De la «Gloriosa» a la Restauración
En el manifiesto redactado por Castelar el 15 de abril de 1865 se proclamaba la voluntad de instaurar la libertad de prensa, la unidad legislativa y el sufragio universal. Es momento de aclarar que hasta ese momento en las elecciones españolas no votaban todos, sino solo los varones con rentas suficientes, siguiendo el cínico criterio expuesto en su día por Joseph de Maistre, según el cual solo aquellos que se encontraban exentos de la necesidad de trabajar poseían el despejo suficiente para meditar juiciosamente acerca de los problemas de la cosa pública. El camino por el que el programa castelarista llegaría a llevarse a efecto, a pesar del comprensible entusiasmo popular, sería largo y azaroso, con varios intentos fallidos y el protagonismo casi absoluto de un carismático y audaz jefe militar que ya ha asomado varias veces a estas páginas: Juan Prim y Prats. De uno u otro modo, Prim estuvo detrás de todas las intentonas revolucionarias que culminaron en septiembre de 1868 con la llamada revolución Gloriosa o Septembrina, que enviaría al exilio a la ya amortizada y finalmente nefasta soberana Isabel II.
Tras la noche de San Daniel, que en lo que a la Guardia Civil respecta vino a suponer un nuevo episodio de distanciamiento abrupto con la población, O'Donnell reclama el gobierno. Narváez dimite y la reina vuelve a confiar una vez más en su otro general de cabecera, quien a su vez cesa a Vistahermosa al frente de la Guardia Civil y lo sustituye por el ya septuagenario Hoyos, que apenas aguanta un semestre en el cargo. El 28 de diciembre de 1865 lo releva el mariscal Serrano Bedoya, cuya gestión sería decisiva en la definición de la actuación del cuerpo durante el llamado sexenio revolucionario. El nuevo director general, que había probado sus primeras armas contra los carlistas, había visto cómo Narváez le negaba los ascensos concedidos por Espartero, de quien era seguidor. El desaire lo aproximó al bando de O'Donnell, que lo promovió a diversos puestos de alta responsabilidad, entre ellos la capitanía general de Madrid. Pero también lo unía una estrecha amistad con Juan Prim, el general que a la sazón conspiraba para derrocar al gobierno que había nombrado a Serrano Bedoya…
A un primer pronunciamiento fallido en Villarejo de Salvanés en enero de 1866 le sucede la llamada Sargentada de San Gil en junio de ese mismo año, alentada por Prim desde el exilio y dirigida sobre el terreno por el general Blas Pierrad. Aunque en esta última intentona, y gracias a la implicación de sus sargentos (de ahí el nombre) se logró sublevar a varios regimientos en Madrid, la firmeza de las fuerzas leales al gobierno, entre ellas el Tercio de Madrid, desmontó el golpe. Entre los guardias destacó el ya teniente coronel Teodoro Camino (el belicoso combatiente de Uad-Ras), que repitió al frente de sus guardias a caballo la faena que hiciera contra los jinetes marroquíes, pero esta vez cargando contra los artilleros rebeldes emplazados en la calle Preciados, a los que redujo sin problemas. Al jefe del primer Tercio, el coronel Carnicero (ironías de la onomástica) le tocó expugnar la muy bien defendida barricada de la calle de la Luna, donde dejaron la vida un comandante y diez guardias. A la asonada siguieron consejos de guerra sumarísimos, que concluyeron en la condena a muerte de medio centenar de sargentos, cabos y soldados. Una vez más, siguiendo la constante de los pronunciamientos decimonónicos españoles, se sacrificaba a la tropa y los cabecillas salían indemnes. Pierrad huyó y Prim asistió al fracaso desde la seguridad de su exilio londinense.
Tras la cuartelada, O'Donnell, fortalecido por la victoria, aplicó mordaza a la prensa y suspendió las garantías constitucionales, lo que lo puso en conflicto con el Senado. Colocó a la reina en el dilema de escoger entre la cámara y él, pero la soberana le dio la espalda. Furioso, el general juró que nunca más volvería a palacio mientras Isabel II fuera su inquilina y se retiró a Biarritz, donde murió el 5 de noviembre de 1867, ceñido a su juramento. Su sustituto no sería otro que el incombustible Narváez, quien en la Sargentada había recibido en el hombro una bala perdida que pudo tomar como un tiro de suerte, ya que lo trajo de vuelta al poder. Si es que eso podía reputarse fortuna.
