de Göransson. Averigua el número de la matrícula.

Cuando Lisbeth Salander se despertó eran las dos de la tarde del sábado y un médico la estaba toqueteando.

–Buenos días -dijo-. Me llamo Benny Svantesson y soy médico. ¿Te duele?

–Sí -contestó Lisbeth Salander.

–Dentro de un rato te daremos un analgésico. Pero primero quiero examinarte.

Se sentó en la cama y empezó a presionar, palpar y manosear su maltrecho cuerpo. Antes de que terminara, Lisbeth ya se había irritado sobremanera, pero se encontraba demasiado agotada como para iniciar su estancia en el Sahlgrenska con una discusión, de modo que decidió que era mejor callarse.

–¿Cómo estoy? – preguntó ella.

–Saldrás de ésta -dijo el médico mientras tomaba unas notas antes de ponerse de pie.

Un comentario que resultaba poco clarificador.

En cuanto el médico se fue, se presentó una enfermera y ayudó a Lisbeth con una cuña. Luego la dejaron dormir de nuevo.

Alexander Zalachenko, alias Karl Axel Bodin, tomó un almuerzo compuesto tan sólo por alimentos líquidos. Incluso los pequeños movimientos de sus músculos faciales le causaban enormes dolores en la mandíbula y en los malares, así que masticar ni siquiera se le pasó por la cabeza. Durante la operación de la noche anterior le habían colocado dos tornillos de titanio en el hueso de la mandíbula.

Sin embargo, el dolor no le parecía tan fuerte como para no poder aguantarlo. Zalachenko estaba acostumbrado al dolor. Nada era comparable al que sufrió durante semanas y meses, quince años antes, tras haber ardido como una antorcha en aquel coche de Lundagatan. La atención médica que recibió con posterioridad se le antojó un inigualable e interminable maratón de tormentos.

Los médicos concluyeron que, con toda probabilidad, se hallaba fuera de peligro, pero que, considerando su edad y la gravedad de sus heridas, lo mejor sería que permaneciera en la UVI un par de días.

El sábado recibió cuatro visitas.

El inspector Erlander se presentó alrededor de las diez. Esta vez Erlander había dejado en casa a la siesa de Sonja Modig y, en su lugar, lo acompañaba el inspector Jerker Holmberg, bastante más simpático. Hicieron más o menos las mismas preguntas sobre Ronald Niedermann que la noche anterior. Ya tenía su historia preparada y no cometió ningún error. Cuando empezaron a bombardearlo con preguntas sobre su posible implicación en el trafficking y en otras actividades delictivas, volvió a negar que tuviera algún conocimiento de ello: él no era más que un minusválido que cobraba una pensión por enfermedad y no sabía de qué le estaban hablando. Le echó toda la culpa a Ronald Niedermann y se ofreció a colaborar en lo que fuera preciso para localizar a ese asesino de policías que se había dado a la fuga.

Por desgracia, en la práctica no había gran cosa que él pudiera hacer. No tenía ni idea de los círculos en los que Niedermann se movía ni tampoco a quién le podría pedir cobijo.

Sobre las once recibió la breve visita de un representante de la fiscalía que le comunicó formalmente que era sospechoso de haber participado en graves malos tratos o, en su defecto, del intento de asesinato de Lisbeth Salander. Zalachenko contestó explicando con mucha paciencia que él no era más que una víctima y que, en realidad, era Lisbeth Salander la que había intentado matarlo a él. El Ministerio Fiscal le ofreció asistencia jurídica poniendo a su disposición un abogado defensor público. Zalachenko dijo que se lo pensaría.

Algo que no tenía ninguna intención de hacer. Ya contaba con un abogado; la primera gestión de esa mañana había sido llamarlo para pedirle que viniera cuanto antes. Por lo tanto, la tercera visita fue la de Martin Thomasson. Entró con paso tranquilo y aire despreocupado, se pasó la mano por su abundante pelo rubio, se ajustó las gafas y le tendió la mano a su cliente. Estaba algo rellenito y resultaba sumamente encantador. Era cierto que se sospechaba de él que había trabajado para la mafia yugoslava -algo que todavía seguía siendo objeto de investigación-, pero también tenía fama de ganar todos los juicios.

Cinco años antes, un conocido con el que había hecho negocios le recomendó a Thomasson cuando a Zalachenko le surgió la necesidad de reestructurar ciertos fondos vinculados a una pequeña empresa financiera que poseía en Lichtenstein. No se trataba de desorbitadas sumas, pero Thomasson llevó el asunto con mucha maña y Zalachenko se ahorró los impuestos. Luego, Zalachenko contrató al abogado en un par de ocasiones más. Thomasson sabía perfectamente que el dinero provenía de actividades delictivas, algo que no parecía preocuparle lo más mínimo. Al final, Zalachenko decidió que toda su actividad se reestructurara en una nueva empresa cuyos propietarios serían él mismo y Niedermann. Acudió a Thomasson y le propuso formar parte -en la sombra- como tercer socio y encargarse de la parte financiera. Thomasson lo aceptó sin más.

–Bueno, señor Bodin, esto no tiene muy buen aspecto.

–He sido objeto de graves malos tratos y de un intento de asesinato -dijo Zalachenko.

–Ya lo veo… Una tal Lisbeth Salander, si no estoy mal informado.

Zalachenko bajó la voz.

–Como ya sabrás, Niedermann, nuestro socio, se ha metido en un lío.

–Eso tengo entendido.

–La policía sospecha que yo estoy implicado en el asunto…

–Algo que no es verdad, por supuesto. Tú eres una víctima y es importante que nos aseguremos enseguida de que ésa sea la imagen que se difunda en los medios de comunicación. La señorita Salander no tiene, como ya sabemos, muy buena prensa… Yo me ocupo de eso.

–Gracias.

–Pero, ya que estamos, déjame que te diga que no soy un abogado penal. Vas a necesitar la ayuda de un especialista. Te buscaré un abogado de confianza.

La cuarta visita del día llegó a las once de la noche del sábado y consiguió pasar el control de las enfermeras mostrando su identificación e indicando que se trataba de un asunto urgente. Lo condujeron hasta la habitación de Zalachenko. El paciente seguía despierto y sumido en sus pensamientos.

–Mi nombre es Jonas Sandberg-dijo, extendiendo una mano que Zalachenko ignoró.

Era un hombre de unos treinta y cinco años. Tenía el pelo de color arena y vestía ropa de sport: vaqueros, camisa a cuadros y una cazadora de cuero. Zalachenko lo contempló en silencio durante quince segundos.

–Ya me empezaba a preguntar cuándo aparecería alguno de vosotros.

–Trabajo en la policía de seguridad de la Dirección General de la Policía -dijo Jonas Sandberg, mostrándole su placa: DGP/Seg.

–No creo -contestó Zalachenko.

–¿Perdón?

–Puede que seas un empleado de la Säpo, pero dudo mucho que trabajes para ellos.

Jonas Sandberg permaneció callado un momento y miró a su alrededor. Acercó la silla a la cama.

–He venido a estas horas de la noche para no llamar la atención. Hemos estado hablando sobre cómo le podríamos ayudar, y de alguna manera debemos tener claros los pasos que vamos a dar. Estoy aquí simplemente para escuchar la versión que usted tiene de los hechos e intentar comprender sus intenciones para empezar a diseñar una estrategia conjunta.

–¿Y cómo te imaginas tú esa estrategia?

Jonas Sandberg contempló pensativo al hombre de la cama. Al final hizo un resignado gesto de manos.

–Señor Zalachenko… me temo que hay un proceso en marcha cuyos daños resultan difíciles de calcular. Hemos hablado de la situación. La tumba de Gosseberga y el hecho de que Salander acabara con tres tiros resulta difícil de explicar. Pero no lo demos todo por perdido. El conflicto entre usted y su hija podría explicar su miedo hacia ella y la razón que lo llevó a tomar unas medidas tan drásticas. Pero mucho me temo que va a tener que pasar algún tiempo en la cárcel.

De repente, Zalachenko se sintió de muy buen humor; hasta se habría echado a reír si no hubiese resultado imposible teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba. Todo se quedó en un ligero temblor de labios; cualquier otra cosa le causaba un dolor demasiado intenso.

–¿Así que ésa es nuestra estrategia conjunta?

–Señor Zalachenko: usted conoce a la perfección lo que significa el concepto «control de daños colaterales». Es necesario que lleguemos a un acuerdo conjunto. Vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para proporcionarle asistencia jurídica y lo que precise, pero necesitamos su colaboración y ciertas garantías.

–Yo te daré una garantía. Os vais a asegurar de que todo esto desaparezca -dijo, haciendo un gesto con la mano-. Niedermann es el chivo expiatorio, y os garantizo que nunca lo encontrarán.

–Hay pruebas técnicas que…

–A la mierda con las pruebas técnicas. Se trata de ver cómo se lleva a cabo la investigación y cómo se presentan los hechos. Mi garantía es la siguiente: si no hacéis desaparecer todo esto, convocaré a los medios de comunicación a una rueda de prensa. Me acuerdo de los nombres, las fechas y los acontecimientos. No creo que haga falta que te recuerde quién soy.

–No lo entiende…

–Lo entiendo a la perfección. Tú eres el chico de los recados, ¿no? Pues comunícale a tu jefe lo que te acabo de decir. Él lo entenderá. Dile que tengo copias de… de todo. Os puedo hundir.

–Hay que intentar llegar a un acuerdo.

–No hay más que hablar. Lárgate de aquí inmediatamente. Y diles que la próxima vez manden a un adulto.

Zalachenko volvió la cabeza hasta que perdió el contacto visual con su visita. Jonas Sandberg lo contempló un instante. Luego se encogió de hombros y se levantó. Casi había llegado a la puerta cuando volvió a oír la voz de Zalachenko.

–Otra cosa.

Sandberg se dio la vuelta.

–Salander.

–¿Qué pasa con ella?

–Debe desaparecer.

–¿Qué quiere usted decir?

Por un segundo, Sandberg pareció tan preocupado que a Zalachenko no le quedó más remedio que sonreír a pesar de que un fuerte dolor le recorrió la mandíbula.

–Ya sé que unas nenazas como vosotros sois demasiado blandengues para matarla y que tampoco disponéis de recursos para llevar a cabo una operación así. ¿Quién lo iba a hacer?… ¿Tú? Pero tiene que desaparecer. Su testimonio ha de ser invalidado. Debe ingresar en alguna institución de por vida.

Lisbeth Salander percibió unos pasos en el pasillo. Era la primera vez que los oía y no sabía que pertenecían a Jonas Sandberg.

No obstante, su puerta llevaba toda la noche abierta porque las enfermeras venían a verla aproximadamente cada diez minutos. Lo había oído llegar y explicarle a una enfermera que tenía que ver a Karl Axel Bodin para tratar un asunto urgente. Lo oyó identificarse, pero él no pronunció ninguna palabra que diera pista alguna sobre su nombre o su identidad.

La enfermera le pidió que esperara mientras entraba y miraba si el señor Karl Axel Bodin se encontraba despierto. Lisbeth Salander sacó la conclusión de que la identificación debía de haber sido convincente.

Constató que la enfermera se fue hacia la izquierda del pasillo, que necesitó dar diecisiete pasos para llegar a su destino y que, a continuación, al visitante le fueron necesarios catorce para recorrer el mismo trayecto. Le salió una media de quince pasos y medio. Estimó una longitud de unos sesenta centímetros por cada paso, que, multiplicados por quince y medio, dieron como resultado que Zalachenko se encontraba en una habitación situada a novecientos treinta centímetros a la izquierda del pasillo. Vale, digamos que algo más de diez metros. Calculó que la anchura de su cuarto era de unos cinco metros, lo cual significaba que Zalachenko se hallaba a dos habitaciones de ella.

Según las cifras verdes del reloj digital de la mesilla, la visita duró casi nueve minutos.

Zalachenko permaneció despierto mucho tiempo después de que Jonas Sandberg lo dejara. Suponía que ése no era su verdadero nombre, ya que, según su propia experiencia, los espías aficionados suecos tenían una especial fijación por emplear nombres falsos, aunque eso no fuese en absoluto necesario. En cualquier caso, Jonas (o como diablos se llamara) constituía el primer indicio de que la Sección había advertido su situación; considerando toda la atención mediática recibida, resultaba difícil no hacerlo. Sin embargo, la visita también confirmaba que la situación les producía cierta inquietud. Un sentimiento que, sin duda, hacían muy bien en tener.

Sopesó los pros y los contras, hizo una lista de posibilidades y rechazó varias propuestas. Era plenamente consciente de que todo se había ido al garete. En un mundo ideal, él ahora estaría en su casa de Gosseberga, Ronald Niedermann a salvo en el extranjero y Lisbeth Salander sepultada bajo tierra. Aunque comprendía lo ocurrido, no le entraba en la cabeza que ella hubiera conseguido salir de la tumba, llegar a la casa y destrozarle la vida con dos hachazos. Estaba dotada de unos recursos increíbles.

En cambio, entendía muy bien lo que había sucedido con Ronald Niedermann y que echara a correr temiendo por su vida en vez de acabar para siempre con Salander. Sabía que en la cabeza de Niedermann había algo que no funcionaba del todo bien; veía cosas: fantasmas. No era la primera vez que él había tenido que intervenir porque Niedermann había actuado de modo completamente irracional y se había quedado acurrucado preso del terror.

Eso le preocupaba. Como Niedermann no había sido detenido todavía, Zalachenko estaba convencido de que su hijo había procedido de una forma racional durante los días que siguieron a su huida de Gosseberga. Lo más seguro es que se hubiera ido a Tallin, donde podría hallar protección entre los contactos del imperio criminal de Zalachenko. Le preocupaba, sin embargo, no ser capaz de prever el momento en el que Niedermann se quedaría paralizado. Si ocurriese durante la huida, cometería errores, y si cometiera errores, lo cogerían. No se entregaría por las buenas: opondría resistencia, y eso significaba que morirían varios agentes de policía y que, sin lugar a dudas, Niedermann también fallecería.

Esa idea preocupaba a Zalachenko. No quería que Niedermann muriera; era su hijo. Pero, por otra parte, y por muy lamentable que eso resultara, no deberían cogerlo vivo. Niedermann nunca había sido arrestado y Zalachenko no podía adivinar cómo reaccionaría su hijo al verse sometido a un interrogatorio. Sospechaba que, por desgracia, no sabría permanecer callado. Por consiguiente, lo mejor sería que la policía lo matara. Lloraría su pérdida, aunque la alternativa era todavía peor: Zalachenko pasaría el resto de su vida entre rejas.

Pero ya habían pasado cuarenta y ocho horas desde que Niedermann emprendiera la huida y aún no lo habían cogido. Eso era buena señal; quería decir que Niedermann funcionaba a pleno rendimiento, y un Niedermann funcionando a pleno rendimiento resultaba invencible.

Había otra cosa que, a largo plazo, también le preocupaba. Se preguntaba cómo se las iba a arreglar solo, sin un padre a su lado que guiara sus pasos. Con el transcurso de los años, había notado que si dejaba de darle instrucciones o si le soltaba las riendas para que tomara sus propias decisiones, tendía a caer en una apática y pasiva existencia marcada por la indecisión.

Zalachenko constató -una vez más- que era una verdadera pena que su hijo tuviera esa peculiaridad. Ronald Niedermann era, sin duda, un hombre inteligente y dotado de unas cualidades físicas que lo convertían en una persona formidable y temible a la vez. Además, como organizador resultaba excelente y con una gran sangre fría. Su problema residía en que carecía por completo de instinto de liderazgo: necesitaba que alguien le dijera constantemente lo que tenía que hacer.

Pero todo eso, por el momento, quedaba fuera del control de Zalachenko. Ahora se trataba de él mismo: su situación era precaria, quizá más precaria que nunca.

La visita del abogado Thomasson no le pareció particularmente reconfortante: Thomasson era y seguía siendo un abogado de empresa, pero, por muy eficaz que resultara en ese aspecto, poca ayuda podía ofrecerle en su situación actual.

Luego había venido a visitarlo Jonas Sandberg. Sandberg constituía una cuerda de salvación considerablemente más fuerte. Pero esa cuerda también podría convertirse en una soga. Debía jugar bien sus cartas y asumir el control de la situación. El control lo era todo.

Y en último lugar estaba la confianza en sus propios recursos. De momento necesitaba cuidados médicos. Pero dentro de unos días, una semana quizá, ya se habría recuperado. Si las cosas llegaran a sus últimas consecuencias, era muy probable que la única persona en la que pudiese confiar fuera él mismo. Eso significaba que debía desaparecer ante las mismas narices de los policías que ahora pululaban a su alrededor. Iba a necesitar un escondite, un pasaporte y dinero en efectivo. Todo eso se lo podría suministrar Thomasson. Pero primero tenía que recuperarse lo suficiente y reunir las fuerzas necesarias para huir.

A la una, la enfermera del turno de noche vino a echarle un ojo. Se hizo el dormido. Cuando ella cerró la puerta, él, con mucho esfuerzo, se incorporó en la cama y movió las piernas hasta que quedaron colgando. Permaneció quieto durante un largo instante mientras comprobaba su sentido del equilibrio. Luego, con mucho cuidado, apoyó el pie izquierdo en el suelo. Afortunadamente, el hachazo le había dado en su ya maltrecha pierna derecha. Alargó la mano para coger la prótesis que se encontraba en un armario que había junto a la cama y se la sujetó al muñón. Acto seguido se levantó. Se apoyó en su ilesa pierna izquierda e intentó poner la derecha en el suelo. Cuando desplazó el peso del cuerpo, un intenso dolor le recorrió la extremidad.

Apretó los dientes y dio un paso. Le hacían falta sus muletas, pero estaba convencido de que el hospital se las ofrecería en breve. Se apoyó en la pared y, cojeando, avanzó hasta la entrada. Le llevó varios minutos: a cada paso que daba tenía que pararse para vencer el dolor.

Apoyándose en una pierna, abrió un poco la puerta y dirigió la mirada hacia el pasillo. Al no ver a nadie se asomó. Oyó unas débiles voces a la izquierda y volvió la cabeza. La habitación donde se hallaban las enfermeras estaba a unos veinte metros, al otro lado del pasillo.

Volvió la cabeza a la derecha y vio una salida al final del pasillo.

Ese mismo día, un poco antes, había preguntado sobre el estado de Lisbeth Salander. A pesar de todo, él era su padre. Al parecer, las enfermeras tenían instrucciones de no hablar de los pacientes. Una de ellas le contestó, en un tono neutro, que su estado era estable. Pero al decírselo desplazó la mirada, inconsciente y fugazmente, hacia la izquierda del pasillo.

En alguna de las habitaciones que quedaban entre la suya y la de las enfermeras se encontraba Lisbeth Salander.

Cerró la puerta con cuidado, volvió cojeando a la cama y se quitó la prótesis. Cuando por fin consiguió meterse bajo las sábanas estaba empapado en sudor.

El inspector Jerker Holmberg regresó a Estocolmo el domingo a mediodía. Se sentía cansado, tenía hambre y estaba muy quemado. Cogió el metro hasta Rådhuset, enfiló Bergsgatan y, nada más entrar en la jefatura de policía, se dirigió al despacho del inspector Jan Bublanski. Sonja Modig y Curt Svensson ya habían llegado. Bublanski había convocado la reunión precisamente en domingo porque sabía que ese día el instructor del sumario, Richard Ekström, estaba ocupado en otro sitio.

–Gracias por venir -dijo Bublanski-. Creo que ya va siendo hora de que hablemos con tranquilidad e intentemos aclarar todo este follón. Jerker, ¿alguna novedad?

–Nada que no haya dicho ya por teléfono. Zalachenko no da su brazo a torcer ni un milímetro: se declara inocente y dice que no nos puede ayudar en nada. Sólo que…

–¿Qué?

–Tenías razón, Sonja: es una de las personas más desagradables que he conocido en mi vida. Suena ridículo decirlo. Los policías no deberíamos razonar en estos términos, pero hay algo que da miedo bajo su fría y calculadora fachada.

–De acuerdo -dijo Bublanski tras aclararse la voz-. ¿Qué sabemos? ¿Sonja?

Ella esbozó una fría sonrisa.

–Los detectives aficionados nos han ganado este asalto. No he podido encontrar a Zalachenko en ningún registro oficial; lo que sí figura es que un tal Karl Axel Bodin nació en Uddevalla en 1942. Sus padres eran Marianne y Georg Bodin. Existieron realmente, pero fallecieron en un accidente en 1946. Karl Axel Bodin se crió en casa de un tío suyo que vivía en Noruega. O sea, que no hay datos sobre él hasta que regresó a Suecia, en los años setenta. Parece imposible verificar que se trate de un agente que desertó del GRU, tal y como afirma Mikael Blomkvist, pero me inclino a creer que tiene razón.

–¿Y eso qué significa?

–Resulta obvio que alguien le proporcionó una falsa identidad. Y eso tiene que haberse hecho con el beneplácito de las autoridades.

–O sea, de la Säpo.

