Después de que Connie insistiera en que se fuese, Dal se encaminó a casa de Elizabeth. A medio camino, cambió de idea. Si iba allí, tendría que reconocer su derrota; un fracaso temporal, al menos. A Elizabeth no iba a gustarle.

Podía perderla.

Antes que correr ese riesgo, decidió pasar la noche en un motel. Encontró una habitación en el Palm Court, en las afueras de Pico. Era una habitación pequeña pero limpia.

La televisión iba a monedas.

La cama tenía mecanismo vibrador, pero Dal no tenía ningún cuarto de dólar suelto.

Se sentía muy deprimido cuando se metió en la cama. Durante largo rato fue incapaz de dormir. Todo era tan complicado… Él sólo deseaba a Elizabeth. Pero para conseguirla -para conservarla- tenía que casarse con Connie.

No necesariamente.

Lo único que tenía que hacer era hacerse rico.

Lo único.

Si fuera fácil hacerse rico, él haría mucho tiempo ya que lo sería.

Sólo podía pensar en una forma de conseguirlo: casarse con el dinero. Debía de haber montones de chicas ricas en la ciudad. Pero él solamente conocía a una.

Maldita sea, estaba casi a punto de conseguirlo antes de que aquel Pete metiera su nariz en el asunto.

Ja, su nariz. Había metido mucho más que eso, el muy bastardo.

«Míralo desde el lado bueno, de todos modos; quizá termine dejando a Connie. Es posible.»

Especialmente con un poco de ayuda.

Dal permaneció tendido con los ojos cerrados, ignorando el ruido de los coches que pasaban justo al otro lado de su ventana, y pensó en diversas formas en que él podía ayudar.

Por la mañana, se despertó sintiéndose algo mejor. Se dio una larga ducha caliente. Luego salió a pasear un poco. Desayunó huevos con salchichas en Sambos. En un Drug Mart al final de la calle compró una maquinilla de afeitar, un aerosol de crema de afeitar, y una barra de desodorante.

No podía presentarse ante Elizabeth como un vagabundo.

Sonriendo, regresó a su habitación del motel. Se afeitó, se untó los sobacos con desodorante, y comprobó su aspecto.

Ensayó su historia mientras conducía a casa de Elizabeth.

Ella le abrió la puerta, con un aspecto tan radiante como se sentía el propio Dal. Llevaba una bata de seda que hacía juego con sus ojos verdes, atada suelta en la cintura. Apenas le llegaba a cubrir las ingles.

–Tienes un aspecto precioso esta mañana -dijo Dal.

–No te quedes ahí como un bobo. Pasa y bésame.

Obedeció de buen grado. Mientras la besaba, sus manos se deslizaron hacia abajo por su bata y dentro de ella. Estrujó la fría piel de sus nalgas. La apretó fuertemente contra él.

–No tengo mucho tiempo -dijo-. Connie está en la iglesia. Sólo puedo pararme un momento.

–¿Todo ha ido bien?

–Estupendamente. Algo increíble.

–Cuéntame.

–Más tarde -dijo él, sintiendo que su excitación aumentaba.

–Ahora -dijo ella.

Se apartó y se dirigió delante de él hacia la sala de estar. Se sentó en un sofá blanco, y alzó los pies.

Dal se sentó junto a sus pies.

–Hice exactamente tal como tú sugeriste. Le compré unas flores en el camino de vuelta a casa.

–¿Y le gustaron?

–Le encantaron. Le encantaron absolutamente. Lloró, y me pidió perdón por la forma en que había quemado la cena, y quiso saber dónde había pasado yo la noche.

–¿Qué le dijiste?

–Que había pasado la mayor parte de la noche conduciendo sin rumbo fijo, aturdido. Y que por último había estacionado en una calle tranquila, no sabía dónde exactamente, y me había echado a dormir en el asiento de atrás.

–Encantador-dijo Elizabeth.

Le dio una patada cariñosa en el muslo.

–Oh, Connie se lo tragó todo entero. Nunca la había visto con un aire tan culpable.

–Espero que aprovecharas la ocasión para seguir atacando.

–Puedes sentirte orgullosa de mí.

–¿De veras?

–Mientras Connie estaba llorando y llena de remordimientos, la tomé entre mis brazos y le dije: «¿Por qué no te saco a cenar esta noche, y nos lo pasamos bien y olvidamos todo acerca de esa tonta pelea?».

–¿Y lo hicisteis?

–Lo hicimos.

–Bravo.

Dal palmeó su ligeramente bronceado empeine y deslizó la mano a lo largo del tobillo.

–Fuimos a un tranquilo restaurante francés…

–¿Cuál?

–Henri's.

–Oh, un sitio estupendo.

–Y me declaré.

–¿Aceptó?

–¿Cómo podía rechazarme?

Dal deslizó la mano por debajo de la pierna alzada de Elizabeth y acarició la suavidad de su pantorrilla.

–¿Aceptó?

–Por supuesto. Y le di el anillo.

–¿Le iba?

–Un poco justo. Lo llevaré a un joyero la semana próxima y lo haré ensanchar.

–¿Le gustó el anillo?

–Se quedó alucinada. Dijo: «Es magnífico». Creo que se sintió un poco impresionada al pensar que yo me había gastado tanto dinero, pero no la oí quejarse.

–Así que ahora eres un hombre comprometido.

–Aja.

–¿Cuándo es el gran día?

–El treinta y uno de julio.

Elizabeth sonrió. Alzó más la pierna, y la apoyó en el respaldo del sofá.

–Déjame ser la primera en felicitarte, querido.

–No quiero -dijo Connie.

–No llevará mucho tiempo -le respondió Pete-. Te echaré una mano. Las dos manos, si lo prefieres.

–De veras, prefiero que no. Vayamos a algún sitio. El puede venir y recoger sus cosas él mismo. Me preocupa que alguien pueda cogerlas si las dejo fuera.

–Eso sería malo.

–Me sentiría culpable por ello.

–¿No temes que él venga y destroce el lugar?

–¿Dal? No. Es más bien tímido.

–Esos son los que se vuelven locos cuando las cosas van mal.

–Realmente, Pete, te preocupas demasiado.

–Y tú no dejas de decírmelo.

–Porque es cierto.

–Incluso los paranoicos tienen enemigos.

Ella sonrió.

–Lo sé. Y un reloj roto marca la hora exacta dos veces al día. ¿Más café?

–Yo iré a buscarlo.

Pete se fue. Sola en su terraza particular de la parte de atrás, ella acercó un poco más su tumbona a la barandilla para que la luz del sol le diera en el rostro. Se reclinó e inspiró profundamente. La brisa de la mañana era fría, el sol caliente. Se preguntó si alguna vez se había sentido tan bien antes.

Seguro. Ayer. Y el viernes por la noche.

Estando con Pete.

Era como volver a nacer…, joven, fresca y feliz, con el día siguiente lleno de promesas.

Él volvió, y le tendió la taza de café. Se sentó en la silla frente a ella.

–¿Qué te parece si vamos al Marina a tomar un desayuno con champaña? – preguntó.

–¡Estupendo!

18

Freya se quedó en casa el lunes por la mañana. Llamó al trabajo diciendo que estaba enferma. Aunque se sentía bien cuando marcó el número telefónico, su corazón empezó a latir alocadamente y sintió retortijones en el vientre cuando la doctora Eginton respondió.

Carol Eginton, la encargada del personal femenino, la condescendiente zorra.

–Espero que no sea nada serio -dijo.

–Yo también lo espero -dijo Freya, tensando la voz, como si reprimiera un gemido de dolor-. Yo… voy a ir al médico esta mañana.

–Está bien. Haremos todo lo que podamos sin usted.

–Gracias.

–Cuídese.

–Lo haré.

Colgó.

Bueno, no iba a tener que seguir tratando durante mucho tiempo a aquella zorra. Si todo iba como estaba planeado, le diría adiós a su maldito trabajo a finales del verano.

Lástima que no pudiera llevar a Carol a casa de Todd. Le encantaría verla en manos de Schreck. Pero era un pez demasiado gordo; su desaparición podía traer problemas.

Hasta ahora, sus precauciones habían dado resultado.

Tan sólo la desaparición de las chicas excursionistas había aparecido en las noticias. Ahí Todd había sido un poco descuidado. Excesivamente confiado, tal vez. Pero le había asegurado a Freya que no movería la cinta, ni siquiera la llevaría al laboratorio para su conversión a 35 mm, hasta que el asunto se hubiera olvidado.

Luego estaba el asunto de Tina. Eso hubiera tenido que funcionar perfectamente; ni Tina ni su amigo tenían padres vivos que pudieran echarlos de menos. Tina se había mudado, se había ido con el chico, y no había dejado ninguna dirección. Esa era la historia que contaría si alguien preguntaba. Freya hubiera debido contarla cuando llamó aquella antigua compañera de habitación. Había sido un error estúpido. Pero ¿quién iba a pensar que la chica seguiría insistiendo?

Bueno, ella se había encargado de aquel pequeño problema. Nadie se había presentado todavía, preguntando por ella. Una buena señal. Quizá ni siquiera fuera echada de menos. Podía ser un problema, sin embargo, cuando pasaran el filme.

La buena de Brit podía tener amigos que frecuentaran el Palacio Encantado.

Mierda, ¿por qué preocuparse? Con la voz doblada y el cabello teñido, ¿quién la reconocería?

Hubieran debido teñir también el cabello de Tina. No podían, por supuesto, de la forma en que se había hecho la filmación. Probablemente tampoco pudieran hacerlo con Chelsea. Para eso había que tener a la chica bajo control. Como «la que fuera» en el filme del inquisidor. O aquella estúpida autostopista. Todd había elegido para ese primer filme el título de Schreck el ejecutor.

Con toda probabilidad, un pequeño cambio en la apariencia era suficiente para impedir que la gente reconociera a sus amigas.

Si pudiera pensar en una forma de disfrazar a Chelsea… Oh, mierda, Chelsea era de Oakland. Eso estaba muy lejos de Los Ángeles.

Freya se sirvió una taza de té, y miró el reloj de la cocina. Las siete y media.

Los bancos abrían a las diez.

Chelsea la Cerdita llegaría a las once.

Mucho tiempo que matar. Se dirigió a la sala de estar, conectó la televisión y puso el canal de Buenos días, América.

A las 10.32 sonó el timbre de la puerta. Freya se levantó, tiró de sus ceñidos shorts, y abrió la puerta.

Chelsea, con una risueña sonrisa hinchando sus mejillas, agitó un puñado de billetes verdes ante el rostro de Freya.

–Seiscientos pavos -dijo-. No creías que viniera, ¿verdad?

–No lo dudé ni un momento.

Hoy, su camiseta decía: «Salva un árbol…, cómete un castor».

Freya tomó el dinero. Permaneció en la puerta, contándolo. Seiscientos dólares, en billetes de cincuenta.

–Un recibo, por favor.

–Por supuesto. Entra. – Mientras extendía un recibo, dijo-: ¿Siempre eres tan detestable, Chelsea?

–Cuando me conviene.

–Supon que firmamos una tregua. Te ayudaré a subir tus cosas, e incluso te llevaré a cenar fuera esta noche para celebrarlo.

–¿Pagarás tú?

–Naturalmente. – Agitó los seiscientos dólares ante Chelsea-. Acabo de cobrar un montón de dinero.

–Eres incorregible.

Bajaron a la calle. Freya vio una deslucida camioneta gris llena de enormes etiquetas en los parachoques: ACÉRCATE, POR FAVOR…, NECESITO EL DINERO; NUNCA LO TUVE; FRENO POQUITO A POCO; EL TUYO; TRÁEME A TUS PADRES PARA QUE LOS CASE, y otras por el estilo.

–Tu trasto, supongo.

–¿Cómo lo adivinaste?

Mientras descargaban, Freya echó un vistazo a las pertenencias de la otra. No había mucha cosa que pareciera prometedora. El estéreo, la televisión portátil y una máquina de escribir podían proporcionarle unos cuantos billetes, pero todo lo demás parecía pura basura.

–¿Dónde vas a llevarme a cenar?

–Hay un restaurante encantador en la costa, un poco más arriba.

–¿En la costa, un poco más arriba? ¿Cuan arriba?

–Sólo unos quince minutos -dijo Freya.

–Tiene que haber algún otro lugar más cerca.

–Nada comparado con eso. Tiene una vista maravillosa sobre el océano.

–¿Tengo que arreglarme para la ocasión?

–¿Es posible?

–¿Quién es ahora la detestable?

–Estás preciosa -dijo Freya, cuando Chelsea salió del dormitorio con un vestido que parecía un viejo mantel.

–¿He superado la inspección?

–Con honores.

Fueron al coche de Freya.

–¿Quince minutos?

–Más o menos. Quizá un poco más. Ahora bien, el lugar vale la pena. La mejor comida que hayas probado nunca.

–Espero que sirvan mucho -dijo Chelsea-. Me comería un caballo.

–No sirven caballos.

–Dijiste quince minutos.

–Ya casi llegamos -dijo Freya.

El sol estaba más alto sobre el océano que la última vez, y hacía la conducción más fácil.

–Muchas molestias para ir a cenar.

–Este lugar es especial.

–Eso es lo que tú dices.

–Espera a verlo.

Cuando Freya tomó el desvío, Chelsea dijo:

–Estabas bromeando. Ahí arriba no hay ningún restaurante.

Afortunadamente, Todd había recordado dejar la verja abierta. Lo contrario hubiera despertado las sospechas de Chelsea. Hasta aquel momento no parecía preocupada…, tan sólo curiosa.

Cuando Chelsea vio la casa, meneó la cabeza.

–¿Es eso?

–Es eso.

–¿Se trata de un chiste?

–Es un restaurante. El mejor restaurante en kilómetros a la redonda.

–Lo creeré cuando lo vea.

Un solo coche, un Plymouth azul, estaba estacionado delante. Freya colocó el suyo a su lado.

–Si este lugar es tan bueno -dijo Chelsea-, ¿por qué sólo hay un coche?

–Es muy exclusivo.

Freya saltó del coche. Chelsea abrió su puerta contra el Plymouth, y se escurrió fuera.

–¿No podías haber aparcado más cerca de él?

Freya sonrió.

–No seas aguafiestas.

Se encaminaron hacia los escalones del porche. Mientras los subían, la puerta delantera se abrió. Todd salió, vestido de smoking. Dejó la puerta abierta de par en par.

–Ah, jovencitas -dijo-, las estábamos esperando. Bienvenidas a Hillside Manor. Soy Clarence, el maítre.

Le siguieron al vestíbulo.

–Como pueden ver, jovencitas, Hillside Manor es un restaurante de lo más peculiar. Es el hogar de Rudolph Webb, el celebrado chef autor de La cocina de Webb. Abrió este lugar al público hace quince años, como…, digamos, un lugar donde probar sus recetas.

Entraron en el comedor. La gran mesa de caoba estaba servida para tres. Todd sentó a Freya y Chelsea una frente a la otra, cerca de la cabecera de la mesa.

–Como clientes de este lugar -prosiguió-, van a ser partícipes en la creación de un plato muy original. ¿Les apetece un cóctel antes de que sea servida la cena?

–Tónica con ginebra -dijo Chelsea.

–Yo tomaré vino blanco. El vino de la casa, por favor.

–Espléndido.

Todd se dio la vuelta y desapareció por la puerta basculante en dirección a la cocina.

–Todo esto resulta extraño -dijo Chelsea-. ¿Vamos a ser conejillos de Indias de ese chef, eh?

–Los conejillos de Indias nunca se lo pasan tan bien.

–¿Cómo descubriste este lugar?

–Me trajo un amigo. Al principio me puse muy nerviosa. No podía acabar de creer que se trataba de un restaurante. Pensé que me había engañado, y que me había traído aquí con inconfesables intenciones. Es una vieja casa más bien siniestra. Pero luego me impresioné agradablemente. Comimos pato con una maravillosa salsa de vino. Probablemente la mejor comida que haya probado nunca.

Todd regresó con las bebidas. Freya alzó su copa de vino.

–Hay sangre en tu ojo -dijo.

–Barro -corrigió Chelsea.

–Lo que sea.

Bebieron.

Chelsea indicó el lugar en la cabecera de la mesa.

–¿Va a unirse alguien a nosotras?

–Oh, sí. El chef en persona. Saldrá cuando la comida esté preparada.

–Maravilloso -murmuró Chelsea.

–Te gustará. Es un hombre realmente fascinante.

–Espero que la comida sea buena. Odiaría tener que hacerle ascos delante del chef.

–Jovencitas…, su anfitrión, Rudolph Webb.

Todd mantuvo abierta la puerta de la cocina, y Schreck entró en el comedor. Caminó envaradamente hasta la mesa, con el flaco rostro solemne, y tendió una mano a Chelsea.

La muchacha esbozó una pálida sonrisa, pero estrechó la mano ofrecida.

–Bienvenida -dijo Schreck-. ¿Tú eres?

–Chelsea.

Dio la vuelta a la mesa. Freya se estremeció cuando estrechó su mano. Enfundado en su smoking negro, parecía un empleado de pompas fúnebres. Un pálido y delgado empleado de pompas fúnebres que se pasaba demasiado tiempo entre sus cadáveres.

–Yo soy Freya -dijo ella.

–Sí, te recuerdo. Bienvenida de nuevo a mi casa.

Se sentó. Todd sirvió vino tinto en su copa. Se la llevó a los labios. Mientras bebía, un delgado hilillo se deslizó por una de las comisuras de su boca y cayó de su barbilla. No pareció darse cuenta. Cuando hubo vaciado su copa, Todd volvió a llenarla.

–Trae la bebida para las damas -ordenó Schreck-. Luego sirve la sopa.

Todd se llevó las copas.

–El primer plato será una delicada sopa de carne y hierbas -dijo Schreck-. Estoy seguro de que la encontraréis de lo más inusual, algo así como las albóndigas mexicanas, pero más sustanciosa.

Sonrió, y sus labios dejaron al descubierto unos retorcidos y oscuros dientes y unas pálidas encías.

Todd trajo la bebida. Freya se dio cuenta de que le temblaba la mano cuando alzó la copa. Los ojos de Chelsea se encontraron con los suyos, y destellaron.

–Suelo comer con mis huéspedes -dijo Schreck- con el fin de tener la oportunidad de saborear sus reacciones mientras ellos saborean mi cocina. Se trata de un capricho por mi parte, pero creo que debemos permitirnos el gozar de los efectos de nuestros esfuerzos creativos. Soy, si puede expresarse así, como el dramaturgo que asiste al estreno de su drama… a fin de captar las reacciones del público, estremecerse ante las risas, la tensión y los aplausos, y detectar aquellos lapsos donde, quizá, la obra requiera un ajuste.

Todd entró, empujando un carrito de servir. Depositó un bol de sopa en cada plato, y regresó a la cocina.

Freya contempló el grumoso líquido marrón en su bol. Parecía idéntica a la sopa que tenían Chelsea y Schreck. Sin embargo, Todd le había asegurado…

Bon appétit-dijo Schreck.

Hundió la cuchara en su bol, y extrajo trocitos de carne junto con cebolla y otros vegetales. La cuchara goteó mientras se la llevaba a la boca. Masticó lentamente, como saboreando la mezcla en busca de sus más íntimos aromas. Luego tragó, y suspiró placenteramente.

Freya, luchando por controlar las náuseas, tomó un sorbo de vino.

Cogió su cuchara, la metió en la sopa, y la removió mientras contemplaba a Chelsea probar su primer bocado.

La cuchara de la muchacha humeaba ligeramente. Dio un sorbo, asintió, y sonrió nerviosamente a Schreck.

–Delicioso -dijo.

Freya siguió removiendo su bol. «El mío es tan sólo cordero», se dijo a sí misma. Pero no podía decidirse a probarlo. Observó a Chelsea coger una cucharada del fondo. Estaba llena de vegetales y trozos de carne. Desapareció en su boca. La muchacha masticó, y asintió.

El estómago de Freya se convulsionó. El vómito ascendió hasta su garganta. Lo tragó con un esfuerzo, y terminó su vino.

–Es estupendo -dijo Chelsea-. La mejor sopa que haya comido nunca.

