La refundación del general Zubía
Entre el 19 y el 22 de julio de 1909, con los ánimos cada vez más caldeados por la movilización de los reservistas catalanes para incorporarse a la nueva guerra marroquí, hubo en el área metropolitana barcelonesa numerosos incidentes y enfrentamientos entre obreros y fuerzas del orden. El gobernador civil, Ángel Ossorio, publicó un bando advirtiendo que si seguían los disturbios «lanzaría a la Guardia Civil para restablecer el orden con todos los medios a su alcance».
Desoyendo la amenaza, los anarquistas y socialistas forman el sábado 24 el comité de huelga, con el apoyo del abogado lerrouxista Emiliano Iglesias, que se había hecho célebre por su defensa del pedagogo anarquista Ferrer i Guárdia, imputado como instigador del frustrado regicidio de Mateo Morral. Iglesias se muestra poco proclive a la implicación directa del partido radical al que representa. Los socialistas, representados por Fabra Rivas, no quieren una huelga violenta, «con atracos a bancos», como llegan a proponer los anarquistas. Pero finalmente serán estos los que impongan sus pretensiones. El lunes 26, los piquetes toman la ciudad y obligan a toda la población a adherirse al paro. El gobernador cumple su amenaza y ordena a la caballería de la Guardia Civil que cargue contra los huelguistas. Los guardias, procurando dosificar la fuerza, aunque nadie atiende sus advertencias, logran poner en funcionamiento los tranvías. El ministro de Gobernación, Juan de la Cierva, que por ausencia de Maura es además jefe del gobierno en funciones, fuerza una junta de seguridad que acaba con la dimisión del gobernador. Se declara el estado de alarma y toma el mando la autoridad militar, el general Santiago. Sus fuerzas son escasas, y muchas unidades simpatizan con los reservistas reacios a marchar a África. Los agentes del cuerpo de Seguridad son aún menos fiables: una sección completa, con sus dos oficiales, desaparece en los primeros instantes, abandonando su armamento. Queda pues sola, como fuerza de choque, la siempre socorrida Guardia Civil.
Lo que sigue adquiere pronto tintes catastróficos. El general Santiago ordena la paralización del restablecido servicio de tranvías. Los anarquistas han colocado barricadas por toda la ciudad y han conseguido multitud de armas (muchas de ellas, al adoptar las autoridades militares la errónea disposición de armar a los obreros del parque de Artillería, que se pasan a los huelguistas). Pronto empiezan las quemas de conventos, y los guardias civiles, única fuerza que realmente puede plantar cara a lo que ya es manifiestamente una revolución, ha de multiplicarse para proteger los edificios gubernamentales, puntos neurálgicos como las centrales eléctricas y de gas, atacar en combinación con los zapadores las barricadas que obstruyen las calles y tratar de amparar a los religiosos sobre los que se ceban las iras de las masas revolucionarias. El general Santiago dicta un bando advirtiendo que se hará fuego sin previo aviso contra los revoltosos, pero ello no hace menguar el fervor violento de estos. Los combates se prolongan durante tres días, hasta que la llegada de refuerzos enviados por el gobierno, incluidos nuevos contingentes de la Guardia Civil concentrados de otras comandancias, fuerza la rendición de los sublevados. La contumaz barricada de Robadors, en las Atarazanas, cae al asalto. Otras muchas las echarán abajo, tras deponer las armas, los mismos paisanos que las habían levantado, conminados a ello por las triunfantes fuerzas del orden. Otra humillación para añadir a la cuenta de agravios de los barceloneses, pero es de entender que aquellos guardias no estuvieran dispuestos a asumir ellos, tras haber hecho el esfuerzo que supusieron los combates, aquel más que penoso y desagradable trabajo.
La presión gubernamental lleva a que los elementos más combativo; se retiren al bastión de Poblé Nou, donde al entrar los guardias civiles, para tratar de reducirlos, se encuentran con que las terrazas están llenas de francotiradores. Hay que limpiarlas una por una, y en la refriega muere el teniente Gabaldón y caen gravemente heridos tres guardias. En El Clot resisten los últimos núcleos, hasta que el general Bandreis, al mando de un fuerte contingente de guardias civiles, logra doblegarlos. La revolución barcelonesa ha quedado sofocada. El balance: 296 heridos y 104 muertos entre la población (entre estos, seis mujeres y cuatro religiosos de ambos sexos) y 124 heridos y ocho muertos entre los miembros del ejército y los agentes de la autoridad. La Guardia Civil tuvo dos muertos y 49 heridos. Pero siendo trágico, quizá no es este el peor daño que se deriva para la Benemérita de los acontecimientos de aquella desdichada semana de julio, sino la brecha casi irreparable que se ha abierto entre ella y la ciudadanía. El pintor Ramón Casas lo dejó magistralmente plasmado en su famoso óleo La carga (1899), donde un guardia civil a caballo parece hacer esfuerzos para que su montura no pise a un obrero caído en el suelo durante la disolución de una manifestación; aunque también hay lecturas mucho menos amables, que apuntan a la altivez del benemérito, desde su ventajosa posición, sobre el indefenso manifestante que ha rodado por el suelo. Véalo el lector por sí mismo, y saque la interpretación que prefiera.