–Eso es lo que sostiene Blomkvist. Pero ignoro cómo se hizo. De ser así, tanto su certificado de nacimiento como toda una serie de documentos habrían sido falsificados e introducidos en los registros suecos oficiales. No me atrevo a pronunciarme sobre la legalidad de tales actividades; supongo que todo depende de la persona que tomara la decisión. Pero, para que resulte legal, la decisión debe haberse tomado prácticamente a nivel gubernamental.

Un cierto silencio invadió el despacho de Bublanski mientras los cuatro inspectores reflexionaban sobre las implicaciones.

–De acuerdo -dijo Bublanski-. No somos más que cuatro maderos tontos. Si el gobierno está implicado, no seré yo quien llame a sus miembros para tomarles declaración.

–Mmm -murmuró Curt Svensson-. Eso podría desencadenar una crisis constitucional. En Estados Unidos los miembros del gobierno pueden ser llamados para prestar declaración en un tribunal cualquiera. En Suecia debe realizarse a través de la comisión de asuntos constitucionales del Parlamento.

–Lo que sí podríamos hacer, no obstante, es preguntarle al jefe -sugirió Jerker Holmberg.

–¿Preguntarle al jefe? – se sorprendió Bublanski.

–Thorbjörn Fälldin. Era el primer ministro.

–Ah, muy bien. Así que subimos a verlo hasta donde quiera que viva y le preguntamos si él le falsificó los documentos de identidad a un espía ruso que desertó. Pues mira, no.

–Fälldin reside en As, en el municipio de Härnösand. Yo nací allí, a unos pocos kilómetros de donde él vive. Mi padre es del Partido de Centro y lo conoce bien. Yo le he visto varias veces, tanto de niño como de adulto. Es una persona muy campechana.

Perplejos, los tres inspectores miraron a Jerker Holmberg.

–¿Tú conoces a Fälldin? – preguntó Bublanski escéptico.

Holmberg asintió. Bublanski frunció los labios.

–Sinceramente… -dijo Holmberg-, podríamos resolver unos cuantos problemas si consiguiéramos que el anterior primer ministro nos explicara de qué va todo esto. Yo puedo ir a hablar con él. Si no dice nada, no dice nada. Pero si habla, a lo mejor nos ahorramos bastante tiempo.

Bublanski sopesó la propuesta. Luego negó con la cabeza. Por el rabillo del ojo vio que tanto Sonja Modig como Curt Svensson asentían pensativos.

–Holmberg… Agradezco tu oferta, pero creo que, de momento, esa idea tiene que esperar. Volvamos al caso. Sonja…

–Según Blomkvist, Zalachenko llegó aquí en 1976. Y esa información, en mi opinión, solamente ha podido sacarla de una sola persona.

–Gunnar Björck -precisó Curt Svensson.

–¿Qué nos ha contado Björck? – preguntó Jerker Holmberg.

–No mucho. Se acoge al secreto profesional y dice que no puede tratar nada con nosotros sin el permiso de sus superiores.

–¿Y quiénes son sus superiores?

–Se niega a revelarlo.

–¿Y qué va a pasar con él?

–Yo lo detuve por violar la ley de comercio sexual; Dag Svensson nos proporcionó una magnífica documentación. Ekström se indignó bastante, pero como yo ya había puesto una denuncia formal, no puede archivar el caso así como así sin correr el riesgo de meterse en líos -dijo Curt Svensson.

–Bueno, ¿y qué le puede caer por violar la ley de comercio sexual? ¿Una multa?

–Probablemente. Pero ya lo tenemos introducido en el sistema y podemos volver a convocarlo para un interrogatorio.

–Sí, pero os recuerdo que nos estamos metiendo en el territorio de la Säpo. Eso podría crear una cierta agitación.

–Lo que pasa es que nada de lo que en estos momentos está sucediendo podría haber pasado si la Säpo no hubiera estado implicada de una u otra manera. Es posible que Zalachenko fuera realmente un espía ruso que desertó y al que le dieron asilo político. También es posible que trabajara para la Säpo como agente o como fuente, no sé muy bien cómo llamarlo, y que existiese una buena razón para darle una falsa identidad y un anonimato. Pero hay tres problemas. Primero, la investigación que se hizo en 1991 y que condujo al encierro de Lisbeth Salander es ilegal. Segundo, la actividad de Zalachenko desde entonces no tiene absolutamente nada que ver con la seguridad del Estado. Zalachenko es un gánster normal y corriente que seguro que ha participado en varios asesinatos y en unos cuantos delitos. Y tercero, no hay ninguna duda sobre el hecho de que se disparara y enterrara a Lisbeth Salander en los dominios de su granja de Gosseberga.

–Por cierto, me gustaría mucho leer el famoso informe de la investigación -dijo Jerker Holmberg.

A Bublanski le cambió la cara.

–Ekström se lo llevó el viernes, y cuando le pedí que me lo devolviera me dijo que iba a hacer una copia, algo que, sin embargo, no hizo. En su lugar me llamó y me comentó que había hablado con el fiscal general y que existía un problema: según el fiscal general, el sello de confidencial implica que el informe no pueda ser copiado ni difundido. El fiscal ha reclamado todas las copias hasta que el asunto se haya investigado a fondo. Sonja le ha tenido que mandar la suya por mensajero.

–¿Así que ya no tenemos el informe?

–No.

–¡Joder! – exclamó Holmberg-. Esto no me gusta nada.

–No -intervino Bublanski-. Pero sobre todo quiere decir que alguien está actuando en nuestra contra y que, además, lo está haciendo de forma muy rápida y eficaz; fue el informe lo que por fin nos puso en el buen camino.

–Lo que tenemos que hacer entonces es averiguar quién está actuando en nuestra contra -concluyó Holmberg.

–Un momento -dijo Sonja Modig-. No olvidemos a Peter Teleborian; él contribuyó a nuestra investigación con el perfil que trazó de Lisbeth Salander.

–Es verdad -asintió Bublanski con una voz más apagada-. ¿Y qué fue lo que dijo? No me acuerdo muy bien…

–Se mostró muy preocupado por la seguridad de Lisbeth Salander y dijo que quería lo mejor para ella. Pero al final de su discurso señaló que era peligrosísima y potencialmente capaz de oponer resistencia. Hemos basado gran parte de nuestros razonamientos en lo que él nos explicó aquel día.

–Además encendió a Hans Faste -apostilló Holmberg-. Por cierto, ¿sabemos algo de él?

–Se ha cogido unos días libres -contestó Bublanski-. La cuestión ahora es cómo seguir adelante.

Dedicaron dos horas más a debatir las diferentes posibilidades. La única decisión práctica que se tomó fue que Sonja Modig regresara a Gotemburgo al día siguiente para ver si Salander tenía algo que decir. Cuando finalmente concluyeron la reunión, Sonja Modig acompañó a Curt Svensson al garaje.

–He estado pensando que… -empezó a decir Curt Svensson para, acto seguido, callarse.

–¿Sí? – preguntó Modig.

–… que cuando estuvimos hablando con Teleborian tú eras la única del grupo que le hizo preguntas y que le puso peros.

–Sí, ¿y?

–Nada que… Bueno, buen instinto -le contestó.

Curt Svensson no era precisamente conocido por ir repartiendo elogios a diestro y siniestro. Esta era, sin ninguna duda, la primera vez que le decía algo positivo o alentador a Sonja Modig. La dejó perpleja junto al coche.

Capítulo 5

Domingo, 10 de abril

La noche del sábado, Mikael Blomkvist la pasó en la cama con Erika Berger. No hicieron el amor; tan sólo estuvieron hablando. Una considerable parte de la conversación la dedicaron a desmenuzar los detalles de la historia de Zalachenko. Tal era la confianza que existía entre ambos que, ni por un segundo, él se paró a pensar en el hecho de que Erika fuera a empezar a trabajar en un periódico de la competencia. Y la propia Erika no tenía ninguna intención de robar la historia; era el scoop de Millennium. Como mucho, es posible que sintiera una cierta frustración por no poder ser la redactora de ese número. Habría sido una buena manera de terminar sus años en Millennium.

También hablaron del futuro y de lo que la nueva situación les reportaría. Erika estaba decidida a quedarse con su parte de Millennium y permanecer en la junta. En cambio, los dos fueron conscientes de que ella, obviamente, no podía ejercer ningún tipo de control sobre el trabajo diario de la redacción.

–Dame unos cuantos años en el Dragón… ¿Quién sabe? Tal vez vuelva a Millennium cuando se me acerque la hora de jubilarme.

Y hablaron de la complicada relación que ambos mantenían. Estaban de acuerdo en que, en la práctica, nada tenía por qué cambiar, aparte del hecho de que, a partir de entonces, obviamente, no se verían tan a menudo. Sería como en los años ochenta, cuando Millennium todavía no existía y cada uno tenía su propio lugar de trabajo.

–Pues ya podemos empezar a reservar hora -comentó Erika con una ligera sonrisa.

El domingo por la mañana se despidieron apresuradamente antes de que Erika volviera a casa con su marido, Greger Backman.

–No sé qué decir -comentó Erika-. Pero reconozco todos los síntomas, y deduzco que estás metido de lleno en un reportaje y que todo lo demás es secundario. ¿Sabes que te comportas como un psicópata cuando trabajas?

Mikael sonrió y le dio un abrazo.

Cuando ella se fue, él llamó al Sahlgrenska para intentar obtener información sobre cómo se encontraba Lisbeth Salander. Nadie le quiso decir nada, así que al final telefoneó al inspector Marcus Erlander, quien se compadeció de él y le explicó que, considerando las circunstancias, Lisbeth estaba bien y que los médicos se mostraban ligeramente optimistas. Mikael le preguntó si la podía visitar. Erlander le contestó que Lisbeth Salander se hallaba detenida por orden del fiscal y que no podía recibir visitas, pero que ese tema seguía siendo una pura formalidad: su estado era tal que ni siquiera resultaba posible interrogarla. Mikael consiguió arrancarle a Erlander la promesa de que lo llamaría si Lisbeth empeoraba.

Cuando Mikael consultó su móvil, pudo constatar que, de entre llamadas perdidas y mensajes, un total de cuarenta y dos procedían de distintos periodistas que habían intentado contactar con él desesperadamente. Durante las últimas veinticuatro horas, la noticia de que fue él quien encontró a Lisbeth Salander y avisó a Protección Civil -lo que le vinculaba estrechamente al desarrollo de los acontecimientos- había sido objeto de una serie de dramáticas especulaciones en los medios de comunicación.

Mikael borró todos los mensajes de los periodistas. En cambio, telefoneó a su hermana, Annika Giannini, y quedaron en verse a mediodía para comer juntos.

Luego llamó a Dragan Armanskij, director ejecutivo y jefe operativo de la empresa de seguridad Milton Security. Lo localizó en el móvil, en su residencia de Lidingö.

–Hay que ver la capacidad que tienes para crear titulares -dijo Armanskij con un seco tono de voz.

–Perdona que no te haya llamado antes. Recibí el mensaje de que me estabas buscando, pero la verdad es que no he tenido tiempo…

–En Milton estamos realizando nuestra propia investigación. Y, según me dijo Holger Palmgren, tú dispones de cierta información. Aunque parece ser que te encuentras a años luz de nosotros.

Mikael dudó un instante sobre cómo pronunciarse.

–¿Puedo confiar en ti? – preguntó.

La pregunta pareció asombrar a Armanskij.

–¿En qué sentido?

–¿Estás de parte de Salander o no? ¿Puedo confiar en que deseas lo mejor para ella?

–Ella es mi amiga. Como tú bien sabes, eso no quiere decir que yo sea necesariamente su amigo.

–Ya lo sé. Pero lo que te pregunto es si estarías dispuesto a ponerte en su rincón del cuadrilátero y liarte a puñetazos con sus enemigos. Va a ser un combate con muchos asaltos.

Armanskij se lo pensó.

–Estoy de su lado -contestó.

–¿Puedo darte información y tratar cosas contigo sin temer que se las filtres a la policía o a alguna otra persona?

–No estoy dispuesto a implicarme en ningún delito -dijo Armanskij.

–No es eso lo que te he preguntado.

–Mientras no me reveles que te estás dedicando a una actividad delictiva ni a nada por el estilo, puedes confiar en mí al ciento por ciento.

–Vale. Es preciso que nos veamos.

–Esta tarde iré al centro. ¿Cenamos juntos?

–No, no tengo tiempo. Pero si fuera posible que nos viéramos mañana por la tarde, te lo agradecería. Tú y yo, y tal vez unas cuantas personas más, deberíamos sentarnos y hablar.

–¿Quedamos en Milton? ¿A las 18.00?

–Otra cosa… Dentro de un par de horas voy a ver a mi hermana, Annika Giannini. Está pensando si aceptar o no ser la abogada de Lisbeth, pero, como es lógico, no puede hacerlo gratis. Yo estoy dispuesto a pagar parte de sus honorarios de mi propio bolsillo. ¿Podría Milton Security contribuir?

–Lisbeth va a necesitar un abogado penal fuera de lo normal. Sin ánimo de ofender, creo que tu hermana no es la elección más acertada. Ya he hablado con el jurista jefe de Milton y nos va a buscar uno apropiado. Yo había pensado en Peter Althin o en alguien similar.

–Te equivocas. Lisbeth necesita otro tipo de abogado. Entenderás lo que quiero decir cuando nos hayamos reunido. Pero si hiciera falta, ¿podrías poner dinero para su defensa?

–Mi idea era que Milton contratara a un abogado…

–¿Eso es un sí o un no? Yo sé lo que le pasó a Lisbeth. Sé más o menos quiénes estaban detrás. Sé el porqué. Y tengo un plan de ataque.

Armanskij se rió.

–De acuerdo. Escucharé tu propuesta. Si no me gusta, me retiraré.

–¿Has pensado en mi propuesta de representar a Lisbeth Salander? – preguntó Mikael tras darle un beso en la mejilla a su hermana y una vez que el camarero les trajo el café y los sándwiches.

–Sí. Y tengo que decirte que no. Sabes que no soy una abogada penalista. Aunque se libre de los asesinatos por los que la andan buscando, todavía le queda una larga lista de acusaciones. Va a necesitar a alguien con un prestigio y una experiencia completamente diferentes a los míos.

–Te equivocas. Eres una abogada con un reconocido prestigio en cuestiones relacionadas con los derechos de la mujer. Me parece que tú eres justo el tipo de abogado que ella necesita.

–Mikael… creo que no lo entiendes. Este es un caso penal muy complicado, y no se trata de un simple caso de malos tratos o de agresión sexual. Que yo me encargara de su defensa podría acabar en una auténtica catástrofe.

Mikael sonrió.

–Creo que te olvidas de lo más importante: si Lisbeth hubiese sido procesada por los asesinatos de Dag y de Mia, entonces habría contratado a alguien como Silbersky o a algún otro peso pesado de los abogados penalistas. Pero este juicio tratará de cuestiones completamente distintas. Y tú eres la abogada más perfecta que puedo imaginar.

Annika Giannini suspiró.

–Es mejor que me lo expliques.

Hablaron durante casi dos horas. Cuando Mikael terminó, Annika Giannini ya se había convencido. Y Mikael cogió su móvil y llamó de nuevo a Marcus Erlander a Gotemburgo.

–Hola. Soy Blomkvist otra vez.

–No tengo novedades sobre Salander -dijo Erlander irritado.

–Algo que, tal y como están las cosas, supongo que son buenas noticias. Yo, en cambio, sí tengo novedades.

–¿Ah, sí?

–Sí. Lisbeth Salander cuenta con una abogada llamada Annika Giannini. La tengo justo delante; te la paso.

Mikael pasó el móvil por encima de la mesa.

–Hola. Me llamo Annika Giannini y me han pedido que represente a Lisbeth Salander. Así que necesito ponerme en contacto con mi clienta para que me dé su consentimiento. Y también necesito el número de teléfono del fiscal.

–Comprendo -dijo Erlander-. Tengo entendido que ya se ha contactado con un abogado de oficio.

–Muy bien. ¿Alguien le ha preguntado a Lisbeth Salander su opinión al respecto?

Erlander dudó.

–Sinceramente, aún no hemos tenido la posibilidad de intercambiar ni una palabra con ella. Esperamos hacerlo mañana, si su estado lo permite.

–Muy bien. Entonces les comunico aquí y ahora que, desde este mismo instante, a menos que la señorita Salander diga lo contrario, deben considerarme su abogada defensora. No la podrán someter a ningún interrogatorio sin que yo me halle presente. Y sólo podrán ir a verla para preguntarle si me acepta como abogada. ¿De acuerdo?

–Sí -dijo Erlander, dejando escapar un suspiro.

Erlander se preguntó si eso sería válido desde un punto de vista jurídico. Meditó un instante y continuó:

–Más que nada, lo que queremos es preguntarle a Salander si dispone de alguna información sobre el paradero del asesino Ronald Niedermann. ¿Sería posible hacerlo sin que usted se encuentre presente?

Annika Giannini dudó.

–De acuerdo… Pregúntenle a título informativo si les puede ayudar a localizar a Niedermann. Pero no le hagan ninguna pregunta que se refiera a eventuales procesamientos o acusaciones contra ella. ¿Queda claro?

–Creo que sí.

Marcus Erlander se levantó inmediatamente de su mesa, subió un piso y llamó a la puerta de la instructora del sumario, Agneta Jervas. Le relató el contenido de la conversación que acababa de mantener con Annika Giannini.

–No sabía que Salander tuviera una abogada.

–Ni yo. Ha sido contratada por Mikael Blomkvist. Y creo que Salander tampoco lo sabe.

–Pero Giannini no es una abogada penalista; se dedica a los derechos de la mujer. Una vez asistí a una conferencia suya. Es muy buena, pero creo que bastante inapropiada para este caso.

–Eso, no obstante, le corresponde decidirlo a Salander.

–Siendo así, es muy posible que me vea obligada a impugnar esa elección delante del tribunal. Por el propio bien de Salander, debe tener un abogado defensor de verdad, y no una famosa con afán de protagonismo. Mmm. Además, a Salander la declararon incapacitada. No sé qué es lo que se aplica en estos casos.

–¿Y qué hacemos?

Agneta Jervas meditó un instante.

–¡Menudo follón! Además, tampoco estoy segura de quién acabará encargándose del caso; quizá se lo pasen a Estocolmo y se lo den a Ekström. Pero ella necesita un abogado. De acuerdo… pregúntale si acepta a Giannini.

Cuando Mikael llegó a casa sobre las cinco de la tarde, abrió su iBook y retomó el texto que había empezado a redactar en el hotel de Gotemburgo. Trabajó durante siete horas, hasta que identificó las peores lagunas de la historia. Aún quedaba bastante investigación por hacer. Una pregunta a la que, de momento, no podía responder con la documentación de la que disponía era qué miembros de la Säpo, aparte de Gunnar Björck, habían conspirado para encerrar a Lisbeth Salander en el manicomio. Tampoco había logrado aclarar qué tipo de relación existía entre Björck y el psiquiatra Peter Teleborian.

Hacia medianoche, apagó el ordenador y se fue a la cama. Por primera vez en muchas semanas experimentó la sensación de que podía relajarse y dormir tranquilo. La historia estaba bajo control. Por muchas dudas que quedaran por resolver, ya tenía suficiente material como para desencadenar una auténtica avalancha de titulares.

Sintió el impulso de llamar a Erika Berger y ponerla al tanto de la situación. Luego se dio cuenta de que ella ya no estaba en Millennium. De repente le costó conciliar el sueño.

El hombre del maletín marrón se bajó con mucha prudencia del tren de las 19.30 procedente de Gotemburgo y, mientras se orientaba, permaneció quieto durante un instante en medio de todo aquel mar de gente de la estación central de Estocolmo. Había iniciado su viaje en Laholm, poco después de las ocho de la mañana, para ir a Gotemburgo, donde hizo un alto en el camino para comer con un viejo amigo antes de tomar otro tren que lo llevaría a la capital. Llevaba dos años sin pisar Estocolmo, ciudad a la que, en realidad, había pensado no volver jamás. A pesar de haber pasado allí la mayor parte de su vida profesional, en Estocolmo siempre se sentía como un bicho raro, una sensación que había ido en aumento cada vez que, desde su jubilación, visitaba la ciudad.

Cruzó a paso lento la estación, compró los periódicos vespertinos y dos plátanos en el Pressbyrån y contempló pensativo a dos mujeres musulmanas que llevaban velo y que lo adelantaron apresuradamente. No tenía nada en contra de las mujeres con velo; no era asunto suyo si la gente quería disfrazarse. Pero le molestaba que se empeñaran en hacerlo en pleno Estocolmo.

Caminó poco más de trescientos metros hasta el Freys Hotel, situado junto al viejo edificio de correos del arquitecto Boberg, en Vasagatan. Durante sus cada vez menos frecuentes estancias en Estocolmo siempre se alojaba en ese hotel. Céntrico y limpio. Además era barato, una condición indispensable cuando él se costeaba el viaje. Había hecho la reserva el día anterior y se presentó como Evert Gullberg.

En cuanto subió a la habitación se dirigió al cuarto de baño. Había llegado a esa edad en la que se veía obligado a visitarlo cada dos por tres. Hacía ya muchos años que no pasaba una noche entera sin despertarse para ir a orinar.