Schreck sonrió y asintió.

–Normalmente no me gusta mucho la sopa -prosiguió ella-. La mayor parte de las veces es demasiado sosa. – Tomó otra cucharada. Y otra-. ¿La has probado? – preguntó a Freya.

Freya asintió.

–Excelente.

–¿La incluirá en su próximo libro de cocina?

–Lo más seguro -dijo Schreck.

–Me encantará tener la receta. – Metió otra cucharada en su boca. Mientras masticaba, dijo-: ¿De qué tipo de carne se trata?

–¿No lo adivina?

–No. ¿Cerdo?

–No.

La muchacha alzó una cucharada y la estudió. Con los dientes, cogió un trozo de carne y lo comió separadamente del resto. Se alzó de hombros.

–¿De qué se trata, conejo o algo así?

Schreck sonrió.

–Va acercándose.

Ella terminó la cucharada, dragó el fondo de su plato, y extrajo un trozo algo más grande. Lo estudió.

–Eh, este aún tiene algo de hueso.

Con su mano libre, lo alzó de la cuchara y le dio la vuelta. Freya contempló la pequeña y brillante placa de una uña.

Chelsea dejó caer el trozo como si se hubiera quemado. Levantó salpicaduras en la superficie de la sopa. Echó la silla hacia atrás, pero Schreck le sujetó el brazo.

–¿Qué ocurre? – preguntó.

–Es… ¡un dedo de un pie!

–Oh, querida. Lo ha adivinado usted.

Schreck dejó escapar una risita.

Chelsea se atragantó. Intentó liberarse de la presa de Schreck, pero no lo consiguió. Se mantuvo envarada en su silla, y empezó a sollozar.

Todd entró con el vino blanco.

–Espero que les guste nuestra comida -dijo, sonriente.

–Sí -dijo Schreck-. Creo que ya estamos listos para el segundo plato.

–Muy bien.

–Deje la botella -dijo Freya.

Llenó su copa, la apuró rápidamente, y volvió a llenarla.

Chelsea siguió sollozando.

–No comprendo por qué te has trastornado tanto -dijo Schreck-. Hace sólo un momento, estabas alabando su sabor.

–¡Está usted loco! – hipó Chelsea.

–Estoy seguro de que apreciarás aún más el siguiente plato.

Todd trajo una bandeja y la depositó frente a Chelsea.

Chelsea comenzó a gritar.

–Una auténtica delicia -explicó Schreck-. Rostro cocido al horno sobre fondo de macarrones y cubierto con una delicada salsa de tomate. Lo llamo Rostro a la Marinara.

Freya observó, asqueada y fascinada, mientras Schreck sujetaba firmemente a Chelsea y la obligaba a comer.

Le tapó enérgicamente la nariz a fin de obligarla a abrir la boca.

Le golpeó fuertemente los dedos.

Le desgarró el vestido y la pinchó con un tenedor.

Finalmente, ella se atragantó con un bocado de carne muy tostada. Pateó y se retorció, se puso azul, y finalmente murió.

Todd entró en la habitación, aplaudiendo.

–¡Bravo, bravo!

Dio una palmada a Schreck en la espalda.

–¿Satisfecha? – preguntó a Freya.

Ella asintió.

–Gracias -dijo.

–Bien, será mejor que nos retiremos a la sala de control, y veamos lo que Bruno ha conseguido para nosotros.

–Todd… -dijo Schreck, y señaló con la cabeza al cadáver.

–Por supuesto. Es toda tuya.

Mientras Schreck recogía el cuerpo, Freya siguió a Todd fuera de la habitación. Le aferró el brazo.

–La mía era de cordero, ¿verdad?

–Princesa -dijo él-, ¿qué clase de bestia piensas que soy?

19

Connie trabajó mucho el martes. Las escenas llenaban su cabeza como si ella misma se hubiera convertido en Sandra Dane. Podía oler el agrio aliento del padrastro de Sandra cuando se lanzaba sobre ella. Podía sentir su peso, sus rudas manos desgarrando la crinolina…, oír su aullido de dolor cuando ella le daba una patada en los testículos.

El cálido aire nocturno. El olor del establo. La sensación de su garañón, Trueno, entre sus piernas mientras lo cabalgaba a pelo por entre los campos. Su repentino miedo cuando Trueno saltó una valla y tropezó, y ella cayó de cabeza.

El soldado de la Unión, uno de los odiados saqueadores de Sherman, acudiendo en su ayuda. Tenía la sonrisa de Pete, y los ojos de Pete. Aunque había oído historias horribles del ejército de Sherman, aquel hombre parecía diferente. Sabía que no tenía nada que temer de él.

Una luz parpadeó en su escritorio.

«¡Maldita sea!»

Dejó la pluma sobre el bloc, y se puso en pie. Sentía los músculos rígidos. Se estiró mientras se dirigía hacia la puerta de entrada.

Medio esperó encontrar a Dal al otro lado, que regresaba en busca de algo que pretendía haber olvidado cuando se fue del apartamento, el domingo.

Pero no era Dal.

Era una mujer joven de ojos turbados.

–¿Sí?

–Usted es Connie, ¿verdad?

–Sí.

–¿Puedo pasar, por favor? Necesito hablar con usted acerca de Pete.

–¿Acerca de Pete? ¿Qué…?

–Soy su esposa…, Sandra.

Connie se sujetó al pomo de la puerta para mantener el equilibrio.

–¿Su esposa?

–Sí.

–Eso es imposible.

La mujer meneó la cabeza.

–Es completamente posible, me temo.

–Él me lo hubiera dicho.

–¿De veras?

–He estado en su casa. No había… ¡No puede estar casado!

–La llevó a usted a su casa en la playa Verde. Siempre es allí donde lleva a sus…, a sus mujeres. ¿Puedo pasar?

–¡No! ¡Está usted mintiendo! Esto es un truco o algo así.

–Quiero que deje de ver a Pete. Sé que…, que él puede ser irresistible a veces, y quizá piense usted que está enamorada de él. Siempre consigue ese efecto. Yo… he pensado mucho en todo esto. Dios sabe cuántas veces he decidido divorciarme de él. Pero le quiero, Connie, y…, y acabo de saber que estoy embarazada. Voy a tener un hijo de Pete.

–¡No!

–Lo siento. Sé que esto tiene que resultar horrible para usted… pero piense lo que supone para mí. Mi marido… no vino a casa en todo el fin de semana. Dijo que estaba trabajando en un caso, pero sé que era mentira. La misma vieja mentira. Así que el sábado fui a la casa en la playa. Entré. Tengo una llave, por supuesto. Entré, y les oí a ustedes dos, y… -Su barbilla tembló. Se mordió el labio inferior, e inspiró profundamente-. Quiero que él vuelva, Connie. Quiero al padre de mi hijo. Por favor. Usted parece una persona decente. No…, no me quite a mi marido.

Se secó unas lágrimas, y se alejó.

Dal arrojó la corbata en el sofá y penetró en la pequeña cocina de su nuevo apartamento. Tomó la botella de ginebra de una caja de cartón que había en el suelo, a un lado. Tras rebuscar en la atestada caja encontró el vermut. Tomó un vaso de plástico del extremo de una pila de ellos encajados el uno dentro del otro, y se preparó un martini.

No había olivas.

Oh, mierda.

Abrió el congelador de la nevera, echó un vistazo al montón de alimentos precocinados congelados, y decidió salir a comer fuera. No había ninguna razón para tener que comer nada de aquello, confinado allí en el diminuto apartamento.

Había tomado el primer apartamento amueblado de una sola habitación que había podido encontrar en domingo. Tras la espaciosa y agradable casa de Connie, aquel cubículo bastaba para darle claustrofobia. Ni siquiera tenía acceso directo al exterior. En vez de ello, tenías que recorrer un largo pasillo y bajar una escalera para salir fuera.

Sabía, incluso mientras entraba sus escasas pertenencias, que iba a odiar aquel lugar.

Lo único que tenía que hacer era no dejar de recordarse que no iba a ser por mucho tiempo.

Luego conoció a Etta, la chica del otro lado del pasillo, una actriz, la solución a su problema.

Se preguntó si ya habría vuelto.

Martini en mano, se dirigió a su apartamento y llamó. Oyó ruido de pasos. Sonrió a la mirilla, y la puerta se abrió.

–Oh, el encantador vecino. Pasa.

Entró, admirando a Etta. Era atractiva, con una piel profundamente bronceada, una densa mata de pelo rubio, y curvas por todas partes. Por supuesto, no podía compararse a Elizabeth.

–¿Lo hiciste? – preguntó Dal.

–Claro que lo hice, amor. Dame un sorbo. – Tomó el martini de su mano, bebió un poco, y se lo devolvió-. Estuve fabulosa. Hubieras debido verme. Darryl Zanuck hubiera debido verme. Escucha esto.

Puso en marcha un pequeño cassette.

Durante unos cuantos segundos, Dal oyó el zumbido de una cinta en blanco. Luego llegó la voz de Etta.

–Uno dos tres, uno dos tres, probando, probando.

Más cinta en blanco.

–¿Sí?

La voz de Connie.

–Usted es Connie, ¿verdad?

–Sí.

Escuchó toda la cinta. Al principio el sonido de la voz de Connie le causó dolor. Se preguntó por qué se había permitido perderla. Pero la impresión que demostró ella le complació. Realmente se lo había tomado en serio. Bien. Se lo merecía, por haberle hecho aquello. Dio un sorbo a su martini. La fuerza de todo aquello le impresionó…; ¡destruir toda aquella confianza y amor con una mentira tan simple!

–¿Qué te parece? – le preguntó Etta cuando la cinta hubo terminado.

–Creo que te mereces un Oscar.

–Claro que sí.

Dal sacó su billetera. Le tendió cien dólares en billetes de a veinte.

–Si me necesitas alguna otra vez -dijo ella-, aquí estoy.

–Veremos cómo resulta esto.

–Oh, sí, buena suerte.

–El anillo.

–¡Oh! ¿Quieres decir que no puedo quedármelo?

Con una risa, se sacó el anillo del dedo y se lo tendió a Dal.

Por un momento, Dal pensó en pedirle a Etta que fuera con él a cenar. Sin embargo, decidió que mejor no. No se sentía con ánimos de encajar una posible negativa. Además, si Elizabeth se enteraba…

Connie se sentía desolada. Tomó un largo baño, pero aquello no la ayudó. Su mente repasaba una y otra vez la conversación, regresaba a cada minuto de sus momentos con Pete, buscando desconocidas respuestas.

Deseó haberle pedido pruebas a la mujer. Un permiso de conducir. Algún tipo de evidencia que respaldara sus horribles palabras.

Pero Connie no quería pruebas.

Lo que quería era no creer a la mujer. Se aferraba a la posibilidad de que todo fuera un error, o una burla, o una sucia mentira.

Quizá Dal había enviado a la mujer. Por venganza. O para hacer que dejara a Pete.

Pero sabía, incluso mientras pensaba en todo esto, que lo único que haría era aferrarse desesperadamente a un puñado de aire.

La mujer había dicho la verdad.

Pete estaba casado.

Había estado mintiéndole, jugando con sus emociones, animándola a que se enamorara de él. Engañosamente, para llevársela a la cama.

No, era incapaz de creer eso.

Ya no sabía qué creer.

Se dejó caer en la cama y miró al techo. Su mente era un confuso desorden.

Volvió los ojos hacia el reloj. Casi las siete.

Pete llegaría de un momento a otro. A menos que se hubiera enterado de todo. Quizá su esposa se le había enfrentado hoy, y nunca volviera.

Se cubrió los ojos con la almohada, luego la echó rabiosamente a un lado. Si se tapaba los ojos, no podría ver la luz del timbre.

La luz empezó a parpadear.

Sintió un nudo en el estómago. Sintió como si fuera a vomitar.

«Por favor, que sea Pete.»

Abandonó el dormitorio.

«Haz que me diga que todo es una mentira. Por favor, haz que nada de esto sea cierto.»

Abrió la puerta, y era Pete. Le sonrió y avanzó hacia ella. Ella alzó una mano para detenerle.

–No lo hagas -dijo.

–¿Qué ocurre?

–Estás casado.

El rostro del hombre adquirió un tono ceniciento.

–Admítelo. ¡Estás casado!

–¿Cómo…, cómo lo supiste?

20

Pete metió el pie entre el marco y la puerta. La hoja de la puerta lo golpeó, deteniéndose contra su zapato. Empujó con el hombro, haciéndola abrirse de nuevo.

–Connie, déjame entrar. Déjame entrar, maldita sea.

Ella no dijo nada. Emitía gruñidos y lloriqueos mientras intentaba mantener la puerta cerrada.

Luego la soltó. Retrocedió unos pasos, meneando la cabeza y llorando.

–Escúchame -dijo él-. Te quiero, Connie. Escúchame.

–Oh, Pete, ¿cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerme esto a mí, hacérselo a Sandra?

–¿Quién es Sandra?

–¡Tu esposa! Ha estado hoy aquí. Sabe todo lo nuestro.

–El nombre de mi esposa es Barbara. No sabe nada de lo nuestro, y le importa un pimiento todo lo que yo haga.

–Eso es imposible.

–Eso es cierto. – Pete sujetó a Connie por los hombros-. Ella me abandonó. Sólo llevábamos casados dos años. Vivíamos en la casa de la playa; Barbara, su hermano y yo. Él era estudiante universitario. Pagaba una tercera parte de la hipoteca mensual, y… el asunto es que él y mi esposa eran amantes. Aparentemente lo habían sido desde hacía años. Todavía siguen siéndolo, por lo que sé. La única razón de que se casara conmigo fue conseguir que sus relaciones con su hermano parecieran inocentes. Simplemente, un día los descubrí. Pensaron que iba a matarlos o algo así, de modo que se marcharon rápidamente. Eso es lo último que supe de mi esposa.

–Oh, Pete. – Ella se le abrazó fuertemente-. Pensé… Tuve tanto miedo…

Él le acarició el pelo, luego retrocedió para que ella pudiera ver sus labios.

–No he visto ni he sabido nada de mi esposa desde hace casi un año.

–Entonces, ¿quién…? Una mujer vino aquí esta tarde, Pete. Dijo que era tu esposa, Sandra, y que está embarazada, y que quiere que yo deje de verte.

–¿Cuál era su aspecto? – preguntó él.

–Tendría más o menos mi altura, rubia, muy atractiva.

¿Brit Anderson? No parecía probable. Sus relaciones no habían sido lo bastante serias como para impulsarla a una maniobra tan drástica. Solamente había salido con ella unas cuantas veces, no habían tenido relaciones sexuales, y hacía cerca de dos semanas que no la veía. Si su olvido la hubiera trastornado tanto, se habría puesto en contacto con él.

Bueno, había hecho aquellas dos llamadas al día siguiente de su última cita. Unas extrañas llamadas. Sonaba como preocupada. Él la había llamado varias veces, pero no había respondido nadie. Después de conocer a Connie aquel miércoles, había dejado de intentar ponerse en contacto con ella.

–¿No notaste nada raro en ella?

–¿Algo así como cicatrices? – Connie negó con la cabeza-. Nada en lo que pueda pensar.

–¿Ni joyas?

Brit, recordó, llevaba una cadenita de oro con una estrella.

–Nada que yo… Ah, sí, un anillo con un diamante. Un anillo de compromiso. Parecía… -Su rostro se endureció-. Se parecía al anillo que Dal me compró.

–Bueno, los anillos de pedida siempre se parecen entre sí, ¿no?

–Ese tenía el diamante tallado a la elíptica…, ya sabes, cortado de tal modo que queda largo y puntiagudo en ambos extremos. No es una talla muy común en los solitarios.

–¿Crees que todo pueda haber sido obra de Dal?

–¿De quién otro si no? Debe de estar intentando que rompamos.

–Tendrá que pensar en algo mejor que eso -dijo Pete.

–Algo mucho mejor -dijo Connie. Se abrazó a él y lo apretó fuertemente contra su cuerpo-. Algo mucho mejor -repitió.

Pete pasó el día siguiente en su coche, manteniendo vigilado el aparcamiento de empleados de los almacenes de ferretería Masters. Según un informe recibido por el director general, el culpable de los problemas era un tipo llamado Jesse Cook. Todos los trabajadores del almacén lo sabían, al parecer, pero tan sólo uno había tenido el valor de dar el soplo…, anónimamente, por supuesto.

Una operación sencilla. Cook saldría en cualquier momento durante la pausa de la comida, y pondría una caja de cerraduras de seguridad en su coche. O una estufa eléctrica, o un horno a infrarrojos, o cualquier otra cosa que le hubiera llamado la atención.

Pete había sido contratado para atrapar a Cook con las manos en la masa. Aquel era su tercer día en aquel trabajo. Hasta el momento, Cook no había intentado nada.

A la hora de salida, el delgado pero fuerte empleado se metió en su Firebird con las manos vacías, y se fue.

Pete informó de su poco éxito al director general.

–Démosle hasta el fin de semana -dijo el hombre-. Si no ha metido las manos sobre nada para entonces, probaremos una nueva táctica.

Inmediatamente después, Pete condujo hasta Santa Mónica. Dejó su coche en un aparcamiento en la calle Cuatro, y caminó hasta las viejas galerías.

Lane Brothers aún estaba abierto. Entró y se dirigió hacia el mostrador. Había media docena de personas en la pequeña y tranquila tienda. Tres de los hombres jóvenes parecían vendedores. Uno de ellos le miró, y desvió rápidamente la vista.

Tenía que ser Dal.

Pete lo ignoró. En el mostrador, preguntó por el director. Un hombre ya mayor fue llamado de una habitación en la parte de atrás.

–Soy Owen Lane. ¿Puedo servirle en algo?

–Sí. – Pete tendió al hombre una tarjeta profesional a nombre de Ronald Watts, ayudante especial del fiscal general George Donner-. Me gustaría interrogar a uno de sus empleados con respecto a una investigación que estamos llevando a cabo.

Owen Lane enrojeció.

–Por supuesto. ¿A quién desea ver?

–A Dal Richards.

–¿Es…, es algo serio?

–¿Puedo hablar con el señor Richards, por favor?

–Naturalmente. – Se volvió-. ¿Dal?

Dal avanzó, abrochándose el botón central de su chaqueta, y sonriendo valerosamente. Por unos instantes sus ojos se clavaron en Pete, luego se desviaron con rapidez.

–¿Sí, señor Lane?

–Este caballero es el señor Watts, del Departamento de Justicia. – Volviéndose hacia Pete, añadió-: ¿Prefieren hablar ustedes en mi oficina?

–Gracias.

Dejaron a Owen Lane al otro lado de la puerta. Pete la cerró, y la sonrisa de Dal desapareció.

–¿Qué es lo que quiere? – estalló.

–Soy Pete Harvey.

–Lo sé.

–Sí. Imaginé que lo sabría. Nunca nos hemos visto, sin embargo. Puesto que ambos estamos interesados en Connie, decidí que debíamos presentarnos. – De acuerdo, ya nos hemos presentado. Adiós.

Pete meneó la cabeza.

–Mire, tengo a un cliente ahí afuera… -dijo Dal.

–Puede esperar.

–¿Qué es lo que quiere?

–Lo que le hizo a Connie fue un truco sucio.

–No sé de qué…

–Enviarle a mi «esposa».

–Está usted loco.

–Si estoy equivocado, estoy seguro de que sabrá usted perdonarme.

–¿Perdonarle por qué?

–Vuélvase y ponga las manos a la espalda.

–No pretenderá…

–Sí.

Pete le hizo darse la vuelta, y cerró un aro de las esposas en la muñeca izquierda de Dal.

–¡Oiga!

Luego le agarró la mano derecha, y cerró el otro aro de las esposas.

–Ahora vamos a salir de aquí.

–Esto es…

–Tiene usted derecho a no decir nada. Si elige hacer lo contrario, todo el mundo en la tienda va a enterarse.

–¡Usted no puede hacerme esto!

–Yo creo que sí.

Empujando a Dal ante él, abandonó la oficina. Owen Lane pareció asombrado, su rostro enrojecido, su boca y ojos muy abiertos.

