De «La Mano Negra» al teniente Portas
En los capítulos precedentes queda concentrada, en síntesis forzosamente apretada, la azarosa historia de los tres primeros decenios de la Guardia Civil. Es de notar en ellos que coincidiendo con una abracadabrante incertidumbre institucional, con el encadenamiento de revueltas y conspiraciones, con el cambio incluso de régimen político a medio camino, y con todas las idas y venidas en el gobierno y al frente del propio cuerpo que por su singularidad y relevancia nos hemos detenido en detallar, la labor de los beneméritos no solo se desarrolló de forma eficaz y constante, sino que además se extendió a ámbitos muy sensibles, como fueron las acciones que tuvieron que afrontar en medio de las querellas políticas internas, sin que su imagen ni su estima por parte de la población saliera excesivamente malparada.
Habían actuado los guardias siempre al servicio del poder constituido, sin adoptar iniciativas propias para cambiar el curso de los acontecimientos (salvo la notoria y final excepción del coronel de la Iglesia en el golpe de Pavía) y en general (salvo alguna excepción también, como la reacción airada en la noche de San Daniel) sin ensañarse con aquellos a los que les tocaba reprimir por orden superior: usando de la fuerza con prudencia, soportando estoicamente provocaciones y, llegado el caso, actuando con la contundencia necesaria pero sin buscar el encarnizamiento con los ciudadanos rebeldes. La inspiración ahumadiana de tal proceder resulta evidente con solo releer los artículos de su Cartilla que quedaron transcritos páginas atrás. Todo ello, junto a su labor sobresaliente en el mantenimiento de la seguridad interior y en el servicio al pueblo con ocasión de calamidades y catástrofes, les había permitido atravesar los años de la monarquía isabelina, la revolución y la república, sin concitar más aversiones de las inevitables, gozando del respeto general (incluidos muchos de sus adversarios) y alcanzando una consolidación institucional notable.
En efecto, cuando Alfonso XII ocupa el trono, la Guardia Civil se halla firmemente asentada en sus funciones. Todavía tendrá que distraer algunos esfuerzos para hacer frente a la no del todo sofocada revuelta carlista, pero este asunto, prioridad del joven monarca, que apenas pone el pie en el país se desplaza al frente del Norte para revistar y arengar a las tropas que allí combaten, queda cerrado poco tiempo después. Lo logra una combinación de éxitos militares (primeramente en la zona de Vizcaya y luego en los focos resistentes de Aragón y Cataluña) con hábiles sobornos y componendas, que culminan con la sumisión a Alfonso XII del veterano carlista Ramón Cabrera, a cambio de un generoso indulto, poniendo así fin a su larguísima trayectoria como insurgente. Su deserción viene a compensar sobradamente otra, significativa para la Guardia Civil, por excepcional: la del coronel Freixas, jefe del tercer Tercio, que en julio de 1873 abandonó el cuartel de la Rambla al frente de sus guardias y en el llano del Llobregat, a la altura de Sant Boi, les comunicó su intención de ponerse al servicio de Carlos VII, única alternativa monárquica a la descompuesta república. No sobra indicar que al final, de 150 hombres, siguieron a Freixas solo 26 guardias y varios oficiales. Los demás volvieron a Barcelona, donde fueron aclamados por el pueblo por su lealtad republicana.
La liquidación del ensueño carlista llegará finalmente en 1876. A finales de 1875, aniquilada ya la insurrección en Cataluña y Aragón, se hizo un llamamiento general a filas, que incluyó la concentración total de la Guardia Civil. Se formó un contingente de 150.000 hombres, dividido en dos cuerpos de ejército, uno para reducir las provincias vascongadas, al mando del general Quesada, y el otro dirigido por Martínez Campos, para reconquistar Navarra. El 19 de febrero de 1876, las tropas gubernamentales, al mando del general Primo de Rivera, entran en Estella. El 24 de febrero, Carlos VII abandona San Sebastián. Cruza la frontera por Valcarlos, pronunciando en el acto un tan histórico como incumplido «Volveré». El 20 de marzo, Alfonso XII regresa a Madrid, donde es triunfalmente recibido por la población. Un pequeño lunar empaña el día: al cruzar la Puerta del Sol, el anarquista tarraconense Juan Oliva le dispara con una pistola, fallando el blanco. El frustrado magnicida será detenido, juzgado y ejecutado, pero el incidente, en el momento liminar de la pax alfonsína, es todo un presagio.
