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Tierra del Fuego: el descolgado
Al aterrizar en Punta Arenas agradecí el anorak que me proporcionara Pedro de Valdivia. El sol alumbraba, pero su calor era raptado por las ráfagas de viento gélido y salobre que azotaban los árboles y los cuerpos.
No me costó un gran trabajo llegar hasta la dársena y tampoco lo fue encontrar las puertas del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto. Nunca antes había estado en esa ciudad austral, pero en Hamburgo escuché a docenas de marinos hablar del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto como uno de los mejores tugurios para gente de mar.
Apenas traspuse el umbral sentí la acogedora bienvenida de una salamandra encendida en medio del local y el apetitoso aroma de cordero estofado que salía de la cocina. La barra era larga, de madera muy pulida y brillante. Detrás se ordenaban cientos de botellas, astrolabios, compases, gallardetes y otros utensilios de mar.
—Al cordero le falta un poco —saludó el mesonero.
—Puedo esperar.
—¿Seco?
—Póngame algo para calentar los huesos.
—Un guarapón entonces.
Una buena docena de hombres se repartía entre varias mesas. Hablaban de los precios del marisco. Puteaban a los pesqueros japoneses. Con el vaso de aguardiente me senté frente a una mesa vacía. Un tipo fornido giró el cuerpo para hablarme.
—¿Juega truco, paisano? Nos falta un cuarto hombre —dijo.
—Uno dispuesto a pagar el almuerzo —apuntó otro, que lucía un casco plateado de petrolero.
—No, lo siento. Siempre quise aprender pero no tuve la chance.
—Bueno. Si quiere aprender perdiendo, arrime la silla —invitó el fortacho.
Me uní a la mesa. El tercer hombre fumaba una pipa y empezó a barajar las cartas.
Era cierto que siempre quise aprender a jugar truco, pero también lo era que no deseaba hacerlo en esa ocasión. Así es siempre la vida.
—Tengo un amigo que es truquero. Y de los buenos —dije.
—¿Patagón o fueguino? —consultó el fortacho.
—De aquí. De Punta Arenas —respondí.
—Patagón entonces. ¿Y cómo se llama su amigo si se puede saber? —preguntó el fumador de pipa.
—Cano. Carlos Cano. ¿Lo conocen?
—Cano. El del Perla del sur —indicó el fortacho.
—El mismo. ¿Saben si está en la ciudad?
—¿Y usted sabe si él quiere que le respondamos? —consultó el del casco plateado.
—Apuesto el almuerzo a que se alegra de verme.
—Retruco. Si no se alegra, nosotros le pagamos la nueva dentadura, porque la va a necesitar —aceptó el fortacho.
El del casco plateado salió anunciando que volvía en media hora. Los otros dos me invitaron a cambiar el aguardiente por el vino que bebían.
—De nuevo somos tres. ¿Jugamos un dominó? —propuso el de la pipa.
Empezamos a disputar unas partidas de dominó. Sentía a los tipos observándome por el rabillo del ojo. Traté de jugar lo mejor que pude mientras pensaba en cómo reaccionaría Cano al verme.
Carlos Cano. Pocas veces he conocido a tipos con su humor. Era capaz de inventar chistes en medio de las situaciones más graves. Cano fue el único fueguino en el GAP, el grupo de amigos personales de Salvador Allende, la guardia privada del extinto presidente. Le llamaban el Llagán, o el Náufrago de Kanasaka, y siempre fue un tipo de un valor tan fino como la región de donde provenía. Como miembro del GAP combatió en el palacio de La Moneda aquel 11 de septiembre del 73. Casi todo el GAP murió luchando junto a Allende. Cano consiguió salvar la vida simulando estar muerto. Con dos balas en el cuerpo se tendió entre los compañeros caídos y, aguantando la respiración, vio cómo los oficiales del ejército asesinaban a los heridos. Pero salió del infierno y en cuanto se vio lejos del centro de Santiago saltó del camión que transportaba los cadáveres. Renqueando y debilitado por la sangre perdida llegó hasta el cordón industrial San Joaquín, donde todavía se combatía contra la soldadesca.
Allí lo revisó un médico moviendo la cabeza incrédulo.
—Tienes una bala en la panza y otra en un hombro —le dijo.
—Corresponde. Yo también disparé unas cuantas —respondió.
Cano consiguió salir a la Argentina en noviembre del 73, y el camino de su desencanto político se fue nutriendo con los fracasos de los Montoneros argentinos, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias colombianas, y finalmente sufrió el fin de la Brigada Simón Bolívar en Nicaragua. La última vez que lo vi fue en 1985 en Malmö. Timoneaba un pequeño transbordador que unía ese puerto sueco con Copenhague.