–Señor Lane… -empezó a decir Dal.

Pete lo empujó hacia delante.

–Gracias por su cooperación, señor Lane.

–¿Está…, está arrestado?

–Me temo que sí. Buenos días, señor.

Pete condujo a Dal por las galerías. Los de las tiendas se quedaron mirando la escena. Los chicos que jugaban por allí se pararon y señalaron. Un borrachín de grises patillas se acercó cojeando, miró a Dal, y dijo:

–Dale recuerdos al juez de mi parte.

Cuando llegaron al bulevar Santa Mónica, Pete le quitó las esposas.

Dal estaba sollozando suavemente.

–Hijo de puta -dijo-. Me las pagará por esto.

–Que tengas felices días -dijo Pete, y se marchó.

JOYAS DEL TERROR

PRESENTA

A

OTTO SCHRECK

EN

SCHRECK EL DOCTOR LOCO

–Ya no falta mucho, querida -dice Schreck, arrodillándose junto a una cama-. He descubierto al espécimen perfecto. Es tan joven, tan vital… Pronto, si la operación tiene éxito, tú heredarás su vitalidad. Te alzarás de la cama y caminarás como hacías antes, con la firmeza de la juventud en tu paso. De nuevo podré tomarte entre mis brazos.

Alza la mano de ella. Es oscura y apergaminada, como si la piel hubiera sido tensada sobre los huesos desnudos.

–Oh, mi querida Beatrice, danzaremos todas las largas y alegres horas de la noche. Pronto. Oh, tan pronto…

Inclinándose hacia delante, contempla el rostro del cadáver. Su boca está abierta, sus dientes, desnudos en una melancólica sonrisa. Le besa la hundida mejilla.

–Ahora buenas noches, amor mío.

Una mujer joven está tendida en una mesa de operaciones. Su cuerpo se halla cubierto por una sábana blanca. Tiene los hombros desnudos.

Abre los ojos, levanta la cabeza y se mira a sí misma. Se contorsiona, pero no puede alzar ni brazos ni piernas.

La puerta se abre. Entra Schreck, vestido con una bata verde de cirujano y un casquete. Mientras se acerca, se ata una mascarilla de papel sobre la nariz y la boca.

–¿Cómo se siente? – pregunta.

–Confusa.

–Es comprensible, señorita Thatcher. ¿Recuerda algo del accidente?

–¿Accidente?

–El choque.

–Yo, yo… -Hace una pausa, frunciendo el ceño-. Recuerdo

El Sombrero. Me lo pasé bien allí. Fui después del trabajo y… Ah, el embarcadero. Un amigo iba a llevarme al embarcadero de Santa Mónica. Al carrusel. Ya sabe…, el famoso carrusel que hay allí.

Ibamos a… ¿Tuvo un accidente?

–Al parecer había bebido mucho. Chocó contra un poste de teléfonos.

Ella menea la cabeza.

–No recuerdo… ¿Resulté herida?

–Me temo que sí, señorita Thatcher.

–Pero…

–Ha permanecido inconsciente desde que la trajeron aquí.

–¿Qué…, qué me pasa?

–Sus piernas.

Ella se tensa para levantar un poco más la cabeza.

–Vamos a operar dentro de un momento.

–¡No!

–Es preciso. De otro modo, puede perderlas.

Toma una jeringuilla de una bandeja de instrumental que hay junto a la cama.

–¿Qué es eso?

–La ayudará a relajarse.

–¡Pero si me siento bien!

Él baja un poco la sábana, dejando al descubierto su brazo derecho. Está atado a la mesa.

–¡No, no lo haga!

–No le va a doler en absoluto -dice él, y clava la aguja en la parte superior del brazo.

–Usted…, usted no puede operarme sin mi permiso. No se lo doy. No tiene usted mi permiso.

–Me temo que no se halla en condiciones de tomar una decisión así -dice él, y extrae la jeringuilla vacía de su brazo-. Ahora relájese, señorita Thatcher.

Ella se despierta gritando. Su cabeza se tensa hacia arriba. Está desnuda sobre la mesa. Schreck se halla de pie junto a ella, su brazo manejando una sierra profundamente enterrada en el muslo de la mujer.

–¿Duele? – pregunta.

Ella sigue gritando.

Más abajo del torniquete, Schreck sigue aserrando hasta que el hueso se parte. Luego toma un escalpelo de larga hoja de la bandeja, y acaba de cortar los músculos y la carne que queda.

–¡Aja! – dice.

Alza la pierna amputada de la mesa, y la mantiene en alto.

–Un trabajo perfecto -dice.

La mujer se desmaya.

Sus ojos aletean unos momentos, luego se abren. Está tendida en una cama, pero ya no en la desnuda y desolada sala de operaciones.

Gimiendo, alza un brazo.

Aparta la sábana de encima de su cuerpo y contempla los dos vendados muñones allí donde deberían estar sus piernas.

Apoya la cabeza en la almohada, y llora.

Schreck entra poco después en la habitación.

–¿Cómo nos encontramos hoy? – pregunta.

–Mis…, mis piernas -dice ella con voz débil.

–Me temo que ha sido necesario amputarlas.

–Usted…, usted no es médico.

–Oh, sí lo soy. Debo decir que la operación fue un gran éxito. Ahora, si tenemos el mismo éxito con la siguiente fase…

La barbilla de la mujer tiembla.

–No-dice.

–Oh, sí. – Le palmea el hombro-. Anímese. Estoy seguro de que no tenemos nada de qué preocuparnos. Es usted joven y fuerte. Con un poco de suerte, saldrá con bien de esta.

Después de irse él, la mujer se vuelve boca abajo, estremeciéndose de dolor. Se arrastra hasta el borde del colchón. Baja las manos hasta la moqueta, e intenta descender de la cama.

Su torso cae.

Sus vendados muñones golpean el suelo, y se desvanece.

Se despierta en la sala de operaciones.

–Ah, señorita Thatcher, justo a tiempo para observar el proceso.

Su brazo derecho se halla atado a una tabla al lado de su cuerpo. Un torniquete de entubado quirúrgico ya está atado en su lugar.

Schreck apoya un escalpelo contra la piel de la parte superior del brazo de la mujer.

–¡No! – chilla ella.

–Realizamos la segunda fase como unos campeones -dice Schreck, sonriéndole.

La mujer levanta la cabeza.

Sin brazos, sin piernas.

Echa la cabeza hacia atrás, y sus ojos se cierran temblorosamente.

Schreck la despierta con unas palmadas.

–Señorita Thatcher, el proceso ha quedado completo. Puede que los miembros artificiales le parezcan un poco extraños y le duelan, al principio. Pero es usted una joven muy afortunada, realmente muy afortunada.

Mientras la ayuda a sentarse, la sábana se desliza hacia un lado. Ella empieza a jadear alocadamente. Schreck retira completamente la sábana y la arroja al suelo.

De los vendados muñones de sus brazos cuelgan otros brazos. Unas piernas surgen de sus vendadas caderas.

La oscura y apergaminada piel parece como si hubiera sido tensada sobre huesos desnudos.

Está sonando un vals. Schreck, vestido de smoking, baila por la pista con Beatrice entre sus brazos.

–Nunca has bailado mejor, querida. Pareces tan joven, tan vital esta noche…, como si toda la esencia de ella hubiera fluido en tus venas.

»Nunca has parecido más encantadora, Beatrice mía. ¿Qué dices? ¿Que por qué no te proporciono un nuevo rostro? ¿Cómo podría? Es este rostro lo que adoro.

Besa su retorcida y abierta boca.

La música cambia a un tango.

–¿Seguimos, amor?

Alzando uno de sus pálidos y jóvenes brazos, empieza a bailar. Los pies desnudos de ella se agitan sobre la moqueta, su vestido oscila de un lado para otro. Schreck la hace girar locamente, riendo.

Sigue riendo aun cuando una de las piernas de Beatrice cae al suelo.

–Bailaremos hasta el amanecer -dice-. Bailaremos como nunca hasta ahora habíamos bailado.

FIN

21

–Dal, ¿qué ocurre?

Él meneó la cabeza, temeroso de echarse a llorar si intentaba hablar. Abrazó a Elizabeth. Metió las manos bajo su suelta blusa, y acarició la suavidad de su espalda.

–No habrás roto con Connie…

–No.

–¿Por qué no estás con ella?

En el camino hacia allí, había anticipado ya aquella pregunta. Tenía preparada una respuesta.

–Cree que estoy en San Diego. En un viaje de negocios.

–¿Qué ocurre, entonces?

–Más tarde.

Le quitó la blusa. Tomó sus pechos entre sus manos, los estrujó, apretó el rostro entre ellos, los besó, lamió un pezón hasta que estuvo resbaladizo y duro, y lo chupó metiéndoselo muy profundamente en la boca.

Elizabeth gimió y le apretó el pelo.

Él le bajó los shorts, deslizándolos por sus esbeltas piernas. Apretándole las nalgas, lamió un rastro descendente hasta su vientre. Descubrió que ella se había afeitado el vello púbico. Lamió el suave monte de Venus. Su lengua bajó más. Ella empezó a temblar, y sus dedos parecieron querer arrancarle el pelo.

–¿Ahora?

–De acuerdo.

Dal se sentó en la cama y cruzó las piernas. Elizabeth permaneció tendida frente a él, las manos bajo la cabeza. El pelo se pegaba a su frente a causa del sudor. Aún respiraba pesadamente.

Herbert, en su silla de ruedas a un metro de distancia, la miraba con brillantes ojos.

–¿Y bien?

–Me han despedido.

–¿Cómo?

–Pete vino a la tienda. Al parecer, estaba furioso porque Connie le había hablado de nuestro compromiso.

–¿No aceptó deportivamente el rechazo?

–Tenía un falso carnet de policía o algo así, y fingió arrestarme. Me esposó, y me sacó esposado de la tienda.

–Un bastardo muy sutil.

–Cuando volví, el señor Lane me llamó a su oficina y me despidió.

–¿No se lo explicaste?

–Sí, por supuesto. No sé si me creyó o no, pero dijo que eso no importaba. Es un maldito bastardo orgulloso. Dijo que aunque yo estuviera diciéndole la verdad, no deseaba a un empleado cuya vida personal interfería con su trabajo.

Elizabeth le acarició la rodilla.

–Estoy segura de que encontrarás alguna otra cosa.

–Sí. Pero ¿cómo impedir que Pete vuelva a hacerlo de nuevo? Puede repetirlo cada vez que yo encuentre trabajo.

–Si se hizo pasar por policía, podías haber hecho que lo arrestaran.

–Estupendo. Eso sí que lo hubiera enojado realmente.

Elizabeth se volvió de lado. Su mano se deslizó ascendiendo por el muslo de él, haciéndole estremecerse. Rastrilló el vello de su escroto.

–Déjame afeitarte -dijo.

Dal gimió y sonrió.

–Luego saldremos y mataremos al bastardo -siguió ella.

–¿A Pete?

–¿A quién si no?

–Estás bromeando.

–¿De veras? Tendrá que parecer un accidente, por supuesto.

–¿Estás hablando en serio?

–¿Tú no lo quieres?

–Me encantaría verlo muerto, puedes estar segura de ello.

–Entonces decidido. Quédate aquí. Traeré la crema de afeitar y una navaja.

Saltó de la cama, dio una palmada en la mejilla a Herbert, y trotó hasta el cuarto de baño. Regresó pronto con una toalla húmeda, un aerosol de crema de afeitar, y una navaja.

–¿No tienes maquinilla de afeitar?

–Por supuesto. Pero entonces no sería ni la mitad de divertido.

–¿Sabes cómo usarla?

Ella se arrodilló en la cama y miró a su propio afeitado sexo.

–¿No crees que ha quedado bien?

–Ha quedado precioso.

–Bien, hemos de decidir un método que sea perfectamente seguro. Tiéndete de espaldas. Aquí. ¿Qué te parece un accidente de coche?

Se sentaron en un reservado en Savilli's, un restaurante italiano elegido por Connie porque, además de servir buena comida, era muy frecuentado por la gente mayor de Santa Mónica. Debido a ello, habían abandonado la semioscuridad habitual de los restaurantes de categoría y mantenían el local bien iluminado. Eso hacía menos difícil leer los labios de Pete.

–Reconozco que fue una jugada sucia -dijo él-. Pero me sentía con ganas de jugar sucio cuando lo hice.

–Ese tipo de cosas lo ponen frenético.

–Espero que sí.

Llegó la camarera. Pete pidió otra ronda de margaritas.

–¿Y si Dal te denuncia?

Pete sonrió.

–Bueno, sí, puede denunciarme, hacer que me persigan, que me quiten el carnet.

–¿Que te quiten el qué?

–El carnet. Mi licencia de investigador privado.

–Oh, Dios mío, Pete.

–Bah, no me preocupa. Por lo que he visto de Dal, es básicamente un marrullero y un cobarde. Si quiere vengarse, no lo hará por el sistema legal. Es más bien del tipo que incendiaría mi casa o envenenaría a mi perro, si lo tuviera…, o quizá pagaría a un par de matones para que me dieran una paliza.

Connie vio a la camarera acercarse con los cócteles pedidos. Terminó su primera margarita, alzando mucho el vaso y chupando la espuma que quedaba. Pete se echó a reír. Ella se lamió el espumoso bigote que le había quedado en el labio superior. La camarera tomó su vaso y lo cambió por otro lleno.

Cuando se hubo ido, Pete dijo:

–Me preocupa un poco, sin embargo, que intente algo contra ti.

–Puedo manejarlo.

–¿Puedes realmente?

–Mis manos son armas mortales.

Los dos rieron. Luego ella recordó haberle roto el brazo al tipo que la había atacado, y haber pateado al otro en el rostro, y haber incendiado su coche. Enrojeció.

–¿Qué ocurre? – preguntó Pete.

–No bromeaba en absoluto al decir eso acerca de mis manos.

Los ojos del hombre se entrecerraron. Pareció intrigado.

–Fui atacada hace un par de semanas. Dos tipos saltaron sobre mí, y tuve que tratarlos un poco duramente. La verdad…, no quiero decir que gozara con ello, pero… en aquel momento me sentí excitada. Me sentí tan poderosa… Como si todo el mundo fuera mío. Sin embargo, luego me puse enferma sólo de pensar en el incidente. Aún me ocurre, cuando pienso en él.

–Te sientes sucia por dentro.

–Exacto.

–Deberías intentar matar a alguien.

–Gracias, paso de eso.

Pete alzó su vaso en forma de campana, bebió, y se secó la espuma de la boca.

–De cualquier forma, creo que deberíamos permanecer juntos durante las próximas noches. Hasta que Dal tenga la oportunidad de enfriarse un poco.

–¿Crees que es necesario?

–Al menos no nos hará ningún daño -dijo él.

–No, ninguno en absoluto -admitió Connie-. ¿Tu casa o la mía?

–¿Cuál prefieres tú?

–La tuya. Es tan rústica y romántica…

–¿Cómo quieres que hagamos el traslado? Sólo por unos pocos días -añadió rápidamente.

–Como quieras. Sólo por unos pocos días.

–O durante tanto tiempo como tú quieras.

–¿Cuándo empezamos?

–¿Qué te parece esta noche?

Cuando volvió la camarera, Pete pidió almejas como aperitivo. Connie, que nunca antes las había comido, confió en que las servirían fritas.

Se quedó contemplando las húmedas y babosas cosas que trajeron y dijo:

–Esta no es la forma en que las hace Howard Johnson.

–Prueba una.

–Siempre lo pruebo todo al menos una vez.

Sacó una almeja de su concha con la cucharilla y se la metió en la boca. Mordió una vez. No era propio de una dama escupirla, pensó. De modo que la tragó y consiguió no poner cara de asco.

–¿Qué te parecen? – preguntó Pete.

–Bueno, no me fascinan precisamente.

Dio un largo sorbo de su margarita. Divertida, observó cómo Pete daba cuenta del resto.

–Empiezo a sospechar que no tenemos tanto en común como yo pensaba -dijo.

Pete sonrió y masticó.

El resto de la cena fue delicioso para Connie. Comió un plato de tallarines con una delicada salsa de aceite y ajo, y luego un buen plato de ternera a la parmesana, todo ello acompañado con un excelente rosado de la casa.

–Ha sido una cena estupenda -dijo Pete cuando hubieron terminado.

Pagó la cuenta. Fuera, Connie le dio las gracias por la cena y le besó. Caminaron hacia el coche de él, con las manos juntas.

Dal aguardó en el asiento del pasajero del Mercedes de Elizabeth. Ella desapareció durante un par de minutos. Luego volvió a surgir de entre las sombras cercanas a la casa y cruzó la calle.

Llevaba unos shorts blancos y un jersey con tirantes blanco también. En contraste, su piel parecía muy oscura. Hermosa, pensó Dal.

La luz del coche se encendió cuando abrió la puerta. Sonrió mientras subía y la cerraba. El coche quedó nuevamente a oscuras.

–No está en casa -dijo.

–¿Qué hacemos ahora?

–Esperar.

–Eso puede llevar horas.

–¿Qué prisa tenemos?

–Simplemente quiero acabar con esto, eso es todo.

–Alguien viene. Bésame.

–¿Eh?

–Queremos parecer una pareja de novios, ¿no?

–¿Acaso no lo somos?

–Por supuesto que sí.

Él aplastó sus labios contra la abierta boca de ella.

Pete condujo a Connie hasta su apartamento. Entró primero, y echó una rápida ojeada mientras Connie aguardaba en el umbral.

–Todo está bien -dijo.

Entraron en el dormitorio. Ella se arrodilló junto a la cama.

–¿Has mirado aquí debajo?

–Si te agarra esta vez, dejaré que tire de ti.

–La niñita que gritaba: «¡Que viene el lobo!» -dijo ella, y rebuscó bajo la cama.

Mientras extraía la maleta, una mano le palmeó el trasero.

–¡Dios mío, está atacando por detrás! – No se movió. La mano se apretó contra su falda, se deslizó hacia abajo, y la acarició entre las piernas-. Será mejor que le detengas, Pete. Se está poniendo muy descarado. Ya sabes, luego me subirá la falda y…

Eso es lo que él hizo. Y después le deslizó hacia abajo las bragas.

Ella sintió su contacto. Dejó caer blandamente la maleta.

–Creo que puedo hacerlo más tarde -dijo.

Una hora después, llevando unas nuevas bragas y nada más, Connie volvió a arrodillarse junto a la cama. Extrajo la maleta y la depositó sobre el colchón al lado de Pete. Él dio un sorbo a su cerveza y sonrió.

–Pareces complacido contigo mismo -dijo Connie.

–Lo estoy.

–Tienes que estarlo.

El siguió bebiendo su cerveza y observándola preparar la maleta. No metió muchas cosas dentro: artículos de aseo personal, unas cuantas mudas de ropa, su traje de baño, media docena de novelas de bolsillo, y su manuscrito.

–Todo listo -anunció, y cerró la maleta-. ¿Piensas quedarte ahí sentado?

–Es el mejor asiento de la casa.

–Pero la función ya ha terminado.

Se puso unos pantalones de pana y se pasó un jersey de velludillo azul por la cabeza.

–Sólo la primera parte -dijo Pete.

Saltó de la cama y se vistió.

Llevó la maleta de ella hasta la puerta.

–Será mejor que me lleve mi coche -dijo Connie-. Tendré que venir a recoger el correo y todo lo demás.

–Puedo llevártelo yo.

–¿Cada día?

–¿Es tan urgente tu correo?

–No sabes mucho acerca de escritores, ¿verdad?

–Nunca sabré lo suficiente acerca de este.

Ella le besó. Luego salieron al porche común y bajaron la escalera hasta el patio. Cruzaron la verja. Pete metió la maleta en el coche de Connie, luego le dio una palmada en el trasero y se dirigió a su propio coche.

–¡ Ahí llega! – dijo Dal cuando un Jaguar dobló la esquina.

–Agáchate.