En junio de 1876 se aprueba una nueva Constitución, que declara la soberanía compartida entre el rey y las Cortes (bicamerales, como las actuales, con Senado y Congreso de los Diputados), pero reservándole al monarca la potestad de disolver las cámaras, vetar leyes y nombrar al gobierno. Del derecho a voto no dice nada, para eludir de entrada un sufragio universal que se implantará por vía legislativa en 1890 (y por descontado, solo para los varones). Con este instrumento y el poder que logra reunir el inspirador de la ley fundamental, Cánovas del Castillo, más el prestigio de la Corona bajo la que se ha eliminado toda la resistencia interior, se abre un periodo de inédita estabilidad política, que vendrá a robustecerse con la integración en el régimen de una parte de sus disidentes, bajo el paraguas del partido liberal de Práxedes Mateo Sagasta, y el establecimiento de un sistema de alternancia con los conservadores de Cánovas. Todo parece pues favorable, no solo para el progreso y la paz del país, sino también para que la Guardia Civil, dedicada plenamente a sus tareas civiles, termine de cuajar y perfeccionar su papel en el seno de la sociedad española.
Las razones por las que el régimen canovista no logrará esto, sino más bien todo lo contrario, hay que buscarlas en las dos carcomas con las que se inaugura el edificio de la monarquía alfonsina, imperceptibles a primera vista bajo el lustre de sus laureles militares y la elocuencia y habilidad de sus experimentados jefes políticos, pero intensa y profundamente infiltradas en su estructura: por un lado, la precaria situación en lo que le queda a España de su viejo e inmenso imperio colonial; y por otro, el arraigo, en importantes y crecientes sectores de la población, de un impulso de insumisión y rebeldía social exacerbado por tres décadas de revoluciones fallidas, en las que los ciudadanos han acudido una y otra vez a las barricadas para no sacar otra cosa que sangre y palos y contribuir al medro de jerifaltes y caciques cuyos herederos ahora se reparten cómodamente el pastel.
En las colonias, en efecto, la situación se hallaba ya muy deteriorada. El alcance de esta obra impide examinar la cuestión en profundidad, pero tanto en Cuba, desde el grito de Yara lanzado en 1868 por el abogado y terrateniente masón Manuel Céspedes, que reuniría a la voz de «¡Viva Cuba Libre!» a cerca de 8.000 sediciosos, como en Filipinas, donde el médico mestizo José Rizal, educado en España, intentaba sin éxito una vía de entendimiento con la metrópoli (respetando a los habitantes originarios de las islas y limitando los insoportables privilegios de las órdenes religiosas, gestoras despóticas de sus recursos), los acontecimientos, con el oportuno aliento e interesado concurso de la potencia emergente de los Estados Unidos de América, se precipitaban hacia el desastre. Por cierto que en ambos territorios hubo Guardia Civil. Tanto en Cuba como en Filipinas el cuerpo prestó un servicio esencial para la seguridad interior, dificultado por las características climatológicas y geográficas de ambas colonias, y también le tocaría, como en la Península, llegado el momento de la insurrección, hacer frente a los rebeldes. En esa labor se distinguió con su habitual firmeza y entrega, y es de destacar la abnegación que mostraron los miembros de la Guardia Civil Indígena de Filipinas, formada a partir del Tercio en comisión creado en Luzón en marzo de 1868 y el regimiento indígena de infantería número 5. Los guardias civiles filipinos probarían sus cualidades en la expedición de febrero de 1876 contra los rebeldes musulmanes de Joló, que consiguieron tomar, desalojando al sultán, tras un exitoso desembarco en Zamboanga. Otro hecho de llamativo heroísmo fue el debido a los guardias indígenas Domingo Pablo Sebastián, Cándido Sánchez Alana y Germán Galafón Domingo, integrantes del puesto de Pangil, que el 14 de septiembre de 1885 hicieron frente a medio centenar de hombres armados y lograron repelerlos, resultando los tres heridos y causando siete muertos a los atacantes.
En cuanto al frente interior, la proclamación de la monarquía, con ser bien recibida por muchos, no había ni mucho menos extirpado el sentimiento republicano español. Durante el sexenio revolucionario, este sentimiento se había desarrollado y plasmado no solo en la república unitaria vigente como forma de gobierno constitucional durante el año 1873, sino también en los experimentos federales y cantonales, que aun frustrados, subversivos y en buena medida de infausta memoria, por los atropellos cometidos por los elementos más fanatizados, no dejaron de suponer para muchos españoles la encarnación romántica de una legítima y siempre burlada aspiración de justicia social. Aspiración esta cuya pertinencia se vería reforzada por el incipiente desarrollo económico y la industrialización del país, gestionada con mano de hierro por los poderosos y en perjuicio notorio y con frecuencia abusivo de las clases populares, que alimentaron con su sudor el enriquecimiento de una minoría poco dispuesta a compartir los réditos del progreso. Entre los republicanos desairados, y el movimiento obrero que inexorablemente se extendía por el país, el régimen canovista encaraba un desafío digno de tenerse en cuenta. Pero, confiado en su fuerza, resolvió afrontarlo de una manera arrogante e intransigente, lo que no hizo sino agravar la brecha social española y preparar un siglo XX lleno de infortunios para la nación. Y su instrumento preferido fue la Guardia Civil, que no se sustraería a los desperfectos que esa estrategia de dura represión traía aparejados.