—En un año me largo. He ahorrado dinero para comprar un barco. Un tremendo barco —dijo mientras bebíamos unas cervezas.
—¿En Chile?
—Sí, pero muy al sur. Nunca saldré más al norte que el Estrecho de Magallanes.
—¿Y las viejas causas?
—Que se vayan a la mierda. Pero sin mí. Yo soy un descolgado.
Cinco años más tarde volví a verlo, pero en la televisión alemana. Timoneaba el barco de unos alemanes buscadores de tesoros en las aguas preantárticas.
El hombre del casco plateado entró primero al bar y me señaló con un dedo. Detrás entró Cano. Me vio y se tapó los ojos. Enseguida, con un gesto me invitó a la barra.
—No. Sea lo que sea mi respuesta es no —dijo.
—Alégrate o tendré que pagarles el almuerzo a esos tres.
—Y a mí un trago. ¿En qué andas, Belmonte?
—En nada ilegal. Es un simple y puro asunto de trabajo.
—¿Cómo me encontraste?
—No olvidé tu confidencia en Malmö, luego te vi en la televisión alemana, y hace media hora les solté tu nombre a los amigos. Muy fácil.
—Y querías verme porque soy adorable. Suelta la pepa.
—Es largo. ¿Nos sentamos?
—Bueno. Pero no olvides que estás hablando con un descolgado.
Mientras los tres potenciales jugadores de truco devoraban una bandeja de cordero estofado a la que insistí en invitarles, Cano y yo nos sentamos frente a una mesa alejada. Allí hicimos lo que suelen hacer todos los veteranos que han sido cómplices en batallas perdidas: no hablar de ellas y asombrarse de seguir vivos.
Le expliqué los motivos que me llevaban a sus confines, el trato con Kramer, la historia de las monedas de oro, la muerte de Galo unida a la posibilidad de un segundo interesado en el botín, y finalmente le hablé de Verónica.
—No es el único caso. Lo siento, Belmonte. Lo siento de veras.
—Te creo. Necesito que me eches una mano.
—Si puedo, lo hago, aunque no deja de simpatizarme el alemán. También soñé con encontrar a Galo y pasarle la factura por lo de Nicaragua.
—Tú conoces la región. Puedes hacerme ganar tiempo.
—Algo. La Tierra del Fuego es muy grande, Belmonte. Y además está llena de secretos. Tu historia lo confirma.
—Nuestro amigo Franz Stahl, que debe de tener unos setenta y pico de años recibe su correspondencia en el Puesto Postal número cinco. ¿Te dice algo?
—No mucho. Ese punto está entre Puerto Nuevo y Tres Vistas.
—Chino para mí. Explícate.
—Puerto Nuevo es una pequeña caleta de pescadores. Antes eran balleneros, pero desde que los cetáceos desaparecieron exterminados por los japoneses la gente de allí se dedica a la pesca artesanal y a los mariscos, deben de sumar unas veinte familias. Tres Vistas está a unos cincuenta kilómetros de Puerto Nuevo. Es un paradero del camino, con apenas dos casas. Una sirve de pulpería y la otra de pensión. Al dueño de la pensión lo conozco. Es un tipo del norte y se llama Mansur. De lo que me dices deduzco que el alemán debe de vivir más cerca de Tres Vistas que de Puerto Nuevo, porque en la caleta hay una oficina de Correos. Tengo una idea, Belmonte. Sirve más vino que me estoy iluminando.
Salimos del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto con rumbo a la Intendencia de Magallanes. Durante el camino, Cano me habló con orgullo del Perla del sur, un velero de tres palos que compró con los ahorros hechos en Escandinavia. Vivía del y en el barco. Durante los inviernos atracaba en el puerto deportivo de Punta Arenas y por los veranos organizaba viajes turísticos bordeando el Cabo de Hornos.
—Y busco tesoros. He encontrado una buena colección de cañones españoles y toda clase de chatarra bien pagada por los museos. Un día de éstos doy con el tesoro de Francis Drake.
—Todo suena bien, pero huele a misoginia.
—No creas. Los veranos los paso acompañados. Mi mujer es submarinista. Ella pasa los inviernos en el norte, en Arica, enseñando a bucear a los turistas de aguas cálidas. Es mejor así. Nada como los inviernos en compañía de un barrilito de coñac y las obras completas de Simenon. Dos días antes la habrías conocido. Se llama Nilda y se va del Fin del Mundo junto a las primeras avutardas. Mira. Allá vuela una bandada. Llega el invierno, macho.
En el edificio de la Intendencia, Cano pidió hablar con alguien que evidentemente tenía la sartén por el mango, de otra manera no se explicaba la cortesía del oficial de carabineros que nos atendió. Esperamos unos cinco minutos y enseguida el oficial nos abrió una puerta enchapada en importancia. Tras el escritorio de caoba había un hombre que se incorporó apenas vio a Cano.