Después de visitar el baño, se quitó el sombrero, un sombrero inglés de fieltro verde oscuro de ala estrecha, y se aflojó el nudo de la corbata. Medía un metro y ochenta y cuatro centímetros y pesaba sesenta y ocho kilos, así que era flaco y de constitución delgada. Llevaba una americana con estampado de pata de gallo y pantalones de color gris oscuro. Abrió el maletín marrón, sacó dos camisas, una corbata y ropa interior, y lo colocó todo en la cómoda de la habitación. Luego colgó el abrigo y la americana en la percha del armario que estaba detrás de la puerta.

Era todavía muy pronto para irse a la cama. Y demasiado tarde para salir a dar un paseo, algo que, de todas maneras, no le resultaría muy agradable. Se sentó en la consabida silla de la habitación y miró a su alrededor. Encendió la tele y le quitó el volumen. Pensó en llamar a la recepción y pedir café, pero le pareció demasiado tarde. En su lugar, abrió el mueble bar y se sirvió una botellita de Johnny Walker con un chorrito de agua. Abrió los periódicos vespertinos y leyó detenidamente todo lo que se había escrito sobre la caza de Ronald Niedermann y el caso Lisbeth Salander. Un instante después sacó un cuaderno con tapas de cuero y escribió unas notas.

Evert Gullberg, ex director de departamento de la policía de seguridad de Suecia, la Säpo, tenía setenta y ocho años de edad y, oficialmente, llevaba catorce jubilado. Pero eso es lo que suele suceder con los viejos espías: no mueren nunca, permanecen en la sombra.

Poco después del final de la guerra, cuando Gullberg contaba diecinueve años, quiso enrolarse en la marina. Hizo su servicio militar como cadete y luego fue aceptado en la carrera de oficial. Pero en vez de darle un destino tradicional en alta mar, tal y como él deseaba, lo destinaron a Karlskrona como telegrafista de los servicios de inteligencia. No le costó entender lo necesaria que esa tarea resultaba -consistía en averiguar qué estaba pasando al otro lado del Báltico-, pero el trabajo le parecía aburrido y carente de interés. Sin embargo, aprendió ruso y polaco en la Academia de Intérpretes de la Defensa. Esos conocimientos lingüísticos fueron una de las razones por las que fue reclutado por la policía de seguridad en 1950. Eran los tiempos en los que el impecablemente correcto Georg Thulin mandaba sobre la tercera brigada de la policía del Estado. Cuando Gullberg entró, el presupuesto total de la policía secreta ascendía a dos millones setecientas mil coronas y la plantilla estaba compuesta, para ser exactos, por noventa y seis personas.

Cuando Evert Gullberg se jubiló oficialmente, el presupuesto de la Säpo ascendía a más de trescientos cincuenta millones de coronas, y él ya no sabía decir con cuántos empleados contaba la Firma.

Gullberg se había pasado la vida en el servicio secreto de su Real Majestad o, tal vez, en el servicio secreto de la sociedad del bienestar creada por los socialdemócratas. Ironías del destino, ya que él, elecciones tras elecciones, siempre se había mantenido fiel al Partido Moderado, excepto en el año 1991, cuando no lo votó porque consideró que Carl Bildt era un verdadero desastre político. Entonces, desanimado, le dio el voto a Ingvar Carlsson, del Partido Socialdemócrata. Efectivamente, los años con «el mejor Gobierno sueco», esa coalición de centroderecha liderada por los moderados, también confirmaron sus peores temores. El gobierno ascendió al poder coincidiendo con la caída de la Unión Soviética y, según su opinión, era difícil encontrar otro peor preparado para enfrentarse a ello y aprovechar las nuevas posibilidades políticas que surgieron en el Este en el arte del espionaje. En vez de eso, el gobierno de Bildt redujo -por razones económicas- el departamento de asuntos soviéticos y apostó por unas chorradas internacionales en Bosnia y Serbia, como si Serbia pudiera representar algún día una amenaza para Suecia. El resultado fue que la posibilidad de colocar a largo plazo informantes en Moscú se fue al traste, y seguro que el gobierno, el día en que el clima político del Este volviera a enfriarse -algo que según Gullberg resultaba inevitable-, plantearía de nuevo desmesuradas exigencias a la policía de seguridad y a los servicios de inteligencia militares. Ni que pudieran sacarse de la manga a los agentes como por arte de magia…

Gullberg había empezado su carrera profesional en el departamento ruso de la tercera brigada de la policía del Estado y, tras pasarse dos años en un despacho, efectuó sus primeras y tímidas incursiones sobre el terreno, de 1952 a 1953, como agregado de las Fuerzas Aéreas de la embajada sueca de Moscú. Curiosamente, siguió los pasos de otro famoso espía. Unos años antes su cargo lo había ocupado un no del todo desconocido oficial de las Fuerzas Aéreas: el coronel Stig Wennerström.

De vuelta en Suecia, Gullberg trabajó para el contraespionaje y, diez años más tarde, fue uno de esos jóvenes policías de seguridad que, bajo las órdenes del jefe operativo Otto Danielsson, detuvo a Wennerström y lo condujo a una pena de cadena perpetua en la cárcel de Långholmen.

Cuando en 1964, bajo el mandato de Per Gunnar Vinge, la policía secreta se reestructuró y se convirtió en el departamento de seguridad de la Dirección General de Policía, DGP/Seg, el aumento de plantilla ya se había iniciado. Por aquel entonces, Gullberg ya llevaba catorce años trabajando en la policía de seguridad y se convirtió en uno de los veteranos de más confianza.

Gullberg nunca había usado la palabra «Säpo» para referirse a la policía de seguridad. En los círculos oficiales la llamaba DGP/Seg, mientras que en los no oficiales la denominaba, simplemente, Seg. Con sus colegas se refería a ella como «la Empresa» o «la Firma»; o, si acaso, «el Departamento». Pero nunca jamás como «la Säpo». La razón era sencilla: durante muchos años, la tarea más importante de la Firma había sido realizar el así llamado control de personal, es decir: investigar y fichar a ciudadanos suecos sospechosos de albergar ideas comunistas y de presunta traición a la patria. En la Firma se manejaban los conceptos de «comunista» y de «traidor de la patria» como sinónimos. De hecho, el nombre de «Säpo», posteriormente adoptado y comúnmente aceptado por todos, era una palabra que la revista comunista Clarté, potencial traidora nacional, inventó para insultar a los cazadores de comunistas de la policía. Por consiguiente, ni Gullberg ni ningún otro veterano utilizaban el término. No le entraba en la cabeza que su anterior jefe, P. G. Vinge, empleara ese nombre en el título de sus memorias: Jefe de la Säpo, 1962-1970.

Fue la reestructuración de 1964 la que decidió la futura carrera de Gullberg.

La creación de la DGP/Seg trajo consigo que la policía secreta del Estado se transformara en lo que en los memorandos del Ministerio de Justicia se describió como una organización policial moderna. Eso supuso que se realizaran nuevas contrataciones. La constante necesidad de más personal ocasionó constantes problemas de rodaje, cosa que, en una organización en proceso de expansión, supuso que las posibilidades que tenía el Enemigo para colocar a sus agentes dentro del departamento mejoraran radicalmente. Algo que, a su vez, motivó que el control interno de seguridad se reforzara: la policía secreta ya no podía ser un club interno compuesto por ex oficiales en el que todo el mundo se conocía y donde el mérito más frecuente para el reclutamiento era tener un padre oficial.

En 1963 trasladaron a Gullberg a la sección de control del personal, que había adquirido mayor relevancia como consecuencia del desenmascaramiento de Stig Wennerström. Durante ese período se asentaron las bases de ese registro de opiniones que, hacia finales de los años sesenta, tenía fichados a más de trescientos mil ciudadanos suecos, simpatizantes de inapropiadas ideas políticas. Pero una cosa era llevar a cabo un control personal de los ciudadanos en general y otra muy distinta organizar el control de seguridad de la propia DGP/Seg.

Wennerström había desencadenado una avalancha de dolores de cabeza en el seno de la policía secreta. Si un coronel del Estado Mayor de la Defensa podía trabajar para los rusos -además de ser el consejero del gobierno en asuntos que concernían a armas nucleares y política de seguridad-, ¿podían estar seguros, entonces, de que los rusos no tuviesen también a un agente igual de bien colocado dentro de la policía de seguridad? ¿Quién les garantizaría que los directores y subdirectores de la Firma no trabajaban en realidad para los rusos? En resumen: ¿quién iba a espiar a los espías?

En agosto de 1964, Gullberg fue convocado a una reunión en el despacho del director adjunto de la policía de seguridad, el jefe de gabinete Hans Wilhelm Francke. En la reunión también participaron, aparte de dos personas más de la cúpula de la Firma, el jefe administrativo adjunto y el jefe de presupuesto. Antes de que el día llegara a su fin, la vida de Gullberg ya había adquirido un nuevo sentido: había sido elegido. Le dieron un cargo como jefe de una nueva sección llamada provisionalmente «Sección de Seguridad», abreviado SS. Su primera medida fue cambiarle el nombre por el de «Sección de Análisis». El nombre sobrevivió unos cuantos minutos, hasta que el jefe de presupuesto señaló que, a decir verdad, SA no sonaba mucho mejor que SS. El nombre final fue Sección para el Análisis Especial, SAE, que, en lenguaje coloquial, acabó convirtiéndose en «la Sección», mientras que «el Departamento» o «la Firma» hacían referencia a toda la policía de seguridad.

La Sección fue idea de Francke. La llamó «la última línea de defensa», un grupo ultrasecreto que estaba presente en lugares estratégicos dentro de la Firma, pero que resultaba invisible y en el que, al no aparecer en memorandos ni en partidas presupuestarias, nadie podía infiltrarse. Su misión: vigilar la seguridad de la nación. Francke tenía el poder para llevarlo todo a cabo; necesitaba al jefe de presupuesto y al jefe administrativo para crear la estructura oculta, pero eran todos soldados de la vieja guardia y amigos de docenas de escaramuzas contra el Enemigo.

Durante el primer año, la organización entera estuvo compuesta por Gullberg y tres colaboradores elegidos a dedo. Durante los diez siguientes, la Sección aumentó hasta un total de once miembros, dos de los cuales eran secretarias administrativas de la vieja escuela, mientras que el resto estaba compuesto por profesionales cazadores de espías. Se trataba de una organización sin apenas jerarquía: Gullberg era el jefe, sí, pero todos los demás no eran más que simples colaboradores y veían al jefe casi a diario. Se premiaba más la eficacia que el prestigio y las formalidades burocráticas.

En teoría, Gullberg se hallaba subordinado a una larga lista de personas que, a su vez, se encontraban a las órdenes del jefe administrativo de la policía de seguridad, al cual le debía entregar mensualmente un informe, pero, en la práctica, Gullberg disfrutaba de una situación única con extraordinarios poderes. Él, y sólo él, podía tomar la decisión de examinar con lupa a los más altos directivos de la Säpo. También podía, si le parecía oportuno, poner patas arriba la vida del mismísimo Per Gunnar Vinge. (Algo que, en efecto, hizo.) Podía poner en marcha sus propias investigaciones o realizar escuchas telefónicas sin tener que explicar su objetivo o sin ni siquiera informar a sus superiores. Tomó como modelo a toda una leyenda del espionaje americano, James Jesus Angleton, que gozaba de una posición similar dentro de la CIA y al que, además, llegó a conocer personalmente.

Por lo que respecta a su organización, la Sección se convirtió en una microorganización dentro del Departamento, fuera de, por encima de y al margen del resto de la policía de seguridad. Esto también tuvo sus consecuencias geográficas. La Sección tenía sus oficinas en Kungsholmen pero, por razones de seguridad, en la práctica toda ella se trasladó fuera de aquel edificio, a un piso de once habitaciones ubicado en el barrio de Östermalm. El piso se reformó discretamente hasta convertirlo en unas oficinas fortificadas que nunca permanecían vacías, ya que en dos de las habitaciones que quedaban más cerca de la entrada se habilitó una vivienda para la fiel servidora y secretaria Eleanor Badenbrink. Badenbrink era un recurso inapreciable en quien Gullberg había depositado su total confianza.

Por lo que respecta a su organización, Gullberg y sus colaboradores desaparecieron de la vida pública: fueron financiados por medio de un «fondo especial», pero no existían para la burocracia formal de la política de seguridad, de la cual se rendía cuenta a la Dirección General de la Policía o al Ministerio de Justicia. Ni siquiera el jefe de la DGP/Seg conocía a esos agentes, los más secretos de entre los secretos, a los que se les había encomendado la misión de tratar lo más delicado de lo delicado.

De modo que, con cuarenta años, Gullberg se encontraba en una situación en la que no tenía que justificarse ante nadie y en la que podía abrirle una investigación a quien se le antojase.

Ya desde el principio, le había quedado claro que la Sección para el Análisis Especial corría el riesgo de convertirse en un grupo delicado desde el punto de vista político. La descripción del trabajo resultaba, por no decir otra cosa, difusa, y la documentación escrita, extremadamente parca. En el mes de septiembre de 1964, el primer ministro Tage Erlander firmó una directiva según la cual se destinaban a la Sección para el Análisis Especial unas partidas presupuestarias con el objetivo de que realizaran investigaciones especialmente delicadas y de vital importancia para la seguridad nacional. Ese fue uno de los doce asuntos similares que el director adjunto de la DGP/Seg, Hans Wilhelm Francke, le expuso una tarde al primer ministro en el transcurso de una reunión. El documento fue clasificado en el acto como secreto y archivado en el diario igual de secreto de la DGP/Seg.

La firma del primer ministro significaba que la Sección se convertía en una institución aprobada jurídicamente. La primera partida presupuestaria de la Sección ascendió a cincuenta y dos mil coronas. El hecho de que si se solicitara un presupuesto tan bajo fue, según el propio Gullberg, una jugada magistral: daba a entender que la creación de la Sección constituía un asunto sin mayor importancia, uno más del montón.

En un sentido más amplio, la firma del primer ministro significaba que él había dado su visto bueno a la necesidad de crear un grupo que se responsabilizara del «control personal interno». Sin embargo, esa misma firma podía interpretarse como que el primer ministro había dado su aprobación para fundar un grupo que también podría encargarse del control de «personas especialmente sensibles» fuera de la policía de seguridad, como por ejemplo el propio primer ministro. Era esto último lo que, en teoría, podría ocasionar graves problemas políticos.

Evert Gullberg constató que ya se había bebido todo el Johnny Walker. No era muy dado a consumir alcohol, pero habían sido un día y un viaje muy largos y consideró que se hallaba en una etapa de su vida en la que poco importaba si decidía tomarse uno o dos whiskies, y que si le daba la gana, podía volver a llenar el vaso sin que pasara absolutamente nada. Se sirvió una botellita de Glenfiddich.

El asunto más delicado de todos era, por supuesto, Olof Palme.

Gullberg recordaba con todo detalle el día de las elecciones de 1976. Por primera vez en la historia moderna, Suecia había elegido un gobierno no socialdemócrata. Por desgracia, fue Thorbjörn Fälldin quien se convirtió en primer ministro, y no Gösta Bohman, que era un hombre de la vieja escuela e infinitamente más apropiado. Pero, sobre todo, Palme había sido vencido, de modo que Evert Gullberg podía respirar aliviado.

Si Palme resultaba adecuado o no como primer ministro había sido tema de debate de más de una comida celebrada entre los círculos más secretos de la DGP/Seg. En 1969 se despidió a Per Gunnar Vinge después de que éste expresara una opinión compartida por muchas personas del Departamento: el convencimiento de que Palme era un agente de influencia que trabajaba para la KGB rusa. La opinión de Vinge no resultó controvertida en el clima que reinaba dentro de la Firma. Por desgracia, Vinge había tratado abiertamente el asunto con el gobernador civil Ragnar Lassinanti con motivo de una visita que efectuó a la provincia de Norrbotten. Lassinanti arqueó dos veces las cejas y luego informó al gobierno, hecho que tuvo como consecuencia que Vinge fuera convocado a una entrevista personal.

Para gran irritación de Evert Gullberg, la cuestión de los posibles contactos rusos de Olof Palme nunca quedó aclarada. A pesar de sus obstinados intentos por averiguar la verdad y encontrar las pruebas determinantes -the smoking gun-, la Sección jamás pudo hallar la más mínima prueba al respecto. A ojos de Gullberg eso no indicaba en absoluto que Palme fuera inocente, sino más bien que era un espía particularmente astuto e inteligente que no se había visto tentado a cometer los fallos cometidos por otros espías rusos. Palme continuó burlándolos año tras año. En 1982, cuando regresó como primer ministro, el asunto cobró de nuevo actualidad. Luego vinieron los tiros de Sveavägen y el asunto se convirtió para siempre en una cuestión académica.

El año 1976 fue problemático para la Sección. Dentro de la DGP/Seg -entre las pocas personas que conocían la existencia de la Sección- surgió una cierta crítica. Durante los diez anteriores años, sesenta y cinco funcionarios de la policía de seguridad habían sido despedidos de la organización debido a unas supuestas y poco fiables inclinaciones políticas. Sin embargo, en la mayoría de los casos la naturaleza de la documentación no permitió demostrar nada, lo que ocasionó que ciertos superiores empezaran a murmurar que los colaboradores de la Sección eran unos paranoicos que veían conspiraciones por doquier.

A Gullberg todavía le hervía la sangre por dentro cada vez que se acordaba de uno de los asuntos tratados por la Sección. Se trataba de una persona que fue reclutada por la DGP/Seg en 1968 y que el propio Gullberg consideraba sumamente inapropiada. Su nombre era Stig Bergling, inspector de policía y teniente del ejército sueco que luego resultó ser coronel del servicio de inteligencia militar ruso, el GRU. A lo largo de los siguientes años, Gullberg se esforzó, en cuatro ocasiones, en hacer que despidieran a Bergling, pero en cada una de las veces sus intentos fueron ignorados. La cosa no cambió hasta 1977, cuando Bergling fue objeto de sospechas también fuera de la Sección. Ya era hora. Bergling se convirtió en el escándalo más grande de la historia de la policía de seguridad sueca.

La crítica contra la Sección fue en aumento durante la primera mitad de los años setenta, de modo que, hacia la mitad de la década, Gullberg ya había oído varias propuestas de reducción de presupuesto e, incluso, que la actividad resultaba innecesaria.

En su conjunto, la crítica significaba que el futuro de la Sección era puesto en tela de juicio. Ese año, en la DGP/Seg se dio prioridad a la amenaza terrorista, algo que, desde el punto de vista del espionaje, era en todos los sentidos una historia aburrida que concernía principalmente a desorientados jóvenes que colaboraban con elementos árabes o propalestinos. La gran duda de la policía de seguridad era si el control personal iba a recibir asignaciones presupuestarias especiales para vigilar a ciudadanos extranjeros residentes en Suecia, o si eso debería seguir siendo un asunto exclusivo del departamento de extranjería.

De ese debate burocrático algo esotérico le surgió a la Sección la necesidad de reclutar los servicios de un colaborador de confianza que pudiera reforzar el control -el espionaje, en realidad- de los empleados del departamento de extranjería.

La elección recayó en un joven colaborador que llevaba trabajando en la DGP/Seg desde 1970 y del que tanto su historial como su credibilidad política resultaban los más idóneos para que fuera acogido en la Sección. En su tiempo libre era miembro de una organización llamada Alianza Democrática a la que los medios de comunicación socialdemócratas describían como de extrema derecha. En la Sección eso no supuso ninguna carga. De hecho, otros tres colaboradores también eran miembros de la Alianza Democrática y la Sección había tenido una gran importancia para la propia fundación de la Alianza. Contribuyeron asimismo a una pequeña parte de la financiación. Fue a través de esa organización como repararon en el nuevo colaborador y, finalmente, lo reclutaron para la Sección. Su nombre era Gunnar Björck.

Para Evert Gullberg fue una increíble y feliz casualidad que precisamente aquel día -el día de las elecciones de 1976, cuando Alexander Zalachenko desertó a Suecia y entró en la comisaría del distrito de Norrmalm pidiendo asilo político- fuera el joven Gunnar Björck quien lo recibiese, en calidad de tramitador de los asuntos del departamento de extranjería. Un agente que ya estaba vinculado a lo más secreto de lo secreto.

Björck era un chico despierto. Se dio cuenta enseguida de la importancia de Zalachenko, de modo que interrumpió el interrogatorio y metió al desertor en una habitación del hotel Continental. Fue, por lo tanto, a Evert Gullberg, y no a su jefe formal del departamento de extranjería, a quien llamó Gunnar Björck para darle el aviso. La llamada se produjo una vez cerrados los colegios electorales y cuando todos los pronósticos apuntaban a que Palme iba a perder. Gullberg acababa de llegar a casa y encender la tele para seguir la noche electoral. Al principio dudó de las informaciones que el excitado joven le transmitió. Luego se acercó hasta el hotel Continental, a menos de doscientos cincuenta metros de la habitación del Freys Hotel donde se encontraba en ese momento, para asumir el mando del asunto Zalachenko.

A partir de ese instante, la vida de Evert Gullberg se transformó de forma radical. La palabra «secreto» adquirió un significado y un peso enteramente nuevos. Comprendió lo necesario que resultaba crear una estructura propia en torno al desertor.

