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Berlín: Auf wiedersehen (Adiós, pampa mía)
«Sé que esta carta tiene muchos altibajos, pero deben entender que la memoria no siempre es infalible, y que ninguna confesión es limpia si viene acompañada por el lastre de la traición.
»He traicionado a un hombre, al hombre que fue mi mejor amigo, pero no creo que las emociones tengan ya cabida en este maldito asunto, de tal manera que expondré los hechos.
»En 1941, Hans Hillermann y yo servíamos en la policía del Tercer Reich. No éramos nazis. No tuvimos ninguna participación destacada en la persecución de los judíos ni en la represión de los opositores. Nuestra misión en Berlín consistía en vigilar la puerta principal de la prisión de Spandau.
»Los inviernos en Berlín eran y siguen siendo crudos. Por ese tiempo, las autoridades de la cárcel habían dispuesto un pequeño cuarto calefaccionado en el sótano del edificio, en el que los guardias solíamos desentumecer los huesos y beber de vez en cuando una jarra de café. Con Hans me unía una larga amistad cimentada en interminables partidas de ajedrez y el secreto deseo de emigrar algún día, de largarnos para siempre a un lugar al que se refería como el último rincón promisorio del planeta: la Tierra del Fuego. Reuníamos información sobre el lejano confín, recortes de crónicas de viajeros, de libros de geografía, que alimentaban nuestra imaginación y los deseos de dejar Alemania. Yo nací en Sajonia. Hans en Hamburgo. Él conocía los ambientes marineros de su ciudad y no cesaba de repetirme que embarcarse era relativamente fácil. Teníamos hasta un plan para desertar, pero nos faltaba el dinero. Así pasábamos largas noches en el sótano calefaccionado, moviendo las piezas sobre el tablero y lamentándonos de la pobreza que nos condenaba a los uniformes.
»Alguna vez, ya no recuerdo cuándo, al encontrarnos solos nos atrevimos a forzar la cerradura de una puerta que conducía a una especie de bodega. Sabíamos que aquella dependencia era utilizada por oficiales de las SS, que entraban y salían del lugar metiendo o sacando bultos muy bien empaquetados. Violentamos la cerradura con la esperanza de encontrar un buen vino o una botella de brandy para alegrar la guardia, pero no vimos más que bultos livianos y delgados. Con sumo cuidado abrimos uno y nos enfrentamos a un cuadro. Ni Hans ni yo teníamos conocimientos de arte, pero dedujimos que si las SS conservaban aquellas pinturas tenían que ser valiosas. Recuerdo que Hans dijo: “Mira, Ulrich, parece que nos estamos acercando a nuestro viaje”.
»Muchas veces flanqueamos aquella puerta y nos dimos a la contemplación de diversas obras de arte. También muchas veces nos sentimos tentados por la idea de llevarnos una y desertar, pero nos detenía el amargo comprobar que no sabíamos qué hacer con la pintura. ¿Cómo determinar su valor? ¿A quién venderla? Además, en cuanto las SS advirtieran su falta no les sería engorroso dar con los ladrones. Suponíamos la enorme riqueza que teníamos al alcance de la mano, y nuestra ignorancia respecto de ella nos atormentaba. Así pasaron varios meses hasta que una noche de guardia forzamos una vez más aquella cerradura. Esta vez encontramos un cajón de madera muy bien embalado. Lo abrimos cuidando de no doblar los clavos ni dejar huellas en las tablas. Adentro, entre capas de estopa, había una caja menor cerrada con un fuerte candado de bronce. En la superficie del candado leímos: “Lloyd Hanseático, Hamburgo”.
»La visión del candado fue una poderosa invitación a abrirlo, y lo hicimos a sabiendas de que dábamos el paso más peligroso de nuestras vidas. Lo que encontramos adentro nos dejó sin aliento: sesenta y tres monedas de oro.
»Nos abrazamos alborozados. Por fin nos acercábamos a la consecución del sueño tan largamente compartido. Hans fue el primero en reponerse de la euforia. Dejó las monedas en la caja y dijo: “Ulrich, tenemos que largarnos ahora mismo. Estas monedas valen más de lo que podemos imaginar. Nos vamos y ya veremos qué hacemos con ellas. Nos van a buscar por cielo y tierra, así que mientras más lejos mejor”.
»Llegamos a Hamburgo en noviembre de 1941. Efectivamente, Hans tenía contactos con los trabajadores del puerto. Mientras esperábamos el barco que nos sacaría de ahí, supe de él muchas cosas que nunca antes me confiara, por ejemplo de su militancia espartaquista y de un hermano suyo, muerto en España combatiendo junto a los internacionalistas de la brigada Thälmann.
»Los espartaquistas del puerto nos escondieron en una casa de Altona.