El fusilamiento de Francesc Ferrer i Guardia el 13 de octubre, en la fortaleza de Montjuíc, tras su fulminante detención el mismo 31 de agosto, acusado de ser el cerebro de la revolución, vino a rematar el estropicio. Ferrer i Guardia, que acababa de regresar a Barcelona procedente de París y Bruselas, donde había tratado de refundar su Escuela
Moderna tras ser absuelto de la acusación de complicidad en el atentado de Mateo Morral, no tenía nada que ver con la huelga. El escritor Anatole France afirmó en una famosa carta abierta:»Su crimen es el de ser republicano, socialista, librepensador; su crimen es haber creado la enseñanza laica en Barcelona, instruido a millares de niños en la moral independiente, su crimen es haber fundado escuelas». En París y otras ciudades de Europa hubo manifestaciones contra el gobierno español. Antonio Maura, el liberal que con sus ideas regeneracionistas se había incorporado a los conservadores con el proyecto de «hacer la revolución desde arriba», quedaba convertido en el vil represor de la sempiterna revolución desde abajo. Y solo era el comienzo.
Los años que siguieron, en efecto, fueron de constante deterioro de la situación. A finales de ese año 1909, que además de los acontecimientos de Barcelona registró el desastre del Barranco del Lobo, primer descalabro serio de la nueva aventura bélica marroquí, sustituyó a Maura el liberal Segismundo Moret. A este lo desplazaría en febrero de 1910 el nuevo líder de los liberales, Canalejas, con el que Alfonso XIII, aconsejado por el también liberal conde de Romanones (persona de su confianza, con quien compartía negocios y cacerías), jugó a reproducir el esquema Cánovas-Sagasta, previendo su futura alternancia con el momentáneamente quemado Maura. Y no dejó Canalejas de atacar algunas de las raíces del mal, como el odiado impuesto sobre los consumos, procedente del siglo anterior, que suprimió, o las desigualdades en el servicio militar, derivadas de la posibilidad de las clases pudientes de librarse de hacerlo pagando un sustituto, que eliminó con su nueva ley del servicio militar obligatorio. Pero las reformas económicas fueron insuficientes para calmar el profundo descontento popular, y la reforma militar no impidió que a África, esto es, a la guerra (que tras la costosa victoria de 1909 se reabriría en 1911 con la llamada campaña del Kert contra el caudillo rifeño El Mizián) siguieran yendo solo los humildes. Los hijos de familias acomodadas, mediante el sistema de cuotas, cumplían el servicio militar en la península. El establecimiento en 1912 del protectorado hispano-francés sobre Marruecos, que implicaba el envío al país norteafricano de nuevos contingentes de tropas y hacía surgir en el horizonte la posibilidad de ulteriores sacrificios, dada la poca disposición de los naturales de las agrestes regiones del Rif y el Yebala a acatar la autoridad de los españoles, no vino sino a agravar el rechazo a la impopular aventura colonial.
Por todo ello no es de extrañar que la presidencia de Canalejas (aunque este fuera un político capaz, que hizo por superar la falta de sintonía que sentía por la figura regia para mejorar las cosas) resultara en extremo agitada. Le tocó vivir innumerables huelgas, al calor de la campaña promovida por republicanos, socialistas y anarquistas para erosionar el régimen a cuenta de la torpe inculpación y ejecución de Ferrer i Guardia, y que de paso servía para desprestigiar también a la justicia militar, sin duda poco idónea para gestionar la conflictividad política del país, pero que una y otra vez tenía que resolver sobre ella. De un lado, la mayoría de las algaradas se producían bajo estados de excepción, con vigencia de la ley marcial; por otro estaba la llamada Ley de Jurisdicciones, gestada en 1906 por el general Luque y Coca (por cierto, republicano confeso) y que encomendaba a los tribunales militares el enjuiciamiento de los delitos de opinión (injurias y calumnias) dirigidas contra el ejército o cualquiera de sus cuerpos. Huelgas generales hubo en Madrid, Barcelona, Zaragoza, Vizcaya, incluso llegó a amotinarse la tripulación de un barco de guerra, la fragata Numancia. Pero lo más grave estuvo en los pueblos. En Canillas de Aceituno, en la serranía de Málaga, intentaron linchar a un recaudador de impuestos, que corrió en seguida a refugiarse a la casa-cuartel. Cuando el cabo comandante del puesto quiso parlamentar con la multitud, fue gravemente herido. Sus dos compañeros presentes en la casa-cuartel lograron salvarlo por los pelos y defendieron el puesto hasta que llegaron refuerzos. En Penagos (Santander), el cabo Vicario acude con tres guardias a rescatar a la corporación, rodeada por un millar de paisanos furiosos. Cuando va a dirigirse a ellos, lo rodean, le quitan el fusil y lo matan a quemarropa. Sus tres hombres se hacen fuertes en la casa consistorial, pero pronto solo queda uno de ellos, el guardia Malpelo, en condiciones de hacer fuego. Rodilla en tierra, y dispuesto a vender caro su pellejo, enfrenta solo a la muchedumbre que forman los agresores, causándoles cuatro muertos y disuadiéndolos del asalto.