Para su gobierno vuelve a contar con González Bravo en Gobernación. Su labor principal consiste en desmantelar los ayuntamientos y diputaciones en que se habían hecho fuertes los unionistas (nombre que adoptó la coalición opositora). También se disuelven las Cortes y se convocan elecciones para marzo de 1867. En la nueva cámara salida de estas los unionistas bajan de 121 a 4 escaños. Al frente de la Guardia Civil Narváez releva al dudoso Serrano Bedoya y coloca al moderado Rafael Acedo Rico, conde de Cañada. Por lo demás, el de Loja intenta acercarse a los disidentes, pero su desalojo de las instituciones ha persuadido ya a estos de que han de asaltar el poder por la fuerza.
Tras una reunión en Ostende en la que están presentes los militares Prim, Pierrad, Milans del Bosch y Pavía y los civiles Sagasta, Ruiz Zorrilla y Manuel Becerra, se decide la invasión por el Pirineo catalán. Para defenderlo, el gobierno concentra en la frontera a la Guardia Civil, no fiándose de la resistencia que puedan ofrecer a la intentona los Carabineros del Reino. Entre tanto, se produce el relevo al frente de la Guardia Civil, donde el conde de Cañada deja su puesto al teniente general José Antonio Turón y Prats, un militar atípico por su falta de militancia política, algo entonces insólito entre los uniformados. La intentona se produce finalmente en el verano de 1867. Blas Pierrad consigue la adhesión de los carabineros y numerosos paisanos y marcha sobre Zaragoza. El capitán general Manso de Zúñiga sale atropelladamente a su encuentro y muere de un balazo en la refriega. Pierrad, sin embargo, se retira cuando le llegan noticias de que la Guardia Civil ha concentrado medio millar de hombres para capturarlo.
Este nuevo revés de los unionistas será el último triunfo de Narváez al servicio de Isabel II. El 23 de abril de 1868 muere en Madrid. Despojada en el lapso de un año de sus dos principales paladines, la reina se queda sola. Nombra a González Bravo jefe de gobierno, cargo este que simultanea con la cartera de Gobernación. Pero al antiguo gacetillero, convertido por azares de los cargos en experto policial, le queda poco de desempeñar esas responsabilidades. Los generales más prestigiosos del momento (Serrano Domínguez, Serrano Bedoya, Domingo Dulce, Ros de Olano) conspiran abiertamente y su destierro a Canarias no bastará para neutralizarlos. Por si eso fuera poco, Prim, sabedor de que una fragata ha zarpado rumbo a las islas para traer a Cádiz a los conjurados, embarca rumbo a Gibraltar. El 18 de septiembre de 1868 el brigadier Topete, jefe del puerto de Cádiz, se subleva, convirtiendo a la ciudad andaluza en capital de la revolución. Allí se reunirán todos los jefes militares comprometidos, que celebran una conferencia a bordo del buque Zaragoza. Queda convenido que encabezará el movimiento el más caracterizado de todos: el general Serrano Domínguez, duque de la Torre y antiguo favorito de la reina (condición que, combinada con la intimidad de la soberana, le había valido un pintoresco sobrenombre, el General Bonito). Topete queda en Cádiz al frente de la junta revolucionaria y a Prim se lo comisiona para levantar las guarniciones mediterráneas. Serrano Domínguez se pone al frente de todas las tropas que puede reunir en Andalucía, incluida la Guardia Civil, y se dispone a marchar contra Madrid. En la capital, Gutiérrez de la Concha sustituye al dimitido González Bravo, y nombra al marqués de Novaliches responsable del mando militar de Andalucía. Este, con 9.000 hombres, parte al encuentro de Serrano Domínguez, a cuyo ejército planta batalla en el puente de Alcolea, en Córdoba. En los dos bandos hay guardias civiles, y la refriega es indecisa hasta que una esquirla de granada arranca media mandíbula al jefe gubernamental. Las tropas leales a la reina se retiran y Serrano avanza hacia Madrid.