De manera automática, incluyó a Gunnar Björck en el grupo de Zalachenko. Fue una decisión inteligente y razonable, ya que Björck conocía la existencia de Zalachenko. Era mejor tenerlo dentro que fuera, donde supondría un riesgo para la seguridad. Eso implicó que Björck fuera trasladado desde su puesto oficial en el departamento de extranjería hasta uno de los despachos del piso de Östermalm.

Con el revuelo que se originó, Gullberg decidió ya desde el principio informar solamente a una persona dentro de la DGP/Seg: al jefe administrativo, que ya estaba al tanto de la actividad de la Sección. Este se guardó la noticia durante varios días hasta que le explicó a Gullberg que el asunto alcanzaba tal magnitud que habría que informar al director de la DGP/Seg y también al gobierno.

Por aquella época, el director de la DGP/Seg, que acababa de tomar posesión de su cargo, conocía la existencia de la Sección para el Análisis Especial, pero sólo tenía una vaga idea de a lo que la Sección se dedicaba en realidad. Había entrado para limpiarlo todo tras el escándalo del asunto IB* y ya se encontraba de camino a un cargo superior de la jerarquía policial. En conversaciones confidenciales con el jefe administrativo se enteró de que la Sección era un grupo secreto designado por el gobierno que se mantenía al margen de la verdadera actividad de la Säpo y sobre el que no había que hacer preguntas. Ya que, por aquel entonces, el jefe era un hombre al que nunca se le ocurriría formular preguntas susceptibles de generar respuestas desagradables, asintió de forma comprensiva y aceptó, sin más, que existiera algo llamado SAE y que eso no fuera asunto de su incumbencia.

* IB era un servicio de inteligencia secreto, entre cuyos objetivos estaba el de fichar y vigilar a los comunistas de Suecia. Su existencia fue revelada en 1973 por los periodistas suecos Peter Bratt y Jan Guillou en la revista Follet i Bild/Kulturfront. (N. de los t.)

A Gullberg no le hizo mucha gracia tener que informar al jefe sobre Zalachenko, pero aceptó la realidad. Subrayó la absoluta necesidad de mantener una total confidencialidad -cosa con la que su interlocutor se mostró conforme- y dio unas instrucciones tan estrictas que ni siquiera el jefe de la DGP/Seg podría hablar del tema en su despacho sin tomar especiales medidas de seguridad. Se decidió que la Sección para el Análisis Especial se ocupara del asunto Zalachenko.

Informar al primer ministro saliente quedaba excluido. Debido a todo el revuelo que se había organizado a raíz del cambio de poder, el nuevo primer ministro se encontraba muy ocupado designando a los miembros de su gabinete y negociando con los demás partidos de la coalición de centroderecha. Hasta que no se cumplió un mes de la formación del gobierno, el jefe de la DGP/Seg, acompañado de Gullberg, no acudió a la sede del gobierno de Rosenbad para informar al recién electo primer ministro, Thorbjörn Fälldin. Gullberg estuvo protestando hasta el último momento por el hecho de que se informara al gobierno, pero el director de DGP/Seg no cedió: sería constitucionalmente imperdonable no hacerlo. Durante la reunión, Gullberg trató de convencer por todos los medios al primer ministro -con la máxima elocuencia de la que fue capaz- de lo importante que era que la información sobre Zalachenko no saliera de aquel despacho: que ni siquiera se pusiera en conocimiento del ministro de Asuntos Exteriores, del ministro de Defensa ni de ningún otro miembro del gobierno.

La noticia de que un importante agente ruso había solicitado asilo político en Suecia conmocionó a Fälldin. Empezó diciendo que su deber era tratar el tema como mínimo con los líderes de los otros dos partidos que formaban parte del gobierno de coalición. Gullberg estaba preparado para esa objeción y jugó la carta más importante que guardaba. Le explicó en voz baja que si eso ocurriese, él se vería obligado a presentar su dimisión. La amenaza impresionó a Fälldin. Eso implicaba que si la historia se filtrara y los rusos enviaran un escuadrón de la muerte para liquidar a Zalachenko, el primer ministro sería el único responsable. Y si se revelara que la persona encargada de la seguridad de Zalachenko se había visto obligada a dimitir de su cargo, el primer ministro se vería envuelto en un escándalo político y mediático.

Fälldin, todavía verde e inseguro como primer ministro, acabó cediendo. Aprobó una directiva que se introdujo de inmediato en el diario secreto y que conllevaba que la Sección se encargara del debriefing de Zalachenko y de su seguridad, así como de que la información no saliera del despacho del primer ministro. De este modo, Fälldin llegó a firmar una directiva que, en la práctica, demostraba que él había sido informado pero que también significaba que nunca podría hablar del tema. En resumen, que se olvidara de Zalachenko.

No obstante, Fälldin insistió en que una persona más de su gabinete fuera puesta al tanto de la situación: un secretario de Estado elegido a dedo que, además, funcionara como persona de contacto en todo lo relacionado con el desertor. Gullberg aceptó. No tendría problemas en manejar a un secretario de Estado.

El director de la DGP/Seg estaba contento: el asunto Zalachenko quedaba asegurado constitucionalmente, algo que, en este caso concreto, quería decir que él tenía las espaldas cubiertas. Gullberg también estaba contento: había conseguido poner el asunto en cuarentena, cosa que le permitía controlar toda la información. Él, y nadie más que él, controlaba a Zalachenko.

Cuando Gullberg regresó a su despacho del piso de Östermalm, se sentó a su mesa y, a mano, hizo una lista de las personas que sabían de la existencia de Zalachenko. La nómina la componían él mismo; Gunnar Björck; Hans von Rottinger, jefe operativo de la Sección; Fredrik Clinton, jefe adjunto; Eleanor Badenbrink, secretaria de la Sección, y dos colaboradores a los que se les había encomendado la tarea de reunir y analizar la información que Zalachenko les pudiera proporcionar. En total, siete personas que, durante los siguientes años, constituirían una sección especial dentro de la Sección. Los bautizó mentalmente como «el Grupo Interior».

Fuera de la Sección, estaban al corriente el jefe de la DGP/Seg, el jefe adjunto y el jefe administrativo. Aparte de ellos, el primer ministro y un secretario de Estado. En total, doce personas. Nunca un secreto de tal magnitud había sido conocido por un grupo tan reducido.

Luego el rostro de Gullberg se ensombreció. El secreto también era conocido por una decimotercera persona. Björck estuvo acompañado por el jurista Nils Bjurman. Convertir a este último en un colaborador de la Sección quedaba totalmente descartado: Bjurman no era un verdadero policía de seguridad -en el fondo no era más que una especie de becario de la DGP/Seg- y no disponía ni de los conocimientos ni de la competencia que se requerían. Gullberg sopesó varias alternativas hasta que al final se decidió por sacar discretamente a Bjurman de la historia. Lo amenazó con cadena perpetua por alta traición si se le ocurría pronunciar una sola sílaba sobre Zalachenko, lo sobornó con promesas de futuros trabajos y, por último, le dio una coba que no hizo sino aumentar la sensación de importancia que Bjurman tenía sobre sí mismo. Se encargó de que contrataran a Bjurman en un prestigioso bufete y de que recibiera toda una serie de encargos que lo mantuvieran ocupado. El único problema residía en que Bjurman era tan mediocre que no supo aprovechar sus oportunidades. Abandonó el bufete al cabo de diez años y abrió el suyo propio, con un solo empleado, en Odenplan.

Durante los siguientes años, Gullberg mantuvo a Bjurman bajo una discreta pero constante vigilancia. No la abandonó hasta finales de los años ochenta, cuando la Unión Soviética se encontraba a punto de caer y Zalachenko ya no constituía un asunto prioritario.

Para la Sección, Zalachenko había representado, en primer lugar, la promesa de abrir una brecha en la resolución del enigma Palme, algo que mantenía permanentemente ocupado a Gullberg. Por consiguiente, Palme fue uno de los primeros temas que Gullberg trató en el largo debriefing.

Sin embargo, sus esperanzas pronto se frustraron: Zalachenko nunca había operado en Suecia y no tenía un verdadero conocimiento del país. Sí había oído rumores, en cambio, sobre el «Caballo Rojo», un destacado político sueco, tal vez escandinavo, que trabajaba para la KGB.

Gullberg escribió una lista de nombres que unió al de Palme. Allí estaban Carl Lidbom, Pierre Schori, Sten Andersson, Marita Ulvskog y unos cuantos más. Durante el resto de su vida, Gullberg volvería a esa nómina una y otra vez sin conseguir jamás dar respuesta al enigma.

De repente, Gullberg se codeaba con los grandes. Le ofrecieron sus respetos en aquel exclusivo club de guerreros elegidos donde todos se conocían y donde los contactos se realizaban mediante la amistad y la confianza personales, y no a través de los canales oficiales ni de las reglas burocráticas. Llegó, incluso, a conocer al mismísimo James Jesus Angleton y a tomarse un whisky con el jefe del MI-6 en un discreto club de Londres. Se convirtió en uno de los grandes.

La otra cara de la profesión era que nunca podría hablar de sus éxitos, ni siquiera en unas memorias póstumas. Constantemente presente se hallaba, asimismo, el miedo a que el Enemigo empezara a percatarse de sus viajes y lo vigilara; de ese modo, sin quererlo, guiaría a los rusos hasta Zalachenko.

En ese aspecto, Zalachenko era su peor enemigo.

Durante el primer año, Zalachenko estuvo alojado en un apartamento propiedad de la Sección. No existía en ningún registro ni en ningún documento público, y dentro del grupo de Zalachenko habían pensado que les sobraba tiempo para plantearse el futuro del desertor. Hasta la primavera de 1978 no le dieron un pasaporte a nombre de Karl Axel Bodin ni le pudieron inventar, con no poco esfuerzo, un pasado: una ficticia pero comprobable vida en los registros oficiales suecos.

Para entonces ya era tarde: Zalachenko ya se había follado a esa maldita puta llamada Agneta Sofia Salander, cuyo apellido de soltera era Sjölander, y se había presentado sin la menor preocupación con su verdadero nombre: Zalachenko. Gullberg pensaba que Zalachenko no estaba del todo bien de la cabeza. Sospechaba que el desertor ruso deseaba más bien ser descubierto. Era como si necesitara estar en el candelero. Si no, resultaba difícil explicar cómo podía ser tan tremendamente estúpido.

Hubo putas, períodos de un exagerado consumo de alcohol y varios incidentes violentos y unas cuantas broncas con porteros de bares y otras personas. En tres ocasiones la policía sueca arrestó a Zalachenko por embriaguez y en otras dos por peleas en un bar. Y, en cada ocasión, la Sección tuvo que intervenir discretamente y sacarle del apuro asegurándose de que los papeles desaparecieran y de que los registros fueran modificados. Gullberg eligió a Gunnar Björck para que se convirtiera en su sombra. El trabajo de Björck consistía en hacer de canguro casi veinticuatro horas al día. Era difícil, pero no había otra alternativa.

Todo podía haber salido bien. A principios de los años ochenta, Zalachenko se tranquilizó y empezó a adaptarse. Pero nunca dejó a la puta de Salander. Y lo que era peor: se había convertido en el padre de Camilla y de Lisbeth Salander.

Lisbeth Salander.

Gullberg pronunció su nombre con una sensación de malestar.

Ya cuando las chicas contaban unos nueve o diez años, Gullberg sentía una extraña sensación en el estómago cada vez que pensaba en ella. No hacía falta ser psiquiatra para comprender que no era normal. Gunnar Björck había informado de que se mostraba rebelde, violenta y agresiva ante Zalachenko, a quien, además, no parecía tenerle el más mínimo miedo. Raramente decía algo pero mostraba de otras mil maneras su descontento con el estado de las cosas. Ella era un problema en ciernes, aunque Gullberg no podía imaginar, ni en la peor de sus pesadillas, las gigantescas proporciones que ese problema alcanzaría. Lo que más temía era que la situación de la familia Salander llevara a una investigación social que se centrara en Zalachenko. Cuántas veces le imploró a Zalachenko que rompiera con la familia y que se alejara de ellos. Él se lo prometía pero siempre acababa incumpliendo su promesa. Tenía otras putas. Le sobraban las putas. Pero al cabo de unos cuantos meses siempre volvía con Agneta Sofia Salander.

Maldito Zalachenko. Un espía que dejaba que su polla gobernara su vida sentimental no podía ser, evidentemente, un buen espía. Pero era como si Zalachenko estuviera por encima de todas las reglas normales. O al menos así pensaba él… Si se hubiese contentado con tirársela sin tener que darle una paliza cada vez que se veían, tampoco habría sido para tanto, pero lo que estaba sucediendo era que Zalachenko maltrataba grave y repetidamente a su novia. Incluso parecía verlo como un entretenido desafío hacia sus vigilantes: la maltrataba sólo para meterse con ellos y verlos sufrir.

A Gullberg no le cabía la menor duda de que Zalachenko era un puto enfermo, pero no le quedaba más alternativa: no contaba precisamente con un montón de agentes desertores del GRU entre los que elegir. Sólo tenía a uno, quien, además, era muy consciente de lo que significaba para él.

Gullberg suspiró. El grupo de Zalachenko había adquirido el papel de empresa de limpieza. Era un hecho innegable. Zalachenko sabía que se podía permitir ciertas libertades y que ellos lo sacarían de cualquier aprieto. Y cuando se trataba de Agneta Sofia Salander se aprovechaba de eso hasta límites insospechados.

No le faltaron advertencias. Lisbeth Salander acababa de cumplir doce años cuando le asestó unas cuantas puñaladas a Zalachenko. Las heridas no fueron graves, pero lo trasladaron al hospital de Sankt Göran y el grupo tuvo que realizar una importante labor de limpieza. En aquella ocasión, Gullberg mantuvo una Conversación Muy Seria con él: le dejó muy claro que jamás permitiría que volviera a contactar con la familia Salander y le hizo prometer que nunca más se acercaría a ellas. Y Zalachenko se lo prometió. Mantuvo su promesa durante más de medio año, hasta que fue de nuevo a casa de Agneta Sofia Salander y la maltrató con tal saña que ella acabó en una institución para el resto de su vida.

Sin embargo, Gullberg jamás se habría podido imaginar que Lisbeth Salander fuera una psicópata asesina capaz de fabricar una bomba incendiaria. Aquel día fue un caos. Les esperaba un laberinto de investigaciones y toda la Operación Zalachenko -incluso toda la Sección- pendieron de un hilo muy fino. Si Lisbeth Salander hablara, podría desenmascarar a Zalachenko. Y si éste fuese descubierto, no sólo se correría el riesgo de que toda una serie de operaciones que estaban en marcha en Europa desde hacía quince años se fueran a pique, sino también que la Sección fuera sometida a un examen público. Algo que había que impedir a toda costa.

Gullberg estaba preocupado. Un examen público haría que, a su lado, el caso IB pareciera una película para toda la familia. Si se abrieran los archivos de la Sección, se desvelaría un conjunto de circunstancias que no eran del todo compatibles con la Constitución, por no hablar de la vigilancia a la que sometieron tanto a Palme como a otros conocidos miembros del Partido Socialdemócrata. Hacía muy pocos años que habían asesinado a Palme y era un tema muy delicado. Eso habría ocasionado que se iniciara una investigación contra Gullberg y otros numerosos miembros de la Sección. Y lo que era peor: que unos cuantos locos periodistas lanzaran, sin cortarse un pelo, la teoría de que la Sección estaba detrás del asesinato de Palme, algo que, a su vez, conduciría a un laberinto más de revelaciones y acusaciones. Otro problema era que la Dirección de la Policía de Seguridad había cambiado tanto que ni siquiera el director de la DGP/Seg conocía la existencia de la Sección. Aquel año todos los contactos con la DGP/Seg no fueron más allá de la mesa del nuevo jefe administrativo adjunto, quien, desde hacía ya una década, era miembro fijo de la Sección.

Un ambiente de pánico y angustia empezó a reinar entre los colaboradores del grupo de Zalachenko. En realidad, fue Gunnar Björck quien dio con la solución: un psiquiatra llamado Peter Teleborian.

Teleborian había sido reclutado por el departamento de contraespionaje de la DGP/Seg para un asunto completamente diferente: trabajar como asesor en la investigación de un presunto espía industrial. En una fase delicada de la investigación, había que averiguar cómo iba a actuar el sospechoso en caso de que se le sometiera a estrés. Teleborian era un joven y prometedor psiquiatra que no soltaba a sus interlocutores la típica jerga oscura, sino que ofrecía concretos y prácticos consejos, los mismos que hicieron posible que la DGP/Seg impidiera un suicidio y que el espía en cuestión pudiera transformarse en un agente doble que enviara desinformación a quienes habían contratado sus servicios.

Después del ataque de Salander contra Zalachenko, Björck, con mucho cuidado, vinculó a Teleborian a la Sección en calidad de asesor externo. Y ahora hacía más falta que nunca.

Resolver el problema había sido muy sencillo: podían hacer desaparecer a Karl Axel Bodin enviándolo a un centro de rehabilitación. Agneta Sofia Salander desaparecería enviándola a una unidad de enfermos crónicos con irreparables daños cerebrales. Todas las investigaciones policiales fueron a parar a la DGP/Seg y se transfirieron, con la ayuda del jefe administrativo adjunto, a la Sección.

Peter Teleborian acababa de obtener un puesto como médico jefe adjunto en la unidad de psiquiatría infantil del hospital de Sankt Stefan de Uppsala. Todo lo que hacía falta era un informe de psiquiatría forense que Björck y Teleborian redactarían juntos y, acto seguido, una decisión rápida y no especialmente controvertida del tribunal. Tan sólo era cuestión de ver cómo presentar los hechos. La Constitución no tenía nada que ver con todo aquello. Al fin y al cabo, se trataba de la seguridad nacional. La gente tenía que entenderlo.

Y que Lisbeth Salander era una enferma mental resultaba obvio. Unos ahítos encerrada en una institución psiquiátrica le vendrían, sin duda, muy bien. Gullberg asintió dando así su visto bueno a la operación.

Todas las piezas del puzle habían encajado. Y eso ocurrió cuando el grupo Zalachenko estaba ya, de todos modos, a punto de disolverse. La Unión Soviética había dejado de existir y la época de esplendor de Zalachenko pertenecía definitivamente al pasado: su fecha de caducidad ya se había sobrepasado con creces.

En su lugar, el grupo Zalachenko le ofreció una generosa indemnización por despido de uno de los fondos reservados de la policía de seguridad. Le proporcionaron las mejores atenciones médicas, y, seis meses más tarde, con un suspiro de alivio, lo llevaron al aeropuerto de Arlanda y le dieron un billete de ida para España. Le dejaron claro que a partir de ese momento los caminos de Zalachenko y de la Sección se separaban. Fue una de las últimas gestiones realizadas por Gullberg. Una semana más tarde, acogiéndose a los derechos que su edad le otorgaba, se jubiló y le dejó su puesto al delfín: Fredrik Clinton. A partir de entonces, a Gullberg sólo lo consultaron como asesor externo y consejero para cuestiones especialmente delicadas. Se quedó en Estocolmo tres años más trabajando casi a diario en la Sección, pero los encargos fueron cada vez a menos y, poco a poco, fue desmantelándose a sí mismo. Volvió a Laholm, su ciudad natal, y continuó haciendo algún que otro trabajo a distancia. Durante los primeros años viajó con cierta regularidad a Estocolmo, pero incluso esas visitas empezaron a ser cada vez más espaciadas.

Había dejado de pensar en Zalachenko. Hasta esa mañana en la que se despertó y se encontró con la hija de éste en las portadas de todos los periódicos, sospechosa de un triple asesinato.

Gullberg había seguido las noticias con una sensación de desconcierto. Comprendió a la perfección que no era ninguna casualidad que Salander hubiese tenido a Bjurman como administrador, pero no pensó que aquello supusiera un peligro inminente para que la vieja historia de Zalachenko saliera a flote. Salander era una enferma mental; no le sorprendía en absoluto que ella fuese la autora de aquella orgía asesina. En cambio, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que Zalachenko pudiera estar vinculado al caso hasta que una mañana escuchó los informativos y se desayunó con las noticias de Gosseberga. Fue entonces cuando se puso a hacer llamadas y acabó comprando un billete de tren para Estocolmo.

La Sección se enfrentaba a su peor crisis desde que él fundara la organización. Todo amenazaba con resquebrajarse.

Zalachenko arrastró los pies hasta el cuarto de baño y orinó. Con las muletas que el hospital de Sahlgrenska le había proporcionado podía moverse. Había dedicado el domingo y el lunes a breves sesiones de entrenamiento. Le seguía doliendo endiabladamente la mandíbula y sólo podía tomar alimentos líquidos, pero ahora era capaz de levantarse y recorrer distancias cortas.

Después de haber vivido con una prótesis durante casi quince años se había acostumbrado a las muletas. Se entrenó en el arte de desplazarse silenciosamente con ellas andando de un lado a otro de su habitación. Cada vez que el pie derecho rozaba el suelo, un intenso dolor le atravesaba la pierna.

Apretó los dientes. Pensó en el hecho de que Lisbeth Salander se encontrara en una habitación cercana. Le había llevado todo el día averiguar que ella se hallaba a tan sólo dos puertas a la derecha.