»Pasamos allí tres semanas esperando el barco recomendado. Viajaríamos en las bodegas de una nave de bandera chilena, el Lebu, vapor que dos veces al año anclaba en Hamburgo cargado de madera. Mientras esperábamos, recuerdo haberle preguntado si ya tenía alguna idea acerca de cómo venderíamos esas monedas. Su respuesta no fue de las más tranquilizantes: “Olvídalas, Ulrich. Nunca las venderemos. Debemos esperar a que termine la guerra para ocuparnos de ellas. Entonces veremos si sus dueños quieren recuperarlas, o si las fundimos. Me temo que pasará un largo tiempo hasta que podamos disfrutar de los beneficios”.
»Una noche la garra parda llegó hasta nosotros.
»Ignoro si fuimos delatados, o si la casa que nos hospedaba era un objetivo preparado con antelación por la Gestapo, sin embargo Hans logró huir llevándose las monedas.
»Supongo que sobra detallar lo que padecí en poder de la Gestapo. Cuando perdí la cuenta de las semanas, tal vez meses que llevaba en sus manos, decidí que Hans se encontraba necesariamente a salvo, y en las confesiones una y otra vez ratificadas no pasé más allá de reconocer mi complicidad en el robo. Mi pequeña experiencia como policía me dictó que esos hombres no me matarían sin antes obtener la información que les faltaba: el paradero de mi socio.
»Sabían hacer su trabajo. Las palizas, las torturas se sucedían sistemáticamente, pero sin poner en peligro ni mi vida ni mi salud mental. Ellos sabían que un loco se les iría definitivamente de las manos. Soporté casi cuatro años aferrado a las tres palabras que jamás salieron de mi boca y que fijé en mi cerebro como un tatuaje: Tierra del Fuego.
»En junio de 1945 unos soldados rusos me encontraron en los sótanos del cuartel general de la Gestapo. No podía caminar. Una lesión en la columna baldó para siempre mis piernas. Me sacaron de ahí. Vi la luz. Vi Berlín en ruinas. Supe que Alemania había capitulado, que el Tercer Reich ya no existía, que la pesadilla terminaba.
»A los oficiales de inteligencia rusos que me interrogaron les inventé un cuento. Les dije que había sido policía y que caí en poder de la Gestapo por mi militancia antifascista. Para dar credibilidad a la historia cité los nombres de los espartaquistas que nos ayudaron en Hamburgo. Los rusos investigaron. Quiso la suerte que todos esos hombres murieran durante la guerra, y a falta de testigos que contradijeran mi versión, la aceptaron.
»A comienzos de 1946 los rusos me trasladaron a Moscú para recibir tratamiento médico. Con mis piernas no había nada que hacer, y así, luego de pasar cinco años en una silla de ruedas identificando a nazis entre los miles de soldados alemanes prisioneros, me permitieron regresar a Berlín. Mis planes eran salir de Alemania y viajar de cualquier manera hasta la Tierra del Fuego. Confiaba plenamente en que Hans había conseguido llegar allá, y que me esperaba con mi parte del botín. Pero un inválido no se mueve con la misma celeridad con que piensa, y me vi convertido en ciudadano de la RDA, encerrado en una cárcel abierta que juraba ser el paraíso socialista.
»En 1955 tuve la primera noticia de Hans. Ignoro por qué medios consiguió enviar una carta desde Sidney, tal vez un viajero la llevara consigo. El mensaje era muy lacónico, pero lo decía todo: “He sabido que tienes problemas de salud. Estoy donde sabes. Es un buen lugar para reponer los huesos”.
»El laconismo de la carta disgustó especialmente a la Stasi. La pesadilla empezó de nuevo. Amenazas. Golpes. Más amenazas. Más golpes. Conocían al dedillo la historia de las monedas y querían saber en qué ciudad de Australia vivía Hans. Cientos de veces me sentaron frente a un mapa de Australia. Cientos de veces les inventé historias. Por fortuna Australia es un continente. En síntesis, viví la existencia de la RDA con prohibición absoluta de salir de Berlín. Cada carta que recibí fue primero leída y analizada por la Stasi, y mi nombre tituló un acta de más de mil folios.
»Cincuenta años conservando el secreto del paradero de Hans y las monedas. Cincuenta años soñando con el reencuentro y con la posibilidad de disfrutar de aquel botín. Cuando la RDA se deshizo como un castillo de naipes, pensé que por fin llegaba el ansiado momento. Disponía de algunos ahorros, suficientes para adquirir un pasaje aéreo a Sudamérica, de un pasaporte en regla, y nada ni nadie me impedía viajar. Eso creí hasta que hace un par de días caí por última vez en manos de sujetos armados, que antes fueron nazis, luego comunistas, y sepa el diablo qué son ahora.