Ambos se agacharon. El suave rumor del motor se hizo más fuerte, luego murió de pronto. Dal se alzó lo suficiente para atisbar por el parabrisas. Vio el Jaguar en el camino que conducía hasta la casa de Pete. Cuando Pete descendió para alzar la puerta del garaje, otro coche apareció al extremo de la manzana. Dal volvió a agacharse. Oyó el motor del Jaguar ponerse de nuevo en marcha. Cuando volvió a mirar, vio un coche distinto en el camino de Pete.

El Plymouth Fury de Connie.

–Mierda -murmuró.

Elizabeth se alzó también y miró fuera. Al otro lado de la calle, Pete bajó la puerta del garaje y se reunió con Connie junto a su coche. Tomó su maleta. Caminaron juntos hasta la casa, y desaparecieron en las sombras cerca de la puerta delantera.

–¿Quién supones que es ella? – preguntó Elizabeth.

Dal se dio cuenta de pronto de que ella no conocía a Connie. Mejor. Así no se preguntaría qué estaba haciendo Connie, su novia, en casa de Pete…, con una maleta.

–No tengo ni idea.

–Bueno, no importa, a menos que me vea.

–¿Y qué ocurrirá si te ve? – preguntó Dal.

–¿Quieres que todo se vaya al diablo?

–¿Quieres decir si ella te ve?

–Eso es lo que quiero decir. No podemos matar a ese tipo sin correr algunos riesgos. Hay un centenar de cosas que pueden salir mal. Tenemos que prevenirnos contra ello, aunque para eso tengamos que hacer pedacitos a cualquiera que se interponga en nuestro camino.

–Pero ella es inocente.

–No si me ve.

–No sé.

Dal meneó la cabeza, pensando. Si mataban a Connie, con toda seguridad los periódicos del día siguiente la identificarían. Eso sería el fin de su relación con Elizabeth. Ella vería todas sus mentiras, sabría que él no iba a ser rico, y lo echaría de su lado.

Ahora bien, entonces habrían cometido dos asesinatos juntos.

Quizá pudiera amenazarla con contarlo todo a menos que ella siguiera con él.

–Bien, ya veremos-dijo Elizabeth.

Aguardaron. Pronto las luces de las ventanas delanteras se apagaron.

–Démosles una hora -dijo Elizabeth.

–¿Toda una hora?

–No quiero matar a nadie a quien no tengo por qué matar. Démosles una hora, y quizá la chica se quede simplemente en la cama.

Dal esperó que las cosas funcionaran de aquel modo. Era posible. Después de todo, Connie no oiría el timbre.

Al primer momento, Pete pensó que el timbre formaba parte de su sueño. Luego abrió los ojos en la oscuridad y lo oyó de nuevo.

Miró el despertador. Casi medianoche.

¿Quién demonios podía estar tocando el timbre a aquella hora?

Se asustó.

Con el corazón latiéndole violentamente, se apartó del calor del dormido cuerpo de Connie. Se tambaleó en la oscuridad hasta el armario, y tomó su bata de la percha. El timbre sonó de nuevo mientras recorría el largo pasillo.

De pie en la oscuridad junto a la puerta, encendió la luz de fuera. Su puerta no tenía mirilla.

–¿Quién es? – preguntó.

–Por favor -dijo una voz de mujer-. Se me ha estropeado el coche.

Pete abrió la puerta. La mujer ante él parecía hermosa y asustada.

–Lamento terriblemente molestarle -dijo. Miró a su bata y sonrió con embarazo, como si supiera que estaba desnudo bajo ella-. Es que no sé qué hacer.

–Está bien -dijo Connie-. ¿Quiere utilizar mi teléfono?

Ella miró detrás de él, a la oscuridad.

–No sé si debo. ¿Está usted solo?

–Soy inofensivo.

–Bien… ¿A quién puedo llamar?

–A la Asociación de Ayuda al Automovilista, supongo.

–No pertenezco a ella.

–No tiene que pertenecer a ella. Simplemente le cobrarán el servicio.

–¿Quiere decir dinero?

Pete asintió.

La mujer se mordió el labio inferior.

–Pero es que sólo llevo encima unos tres dólares.

–¿Qué le ocurre a su coche, lo sabe?

–Se me ha pinchado una rueda.

–¿Lleva de repuesto?

–Claro. Una completamente nueva. Está en el portamaletas.

–De acuerdo. Espere un minuto mientras me visto, luego veremos si puedo cambiársela.

–Oh, ¿lo hará?

–Entre, si quiere.

–No, gracias; prefiero esperar aquí, si no le importa.

–Como quiera -dijo él.

¿Acaso creía que iba a atacarla?

No deseaba cerrarle la puerta en las narices, de modo que la dejó abierta y regresó al dormitorio. Mientras se vestía en la oscuridad, la luz inundó la habitación. Vio a Connie sentada en la cama, los brazos tendidos hacia la lamparilla de la mesita de noche. Parpadeó y bostezó.

–¿Por qué te levantas? – preguntó.

Pete se puso los téjanos.

–Tengo que salir un momento. Una chica ha pinchado una rueda.

–¿Vas a cambiar un neumático?

–Aja.

Se puso una chaqueta de chandal gris, y se calzó unas zapatillas de lona.

–¿Quieres que te ayude? – preguntó Connie.

–Simplemente manten la cama caliente.

–Hummm. Dejaré encendida la luz para ti -dijo ella.

Volvió a tenderse en la cama, y se cubrió con la manta los desnudos hombros.

Pete bajó al vestíbulo y a la abierta puerta frontal.

–No sabe cuánto le agradezco su ayuda-dijo la mujer.

–Encantado de serle útil.

–Mi coche está al otro lado de la calle, allí.

Caminó delante de él, señalando hacia un Datsun de color pálido. La rueda delantera izquierda estaba deshinchada.

Connie, caliente y medio dormida bajo la manta, se despertó de pronto por completo.

Todo aquello era demasiado extraño.

En toda su vida, nadie había acudido nunca a su puerta a medianoche con una historia acerca de un pinchazo. Y si alguna vez hubiera ocurrido algo así, se habría mostrado demasiado recelosa para caer en ello.

¿Un plan?

¡Dal!

Saltó de la cama, agarró la bata de Pete, y se la puso mientras corría por el pasillo. Abrió de golpe la puerta delantera.

Una mujer en la calle, con Pete muy cerca tras ella.

Connie miró a uno y otro lado.

A la derecha, un coche estaba acelerando rápidamente, apartándose del bordillo. Llevaba las luces apagadas.

–¡Pete! ¡Cuidado!

Pete se sobresaltó, e intentó apartarse del camino. El coche, a buena velocidad ahora, golpeó contra sus piernas, y Connie gritó mientras veía a Pete dar una terrible voltereta por encima del coche y caer al suelo detrás de él.

El coche se detuvo.

La mujer subió.

El vehículo aceleró de nuevo.

Connie corrió al teléfono. Alzó el receptor y marcó el 0. Aguardó cinco segundos, luego dijo:

–¿Hola? ¿Hola? ¿Operadora? Soy sorda. Si está usted ahí, mande una ambulancia al ciento ochenta y seis de Seafront Lane en Venice. Un hombre ha sido atropellado por un coche. El coche ha huido, así que avise también a la policía.

Repitió la dirección, y colgó.

Salió de nuevo, corriendo y llorando.

–Ella lo ha visto todo -jadeó Elizabeth-. Estaba en la puerta.

–¡Oh, Dios!

–Da la vuelta. Tenemos que regresar.

–¿Te vio a ti?

–No de cerca. Pero vio el coche. ¡Da la vuelta!

–Esta ciudad tiene centenares de Mercedes grises. Tapamos la matrícula. No hay forma de…

–¡Da la vuelta!

Habían doblado ya la esquina hacia Pacific, pero no había otros coches cerca. Dal giró en un ángulo de ciento ochenta grados y regresó a Seafront. Mientras disminuía la marcha para doblar de nuevo la esquina, vio a varias personas en la calle. Siguió adelante.

–Olvídalo -dijo-. No pódenos cargárnoslos a todos.

Con mano temblorosa, accionó los limpiaparabrisas… para limpiar las salpicaduras de sangre.

22

Un timbrazo despertó con sobresalto a Freya. Se sentó en la cama, temblorosa, y dudó cuando el timbre sonó de nuevo.

Miró a su despertador. Las doce y veinte.

¿Quién demonios…?

¿La policía?

Se encogió cuando sonó de nuevo. Saltando de la cama, encendió la lámpara. Se inclinó ante la cómoda, se secó las frías y húmedas manos en los muslos, y abrió un cajón. El timbre sonó de nuevo, una y otra vez.

¡Tenían que ser los polis! ¿Quién otro podía ser a esa hora? «Nos están atrapando a todos. ¡Dios mío!»

Sacó un camisón del cajón que acababa de abrir, y se lo puso mientras se dirigía apresuradamente a la puerta del apartamento. El timbre seguía sonando. Encendió una luz en la sala de estar. Luego, la del porche. Abrió la puerta.

La camiseta de la rechoncha chica decía: «Salva un árbol…, cómete un castor». Le sonrió a Freya y dijo:

–Saludos.

Freya abrió la boca para gritar.

En vez de ello, se desmayó.

23

En el garaje de Elizabeth, Dal inspeccionó el coche. El único daño parecía ser un par de pequeñas abolladuras en el capó. No había tanta sangre como había esperado. Elizabeth llenó un cubo, y limpió el coche con una esponja. Vació el cubo de rosada agua en una maceta de flores detrás de la piscina.

Entraron en la casa. Dal se dejó caer en el sofá. Aún estaba temblando, y el corazón le latía alocadamente.

–Prepararé unos martinis -dijo Elizabeth.

Lo dejó solo. Dal se pasó una mano por el rostro. Vio a Pete frente al coche, oyó el sordo golpe del impacto, vio a Pete caer hacia el parabrisas. Meneó violentamente la cabeza. No deseaba pensar en ello. Se levantó y se dirigió a la cocina para estar con Elizabeth.

Ella se hallaba junto a la encimera, echando ginebra en una coctelera. Dal apretó el rostro contra el dorso de la cabeza de ella. Su pelo era denso y suave, con un fresco olor. Rodeándola con sus brazos, le apretó los pechos. Estaban desnudos bajo el jersey. Los pezones se enhiestaron contra sus manos a través de la tela.

–¿Te excita? – preguntó ella.

–Tú siempre me excitas.

–No yo. Lo que hemos hecho.

–No sé -dijo Dal.

No deseaba admitir que se sentía extraño y confundido. Pero abrazar a Elizabeth ayudaba.

–Me siento absolutamente grande -dijo ella.

–¿No te preocupa nada de eso?

–Únicamente que hayamos dejado a la chica con vida. A menos que sea una completa idiota, sabrá que no fue un accidente. Puedes convertirte en un principal sospechoso cuando la policía empiece a husmear.

Dal dejó caer las manos. Se apartó de ella y se reclinó contra la encimera.

–Sabrán en seguida lo de vuestra rivalidad con respecto a Connie -siguió ella-. Un poco más de indagación, y sabrán cómo fuiste despedido.

–Dios mío -murmuró él.

Elizabeth llenó dos vasos con martini.

–Nada de esto hubiera sucedido, por supuesto, si la chica no nos hubiera visto.

–¿Qué vamos a hacer?

Ella le tendió un vaso.

–Alégrate, querido. – Entrechocó el borde de su vaso contra el de él, y dio un sorbo. Dal bebió. El martini dejó frío en su boca, y abrió un surco ardiente en su camino de descenso cuando lo tragó-. Soy tu cómplice, ¿recuerdas? No puedo permitir que la policía te arreste.

–¿Qué vamos a hacer? – preguntó él de nuevo.

–Una coartada ayudaría, desde luego. ¿Le dijiste a Connie que ibas a San Diego?

–Sí -dijo él, aunque no le había dicho nada de eso.

–¿Le dijiste a qué hotel ibas?

Él meneó la cabeza.

–Eso está bien. Al menos no podrán atraparte en una flagrante mentira.

–¿Qué les diré?

Elizabeth se reclinó contra la encimera al lado de él. Frunció el ceño mirando a la límpida superficie de su bebida. Dio un sorbo. Luego sonrió.

–Si te preguntan dónde estuviste esta noche, les explicas, con renuencia, por supuesto, que San Diego fue una mentira para aplacar a Connie. En realidad, recogiste a una prostituta en Sunset. Fuiste a un motel con ella. No estás seguro de cuál, pero ella firmó en el registro y pasasteis la noche juntos. Voilá! Tienes una coartada que no puede probarse que sea falsa. Los polis no tienen ninguna evidencia física que te conecte con el crimen. Estás libre.

–¿Por qué iba a irme con una prostituta, sin embargo, estando prometido con Connie?

Elizabeth se alzó de hombros.

–Quizá puedas decir que es una chica chapada a la antigua que no te permite tocarla antes de la noche de bodas.

–Nadie va a creer eso.

–Puede que tengas razón. ¡Ah! ¡Ya lo tengo! Es una chica chapada a la antigua que no acepta hacerles a los hombres ciertas cosas que les gustan.

–Eso está bien. Está muy bien.

–Bueno, pues ya tienes tu historia. Ellos no poseen ninguna evidencia contra ti. Estás libre.

–Dios, espero que sí.

–Sólo hay una cosa más.

–¿Qué?

–Tendremos que permanecer separados por un tiempo. Si nos conectan el uno con el otro, tendrán el coche.

–Pero…

–No será para siempre.

Elizabeth le acarició la mejilla con la yema de los dedos.

–¿Cuánto tiempo?

–Unas cuantas semanas, supongo.

–No deseo estar lejos de ti.

–A mí tampoco me gusta, querido. – Le desabrochó el botón superior de la camisa-. Este será el último rato que pasemos juntos por un cierto tiempo. Hagámoslo memorable.

Lo condujo al dormitorio. Se desnudaron el uno al otro. Bajo la brillante luz y los fijos ojos de Herbert, hicieron el amor.

Cuando hubieron terminado, Elizabeth se sentó a horcajadas sobre él y le acarició el pecho.

–Tengo una sorpresa -dijo.

–Mmmm.

–Vuelvo en un minuto.

Se apartó, y abandonó la habitación.

Dal cruzó las manos bajo la cabeza y miró a Herbert, sentado inmóvil en su silla de ruedas al lado de la cama. La fija mirada del hombre lo ponía nervioso. Tiró de la sábana para cubrirse, y deseó que Elizabeth se apresurara en volver. No le gustaba estar a solas con Herbert.

Finalmente, ella volvió. Cruzó silenciosamente la oscuridad y penetró en el pozo de luz que rodeaba la cama. Un paño de cocina le cubría las manos. Se detuvo detrás de Herbert, y se lamió los labios.

–Has tardado mucho.

–Tenía muchas cosas que hacer.

–¿Qué hay debajo del paño?

–La sorpresa.

Retiró el paño de cocina.

Dal se envaró.

–¡Dios mío, no!

–Es el momento -dijo ella.

Se envolvió la mano con el paño, aferró el cuchillo de trinchar y lo bajó bruscamente. Se hundió en la garganta de Herbert. Un chorro de sangre golpeó a Dal. Se apartó hacia atrás, alejándose de su trayectoria, mientras Elizabeth extraía el cuchillo y volvía a golpear de nuevo.

–Oh, Dios mío -jadeó Dal.

Saltó fuera de la cama.

Elizabeth, con una semisonrisa en el rostro, volvió a hundir la hoja en la garganta de Herbert.

–¡Dios mío, para! ¡Por el amor de Dios!

Ella volvió a sacar el cuchillo. Respiraba pesadamente. Secó el mango con el paño de cocina, y rodeó la cama.

Dal retrocedió un poco más.

–No -murmuró.

–Un…, un intruso entró en la casa -dijo ella, avanzando hacia él. El pelo le colgaba lacio sobre el rostro. Su piel brillaba de sudor-. Tomó un cuchillo de la cocina. Mató al pobre Herbert. Golpeó a la pobre Elizabeth, la violó.

–¡Estás loca!

–¿Lo estoy?

–No podrás sostener esa historia.

–Por supuesto que podré.

Lo acorraló contra la puerta deslizante.

–Y tú me ayudarás. Tú, querido, eres el intruso.

Él adelantó las manos para detener el cuchillo.

Elizabeth rió suavemente. Volvió el mango hacia él.

–Tómalo -dijo.

–¿Eh?

–Tómalo. No te preocupes de las huellas. Puedes borrarlas con el paño. Le diré a la policía que llevabas guantes.

Colocó el cuchillo en su mano.

Dal contempló la goteante hoja.

–Cuando hayas terminado, sal afuera y haz un agujero en el cristal. Parecerá como si lo hubieras roto.

–Mis…, mis huellas dactilares están por todas partes.

–He eliminado la mayor parte -dijo ella con una sonrisa-. Por eso estuve tanto rato ahí afuera. De todos modos, cuando les diga a los polis que llevabas guantes, ni siquiera se molestarán en comprobar.

–Dios mío, Elizabeth.

–No te preocupes. Nunca sospecharán de ti…, ni de mí.

Le sujetó la muñeca, y lo arrastró hacia la cama. Se sentó en el colchón. Aún sujetando su mano, se tendió de espaldas. Guió la mano del hombre hacia ella, hasta que el cuchillo tocó su vientre.

Dal apartó la mano de un tirón.

–¿Qué estás haciendo?

–Hazme un corte.

–¿Un corte?

–Tiene que parecer real.

–¡No puedo hacerte ningún corte!

–¿Puedes golpearme?

–Yo… no sé.

–Inténtalo.

–¿Dónde?

Ella se palmeó la mejilla.

–Dios, Elizabeth.

–¡Hazlo! – estalló ella.

Él se subió a la cama y se sentó a horcajadas sobre ella. Dejó el cuchillo sobre las sábanas. Alzó el puño.

–Adelante.

–No puedo.

–Tienes que hacerlo.

Le temblaba el brazo. Empezó a sollozar.

–No puedo. No me pidas que lo haga. Por favor.

–De acuerdo, entonces.

–Lo siento.

–Está bien, querido. Creo que tendría que sentirme halagada, ¿no?

–Lo siento.

Se apartó de ella.

–Vamos, vístete. Luego rompe esa ventana.

Él recogió sus ropas.

Elizabeth tomó el cuchillo de trinchar. Apretó la hoja contra su garganta.

–¿Qué…?

–Chisss.

Él vio la hoja deslizarse sobre su piel, vio una línea de sangre empezar a manar.

–¡Elizabeth!

Ella se hizo un segundo corte en la garganta. Un corte en la mejilla derecha, otro en la frente. Dal miró, helado y atontado. La hoja se dirigió a su pezón derecho.

–¡No!

Dejando caer sus ropas, corrió hacia ella y le sujetó la mano.

–Entonces pégame -dijo ella-. Golpéame. Hazme daño.

Clavando la mano que sostenía el cuchillo contra las sábanas él le golpeó el rostro.

–Otra vez -murmuró ella.

Golpeó de nuevo.

–Aráñame. Hazme hematomas.

Dal hizo lo que ella le pedía, reluctante al principio. Ella sollozó y se retorció bajo él, animándole a continuar. El la siguió golpeando, la arañó con las uñas, aferró y retorció su resbaladiza piel. Entonces se dio cuenta de que estaba tremendamente excitado. Se hundió en ella, bombeó, bombeó, y estalló en un rápido alivio.

Se apartó de ella, exhausto. Elizabeth permanecía tendida en la cama, llena de hematomas y manchada de sangre. Alzó la cabeza para contemplarse a sí misma.

–Lo has hecho estupendamente -gimió-. Ahora vístete. Rompe esa ventana y lárgate de aquí… para que yo pueda llamar a los polis.

–¿Te encuentras bien?

–¿Tengo… buen aspecto?

Dal empezó a vestirse. Estaba empapado de sangre. Las ropas se le pegaron a la piel.

–¿Cuándo volveremos a vernos? – preguntó.

–Te… telefonearé.

24

–Saludos de nuevo.

Freya alzó la cabeza del sofá. Miró a la chica en la silla contigua, y cerró los ojos. Le dolía la cabeza.

–¿Te encuentras bien? – siguió la chica.

–Sí.

–Empezaba a preocuparme. Te diste un buen golpe en la cabeza cuando caíste. Chocaste contra la estantería. Has estado sin sentido durante toda una hora. ¿Siempre vas por ahí desvaneciéndote?

