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Berlín: amanecer de un guerrero

Frank Galinsky abrió la puerta del piso y se enfrentó a la soledad. Al encender la luz de la sala le parecieron injustos y obscenos los rectángulos de vacío que reemplazaban a los cuadros. Sin muebles la habitación se veía enorme. Encendiendo todas las luces recorrió la vivienda. En la habitación de Jan apenas quedaban unos afiches de rockeros para decirle que hasta hace muy pocos días había sido el dormitorio de su hijo. Cerró la puerta y, al hacerlo, descubrió un hueso de goma. ¿Cómo se las arreglaría Blitz, el perro pastor, sin su juguete? Helga se lo había llevado todo, los muebles, Jan, hasta el perro. Pateó el hueso y se dirigió a la cocina. Allí se ordenaba el escaso mobiliario que le dejara Helga; una cama plegable, una mesa y una silla. Triste patrimonio, y más aún puesto en la cocina, donde dormía para ahorrar calefacción.

Dispuso la silla frente a la ventana, de una bolsa de plástico sacó una lata de cerveza y con los pies encima del calefactor miró hacia la calle. Pronto se detendría el primer tranvía en la parada todavía desierta. Pronto amanecería. Pronto pasaría el invierno. Pronto llegaría la incomparable primavera berlinesa. Pronto…

En realidad todo estaba ocurriendo demasiado aprisa en la vida de Frank Galinsky.

Súbitamente se había convertido en ciudadano de la República Federal Alemana y sin que hubiera sido necesario desertar al campo enemigo, porque también súbitamente había desaparecido la República Democrática Alemana. Se había esfumado desvanecido, desinflado sin pena ni gloria, en un acto absolutamente desprovisto de la dramaturgia tremendista y megalómana que caracterizó su existencia como nación. Los alemanes del Este, pasada súbitamente la euforia por hartarse de bananas, aprendían a ponerse al día con la vida feliz que durante cuatro décadas habían oído, intuido, olido al otro lado del maldito muro. Ahora se trataba de exigir, de pedir y tenerlo todo. Hasta sus gustos se regían por la ansiedad de satisfacer la curiosidad reprimida. Ya no se conformaban con un simple helado de chocolate o de vainilla. No. Ahora exigían los sabores envueltos en la cáscara del exotismo: piña, mango, papaya, maracuyá. Su mismo hijo lo había sorprendido preguntándole si no se hacían helados de aguacate. Sí. Todo había cambiado súbitamente y no dejaría de cambiar.

Frank Galinsky encendió un cigarrillo rubio, americano, de los que podían comprarse en cualquier parte. Americano. No esa mierda que habían fumado durante cuatro décadas y que no era más que paja seca. Qué suerte que el Mayor lo hubiera buscado, porque, cuando las cosas cambian con un ritmo tan acelerado, es conveniente ponerse del lado de quienes deciden el rumbo de los cambios.

Al caer el muro de Berlín, primer capítulo de la silenciosa extinción del Estado proletario, Galinsky sintió primero una desazón que no tardó en reconocer como miedo, pero un miedo diferente al sentido en las «misiones internacionalistas» en Angola, Cuba, Mozambique, o Nicaragua. Como oficial del Ejército Popular Alemán, y más aún como oficial de inteligencia, había pertenecido a la elite que disfrutó de los favores del Estado, y no existe miedo más terrible que el que viene de no saber quién, cómo, ni cuándo, pasará la factura por los favores recibidos.

De la noche a la mañana desaparecieron las antiguas instituciones. El ejército de la RDA se disolvió, los uniformes y las medallas se canjearon por sólidos marcos federales en los mercados de pulgas, y los militares pasaron a situación de disponibles mientras se investigaba su actuación al servicio del extinto régimen comunista.

Estar en situación de disponible equivalía a estar bajo sospecha, a padecer de una enfermedad contagiosa, de cuarentena obligatoria, cuyos primeros síntomas fueron los saludos negados por los antiguos amigos, compañeros, hijos de la grandísima puta que antaño formaban filas para encargarle objetos a cada viaje suyo al extranjero.

La enfermedad también contagió a Helga, que perdió su empleo de profesora de artes plásticas porque: «Como usted sabe, Frau Galinsky, las actividades de su esposo se están investigando. Claro que si usted decide cooperar con las autoridades de ocupación, ¡perdón!, de reunificación, e informa de ciertos asuntos que su esposo tal vez haya olvidado…».

Al poco tiempo la enfermedad invadió el piso, con la aparición de un sujeto que se dejó caer rodeado de leguleyos y policías.

—¿Cómo que propietario? Este piso es mío. Tengo documentos que lo demuestran. Me lo vendió el Estado.