Lo peor fue lo que pasó en Cullera, donde un voluntarioso juez, Jacobo López, titular del juzgado de Sueca, se presentó con su secretario y un alguacil para tratar de sofocar por el diálogo el motín que había estallado en el pueblo aprovechando la ausencia de la Guardia Civil, concentrada en Valencia para hacer frente a la enésima huelga general. Los huelguistas, dirigidos por el anarquista Juan Jover, alias el Chato de Cuqueta, acaban con el juez y sus hombres, que en vano sacan los revólveres para defenderse. Al secretario lo apuñalan con una aguja de alpargatero; al alguacil lo apuñalan y lo tiran al Júcar, aplastándolo con una piedra para hundirlo. El juez perece de un hachazo en la cabeza. Los guardias regresan y en pocos días esclarecen los hechos. El Chato y los suyos son procesados y condenados, pero finalmente se les concede el indulto, bajo la presión de Lerroux, que había convocado otra huelga general para el caso de que se les ejecutara. La investigación de los guardias se puso en entredicho, con nuevas denuncias de torturas. El gobierno acabó nombrando un tribunal médico, formado por médicos civiles y militares y dirigido por el rector de la Universidad de Valencia, que certificó no haber encontrado vestigios de que a los procesados se les hubiera infligido tormento alguno.
El general Martitegui, de nuevo director general del cuerpo, agradeció al capitán general de Valencia, Echagüe, que hiciera públicos los resultados, y respecto de cómo se había seguido el proceso desde la Benemérita, le escribió: «Segura conmigo del éxito de la prueba, ni la preocupaba esta ni sentía otra impaciencia que la natural por la vindicación de la nueva afrenta recibida. Hoy deja a los tribunales el castigo de los impostores y prosigue tranquila su misión benéfica y protectora, con el estímulo de su propia conciencia». He aquí los términos del conflicto: de un lado unas masas populares cada vez más cargadas de motivos y más propensas a la furia incontrolada; y de otro, unos resignados guardias abocados a enfrentarlas una y otra vez y a ser escogidos como diana de todas las críticas y de todos los improperios.
Como triste colofón de su accidentado mandato, Canalejas cayó asesinado el 11 de noviembre de 1912 ante el escaparate de la librería San Martín, en la Puerta del Sol, a manos del anarquista Manuel Pardiñas. Tras él tomó el relevo al frente de los liberales el conde de Romanones, una de cuyas primeras diligencias fue la creación de la Dirección General de Seguridad, a cuyo frente se situó Ramón Méndez Alanís, con el objetivo de reorganizar la policía gubernativa y especial responsabilidad en la capital. El trabajo, germen de la moderna policía civil española, lo acabaría haciendo, tras la súbita muerte de Alanís, su sucesor, el general procedente de la Guardia Civil Manuel de la Barrera. De donde se sigue la paradoja de que la Benemérita fuera clave, incluso, en la formación de la que había de ser su futura competidora.
A Romanones lo sucede Eduardo Dato, nuevo jefe de los conservadores tras negarse Maura a formar gobierno. Quisieron los nuevos gestores del régimen prorrogar el viejo sistema de manipulación a conveniencia de los resultados electorales, lo que cebó aún más la ira popular. El estallido más grave se dio en el pueblo malagueño Benagalbón, donde un grupo de vecinos se lanzó al asalto del colegio electo al correrse la voz de que había habido compras de votos. El cabo del pueblo y los tres guardias de que dispone se personan para tratar de apaciguar 1os ánimos. Alguien da la voz de ir a por ellos y se desata una verdadera carnicería A tres los cosen a cuchilladas, aunque sobrevivirán. El cuarto, el guare Domingo Almodóvar, acaba con la cabeza separada del tronco. Los guardias eran fundadamente remisos a emplear los fusiles contra la gente pero, e puestas con crudeza las cosas, por aquellos días y en aquella España el dilema era acabar como Malpelo, vivo tras darles pasaporte a cuatro, o como Almodóvar, hecho trozos por permitirse un instante de duda. Con el escarnio que a los instigadores del crimen, como ocurrió en el caso de Benagalbón, los acabara indultando por conveniencia política de un régimen que ten necesidad de purgar su mala conciencia.