–Yo… me encuentro mal.

–¿De veras? ¿Tú también? Yo tuve hace poco una fuerte diarrea. Algo que comí.

Freya abrió los ojos. Se sentó lentamente en el sofá, sintiéndose mareada, y se palpó la nuca. Un buen chichón. Miró a la chica.

–¿Y quién eres tú, a propósito?

–¿Quién crees que soy?

–¿Chelsea?

La chica sonrió.

–No, no puedes serlo.

–¿No?

–Ella está… -Freya consiguió contenerse-. Está fuera de la ciudad.

–Oh, mierda. ¿Dónde?

–Hacia el norte.

–Maldita sea, sabía que yo venía. ¿Qué demonios intenta hacer?

–¿Tú eres su hermana gemela?

–Acertaste. Me llamo Grenich.

Deletreó el nombre.

–Yo soy Freya.

Lo deletreó también.

–¿Cuándo volverá el grossol

–No lo dijo.

–¿Cuándo se fue?

–Hoy.

–Justo a tiempo para no encontrarse conmigo.

–Dijo que era una emergencia.

–Apuesto a que sí…Oye, ¿te importa si me quedo aquí esta noche?

–No. Será estupendo.

25

Alguien tocó a Connie en el hombro, despertándola con un sobresalto. Estaba en la sala de espera del hospital, desmoronada en una silla de plástico. Alzó la vista hacia el médico.

–El señor Harvey ha salido de cirugía -dijo éste.

–¿Cómo se encuentra?

–Estable, señorita Brent. Sus signos vitales parecen buenos. Eso es lo mejor que podemos ofrecer en este momento.

–¿Sobrevivirá?

–No podemos prometer nada, pero creo que tiene posibilidades.

–¿Puedo verle?

El médico negó con la cabeza.

–Más tarde, quizá. Las horas de visita son de cuatro a cinco y de ocho a nueve. Estará en la tercera planta, una vez salga de cuidados intensivos. Ahora le sugiero que se vaya usted a casa e intente dormir un poco.

El sol salió mientras conducía hacia su casa. Pensó en pasar primero por casa de Pete para recoger su maleta, pero no deseaba ir allí. Quizá más tarde, si se sentía mejor.

Sentía el cuello rígido por las horas que había pasado en la sala de espera. Los ojos le dolían y parecían arder. Se sentía cansada, vacía y enferma.

Cuando llegó a su apartamento, se dejó caer en la cama y se cubrió el rostro con la almohada. Las imágenes pasaron por su mente: Pete en la cama, sonriendo y bebiendo cerveza; Pete roto en el suelo de la calle; apartándola a ella del camino de un coche el día en que se conocieron; dando una voltereta en medio de la noche y estrellándose contra el suelo; Dal sonriendo mientras aceleraba el coche; el médico meneando la cabeza…; «Lo siento, señorita Brent, pero no hemos podido hacer nada»; una plegaria sobre su tumba…; «El polvo al polvo, las cenizas a las cenizas»; el ataúd bajando lentamente…

Echó a un lado la almohada y se sentó. Se quedó inmóvil, preguntándose qué hacer. No sentía deseos de hacer nada. Si al menos pudiera dormir, cerrar la mente y dormir, y no despertarse hasta que todo hubiera acabado… Un baño podía ayudar.

Abrió el grifo, se quitó las ropas, y se sentó en la caliente y somera agua, apretando las rodillas contra el pecho mientras la bañera se llenaba. Cuando hubo bastante agua, se reclinó hacia atrás. Sus hombros tocaron la fría porcelana. Se estremeció y se deslizó rápidamente hacia abajo, suspirando cuando se sintió envuelta en calor. El calor era relajante. Los suaves movimientos del agua la acariciaban. Cerró los ojos.

Después del baño, se haría unas salchichas con huevos fritos. Un buen montón. Luego iría a Westwood y escudriñaría las estanterías de libros, y se compraría una docena, como mínimo. Y luego se compraría un vestido, un precioso vestido nuevo para visitar a Pete esa noche. Quizá le comprara un regalo. Un regalo muy especial…

Sintió frío. Se sentó erguida, la fría agua goteando de sus pechos. Se dio cuenta de que se había quedado dormida. Quitó el tapón del desagüe, pensando que debía volver a llenar la bañera con agua caliente. Excepto el frío, se sentía bien. Si al menos pudiera regresar al cálido sopor… Pero sus manos estaban pálidas y arrugadas. Evidentemente, no necesitaba otro sueñecito en la bañera.

Pero sentía tanto frío…

Cerró el panel de cristal. Arrodillándose, abrió el grifo. Momentos más tarde, el agua caliente llovía sobre su cabeza, salpicándole los hombros y formando riachuelos hacia abajo por su estremecida piel, envolviéndola en calor. Alzó el rostro hacia la ducha. El agua golpeó contra sus párpados, le llenó la boca. Tragó un poco de agua, y dejó que el resto le resbalara por la barbilla.

Poniéndose en pie, tomó el jabón y recordó aquella vez en la casa de la playa -hacía tan sólo unos pocos días-, en que se había duchado con Pete, las manos del hombre frotando por todas partes su enjabonado cuerpo, luego ella enjabonando el de él, sintiendo su resbaladiza piel bajo sus manos.

Se echó a llorar. Los sollozos agitaron su cuerpo. Dejó caer el jabón y se cubrió el rostro. El agua golpeó contra su espalda. Empezó a volverse fría. La cerró. Abrió la puerta de la ducha y salió de la bañera. Apretó la cálida toalla seca contra su rostro y se dejó caer de rodillas, llorando desconsoladamente.

Más tarde, se descubrió tendida en la alfombra del baño. Había vuelto a quedarse dormida. El sol que entraba por la ventana era cálido en su espalda. Se puso en pie, sintiéndose débil. Excepto el pelo, estaba casi seca.

Se sentía hambrienta.

Frotándose el pelo para secárselo, se dirigió al dormitorio. Se puso ropa limpia, luego fue a la cocina. Tomó un paquete de salchichas de la nevera. Mientras retiraba el envoltorio de plástico, las luces se encendieron y apagaron.

Alguien en la puerta.

Se dirigió hacia ella y la abrió.

–Pensé que podía dejarme caer por aquí y ver cómo estabas.

Se quedó mirando a Dal con incredulidad. Tenía muy sombría expresión. Parecía ojeroso.

–Lo he leído en los periódicos -dijo él.

–Ha sido la primera noticia que has tenido de ello, supongo.

Dal asintió.

–Temí que tú pudieras pensar otra cosa. Esa es otra de las razones por las que he venido. Quiero que sepas que no he tenido nada que ver en ello.

–¿Realmente?

–¿Puedo pasar un momento?

Ella se apartó de la puerta y le dejó entrar. Cerró luego la puerta. Se enfrentó a él.

–El artículo dice que la policía está buscando a un sospechoso -dijo Dal-. Supongo que se refiere a mí.

–Exactamente.

Él se dio la vuelta y caminó hacia una silla. Connie descorrió las cortinas para llenar la habitación de luz. Luego se sentó frente a él, los ojos fijos en su boca.

–Tienes motivos para pensar que puedo estar implicado -empezó él-. Quiero decir, después de lo que Pete me hizo. Perdí mi trabajo, ya sabes.

–No, no lo sabía.

–Pues sí. Debido a ese número que montó. Pero yo jamás intentaría atrepellar a un tipo, no importa lo que me hubiera hecho.

–Dile eso a la policía.

–Es lo que pretendo.

–¿Por qué no la llamas ahora?

Pareció asombrado.

–¿Ahora?

–Sé que te están buscando. Eso ahorrará tiempo. Puedes utilizar mi teléfono, y yo te haré compañía hasta que lleguen.

–No puedo.

–¿Por qué no? Te encontrarán de todos modos, más pronto o más tarde. Lo mejor que puedes hacer es ir tú a ellos.

–Tengo una entrevista de trabajo dentro de media hora.

–¿De veras?

–No he venido aquí a discutir, Connie. He venido a ofrecerte mi condolencia.

–No la necesito.

–¿Cómo está Pete?

–Vivirá -dijo ella, rezando para que fuera cierto-. Y si vio el rostro del conductor, vas a tener verdaderos problemas.

Dal sonrió. Las comisuras de su boca temblaron.

–Espero que viera al conductor. Entonces quizá me creas.

–Sé que tú lo hiciste, Dal.

–Entonces, ¿por qué no llamas a la policía?

–Ayer por la noche llamé a una ambulancia. – El recuerdo casi hizo que le brotaran las lágrimas. Hizo una pausa, intentando recuperar el control-. Llamé, y pensé que estaba hablando con una operadora…, pero al parecer no fue así. No estaba hablando con nadie, a un teléfono sonando, probablemente…, y yo ni siquiera lo sabía. Si otra persona no hubiera llamado también pidiendo una ambulancia…

–Lo siento.

–Así que no pienso llamar a la policía. Lo que quizá haga en su lugar sea inmovilizarte de algún modo para que no puedas marcharte, y luego ir a la puerta de al lado y pedir a un vecino que haga la llamada por mí.

–Estás loca.

–Quizá. Te diré por qué no voy a hacer eso tampoco, de todos modos.

Él sonrió afectadamente.

–Dime.

–Porque si te ataco, voy a ser incapaz de detenerme. Te mataré.

–¿De veras? – dijo él, poniéndose pálido pese a todo.

–Y no deseo matarte, porque entonces iba a ser difícil averiguar quién es la mujer.

–¿Qué mujer?

–Tu amiga del Mercedes.

Dal meneó la cabeza.

–Nada de lo que dices tiene sentido.

–Sí lo tiene.

–No conozco a ninguna mujer con un Mercedes. Eso está fuera de mi esfera social.

–Eso es verdad.

–Mira, no necesito pasar por nada de esto. Simplemente vine para…

–Ya sé. Para ofrecerme tu condolencia. Bien, gracias de todos modos. Pero tú eres quien necesita condolencia, Dal. Tú y tu amiga. Algo muy malo está a punto de ocurriros a los dos.

–Connie, por el amor…

–Intentasteis matar a mi hombre.

Él se puso en pie.

–Me marcho.

Ella se dirigió a la puerta y la abrió. Dal salió fuera.

Tan pronto como hubo cerrado la puerta, Connie cruzó corriendo la habitación, tomó su bolso, y regresó también corriendo a la puerta. La abrió unos centímetros y atisbo fuera. Dal estaba en la escalera, a medio camino hacia abajo. Aguardó hasta que llegó al nivel del suelo. Cuando estuvo fuera de su vista, salió al porche común de aquella planta y miró por encima de la barandilla. Dal, al extremo del patio, estaba cerca de la puerta de atrás. Había aparcado en el callejón. El coche de Connie estaba en la parte delantera. Corrió escalera abajo, y salió por la verja principal hacia su coche.

Miró en ambas direcciones. Dal podía salir del callejón por cualquiera de los dos extremos de la manzana; si elegía mal, podía perderle. Se decidió por el extremo sur porque era el más cercano.

Se apartó del bordillo, y apretó el acelerador. Con un sobresalto, el coche salió lanzado hacia la esquina. Frenó. Mientras sus ojos escrutaban la salida del callejón, vio el Volkswagen rojo de Dal desembocar en la calle. En dirección contraria a donde ella estaba situada, gracias a Dios. Si hubiera girado en su dirección, no habría podido dejar de verla.

Mientras se ponía de nuevo en marcha, pasó un coche. Estupendo. Pondría una pantalla entre ella y Dal. Arrancó y lo siguió, desviándose de tanto en tanto un poco hacia la izquierda para echar una ojeada y comprobar que él todavía seguía delante. Estaban acercándose.

Dal giró hacia la derecha y desapareció por la parte lateral de un bloque de apartamentos.

Acercándose a la esquina, Connie retiró el pie del acelerador.

Tomó lentamente la curva. El coche de Dal casi había alcanzado el extremo de la manzana. Se detuvo en un cruce, luego siguió recto. Connie aceleró.

En la siguiente manzana, el Volkswagen se metió por el camino particular que conducía a un complejo de apartamentos. Connie siguió adelante unos metros, mirando de reojo hacia la oscuridad del aparcamiento subterráneo. Captó sus luces de frenado, y siguió adelante.

Si Dal sabía que era seguido, quizá estuviera efectuando alguna maniobra para librarse de ella, pensó Connie. Aquella era una posibilidad.

Las otras dos eran más intrigantes.

Se detuvo cerca de la esquina. Por el retrovisor lateral podía ver el sendero. Aguardó a que el coche de Dal apareciera de nuevo.

Pasaron cerca de dos minutos. Entonces apareció una camioneta detrás de Connie. Dobló la esquina para dejarla pasar, luego recorrió unos pocos metros más hasta encontrar un espacio de bordillo libre. Estacionó en él, y apoyó la cabeza contra el volante.

Se dio cuenta de que Dal no se había metido en el aparcamiento para librarse de ella. Era demasiado impaciente para permanecer esperando dentro más de medio minuto. Así que, a menos que hubiera utilizado otra salida -si había alguna-, se había metido allí para aparcar.

El complejo de apartamentos era su destino.

Vivía allí.

Él, o la mujer.

Connie salió del coche y retrocedió caminando hasta la entrada por donde se había metido Dal. El asfalto se hundía en la oscuridad. Se metió en ella.

El aparcamiento resultaba frío y oscuro tras la brillantez exterior. Se quitó las gafas de sol. Había tan sólo media docena de coches allí abajo. No vio el Volkswagen de Dal. Vio un Mercedes marrón oscuro, pero ninguno gris.

Quizá pasada la esquina…

El suelo era resbaladizo, como si hubiera sido encerado. Malo para correr si era atacada.

¿Quién podía atacarla…, Dal?

–Esos aparcamientos son malos -le había advertido en una ocasión su instructor en autodefensa-. Lugares estupendos para que una mujer sea atacada o violada. ¿Y dónde cree que se esconde el tipo para esperarla? Permanece agachado entre los coches aparcados. De modo que siempre sale directamente hasta el centro del paso de los coches, así que tendrá usted todo el tiempo que necesite para verlo llegar.

Connie caminó por el centro mismo del paso de los coches, clavando la mirada de coche en coche. Varias veces volvió la vista atrás. Luego llegó a la esquina. Se apoyó en la pared de cemento, y miró al otro lado.

El corazón le latió apresuradamente.

Se agachó.

¿La había visto Dal? No lo creía. Seguía sentado en el interior de su coche. Dios mío, ¿por qué? Era lógico que estuviera ya en su habitación a aquellas alturas.

Quizá sabía que había sido seguido.

Si eso era cierto, iba a salir a toda velocidad tan pronto calculara que resultaba seguro marcharse. Miró a su alrededor. El coche más próximo tras el cual podía ocultarse estaba a varios metros de distancia. ¿Debía correr hasta él? ¿O quizá regresar a la soleada entrada e intentar llegar de nuevo a su coche mientras Dal seguía aguardando?

Enderezándose, arriesgó otra mirada a Dal. El hombre abrió la portezuela. Connie se apretó contra la pared y miró hacia la derecha, hacia el cercano ascensor.

Si Dal se dirigía directamente hacia el ascensor, la pared la ocultaría a ella. Podría observarle con entera seguridad, siempre que él no se diera la vuelta.

Buscó los números de las plantas sobre la puerta del ascensor.

No había números.

¡Maldita sea! Hubiera podido observarlos para ver dónde se paraba Dal. Sin ellos, no tenía la menor idea de qué planta debía registrar.

Tendría que mirar en el vestíbulo. Quizá su buzón, o los timbres…

Retrocedió, caminando lentamente, con la cabeza gacha, cuando la idea apenas tuvo tiempo de formarse en su mente, y ya estaba corriendo. Él empezó a volverse. La mano de Connie, abierta y rígida, le golpeó secamente en un lado del cuello. Cayó de rodillas. Connie se tensó, preparada para patearle la nuca, pero el primer golpe había sido suficiente. Cayó hacia delante. Su rostro golpeó el cemento.

Llevaba las llaves en la mano. Connie las tomó. Encontró una con un número de apartamento: el 316. Tiró las llaves al suelo, y extrajo la billetera de Dal del bolsillo de atrás de su pantalón. ¿Debía limitarse a tomar el dinero? No, un auténtico ladrón se llevaría también las tarjetas de crédito, el permiso de conducir, los demás documentos.

Se metió la billetera en el bolso.

Luego salió corriendo del aparcamiento.

En el calor y el resplandor de fuera, volvió a colocarse las gafas de sol. Se dirigió rápidamente a su coche, y condujo hasta su casa.

26

–¿Seguro que no quieres venir? – preguntó Grenich.

–No, de veras. No puedo comer nada antes del mediodía.

–Contaba con que tú condujeras. No he traído coche, ¿sabes?

–¿Cómo llegaste hasta aquí?

La muchacha alzó el pulgar en el gesto típico.

–¿Quieres llevarte mi coche?

–¿Puedo?

–Por supuesto.

Freya tomó las llaves de su bolso, y se las tendió a la chica.

–¿Estás segura de que puedo? – repitió ésta.

–Completamente. Diviértete.

–¿Quieres que te traiga algo?

–No. Gracias.

–De acuerdo. Vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.

En cuanto hubo desaparecido, Freya se lanzó al teléfono y marcó un número. Aguardó nerviosamente mientras lo oía sonar.

–¿Sí?

–¿Todd?

–Princesa…

–Tenemos problemas.

–¿Con mayúscula?

–Sí, haz chistes. Eso es exactamente lo que necesito.

–¿Qué es lo que necesitas?

–Ayuda. ¡Dios mío! ¿Sabes quién está aquí? ¿Quién se presentó de pronto ayer por la noche? La hermana gemela de Chelsea. Su gemela idéntica. Te lo juro, casi me caí muerta.

–¡Ja! ¡Me lo imagino! Pensaste que la deliciosa damita había salido de su tumba, ¿eh?

–Eso es exactamente lo que pensé. Y no es nada divertido. ¿Qué vamos a hacer?

–¿Qué le dijiste de Chelsea?

–Dije que se había ido de viaje.

–Y eso hizo…, uno del que ningún viajero regresa.

–¡Todd!

–Creo que tendrás que traerla a la casa.

–¿Y cómo voy a conseguirlo?

–¿Dónde está ahora ese espécimen encantador?

–Se fue al Box a desayunar.

–Maravilloso. Cuando regrese, explícale simplemente que Chelsea llamó mientras ella estaba fuera. Quiere que vosotras dos os reunáis con ella en una fabulosa casa de la costa.

–¿Y si no pica?

–Picará. No te subestimes, princesa. Eres una maestra en el doblez. Una auténtica maestra.

–Bien, lo intentaré.

–Os estaremos esperando. Quizá podamos utilizar a las gemelas en la historia. Puede ser un potencial maravilloso. Nos veremos pronto.

–Seguro.

Colgó.

Freya calentó agua. Tomó el té en la sala de estar, se sentó en el sofá, y se quedó contemplando la vacía pantalla de la televisión.

–Mire, admito que me pasé el semáforo en rojo. ¿De acuerdo? Pero no he robado el coche.

–La documentación…

–Sí, lo sé -dijo Grenich-. Ella me lo prestó. Mire, oficial, su apartamento está tan sólo a una manzana de distancia de aquí. ¿Por qué no vamos hasta allí y usted se lo pregunta? Por favor.

Sonó el timbre.

«Dios mío, ¿ya de vuelta? Debe de haber cambiado de opinión.»

Freya se levantó del sofá y fue a abrir la puerta.

«Adivina quién ha telefoneado mientras estabas fuera.»

Abrió la puerta, y jadeó.

–Señorita Jones… -empezó el oficial.

Cruzó la puerta a toda velocidad, empujó a Grenich contra el hombre, y echó a correr.

–¡Eh!

Sus pies desnudos hicieron resonar el cemento pintado mientras corría a lo largo del porche cubierto de la planta de apartamentos. Al llegar a la escalera, miró hacia atrás. El policía estaba corriendo hacia ella.

–¡Alto! – gritó.

Empezó a bajar a toda prisa. Resbaló en un escalón. Cayó de cabeza.