—Pura basura, Herr Galinsky. El edificio fue construido ilegalmente porque el solar donde se levanta pertenece a nuestro representado. Puede ver copias de los certificados que lo acreditan. Y datan de la República de Weimar. Time ist Gold, Herr Galinsky: o firma un contrato de arriendo o iniciamos los trámites para conseguir el desalojo.

El dinero del paro apenas alcanzaba, de tal manera que Helga tuvo que emplearse como vendedora en una boutique de ropa, mientras Galinsky apretaba los puños cada vez que pasaba frente a la Oficina del Trabajo.

«Nombre: Frank Galinsky. Edad: cuarenta y cuatro. Profesión: militar. Indique estudios o especialidades: instructor de submarinistas y profesor de artes marciales. Idiomas: español, portugués, ruso e inglés. Interesante. Ah, pero se encuentra en situación de, disponible. Ya le avisaremos. Cuando se aclare su caso.»

¿Para qué diablos sirve un ex oficial de inteligencia de la RDA a los cuarenta y cuatro años?

Galinsky se formuló la pregunta durante medio año, parado frente a la misma ventana de la cocina, bebiendo cerveza de la misma marca y con la vista perdida en la misma parada del tranvía que en esos momentos tenía al otro lado de los vidrios.

Por esa misma ventana vio una tarde el BMW estacionado frente a la puerta. De él bajó un tipo elegante, que lucía una cabellera cana estudiadamente descuidada, y que con movimientos ágiles dio la vuelta al vehículo para abrir la puerta del acompañante. De ella bajó Helga. Sonriente, cruzó con el tipo frases que Galinsky no pudo escuchar. El hombre en ningún momento dejaba de acariciarle un brazo, y le besó una mano al despedirse.

—¿Cómo se llama tu chófer? Ignoraba que la boutique tuviera servicio de transporte —saludó Galinsky mientras Helga colgaba el sobretodo.

—Es el dueño de la tienda. Un hombre muy atento.

—Demasiado. Te toqueteó a gusto.

—No seas vulgar.

—Y tú no seas puta. El derecho de pernada desapareció con el feudalismo. ¿O es que también olvidaste la historia?

Entonces Helga lo miró con una frialdad que resaltaban sus muy abiertos ojos azules. La mujer soltó lentamente las palabras, como si las hubiera repasado durante largas noches insomnes.

—No. No he olvidado la historia. Es más; por fin la he comprendido. Por si tú todavía lo ignoras vengo de trabajar, de ganar dinero que entre otras cosas sirve para pagar el alquiler de este maldito piso, mientras tú lo único que haces es beber cerveza y lamentarte todo el día. Ese hombre que vino a dejarme es mi jefe y tiene estupendos planes para mi futuro. Abrirá una sucursal y me ha propuesto que la dirija. ¿Entiendes? Es mi futuro, el de Jan, y quien sabe si también el tuyo.

La mano abierta de Galinsky se estrelló contra el rostro de la mujer. La vio trastabillar, aferrarse al respaldo de una silla y caer con ella. Su primer impulso fue ayudarla a levantarse, pero Helga lo rechazó con un gesto.

Se incorporó, arregló su vestido y se encerró en el dormitorio.

Galinsky intentó entrar, pero la puerta estaba cerrada con seguro.

—Helga. Lo siento. No quise hacerte daño. Helga.

Pasaron un par de minutos hasta que la mujer abrió la puerta. Sostenía un pequeño bolso de viaje.

—¿Qué significa esto? ¿Adónde vas?

—No te incumbe. Déjame pasar.

—Helga. Ya me he disculpado. No seas rencorosa.

—No lo soy, Frank. Hasta te estoy agradecida. Me diste el impulso que me faltaba. Te dejo, y me llevo al niño. Lo he pensado largamente y si no lo hice antes, es tal vez porque todavía me quedan restos de fidelidad, solidaridad y toda esa mierda que nos metieron en la cabeza. Pero también sé que hay que triunfar, como sea. En la nueva Alemania no hay lugar para los que fracasan. Esa es la verdad, la única verdad.

—Das un paso, sólo un paso, y te rompo todos los huesos.

—Tócame un pelo y denuncio tus vinculaciones con el terrorismo. ¿Me crees tonta? ¿Supones que ignoro qué es lo que investigan de tu pasado? ¿Olvidaste tus viajes a África y Centroamérica? Déjame pasar, Frank. Es lo mejor para nosotros.

—Lárgate o te mato.

Helga se largó. Una semana más tarde regresó acompañada de un abogado a retirar sus pertenencias, las del niño y el perro. Dejó de verla durante cinco meses hasta que un juez los convocó para cumplir con los trámites del divorcio.