Volvió después de Dato el conde de Romanones, mediada ya la Primera Guerra Mundial, en la que España mantendría una neutralidad tan oportuna como rentable. Poco después comienza a gestarse, a principios de 1917, la huelga general revolucionaria. Como anticipo, se suceden los conflictos por toda la geografía nacional. Incapaz de sujetar la situación, Romanones cede el mando al demócrata liberal Manuel García Prieto, marqués de Alhucemas, que apenas gobierna unos meses, hasta mediados de año. Durante su mandato hubo de enfrentarse a la delicada situación que habían planteado las Juntas de Defensa, órganos en principio ilegales que agrupaban a militares descontentos por la situación del ejército, y en particular por los favoritismos en los ascensos y la prodigalidad en las recompensas que se otorgaban a los destinados en el frente marroquí. La iniciativa rozaba la insubordinación, cuando no la sedición, pero contaba con una cierta indulgencia real.
Cuando Dato retorna al poder, en el verano de 1917, se ve obligado a legalizar las juntas, que desafían sin ambages al gobierno. La muestra de debilidad del régimen alienta a quienes anhelan derribarlo, que ven llegada (así lo entenderán tanto Lerroux como Pablo Iglesias) la hora de asestarle un golpe definitivo. En marzo, los dirigentes del sindicato socialista, la UGT, Julián Besteiro y Francisco Largo Caballero, y los de la CNT, Ángel Pestaña y Salvador Seguí (conocido como el Noi del Sucre) acuerdan el lanzamiento una huelga general indefinida. El 5 de julio se reúne en Barcelona una asamblea de parlamentarios, con 20 senadores y 39 diputados, incluidos Lerroux y Pablo Iglesias, que suscriben el 18 un documento en el que piden una amplia autonomía para Cataluña, por influjo de los sectores catalanistas, representados por Cambó, y proponen cambiar la estructura del estado, para lo que se postulan como asamblea constituyente. Hacen también un guiño a los militares junteras, al manifestar su deseo de que «el acto realizado por el Ejército […] vaya seguido de una profunda renovación de la vida pública española, emprendida y realizada por sectores políticos». Los socialistas, con la aquiescencia de Lerroux, buscan conectar el movimiento político con la huelga. Los anarquistas, recelosos de toda connivencia con los partidos burgueses, se resisten.
A comienzos de agosto la huelga está preparada. En Madrid se ha formado un comité revolucionario, cuyos miembros son los socialistas Besteiro, Largo Caballero, Daniel Anguiano y Andrés Saborit. Se lanzan octavillas animando a atacar a los guardias para quitarles las armas, y también dirigidas a estos para que se sumen al pueblo y no defiendan más «a los malhechores de la patria». La policía de Madrid detiene en pleno al comité revolucionario, pero ello no impide que comience la movilización. En la capital el ejército ametralla a los huelguistas. En Bilbao estos hacen descarrilar un tren matando a veinte personas. En Cataluña los regionalistas y republicanos se muestran dubitativos (Lerroux ha huido a Francia), pero los anarquistas se lanzan a la calle con su acometividad proverbial, profusamente armados con granadas artesanales que no llegan a funcionar como se esperaba, lo que facilita el trabajo de los guardias. En Asturias, un joven comandante recién llegado de África y llamado Francisco Franco sale de Oviedo al mando de una columna de soldados y guardias para sofocar la revuelta en la cuenca minera, hallando esta en relativa calma. Aun así la huelga general revolucionaria, que dista mucho de ser un éxito, produce 93 muertos, cuatro de ellos en las filas beneméritas.
Para la Guardia Civil, empero, no todo es política. En estos años se producen también algunos de los más famosos casos criminales que pasaron por sus manos. Como las primeras andanzas del bandido Pasos Largos, el siniestro asesino múltiple de Ronda, veterano de Cuba y detenido por los beneméritos tras laboriosa batida en el verano de 1915. O el no menos llamativo crimen del Sacamantecas, cometido en Gádor (Almería) por el curandero Paco Leona, que secuestró, desangró y le arrancó «las mantecas» al niño de siete años Bernardo González, para curar la tuberculosis al hacendado Francisco Ortega, apodado el Moruno por su aspecto atezado. En esta ocasión los guardias del puesto tuvieron que vencer los obstáculos que se les opusieron para procesar a un propietario influyente, como era el Moruno, pero acabaron llevándolo ante los tribunales, de los que resultaría su condena a muerte, como la de Leona y sus cómplices en el secuestro.