Los residuos del republicanismo derrotado logró el régimen extinguirlos con relativa rapidez. Ya el 4 de febrero de 1875 Cánovas expulsa del país a Ruiz Zorrilla, el dirigente republicano más destacado. Desde el exilio este alienta la sublevación, que se materializa en el alzamiento del comandante Villarino en Navalmoral de la Mata, el 2 de agosto de 1878, al grito de «¡Viva la República y abajo los consumos!». La intentona, más bien folclórica, es prontamente sofocada por los guardias civiles, pero Ruiz Zorrilla no descansa y logra adherir a su causa a un cierto número de jefes militares, lo que lleva a la proclamación de la República en Badajoz el 5 de agosto de 1883 por el teniente coronel de caballería Serafín Asensio Vega. Le siguen Santo Domingo de la Calzada y la Seu d'Urgell, pero la enérgica reacción gubernamental desactiva pronto la sublevación y sus cabecillas huyen a Portugal y Francia. Tras la intentona, se restablecieron las garantías constitucionales, que habían quedado suspendidas, pero se dictaron nada menos que 173 condenas de muerte. El episodio le costó temporalmente el poder a Cánovas, sustituido por Posada Herrera (con Sagasta en la presidencia del Congreso), pero en enero de 1884 el rey repuso al conservador al frente del gabinete, desde donde vivirá una última intentona desesperada, la del capitán de Carabineros Higinio Mangado, en abril de ese mismo año. Mangado, a quien seguían carabineros que con él habían pasado a Francia, fue frenado en seco por sus propios compañeros de cuerpo en el puesto de Valcarlos, por donde pretendía entrar en el país. En la refriega cayeron Mangado y siete de sus hombres, y el resto sufrió los rigores de la justicia gubernamental.
Habiendo aplastado de forma tan expeditiva a los republicanos, podía creerse Cánovas en condiciones de reducir a cualquier enemigo interior. Pero a cada poder le surge el oponente apropiado a su naturaleza, y el que iba a convertirse en la pesadilla del régimen era el anarquismo, tanto rural como urbano. Sobre el peculiar éxito en España de la ideología anarquista, derrotada a escala continental por la versión marxista del movimiento obrero, mucho se ha escrito y no es este el lugar de ahondar en ello. Pero sin duda pesaron, en las simpatías que el ideario ácrata y sus métodos recibieron entre los españoles, una historia llena de indisciplina, tanto social como institucional, donde no solo el pueblo tendía con facilidad a la desobediencia y el desorden, sino que los próceres cambiaban con soltura de los despachos ministeriales a los escondrijos y disfraces propios del proscrito, y viceversa. Los españoles, que habían desalojado a Napoleón con el invento de la guerrilla, y que vivían en un país de dudosa vertebración en muchos aspectos, abrazaron con entusiasmo el método anarquista, basado en la clandestinidad, el caos y la contundente propaganda por el hecho, como el ideal para erosionar el poder que las clases dominantes habían establecido sobre la sociedad por mediación del potente Estado salido de la Restauración. Y el Estado, para salir al paso de esta amenaza, emplearía sin titubear su mejor ariete: la Guardia Civil.