Allí, Gutiérrez de la Concha cede el poder a una junta provisional de claro color unionista presidida por Pascual Madoz. La reina, que asiste a los acontecimientos desde San Sebastián, se exilia a Pau. El 3 de octubre el duque de la Torre hace su entrada triunfal en Madrid y el 5 ordena la vuelta a los cuarteles de todas las tropas. El día 8 se forma el gobierno provisional con Serrano Domínguez como presidente, Juan Prim como ministro de la Guerra y Sagasta en Gobernación. Todos ellos progresistas, y con notoria marginación de los demócratas o republicanos, a quienes se concede como consolación la alcaldía de Madrid para Nicolás María Rivero. Al frente de la dirección general de la Guardia Civil, en la que se habían sucedido Blaser (el negligente perseguidor de O'Donnell tras la Vicalvarada) y el viejo carlista convenido Zaratiegui, se pone de nuevo el general Serrano Bedoya, uno de los más relevantes de los generales conjurados, lo que demuestra la importancia que concedieron los revolucionarios al cuerpo.
Y es que el nuevo gobierno no iba a privarse, como sus antecesores, de utilizar a los guardias para neutralizar a la oposición. El descontento de los republicanos creció cuando Prim se autoascendió a capitán general (para no faltar a la costumbre de los militares pronunciados, luego reproducida por algún otro en épocas posteriores), negándole en cambio el ascenso al republicano Escalante, que había contribuido a la adhesión de Madrid a la revolución con sus Voluntarios de la Libertad, más de 20.000 milicianos armados con los fusiles obtenidos bajo presión del gobernador militar. El desarme de estos, encomendado al 14° Tercio de la Guardia Civil (numeración que había adoptado el antes llamado de Madrid), se llevó a cabo con tacto, para evitar conflictos, pero no pudieron evitarse totalmente los tumultos y las consabidas cargas de la caballería benemérita. En otros lugares el desarme de los milicianos se revelará trágico. En Cádiz, al grito de ¡República federal o muerte!, los milicianos se atrincheran en el Puerto de Santa María y aprovechan la salida de las tropas para hacerse con la capital. La Guardia Civil logra reducirlos después de ocho días de duros combates. Otro tanto sucede en Málaga y hay también enfrentamientos en Zaragoza, Barcelona, Valladolid, Badajoz, Tarragona… La Septembrina se resquebraja apenas iniciada, y el reconocimiento de la monarquía por la nueva constitución de 1869 no va a mejorar las cosas.
El nuevo gabinete, con Prim como jefe del gobierno, tras ocupar Serrano la posición de regente, y con Sagasta siempre en Gobernación, habrá de enfrentarse a la insurrección republicana, que toma la forma de revolución federal, bajo el impulso de jefes como Salmerón, Castelar y Pi y Margall. Para colmo los carlistas han aprovechado el vacío en el trono para reorganizarse y promover de nuevo la conspiración a favor de su nuevo candidato, Carlos María de Borbón, también conocido como Carlos VII por sus adeptos y como el Niño Terso por sus oponentes. Obligado a distraer fuerzas para perseguir a las partidas carlistas que se infiltran por los Pirineos y empiezan a actuar en varias provincias, el gobierno se ve sorprendido por los federales en diversos puntos, como Tarragona, donde Pierrad, convertido en ferviente republicano, encabeza un motín que acaba con el linchamiento del secretario del gobierno civil. Esta vez, sin embargo, Pierrad no logra huir: capturado por la Guardia Civil, acaba encerrado en el castillo de Montjuic. Pese a estos éxitos puntuales, los federales, de extracción urbana, demostraron no estar muy dotados para la guerrilla. Las fuerzas gubernamentales, con protagonismo de los beneméritos, consiguieron reducirlos, reeditando así los guardias la eficacia de los tiempos fundacionales, en que debían atender varios frentes simultáneos.