»Me interceptaron en pleno centro de Berlín dos hombres que ya conocía. Ex agentes de la Stasi. “Vamos. Tenemos que hablar de Hans Hillermann”, dijeron antes de sacarme de la silla de ruedas y meterme en un automóvil. Actuaron con gran celeridad y no me dieron tiempo de gritar pidiendo auxilio. Tampoco pude hacerlo al bajar, pues me sacaron del vehículo en el garaje subterráneo de un edificio y me llevaron en andas hasta una oficina cuya puerta ostentaba un rótulo de inmobiliaria. Pero desde una ventana pude ver que estábamos en la Kurfürstendamm.
»Por primera vez fui interrogado por un individuo al que llaman “el Mayor”. Me enseñó la voluminosa acta con mi nombre y, abanicándose con los folios, me dio a entender que si antes no habían sido más drásticos conmigo, fue porque esperaron pacientemente a que cometiera la gran falla.
»Y la falla no vino de mi lado. El hombre al que llaman el Mayor sacó de su escritorio una segunda carta de Hans, de texto tan breve como la anterior: “Ahora nada impide que vengas. Anuncia tu llegada a donde sabes. Puesto Postal número cinco”. La carta venía de Santiago de Chile.
»Un hombre puede soportar mucho dolor. El asombroso mecanismo del cerebro ofrece rincones, regiones de vacío absoluto en los cuales es posible ocultarse, y siempre queda la opción final de dejarse envolver por la locura. Para alcanzar estas dos posibilidades es preciso creer en “algo”, y ver, palpar que el silencio mantenido hace que ese “algo” sea inalcanzable para los torturadores.
»Al leer que la carta venía de Chile supe que ya no tenía nada en que creer, y siempre me he visto como a un alemán atípico porque sé perder.
»Al Mayor y sus hombres no podía negarles que Hans se encontraba en Chile y, si les mencionaba cualquier región de ese país como su paradero, procederían a documentarse sobre todos los puestos postales número cinco y, al final, conseguirían el definitivo por un método de descarte.
»Así, traicioné a mi amigo. Traicioné, mas ante la insistencia del Mayor por conocer el nombre de quien nos había ordenado el robo, supe que todavía podía ganar tiempo y complicarle la victoria. Si daba por sentado que alguien nos había ordenado robar las monedas, era porque temía que esa persona llegaría antes que él hasta ellas, y el recuerdo de las palabras “Lloyd Hanseático” grabadas en el candado vino a mi memoria como una carta de triunfo.
»Para ganar tiempo le seguí el juego y mencioné el nombre del jefe de la policía berlinesa en 1941. Entonces vi al Mayor consultar un ordenador, y la pantalla le entregó datos al parecer interesantes, porque se puso eufórico.
»Ignoro en qué turbios asuntos se habrá involucrado mi antiguo jefe ni me importa, sea lo que sea me ayudó a salir de allí. Es obvio que no pensaba huir, ¿cómo hacerlo en una silla de ruedas? Quería salir de allí antes de que el Mayor descubriera que se había saltado una pregunta importante: la identidad actual de mi amigo.
»Me bajaron hasta el garaje subterráneo, subimos de nuevo al vehículo, esta vez el Mayor se unió al grupo, y salimos a las calles de Berlín. “Vas a identificar a tu ex jefe. Nada más. Nos dices quién es y se acaba tu participación en esta historia” dijo el Mayor.
»Yo ni siquiera recordaba los detalles del rostro del hombre que apenas vi un par de veces durante la guerra, pero asentí. El auto se detuvo muy cerca de la Estación Zoológico, uno de los ex agentes de la Stasi empezó a empujar la silla de ruedas y, en cuanto vi que nos rodeaban docenas de paseantes, me lancé al suelo gritando de dolor.
»Inmediatamente acudieron curiosos y personas con intención de ayudar. “Es el corazón. Ya he tenido antes un infarto”, dije, y ni el Mayor ni sus hombres lograron impedir que una ambulancia me sacara del lugar.
»A un hombre de setenta y dos años siempre le encuentran anomalías, y más aún si se trata de un lisiado.
»Les escribo desde el hospital de Charlottenburg. Encontrarán a Hans Hillermann y las malditas monedas de oro en la Tierra del Fuego. La única dirección de que dispongo es la que ya he citado: Puesto Postal número cinco. Quiera la suerte que esta carta llegue a vuestras manos y que den con Hans antes que los hombres del Mayor. Mi amigo se llama ahora Franz Stahl.
»De aquí no saldré vivo. Pude contarle la historia a la policía y pedir protección, pero todo este juego ha durado tanto tiempo que sería obsceno darle un final tan necio. Y estoy seguro de que a Hans le gustará jugarlo hasta las últimas consecuencias. A él le he escrito simplemente: “Lo siento, Hans. Los mismos de siempre van por ti. Nos vemos en el infierno”.
»Cuando lean esta carta iré en camino. Perdí. Siempre perdí. No me irrita ni preocupa. Perder es una cuestión de método.
»Ulrich Helm.»
Berlín, febrero de 1991