Es momento de indicar que la monarquía alfonsina se comportó con el cuerpo de una manera contradictoria. Por un lado aumentó su plantilla en una medida limitada, hasta los 16.000 hombres, y no fue demasiado generosa ni con los haberes de los guardias (claramente desfasados), ni con sus pensiones (que los abocaban a la indigencia) ni con la dotación presupuestaria, que llegó a resultar insuficiente para comprar, caballos dignos del servicio. Pero por otro le encomendó importantes responsabilidades y le otorgó trascendentales funciones, además de dotarla de considerable autoridad. En particular, destaca la condición de «centinelas permanentes» que por ley se otorgó a los guardias civiles, lo que suponía que cualquier atentado contra estos era objeto del más severo castigo. En congruencia con ello, se estableció un nuevo régimen de acceso y selección que continuaba con el elitismo iniciado con Ahumada, al añadir a la necesidad de saber leer y escribir (en un país que seguía siendo muy mayoritariamente analfabeto) el dominio de las cuatro reglas (algo entonces muy raro entre los españoles) y mantener la exigencia de una estatura mínima nada desdeñable para la época (1,677 metros para infantería y 1,690 para caballería), amén de la previa e irreprochable experiencia militar, de la que solo se eximía «por su especialidad y dialecto» a los aspirantes de las provincias vascongadas. Una vez incorporados los guardias, se sometían a la formación profesional continuada en el propio puesto, cuyo comandante les pasaba una hora diaria de academia, con un periodo más intenso para los nuevos, de entre seis meses y un año, en el que prestaban servicio acompañando al comandante o a un guardia de primera clase. El sistema, complementado con un control continuo del nivel de los guardias, dio buenos resultados. Se creó además el Colegio de Oficiales de Getafe, radicado en el antiguo Hospitalillo de San José de esa localidad madrileña, para nutrir la oficialidad de base de la Guardia Civil con candidatos extraídos entre sargentos de todas las armas (dos de cada tres) y del propio cuerpo (el tercio restante). Siendo buena la idea, los modestos medios del Colegio, y la discriminación a favor de los de fuera y en perjuicio de los de la propia Benemérita, que eran los más experimentados en su servicio peculiar, contribuyeron a que no tuviera demasiado éxito. Tras formar a varias promociones de segundos tenientes, poco apreciados por los suyos, acabó cerrando en 1903.
Por otra parte, también se reforzó la importancia militar de los guardias civiles, al ser tenidos en cuenta por la ley que regulaba el ejército como un cuerpo más de este, con autonomía para desarrollar sus funciones civiles en tiempo de paz. Se ponían bajo el mando militar al declararse el estado de guerra, conforme prevenía la Ley de Orden Público. Por esta vía se integró la Guardia Civil, como un cuerpo militar más, y especialmente escogido, en las campañas contra los carlistas, donde muchas unidades militares ordinarias fueron encuadradas por guardias civiles, esto es, siendo los guardias los cuadros de dichas unidades para asegurar su cohesión y disciplina. Además, en la ruralizada sociedad española de la época (más del 70 por ciento de la población vivía fuera de las zonas urbanas), le tocaba a la Guardia Civil, responsable única del control de las áreas rurales, velar por la seguridad de la mayoría de los ciudadanos. Pero también en las ciudades tuvieron que seguir dando el callo los guardias. El proyecto de Cuerpo de Orden Público, embrión de la futura policía civil, que Sagasta bosquejara en 1870, como ministro de Amadeo I, no se llevó a efecto más que en escasa medida y en la ciudad de Madrid, por lo que en el resto de grandes ciudades, con la obligación de atender a una conflictividad social creciente que eso implicaba, la responsabilidad seguía siendo de la Guardia Civil. Incluso en la capital, dado el empaque insuficiente del Cuerpo de Orden Público, el 14° Tercio continuó constituyendo el auxiliar decisivo para mantener el orden.
Así lo evidenciaron las algaradas de noviembre de 1884 (la llamada noche de Santa Isabel, tras la clausura de la universidad por el autoritario gobernador civil y conspicuo canovista Raimundo Fernández Villaverde) y julio de 1885 (cuando el mencionado e impopular gobernador fue abucheado al acudir junto al gobierno a recibir al rey en la estación de Atocha). En la primera ocasión los guardias civiles ocuparon la universidad, y en la segunda, después de recibir disparos (o eso
se alegó) cargaron contra la multitud, causando un muerto y seis heridos Dos acciones que no contribuyeron precisamente a su popularidad aunque por aquellos mismos días se multiplicaran los esfuerzos beneméritos en auxilio de la población, durante los graves terremotos de Granada y Málaga en la Nochebuena de 1884 o la nueva epidemia de cólera que en la primavera y el verano de 1885 asoló el país.
Pero regresemos a los anarquistas. Su primer aldabonazo serio lo dieron en el campo andaluz, a través de la peculiar sociedad secreta conocida como La Mano Negra. Hacia el año 1878, se puso de manifiesto que la estadística criminal se había disparado en la provincia de Cádiz, y más en particular en la comarca jerezana: a los robos y actos de violencia contra las personas, se sumaban los actos vandálicos, como incendios, destrozos de viñas y otros cultivos. Pronto llegaron los asesinatos, y en las paredes blancas de los cortijos empezaron a aparecer unas manos negras (dibujadas con carbón, recorriendo el contorno de la propia mano apoyada). El movimiento, arraigado en Andalucía gracias a las desigualdades ancestrales en la propiedad de las tierras y en el disfrute de la riqueza, tenía, como su propia iconografía, inspiración internacional: otras Manos Negras actuaron en Francia contra la restauración borbónica, en Italia y en Nueva York. La clave era la ley del silencio que imponían a sus miembros, en la que cifraban, al estilo mañoso, todo su poder. Pero hacia 1883, los periódicos empezaron a informar con cierto sensacionalismo de la hermética organización criminal, lo que hizo cundir el pánico entre la población y engordar rápidamente su leyenda. Aparte de los crímenes propios, se les adjudicaban los cometidos por partidas de bandoleros comunes.