Esta acumulación de necesidades, unida al deseo del nuevo gobierno de asimilar la Benemérita al régimen nacido de la revolución de 1868, llevó a Serrano Bedoya a aprobar una nueva organización, basada en las jefaturas provinciales o comandancias, mandadas por tenientes coroneles, lo que relegaría a funciones más burocráticas a los coroneles jefes de los tercios. Una consecuencia del cambio era que se vinculaba más la acción diaria al ministerio de la Gobernación, por la relación directa entre gobernadores provinciales y jefes de comandancia, disminuyendo el peso del ministerio de la Guerra y de paso el carácter castrense del cuerpo. Un nuevo episodio de la dialéctica entre civilismo y militarismo, con ventaja para el primero, aunque en los guardias siguió coexistiendo su doble condición. Por otro lado trató de borrarse la adhesión a la reina de una parte de la institución, singularmente el Tercio de Madrid, que fue disuelto por Prim el 2 de octubre de 1868 para ser recreado ocho días más tarde, ya como 14° Tercio. También el régimen septembrino lo necesitaba, frente a los republicanos.
Pero por si faltaba algo, vino a reverdecer el bandolerismo andaluz. Espoleados por las sucesivas retiradas de los guardias de los campos, para participar en las luchas civiles, a lo largo de 1869 (que en amarga coincidencia iba a ser el último de vida de Ahumada) los bandidos se habían vuelto a adueñar de los caminos de Sevilla y Córdoba, a menudo con la connivencia, de nuevo, de los caciques locales. La batalla para su erradicación la dirigiría el antiguo republicano Nicolás María Rivero, nombrado para la cartera de Gobernación en relevo de Sagasta el 11 de enero de 1870. Y su principal ejecutor sobre el terreno fue Julián Zugasti, nombrado gobernador de Córdoba tras el cese de su antecesor, el inoperante duque de Hornachuelos. La manera en que este se produjo es digna de referirse. En febrero, el duque envió un telegrama urgente refiriendo al ministro que había aparecido en el cielo un gran resplandor rojizo y pidiendo instrucciones sobre qué debía hacerse. Rivero respondió con otro telegrama: «Eso es una aurora boreal, y significa que los gobernadores deben presentar su dimisión».
Bajo el mando de Rivero, en combinación con Zugasti y otros gobernadores, la Guardia Civil se empleó con dureza contra los bandoleros, que no solo habían perdido el miedo a la Benemérita, sino que eran extraordinariamente resueltos y activos. Robos, secuestros, asesinatos, sin excluir a los niños entre sus víctimas, eran moneda corriente. El colmo vino cuando secuestraron cerca de San Roque (Cádiz) a los ciudadanos ingleses John y Antoine Bonell, ocasionando un delicado incidente diplomático con Gran Bretaña. Tras pagar el rescate, financiado por los británicos con promesa de restitución por parte de las autoridades españolas, la Guardia Civil, que seguía los pasos a los bandidos, trabó enfrentamiento con ellos y los abatió a todos. Eran, entre otros, los famosos Malaspatas y Cucarrete, que llevaban largo tiempo aterrorizando a la comarca del campo de Gibraltar.
La oposición empezó a clamar que los bandoleros no morían en enfrentamiento, como sostenían los guardias, sino que se les disparaba por la espalda cuando huían. Nacía así la que sería tristemente conocida como Ley de Fugas, denunciada en las Cortes por Pi y Margall, y respecto de la que en efecto había cursado Prim, por medio del entonces ministro de la Gobernación, Nicolás María Rivero, unas instrucciones reservadas que acabaría sancionando el Tribunal Supremo en su sentencia de 26 de junio de 1876, al declarar que «los individuos de la Guardia Civil, en caso de fuga de presos, podrán hacer uso de sus armas, quedando exentos de responsabilidad aunque de los disparos resultaran heridos o muertos». La polémica estalló en el debate parlamentario del 20 de diciembre de 1870, en que el conservador isabelino Francisco Silvela arremetió contra la Guardia Civil acusándola de sesenta y tantas muertes por la espalda. Cánovas del Castillo lo respaldó, calificando las muertes de asesinatos. En el trasfondo del debate estaba el hecho de que la regresión del fenómeno, debida a la enérgica acción gubernamental, había puesto al descubierto a algunos de los acomodados protectores de los bandoleros, por lo general desafectos al régimen, lo que planteaba entre los opositores el temor de que se les tratara con idéntica contundencia que a los bandidos. La réplica dolida de Rivero, acusando a los parlamentarios críticos de hacerles el caldo gordo a los malhechores, no impidió su dimisión, cinco días más tarde. El gobernador Zugasti fue amenazado de muerte y a Prim alguien le pasó una lista de diez nombres de opositores dispuestos a asesinarlo. El día 27 de diciembre Prim disuelve los Voluntarios de la Libertad, y pocas horas después mantiene un agrio debate en la cámara con motivo de la discusión del proyecto de lista civil de la Casa Real.