A las dos de la madrugada, diez minutos después de la última visita de la enfermera, todo estaba en silencio y tranquilo. Zalachenko se levantó con mucho esfuerzo y buscó sus muletas. Se acercó a la puerta y aguzó el oído pero no pudo oír nada. Abrió la puerta y salió al pasillo. Oyó una débil música que procedía de la habitación de las enfermeras. Se desplazó hasta la salida que había al final del pasillo, abrió la puerta e inspeccionó las escaleras: había ascensores. Volvió al pasillo y regresó a su habitación. Al pasar ante la de Lisbeth Salander se detuvo y descansó apoyándose en las muletas durante medio minuto.

Esa noche las enfermeras habían cerrado la puerta de la habitación. Lisbeth Salander abrió los ojos al percibir un débil sonido raspante en el pasillo. No pudo identificarlo, pero sonaba como si alguien estuviera arrastrando algo con mucho cuidado. Por un momento se hizo un silencio absoluto y se preguntó si no serían imaginaciones suyas. Al cabo de un minuto o dos volvió a oír el sonido. Se iba alejando. La sensación de inquietud fue en aumento.

Zalachenko está ahí fuera.

Ella se sentía encadenada a la cama. El collarín le picaba. Le entró un intenso deseo de levantarse. Se incorporó con no poco esfuerzo. Esas fueron más o menos todas las fuerzas que pudo reunir. Se dejó caer nuevamente en la cama y apoyó la cabeza en la almohada.

Acto seguido se palpó el collarín con los dedos y encontró los cierres que lo mantenían fijo. Los abrió y dejó caer el collarín al suelo. De repente respiró con más facilidad.

Deseó haber tenido un arma a mano y las suficientes energías como para levantarse y aniquilarlo de una vez por todas.

Al final se levantó apoyándose en un codo. Encendió la luz y miró a su alrededor: no pudo ver nada susceptible de ser usado como arma. Luego su mirada se detuvo en una mesa auxiliar situada junto a la pared y a unos tres metros de la cama. Constató que alguien había dejado un lápiz encima.

Esperó a que la enfermera de noche terminara su ronda, algo que parecía realizar cada media hora. Lisbeth supuso que la reducida frecuencia de control se debía a que los médicos habían decidido que ella se encontraba mejor que antes, cuando ese mismo fin de semana la habían estado visitando cada quince minutos o incluso más a menudo. Pero ella no notaba ninguna diferencia.

Una vez sola, reunió fuerzas, se incorporó y pasó las piernas por encima del borde de la cama. Tenía unos electrodos pegados al cuerpo que registraban el pulso y la respiración, pero los cables venían de la misma dirección que donde estaba el lápiz. Con mucho cuidado, se puso de pie y, acto seguido, se tambaleó y perdió el equilibrio por completo. Por un segundo creyó que se iba a desmayar, pero se apoyó en la cama y concentró la mirada en la mesa que tenía delante. Dio tres titubeantes pasos, estiró la mano y alcanzó el lápiz.

Volvió a la cama caminando hacia atrás. Estaba completamente agotada.

Se recuperó al cabo de un rato y se tapó con el edredón. Levantó el lápiz y tocó la punta. Se trataba de un lápiz de madera normal y corriente. Acababan de sacarle punta y estaba afilado como un punzón. Podría utilizarlo como arma contra la cara o los ojos.

Se lo guardó junto a la cadera, bien a mano, y se durmió.

Capítulo 6

Lunes, 11 de abril

El lunes por la mañana, Mikael Blomkvist se levantó a las nueve y pico y llamó a Malin Eriksson, que acababa de entrar en la redacción de Millennium.

–Hola, redactora jefe -dijo.

–Me encuentro en estado de shock por la ausencia de Erika y porque me queréis a mí como nueva redactora jefe.

–¿Ah, sí?

–Erika ya no está. Su mesa está vacía.

–Entonces será una buena idea dedicar el día a hacer el traslado a su despacho.

–No sé cómo hacerlo. Me siento muy incómoda.

–No te sientas así. Todos estamos de acuerdo en que, en estas circunstancias, eres la mejor elección. Y siempre que necesites algo podrás acudir a mí o a Christer.

–Gracias por la confianza.

–Bah -soltó Mikael-. Tú sigue trabajando como siempre. Iremos resolviendo las cosas poco a poco, según se vayan presentando.

–De acuerdo. ¿Qué querías?

Le contó que pensaba quedarse escribiendo en casa todo el día. De repente, Malin se dio cuenta de que él la estaba informando de lo que iba a hacer, de la misma manera que -suponía Malin- había hecho con Erika Berger. Ella debía hacer algún comentario. ¿O no?

–¿Tienes instrucciones para nosotros?

–Pues no. Pero si tú tienes que darme alguna, llámame. Me sigo encargando del asunto Salander y en ese tema seré yo quien decida, pero, por lo que respecta al resto de la revista, ahora la pelota está en tu tejado. Toma tú las decisiones. Yo te apoyaré.

–¿Y si me equivoco?

–Si me entero de algo, hablaré contigo. Aunque tendría que ser algo muy especial. Normalmente ninguna decisión es ciento por ciento buena o mala. Tú tomarás tus decisiones, que tal vez no sean idénticas a las que habría tomado Erika Berger. Y si yo tomara las mías, nos encontraríamos con una tercera variante. Pero las que valen a partir de ahora son las tuyas.

–De acuerdo.

–Si eres una buena jefa, comentarás tus decisiones con los demás. Primero con Henry y Christer, después conmigo y en último lugar siempre estará la reunión de la redacción para plantear las cuestiones difíciles.

–Lo haré lo mejor que pueda.

–Bien.

Se sentó en el sofá del salón con su iBook en las rodillas y trabajó sin descanso todo el lunes. Cuando acabó tenía un primer borrador de dos textos que sumaban un total de veintiuna páginas. Esa parte de la historia se centraba en el asesinato del colaborador Dag Svensson y de su pareja, Mia Bergman: en qué trabajaban, por qué les mataron y quién había sido su asesino. Estimó que, grosso modo, debería escribir unas cuarenta páginas más para el número temático de verano de la revista. Y tenía que decidir cómo describir a Lisbeth Salander en el texto sin atentar contra su integridad personal. Él sabía cosas de ella que ella no quería hacer públicas por nada del mundo.

Ese lunes, Evert Gullberg tomó un desayuno compuesto por una sola rebanada de pan y una taza de café solo en la cafetería del Freys Hotel. Luego cogió un taxi hasta Artillerigatan, en Östermalm. A las 9.15 de la mañana llamó al telefonillo, se presentó y le dejaron entrar en el acto. Subió al sexto piso, donde lo recibió Birger Wadensjöö, de cincuenta y cuatro años de edad. El nuevo jefe de la Sección.

Wadensjöö era uno de los reclutas más jóvenes cuando Gullberg se retiró. Gullberg no sabía muy bien qué pensar de él.

Deseaba que el eficaz y resuelto Fredrik Clinton siguiera al mando. Clinton había sucedido a Gullberg y fue jefe de la Sección hasta el año 2002, cuando la diabetes y ciertas enfermedades vasculares lo forzaron más o menos a jubilarse. Gullberg no tenía del todo claro de qué pasta estaba hecho Wadensjöö.

–Hola, Evert -dijo Wadensjöö, estrechando la mano de su anterior jefe-. Gracias por haberte molestado en venir hasta aquí y dedicarnos tu tiempo.

–Si hay algo que me sobre ahora, es tiempo -contestó Gullberg.

–Ya sabes cómo son estas cosas. No hemos sido muy buenos a la hora de mantener el contacto con los fieles servidores de antaño.

Evert Gullberg ignoró el comentario. Giró a la izquierda, entró en su viejo despacho y se sentó a una mesa redonda ubicada junto a la ventana. Wadensjöö (suponía Gullberg) había colgado reproducciones de Chagal y de Mondrian en las paredes. En su época, Gullberg tenía colgados planos de barcos históricos, como el Kronan y el Wasa. Siempre había soñado con el mar; de hecho, empezó como oficial de la marina, aunque no pasó más que unos pocos meses en alta mar, durante el servicio militar. Habían instalado ordenadores pero, por lo demás, el despacho se encontraba casi exactamente igual que cuando él se jubiló. Wadensjöö le sirvió café.

–Los demás vendrán dentro de un momento -dijo-. Pensé que antes tú y yo podíamos charlar un poco.

–¿Cuánta gente de mi época continúa todavía en la Sección?

–Exceptuándome a mí, aquí en la oficina tan sólo siguen Otto Hallberg y Georg Nyström. Hallberg se jubila este año y Nyström va a cumplir sesenta. El resto son principalmente nuevos reclutas. Supongo que ya conoces a algunos de ellos.

–¿Cuánta gente trabaja para la Sección hoy en día?

–Hemos reorganizado un poco la estructura.

–¿Ah, sí?

–En la Sección hay siete personas a jornada completa. Es decir, que hemos reducido plantilla. Pero, por lo demás, contamos con nada más y nada menos que treinta y un colaboradores dentro de la DGP/Seg. La mayoría de ellos no viene nunca por aquí; se ocupan de su trabajo normal y luego, aparte de eso, tienen lo nuestro como una discreta actividad nocturna extra.

–Treinta y un colaboradores.

–Más siete. La verdad es que fuiste tú el que creó el sistema. No hemos hecho más que pulirlo y ahora hablamos de una organización interna y otra externa. Cuando reclutamos a alguien, le concedemos una excedencia durante un tiempo para que se forme con nosotros. Hallberg es quien se ocupa de ello. La formación básica son seis semanas. Lo hacemos en la Escuela de Marina. Luego regresan a sus puestos de la DGP/Seg, pero desde ese mismo momento ya trabajan también para nosotros.

–Entiendo.

–La verdad es que es un sistema excelente. La mayoría de los colaboradores desconoce por completo la existencia de los otros. Y aquí en la Sección funcionamos más que nada como receptores de informes. Las reglas son las mismas que cuando tú estabas. Se supone que somos una organización plana.

–¿Unidad operativa?

Wadensjöö frunció el ceño. En la época de Gullberg, la Sección tuvo una pequeña unidad operativa compuesta por cuatro personas al mando del astuto y curtido Hans von Rottinger.

–Bueno, no exactamente. Como ya sabes, Rottinger murió hace cinco años. Tenemos a un joven talento que hace algo de trabajo de campo, pero, por lo general, si resulta necesario cogemos a alguien de la organización externa. Además, montar una escucha telefónica, por ejemplo, o entrar en una casa, se ha vuelto más complicado desde un punto de vista técnico. Ahora hay alarmas y toda clase de diabluras por doquier.

Gullberg asintió.

–¿Presupuesto? – preguntó.

–Disponemos de un total de más de once millones por año. Una tercera parte se destina a salarios, otra a mantenimiento y la restante a la actividad.

–O sea, que el presupuesto se ha reducido.

–Un poco. Pero tenemos menos plantilla, lo cual significa que, en la práctica, el presupuesto de la actividad ha aumentado.

–Entiendo. Cuéntame cómo anda nuestra relación con la DGP/Seg.

Wadensjöö negó con la cabeza.

–El jefe administrativo y el jefe de presupuesto son de los nuestros. Oficialmente hablando tal vez el único que conozca con más detalle nuestra actividad sea el jefe administrativo. Somos tan secretos que no existimos. Pero en realidad hay un par de jefes adjuntos que saben de nuestra existencia. Aunque hacen lo que pueden para no oír hablar de nosotros.

–Entiendo. Lo cual significa que si surgen problemas, la actual dirección de la Säpo se llevará una desagradable sorpresa. ¿Y qué me puedes contar de la dirección de la Defensa y del gobierno?

–A la dirección de la Defensa la apartamos hace unos diez años. Y los gobiernos van y vienen.

–¿Así que estamos completamente solos si el viento sopla en contra?

Wadensjöö asintió.

–Ésa es la desventaja que tiene esta estructura. Las ventajas son obvias. Pero nuestras misiones también han cambiado. Desde que cayó la Unión Soviética hay una nueva situación política en Europa. La verdad es que ahora tratamos cada vez menos de identificar a los espías. Ahora nos ocupamos más de asuntos relacionados con el terrorismo, pero sobre todo juzgamos la idoneidad política de las personas que ocupan puestos delicados.

–Así ha sido siempre…

Llamaron a la puerta. Gullberg vio entrar a un hombre de unos sesenta años, pulcramente vestido, y a otro joven que llevaba vaqueros y americana.

–¡Hola, chicos! Este es Jonas Sandberg. Lleva cuatro años con nosotros y es el responsable de las intervenciones operativas. Él es la persona de la que te hablaba antes. Y éste es Georg Nyström. Ya os conocéis.

–Hola, Georg -saludó Gullberg.

Se estrecharon la mano. Luego Gullberg, se dirigió a Jonas Sandberg.

–¿Y tú de dónde vienes? – preguntó Gullberg contemplando a Jonas Sandberg.

–Pues ahora mismo de Gotemburgo -contestó Sandberg, bromeando-. He ido a hacerle una visita.

–A Zalachenko… -aclaró Gullberg.

Sandberg asintió.

–Señores, siéntense, por favor -dijo Wadensjöö.

–¿Björck? – dijo Gullberg para, acto seguido, fruncir el ceño al ver a Wadensjöö encendiendo un purito. Gullberg se había quitado la americana y estaba apoyado contra el respaldo de la silla. Wadensjöö le echó un vistazo al viejo: le llamó la atención lo increíblemente flaco que se había quedado.

–Fue detenido el viernes pasado por violar la ley de comercio sexual -dijo Georg Nyström-. Todavía no ha sido procesado pero, en principio, ha confesado y ha vuelto a su casa con el rabo entre las piernas. Se ha ido a vivir a Smådalarö mientras está de baja. Los medios de comunicación siguen sin publicar nada al respecto.

–Hubo una época en la que Björck fue de lo mejorcito de la Sección -dijo Gullberg-. Fue una pieza clave en el asunto Zalachenko. ¿Qué ha pasado con él desde que yo me jubilé?

–Debe de ser uno de los poquísimos que ha regresado a la actividad externa desde la Sección. Bueno, también en tu época estuvo fuera un tiempo, ¿no?

–Sí, necesitaba descansar y quería ampliar horizontes. En la década de los ochenta pidió dos años de excedencia en la Sección y prestó sus servicios como agregado de inteligencia. Ya llevaba mucho tiempo, desde 1976, trabajando como un loco con Zalachenko, casi veinticuatro horas al día, y yo pensé que realmente le hacía falta un descanso. Estuvo fuera de 1985 a 1987 y luego volvió aquí.

–Podríamos decir que dejó la Sección en 1994, cuando se fue a la organización externa. En 1996 se convirtió en jefe adjunto del departamento de extranjería y se encontró con un cargo difícil de llevar al que tuvo que dedicarle mucho tiempo y esfuerzo. Como es natural, el contacto con la Sección ha sido constante y supongo que también debo añadir que, hasta hace muy poco, hemos conversado con cierta regularidad, más o menos una vez al mes.

–Así que está enfermo…

–No es nada serio, aunque sí muy doloroso. Tiene una hernia discal. Lleva causándole repetidas molestias durante los últimos años. Hace dos estuvo de baja durante cuatro meses. Y luego volvió a darse de baja en agosto del año pasado. Estaba previsto que volviera a trabajar el uno de enero, pero la baja se le prolongó y ahora se trata básicamente de esperar una operación.

–Y se ha pasado todo ese tiempo yéndose de putas -dijo Gullberg.

–Bueno, no está casado y, si lo he entendido bien, ya hace años que anda con putas -comentó Jonas Sandberg, que había permanecido callado durante casi media hora-. He leído el texto de Dag Svensson.

–De acuerdo. Pero ¿alguien me quiere explicar qué es lo que realmente ha ocurrido?

–Por lo que hemos podido deducir ha tenido que ser Björck quien ha puesto en marcha todo este circo. Es la única manera de explicar que el informe de 1991 acabara en las manos del abogado Bjurman.

–¿Y éste también se dedicaba a ir de putas? – preguntó Gullberg.

–Que nosotros sepamos no. Por lo menos no figura en el material de Dag Svensson. Pero era el administrador de Lisbeth Salander.

Wadensjöö suspiró.

–Supongo que eso es culpa mía. Björck y tú le disteis un buen golpe a Lisbeth Salander en 1991 cuando ingresó en el psiquiátrico. Contábamos con que así se mantuviera fuera de circulación durante mucho más tiempo, pero le asignaron un tutor, el abogado Holger Palmgren, que consiguió sacarla de allí. La metieron en una familia de acogida. Tú ya te habías jubilado.

–¿Y luego qué ocurrió?

–La tuvimos controlada. Mientras tanto, a su hermana, Camilla Salander, le buscaron una familia de acogida en Uppsala. Cuando contaban diecisiete años, Lisbeth Salander, de repente, empezó a hurgar en su pasado. Se puso a buscar a Zalachenko en todos los registros públicos que pudo. De alguna manera -no estamos seguros de cómo exactamente- se enteró de que su hermana conocía el paradero de Zalachenko.

–¿Y era cierto?

Wadensjöö se encogió de hombros.

–Si te soy sincero, no tengo ni idea. Las niñas llevaban muchos años sin verse cuando Lisbeth Salander dio con su hermana e intentó obligarla a que le contara lo que sabía. Aquello acabó en una tremenda riña en la que se liaron a puñetazos.

–¿Y?

–Vigilamos bien a Lisbeth Salander durante aquellos meses. También informamos a Camilla Salander de que su hermana era violenta y estaba perturbada. Fue ella quien contactó con nosotros después de la repentina visita de Lisbeth, cosa que nos hizo aumentar la vigilancia.

–Entonces… ¿la hermana era tu informante?

–Camilla tenía mucho miedo de su hermana. En cualquier caso, Lisbeth Salander también llamó la atención en otros frentes. Discutió repetidas veces con gente de la comisión de asuntos sociales y determinamos que seguía constituyendo una amenaza para el anonimato de Zalachenko. Luego ocurrió aquel incidente del metro.

–Atacó a un pedófilo…

–Exacto. Resultaba obvio que se trataba de una chica con inclinaciones violentas y que estaba perturbada. Pensamos que lo mejor para todas las partes implicadas sería que ella desapareciera de nuevo metiéndola en alguna institución, y aprovechamos la ocasión. Fueron Fredrik Clinton y Von Rottinger los que actuaron. Contrataron de nuevo a Peter Teleborian y, con la ayuda de varios representantes legales, batallaron ante el tribunal para volver a ingresarla. Holger Palmgren era el representante de Salander y, contra todo pronóstico, el tribunal eligió apoyar su línea de defensa con la condición de que ella se sometiera a la tutela de un administrador.

–Pero ¿cómo se metió en eso a Bjurman?

–Palmgren sufrió un derrame durante el otoño de 2002. Por aquel entonces, Salander seguía siendo un asunto que hacía saltar las alarmas cuando aparecía en algún registro informático, y yo me aseguré de que Bjurman fuera su nuevo administrador. Ojo: él no sabía que era la hija de Zalachenko. La idea era simplemente que si ella empezaba a desvariar sobre Zalachenko, que el abogado reaccionara y diera la alarma.

–Bjurman era un idiota. No debía haber tenido nada que ver con Zalachenko ni mucho menos con su hija -Gullberg miró a Wadensjöö-. Eso fue un grave error.

–Ya lo sé -dijo Wadensjöö-. Pero en ese momento me pareció lo mejor y no me podía imaginar…

–¿Y dónde está Camilla Salander hoy?

–No lo sabemos. Cuando tenía diecinueve años, hizo las maletas y abandonó a la familia de acogida. Desde entonces no hemos oído ni mu sobre ella. Ha desaparecido.

–De acuerdo, sigue…

–Tengo una fuente dentro de la policía abierta que ha hablado con el fiscal Richard Ekström -dijo Sandberg-. El encargado de la investigación, un tal inspector Bublanski, cree que Bjurman violó a Salander.

Gullberg observó a Sandberg con sincero asombro. Luego, reflexivo, se pasó la mano por la barbilla.

–¿La violó? – preguntó.

–Bjurman llevaba un tatuaje que le atravesaba el estómago y que decía: «Soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador».

Sandberg puso sobre la mesa una foto en color de la autopsia. Gullberg contempló el estómago de Bjurman con unos ojos como platos.

–¿Y se supone que ese tatuaje se lo ha hecho la hija de Zalachenko?

–De no ser así, resulta muy difícil explicarlo. Pero es evidente que ella no es inofensiva. Les dio una paliza de la hostia a los dos matones de Svavelsjö MC.

–La hija de Zalachenko -repitió Gullberg para, acto seguido, dirigirse a Wadensjöö-. ¿Sabes? Creo que deberías reclutarla.

Wadensjöö se quedó tan perplejo que Gullberg se vio obligado a añadir que sólo estaba bromeando.

–Bien. Tomemos eso como hipótesis de trabajo: que Bjurman la violó y que ella se vengó. ¿Y qué más?

–La única persona que sabe exactamente lo que pasó es, por supuesto, el propio Bjurman, pero va a ser difícil preguntárselo porque está muerto. Lo que quiero decir es que es imposible que él supiera que ella era la hija de Zalachenko, pues no aparece en ningún registro público. Sin embargo, en algún momento de su relación con ella, Bjurman descubrió la conexión.