Aunque el que quedará sobre todo para los anales es archiconocido como el crimen de Cuenca. Una historia desdichada, provocada por la desaparición del pueblo conquense de Osa de la Vega en agosto de 1910 del pastor José María Grimaldos, alias el Cepa, y por los rumores que en seguida corrieron de que lo habían matado el mayoral y el guarda de la finca en que trabajaba, Gregorio Velasco y León Sánchez, que al parecer lo hacían objeto, por su retardo mental, de continuas burlas y vejaciones. Tras llevarlos a la casa-cuartel e interrogarlos, los guardias pusieron a Velasco y Sánchez a disposición del juez de Belmonte. Ante la falta de pruebas, quedaron en libertad pocas semanas después. Pero dos años más tarde llegó a Belmonte un nuevo juez, Emilio Isasa Echenique, que prestando oídos a la insistencia de la parentela de Grimaldos, manda detener otra vez a Velasco y Sánchez. Los guardias los llevan a su presencia y ambos quedan detenidos a disposición del juez en el depósito municipal. En los interrogatorios reiteran su inocencia, pero Isasa insiste. Aquí es donde divergen las versiones. Según los historiadores del cuerpo, que invocan la documentación oficial del caso, los guardias han terminado su labor, y es el juez el que lleva el peso de los interrogatorios. Según el relato que abrazarán sus críticos, a partir de los reportajes que hiciera para El Sol el entonces joven periodista Ramón J. Sender (y que luego recrearía, ya como novelista, en su libro de ficción El lugar de un hombre), los guardias, azuzados por Isasa, se emplean con una violencia inaudita para arrancarles a los detenidos la confesión. «Son tiempos en que la Benemérita», dice una moderna cronista del hecho, siguiendo esta versión, «se compone de agentes sin ninguna formación. Muchos de ellos, como gran parte de la sociedad española de aquellos años, se declaran analfabetos. Con un fusil en la mano se sienten los dueños del mundo. Espoleados, además, por el juez Isasa, que los arenga y que les marca personalmente la línea de acción, emplean todo tipo de presiones y de torturas físicas para que León y Gregorio se declaren culpables de un crimen que ellos juran no haber cometido». Es de notar cómo este relato, que no cita sus fuentes, echa mano del falso tópico del analfabetismo de los guardias para mejor denigrarlos, con saña que no extiende, dicho sea de paso, al muy alfabetizado y obcecado juez.
Ya sea gracias a las torturas policiales o por simple empecinamiento judicial, según las versiones, el 1 de mayo de 1913 se procesa a los dos detenidos. Antes de salir hacia la cárcel los reconocen dos facultativos, el forense del juzgado y el médico de Osa de la Vega, que atestiguan, según informe que se conserva, que ninguno de los dos procesados tiene lesión ni señal «de ningún género». Enviados a prisión, y la causa a la audiencia, esta la devuelve al juzgado por no verla clara, pero el juez porfía y logra que se abra el juicio el 25 de mayo de 1918. En este, y aconsejados por sus letrados, ambos acusados confiesan y el jurado popular los condena a 18 años de cárcel, aunque saldrán seis años después gracias al indulto general de Primo de Rivera.
En febrero de 1926, inopinadamente, reaparece Grimaldos. Sender se pasea con él por el pueblo, para que los vecinos vean que no es un fantasma, y comienzan a circular las acusaciones de tortura policial. Se abre por orden del Ministerio de Gracia y Justicia procedimiento para revisar la causa y depurar posibles responsabilidades penales, ya que, dice la orden, hay fundamentos para estimar que a los reos les fueron «arrancadas mediante violencia sus confesiones sumariales». De los guardias implicados en los hechos, solo queda en activo Telesforo Díaz, que se verá convertido en el chivo expiatorio. El 23 de junio de 1932, abrumado por el proceso en su contra, angustiado por la pobreza a que le abocaba el embargo de parte de su sueldo y la enorme fianza que había debido pagar endeudándose (o según otros, devorado por el remordimiento) se pega un tiro. Según Aguado Sánchez, este suicidio inducido por la justicia es el único y real crimen de Cuenca.