Uno de los diputados rivales, el gaditano José Paúl, le dijo al presidente: «Mi general, a todo cerdo le llega su San Martín». Esa misma tarde, sobre las 19.30, cuando la berlina verde de Prim embocaba la calle del Turco bajo una intensa nevada, diez hombres abrieron fuego de retaco, pistola y trabuco sobre ella. La investigación identificó como cabecilla de la partida y ejecutor material a Paúl, y se sugirió la instigación del propio Serrano y del duque de Montpensier, por haber reclutado a algunos de los asesinos personas de su confianza. Pero nada pudo probarse. El 30 de diciembre, Prim moría a causa de las heridas recibidas. El 2 de enero de 1871 llegaba a Madrid el duque de Aosta, Amadeo de Saboya, elegido por Prim para reinar en España con el nombre de Amadeo I. Lo primero que hizo el nuevo monarca fue presentar sus respetos ante el féretro del malogrado general.
Asumió la jefatura del gobierno Serrano, retornando Sagasta a Gobernación, y pronto se evidenció la escasa simpatía con que contaba el monarca importado. Muchos jefes militares se negaron a prestarle juramento de adhesión, y famosa se hizo la descalificación de Castelar, que escribió que era una vergüenza para la nación de la que en otro tiempo eran «alabarderos, maceros y nada más que maceros, los pobres, los oscuros, los hambrientos duques de Saboya». La creciente inseguridad impulsa a Sagasta a redactar un proyecto de policía civil, militarmente organizada, llamada Cuerpo de Orden Público, pero que no llega a ponerse en pie, por lo que la ingrata función sigue correspondiendo a la Guardia Civil. La dimisión de Segismundo Moret como ministro de Hacienda precipita la renuncia de Serrano y su relevo el 24 de julio por Ruiz Zorrilla, que se reserva la cartera de Gobernación. Su gobierno apenas dura tres meses, dando paso al gabinete del contraalmirante Malcampo, sustituido dos meses después por Sagasta, convertido en jefe de un nuevo partido llamado constitucional, mientras que Zorrilla y los republicanos formaban el radical.
Enredado Sagasta en un escándalo por unos dineros distraídos del erario público para pagar caprichos recreativos del rey, volvió Serrano por veinte días a la jefatura del Gobierno. Tras su breve y fallida gestión, se hacen con el poder los radicales y Ruiz Zorrilla regresa a la presidencia. Cesa entonces como director general Serrano Bedoya, a quien lo sustituye en el cargo el teniente general Cándido Pieltain, incondicional de Prim como su antecesor. Pieltain dispuso la reorganización de la burocracia central del Cuerpo y a imitación de Infante rediseñó la uniformidad, haciéndola más sencilla y moderna (el cambio fue efímero, porque la Restauración impuso el regreso a la uniformidad de Ahumada, para disgusto de los miembros del cuerpo, ya acostumbrados a la comodidad de la nueva). Además dotó a los guardias de revólver y una linterna por pareja para el servicio nocturno. Por otra parte, impulsó la creación de la Sociedad de Socorros Mutuos, a partir de las que ya funcionaban en algunas comandancias.