Fue la Guardia Civil, como ya se habrá imaginado el lector, la encargada de desvelar el misterio y neutralizar la amenaza. A su frente se hallaba por aquel entonces el teniente general sexagenario Tomás García Cervino, que había relevado poco antes a Fernando Colomer, marqués de la Cenia, quien había dirigido el cuerpo con pulso firme y talante austero durante los siete primeros años del reinado de Alfonso XII. Hijo de labrador y curtido soldado, Cervino se mostró buen conocedor del medio rural y como gestor, poco proclive a las innovaciones, refiriéndose siempre a Ahumada como «genio organizador». La manera en que los guardias entonces a sus órdenes dieron en desvelar el secreto de La Mano Negra no está exento de ribetes rocambolescos. El primer hilo para tirar de la madeja lo puso sobre la mesa el capitán excedente del cuerpo (y jefe de los guardias rurales de Jerez) Tomás Pérez Montforte, al encontrar, supuestamente, un cuaderno que contenía el reglamento de la sociedad secreta. Según otras versiones, este Pérez Montforte fue acusado por algún campesino de inducirle a quemar cosechas, por lo que bien pudiera estar dentro de la organización y, arrepentido o resentido, decidió tirar de la manta. El cuaderno, con un significativo preámbulo, contenía un reglamento de nueve artículos que describía el funcionamiento de la organización.
Decía el preámbulo: «Considerando que todo cuanto existe y aprovecha para el bienestar y goces de los hombres ha sido creado por la fecunda actividad de los trabajadores. Que por efecto de la absurda y criminal organización de la sociedad presente los trabajadores lo producen todo y los ricos y holgazanes se lo quedan entre sus uñas. Que por esa causa ellos aseguran el imperio eterno sobre los pobres, dentro de cualquier forma de Gobierno que sea […] Que la propiedad adquirida por la renta o el interés es de las que deben considerarse como mal adquiridas, por no haber otra que la directamente adquirida con el trabajo productivo […] Por estas razones y en vista de que todas las leyes están hechas en provecho de sus privilegios y en contra de nuestros derechos: declaramos a los ricos fuera del derecho de gentes y declaramos que para combatirlos como se merecen y es necesario, aceptamos todos los medios que conduzcan al fin, incluso el hierro, el fuego y aunque sea la calumnia. Declaramos querer ser vengadores de nuestros hermanos y para este objeto, y aclarar el gran día de la revolución popular, se fundó en España esta asociación que trabajará de acuerdo con las del mismo carácter y tendencias de todos los países». En el articulado se establecían las reglas de sigilo que debían observar sus miembros para garantizar el carácter secreto de la organización, que incluían la obligación de mantener un oficio fuera de sospecha, así como el castigo para quienes contravinieran ese sigilo: suspensión o «muerte violenta» según la gravedad del desliz. También se pagaba con la muerte, instantánea, la deserción de la que sus fundadores definían como «una grande y formidable maquinaria de guerra», o la desobediencia de las órdenes que emanaban del llamado «Tribunal Popular», formado por diez individuos de la organización. Su constitución, según expresaba su reglamento (que también lo tenía) venía motivada por la necesidad de castigar los crímenes de la burguesía en tanto llegara la revolución social, y mientras la Asociación Internacional de Trabajadores permanecía en la clandestinidad a la que la habían arrojado los gobiernos burgueses al ponerla fuera de la ley. Según este reglamento serán los miembros del tribunal los que decidan a quién ha de represaliarse y cómo, y cada uno «inventará todos los medios de pegar fuego, de asesinar, de envenenar y, en fin, todos los medios de hacer daño». También se solía aleccionar al responsable de ejecutar la acción sobre lo que debía declarar caso de ser apresado.
Entre agosto y diciembre de 1882, La Mano Negra ordena una cadena de asesinatos que desatan el terror, entre los que destacan el cometido en la venta de Trebujena (Jerez) y el cortijo del Algarrobillo (La Parrilla). La gente abandona los cortijos y los campos y la prensa urge al gobierno a actuar. El director general de la Guardia Civil, Cervino, comisiona al capitán José Oliver Vidal, del 14° Tercio con guarnición en Madrid, que acude a Cádiz al frente de su compañía a mediados de diciembre de 1882. Veterano de Marruecos y de la tercera guerra carlista, en la que mandó una columna que operó en Daroca y Gandesa y alcanzó el grado de coronel del ejército, Oliver entra en contacto con Montforte y los jefes de las líneas de Arcos y Sanlúcar de Barrameda y organiza a sus hombres para vigilar y analizar todos los movimientos en los alrededores de los puntos donde se han producido los hechos. Fruto de esa vigilancia es la captura de cinco «manos negras» cuando estaban reunidos para preparar el «encargo» de un vecino al que había que asesinar por no haberse avenido a entregar tres mil reales a cambio de no incendiarle su finca. También se descubrió que tres vecinos de Villamanín, asesinados en el verano de 1882, lo habían sido por no guardar el secreto de la organización.