Alega el historiador del cuerpo (basándose en el estudio que del caso hizo el capitán Fernando Rivas Gómez) que los guardias, a la vista de las acusaciones del vecindario, tan solo se limitaron a entregar a los sospechosos al juez, y que a partir de ahí todo fue por impulso y a disposición de la autoridad judicial, por lo que mal pudieron torturar a nadie. Es obvia su intención apologética, pero ahí está también el informe de los forenses, de quienes no cabe presumir que tuvieran interés enjugársela para proteger a unos simples guardias. ¿O dieron en mentir a solicitud del juez? Imposible averiguarlo ya. La memoria de los hechos vino a complicarse con la película que medio siglo después rodó Pilar Miró, sobre guión de Salvador Maldonado (seudónimo de Lola Salvador), donde se daba rienda suelta a la recreación visual de las torturas más infames, ya popularizadas por la campaña anarquista contra Narciso Portas, y muy singularmente el arrancamiento de uñas. Según el nieto de León Sánchez, su abuelo afirmaba en efecto haber sufrido este tormento, así como que los guardias lo ataron por sus partes y lo mantuvieron durante días sin agua y a dieta de bacalao seco. Fuera o no cierto, la reacción desmedida de llevar a la cineasta ante un tribunal militar por su película y secuestrar esta fue una torpe defensa de la Guardia Civil, y más tratándose de hechos tan lejanos.
Al mando del cuerpo se suceden a lo largo de la segunda década del siglo XX varios directores generales de heterogéneo perfil. Alguno dejó poca huella, como el ex ministro y teniente general Luque y Coca (el denostado autor de la Ley de Jurisdicciones), mucho más atraído por la política, o los efímeros Enrique Orozco y Antonio Tovar, que dirigieron la época de transición entre 1915 y 1917. Más peso tuvo y más huella dejó el teniente general Ángel Aznar Butigieg, que pese a mandar el cuerpo durante poco más de un año (de enero de 1912 a marzo de 1913), tomó una serie de medidas de perdurable alcance.
En los años inmediatamente anteriores a su mandato ya se habían abordado algunas cuestiones apremiantes, como la adaptación y simplificación del vestuario (sesenta años después, el diseñado por el fundador había dejado manifiestamente de ser práctico para el servicio, amén de resultar muy costoso de mantener) y algunas mejoras económicas, en forma de pluses y ayudas, que paliaron algo la penuria en que vivían los guardias (también con los haberes congelados desde su fijación inicial). Por otra parte, el gobierno Canalejas había aprobado en 1911 un incremento de plantilla de 800 hombres, hasta acercar el total del cuerpo a los 19.000. Aznar se ocupó de mejorar la formación de los guardias y de sus familias: potenció el colegio de guardias jóvenes de Valdemoro y fundó en Madrid el Colegio Infanta María Teresa, en el que se daba instrucción a los hijos del cuerpo y se les ofrecía residencia a los que destacaban para que cursaran estudios superiores.
Promovió además el estudio, primero en Valdemoro y luego en las comandancias, de las nuevas técnicas dactiloscópicas y de identificación, en las que los guardias fueron pioneros en España. Y abordó la renovación sistemática del parque de casas cuartel, muchas de ellas inadecuadas o ruinosas, y otras en precaria situación de uso, como reveló el episodio chusco de un rico propietario que al ir los guardias del pueblo a buscar a su hijo para que se incorporara a filas, reaccionó airado exigiéndoles que abandonaran el inmueble que había cedido sin título alguno al cuerpo como casa-cuartel. Por último, se le debe a Aznar una decisión de corte más simbólico, pero que también ha llegado hasta nuestros días: la elección como patrona de la Guardia Civil de la Virgen del Pilar, proclamada el 8 de febrero de 1913.
La revolución de 1917, con su resaca, le tocó gestionarla al general Salvador Arizón, nombrado en julio de ese mismo año. Tras la huelga, y la condena a cadena perpetua de los miembros del comité revolucionario, las Juntas de Defensa se crecen y desafían al gobierno de Dato. Llegan a dirigirse al rey, al que le plantean su voluntad de intervenir en política «para salir de la somnolencia y evitar la ruina de la patria». Dato dimite y lo sustituye el liberal García Prieto al frente de un gobierno de concentración nacional, en el que las juntas imponen al ministro de la Guerra (Juan de la Cierva), y los partidos se reparten gobiernos civiles y ayuntamientos, quedando no pocos de ellos en manos republicanas. A Arizón se lo confirma al frente de la Guardia Civil, que tiene que actuar con sumo tacto en los convulsos meses que siguen, hasta la caída del gabinete en marzo de 1918. Para resolver la crisis se forma un nuevo gobierno de concentración, presidido esta vez por Maura, y con García Prieto en Gobernación. Ese año trae el armisticio que pone fin a la Gran Guerra y la mortífera epidemia de gripe, en la que los guardias han de trabajar a destajo para enterrar cadáveres, contagiándose en alguna comandancia todos los hombres. Tras la declaración del presidente norteamericano Wilson a favor del derecho de autodeterminación de las nacionalidades, el ex ingeniero militar Francesc Maciá exige la libertad política de Cataluña, hasta llegar a la independencia. Los nacionalistas vascos piden otro tanto.