–Pero, joder, Wadensjöö: ella sabía muy bien quién era su padre, podría habérselo dicho en cualquier momento.

–Ya lo sé. Ahí simplemente nos equivocamos. – Eso es de una incompetencia imperdonable -dijo Gullberg.

–Ya lo sé. j Y no sabes cuántas patadas en el culo me he pegado por ello! Pero Bjurman era uno de los pocos que conocía la existencia de Zalachenko, y yo pensaba que era mejor que él descubriera que se trataba de la hija de Zalachenko en vez de que lo hiciera un administrador completamente desconocido. En la práctica, ella podría habérselo contado a cualquier persona.

–Bueno… sigue.

–Todo son hipótesis -aclaró Georg Nyström con prudencia-. Pero creemos que Bjurman violó a Salander, que ella le devolvió el golpe y le hizo eso… -dijo, señalando con el dedo el tatuaje de la foto de la autopsia.

–De tal palo tal astilla -comentó Gullberg. Se le apreció un deje de admiración en la voz.

–Lo que provocó que Bjurman contactara con Zalachenko para que se ocupara de su hija. Como ya sabemos, Zalachenko tiene razones de sobra -más que la mayoría- para odiarla. Y Zalachenko, a su vez, sacó a contrata el trabajo con Svavelsjö MC y ese Niedermann con quien se relaciona.

–Pero ¿cómo pudo Bjurman contactar…? – Gullberg se calló. La respuesta resultaba obvia.

–Björck -contestó Wadensjöö-. Lo único que explica que Bjurman encontrara a Zalachenko es que Björck le diera la información.

–Mierda -dijo Gullberg.

Lisbeth Salander experimentó una creciente sensación de desagrado unida a una fuerte irritación. Por la mañana, dos enfermeras habían entrado a cambiarle las sábanas. Vieron el lápiz enseguida.

–¡Anda! ¿Cómo habrá venido a parar esto aquí? – dijo una de las enfermeras para, acto seguido, meterse el lápiz en el bolsillo mientras Lisbeth la observaba con mirada asesina.

Lisbeth volvió a estar desarmada y, además, se sintió tan débil que ni siquiera tuvo fuerzas para protestar.

Se había encontrado mal durante todo el fin de semana. Tenía un terrible dolor de cabeza y estaba tomando unos analgésicos muy potentes. Sufría un sordo y constante dolor que podía, de buenas a primeras, penetrarle en el hombro como un cuchillo cuando se movía sin cuidado o desplazaba el peso corporal. Se hallaba tumbada de espaldas con un collarín en el cuello que debería llevar unos cuantos días más hasta que la herida de la cabeza empezara a cicatrizar. El domingo tuvo una fiebre que alcanzó los 38,7 grados. La doctora Helena Endrin constató que tenía una infección en el cuerpo. En otras palabras: no estaba bien. Una conclusión a la que Lisbeth ya había llegado sin necesidad de ningún termómetro.

Advirtió que de nuevo se hallaba amarrada a una cama institucional del Estado, aunque esta vez le faltara el correaje que la sujetaba. Algo que se le antojó innecesario: ni siquiera tenía fuerzas para incorporarse en la cama, mucho menos para salir de excursión.

El lunes, hacia la hora de comer, recibió la visita del doctor Anders Jonasson. Le resultó familiar.

–Hola. ¿Te acuerdas de mí?

Ella negó con la cabeza.

–Estabas bastante aturdida, pero fui yo quien te desperté después de la operación. Y fui yo quien te operé. Sólo quería preguntarte cómo te encuentras y si todo va bien.

Lisbeth le contempló con unos ojos enormes: debería resultarle obvio que no todo iba bien.

–Me han dicho que anoche te quitaste el collarín.

Ella asintió.

–No te lo hemos puesto porque nos haya dado la gana, sino para que mantengas la cabeza quieta mientras se inicia el proceso de curación.

Observó a la chica, que seguía callada.

–Vale -dijo él, concluyendo-. Sólo quería ver cómo te encontrabas.

Ya había llegado a la puerta cuando oyó la voz de Lisbeth.

–Jonasson, ¿verdad?

Se dio la vuelta y, asombrado, le dedicó una sonrisa.

–Correcto. Si te acuerdas de mi nombre es que te encuentras mejor de lo que pensaba.

–¿Y fuiste tú quien me sacó la bala?

–Eso es.

–¿Podrías decirme cómo estoy? Nadie me dice nada.

Se acercó a la cama y la miró a los ojos.

–Has tenido suerte. Te dispararon en la cabeza pero la bala no parece haber dañado ninguna zona vital. El riesgo que corres ahora mismo es el de sufrir hemorragias cerebrales. Por eso queremos que te mantengas quieta. Tienes una infección en el cuerpo, producida, al parecer, por la herida del hombro. Es posible que tengamos que volver a operarte si no podemos vencerla con antibióticos. Te espera una época dolorosa hasta que te cures. Pero, tal y como se presentan las cosas, albergo buenas esperanzas de que te recuperes del todo.

–¿Y me puede causar daños cerebrales?

El doctor dudó un instante antes de decir:

–Sí, el riesgo está ahí. Pero todo indica que vas evolucionando bien. Luego existe la posibilidad de que te queden secuelas en el cerebro que te puedan crear problemas; por ejemplo, que desarrolles epilepsia o alguna otra contrariedad. Pero, si te soy sincero, eso no son más que especulaciones. La cosa tiene ahora buena pinta. Te estás curando. Y si a lo largo del proceso surgen problemas, los intentaremos resolver. ¿Es mi respuesta lo bastante clara?

Ella asintió con la cabeza.

–¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí metida?

–¿Te refieres al hospital? Por lo menos un par de semanas antes de que te dejemos ir.

–No, me refiero a cuándo podré levantarme y empezar a andar y moverme.

–No lo sé. Depende de la curación. Pero échale como mínimo dos semanas antes de que te dejemos empezar con alguna forma de terapia física.

Ella lo contempló seriamente durante un largo rato.

–¿No tendrás por casualidad un cigarrillo? – preguntó.

Anders Jonasson rió espontáneamente y negó con la cabeza.

–Lo siento. Aquí no se puede fumar. Pero si quieres, voy por un parche o un chicle de nicotina.

Ella meditó la respuesta un instante y luego asintió. Acto seguido lo volvió a mirar.

–¿Cómo está ese viejo cabrón?

–¿Quién? ¿Quieres decir…?

–El que entró conmigo.

–Ningún amigo tuyo, por lo que veo. Bueno, sobrevivirá, y la verdad es que ha estado levantado y andando con muletas. Desde un punto de vista físico, está más maltrecho que tú y presenta una lesión facial muy dolorosa. Según tengo entendido, le diste con un hacha en la cabeza.

–Intentó matarme -dijo Lisbeth en voz baja.

–Vaya, pues eso no me parece bien… Debo irme. ¿Quieres que vuelva a visitarte?

Lisbeth Salander se quedó reflexionando. Luego asintió. Cuando él cerró la puerta, ella miró hacia el techo pensativa. ¡Le han dado muletas a Zalachenko: eso es lo que oí anoche!

Enviaron a Jonas Sandberg, el más joven del grupo, a comprar algo para comer. Volvió con sushi y unas cervezas sin alcohol y lo puso todo en la mesa de reuniones. Evert Gullberg sintió un nostálgico estremecimiento: así era en su época cuando alguna operación entraba en una fase crítica y se quedaban trabajando día y noche.

Sin embargo, en su época, a nadie se le habría ocurrido la absurda idea de pedir pescado crudo para comer. Deseaba que Sandberg hubiese pedido albóndigas con confitura de arándanos rojos y puré de patatas. Pero, por otra parte, tampoco tenía mucha hambre, así que apartó el plato de sushi sin ningún remordimiento. Cogió un trozo de pan y bebió agua mineral.

Siguieron hablando durante la comida. Habían llegado a ese punto en el que debían resumir la situación y decidir qué medidas tomar. Se trataba de decisiones urgentes.

–Nunca llegué a conocer a Zalachenko -dijo Wadensjöö-. ¿Cómo era?

–Igual que hoy en día, supongo -contestó Gullberg-. De una enorme inteligencia y con una memoria para los detalles prácticamente fotográfica. Pero, según mi opinión, un verdadero hijo de puta. Y añadiría que algo perturbado.

–Jonas, tú lo viste ayer. ¿Cuál es tu conclusión? – preguntó Wadensjöö.

Jonas Sandberg dejó los cubiertos.

–Tiene el control. Ya os he contado lo de su ultimátum. O hacemos desaparecer todo esto como por arte de magia o hará estallar la Sección en mil pedazos.

–¿Cómo coño espera que hagamos desaparecer algo que se ha repetido hasta la saciedad en todos los medios de comunicación? – preguntó Georg Nyström.

–No se trata de lo que nosotros podamos o no podamos hacer. Se trata de la necesidad que tiene Zalachenko de controlarnos -dijo Gullberg.

–¿Tú qué opinas? ¿Lo hará? ¿Hablará con los medios de comunicación? – preguntó Wadensjöö.

Gullberg contestó pausadamente.

–Resulta casi imposible saberlo. Zalachenko no lanza amenazas en vano, y hará lo que más le convenga. En ese sentido es previsible. Si le favorece hablar con los medios de comunicación… si puede obtener una amnistía o una reducción de pena, lo hará. O si se siente traicionado y quiere jodernos.

–¿Independientemente de las consecuencias?

–Sobre todo eso. Para él se trata de mostrarse más duro que nosotros.

–Pero aunque Zalachenko hable es muy posible que nadie lo crea. Para probar algo tienen que entrar en nuestro archivo. Y él no conoce esta dirección.

–¿Quieres asumir ese riesgo? Pongamos que Zalachenko habla. ¿Quién más se irá de la lengua después? ¿Qué hacemos si Björck confirma la historia? Y Clinton, con su aparato de diálisis… ¿qué pasaría si de repente se convirtiera en un hombre religioso y amargado de todo y de todos? Imagínate que quiere confesar sus pecados. Créeme: si alguien habla, será el final de la Sección.

–Entonces… ¿qué hacemos?

Un silencio se apoderó de la mesa. Fue Gullberg quien retomó el hilo.

–El problema presenta varias partes. En primer lugar, podemos estar de acuerdo con las consecuencias en el caso de que Zalachenko se vaya de la lengua. Toda la maldita Suecia constitucional caerá sobre nuestras cabezas. Nos aniquilarán. Me imagino que varias personas de la Sección irían a la cárcel.

–Desde un punto de vista jurídico, la actividad es legal; trabajamos por encargo del gobierno.

–¡No digas tonterías! – le espetó Gullberg-. Tú sabes tan bien como yo que un papel que se redactó en términos poco precisos a mediados de los años sesenta no vale hoy una mierda.

–Yo diría que a ninguno de nosotros le gustaría saber qué ocurriría exactamente si Zalachenko largara -añadió.

Se hizo un nuevo silencio.

–Por lo tanto, el punto de partida tiene que ser intentar callar a Zalachenko -dijo Georg Nyström finalmente.

Gullberg asintió.

–Y para persuadirle de que permanezca con la boca cerrada debemos ofrecerle algo sustancial. El problema es que resulta imprevisible. Nos podría quemar a su antojo por pura mala leche. Tenemos que pensar en alguna manera de mantenerlo a raya.

–¿Y su ultimátum?… -dijo Jonas Sandberg-. Que hagamos desaparecer todo esto y que mandemos a Salander al manicomio.

–Ya sabremos cómo ocuparnos de Salander. El problema es Zalachenko. Pero eso nos lleva a la segunda parte: reducción de los daños colaterales. El informe de Teleborian de 1991 se ha filtrado y constituye una potencial amenaza de las mismas dimensiones que Zalachenko.

Georg Nyström se aclaró la voz.

–En cuanto nos dimos cuenta de que el informe había salido a la luz y había acabado en manos de la policía tomé ciertas medidas. Fui a ver al jurista Forelius, de la DGP/Seg, quien se puso en contacto con el fiscal general. Este ordenó que la policía devolviera el informe y que no se copiara ni distribuyera.

–¿Cuánto sabe el fiscal general de todo esto? – preguntó Gullberg.

–Nada de nada. Él actúa por petición oficial de la DGP/Seg. Se trata de material altamente confidencial y el fiscal general no tiene otra elección. No puede actuar de otra forma.

–Vale. ¿Quiénes de dentro de la policía han leído el informe?

–Pues lo han leído Bublanski, su colega Sonja Modig y el instructor del sumario, Richard Ekström. Y supongo que podemos dar por descontado que otros dos policías… -Nyström hojeó sus apuntes-; un tal Curt Svensson y un tal Jerker Holmberg conocen por lo menos el contenido. Ten en cuenta que existían dos copias…

–O sea, cuatro policías y un fiscal. ¿Qué sabemos de ellos?

–El fiscal Ekström tiene cuarenta y dos años. Se le considera una estrella en ascenso. Ha trabajado como investigador en el Ministerio de Justicia y se le han dado algunos casos llamativos. Ambicioso. Consciente de su imagen. Un trepa.

–¿Sociata? – preguntó Gullberg.

–Probablemente. Pero no está afiliado.

–O sea, que el que lleva la investigación es Bublanski. Lo vi en una rueda de prensa en la televisión. No parecía encontrarse cómodo ante las cámaras.

–Tiene cincuenta y dos años y posee un excelente currículum, pero también tiene fama de ser un tipo arisco. Es judío y bastante ortodoxo.

–Y la mujer… ¿quién es?

–Sonja Modig. Casada, treinta y nueve años, madre de dos hijos. Ha hecho carrera con bastante rapidez. Hablé con Peter Teleborian y la describió como emocional. Cuando Teleborian estuvo haciendo una presentación sobre Salander, Sonja Modig no paró de cuestionarlo.

–Vale.

–Curt Svensson es un tipo duro. Treinta y ocho años. Viene de la unidad de bandas callejeras de los suburbios del sur y llamó la atención hace un par de años cuando mató de un tiro a un chorizo. En la investigación interna lo absolvieron de todos los cargos. Por cierto, fue a él a quien mandó Bublanski para detener a Gunnar Björck.

–Entiendo. Guárdate en la memoria la muerte de ese chorizo. Si nos interesa desacreditar al grupo de Bublanski, siempre podremos centrarnos en Svensson y decir que resulta inapropiado como policía. Supongo que seguimos contando con contactos relevantes dentro de los medios de comunicación… ¿Y el último?

–Jerker Holmberg. Cincuenta y cinco años. Procede de Norrland y en realidad es especialista en examinar el lugar del crimen. Hace un par de años le ofrecieron realizar los cursos de formación para ascender a comisario, pero declinó la oferta. Parece encontrarse a gusto con lo que hace.

–¿Alguno de ellos es activo políticamente?

–No. En los años setenta el padre de Holmberg fue presidente del consejo municipal del Partido de Centro.

–Mmm. Parece ser un grupo bastante modesto. Suponemos que son como una pina. ¿Podemos aislarlos de alguna manera?

–Hay un quinto policía que también está implicado -dijo Nyström-. Hans Faste, cuarenta y siete años. Me han contado por ahí que ha estallado un fuerte conflicto entre Faste y Bublanski. Y tengo entendido que ha cobrado tales dimensiones que Faste se ha dado de baja.

–¿Qué sabemos de él?

–Cada vez que pregunto por él recibo una respuesta diferente. Cuenta con una larga hoja de servicios bastante impecable. Un profesional. Pero es de trato difícil. Por lo visto, la pelea con Bublanski tiene que ver con Lisbeth Salander.

–¿En qué sentido?

–Faste parece haberse aferrado a esa idea de una banda satánica de lesbianas de la que tanto ha escrito la prensa. En realidad no le gusta Salander; su mera presencia se le antoja un insulto personal. No me extrañaría que estuviera detrás de la mitad de los rumores. Un ex colega suyo me contó que, en general, tiene dificultades para colaborar con las mujeres.

–Interesante -dijo Gullberg para, acto seguido, quedarse meditando un instante-. Como la prensa ya ha escrito sobre una banda lesbiana podría haber razones para tirar de ese hilo. No contribuye precisamente a aumentar la credibilidad de Salander.

–O sea, que los policías que han leído la investigación de Björck representan un problema. ¿Tenemos alguna forma de aislarlos? – preguntó Sandberg.

Wadensjöö encendió otro purito.

–Bueno, el instructor del sumario es Ekström…

–Pero el que manda es Bublanski -dijo Nyström.

–Sí, pero no puede oponerse a las decisiones administrativas -Wadensjöö parecía pensativo; miró a Gullberg-. Tú cuentas con más experiencia que yo, pero esta historia parece tener tantos hilos y tantas ramificaciones… Creo que convendría mantener alejados a Bublanski y Modig de Salander.

–Está bien, Wadensjöö -contestó Gullberg-. Y eso es exactamente lo que vamos a hacer. Bublanski es el encargado de la investigación del asesinato de Bjurman y de esa pareja de Enskede. Salander ya no figura en esa investigación. Ahora se trata de ese alemán llamado Niedermann. De modo que Bublanski y su equipo tendrán que concentrar sus esfuerzos en cazar a Niedermann.

–De acuerdo.

–Salander ya no es asunto suyo. Luego está lo de Nykvarn… Son tres asesinatos de hace más tiempo. Ahí hay una conexión con Niedermann. La investigación está ahora en Södertälje, pero habría que juntar las dos en una sola. Así Bublanski tendrá las manos ocupadas durante un tiempo. Quién sabe… Quizá detenga a ese Niedermann.

–Mmm.

–Este Faste… ¿habrá alguna manera de lograr que vuelva? Parece ser la persona idónea para investigar las sospechas dirigidas contra Salander.

–Entiendo tu razonamiento -dijo Wadensjöö-. Se trata de conseguir que Ekström separe los dos asuntos. Pero todo esto hará que consigamos controlar a Ekström.

–No debería ser demasiado complicado -comentó Gullberg, mirando de reojo a Nyström, quien hizo un gesto de asentimiento.

–Yo me ocupo de Ekström -se ofreció Nyström-. Seguro que está deseando no haber oído hablar jamás de Zalachenko. Nos entregó el informe de Björck en cuanto la Säpo se lo pidió y ya ha dicho que, por supuesto, acatará todos los aspectos que afecten de alguna forma a la seguridad nacional.

–¿Qué piensas hacer? – preguntó Wadensjöö escéptico.

–Déjame preparar un plan -dijo Nyström-. Creo que simplemente debemos explicarle de manera educada lo que ha de hacer para evitar que su carrera tenga un abrupto fin.

–La tercera parte es la que constituye el verdadero problema -dijo Gullberg-. La policía no encontró el informe de Björck por sus propios medios: se lo entregó un periodista. Y los medios de comunicación representan, como todos sabéis, un problema en este contexto. Millennium.

Nyström buscó entre sus apuntes.

–Mikael Blomkvist-dijo.

Todos habían oído hablar del asunto Wennerström y conocían el nombre de Mikael Blomkvist.

–Dag Svensson, el periodista asesinado, trabajaba para Millennium. Estaba preparando unos artículos sobre el trafficking. Fue así como descubrió a Zalachenko. Fue Mikael Blomkvist quien lo encontró muerto. Además, conoce a Salander y ha confiado en su inocencia todo el tiempo.

–¿Cómo coño puede conocer a la hija de Zalachenko?… ¿No os parece demasiada casualidad?

–No creemos que sea una casualidad -dijo Wadensjöö-. Creemos que, de alguna manera, Salander es el vínculo que los une a todos. No sabemos muy bien cómo, pero es la única explicación razonable.

Gullberg permaneció callado dibujando unos círculos concéntricos en su cuaderno. Al final levantó la vista.

–Necesito reflexionar sobre esto un rato. Voy a dar un paseo. Nos vemos dentro de una hora.

El paseo de Gullberg duró casi cuatro horas y no una, como había dicho. Caminó tan sólo unos diez minutos, hasta que encontró una cafetería que servía un montón de variedades raras de café. Pidió uno normal, sin leche, de café tostado para cafetera de filtro, y se sentó en una mesa de un rincón que quedaba cerca de la entrada. Se sumió en profundas cavilaciones intentando desmenuzar los entresijos del problema. A intervalos regulares apuntaba alguna que otra palabra en una agenda.

Una hora y media después, un plan había empezado a cobrar forma.

No era un plan bueno, pero, tras haber dado mil vueltas a todas las posibilidades, se dio cuenta de que el problema requería medidas drásticas.

Por suerte, los recursos humanos se encontraban disponibles. Era factible.

Se levantó, buscó una cabina telefónica y llamó a Wadensjöö.

–Hay que aplazar la reunión un poco más -dijo-. Tengo que realizar una gestión. ¿Podemos quedar a las dos?

Luego Gullberg bajó a Stureplan y paró un taxi. Lo cierto era que con su pobre pensión de funcionario no se podía permitir ese lujo, pero, por otra parte, ya se encontraba en una edad en la que no tenía sentido ahorrar para una futura y disoluta vida. Le dio al taxista una dirección de Bromma.