Tras las primeras detenciones, La Mano Negra reacciona para hacer patente su fuerza, pero solo consigue que sus activistas, perseguidos en caliente, sean rápidamente detenidos por los guardias. Viéndose derrotados, llegan a atentar contra Oliver, que se había ganado los sobrenombres de Contra-mano y Mano-dura, pero pronto empiezan las delaciones en cadena y hacia mediados de 1883 unos dos mil «manos negras» atestan las prisiones de Cádiz y Jerez y varios edificios suplementarios habilitados como cárceles de circunstancias. Los presos pertenecen en su gran mayoría a la FTRE (Federación de Trabajadores de la Región Española), la sección española de la Internacional Anarquista, cuyo principal ideólogo es el tipógrafo Anselmo Lorenzo, y que cuenta en Andalucía con 40.000 afiliados y con 13.000 en Cataluña. Según los críticos del régimen, este es el único crimen de muchos de ellos, y las pruebas en su contra, simples fabricaciones. Los medios afines a los anarquistas proclaman que todo es un burdo montaje a partir de unos asesinatos producidos por rencores personales.
La presión de la prensa internacional, que ante las abultadas cifras de detenidos habla del restablecimiento en España de la Inquisición, lleva al gobierno, que a la sazón encabeza Sagasta, a indultar a cuatrocientos detenidos. El antiguo oficial de milicias, y por tanto viejo rival de los guardias, había puesto en ellos una vez más su confianza (como ya lo hiciera en su paso por el ministerio de la Gobernación durante el sexenio revolucionario) y les había otorgado toda la autoridad necesaria para acabar con el problema. Pero una vez restablecido el orden y neutralizada la amenaza, debía contentar a los suyos.
Oliver fue esclareciendo uno por uno los asesinatos. Especial atractivo para la prensa tuvo la detención de Isabel Luna, joven activista de 23 años, o la de Manuel Gago, Monteagudo, imputado como asesino por la espalda de su primo Bartolomé Gago, el Blanco de Benacoaz, en La Parrilla. Según la investigación, el Blanco era miembro de la organización, así como los propietarios para los que trabajaba, los hermanos Corbacho, y estos, temiendo que fuera a delatarlos, organizaron el crimen, que ejecutaron los «manos negras» de La Parrilla, entre ellos el Monteagudo. El largo proceso, visto ante la Audiencia Provincial, terminó con seis penas de muerte, que fueron cumplidas, otras ocho de diecisiete años y cuatro meses y dos absoluciones. El anarquismo español registraría el hecho en su larga lista de agravios, y a los ejecutados en su censo de mártires. Oliver, por su parte, sería recordado por los suyos como uno de sus más competentes oficiales, prosiguiendo su carrera como jefe del Cuerpo de Orden Público en Madrid.
El 25 de noviembre de 1886 Alfonso XII muere en el palacio de El Pardo, como consecuencia de la tuberculosis que padecía desde hacía tiempo. Tras la muerte de su primera mujer, María de las Mercedes, se ha casado con María Cristina de Habsburgo, archiduquesa de Austria, quien en el momento de la muerte del rey está embarazada de su primer hijo, el futuro Alfonso XIII. Según los historiadores oficiales, el rey expiró exclamando «¡Qué conflicto, qué conflicto!», lo que vendría a condensar su angustia ante la situación en que dejaba al país y a su reina, en un momento en el que se mascaba el malestar larvado bajo la aparentemente eficaz alternancia entre los dos grandes partidos. A decir de los maliciosos, sus últimas palabras fueron algo más ásperas: «Cristinita, guarda el cono y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas». El hecho cierto es que, convertida en regente, se atendría a esa pauta. Tras la muerte del rey, Sagasta cede el gobierno a Cánovas. El 17 de mayo de 1886 nace, ya como rey, Alfonso XIII.
Entre 1886 y 1889, aprovechando la incertidumbre que representa tener a un bebé en el trono, hay amagos de reacciones tanto desde el carlismo como desde el republicanismo, pero no llegan muy lejos. El verdadero enemigo del régimen, que en un exceso de optimismo creen sus dirigentes haber aniquilado con el desmantelamiento de La Mano Negra, es el anarquismo, presto a resurgir justo en la otra esquina de la península: Cataluña. Es un grupo escindido de la FTRE de Anselmo Lorenzo, el denominado Pacto de Unión y Solidaridad, el que va a dar el paso decidido hacia el terrorismo, con letal eficacia.