El rey encarga formar gobierno al conde de Romanones, que cierra las Cortes para estudiar las peticiones catalanistas. Pero toma otra decisión, que será providencial para la Guardia Civil: sustituye a Arizón por el general Juan Zubía Bassecourt. Su largo mandato (setenta y seis meses, coexistiendo con nada menos que once gobiernos) atravesará años tan difíciles como los precedentes, en los que sin dejar de enfrentar los múltiples problemas de la gestión diaria, acometerá reformas que serán determinantes para actualizar el cuerpo y reparar la erosión sufrida bajo el interminable y penoso ocaso del régimen político nacido de la Restauración. Si Ahumada fue el fundador, no pocos consideran a Zubía como el refundador de la Guardia Civil.
Nacido en Sevilla en 1855, hijo de un comisario de policía judicial, desarrolló su carrera militar en la tercera guerra carlista, en Cuba (donde mandó columnas mixtas con guardias civiles, familiarizándose con su forma de ser y actuar) y en Marruecos, donde participó en la campaña de 1911. Nada más asumir el mando, tomó conciencia de que el principal frente lo tenía en Cataluña, y en especial en Barcelona, donde sus hombres, considerados como fuerzas de ocupación, eran abiertamente increpados, y donde los anarquistas, nada disuadidos por anteriores reveses, y cada vez más conscientes de su apoyo en las masas obreras, porfiaban en proseguir la revolución con nuevos y más eficaces métodos, como los sabotajes de servicios públicos y la acción de los pistoleros, orientada a los atentados contra personas escogidas (patronos o agentes del orden) y los atracos a mano armada. La intransigente respuesta de la patronal, que lejos de contemplar la posibilidad de acceder a alguna de las justas reivindicaciones obreras, incluía la contratación de matones para practicar una suerte de contra terrorismo, no facilitaba las cosas. Y los guardias, atrapados en medio.
Pero sin descuidar las cuestiones operativas, de las que nos ocuparemos más adelante, la gran aportación de Zubía fue la profunda reorganización interna de la institución, aunque al llegar al cargo, y entrevistado por la Revista Técnica de la. Guardia Civil, declaraba: «¿Reformas? ¿Quién piensa en eso ahora? Mire usted, desde que estoy sentado frente al insigne fundador del Cuerpo y voy hojeando las sabias disposiciones que dictó, cada vez me convenzo más de que debe uno mirarse mucho antes de querer reformar nada de lo que hizo aquel señor […]. Reforma desde luego, no. Adaptarse al medio actual, marchar al compás de tiempo, sí. Pero muy despacio, meditándolo y pensándolo mucho, oyendo opiniones, informándose bien…»
Muchas cosas debían hacerse, sin embargo, y Zubía se puso a ello. Lo más destacable fue el espectacular aumento de plantilla, impostergable para un colectivo agotado por la necesidad de multiplicarse para contener la conflictividad social violenta en las ciudades y al que, por otra parte, se le demandaba desde numerosas poblaciones que ampliar; la red de puestos repartidos por el territorio. En conjunto, el incremento acordado sucesivamente por el gobierno conservador de Dato y el libera de García Prieto, fue de más de 6.000 plazas, situando los efectivos totales del cuerpo en 26.000 hombres. Buena parte de estos refuerzos, vista si eficacia en el control de motines y levantamientos, se destinó a la creación de comandancias de caballería, que en Madrid llegaron a formar un tercio propio, el primero enteramente montado. Se aumenta el numere de tercios y comandancias, que llegan en 1922 a 27 y 65 respectivamente, y el grueso del esfuerzo se traduce en el aumento de puestos, que alcanzan la cifra de 2.782. Se crea, por último, el llamado Tercio Móvil, con sede en Madrid y dos comandancias, que actúa como gran reserva para el mando para casos de necesidad, a fin de evitar la continua distorsión de las concentraciones.
Otra importante innovación fue la introducción del generalato propio de la Guardia Civil, cuestión muy discutida y a la que se oponían desde otras armas y cuerpos del ejército, alegando que la finalidad de la Guardia Civil no era la guerra. Finalmente se crearon cuatro plazas de general de brigada (una de las cuales la ocuparía el vilipendiado Narciso Portas, como secretario general del cuerpo) y una de general de división, que era además el subdirector. En escalones inferiores, y por encima del grado de sargento, se introdujo la figura del suboficial, que años después recibiría la actual denominación de brigada.