Como en una pesadilla, cuando caía por un largo tramo de escalera, y siempre se despertaba antes de llegar abajo.

Pero ahora Freya no estaba dormida, y no se despertó; golpeó abajo con un repentino estallido de dolor, como si alguien le hubiera machacado el rostro con un martillo pilón.

–¿Está muerta?

El policía asintió.

–¡Dios mío!

27

En su apartamento, Connie terminó de desenvolver las salchichas que había decidido tomar en el desayuno. Estaban frías todavía de la nevera; supuso que no importaría. Las metió en una sartén, y encendió el fuego con muy poca llama.

Luego hizo café. Contempló el negro chorrito mientras llenaba poco a poco el recipiente.

¿Y ahora qué?, se preguntó mientras lo observaba. ¿Dar la dirección de Dal a la policía? Eso era lo que medio había planeado cuando se le ocurrió la idea de seguirle. Una buena y razonable justificación. Descubrir dónde vive, a fin de que la policía pueda detenerle. Pero esa había sido tan sólo la mitad de su plan. No era realmente lo que deseaba hacer. Era sólo una excusa.

«Así que, ¿cuál es tu verdadero plan, muchacha?»

¿Ir a su casa por la noche y matarlo? Demonios, hubiera podido acabar con él aquella mañana, si era eso lo que deseaba.

Mantenerlo vigilado…, eso era. Seguirle. Tarde o temprano, la conduciría hasta la mujer del Mercedes gris.

Luego iría a la policía.

Quizá.

El café dejó de salir. Goteó unas cuantas veces. Retiró el recipiente y llenó su taza. Pinchó las salchichas con un tenedor, les dio la vuelta. Necesitaban hacerse un poco más.

Sorbió el café y se dirigió a la mesa de la cocina. Abrió su bolso. Sacó la billetera de Dal.

Otra buena razón para mantenerse alejada de la policía; era probable que no aprobaran sus métodos.

Sentándose en la mesa, vació la billetera. Veintiocho dólares en el compartimento del dinero, junto con unas cuantas tarjetas y papeles surtidos. Lo dejó todo a un lado. El billetero tenía seis compartimentos para tarjetas de crédito. Sacó las tarjetas y las colocó en una cuidadosa pila. Luego vació los otros compartimentos de plástico, sacando su permiso de conducir, su tarjeta de la Seguridad Social, una tarjeta de la Cruz Roja con su grupo sanguíneo, su foto de graduación, y una Polaroid de Connie en bikini.

Dal le había pedido que posara desnuda. Ella nunca se lo había permitido, pero una noche él la había sorprendido en la ducha. Connie lo persiguió y rompió la foto, y luego hicieron el amor.

Pensar que ella…

Rompió la foto en pequeños pedazos. Arrojó los pedazos sobre la mesa. Formaron un pequeño montón. Rompió la foto de Dal, y la añadió al montón. Luego su tarjeta de la Cruz Roja, su tarjeta de la Seguridad Social y su permiso de conducir.

Bebió un poco más de café, y recordó las salchichas. Se levantó para ver cómo estaban. Volvió a darles la vuelta. Se estaban cociendo bien. Añadió más café a su taza, luego tomó unas tijeras de un cajón y regresó a la mesa.

El plástico era fácil de cortar. Hizo trocitos su tarjeta de la Shell, su tarjeta de la Chevron, su tarjeta del Automóvil Club, sus tarjetas Visa y MasterCard, su tarjeta de Sears. El montón de restos iba creciendo.

No quedaba nada que añadir excepto lo que había encontrado en el compartimento del dinero. Se levantó para comprobar otra vez las salchichas, luego volvió a sentarse. Dio un largo sorbo de café. Después rompió un resguardo de correos, una tarjeta de un fontanero y un trozo de un viejo sobre donde él había escrito la dirección de Connie cuando se habían conocido.

Deseó no habérsela dado nunca.

Encontró cuatro sellos de correos. Los dejó a un lado para guardarlos, luego rompió cuatro recibos indescifrables y los añadió al montón. A continuación tomó un trozo de papel de seda, del tipo utilizado en la tienda de Dal -corrección, en la ex tienda de Dal- para envolver las ropas antes de meterlas en sus cajas. Lo rompió por la mitad, partiendo exactamente el nombre y el apellido de una mujer, el nombre y el número de la calle, y dejó los trozos en el montón.

Volvió a cogerlos.

Unió los trozos.

La letra era la de Dal.

Elizabeth Lassin

Altina, 522

Podía ser algo. Podía ser ella.

La calle Altina estaba arriba, en Highland Estates. Una zona residencial donde a ella no le importaría vivir algún día, en absoluto. Montones de coches caros. Cadillacs, Rolls Royces, Mercedes.

–Dios mío -murmuró.

Entonces olió las salchichas quemándose.

Connie contempló el camino circular. La puerta del garaje para dos coches estaba cerrada. De alguna forma, tenía que ver su interior.

Subió el camino. La casa parecía desierta, pero mantuvo los ojos fijos en las ventanas. Si alguien miraba desde allí, pensaba llegar hasta la puerta principal con cualquier historia.

«Soy una nueva vecina, pensé que debía venir a presentarme…» Sonaba perfectamente plausible.

Por supuesto, no funcionaría si la mujer la reconocía. «Si es la tipa que se hizo pasar por la esposa de Pete…» Pero Connie no creía que fuera ella. La mujer de la otra noche parecía mayor. Su pelo era distinto también, más oscuro y más largo.

Llegó al garaje. De pie cerca de la puerta, no podía ver las ventanas de la casa… ni ser vista desde ellas. Agachándose, sujetó la manija y tiró. La puerta no se movió.

Un estrecho sendero rodeaba el garaje. Lo recorrió, y miró por la parte lateral. Ninguna ventana.

Quizá en la parte de atrás.

Siguió el sendero, pisando suavemente de una piedra a la siguiente. El terreno estaba delimitado con una cerca de tablas de secoya, como el terreno de juegos de su escuela cuando ella era pequeña. Su suave aroma era el mismo. Recordó el chirrido de las oscilantes cadenas de los columpios, los gritos de los niños persiguiéndose, el olor de la caja con su almuerzo. Todo tan vivido… Si cerraba los ojos, podía…

Pero debía mantenerlos abiertos.

Llegó al extremo del garaje, y se detuvo. Agachándose, miró desde la esquina.

Una piscina. Rodeada de mobiliario de exterior. Sin nadie.

Dio un paso hacia delante, y miró la pared posterior del garaje. Tenía una ventana. Avanzando de lado entre la pared y una hilera de adelfas, se abrió camino hasta la ventana. Colocando las manos en forma de copa en torno a sus ojos, miró por el cristal.

Excepto la luz procedente de aquella única ventana, el garaje estaba a oscuras. A la derecha, vio la vaga forma de un coche. Quizá un Mercedes. Quizá no. Para estar segura, necesitaba verlo mejor.

Necesitaba entrar dentro.

La idea hizo que su estómago se helara y se anudara.

«Puedo hacerlo -se dijo a sí misma-. Tras un robo, ¿qué puede significar una violación de domicilio?»

Manteniéndose cerca de la pared del garaje, caminó de lado hacia la casa. Cuando estaba a punto de salir de detrás de una adelfa, sus ojos captaron un movimiento.

Se inmovilizó, conteniendo la respiración.

La mujer estaba alejándose lentamente, dando pequeños pasos; se mantenía rígida, como dolorida. Tenía un pelo largo y oscuro, como el de la mujer de la otra noche. A la luz del sol era de un intenso color marrón rojizo. Llevaba un sucinto bikini blanco. Cuando giró al extremo de la piscina, Connie la vio de frente.

Llevaba vendajes en el rostro, cuello, pecho, vientre y muslos. Su piel estaba llena de hematomas, su rostro hinchado y azul.

Mientras Connie observaba, la mujer se dirigió al otro lado de la piscina. Estaba casi a la altura de Connie cuando se detuvo junto a una hamaca. Desató las cintas de su bikini y lo dejó caer. Luego se tendió en la hamaca. Su cabeza giró hasta quedar mirando a la casa.

Connie permaneció sin moverse detrás de la adelfa.

La mujer no movió la cabeza. Permaneció tendida de espaldas, los brazos a los costados, la piel brillando húmeda.

¿Dormida?

Las gafas de sol ocultaban sus ojos.

Connie no se atrevió a moverse.

Finalmente, el rostro se volvió hacia el otro lado.

Connie aguardó unos segundos, luego retrocedió a lo largo de la pared del garaje. La cabeza de la mujer permaneció vuelta. Finalmente, Connie alcanzó la esquina. La dobló cautelosamente, luego volvió a mirar hacia atrás. Aparentemente, la mujer no la había visto. Seguía tendida allí, desnuda excepto por los vendajes, con el rostro vuelto hacia la cerca de atrás.

Connie se dirigió hacia el frente de la casa. Rezándole a Dios para que la mujer estuviera sola, probó la puerta delantera. Cerrada. Comprobó las ventanas a lo largo de la parte frontal del edificio. Todas estaban cerradas.

En el extremo más alejado de la casa, la ventana de un baño estaba abierta. Miró a su alrededor. La cerca de tablas de secoya se hallaba no muy lejos a su espalda; si había vecinos al otro lado, no podían verla.

Forcejeó con la tela metálica, y finalmente consiguió quitarla. Acabó de subir la ventana, se izó, y saltó dentro. Cruzó el baño de puntillas. Cuando miró dentro del dormitorio, estuvo a punto de gritar. Se tapó la boca, y se quedó contemplando la moqueta terriblemente manchada de sangre al lado de la cama.

Dios mío, ¿qué había ocurrido allí? ¡Tanta sangre! Pensó en los vendajes de la mujer. ¿Había salido todo aquello de ella? Parecía imposible. Incluso la pared al lado de la cama estaba salpicada.

Sintió deseos de salir de nuevo. Pero había ido ya muy lejos. Necesitaba ver dentro del garaje.

Se dirigió rápidamente a las puertas cristaleras corredizas. Deteniéndose junto a las cortinas, miró afuera. La mujer seguía en su hamaca.

Abandonando el dormitorio, Connie recorrió un pasillo. Llegó a otras puertas abiertas, miró dentro de las habitaciones, no vio a nadie.

En la parte de atrás de la sala de estar había una enorme cristalera con una puerta corrediza a un extremo. Vio a la mujer al otro lado de la piscina. Connie se arrastró sobre manos y rodillas cruzando la estancia, manteniéndose detrás de los muebles durante tanto tiempo como le fue posible. Así llegó a la cocina. Avanzó cautelosa sobre su embaldosado hasta una puerta en el otro extremo.

Alzó la mano hacia el pomo. Lo hizo girar. Empujó la puerta, abriéndola, y miró al interior del oscuro garaje.

Siguió avanzando cautelosamente, semiagachada.

El garaje estaba caliente y sofocante, y olía a grasa.

Se irguió. Cerró la puerta a su espalda, y caminó en la oscuridad hasta el coche. Tanteando el lateral, encontró la manija de la portezuela. La abrió, y la luz de dentro se encendió.

Un Mercedes, por supuesto.

Un Mercedes gris.

Dejando la portezuela abierta a fin de tener luz, se dirigió hacia la parte delantera del coche. No podía ver ni el parachoques ni la parrilla, pero el capó mostraba dos pequeñas abolladuras. Era suficiente para ella.

Se dirigió hacia la ventana del garaje para ver si la mujer seguía aún en su hamaca. Mientras miraba, la mujer se sobresaltó y se sentó muy envarada, frunciendo el ceño hacia ella.

¿Qué…?

Oh, cielos, una alarma. ¡El coche tenía una alarma antirrobo! ¡La había accionado al abrir la portezuela! Ella no la había oído, por supuesto…, pero hubiera debido, ¡hubiera tenido que captar las vibraciones!

La mujer saltó de la hamaca y echó a correr torpemente, bordeando la piscina.

Los pensamientos corrieron alocados por la mente de Connie. Podía intentar una salida desesperada por la puerta delantera. O encontrar el sistema de apertura de la puerta del garaje y salir por allí. O quedarse y luchar.

Eso era. Atrapar a la mujer. Entregarla a la policía. Allí había las pruebas suficientes. Sabía, por sus investigaciones para una antigua novela de crímenes, que tenía que haber todavía huellas de sangre en el coche.

Cerró la portezuela del coche, apretó la espalda contra la pared contigua a la puerta de la cocina, y aguardó.

El corazón parecía que iba a estallarle. Parpadeó para apartar el sudor de sus ojos.

«Dios, ¿y si me desmayo?»

«¿Y si ella tiene una pistola?»

La puerta siguió cerrada.

«¿Qué es lo que la demora tanto?»

Connie se secó una mano en los pantalones de pana, y agarró el pomo de la puerta. Lo hizo girar lentamente. Abrió la puerta unos centímetros, y miró en la cocina.

La mujer estaba al otro lado de la cocina, hablando por teléfono.

El teléfono. Eso era lo que la había hecho correr, no una alarma del coche.

Permanecía allí desnuda, goteando sudor, de espaldas a Connie.

Entonces se volvió.

Mirando su boca, Connie casi pudo oír las palabras formadas por su lengua y labios.

–¡Dal, jodido idiota!

28

–Gracias. Eso es precisamente lo que necesitaba, después de todo lo que he pasado.

–Se suponía que no íbamos a ponernos en contacto.

–¿Qué daño puede hacer una llamada telefónica? – preguntó Dal, haciendo girar el asiento de su taburete-. No han intervenido tu teléfono, por el amor de Dios.

–¿Y si hubiera sido un policía quien lo hubiera cogido?

–Estaba preparado para eso. Hubiera fingido ser un vendedor de enciclopedias.

–Brillante.

–Lo sé… Oye, ¿cómo han ido las cosas?

–No creo que debamos discutirlo por teléfono.

–Esto es ridículo.

–Simplemente te diré que todo ha ido como estaba planeado.

–¡Fantástico! ¿Comprobaron si había hue…?

–¡Dal!

–De acuerdo, de acuerdo.

–No, no lo hicieron. Por cierto, señor…

–¿Sí?

–He leído el periódico de esta mañana. ¿Lo has hecho tú?

Sabía que iba a venir aquello. Era la razón principal por la cual había decidido llamar.

–Sí-dijo.

–La mujer de la otra noche…

–¿Sí?

–Era tu novia.

–Lo sé.

–¿Qué demonios estaba haciendo allí?

–Yo mismo le he hecho esa pregunta. Esta mañana, después de leer el artículo. Se echó a llorar, dijo que se sentía sola conmigo lejos y que aquello no significaba nada…, simplemente un último encuentro con su antiguo amigo.

–¿Y por qué me mentiste la otra noche? No me dijiste que la habías reconocido.

–La reconocí. Sólo que… no me decidí a decírtelo. Me sentí tan impresionado… No podía creer que fuera ella.

–Hubieras debido decírmelo.

–Lo sé. Lo siento.

–No me mientas nunca, Dal.

–Lo siento.

–Puedes mentir hasta hartarte a todo el resto del mundo, pero resérvame la verdad para mí.

–Lo haré. Te lo prometo.

–De acuerdo. ¿No hay problemas?

–¿Eh?

–¿Ella no sospecha nada?

–No. Cree que se trata de algo relacionado con el trabajo de Pete. Alguien que quiso vengarse.

–Muy bien.

–Así que todo funciona bien.

–Parece.

–Deberíamos reunimos y celebrarlo.

–Seguro. No vuelvas a llamar, Dal, a menos que se trate de una emergencia.

–¿Cuándo podremos vernos?

–Dentro de un mes, quizá.

–No sé si podré soportarlo.

–Tendrás que hacerlo. Ahora adiós.

–¡Oye!

Ella colgó.

Dal no había mencionado todavía el robo. Pero no se atrevió a volver a llamarla. Se lo diría en otra ocasión.

29

Connie la observó abandonar la cocina. Aguardó unos cuantos segundos, luego abrió la puerta por completo y miró. Nadie. Entró en la cocina. A través de la ventana, vio a la mujer encaminarse de vuelta a su hamaca.

Se dirigió apresuradamente a la puerta principal.

Luego recorrió a toda prisa el camino, respirando profundamente el aire cálido del exterior. Sentía como si hubiera pasado horas enjaulada en aquella casa. ¡Qué agradable sensación sentirse fuera y libre!

Cuando hubo puesto su coche en marcha, se sintió aún mejor.

Condujo calle abajo alejándose de la casa, e intentó juntar todas las piezas de lo que había averiguado.

Obviamente, la mujer era Elizabeth. Era la que había atraído a Pete fuera de la casa, la otra noche. Dal había utilizado su coche para atropellar a Pete. Pero ¿qué le había ocurrido a Elizabeth? ¿Por qué los vendajes? ¿Por qué la sangre en el dormitorio? ¿La había atacado Dal? Parecía difícilmente posible.

Los fragmentos que había captado de la conversación telefónica, con Elizabeth vuelta de lado la mitad del tiempo, no tenían mucho sentido.

Mientras conducía alejándose de las colinas, se preguntó qué hacer a continuación. No deseaba volver a casa y pasar el resto de la tarde preocupándose acerca de Pete.

¿Ir a la policía? ¿Contarles lo que había averiguado? ¿Cuál era la pena por intento de asesinato? No mucho. Demonios, ni siquiera una cadena perpetua por asesinato en primer grado rebasaba nunca los quince años de condena real. Así que ¿qué podían caerles, tres o cuatro años? A menos que Pete…

¡No!

¡Tenía que vivir!

Se encaminó hacia el hospital, sintiéndose más nerviosa a cada kilómetro. Su labor de detective le había impedido obsesionarse con el estado de Pete. Ahora no podía pensar en otra cosa. Sus manos estaban empapadas de sudor en el volante, y tenía problemas para respirar todo el aire que necesitaba.

Imaginó lo peor.

«Lo siento», le diría el médico. Exactamente igual que en las películas. «Hicimos todo lo que pudimos, pero…»

¡No, no, no!

El médico había dicho que su estado era estacionario.

«Complicaciones.»

Finalmente, se metió en el aparcamiento. Entró en el hospital con piernas temblorosas. El vestíbulo olía a cera para el suelo. Ignoró el mostrador de recepción, y se dirigió a los ascensores. Su mano estaba fría y entumecida cuando pulsó el botón de subida. Se reclinó contra la pared para sostenerse mientras aguardaba.

Llegó un ascensor. Estaba vado. Entró, y apretó el botón de la tercera planta. Cuando las puertas se cerraron deslizándose, deseó acuclillarse en el suelo y sujetarse el vientre. En vez de ello, se reclinó contra la pared. Le castañeteaban los dientes. Cerró la boca con un crispado movimiento.

Las puertas se abrieron. Salió, y se dirigió hacia el mostrador de las enfermeras.

Una mujer de rostro pecoso la miró sonriendo.

–¿Sí?

–Vengo a… ¿El señor Harvey? ¿Está…?

–Un momento, por favor.

Bajó los ojos a una tablilla con un sujetapapeles que tenía sobre la mesa.

Connie apretó los nudillos contra la superficie del mostrador a fin de mantenerse en pie.

La enfermera sonrió.

–El señor Harvey ha sido retirado de cuidados intensivos.

–¿Está bien?

–Sí, está bien, teniendo en cuenta su estado.

–Gracias, Dios mío…

Un sollozo quebró la voz de Connie, y se cubrió el rostro, llorando. Fue vagamente consciente de que la enfermera se levantaba y, sujetándola con firmeza, la conduda a un sofá. Se sentó con ella, le palmeó la espalda. Cuando finalmente se hubo calmado, le trajo una taza de café.

–¿Puedo verle?

–Bueno, las visitas no empiezan hasta las cuatro y… Un momento. – La enfermera se alejó y miró en una habitación al final del pasillo, luego volvió-. Creo que no habrá problemas si lo que desea es únicamente echar una mirada. Está durmiendo. No debe ser molestado.

–Sólo miraré.

La enfermera la acompañó hasta la habitación y abrió la puerta.

Las dos piernas en tracción. La cabeza y el rostro vendados. Roncaba.

Connie sonrió. La enfermera la condujo de nuevo fuera.