Cuando al cabo de un rato éste lo dejó en la dirección indicada, Gullberg echó a andar hacia el sur y, tras recorrer una manzana, llamó a la puerta de un pequeño chalet. Le abrió una mujer de unos cuarenta años.

–Buenos días. Estoy buscando a Fredrik Clinton.

–¿De parte de quién?

–De un viejo colega.

La mujer asintió y lo acompañó al salón, donde Fredrik Clinton se levantó lentamente de un sofá. Sólo contaba sesenta y ocho años pero aparentaba bastantes más. Una diabetes y ciertos problemas en las arterias coronarias le habían dejado secuelas manifiestas.

–¡Gullberg! – se asombró Clinton.

Se contemplaron durante un largo instante. Luego los dos viejos espías se abrazaron.

–Creía que no te volvería a ver -dijo Clinton-. Supongo que lo que te ha sacado de tu escondite es esto.

Señaló la portada del vespertino en la que aparecía una foto de Ronald Niedermann acompañada del titular «Se busca en Dinamarca al asesino del policía».

–¿Cómo estás? – preguntó Gullberg.

–Estoy enfermo -le contestó Clinton.

–Ya lo veo.

–Si no me dan un nuevo riñón, moriré dentro de poco. Y la probabilidad de que me lo den es bastante reducida.

Gullberg movió la cabeza en un gesto afirmativo.

La mujer se asomó a la puerta del salón y le preguntó a Gullberg si deseaba tomar algo.

–Un café, por favor -contestó para, a continuación, dirigirse a Clinton en cuanto ella desapareció-. ¿Quién es?

–Mi hija.

Gullberg asintió. Resultaba fascinante comprobar cómo, a pesar de tantos años de estrecha relación en la Sección, casi ninguno de los compañeros se había visto durante su tiempo libre. Gullberg conocía todos y cada uno de sus rasgos característicos, tanto sus puntos fuertes como los débiles, pero sólo tenía una vaga idea de sus circunstancias familiares. Durante veinte años, Clinton había sido tal vez su colaborador más cercano. Gullberg sabía que Clinton había estado casado y que tenía una hija. Pero no conocía su nombre, ni el de su ex esposa, ni mucho menos el lugar donde Clinton solía pasar las vacaciones. Era como si todo lo que quedaba fuera de la Sección resultara sagrado y no pudiera tratarse.

–¿Qué quieres? – le preguntó Clinton.

–¿Puedo preguntarte qué piensas de Wadensjöö?

Clinton negó con la cabeza.

–Prefiero no meterme en ese asunto.

–No es eso lo que te he preguntado. Tú lo conoces. Trabajó contigo durante diez años.

Clinton volvió a negar con la cabeza.

–El que dirige la Sección ahora es él. Lo que yo pueda pensar carece de interés.

–¿Y se las arregla bien?

–Bueno, no es ningún idiota.

–Pero…

–Un analista. Un hacha de los puzles. Instinto. Brillante administrador que ha hecho cuadrar el presupuesto de una manera que nos parecía imposible.

Gullberg asintió. Lo importante era la cualidad que Clinton no mencionaba.

–¿Estás preparado para volver al servicio?

Clinton alzó la mirada y contempló a Gullberg. Dudó un buen rato.

–Evert… Cada dos días me paso nueve horas en el hospital enchufado a un aparato de diálisis. No soy capaz de subir unas escaleras sin quedarme prácticamente sin aliento. No tengo energía. Ni fuerzas.

–Te necesito. Una última operación.

–No puedo.

–Claro que puedes. Y también podrás seguir pasando nueve horas cada dos días en diálisis. Subirás en ascensor en vez de por las escaleras. Yo lo organizaré todo para que, si hace falta, te lleven en camilla de un lado a otro. Necesito tu cerebro.

Clinton suspiró.

–Cuéntame -dijo.

–Nos encontramos ante una situación extremadamente complicada que requiere intervenciones operativas. Wadensjöö cuenta con un mocoso, Jonas Sandberg, que constituye, él sólito, toda la unidad operativa; y no creo que Wadensjöö tenga cojones para hacer lo que hay que hacer. Tal vez sea un hacha haciendo malabares con los presupuestos, pero tiene miedo de tomar decisiones operativas y de meter a la Sección en un trabajo de campo que resulta imprescindible.

Clinton asintió. Una tenue sonrisa asomó a sus labios.

–La operación deberá realizarse en dos frentes distintos. Una parte trata de Zalachenko. Tengo que conseguir que entre en razón y creo que sé cómo. La otra parte deberá llevarse a cabo desde aquí, desde Estocolmo. El problema es que no hay nadie en la Sección que pueda encargarse de eso. Te necesito para que asumas el mando. Una última intervención. Tengo un plan. Jonas Sandberg y Georg Nyström realizarán el trabajo de campo. Tú dirigirás la operación.

–No sabes lo que me estás pidiendo.

–Sí… Sé lo que te estoy pidiendo. Y serás tú mismo quien decida si quieres aceptarlo o no. Pero, o intervenimos nosotros los viejos y arreglamos esto a nuestra manera, o dentro de un par de semanas la Sección no existirá.

Clinton apoyó el codo en el brazo del sofá y dejó caer la cabeza en la palma de la mano. Se quedó pensativo un par de minutos.

–Cuéntame tu plan -dijo finalmente.

Evert Gullberg y Fredrik Clinton hablaron durante dos horas.

A Wadensjöö se le pusieron los ojos como platos cuando, a las dos menos tres minutos, Gullberg volvió acompañado de Fredrik Clinton. Éste se le antojó un esqueleto andante. Parecía tener dificultades para andar y respirar y se apoyaba en el hombro de Gullberg con una mano.

–¡Por todos los santos!… -exclamó Wadensjöö.

–Continuemos con la reunión -respondió Gullberg secamente.

Volvieron a reunirse en torno a la mesa del despacho de Wadensjöö. Sin pronunciar palabra, Clinton se dejó caer en la silla que le ofrecieron.

–Todos conocéis a Fredrik Clinton -dijo Gullberg.

–Sí -contestó Wadensjöö-. Lo que me pregunto es qué hace aquí.

–Clinton ha decidido volver al servicio activo. Va a dirigir la unidad operativa de la Sección hasta que la actual crisis haya pasado.

Gullberg levantó una mano interrumpiendo la protesta de Wadensjöö antes de que a éste ni siquiera le diera tiempo a formularla.

–Clinton está cansado. Necesita ayuda. Debe acudir regularmente al hospital para someterse a sus sesiones de diálisis. Wadensjöö, tú contratarás a dos asistentes personales para que le ayuden con todos los detalles prácticos. Pero permíteme que deje una cosa clara: por lo que respecta a este asunto, será Clinton quien tome todas las decisiones operativas.

Se calló y esperó. No se oyó ninguna protesta.

–Tengo un plan. Creo que podemos llevarlo a buen puerto, pero debemos actuar rápidamente para no desperdiciar las ocasiones que se nos presenten -dijo-. Luego todo dependerá de la resolución y determinación que haya hoy en día en la Sección.

Wadensjöö percibió un cierto desafío en las palabras de Gullberg.

–Tú dirás…

–Primero: ya hemos tratado el tema de la policía. Haremos exactamente lo que dijimos. Intentaremos mantenerla apartada y que se sigan centrando en la búsqueda de Niedermann. Georg Nyström se ocupará de eso. Pase lo que pase, Niedermann carece de importancia. Nos aseguraremos de que sea Faste el que se encargue de la investigación de Salander.

–No parece demasiado complicado -dijo Nyström-. Tan sólo será cuestión de hablar discretamente con el fiscal Ekström.

–¿Y si se opone?…

–No creo que lo haga. Es un trepa y no mira más que por sus propios intereses. Pero ya sabré yo qué tecla tocar si fuera preciso. No le gustaría verse envuelto en un escándalo.

–Bien. El segundo paso es Millennium y Mikael Blomkvist. Esa es la razón por la que Clinton ha vuelto al servicio. Es ahí donde se necesitan medidas extraordinarias.

–Creo que esto no me va a gustar -dijo Wadensjöö.

–Es muy probable que no, pero no podemos manipular a Millennium con la misma facilidad. Su amenaza, en cambio, se basa en un solo punto: el informe policial de Björck de 1991. Tal y como están las cosas ahora mismo supongo que ese documento se encuentra en dos sitios, tal vez tres. Fue Lisbeth Salander la que dio con él, pero -no sé cómo- Mikael Blomkvist también consiguió echarle el guante. Eso significa que mientras ella huía de la justicia debió de existir algún tipo de contacto entre Blomkvist y Salander.

Clinton levantó un dedo y pronunció las primeras palabras desde que llegó.

–Eso también dice algo del carácter de nuestro adversario. Blomkvist no teme correr riesgos; acuérdate del asunto Wennerström.

Gullberg hizo un gesto afirmativo.

–Blomkvist le dio el informe a su redactora jefe, Erika Berger, quien a su vez se lo mandó por mensajero a Bublanski. Así que ella también lo ha leído. Podemos dar por descontado que han hecho una copia de seguridad. Adivino que Blomkvist tiene una y que hay otra en la redacción.

–Parece razonable -dijo Wadensjöö.

-Millennium es una revista mensual, lo que quiere decir que no van a publicarlo mañana mismo. De modo que hay tiempo. Pero tenemos que hacernos con esas dos copias del informe. Y ese tema no podemos gestionarlo con la ayuda del fiscal general.

–Entiendo.

–O sea, que se trata de iniciar una actividad operativa y entrar tanto en casa de Blomkvist como en la redacción de Millennium. Jonas: ¿podrás encargarte de eso?

Jonas Sandberg miró a Wadensjöö por el rabillo del ojo.

–Evert, es preciso que entiendas que… que ya no nos dedicamos a ese tipo de acciones -precisó Wadensjöö-. Estamos en una nueva época que trata más de intrusión informática, escuchas telefónicas y cosas por el estilo. No contamos con los suficientes recursos como para mantener una actividad operativa.

Gullberg se inclinó hacia delante por encima de la mesa.

–En tal caso, Wadensjöö, tendrás que buscar esos recursos echando leches. Contrata a gente de fuera. Contrata a una cuadrilla de matones de la mafia yugoslava para que le den una paliza a Blomkvist si hace falta. Pero tenemos que conseguir esas dos copias del informe como sea. Si se quedan sin ellas, no podrán demostrar una mierda. Si no sois capaces de hacer eso, quédate ahí sentado tocándote los cojones hasta que la comisión constitucional llame a la puerta.

Gullberg y Wadensjöö cruzaron sus miradas durante un largo rato.

–Vale, me encargaré de eso -dijo de repente Jonas Sandberg.

Gullberg miró de reojo al júnior.

–¿Estás seguro de que serás capaz de organizar algo así?

Sandberg asintió.

–Muy bien. Desde este mismo momento Clinton es tu nuevo jefe. Recibirás órdenes directas de él.

Sandberg hizo un gesto de asentimiento.

–Será, en gran medida, una cuestión de vigilancia. La unidad operativa necesita refuerzos -dijo Nyström-. Tengo varios nombres en mente. Hay un chico en la organización externa: trabaja en el departamento de protección personal de la Seg y se llama Mårtensson. No le tiene miedo a nada y promete mucho. Llevo ya algún tiempo pensando en traérmelo a la organización interna. Incluso he pensado en él como mi sucesor.

–Está bien -respondió Gullberg-. Que lo decida Clinton.

–Hay otra noticia -dijo Georg Nyström-. Me temo que puede existir una tercera copia.

–¿Dónde?

–Me acabo de enterar de que Lisbeth Salander tiene una abogada. Su nombre es Annika Giannini. Es hermana de Mikael Blomkvist.

Gullberg asintió.

–Es verdad. Blomkvist le habrá dado una copia a su hermana. Cualquier otra cosa sería absurda. Lo que quiere decir que a partir de ahora, y durante algún tiempo, deberemos vigilar de cerca a los tres: a Berger, a Blomkvist y a Giannini.

–No creo que haya que preocuparse por Berger. Hoy mismo han emitido un comunicado de prensa en el que han anunciado que ella va a ser la nueva redactora jefe del Svenska Morgon-Posten. Ya no tiene nada que ver con Millennium.

–Vale. Pero vigílala de todas maneras. En cuanto a Millennium, necesitamos pincharles el teléfono a todos y, además, poner micrófonos en sus domicilios y, por supuesto, en la redacción. Tenemos que acceder a sus correos electrónicos y enterarnos de a quién ven y con quién hablan. Y estaría bien saber qué es lo que van a publicar y cómo van a enfocar sus revelaciones. Y, sobre todo, hemos de echarle el guante al informe. En otras palabras: hay mucha tela por cortar.

Wadensjöö pareció albergar serias dudas.

–Evert, nos estás pidiendo que organicemos una serie de actividades operativas contra la redacción de un periódico. Es una de las cosas más peligrosas que podemos hacer.

–No tienes elección. O te pones manos a la obra o ya va siendo hora de que otra persona asuma la dirección de este lugar.

El desafío flotó sobre la mesa como una nube.

–Creo que seré capaz de controlar el tema de Millennium -acabó por decir Jonas Sandberg-. Pero nada de esto resuelve el problema básico. ¿Qué hacemos con Zalachenko? Si él habla, todos los demás esfuerzos serán en vano.

Gullberg movió lentamente la cabeza.

–Ya lo sé. Esa es mi parte de la operación. Creo que tengo un argumento que convencerá a Zalachenko para que no abra la boca. Pero eso exige cierta preparación. Esta misma tarde salgo para Gotemburgo.

Se calló y miró a su alrededor. Luego centró su mirada en Wadensjöö.

–Durante mi ausencia, Clinton tomará las decisiones operativas -dijo.

Al cabo de un rato, Wadensjöö asintió.

No fue hasta el lunes por la tarde cuando la doctora Helena Endrin, tras haber consultado a su colega Anders Jonasson, juzgó que el estado de Lisbeth Salander era lo suficientemente estable como para que pudiera recibir visitas. Los primeros visitantes fueron dos inspectores de la policía criminal a los que se les concedieron quince minutos para hacer sus preguntas. Cuando entraron en la habitación y acercaron un par de sillas a la cama, Lisbeth los contempló en silencio.

–Hola. Soy el inspector Marcus Erlander. Trabajo en la brigada de delitos violentos de Gotemburgo. Esta es mi colega Sonja Modig, de la policía de Estocolmo.

Lisbeth Salander no saludó. Ni se inmutó. Reconoció a Modig como uno de los maderos del grupo de Bublanski. Erlander mostró una tímida sonrisa.

–Tengo entendido que no sueles intercambiar muchas palabras con las autoridades. Así que te quería informar de que no es necesario que digas absolutamente nada. En cambio, te agradecería que fueras tan amable de dedicarme unos minutos y escucharme. Tenemos varios asuntos entre manos y no hay tiempo para tratarlos todos hoy. Ya habrá más ocasiones.

Lisbeth Salander no dijo nada.

–En primer lugar te quiero informar de que tu amigo Mikael Blomkvist nos ha dicho que una abogada llamada Annika Giannini está dispuesta a representarte y que ya está al corriente del caso. Dice que ya te ha comunicado su nombre. Necesito que me confirmes que así es y me gustaría saber si deseas que la abogada Giannini venga hasta Gotemburgo para encargarse de tu defensa.

Lisbeth Salander no dijo nada.

Annika Giannini. La hermana de Mikael Blomkvist. Él la había mencionado en un correo. Lisbeth no había reflexionado sobre el hecho de que fuera a necesitar un abogado.

–Lo siento, pero simplemente tengo que pedirte que me contestes a esa pregunta. Me basta con un sí o un no. Si dices que sí, el fiscal de Gotemburgo se pondrá en contacto con la abogada Giannini. Si dices que no, el tribunal te designará un abogado de oficio. ¿Qué quieres?

Lisbeth Salander sopesó la propuesta. Suponía que, en efecto, iba a necesitar un abogado, pero tener a la hermana de Kalle Blomkvist de los Cojones como abogada defensora era demasiado fuerte. Qué contento se pondría el cabrón. Por otra parte, un desconocido abogado de oficio difícilmente resultaría mejor. Finalmente abrió la boca y graznó una sola palabra.

–Giannini.

–Muy bien. Gracias. Ahora sólo me queda una pregunta. No necesitas decir ni una palabra hasta que tu abogada esté presente pero, a mi entender, esta pregunta no os afecta ni a ti ni a tu bienestar. La policía busca ahora al ciudadano alemán de treinta y siete años Ronald Niedermann por el asesinato de un policía.

Lisbeth arqueó una ceja. Eso era toda una noticia: no tenía ni idea de lo que había ocurrido después de darle a Zalachenko el hachazo en la cabeza.

–Por lo que a los hechos de Gotemburgo respecta, queremos detenerlo cuanto antes. Además, mi colega de Estocolmo, aquí presente, quiere interrogarlo en relación con los tres asesinatos de los que tú eras sospechosa. De modo que pedimos tu colaboración. Nuestra pregunta es si tienes alguna idea… si nos puedes dar alguna pista que nos ayude a localizarlo.

Escéptica, Lisbeth desplazó la mirada de Erlander a Modig para volver a centrarla en Erlander.

No saben que es mi hermano.

Luego se preguntó si quería que detuvieran a Niedermann o no. Lo que más deseaba en el mundo era meterlo en un hoyo de Gosseberga y enterrarlo allí. Al final se encogió de hombros. Algo que no debería haber hecho, ya que un intenso dolor le atravesó de inmediato el hombro izquierdo.

–¿Qué día es hoy? – preguntó Lisbeth.

–Lunes.

Hizo memoria.

–La primera vez que oí el nombre de Ronald Niedermann fue el jueves de la semana pasada. Le seguí el rastro hasta Gosseberga. No tengo ni idea de dónde está ni de adonde habrá huido. Lo más probable es que intente ponerse a salvo cuanto antes en el extranjero.

–¿Por qué crees que piensa irse al extranjero?

Lisbeth meditó la respuesta.

–Porque mientras Niedermann salía a cavar mi tumba, Zalachenko me dijo que él estaba llamando demasiado la atención y que ya estaba previsto que se fuera al extranjero durante un tiempo.

Lisbeth Salander no intercambiaba tantas palabras con un policía desde que tenía doce años.

–De modo que Zalachenko es… tu padre.

Bueno, al menos eso si lo han averiguado. Sin duda lo han sacado de Kalle Blomkvist de los Cojones.

–Mi deber es informarte de que tu padre ha denunciado que intentaste matarlo. El asunto está ahora mismo en manos del fiscal, quien deberá decidir si dictar un eventual auto de procesamiento. Lo que sí es cierto, en cambio, es que estás detenida por graves malos tratos. Le diste con un hacha en la cabeza.

Lisbeth no realizó ningún comentario. Se hizo un largo silencio. Luego Sonja Modig se inclinó hacia delante y le dijo en voz baja:

–Sólo quiero decirte que nosotros, los policías, no le damos mucho crédito a la historia de Zalachenko. Primero habla seriamente con tu abogada y ya vendremos para hablar contigo.

Erlander asintió. Los agentes se levantaron.

–Gracias por ayudarnos con Niedermann -dijo Erlander.

Lisbeth estaba sorprendida por el comportamiento educado, casi amable, de la policía. Pensó en la respuesta de Sonja Modig. «Aquí hay gato encerrado», concluyó.

Capítulo 7

Lunes, 11 de abril –

Martes, 12 de abril

El lunes, a las seis menos cuarto de la tarde, Mikael Blomkvist cerró la tapa de su iBook y se levantó de la mesa de la cocina de su casa de Bellmansgatan. Se puso un abrigo y se fue andando hasta las oficinas de Milton Security en Slussen. Cogió el ascensor hasta la recepción de la tercera planta y enseguida lo dirigieron a una sala de reuniones. Llegó a las seis en punto y fue el último en personarse.

–Hola, Dragan -dijo al tiempo que le estrechaba la mano-. Gracias por haber aceptado hacer de anfitrión de esta reunión informal.

Miró a su alrededor. Aparte de ellos dos, el grupo estaba formado por Annika Giannini, Holger Palmgren y Malin Eriksson. Por parte de Milton también participaba el antiguo inspector de la policía criminal Sonny Bohman, quien, por encargo de Armanskij, seguía la investigación sobre Salander desde el primer día.

Era la primera vez en más de dos años que Holger Palmgren salía. A su médico, el doctor A. Sivarnandan, no le había hecho mucha gracia dejarle abandonar la residencia de Ersta, pero Palmgren había insistido. Acudió en un coche del servicio municipal de discapacitados. Fue con su asistenta particular, Johanna Karolina Oskarsson, de treinta y nueve años, cuyo salario provenía de un misterioso fondo creado para ofrecerle a Palmgren los mejores cuidados imaginables. Karolina Oskarsson se quedó esperando en una mesa situada fuera de la sala de reuniones. Llevaba un libro. Mikael cerró la puerta.

–Para los que no la conocéis, Malin Eriksson es la nueva redactora jefe de Millennium. Le he pedido que nos acompañe en esta reunión, ya que lo que vamos a tratar aquí también afecta a su trabajo.

–Muy bien -dijo Armanskij-. Aquí nos tienes. Somos todo oídos.

Mikael se puso ante la pizarra y cogió un rotulador. Paseó la mirada por cada uno de los allí presentes.