—Carlitos. Qué agradable sorpresa —saludó.
—Este es mi amigo Juan Belmonte. Belmonte, el señor Marchenko, encargado del petróleo magallánico.
—Juan Belmonte. ¿Sabe que tiene nombre de torero? —dijo estirando la derecha.
—¿Verdad? Es la primera vez que me lo dicen.
Luego de la presentación Cano indicó que yo era un agente de seguros interesado en solucionar un asunto de herencia. Agregó que venía de Alemania buscando a un tal Franz Stahl, del que por desgracia sólo tenía su dirección postal. Marchenko opinó que dar con un domicilio en la Tierra del Fuego era simple, siempre y cuando el buscado fuera propietario. Nos dejó solos un par de minutos al cabo de los cuales regresó con un mapa que extendió sobre el escritorio.
—Esta es la costa suroeste de la Tierra del Fuego. Franz Stahl es propietario de una parcela ubicada a quince kilómetros de Tres Vistas. Para llegar allá necesita un vehículo todo terreno o un caballo. ¿Puedo hacer algo más por usted, señor Belmonte?
—No. Ya hizo demasiado. Gracias.
—Juan Belmonte. Debe de ser reconfortante llamarse igual que el famoso torero. No son muchos los Belmonte en Chile, y nosotros los Marchenko somos menos todavía —dijo al despedirse.
—Puede que en el caso de los Belmonte sea una suerte para el país.
Salimos de la Intendencia con la información que me faltaba. Cano sonreía. Empezamos a caminar rumbo al puerto.
—No estuvo mal la observación sobre los Belmonte.
—Fui sincero. ¿Qué clase de sujeto es ése?
—Marchenko no es un mal tipo. Es un idiota ceremonioso y me manda turistas en el verano.
—¿Pariente del otro Marchenko?
—Hermano. Sabe que fui del GAP, aquí se sabe todo y, como vive con el culo a dos manos, trata de ser amistoso. Su hermano sigue en el ejército, ahora es coronel. Varias víctimas de las torturas lo han reconocido, pero es de los intocables.
—El precio de la democracia. Me cuesta creer que estoy en Chile. Nunca pensé en regresar frenado por el miedo a toparme con tipos de su calaña, de los que siempre supieron lo que pasaba, no movieron un dedo por impedirlo y se dedicaron a profitar a la sombra de los que hacían el trabajo sucio. Supongo que ahora es un paladín de la democracia, de los capaces de reconocer que hubo excesos. Nauseabundo el precio de la democracia.
—Así es. Pero es un precio relativo. No pasa un mes sin que algún oficial involucrado en torturas o desapariciones no sea acribillado a tiros en la calle. Algo sano queda todavía en el país.
—Este país me interesa un carajo, Cano. Un carajo. No me has dicho adónde vamos.
—Al barco. Te voy a dejar al otro lado del estrecho. Considérate huésped del Perla del sur.
Cruzamos el estrecho con mar calma. El velero de Cano se deslizaba abriendo un delicado surco de espuma con el filo de la quilla. Además de Cano había otros dos tripulantes a bordo. Desde el castillo de mandos los vi manejar seguros el velamen. Eran hombres de pocas palabras, y de pronto envidié la vida de Carlos Cano. Lo sentí confiar en esos dos hombres y podía oler que ellos confiaban en su destreza de timonel. Juntos llegaban a donde querían ir. Alcanzaban los objetivos fijados, y son muy pocos los que pueden darse tal lujo.
La travesía duró cerca de tres horas. Atardecía cuando atracamos en el muelle de Puerto Nuevo, en Bahía Inútil. Cano dio la orden de que desembarcaran una motocicleta.
—Bueno, aquí estás, Belmonte. La moto tiene el estanque lleno. Ya sabes lo que tienes que hacer. Harás una hora de aquí a Tres Vistas. Allí saludas a Mansur de mi parte. Él te indicará cómo llegar hasta la casa del alemán.
—Gracias, Cano. Cuando termine con esto volveré a Punta Arenas en el transbordador y te devolveré la moto. Hasta pronto.
—Buena suerte.
Eché a andar la motocicleta, una todo terreno de rugir poderoso. Estaba acomodándome el casco cuando oí a Cano gritar desde el velero.
—Belmonte, echa un vistazo en la caja de herramientas. Bajo el asiento.
Levanté el asiento. Entre varias llaves había una Browning calibre 765. Saludé a Cano alzando una mano.
—No es saludable ir desnudo por la vida —gritó desde la cubierta.
A los pocos minutos dejé atrás Puerto Nuevo. El camino aparecía tendido en la pampa como una flecha, y avancé al encuentro de la punta.