Harto de la ingobernabilidad del país, Amadeo I abdica el 11 de febrero de 1873. Ese día se proclama la república por 258 votos a favor y 32 en contra. Es investido como presidente Estanislao Figueras, que nombra ministro de Gobernación a Pi y Margall y de la Guerra a Fernández de Córdoba, otro de esos personajes decimonónicos hispánicos que culmina así una trayectoria absurda, desde su destacado papel como defensor de Isabel II en la revolución de 1854. La población estalla de júbilo al grito de «¡Viva la República Federal!». Algunos se dejan llevar por el entusiasmo y queman fincas o asesinan a destacados monárquicos. La Guardia Civil, que tiene la misión de mantener el naciente orden republicano, se encuentra en su totalidad absorbida por la guerra carlista, que se ha recrudecido, con el audaz despliegue de los partidarios de Carlos VII por las provincias vascongadas, Navarra, Cataluña, Aragón y algunos focos dispersos de Andalucía.
El 24 de febrero, el presidente de la Asamblea Nacional, Cristino Martos, ordena al 14° Tercio de la Guardia Civil que ocupe los edificios del gobierno. Los guardias (según Aguado Sánchez, entendiendo que la orden es legal, por emanar del órgano en el que reside la soberanía de la República) obedecen. Pero de esa pugna entre el legislativo y el ejecutivo acaba saliendo triunfante el segundo, en la persona del ministro de la Gobernación, Pi y Margall. El gobierno se remodela y los jefes del 14° Tercio son relevados. Algunos, molestos por el castigo sufrido por haber obedecido a la autoridad legalmente constituida, se pasarán a las filas carlistas. Asume el mando del tercio el coronel José de la Iglesia y Tompes, veterano del cuerpo, que ha de jugar un destacado papel para mantener la eficacia de su unidad, crucial por su situación geográfica, como instrumento leal del poder legítimo. El problema está en determinar cuál es ese poder, en medio de las turbulencias de la I República Española, plagada de conspiraciones y de rivalidades entre sus prohombres. Tanto más importante fue la jefatura del 14° en cuanto que a lo largo de 1873, y tras el cese del general Pieltain por desavenencias con Pi y Margall, la dirección general se hallaría vacante u ocupada por jefes de circunstancias, lo que vino a provocar una considerable sensación de acefalia en la Guardia Civil.
La primera prueba le llega al coronel de la Iglesia el 23 de abril. Los hechos coinciden con la ausencia de Madrid del presidente Figueras. Este ha debido trasladarse de urgencia a Barcelona para sofocar la revuelta de la Diputación, que aprovechando el desgobierno acaba de proclamar el Estado catalán. Salen a la calle los miembros de la Milicia de Madrid, de tendencia más bien monárquica, así como los reconstituidos Voluntarios de la Libertad. La Guardia Civil se limita a interponerse entre unos y otros, evitando el que parece casi inevitable choque entre ambos. Pero resulta que Pi y Margall, jefe interino del ejecutivo en ausencia de Figueras, se halla detrás de la demostración de los Voluntarios. Ese mismo 23 de abril Pi y Margall dispone que en adelante la dependencia de la Guardia Civil lo será solo de las autoridades civiles. La hostilidad creciente hacia los beneméritos provoca el repliegue de estos, que se acogen a sus acuartelamientos. Los que salen se exponen a ser atacados por los milicianos, como le ocurrió a más de un guardia que hubo de tirar de sable para defender su vida. Empieza a correr el rumor de que el coronel jefe de la Guardia Civil en Madrid es un monárquico encubierto, y Pi y Margall ordena su destitución y la de casi todos sus oficiales. Los hombres del 14° Tercio, molestos por una represalia que sienten como injustificada, desacatan la orden. Los oficiales destinados a relevar a los destituidos no se presentan.
En julio, Pi y Margall consuma su golpe y Figueras huye a Francia. El nuevo capitán general de Madrid, Mariano Sodas, consciente de la situación en que se encuentra el 14° Tercio, intenta acercarse a los resentidos guardias, pero Fernando Pierrad, ministro de la Guerra y hermano del general revolucionario, organiza una encerrona en la que trata de neutralizar al coronel de la Iglesia, junto al coronel del primer Tercio y el director general en funciones de la aún descabezada Guardia Civil, el brigadier y secretario general del cuerpo Juan Álvarez Arnaldo. Cuando se presenta en el ministerio el ayudante del 14° Tercio y advierte al ministro que los guardias de Madrid están dispuestos a acudir a sacar por la fuerza a su coronel, Pierrad los deja ir.