–Ésta es sin duda una de las cosas más surrealistas que me han sucedido en la vida -comentó-. Cuando todo esto haya pasado, voy a fundar una asociación sin ánimo de lucro. La llamaré Los caballeros de la mesa chalada, y su objetivo será organizar una cena anual en la que hablaremos mal de Lisbeth Salander. Sois todos miembros.

Hizo una pausa.

–La realidad es ésta -dijo mientras empezaba a escribir palabras sueltas en la pizarra de Armanskij. Habló durante más de treinta minutos. Luego estuvieron debatiendo el tema durante casi tres horas.

Una vez concluida formalmente la reunión, Evert Gullberg se sentó con Fredrik Clinton. Hablaron en voz baja durante un par de minutos. Acto seguido, Gullberg se levantó y los viejos compañeros de armas se dieron la mano.

Gullberg regresó en taxi al Freys Hotel, recogió su ropa, pagó la factura y cogió uno de los trenes que salían por la tarde para Gotemburgo. Eligió primera clase y le dieron un compartimento entero para él solo. Al pasar el puente de rsta sacó un bolígrafo y un bloc de cartas. Reflexionó un momento y luego se puso a escribir. Llenó más o menos la mitad de la hoja antes de detenerse y arrancarla.

Los documentos falsificados no eran su especialidad, pero en ese caso concreto la tarea se simplificaba por el simple hecho de que las cartas que estaba a punto de redactar iban a ser firmadas por él mismo. La dificultad estribaba en que ni una sola palabra sería cierta.

Cuando pasó Nyköping ya había rechazado una buena cantidad de borradores, pero por fin empezaba a hacerse una idea de los términos en los que debía formular los escritos. Al llegar a Gotemburgo tenía ya terminadas doce cartas con las que se encontraba satisfecho. Se aseguró de que sus huellas dactilares quedaran marcadas en las hojas.

En la estación central de Gotemburgo consiguió encontrar una fotocopiadora e hizo unas cuantas copias. Luego compró sobres y sellos y echó las cartas al buzón, cuya recogida estaba prevista para las 21.00.

Gullberg cogió un taxi hasta el City Hotel de Lorensbergsgatan, donde Clinton ya le había hecho una reserva. De modo que iba a pasar la noche en el mismo hotel en el que Mikael Blomkvist se había alojado un par de días antes. Subió de inmediato a su habitación y se dejó caer en la cama. Se encontraba tremendamente cansado y se dio cuenta de que en todo el día sólo había comido dos rebanadas de pan. Sin embargo, no tenía hambre. Se desnudó, se metió en la cama y se durmió casi enseguida.

Lisbeth Salander se despertó sobresaltada al oír que la puerta se abría. Supo al instante que no se trataba de ninguna de las enfermeras de noche. Sus ojos se abrieron en dos finas líneas y descubrieron en la puerta una silueta con muletas. Zalachenko, quieto, la contemplaba a la luz que se filtraba desde el pasillo.

Sin moverse, Lisbeth desplazó la mirada hasta que consiguió ver que el reloj digital marcaba las 3.10.

Continuó desplazándola unos milímetros más y percibió un vaso de agua cerca del borde de la mesilla. Fijó la vista en él y calculó la distancia. Lo alcanzaría sin necesidad de mover el cuerpo.

Le llevaría una fracción de segundo estirar el brazo y, con un resuelto movimiento, romper el vaso contra el borde de la mesilla. Si él se inclinara sobre ella, Lisbeth tardaría medio segundo más en clavar el filo del cristal en la garganta de Zalachenko. Contempló otras alternativas pero llegó a la conclusión de que ésa era su única arma.

Se relajó y esperó.

Zalachenko permaneció quieto en la puerta durante dos minutos.

Luego la cerró con sumo cuidado. Ella oyó el débil y raspante sonido de las muletas mientras él se alejaba sigilosamente de la habitación.

Cinco minutos después, Lisbeth se apoyó en el codo y, alargando la mano, cogió el vaso y bebió un largo trago. Se sentó en la cama con las piernas colgando y se quitó los electrodos del brazo y del pecho. Se puso de pie a trancas y barrancas, tambaleándose. Le llevó un par de minutos recuperar el control de su cuerpo. Se acercó cojeando a la puerta y se apoyó contra la pared para recuperar el aliento. Tenía un sudor frío. Acto seguido, una gélida rabia se apoderó de ella.

Fuck you, Zalachenko. Terminemos con esto de una vez por todas.

Necesitaba un arma.

Un instante después percibió en el pasillo el ruido de unos pasos rápidos.

Mierda. Los electrodos.

–Pero ¿qué diablos haces tú levantada? – preguntó asombrada la enfermera de noche.

–Tengo que… que ir… al baño -dijo Lisbeth sin aliento.

–Vuelve a la cama inmediatamente.

Cogió a Lisbeth de la mano y la condujo hasta la cama. Luego le dio una cuña.

–Cuando quieras ir al baño, llámanos. Para eso tienes ese botón -le dijo la enfermera.

Lisbeth no pronunció palabra. Se concentró en intentar producir unas gotas de orina.

Mikael Blomkvist se despertó a las diez y media del martes, se duchó, puso la cafetera y luego se sentó ante su iBook. La noche anterior había regresado a casa tras la reunión de Milton Security y se había quedado trabajando hasta las cinco de la mañana. Por fin tenía la sensación de que la historia empezaba a tomar forma. La biografía de Zalachenko seguía siendo un poco difusa: todo lo que tenía era lo que había conseguido sacarle a Björck, así como los detalles que pudo aportar Holger Palmgren. El texto sobre Lisbeth Salander estaba ya prácticamente terminado. Explicaba, paso a paso, cómo ella había sido víctima de una banda de «guerreros fríos» de la DGP/Seg que la encerraron en una clínica psiquiátrica infantil para que no hiciera estallar el secreto de Zalachenko.

Estaba contento con el texto. Tenía una historia cojonuda por la que la gente echaría abajo los quioscos y que, además, crearía una serie de problemas que llegarían hasta lo más alto de la jerarquía estatal.

Mientras reflexionaba encendió un cigarrillo.

Había dos enormes agujeros que debía tapar. Uno de ellos no presentaba grandes dificultades: tenía que centrarse en Peter Teleborian, algo que estaba ansioso por hacer. Cuando hubiera terminado con él, el prestigioso psiquiatra se convertiría en uno de los hombres más odiados de Suecia. Ese era el primero.

El segundo resultaba bastante más complicado.

La conspiración contra Lisbeth Salander -pensó en ellos como El club de Zalachenko- provenía de la Säpo. Contaba con un nombre, Gunnar Björck, pero era imposible que Björck fuera el único responsable. Debía de existir un grupo, un departamento de algún tipo. Tenía que haber jefes, responsables y un presupuesto. El problema era que él ignoraba por completo cómo identificar a esas personas. No sabía por dónde empezar. Sólo tenía una vaga idea sobre la organización de la Säpo.

El lunes inició la investigación mandando a Henry Cortez a unas cuantas librerías de viejo de Södermalm para que comprara cualquier obra que tuviese algo que ver con la policía sueca de seguridad. A eso de las cuatro de la tarde, Henry Cortez llegó a casa de Mikael con seis tomos y los dejó sobre una mesa. Mikael contempló la pila de libros.

El espionaje en Suecia de Mikael Rosquist (Tempus, 1988); Jefe de la Säpo, 1962-1970 de Per Gunnar Vinge (W Los poderes secretos de Jan Ottosson y Lars Magnusson (Tiden, 1991); Lucha por el poder de la Säpo de Erik Magnusson (Corona, 1989); Una misión de Carl Lidbom (WW, 1990), así como -algo sorprendente- An Agent in Place de Thomas Whiteside (Ballantine, 1966), que trataba del caso Wennerström. El caso Wennerström de los años sesenta, no el que él mismo destapó en el año 2000.

Se pasó la mayor parte de la madrugada del lunes al martes leyendo -o, por lo menos, hojeando- los libros que Henry Cortez le había traído. Cuando terminó, llegó a una serie de conclusiones. Primera: parece ser que la mayoría de los libros escritos sobre la policía de seguridad se publicaron a finales de los años ochenta. Una búsqueda en Internet le confirmó que, en la actualidad, no había ninguna literatura que versara sobre esa materia.

Segunda: al parecer no existía ningún libro que ofreciera una visión general e histórica comprensible de la actividad de la policía secreta sueca. Tal vez resultara lógico teniendo en cuenta que muchos casos habían sido clasificados -y, por lo tanto, eran difíciles de tratar-, pero no parecía haber ni una sola institución, un solo investigador o un solo medio de comunicación que hubiese examinado a la Säpo con ojos críticos.

También tomó nota de lo curioso que resultaba que en ninguno de los libros localizados por Henry Cortez figurara una bibliografía. En su lugar, las notas a pie de página contenían referencias a artículos de la prensa vespertina o a entrevistas personales con algún agente jubilado de la Säpo.

El libro Los poderes secretos resultaba fascinante, pero se ocupaba, en su mayor parte, de la época de la segunda guerra mundial, así como de los años inmediatamente anteriores. Mikael consideró que las memorias de P. G. Vinge no eran sino un libro propagandístico escrito en defensa propia por un destituido jefe de la Säpo que había recibido duras críticas. An Agent in Place contenía -ya desde el primer capítulo- tantas cosas raras sobre Suecia que, sin pensárselo dos veces, tiró el libro a la papelera. Los únicos libros con una explícita ambición de describir el trabajo de la policía de seguridad eran Lucha por el poder de la Säpo y El espionaje en Suecia. En ellos figuraba una serie de datos, nombres y organigramas. Le pareció que el libro de Erik Magnusson merecía ser leído. Aunque no respondía a ninguna de sus preguntas más inmediatas, ofrecía una buena panorámica general de la Säpo y de sus actividades durante las pasadas décadas.

Sin embargo, la mayor sorpresa la constituyó Una misión de Carl Lidbom, que describía los problemas con los que tuvo que enfrentarse el ex embajador sueco en París cuando, por encargo del gobierno, investigó a la Säpo tras la estela dejada por el asesinato de Palme y el caso Ebbe Carlsson. Mikael no había leído nada de Carl Lidbom con anterioridad y le sorprendió ese lenguaje irónico salpicado de observaciones muy agudas. Pero tampoco el libro de Carl Lidbom daba respuesta a sus preguntas, aunque ya empezaba a hacerse una idea de aquello a lo que se estaba enfrentando.

Después de meditar un instante, cogió el móvil y llamó a Henry Cortez.

–Hola, Henry. Gracias por el trabajo de campo de ayer.

–Mmm. ¿Qué quieres?

–Un poco más de lo mismo.

–Micke, tengo trabajo. Me han nombrado secretario de redacción.

–Un paso estupendo en tu carrera profesional.

–¿Qué quieres?

–A lo largo de los años se han realizado unos cuantos estudios oficiales sobre la Säpo. Carl Lidbom hizo uno. Debe de haber numerosas investigaciones similares.

–Ya.

–Llévate a casa todo lo que puedas encontrar en el Riksdag: presupuestos, informes de comisiones estatales, actas de interpelación y cosas por el estilo. Y pide las memorias anuales de la Säpo hasta donde puedas remontarte.

–Sí, bwana.

–Muy bien. Oye, Henry…

–¿Sí?

–… no lo necesito hasta mañana.

Lisbeth Salander se pasó la mañana dándole vueltas a lo de Zalachenko. Sabía que se encontraba a dos puertas de ella, que por las noches deambulaba por los pasillos y que a las tres y diez de la madrugada había estado frente a su habitación.

Ella lo había seguido hasta Gosseberga con la intención de matarlo. Fracasó, y ahora Zalachenko estaba vivo y a menos de diez metros de ella. Estaba metida en la mierda. No sabía muy bien hasta dónde, pero suponía que se vería obligada a escapar de allí y luego desaparecer discretamente fugándose al extranjero si no quería correr el riesgo de que la volviesen a encerrar en algún manicomio con Peter Teleborian como carcelero.

El problema era, por supuesto, que apenas tenía fuerzas para incorporarse en la cama. Advertía mejoras. El dolor de cabeza persistía, pero, en lugar de ser permanente, se producía a intervalos más o menos regulares. El dolor del hombro acechaba bajo la superficie y se manifestaba sólo cuando intentaba moverse.

Oyó pasos delante de su puerta y vio a una enfermera abrir y dejar pasar a una mujer que llevaba pantalones negros, blusa blanca y americana oscura. Se trataba de una mujer guapa y delgada, con el pelo corto y oscuro peinado como si fuera un chico. Irradiaba una complaciente autoconfianza. Llevaba un maletín negro en la mano. Lisbeth descubrió en el acto que tenía los mismos ojos que Mikael Blomkvist.

–Hola, Lisbeth. Me llamo Annika Giannini -dijo-. ¿Puedo entrar?

Lisbeth la observó con ojos inexpresivos. De repente no tuvo ni pizca de ganas de conocer a la hermana de Mikael Blomkvist y se arrepintió de haber aceptado la propuesta de que ella fuera su abogada.

Annika Giannini entró, cerró la puerta tras de sí y se acercó una silla. Permaneció callada durante unos segundos contemplando a su clienta.

Lisbeth Salander tenía una pinta lamentable. Su cabeza era un paquete de vendas. Sus ojos, inyectados en sangre, estaban rodeados de unos enormes y morados hematomas.

–Antes de que empecemos a hablar necesito saber si realmente quieres que yo sea tu abogada. Por regla general sólo llevo casos civiles y represento a víctimas de violaciones o de malos tratos. No soy una abogada penalista. Sin embargo, he estudiado los detalles de tu caso y me apetece mucho representarte, si tú me lo permites. También debo decirte que Mikael Blomkvist es mi hermano, creo que eso ya lo sabes, y que él y Dragan Armanskij van a pagar mis honorarios.

Esperó un rato, pero como no obtuvo ninguna reacción por parte de su clienta prosiguió.

–Si me quieres como abogada, trabajaré para ti. O sea, que no trabajo ni para mi hermano ni para Dragan Armanskij. En la parte penal me asistirá tu viejo administrador, Holger Palmgren. Es un tipo duro: todavía está convaleciente, pero se ha levantado casi a rastras de su cama para ayudarte.

–¿Palmgren? – preguntó Lisbeth Salander.

–Sí.

–¿Lo has visto?

–Sí. Va a ser mi asesor.

–¿Cómo está?

–Está cabreadísimo, pero, por curioso que pueda resultar, no parece preocupado por ti.

Lisbeth Salander mostró una sonrisa torcida. La primera desde que aterrizó en el hospital de Sahlgrenska.

–Y tú, ¿cómo estás?

–Estoy hecha un saco de mierda -dijo Lisbeth Salander.

–Bueno… ¿Me aceptas como defensora? Armanskij y Mikael pagarán mis honorarios y…

–No.

–¿No? ¿Qué quieres decir?

–Que te pagaré yo. No quiero ni un céntimo de Armanskij ni de Kalle Blomkvist. Sin embargo, no podré pagarte hasta que no tenga acceso a Internet.

–Entiendo. Ya solucionaremos ese tema cuando llegue el momento; de todos modos, las autoridades públicas correrán con la mayor parte de los gastos. ¿Quieres entonces que te represente?

Lisbeth Salander asintió secamente.

–Bien. Empezaré por transmitirte un mensaje de Mikael. Se expresa de manera críptica pero insiste en que tú comprenderás lo que quiere decir.

–¿Ah, sí?

–Dice que me lo ha contado casi todo de ti excepto unas pocas cosas. La primera concierne a las aptitudes que descubrió en Hedestad sobre ti.

Mikael sabe que tengo memoria fotográfica… y que soy una hacker. No se lo ha dicho a nadie.

–Vale.

–La segunda es el DVD. No sé a qué se refiere, pero dice que eres tú la que debe decidir si contármelo o no. ¿Tú sabes a qué se refiere?

El DVD de la película que mostraba la violación de Bjurman.

–Sí.

–Bien.

De repente, Annika Giannini dudó.

–A veces mi hermano me irrita un poco. A pesar de haberme contratado, sólo me cuenta lo que le apetece. ¿Tú también piensas ocultarme cosas?

Lisbeth meditó la respuesta.

–No lo sé.

–Vamos a tener que hablar bastante. Sin embargo, ahora no puedo quedarme mucho tiempo porque debo ver a la fiscal Agneta Jervas dentro de cuarenta y cinco minutos. Sólo necesitaba confirmar que realmente me querías como abogada. También tengo que darte una instrucción…

–Vale.

–Es la siguiente: si yo no estoy presente no digas ni una sola palabra a la policía, te pregunten lo que te pregunten. Aunque te provoquen y te acusen de todo tipo de cosas. ¿Me lo prometes?

–Eso no me costará nada -respondió Lisbeth Salander.

Tras el esfuerzo del lunes, Evert Gullberg se encontraba completamente agotado, de modo que no se despertó hasta las nueve de la mañana, casi cuatro horas más tarde de lo habitual. Fue al cuarto de baño, se duchó y se lavó los dientes. Permaneció un buen rato contemplando su cara en el espejo antes de apagar la luz y empezar a vestirse. Eligió la única camisa limpia que le quedaba en el maletín y se puso una corbata con motivos marrones.

Bajó al comedor del hotel y se tomó un café solo y una tostada de pan blanco con una loncha de queso y un poco de mermelada de naranja. Se bebió un gran vaso de agua mineral.

Luego se dirigió al vestíbulo principal y, desde una cabina, llamó al móvil de Fredrik Clinton.

–Soy yo. ¿Estado de la situación?

–Bastante agitado.

–Fredrik, ¿te ves con fuerzas para esto?

–Sí, me resulta igual que en los viejos tiempos. Aunque es una pena que no esté vivo Hans von Rottinger: sabía planificar las operaciones mejor que yo.

–Los dos estabais al mismo nivel. Podíais haberos sustituido el uno al otro en cualquier momento. Algo que, de hecho, hicisteis bastante a menudo.

–Él tenía algo, una especial sensibilidad; siempre fue un poco mejor.

–¿Cómo vais?

–Sandberg es más listo de lo que pensábamos. Hemos cogido una ayuda externa: Mårtensson. No es más que el chico de los recados, pero puede valer. Hemos pinchado el teléfono de casa de Blomkvist y también su móvil. A lo largo del día nos encargaremos de los teléfonos de Giannini y de Millennium. Estamos estudiando los planos de los despachos y de los pisos. Entraremos lo antes posible.

–Lo primero que debes hacer es localizar dónde están todas las copias…

–Ya lo he hecho. Hemos tenido una suerte increíble. A las diez de la mañana, Annika Giannini ha llamado a Blomkvist. Le ha preguntado específicamente por el número de copias que existen y ha quedado claro que Mikael Blomkvist está en posesión de la única copia. Berger hizo una copia del informe, pero se la envió a Bublanski.

–Muy bien. No hay tiempo que perder.

–Ya lo sé. Pero tenemos que hacerlo todo seguido. Si no recuperamos todas las copias del informe de Björck al mismo tiempo, fracasaremos.

–Ya lo sé.

–Es un poco complicado, porque Giannini ha salido para Gotemburgo esta misma mañana. He mandado tras ella a un equipo de colaboradores externos. Acaban de coger un vuelo hacia allí.

–Bien.

A Gullberg no se le ocurrió nada más que decir. Permaneció callado un largo rato.

–Gracias, Fredrik -respondió finalmente.

–Gracias a ti. Esto es más divertido que quedarse sentado esperando en vano un riñón.

Se despidieron. Gullberg pagó la factura del hotel y salió a la calle. La suerte ya estaba echada. Ahora sólo faltaba que la coreografía fuese exacta.

Empezó dando un paseo hasta el Park Avenue Hotel, donde pidió usar el fax para mandar las cartas que escribió en el tren el día anterior. No quería utilizar el fax de donde había estado alojado. Luego salió a Avenyn y buscó un taxi. Se detuvo junto a una papelera e hizo trizas las copias que había hecho de las cartas.

Annika Giannini conversó con la fiscal Agneta Jervas durante quince minutos. Quería enterarse de los cargos que ésta tenía intención de presentar contra Lisbeth Salander, pero no tardó en comprender que Jervas no estaba segura de lo que iba a pasar.

–Ahora mismo me contento con detenerla por graves malos tratos o, en su defecto, por intento de homicidio. Me refiero a los hachazos que Lisbeth Salander le dio a su padre. Supongo que apelarás al derecho de legítima defensa.

–Tal vez.

–Pero, sinceramente, Ronald Niedermann, el asesino del policía, es ahora mismo mi prioridad.

–Entiendo.

–Estoy en contacto con el fiscal general. Ahora están tratando de ver si todos los cargos que existen contra tu clienta los va a llevar un único fiscal de Estocolmo y si se va a incluir lo que ha ocurrido aquí.

–Doy por descontado que todo se va a trasladar a Estocolmo.

–Bien. En cualquier caso debo interrogar a Lisbeth Salander. ¿Cuándo podría ser?

–Tengo un informe de su médico, Anders Jonasson. Dice que Lisbeth Salander no estará en condiciones de participar en un interrogatorio hasta que no pasen varios días. Aparte de sus daños físicos, se encuentra fuertemente drogada a causa de los analgésicos.