¿Para qué diablos sirve un ex oficial de inteligencia de un ejército que fue derrotado sin presentar la menor batalla? Galinsky no dejó de formularse la pregunta, y en eso estaba, hacía ya dos horas, sentado en un banco a la salida de la escuela de Jan, cuando un hombre tomó asiento junto a él.

—¿Por qué esa cara, Galinsky? Nadie tiene motivos para estar triste en la Alemania unificada —saludó el Mayor.

Galinsky nunca había intimado con el Mayor pero lo conocía desde fines de los años setenta, cuando el oficial dirigía una academia militar clandestina en la que se impartían cursos de sabotaje, de inteligencia y logística a varias docenas de revolucionarios africanos y latinoamericanos, hombres destinados a ser los oficiales de las futuras fuerzas armadas de sus respectivos países. Él era entonces instructor de los latinoamericanos.

—Qué sorpresa. ¿Cómo está, Mayor?

—Muy bien. ¿Puedes afirmar lo mismo?

Galinsky lo observó detenidamente. Debía de bordear los sesenta, pero se veía más joven sin el rústico uniforme color rata. Vestía un traje negro de buen corte y enfundaba las manos en guantes de suave cabritilla. Su presencia emanaba el sutil aroma de un after shave de buena marca y la seguridad del que sostiene la sartén por el mango.

—Estoy mal, Mayor. Muy mal.

—Algo he escuchado. Pero quiero conocer tu versión.

«Viejo zorro», pensó Galinsky. «Este encuentro de casual no tiene nada, y está usando el viejo truco de siempre: ahí está la legión de los mejores guerreros, de los más probados, de los ejemplares, de los capaces de cumplir cualquier misión en el frente, pero llegada la hora más difícil, la de meter a un hombre tras las líneas enemigas, los héroes valen menos que un escupo. Entonces se recurre al negligente, al que no destaca en las primeras filas, al que pincha un caballo muerto para enseñar la espada también ensangrentada al final de la batalla. Cuéntame tus cuitas, le dice el oficial. Olvidemos los rangos. Hablemos de hombre a hombre. Y el otro se suelta, muestra sus lados flacos que el oficial simula escuchar mientras los va enumerando. Es un test de inteligencia al que el otro se somete sin saberlo. Al final, todas las muestras de sensatez convertidas en pecados reciben la generosa oferta de enmienda, de rehabilitación a través de la penitencia, de la peregrinación al otro lado de las líneas enemigas. Es recomendable elegir los voluntarios entre los menos aptos para la acción heroica, o entre los más tocados por los efectos de la guerra en la sociedad civil. Qué gran cabrón fuiste, Von Clausewitz.»

—Estoy acabado. Disponible. Sin empleo. Divorciado. Y en dos semanas tengo que dejar el piso. Kaputt, Mayor. Kaputt.

—Lo sé. Sin embargo tu situación puede cambiar, Frank Galinsky, mi viejo compañero de la sección latinoamericana. ¿Estás dispuesto a asumir una misión?

—La que sea, con tal de salir de esta mierda.

—¿Sin preguntas?

—Un soldado no precisa conocer más que su destino y objetivo.

—Tu situación ya empieza a cambiar, Galinsky. Mañana tienes una cena de negocios conmigo. Te recogeré a las ocho en punto en nuestra querida Alexander Platz, junto al reloj que marca todas las horas del mundo.

Frank Galinsky saludó a su hijo sacudiéndole la cabellera. Tomó la mochila del niño y se la echó sobre un hombro. Así caminaron las cinco cuadras que separaban la escuela del piso de Helga. Al dejarlo en la puerta lo abrazó.

Jan, ¿recuerdas que te prometí que un día iríamos de vacaciones a España? Pues iremos, y pronto.

—¿De veras? ¿Hay campamentos de pioneros en España? ¿Y Blitz? ¿Podemos llevarlo?

—Naturalmente. El perro también va con nosotros.

Luego de dejar a Jan echó a caminar por la ciudad. Iba eufórico, sintiendo que la vida comenzaba de nuevo. De pronto reconoció su imagen en el espejo de una vitrina.

—Estás hecho un asco, camarada, un verdadero asco. Y si quieres volver a ser el que una vez fuiste, debes empezar ahora —masculló, y empezó un trote que lo llevó hasta las orillas del Wannsee.

Corrió dando vueltas al lago hasta que la noche se abatió sobre Berlín, hasta que la última casa ribereña apagó las luces, hasta que los músculos reclamaron, hasta que se supo todavía capaz de dominarlos y vencer su cuerpo, hasta que miró el reloj y vio que eran las cuatro de la mañana.

Al detenerse tenía el cuerpo empapado de sudor. Había botado por todos los poros la vergüenza de la derrota.