–¿Puede decirme cuáles son sus heridas?

–Bueno, sólo en líneas generales.

–Eso bastará.

–Tiene fracturas compuestas en ambas piernas, tres costillas rotas, una concusión, más un puñado de laceraciones y contusiones. El doctor estaba preocupado sobre todo por la contusión, pero afortunadamente no es grave. Ahora debería usted irse a casa y meterse en la cama antes de que caiga redonda.

Connie miró su reloj. Casi las tres.

–Si la hora de visita es a las cuatro…

–Olvídese de la hora de visita. El señor Harvey no estará en condiciones de apreciar su compañía. Si yo fuera usted, me iría a casa y cuidaría un poco de mí misma, y volvería mañana.

–Pero esta noche…

–Él ni siquiera se enterará de que está usted aquí, querida.

De vuelta en su apartamento, Connie se metió en la cama. Decidió seguir el consejo de la enfermera… pero sólo en parte. Dormiría un poco, luego cenaría y se vestiría, y se dirigiría al hospital para la visita de las ocho. Aunque Pete no supiera que ella estaba allí, al menos podría sentarse a su lado, sujetar su mano. Y quién sabe, quizá se despertara después de todo.

Durmió.

Cuando abrió los ojos, la habitación estaba a oscuras.

–Oh, no -murmuró. Miró el reloj. Las ocho y cinco-. ¡Maldita sea!

El hospital estaba a media hora de camino en coche. Para cuando se hubiera vestido y llegado allí…

«Olvídalo. Tendrá que ser mañana.»

Se sentó en un ángulo de la cama y se preguntó cómo pasar la velada. Se sentía bien. Y muy hambrienta. Echándose encima su bata de satén, se dirigió a la cocina. Miró en la nevera. Nada con lo que pudiera hacerse una cena decente. Y cualquier cosa del congelador tardaría una eternidad en descongelarse.

De modo que iría a cenar fuera, pensó. ¿Qué tal el Sizzler? Luego tuvo una idea mejor: conduciría hasta el Safeway, compraría un buen filete de solomillo y algunas otras cosas, volvería al apartamento, y se prepararía un festín.

Una celebración.

Brindaría unas cuantas veces por la recuperación de Pete, y unas cuantas veces más por la inminente caída de Dal y Elizabeth.

Volvió corriendo al dormitorio para cambiarse.

Mientras reducía la marcha para meterse en el aparcamiento del Safeway, vio el cine en la siguiente manzana.

El Palacio Encantado.

Donde había ido con Pete la primera noche.

Pasó de largo el Safeway.

«No lo hagas -se advirtió a sí misma-. No dejes que empiece de nuevo. Al minuto siguiente que algo va mal en tu vida, te encaminas al cine.»

«Esto es diferente. No es una vía de escape, como las otras veces. ¡Pete está vivo! Volveremos a estar juntos. ¡No es una escapatoria, es una celebración!»

«Una celebración de mi primera cita con Pete.»

Mientras aparcaba detrás del cine, esperó que vendieran perritos calientes.

30

Connie hizo una pausa delante de la taquilla del Palacio Encantado, y comprobó los pases de los filmes, El aullador había empezado a las 7.15. Schreck el salvaje empezaría a las 8.55, seguido de La ciudad de los muertos a las 9.10. Si deseaba quedarse, El aullador empezaría de nuevo a las 10.50.

Se dirigió a la taquilla y le compró una entrada a la misma chica de rostro pálido y pelo negro que le había vendido las entradas a Pete.

Bruno aguardaba dentro de la puerta, su rostro retorcido bajo la media de nailon. Su ensangrentada camiseta le recordó a Connie la moqueta de la casa de Elizabeth.

–Hola, Bruno -dijo, y le tendió la entrada.

El hombre la partió por la mitad. Al devolverle su parte, le tocó la mano. Connie fue a los servicios a lavársela.

No tenía prisa. Cuanto menos viera del final de El aullador, mejor sería. En un cine diferente -uno sin Bruno merodeando por allí-, hubiera aguardado en el vestíbulo hasta que terminara la película.

En el espejo encima del lavabo, vio que no tenía tan mal aspecto como esperaba. Un poco pálida, los ojos algo nerviosos. Su cabello pedía un champú.

La parte superior de su chandal estaba demasiado abierta. Subió la cremallera unos centímetros. Si hubiera pensado que iba a estar más tiempo fuera que una salida rápida al supermercado, se habría puesto un sujetador. Se sentía como expuesta sin él. Pero ya no podía hacer nada. Se subió un poco los pantalones y abandonó los servicios.

En el bar, las chicas del mostrador parecían clones de la taquillera. La que estaba más cerca le sonrió con unos rojos y brillantes labios.

–Tomaré un perrito caliente y una Pepsi grande -dijo Connie-. Que sean dos perritos calientes.

Mientras esperaba, miró a su alrededor. Bruno, de pie junto a la puerta, la estaba mirando.

Tétrico.

«Bien, se supone que debe parecer tétrico.»

Dándose la vuelta, observó los números aparecer en la caja registradora. Pagó a la chica, y llevó su comida al extremo del mostrador. Allí, abrió los perritos calientes envueltos en papel de aluminio. De ellos brotó una nubécula de vapor. Haciéndosele la boca agua, los regó los dos con abundante mostaza. Los envolvió de nuevo, tomó una pajita y un par de servilletas, y penetró en la oscura sala.

Encontró un asiento vado al extremo de una fila, pero no deseaba bloquearle la vista al hombre que estaba sentado detrás. Ocupó el asiento siguiente.

Comió lentamente sus perritos calientes, intentando no mirar la pantalla. Pero la acción atrajo sus ojos.

«Qué demonios-decidió-. Así sabré cómo termina.»

Miró el resto de la película, fascinada.

Luego se encendieron las luces. Mirando a su alrededor, vio que el cine estaba lleno, para ser una noche entre semana. Debía de haber un par de centenares de personas, calculó.

Observó su reloj de pulsera. Las nueve menos diez. Si hubiera ido al hospital, habría llegado justo. Habría podido pasar diez minutos con Pete.

Ahora ya era demasiado tarde.

Quizá había dormido más de la cuenta a propósito. Quizá subconscientemente no deseaba ver a Pete esta noche. No deseaba verle tendido allí, roto.

El pensamiento hizo arder la culpabilidad en ella. Bien, mañana compensaría aquello. Estaría allí aguardando a las cuatro…

Las luces fueron apagándose lentamente.

Unas letras aparecieron en la pantalla, rojas y chorreantes como sangre: JOYAS DEL TERROR PRESENTA A OTTO SCHRECK EN… Unas llamas se agitaron para formar SCHRECK EL SALVAJE.

Es de día. Una mujer joven con un sucio vestido de algodón está bajando una ladera, mirando nerviosamente por encima de su hombro. Al fondo de la ladera, se acurruca junto a un riachuelo. Sumerge sus manos en el agua y bebe.

Cuchillo al aire, un indio desciende corriendo la ladera. Su cuerpo está desnudo excepto por un taparrabos rojo. Pinturas de guerra cebran su piel.

Un maldito maniaco, pensó Connie.

La chica sigue bebiendo.

«¡Lárgate de ahí!», sintió deseos de gritar Connie.

Finalmente, la chica mira a su alrededor. El miedo contorsiona su rostro. Se arroja al arroyo, chapoteando, y lo vadea con el agua por la cintura.

El salvaje salta desde la orilla, su pelo negro ondeando tras él, el cuchillo sujeto entre los dientes, y cae sobre la espalda de la chica.

Los dos se hunden en el agua.

La chica vuelve a salir chapoteando a la superficie. Está de espaldas, tosiendo, pateando, agitando los brazos. Al principio parece estar flotando. Luego es alzada fuera del agua. El salvaje la levanta por encima de su cabeza y la arroja a la orilla.

La chica cae sobre unos arbustos cerca del agua, golpea el suelo con un hombro, y rueda sobre sí misma.

Permanece tendida allí, medio atontada.

El salvaje acaba de cruzar el agua. Trepando por la orilla, toma el cuchillo de entre sus dientes.

La chica está sobre manos y rodillas, intentando levantarse.

«¡Corre!», pensó Connie.

Pero no consigue ponerse en pie.

El salvaje le da una patada en el vientre.

Connie gruñó cuando el impacto alzó a la chica, despegándola completamente del suelo.

Cae de espaldas, aferrándose el vientre, las rodillas alzadas.

El salvaje se agacha junto a su cabeza. Retuerce el pelo de la chica en torno a su mano, y tira fuertemente de él. Aprieta el cuchillo contra el cuero cabelludo.

–Oh, Dios-murmuró Connie.

Un hombre joven en la otra fila la miró, sonriendo. Connie le devolvió la sonrisa y se alzó de hombros.

La sangre empieza a manar por el rostro de la chica. Sus ojos se desorbitan. Su boca está tan abierta que parece como si sus mejillas fueran a rasgarse.

«Al menos no puedo oír el grito», pensó Connie.

De pronto, el cañón de un revólver se aprieta contra la nuca del salvaje. Este interrumpe su intento de arrancarle el cabello a la chica.

Connie suspiró aliviada.

Mientras la chica yace en el suelo, llorando y aferrándose la herida cabeza, un hombre pelirrojo con ropas de cowboy ata las manos del salvaje con tiras de cuero.

La escena cambia. El salvaje está sentado a horcajadas sobre un caballo, junto a un roble. Una cuerda cuelga de una rama sobre su cabeza. Él lazo está pasado alrededor de su cuello.

«Muy bien», pensó Connie.

La chica está sentada cerca, observando. Su cabeza ha sido vendada con un trozo de tela desgarrado de su propio vestido.

El cowboy le sonríe. Su boca se mueve.

–¿Quieres hacer los honores?

Ella asiente, se dirige a la parte de atrás del caballo, y da una fuerte palmada a su grupa. El caballo sale al galope. La cuerda se tensa, arrojando al salvaje fuera de la silla. Queda colgando allí, pateando y retorciéndose; el rostro se le va poniendo púrpura, la lengua asoma por entre los contorsionados labios.

La chica y el cowboy se dan la vuelta y echan a andar.

–Otro buen indio que nos deja -dice el cowboy.

–¿Qué van a hacerme ahora? – pregunta la chica, con aire asustado.

«¿Qué demonios le ocurre? – se preguntó Connie-. Ese es el tipo que le ha salvado la vida.»

–Veré que vuelvas sana y salva al pueblo -le dice el cowboy.

Siguen alejándose, pero el salvaje que oscila tras ellos está ahora poniéndose rígido, los músculos de sus brazos y pecho hinchándose.

–Estoy seguro de que tu gente se alegrará mucho de verte -dice el cowboy.

–Mierda -dice la chica-. Van a matarme, igual que mataron a Tina.

Las manos del salvaje se sueltan. Con las tiras de cuero colgando de sus ensangrentadas muñecas, alza las manos por encima de la cabeza y aferra la cuerda. Trepa por ella, izándose mano sobre mano.

–Están locos -dice la chica-. Todos ustedes están locos. No pensarán en serio que van a poder seguir adelante con esto. Muestren estas cosas en la pantalla, y la gente vendrá a verme. Me reconocerán, del mismo modo que yo reconocí a Tina.

«¿Qué diablos es todo esto?», se preguntó Connie.

–Bueno, supongo que más pronto o más tarde alguien lo hará. En unas cuantas semanas, de todos modos, ya nos habremos ido. Para entonces tendremos trece Schrecks. La Filmworld está dispuesta a comprar todo el lote por un millón; tiene intención de hacer una película de largo metraje con ellos. Estupendo, ¿no crees? Tú serás una de sus estrellas.

–Una estrella muerta.

–Quedarás inmortalizada en la pan…

Su boca se abre enormemente cuando el salvaje, detrás de él, hunde un cuchillo en su espalda.

La chica intenta echar a correr, pero el salvaje la agarra del pelo y tira de ella hacia atrás, haciéndole perder el equilibrio. La arrastra hacia el árbol. Cuando la lanza contra él, la corteza le araña todo el rostro. El salvaje le clava una rodilla en el vientre, haciéndola doblarse sobre sí misma. Luego empieza a atarla al árbol.

Connie siguió mirando, totalmente confusa. Había visto montones de películas horribles antes, pero aquella era la peor. No sólo sádica y burda, sino que el diálogo no tenía el menor sentido. Debía de tratarse de uno de esos locos «filmes dentro de un filme» que a los europeos parecía gustarles tanto hacer. Una película experimental. No se suponía que tuviera sentido.

El salvaje termina de atar a la chica al árbol.

–¡Sucios bastardos! – grita la chica-. ¡Suélteme!

Connie observó al salvaje dar vueltas por entre los árboles, recogiendo ramas. Cuando se dio cuenta de para qué las quería, murmuró:

–Oh, no.

El hombre joven frente a ella volvió de nuevo la cabeza, sonriendo. Su boca se movió, pero la oscuridad ocultó sus palabras. Debía de estar diciendo algo. Connie supuso que quería mostrarse amistoso. Sonriendo, asintió a lo que fuera que hubiera dicho. Él también asintió, y volvió de nuevo la cabeza a la pantalla.

Ramas y hojarasca se hallan apilados en torno a los pies de la chica. El salvaje, a varios metros de distancia, permanece de pie detrás de un pequeño fuego. Lentamente, envuelve un paño en torno a la punta de una flecha. Cuando lo ha asegurado, lo baja hasta el fuego. Alza el arco. Apunta la flameante llama hacia la chica. La flecha cruza silbando el aire.

Golpea el árbol a unos pocos centímetros por encima de la cabeza de la chica.

–Mi nombre es Brit Anderson -dice ella-. No soy una actriz. Esto no es una película, es real. Si alguien de ustedes puede oírme…

El salvaje enciende otra flecha.

–Oirán lo que nosotros queramos que oigan, zorra.

Dispara su arco. La flecha se entierra entre las ramas a los pies de la chica. Empieza a salir humo, luego llamas.

Ella se agita entre las cuerdas. El borde inferior de su vestido se prende.

–Mi nombre es Brit…

Una flecha encendida se entierra en su pecho.

31

Connie apoyó una mano en el hombro del joven que estaba sentado frente a ella, y este se sobresaltó.

–Tengo que hablar con usted -susurró ella-. En el vestíbulo. Soy sorda. Leo los labios. Necesito luz para ver lo que usted dice.

El hombre asintió.

Mientras recorrían el pasillo central, Connie volvió la vista hacia la pantalla y vio a la chica ardiendo…, el pelo incendiado, la carne ennegreciéndose.

Cruzó la puerta y aferró el brazo del hombre. Él la miró con el ceño fruncido, desconcertado.

–Esa chica… fue asesinada.

–Losé, pero…

–No era un truco. Ellos la mataron

–¿Está usted loca?

–¿Qué era lo que decía ella al final?

–Un Avemaria.

–No. Debieron de doblar eso. Decía que su nombre era Brit Anderson, y que no es una actriz, y que aquello estaba ocurriendo realmente. Tiene que haber algún teléfono por aquí. Quiero que llame usted a la policía.

–¿La policía? Oiga, eso es un asunto serio.

–¡Ella fue asesinada!

–Quizá debería hablar usted primero con el encargado del cine.

–Debe de estar metido en esto.

–Oh, por… -Meneó la cabeza-. ¿Todo el mundo está metido en esto?

–No, pero el encargado…

–He estado viniendo aquí desde que abrieron. Puede que el hombre parezca horrible con su disfraz, pero es un tipo perfectamente normal. Venga.

Cruzó el vestíbulo hacia donde Bruno recogía las entradas.

Connie se apresuró detrás de él.

–¿Podemos hablar con usted en privado un momento?

Bruno asintió. Llamó a una de las mujeres vampiras del bar, luego los acompañó hasta una oficina.

Connie siguió a los dos hombres dentro. Se detuvo cerca de la puerta abierta.

Bruno se quitó la media de la cabeza. Sin ella, tenía un rostro rubicundo y agradable.

–Ahora -dijo-, ¿cuál es el problema?

Los dos hombres miraron a Connie.

–La chica en ese filme de Schreck no era una actriz -dijo ella-. Su nombre es Brit Anderson, y fue asesinada delante de la cámara. Realmente asesinada.

Bruno meneó la cabeza.

–Temo no comprender. ¿Qué le hace pensar algo así?

–Ella lo dijo. Sus auténticas palabras fueron dobladas, pero yo leí sus labios.

–¿Está segura de eso?

–Sé lo que ella dijo, y la creo.

Bruno asintió. Tomó el teléfono, y marcó el 0.

–Operadora, póngame con la policía. Sí, se trata de una emergencia. – Tapó el micrófono y dijo-: Ellos llegarán hasta el fondo de esto. – Luego retiró la mano-. Sí. Llamo desde el cine el Palacio Encantado, en el ocho cuatro dos cuatro de Pico. ¿Pueden enviar inmediatamente un coche patrulla? Tenemos una situación de urgencia… Al parecer, se ha cometido un crimen… Sí. Gracias. – Colgó-. Eso los traerá aquí en pocos minutos.

Se puso en pie.

–¿No cree que deberíamos ir arriba y recoger la evidencia?

Le siguieron cruzando el vestíbulo. La enmoquetada escalera lateral estaba deshilachada. Un cartel colgaba del cordón que cerraba el paso: ANFITEATRO CERRADO. Bruno soltó uno de los extremos del cordón, y les franqueó el paso.

En lo alto de la escalera, se dirigió directamente hacia una puerta. Metió una llave en la cerradura, y la abrió.

–Por aquí -dijo.

El hombre y Connie entraron.

Connie vio dos proyectores de cine cerca de la pared lateral. Uno de ellos estaba funcionando; las bobinas de cinta se movían con lentitud, arrojando parpadeantes imágenes por la pequeña mirilla situada frente a él. Una imagen en miniatura se reflejaba en el panel de cristal.

Había alguien entre los dos proyectores.

Bruno le dijo algo, luego tomó una caja de película y comprobó la etiqueta.

–Tiene que ser rebobinada. Llevará sólo un minuto. Creo que deberíamos ir abajo y ver si la policía ha llegado ya.

Pasó junto al hombre.

–Dispense -dijo, y pasó junto a Connie.

En el momento en que lo hacía, lanzó su codo hacia el costado de ella, haciéndole perder el equilibrio, y cerró rápidamente la puerta. Connie cayó contra la pared.

Vio al proyeccionista saltar de entre las dos grandes máquinas. No llevaba pinturas de guerra, pero reconoció inmediatamente su rostro, sus ojos de loco.

Bruno le hizo la zancadilla. En el momento en que su espalda golpeaba el suelo, Connie vio a Schreck clavar un destornillador en el vientre del hombre que había subido con ella.

Alzó los brazos cruzados, bloqueando así la patada que Bruno dirigía contra su rostro.

Alguien la sujetó por los tobillos.

–¡No!

Schreck la alzó por los pies. La alzó del suelo hasta que estuvo colgando cabeza abajo. En esa posición, sin ningún punto en el que apoyarse y con la visión distorsionada, se hallaba prácticamente indefensa. Pese a todo, bloqueó el primer puñetazo que Bruno lanzó contra su estómago. El segundo la alcanzó, haciéndole perder el aliento. Se aferró el estómago, y él la pateó en la cabeza. Cuando abrió los ojos de nuevo, estaba tendida boca abajo en el suelo de la parte trasera de un coche, que avanzaba a toda velocidad en mitad de la noche.

32

El coche siguió avanzando durante largo rato. La cabeza de Connie pulsaba dolorosamente. Sus brazos, atados a su espalda, le hormigueaban y parecían como dormidos. Alguien tenía apoyados los pies en su espalda y trasero. Cuando en una ocasión intentó levantar la cabeza, la golpearon duramente. Después de esto, no se movió.

Tenía una buena idea de lo que planeaban hacer con ella. Estaba asustada, pero también furiosa.

Furiosa consigo misma. Por permitir que Bruno le hubiera tomado el pelo de aquella manera. Obviamente, no había telefoneado a la policía. ¿Estaba su teléfono desconectado? Hubiera debido ser más cuidadosa, maldita sea. Lo único que había conseguido era que mataran a aquel pobre hombre; ni siquiera sabía su nombre.