Pi y Margall nombra director general al conciliador Socías, que apoya a los guardias de Madrid, sitiados literalmente por las milicias revolucionarias. Cinco semanas después de tomar el poder, Pi y Margall se ve incapaz de hacer frente a todos los frentes que tiene abiertos. A la lucha contra los carlistas y la revuelta independentista desatada en Cuba, aprovechando la debilidad de la metrópoli, hay que sumar la sangrienta insurrección cantonal, con Cartagena como principal foco, pero con gravísimos incidentes en otras localidades como Orihuela y Alcoy, donde los cantonales asesinan al alcalde, republicano, y decapitan al capitán de la Guardia Civil para pasear luego por las calles su cabeza, clavada en una pica. Pi y Margall es depuesto y sustituido por Nicolás Salmerón, republicano centrista, apoyado por Castelar, republicano conservador, que asume la presidencia de la Asamblea.
Salmerón encargó al general Manuel Pavía la pacificación de Andalucía y a Martínez Campos la liquidación de la revuelta cartagenera, para lo que este no dudó en sitiar la ciudad y declarar pirata a la escuadra sublevada. Las medidas de firmeza vinieron complementadas con la disposición de aumentar los efectivos de la Guardia Civil a 30.000 hombres. Aunque este aumento no se llegó a materializar, acreditaba la apuesta de la I República por los beneméritos, única esperanza a la sazón de restablecer el perdido orden interior. El 6 de septiembre Salmerón permuta su cargo con Castelar, para evitarse firmar la sentencia de muerte de un cabo que había desertado para unirse a los carlistas. Siendo ya Castelar presidente, se decreta el procesamiento del coronel de la Iglesia, por conspirar contra la República. Su familia es expulsada del pabellón que ocupa y al coronel lo conducen a prisiones militares. En la dirección general del cuerpo reemplazan consecutivamente a Socías los generales Acosta y Portilla Gutiérrez. Al coronel de la Iglesia, a quien urge reparar el perjuicio causado, se lo pone en libertad condicional, en tanto se celebra un consejo de guerra que nunca llegaría a abrirse. Se le abonan todos sus haberes, pero no se le asigna destino. Queda en Madrid en situación de disponible.
Entre tanto, Figueras, Pi y Margall y Salmerón han comenzado a conspirar para defenestrar a Castelar. Enterado del movimiento el capitán general de Madrid, Pavía, gaditano como Castelar y muy agradecido a este (no está de más reseñar que gracias a la Gloriosa había ascendido de comandante a teniente general), resuelve impedirlo por la fuerza. Entra en contacto con el coronel de la Iglesia y lo sondea para saber si puede contar con la adhesión de la Guardia Civil de Madrid en caso de que Castelar, como han convenido sus adversarios, pierda la decisiva votación que ha de tener lugar en la Asamblea Nacional el 2 de enero de 1874. Lo que en ese caso se propone Pavía es disolver las Cortes y le pregunta al coronel, a quien desea encomendar la ejecución material de esta acción, si la tropa lo obedecerá para llevarla a cabo. De la Iglesia le responde, escueto: «Así lo espero, mi general».
En la votación, Castelar resulta literalmente barrido. Se nombra para sustituirlo al diputado Eduardo Palanca y se disponen los parlamentarios a votar uno a uno a los ministros. Pero Pavía ya se ha apoderado de los puntos estratégicos de la ciudad. El coronel de la Iglesia entra en el hemiciclo y, dirigiéndose al presidente de la cámara, Salmerón, le expone que la votación ya no tiene objeto. Lo hace con mayor corrección y más respeto que otro jefe de la Benemérita que asaltará el palacio de las Cortes un siglo más tarde, pero con manifiesta firmeza. A eso sucedió un alboroto en el que según el diario de sesiones muchos diputados se declararon dispuestos a dejarse matar y a no desalojar la sala sino empujados por las bayonetas. Castelar ordenó al ministro de la Guerra en funciones que redactara la destitución de Pavía. De la Iglesia se dirigió a Salmerón para decirle que la Asamblea estaba disuelta, y cuando el presidente de la cámara le informó de que Pavía estaba destituido, el coronel replicó: «Ya es tarde para eso».