También se ocupó Zubía de la reforma de la uniformidad y armamento. Redujo el uso de la guerrera gris-verde, introducida en la reforma de uniformidad de 1911, y volvió al azul tradicional del cuerpo para la mayoría de los servicios, pero cambiando el tono originario por uno más oscuro y sufrido y adaptando las prendas a las nuevas necesidades. El 18 de abril de 1925 se implantaría definitivamente como uniforme de diario el traje de color gris-verde. En Marruecos, por excepción, los guardias civiles allí destinados vistieron uniforme del mismo color que el del ejército: de rayadillo blanco y azul en las primeras campañas y caqui a partir de 1911, aunque, eso sí, conservando el tricornio como prenda de cabeza. En cuanto al armamento, en 1921 se dotó a los guardias de pistola Star de 9 mm., en sustitución del revólver y, a partir, de 1922 del mosquetón Máuser modelo 1916 en lugar del viejo fusil de la misma marca. El gravoso esfuerzo que hasta entonces había supuesto para los guardias la adquisición y entretenimiento del uniforme vino a aliviarse con la creación del fondo de Vestuario por Real Orden de 16 de abril de 1920, que suponía 7 pesetas mensuales para la tropa de infantería y 7,50 para caballería.
Fue justamente en este capítulo, el de las retribuciones, en el que Zubía hizo el esfuerzo quizá más significativo, en tanto que suponía la dignificación y el reconocimiento de unos servidores públicos a los que se recurría muy intensamente, cuyo servicio era fatigoso y sacrificado como pocos otros, y que padecían el agravio de vivir con sueldos de otro siglo y muy inferiores a los de otros colectivos con mucha menor exigencia (como los vigilantes municipales, sin ir más lejos). Los premios de reenganche, de los que dependían para subsistir, se les pagaban con tal retraso que muchos guardias se veían obligados a vender dichos crédito a usureros por menos de la mitad de su importe. Bajo la dirección d Zubía el cuerpo tuvo dos aumentos consecutivos de retribuciones, que situaron los salarios en términos razonables, sin dejar de resultar modestos, y limaron en buena medida el abrupto diferencial que se había venido manteniendo entre guardias y mandos, como imponía la lógica para unos hombres que no eran simples soldados, sino profesionales llamados a ejercer la autoridad. A título demostrativo, en 1920 los sueldos anuales de los guardias quedaron fijados en 2.063,75 pesetas (171,97 mensuales), los de los sargentos en 2.400 (200 mensuales), los de los tenientes en 4.000 (333,33 mensuales) y los de los capitanes en 6.000 (500,00 mensuales). Contaban además guardias, cabos y sargentos con premios por constancia, que dependiendo de los años de servicio aumentaban sus haberes entre 20 y 60 pesetas mensuales. La mejora salarial no iba a hacer que nadie se apuntara a la Guardia Civil por el afán de enriquecerse, pero permitía que los guardias dejaran de ser unos pobres de solemnidad.
Justo era este reconocimiento económico para unos profesionales cuya integridad y entrega quedaban una y otra vez de manifiesto en las ocasiones más difíciles, como la que se dio en Ugíjar en 1920, tras el asesinato de los guardias civiles Cristóbal Ortega Rojas y Eduardo Guzmán Gamero, cuando conducían presos a los integrantes del clan gitano de los Tartajas, habituales del robo de caballerías. Entre ellos había varias mujeres, y una de ellas llevaba en brazos a una niña. El guardia Guzmán, al percatarse del frío que iba pasando la pequeña, desmontó y la subió a su caballo, donde la cubrió con su capote. Al coronar el puerto del Lobo, uno de los hombres aprovechó un descuido y se lanzó sobre él. El resto del clan reaccionó y acabaron con la vida de los guardias, a los que mutilaron con saña. Pocos días tardaron los compañeros de los fallecidos en capturar de nuevo a los homicidas, a quienes hubieron de proteger, y protegieron, de las iras y los intentos de linchamiento por parte de los lugareños, para depositarlos sanos y salvos en la cárcel de Granada. Ni los malogrados Ortega y Guzmán, ni sus compañeros que preservaron a los Tartajas de la venganza popular, tuvieron poeta que los cantara, pero quede aquí su recuerdo para compensar, así sea una pizca, otras visiones de la mítica rivalidad entre gitanos y beneméritos, donde, como suele suceder en toda pugna humana, ambos bandos pusieron víctimas y victimarios.
Por lo demás, el prestigio de la Guardia Civil cruzaba fronteras. Guatemala, El Salvador y Colombia pidieron y recibieron misiones de guardias, para instruir a sus fuerzas policiales. Y entre 1922 y 1927 contribuyeron a formar la Guardia Civil del Perú, que existió hasta 1988 con ese mismo nombre, y cuyo himno reconocía su deuda con la Benemérita española. Carambolas del destino: en el mismo país donde fuera ministro de Interior, cien años atrás, Facundo Infante, el providencial jefe y sostenedor del cuerpo tras la revolución de 1854.