Ahora todo lo que había averiguado acerca de Dal y Elizabeth resultaba inútil. Hubiera debido ir a la policía con su información. Pero no, había sido lo bastante tonta como para pensar en una venganza personal. ¡Estúpida! Ahora iban a poder seguir adelante con su plan de acabar con Pete.

Hubiera debido…

Había tantos «hubiera debido»…

«Hubiera debido ir al hospital esta noche.» Ahora no volvería a ver nunca más a Pete.

«No todo está perdido todavía, muchacha.»

«Aún hay esperanzas. No dejes de decírtelo.»

El coche se detuvo. Se abrieron las portezuelas. La sacaron tirándole de los pies. Schreck la alzó y la cargó sobre su hombro. La llevó cruzando la oscuridad. Sintió una fría brisa en la espalda allí donde la chaqueta del chandal se le había subido. El aire olía a océano.

Estaban cerca de la orilla del mar, pensó, y se preguntó de qué le servía saber aquello. ¿Qué bien iba a hacerle nada de lo que sabía? Su entrenamiento en artes marciales no le había ayudado en nada. Antes al contrario. Si no se hubiera mostrado tan estúpidamente confiada, nunca se habría metido en la sala de proyección como una idiota.

Schreck la subió un tramo de escalera de madera. Aguardó un momento, luego cruzaron una puerta. Estaban en medio de la oscuridad. Subieron más escaleras, el hombro de él clavándose en el estómago de ella a cada escalón. Las escaleras parecían interminables. Finalmente se detuvieron, y él la llevó a lo largo de un recto corredor. Después giró. La cabeza de Connie rozó una pared o el marco de una puerta. La cargó varios pasos más, y luego la depositó.

Connie cayó de espaldas en la oscuridad. Chocó contra algo blando -¿una cama?-, y quedó con los pies colgando.

Se encendió una luz sobre su cabeza. Parpadeando ante el resplandor, vio a Schreck encima de ella. Sacó un destornillador de un profundo bolsillo de su mono y lo acercó al estómago de Connie. Su punta le rozó ligeramente el ombligo.

Bruno, detrás de él, dijo algo.

–Seguro, puedo esperar-respondió Schreck.

Retiró el destornillador. Le hizo dar una voltereta en el aire, volvió a cogerlo por el mango, y lo deslizó en su bolsillo.

Los dos hombres se sentaron en sendas sillas al otro lado de la habitación.

–¿Puedo sentarme? – preguntó Connie, alzando la cabeza para ver la respuesta.

Bruno asintió.

Se sentó, eliminando la presión de sus hombros y sus entumecidos brazos. Los hombres se la quedaron mirando.

–¿Qué están esperando? – preguntó.

–A Todd -dijo Bruno-. Es el productor. Llegará pronto.

–¿El productor?

–Productor, guionista, director.

–El cerebro -dijo Schreck, y sonrió de una forma que hizo subir escalofríos por la columna vertebral de Connie.

–¿Voy a ser la estrella de una de sus pequeñas producciones?

–Yo soy la estrella -dijo Schreck.

–Pero no conseguiríamos nada sin la pequeña gente -añadió Bruno.

–Me reconocerán -dijo Connie.

Bruno se alzó de hombros.

–Quizá. Pero eso será problema de la Filmworld.

–Les encontrarán.

–Lo dudo. Todd es la única conexión, y estará en Sudamérica, viviendo como un rey.

–¿Y dónde estarán ustedes?

–Yo seguiré teniendo el cine…, un negocio próspero. Naturalmente, ignoro por completo que haya algo fuera de lo normal en los filmes Schreck. Sólo soy un exhibidor inocente. Y Otto, aquí presente, se someterá a un poco de cirugía estética… Le hace falta, ¿no cree? Con su nuevo rostro, seguirá como maquinista y socio mío en el cine.

–Tengo mucho dinero.

–¿De veras?

–¿Cuánto costaría el que ustedes me dejaran libre?

–Más de lo que usted tiene, se lo aseguro.

–¿Medio millón de dólares?

–Oh, vamos.

–Tengo esa cantidad en mi cuenta. Simplemente desáteme, y…

Otro hombre entró en la habitación. Connie lo reconoció de la película de aquella noche; era el que interpretaba al cowboy.

–¡ Vaya, es una belleza! – dijo él.

–Mire, suélteme. Mantendré la boca cerrada. Pueden repartirse mi dinero entre los tres.

–Oh, no podemos hacer eso -le dijo él-. ¡Tenemos que filmar una película! ¡El decimotercer y último Schreck! – Acercándose a Connie le apartó un mechón de pelo de un lado del rostro-. Es una lástima que tengan que estropearla, pero tenemos que hacerlo. – Le dio una palmada en la arañada mejilla-. Desgraciadamente, ha venido usted tan de sorpresa que no nos ha dado tiempo a preparar un guión antes de empezar a filmar. Me gusta empezar con la forma de la muerte, y luego trabajar hacia atrás a partir de ahí.

–No se caliente el cerebro.

La abofeteó. Luego retrocedió unos pasos y se sentó en el tocador.

–¿Puede verme usted bien? No quiero que se pierda nada de lo que diga.

–Puedo verle perfectamente.

–Estupendo. Ahora, debemos encontrar una forma de terminar con usted que no hayamos llevado ya a término…, y perdóneme el juego de palabras. Hemos utilizado ya cuchillos, un tenedor de trinchar, un escalpelo, un hacha, flechas, una sierra. Colgamos a una. Otra desgraciada se atragantó con carne humana. Schreck desgarró la yugular de una mordiendo su garganta. Las pistolas quedan completamente descartadas, por supuesto. Demasiado mundanas.

–Déjeme despellejarla viva-sugirió Schreck.

–No queremos demasiadas desnudeces. Después de todo, estamos haciendo horror, no porno.

–Filmemos desde atrás -dijo Bruno.

Schreck frunció el ceño.

–Todo lo bueno estará delante.

–Bueno, lo tendremos en cuenta. Pensemos un poco, de todos modos.

–¿Ahogarla en la bañera? – sugirió Bruno.

–Ya ahogamos a una en el arroyo.

–La clavaré con clavos por todas partes.

Schreck el carpintero -dijo Bruno, y se echó a reír.

–¿Enterrarla con vida?

–¿Y cómo lo filmaremos?

–¿Y si me la como viva?

Schreck el devora

–Demasiado parecido a Schreck el gourmet.

–Mierda -dijo Bruno-. ¿Qué queda?

–Pensaremos algo. Después de todo, el genio es en un noventa por ciento transpiración. – Sonrió a Connie-. ¿Tienes alguna preferencia?

–Oh, sí. Supongamos que mato a Schreck y escapo. Daría a su filme un precioso final. Al público le gustaría.

–Una buena idea, pero no creo que la llevemos a la práctica.

–La enterramos viva -dijo Schreck-. Pero no muy profundo. Yo le doy un golpe en la cabeza, y empiezo a echarle tierra encima. Sólo que ella no está muerta. Logra salirse e intenta escapar corriendo. Yo la persigo. Puedo decapitarla con la misma pala.

–Me gusta.

Connie se sintió desfallecer. La cabeza la daba vueltas. Inspiró profundamente.

–¿Qué te parece, Bruno?

–¿Quién cavará el agujero?

–La obligaremos a que lo haga ella misma. Un buen elemento dramático, tener que cavar su propia tumba.

–Mientras no tenga que hacerlo yo…

–Y finalmente yo la decapitaré -dijo Schreck-. Así, en redondo. – Sus manos, cogiendo una pala imaginaria, hendieron el aire-. La golpearé desde atrás. La derribaré. Quizá primero le corte una mano. O las dos. Quizá incluso le seccione los pies. Y luego tomaré la pala y…

Connie se volvió hacia un lado y vomitó sobre el colchón.

Schreck le desató los pies. Hizo un lazo corredizo en un extremo de la cuerda y la pasó en torno a su cuello.

–Forcejea un poco -dijo Todd-. Estás en «Cámara indiscreta». – Señaló hacia un espejo encima del tocador-. Bruno está en la cabina de control accionando las cámaras, así que haz que quede bien.

Ella se volvió hacia el espejo.

–Me llamo Con…

Schreck dio un tirón a la cuerda, arrojándola fuera de la cama. Connie cayó de rodillas.

–Encantador -dijo Todd.

Schreck tiró de nuevo de la cuerda. Ella pateó y jadaeó. Entonces él la cogió del pelo y tiró de ella hasta ponerla de pie.

–Camina, bruja -dijo.

Todd fue el primero en abandonar la habitación. Avanzó delante de ellos por el iluminado corredor.

Schreck caminaba detrás de Connie, manteniendo la cuerda tensa.

–Tira -dijo Todd-. Intenta liberarte. Estás luchando por tu vida.

–Que te jodan -dijo Connie.

La cuerda dio un brusco tirón desde atrás, haciéndole perder el equilibrio. Lanzó un grito mientras caía sobre sus atados brazos. Schreck pasó delante de ella. Le agarró el pie izquierdo y la arrastró hasta el final del pasillo.

«Va a romperme los brazos -pensó Connie-. Si me lleva así escalera abajo…»

Pero Schreck se detuvo al inicio de la escalera. Se inclinó sobre ella, la agarró por entre las piernas y por la parte delantera de la chaqueta del chandal, y la alzó boca abajo. La llevó de esta forma bajando la escalera, un puño como un poste clavado en su pecho, el otro aferrándola entre las piernas como si quisiera horadar la tela de sus pantalones y hundirse dentro de ella.

La puerta de abajo estaba abierta. La llevó afuera y se detuvo.

Esperaba ser arrojada a la noche, pero él simplemente la depositó en el suelo, apoyándola contra la pared. Todd estaba de pie en medio del césped, sonriendo y asintiendo.

Entonces Bruno apareció por la puerta principal con una cámara de vídeo montada sobre su hombro, como un reportero gráfico dispuesto a captar un suceso para un noticiario. Bajó los escalones del porche, conectó un potente foco, y apuntó la cámara a ella.

Schreck le dio un puñetazo en la barriga. Mientras ella se doblaba sobre sí misma, intentando recuperar la respiración, la arrojó fuera del porche. Dio una voltereta en el aire, y aterrizó de lado.

Schreck le soltó las manos. La agarró por la parte de atrás de su chaqueta y la arrastró como si fuera una maleta. Sus pies rastrillaron la hierba, los brazos le colgaban inertes y torpes. Al llegar a la parte de atrás de la casa, su cremallera se rompió por abajo. Se abrió, y la chaqueta del chandal resbaló de sus hombros. Schreck la dejó caer al suelo.

No intentó levantarse. Se quedó tendida allí en la fría y húmeda tierra. Ya no sentía los brazos entumecidos. Le dolían y hormigueaban.

Intentó pensar, pero no podía concentrarse. Su mente parecía como empañada.

Schreck la obligó a ponerse en pie de un tirón. Ella apartó el rostro del resplandor del foco de la cámara de Bruno.

Schreck le tendió una pala.

La cogió.

Él señaló el suelo a sus pies.

Apenas podía sujetar la pala. La clavó en el suelo. Penetró algo más de un par de centímetros. Clavó los pies en los dos lados de la hoja junto al mango, apretando. Su peso la introdujo un poco más en el suelo. Extrajo un terroncito de tierra, y lo arrojó sobre la hierba. Luego repitió el proceso. Esta vez, sintió los brazos más fuertes. Apretó la pala con más fuerza en el suelo. Se hundió un poco más. Extrajo un buen puñado de tierra.

Todd, comprobó, estaba de pie cerca de Bruno. Schreck permanecía junto a ella.

Clavó la pala, saltó sobre ella, la hundió, y extrajo más tierra. La echó en el pequeño montón que estaba empezando a formarse. Luego, de pronto, se lanzó hacia delante.

Schreck la sujetó rápidamente. Su mano aferró la colgante capucha de su chandal.

La boca de Todd se movió.

–¡Suéltala! ¡Déjala que corra un poco!

Schreck la soltó.

Connie echó a correr. Volviendo la vista, vio a Schreck muy cerca detrás de ella. Los otros les seguían. Corrió más aprisa, pero el peso de la pala la frenaba. Si la tiraba, podría sacarle ventaja a Schreck.

Delante de ella vio el árbol en el cual habían quemado a la chica. Más allá debía de haber una empinada pendiente, el arroyo, y una zona densamente arbolada. Si podía llegar hasta los árboles…

Miró hacia atrás.

Vio el rostro de loco de Schreck, sus manos tendidas hacia delante.

¡El truco de la bayoneta!

Aferrando la pala contra su pecho, se dejó caer al suelo, rodó sobre sí misma, y apuntaló fuertemente el asa de la pala en el suelo. Schreck, incapaz de detenerse, chocó contra la alzada hoja de la pala. El mango sufrió una sacudida entre las manos de Connie. Ella dio un tirón y apartó la pala. Schreck cayó al suelo y rodó sobre sí mismo. Ella alzó la pala todo lo que pudo, y la dejó caer contra la nuca del hombre.

Mirando hacia atrás, vio a Todd y a Bruno corriendo para atraparla.

Schreck estaba en el suelo, boca arriba.

Connie clavó con violencia la hoja de la pala en el vientre del hombre. Apenas penetró un par de centímetros. Saltó sobre la hoja con ambos pies, y la hundió más profundamente.

Se volvió en redondo, sujetando aún la pala, cuya hoja chorreaba ahora sangre. Protegiendo sus ojos del foco de la cámara, vio a Todd y a Bruno a un par de metros de distancia.

–Muy bien, bastardos-dijo-, ¿quién es el siguiente?

33

Una enfermera empujó la silla de ruedas a través de las puertas automáticas del hospital.

–Vamos a echarle de menos, Pete.

–Bueno, volveremos uno de estos días. Dénos nueve meses de plazo.

–Es usted un tunante.

Connie le tendió las muletas, y él las utilizó para levantarse de la silla de ruedas.

–A partir de ahora, vigile cuando tenga que cruzar una calle -dijo la enfermera.

–Lo tendré en cuenta -repuso Pete.

Connie sonrió.

–No creo que tenga que preocuparse ya de que puedan ocurrirle más accidentes -dijo.

Epílogo

JOYAS DEL TERROR

PRESENTA

¡VENGANZA!

En las sombras de la parte superior de la escalera del sótano se abre una puerta. Una mujer con un camisón blanco entra tambaleándose. Tropieza con el primer escalón, va a caer, consigue sujetarse en la barandilla. Vacila unos momentos, pero consigue mantenerse sujeta.

La puerta detrás de ella se cierra.

Apartándose con un esfuerzo de la barandilla, se dirige hacia la puerta y la sacude. Está cerrada.

Lentamente, desciende la escalera, saliendo de las sombras y avanzando hacia la luz. Su camisón está sucio y desgarrado, revelando su pecho izquierdo. Su cuello, rostro y piernas están vendados, su rostro lleno de hematomas.

A medio camino de la escalera, se detiene. Mira a algo que hay abajo, y se apresura hacia allí.

En el suelo, sembrado de huesos esparcidos, cerca de un ataúd, se halla tendido un hombre, atado y amordazado.

Arrodillándose a su lado, la mujer arranca el ancho trozo de cinta adhesiva que cubre su boca. Un pañuelo llena su cavidad bucal. Se lo saca.

–Desátame -dice el hombre.

–Todavía no.

–Por favor.

–Dime qué ha ocurrido.

–¿Cómo quieres que lo sepa?

–¿Cómo viniste a parar aquí?

–Un tipo llamó a mi puerta. Un tipo gordo. Abrí, y me metió una pistola ante las narices.

–¿Quién era?

–Desátame, ¿quieres?

–¿Quién era?

–Nunca lo había visto antes. Pensé que era un policía, ¿sabes? De hecho, se lo pregunté. Se echó a reír y dijo: «Está usted arrestado por intento de asesinato. Por atrepellar a una persona y escapar». No me recitó mis derechos, sin embargo. Luego, ya en la calle, abrió el maletero de su coche y me golpeó en la cabeza.

–Date la vuelta.

El hombre se vuelve, y la mujer manipula el nudo de la cuerda que mantiene unidas sus muñecas.

–Más o menos, es lo mismo que me ocurrió a mí -dice-. El mío era un tipo pelirrojo. Supe en seguida que no era un poli. Había visto un montón la noche antes; ninguno se comportaba como ese tipo.

–¿Te golpeó?

–Sí. El bastardo me dio unos cuantos bofetones, y me desgarró el camisón. Pero al menos no me golpeó en la cabeza.

–¿Te metió en el maletero de un coche?

–Eso es lo que hizo el muy jodido.

Termina de desatarle las manos. Él se vuelve de nuevo, se sienta, y empieza a deshacer los nudos que atan sus pies.

–¿Quiénes crees que son? – pregunta él.

–Alguien que sabe lo que pasó.

–¿Eh?

–Alguien que sabe lo que hicimos.

–¿Quién?

–Adivina.

Él menea la cabeza y termina de liberar sus pies. Se frota los tobillos.

–Cuéntamelo, ¿quieres?

–Tu adorable prometida.

–Estás bromeando.

–Piensa en ello. Nos vio. Sumó dos más dos.

Él frunce el ceño y menea la cabeza.

–Me parece que… quizá sí. ¿Qué crees que pretende?

–No lo sé, pero será mejor que salgamos de aquí.

Lo ayuda a ponerse en pie. Miran silenciosamente a su alrededor, registrando el sótano.

Tras ellos, la tapa del ataúd se desliza hacia un lado. Se dan bruscamente la vuelta. Dentro del ataúd, una figura encapuchada se sienta. La capucha pertenece a una chaqueta de chandal vuelta del revés. Le han sido practicados unos burdos agujeros para los ojos y la boca.

Mientras la figura se pone en pie, el hombre y la mujer retroceden. La figura sale del ataúd; sus desnudos pies hacen crujir los huesos que llenan el sucio suelo del sótano.

–Es ella -dice la mujer.

El hombre menea la cabeza. Está pálido y tembloroso.

–¿Qué es lo que quieres?

La figura no responde.

–Ataquémosla-murmura la mujer-. ¡Ahora!

Se lanza hacia delante.

Inútilmente.

La figura encapuchada aferra el brazo, le da un brusco giro, la arroja contra el suelo, y sigue avanzando.

–Eres tú -dice el hombre, retrocediendo-. Crees que yo…

Lanza un chillido cuando una patada le destroza la rodilla izquierda. Cae de lado, gritando. Antes de que llegue al suelo, una segunda patada le destroza la rodilla derecha.

La figura encapuchada se da la vuelta y hunde los nudillos en el rostro de la mujer, que intentaba atacarla. El golpe la arroja de nuevo hacia atrás. Su nuca golpea contra el borde del ataúd. Su cabeza sufre una violenta convulsión hacia atrás. Se agita y tiembla como si una corriente de mil voltios estuviera recorriendo su cuerpo. Luego se derrumba, flaccida.

Unos dedos finos recorren su cuello como buscando el pulso. Luego la figura encapuchada recoge el cuerpo, lo alza entre sus brazos, y lo mete en el ataúd.

El hombre sigue aún en el suelo, gimoteando.

La figura encapuchada lo arrastra hacia el ataúd.

–¡No! – chilla él-. ¡No, por favor! ¡Haré cualquier cosa! ¡Lo que tú digas!

–Confiesa.

–¡De acuerdo! Yo lo hice. Los dos lo hicimos. ¿Estás satisfecha?

–Entra en el ataúd.

–¡No!

Chillando, se debate mientras la figura encapuchada forcejea para ponerlo en pie. Las manos de él desgarran la tela de la chaqueta del chandal. Da puñetazos en la desnuda espalda, sus uñas se clavan en la carne. Agarra el rubio pelo debajo de la capucha. Luego cae dentro del ataúd, encima de la mujer. Aferrándose a los bordes, intenta alzarse de nuevo. Un puño le aplasta la nariz, y cae.

La figura encapuchada vuelve a colocar la tapa del ataúd.

Unos gritos ahogados surgen del interior del ataúd mientras la tapa es asegurada con largos clavos.

FIN

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17/07/2008

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