Ha llegado el momento de las bombas Orsini, así llamadas por Felice Orsini, el nacionalista italiano que lanzó una al paso de Napoleón III en 1858. Estas bombas, que detonaban por contacto, merced a un dispositivo de fulminato de mercurio, aterrizaron en España de la mano de los anarquistas italianos que también trajeron la Idea a la península (desde la llegada, en 1868, del activista Fanelli, que entró en contacto con Anselmo Lorenzo para lanzar el movimiento ácrata español). La ofensiva se inicia hacia 1889, con Sagasta de nuevo al frente del gobierno, y mandando la Guardia Civil el teniente general Tomás O'Ryan, uno de los más ilustrados y cosmopolitas jefes que conocería el Cuerpo, que hablaba con soltura cuatro idiomas y había estado como observador en Austria y en la Guerra de Crimea. Merced a una reorganización del ministerio de la Guerra en agosto de 1889 (por la que, entre otros cambios, brigadieres y mariscales asumieron su denominación actual de generales de brigada y división), su cargo volvía a ser el de inspector general que ostentara en su día el fundador.
En enero de 1889 una bomba Orsini estalla en el comercio Batlló de Barcelona matando a un dependiente. En febrero de 1890 hay otra bomba en la calle de Ausiás March, y el 2 de mayo estallan varios artefactos más. La Guardia Civil, que ha montado un dispositivo para vigilar la celebración del 1 de mayo, detiene a numerosas personas. En julio de 1890 llega al poder Cánovas, con intención de mantener el orden público a toda costa. El país ya no es el mismo, ni la política tampoco, entre otras cosas por la reciente aprobación del sufragio universal bajo la administración de Sagasta, pero el prócer malagueño no se da por aludido. Nombra a dos «duros»: Francisco Silvela en Gobernación, y Fernández Villaverde en Gracia y Justicia. O'Ryan cesa al frente de la Benemérita y lo sustituye el joven teniente general Luis Daban, de tan solo 48 años, que morirá poco después. A este lo sigue Romualdo Palacio, también malagueño como Cánovas, veterano de la tercera guerra carlista y con fama de hombre duro por su gestión como capitán general de Puerto Rico, de donde fue cesado por Sagasta en 1887 por sus excesos contra los independentistas. Será el encargado de hacer frente a la ofensiva anarquista, que se recrudece después de la crisis de finales de 1891 en el gabinete de Cánovas, provocada por el choque entre Silvela, que respalda la detención por parte de la Guardia Civil de la duquesa de Castro-Enríquez, a raíz de una denuncia de malos tratos a una sirvienta, y el grueso del partido canovista, que la reprueba. De la crisis sale como nuevo ministro de Gobernación Fernández Villaverde. A comienzos de 1892 hay unas algaradas anarquistas en Jerez que culminan con el degollamiento con una hoz de un joven apellidado Palomino, escribiente de profesión, a manos de un exaltado conocido como el Lebrijano. La carga posterior de la Guardia Civil deja tres muertos, se practican decenas de detenciones y en los juicios posteriores se dictan cuatro sentencias de muerte. El gobierno, inclemente, ejecuta a garrote vil a los cuatro reos, incluido el Lebrijano.
El mismo día de las ejecuciones, dos bombas Orsini estallan en la sede de la patronal en Barcelona. Otra bomba explota en la Plaza Real, matando a un mendigo. La Guardia Civil y la policía judicial practican en los días siguientes varias detenciones. Entre los apresados se encuentran tres anarquistas italianos. Los hechos causan tal conmoción, y es tal la escalada de acciones y de detenciones de activistas prestos a atentar, que acaba precipitando la caída del gobierno de Cánovas. El 7 de diciembre de 1892 el presidente dimite y lo reemplaza Sagasta, a quien le va a tocar bregar con la peor parte del conflicto. Demostrando su capacidad de olvidar pasados roces, Sagasta, a través de su ministro de Gobernación, Venancio González, mantiene en la Inspección General de la Guardia Civil al «duro» Romualdo Palacio.
El 24 de julio de 1893 marca el punto de inflexión en los acontecimientos. El capitán general Arsenio Martínez Campos se dispone a pasar revista a las tropas en la Gran Vía de Barcelona. En ese momento, el anarquista barcelonés Paulino Pallas arroja dos bombas Orsini a los pies de su caballo, que cae destrozado por la metralla. Varios oficiales quedan heridos, entre ellos el propio general, algunos paisanos resultan afectados también Por la explosión (entre ellos una joven a la que se le amputa la pierna) y muere el guardia civil Jaime Tous. Pallas es capturado por los guardias y policías que salen en su persecución. Juzgado en consejo de guerra, se lo fusila el 6 de diciembre en los fosos de Montjuíc. Antes de recibir la descarga grita: «¡ Seré vengado!»