Poco después irrumpieron las fuerzas del 14° Tercio para desalojar a los parlamentarios. Salmerón abandonó la sala, seguido por sus maceros. Aunque hubo algún disparo al aire, el único herido fue un diputado que se descalabró al lanzarse desde una ventana. Emilio Castelar, destrozado, fue uno de los últimos en abandonar el hemiciclo.
Como sin duda intuía el que sería su último presidente, la I República estaba acabada, y en su apuntillamiento fueron decisivos los mismos guardias civiles que la habían defendido durante aquel convulso año contra sus muchos enemigos, de fuera y de dentro. Una paradoja, que dejaba para la historia del cuerpo una imagen de todo punto deplorable, la de unos servidores del pueblo y de la ley arreando con sus fusiles a los legisladores y representantes de ese pueblo.
En la jefatura del ejecutivo de lo que, disuelta la cámara, ya no puede propiamente considerarse una república, se coloca el general Serrano Domínguez, que forma un gabinete con constitucionalistas como Sagasta, radicales como Cristino Martos y republicanos como el titular de Gobernación, García Ruiz. El golpe es en general bien acogido, tanto por el pueblo como por el ejército, y el gobierno resultante, de corte autoritario, puede actuar con la energía necesaria para, una vez sofocada la revuelta cantonal en Cartagena (logro que culminó en diciembre de 1873 el sobrino de Serrano, el general López Domínguez), combatir a los otros rebeldes, los carlistas, que han puesto sitio a Bilbao y la bombardean a diario. Serrano Domínguez asume personalmente el mando de las tropas, entre las que se cuentan numerosos efectivos de la Guardia Civil, para cuya dirección general ha vuelto a designarse al apolítico José Turón y Prats, que ya ocupara el puesto, desde el lado isabelino, en los albores de la Gloriosa. Otro caso de adaptación asombrosa a los vaivenes de la política española de su tiempo.
En abril de 1874, Serrano Domínguez logra levantar el sitio de Bilbao, pero no expugnar Estella, donde Carlos VII ha instalado su corte y el embrión de su proyectado estado, donde por no faltar no falta ni una incipiente Guardia Civil. En julio de 1874 el caudillo carlista Dorregaray, al mando de 25 batallones, traba
batalla en Abárzuza con los gubernamentales, mandados por el veterano general Gutiérrez de la Concha, marqués del Duero, que resulta muerto en
el combate. Un golpe durísimo para el gobierno, por el prestigio del militar abatido, pero que Dorregaray no aprovecha para marchar sobre Madrid. Las operaciones también fueron intensas en Cataluña, Aragón y Valencia. En todas ellas,
la Guardia Civil resulta decisiva para frustrar los propósitos de los legitimistas, lo que aconseja su dependencia estrecha de las autoridades militares, aunque en diciembre de 1874, el ministro de la Guerra, Serrano Bedoya, comunica a su compañero de Gobernación, Sagasta, que se ha prevenido a los jefes militares para que, allí donde la sublevación carlista vaya quedando neutralizada, pasen los guardias a desempeñar sus funciones ordinarias de velar por el orden público, sometidos en ellas a las autoridades civiles.
Contenida la acometividad del carlismo, el jefe del partido alfonsino, Cánovas del Castillo, creyó llegado el momento de proponer la restauración monárquica en la persona de Alfonso de Borbón, el joven hijo de Isabel II, que por su inspiración firma en diciembre de 1874 el conocido como manifiesto de Sandhurst, el colegio militar británico donde a la sazón cursaba estudios. En él, hace profesión de su españolidad, su catolicismo y su liberalismo. El 29 de diciembre de 1874, el general Martínez Campos proclama en Sagunto a Alfonso XII como rey de España. En seguida lo secunda el grueso del ejército. Cánovas del Castillo queda detenido en el gobierno civil de Madrid por orden de Sagasta, jefe del gobierno. Pero el 31 de diciembre de 1874 lo releva al frente del gabinete, mientras el presidente, Serrano, se exilia en Biarritz. El 7 de enero Alfonso XII desembarca en Barcelona y el 14 hace su entrada en Madrid. La revolución ha pasado a la Historia.