Y vaya si lo fue. El 7 de noviembre de 1893, mientras se representaba en el Teatre del Liceu el segundo acto de la ópera Guillermo Tell, una bomba Orsini lanzada desde el cuarto piso hacía explosión entre las filas 13 y 14 del patio de butacas. La sala quedó a oscuras, cundió el pánico y se produjo una avalancha hacia la salida. En total, veinte muertos y cien heridos. La laboriosa investigación que siguió fue conducida por el joven teniente de la Guardia Civil Narciso Portas (nacido en La Habana en 1870, e incorporado al cuerpo en la isla caribeña) por aquel entonces jefe de la línea de Gracia. Sus pesquisas lo llevaron a al descubrimiento de un depósito de explosivos en Vilanova i la Geltrú y otro en una cueva al pie de Montjuíc. El hallazgo de los artefactos permitió reconstruir cómo habían sido fabricados, ayudó a conectar la organización clandestina con los atentados anteriores y finalmente desembocó en la detención de más de cien personas. El 21 de abril de 1894 morían ejecutados siete anarquistas en los fosos de Montjuíc, y el
27 de julio se abría el consejo de guerra por el atentado del Liceu. Su cerebro, Santiago Salvador Franch, se sentaba en el banquillo, tras reponerse del tiro que se pegara en un costado cuando dos guardias civiles irrumpieron para detenerlo en su escondite de Zaragoza. Según la versión policial, claro. Para sus correligionarios, no se trataba sino de un caso más de extralimitación de los agentes del orden. Durante todo el proceso, Salvador se comportó de forma sumisa (incluso trabó amistad con el capellán de la cárcel, pidiéndole las obras de Balmes) y llegó a implorar clemencia enviando fotos en las que aparecía con su hija a personas influyentes. Todo fue en vano. Condenado a la pena capital, en el momento de su ejecución gritó: «¡Viva la anarquía!»
A esas alturas, era evidente que el terrorismo anarquista barcelonés era un fenómeno bien organizado y con conexiones internacionales. El gobierno liberal promulgó una ley antiterrorista, de la que fue ponente José Canalejas, y que los conservadores consideraron excesivamente blanda. El descontento en el estamento militar, por la inseguridad y por la política de recortes presupuestarios de los liberales en relación con el ejército colonial, provocó la caída de Sagasta. En marzo de 1895, Cánovas volvía a la presidencia. Justo a tiempo de encontrarse con el que sería el más salvaje atentado de los anarquistas en Barcelona, la bomba arrojada al paso de la procesión del Corpus Christi por la calle de Cambios Nuevos (o Canvis Nous), que causó doce muertos y cien heridos, todos paisanos de extracción humilde que presenciaban el acto religioso. La reacción gubernamental fue inmediata, y el teniente Portas, por su acreditada eficacia, tomó las riendas de una investigación que en dos meses había llevado a la cárcel a doscientas personas, muchas de ellas inocentes. Mediante interminables y ásperos interrogatorios, se llegó a establecer quiénes debían quedar en libertad y quiénes estaban tras el atentado. Su principal responsable resultó ser el italiano Ascheri, autor material, que había asumido la acción ante los titubeos de sus compañeros Nogués y Burleta, y el fabricante de la bomba, el cerrajero Alsina. Los cuatro fueron ejecutados.
El éxito de los métodos de Portas le valió ser nombrado en septiembre de 1896 jefe de la sección especial de policía judicial encargada de lidiar con el terrorismo anarquista, en la que se integraron guardias civiles (entre ellos otro teniente, Canales) y los inspectores Plantada y Teixidó. La unidad especial se hizo pronto famosa por su efectividad y sus tácticas resolutivas. Los periodistas sensacionalistas hablaban de toda clase de torturas, arrancamiento de uñas incluido. Uno de los más incisivos era Alejandro Lerroux, dirigente del partido republicano. Sea como fuere, a Portas se le encomendó una misión, que además tenía detrás una creciente sensibilización popular, desde que el activismo ácrata había dado el comprometido paso de cometer atentados indiscriminados. Y Portas, como buen benemérito, la cumplió.
Para el verano de 1897, el terrorismo anarquista estaba bajo control. O eso parecía. El 8 de agosto, el anarquista italiano Angiolillo asesinaba a Antonio Cánovas mientras descansaba en el balneario de Santa Águeda, en Guipúzcoa. La Idea había consumado su desquite.