Brit telefoneó a Pete y recibió como respuesta una grabación.

–Aquí Pete Harvey, Investigaciones Privadas. Estoy hablándole, pero no me encuentro aquí. Si quiere dejar un mensaje, me pondré en contacto con usted tan pronto como me sea posible. Al oír la señal, empiece a hablar.

La señal hizo biiip.

–Olvídalo -dijo Brit, y colgó.

No deseaba aguardar a que él la llamara. Lo deseaba ahora. No tenía la menor idea de dónde podía estar. Así que era mejor olvidarlo. Iría sola.

Quizá fuera mejor de esa forma. Si le pedía a Pete que fueran juntos, podía pensar que estaba tomándose las cosas demasiado en serio con respecto a él. Parecía un hombre poco propenso a dejarse involucrar en esas cosas.

Con ella, al menos.

Tres citas ya, y todavía no se había acostado con ella. Bueno, a algunos les gusta tomarse las cosas con calma.

Metió unas cuantas cosas en su maleta y bajó al coche.

Mientras conducía en dirección a la costa, empezó a pensar acerca de ir sin Pete. Era un buen hombre para tenerlo a su lado si surgían problemas. Había algo definitivamente raro acerca de Tina y el filme. Y su compañera de apartamento.

Cuanto más se acercaba, más nerviosa se ponía. Finalmente, se detuvo en un Denny's y utilizó el teléfono público. Respondió la grabación de Pete.

–¡Maldita sea!

Colgó el receptor con un golpe seco.

Al diablo con él.

Atravesó la puerta como una tromba y cruzó el aparcamiento a largas zancadas. Puso en marcha el motor. Por un momento, pensó en volver a casa.

Todo aquello tenía que ser una tontería.

De todos modos, ya casi estaba en Pacifica Coast. En media hora estaría allí.

Dios, había pasado cuatro años en aquella pequeña ciudad. No tenía nada que temer.

Probablemente ni siquiera era Tina la de aquella película. Y aunque fuera ella, ¿qué? Sólo era una película.

Por el amor de Dios, se suponía que las películas tenían que parecer reales. Mira si no El exorcista, donde conseguían que la cabeza de Linda Blair girara sobre sí misma. Aquello parecía real. O La profecía, donde un trozo de cristal rebanaba en seco la cabeza de David Warner. Eso parecía real también. Exactamente tan real como la sangre de Tina chorreando y manchándolo todo.

Había visto a Linda Blair en montones de filmes después de El exorcista. Lo mismo podía decir de David Warner. Sabía con toda certeza que habían sobrevivido a esas filmaciones. Demonios, sólo se trataba de efectos especiales.

Tina era diferente.

«Sólo porque la conozco.»

Brit salió del aparcamiento y se encaminó hacia Pacifica Coast.

«Sólo porque conozco a Tina», pensó. Y porque el cine era tétrico. Y porque la película tenía un toque torpe y de aficionado que la hacía parecer barata y de mala calidad, como algunos de esos filmes porno que acostumbraba a ver con Willy.

El extraño Willy.

Le gustaba practicar lo que veía en pantalla. Ella lo fue aceptando, hasta que él empezó a mostrarse demasiado violento. El látigo fue la última gota.

El extraño Willy. Su gran ambición en la vida era ver una «película-verdad».

«Dios tenga piedad de su chica, si alguna vez llega a ver una de esas…»

¿ Películas- verdad?

El pensamiento la golpeó como un puñetazo en el estómago.

–Ridículo -dijo en voz alta.

Pero se dio cuenta de que la idea había estado en su mente desde hacía rato, agazapada allí, susurrando su advertencia. Por eso había telefoneado a Tina, aquella mañana.

Por eso la voz de su compañera de apartamento, Freya, le había ocasionado un estremecimiento de terror. Porque, incluso a través del teléfono, había reconocido la voz.

La voz del personaje de Tina en el filme.

Doblada sobre la auténtica voz de Tina.

Brit condujo hasta el centro de Pacifica Coast y aparcó frente a la estación de policía.

Se le revolvió el estómago.

«¿Qué voy a decirles?»

«Vi a mi amiga siendo asesinada en una película, y creo que puede tratarse de algo real.» «Por qué cree eso?» «Porque no utilizaron su verdadero nombre en los títulos de crédito, y además no era su voz.» «¿Está segura de que era su amiga?» «Estoy casi convencida. Ha desaparecido, y…» (Freya dijo que estaba fuera el fin de semana…, pero Freya debía de estar metida en ello.) «¿No podemos comprobarlo?», insistiría.

Entonces la policía la conduciría hasta el apartamento de Tina, y Tina abriría la puerta.

Sería mejor asegurarse primero.

Dejó el coche y caminó hasta una estación de servicio en la siguiente manzana. Metió diez centavos en el teléfono público y marcó el número.

El corazón le latía alocadamente. El negro auricular resbalaba en su mano.

–¿Sí?

–Hola, Freya.

–¿Quién es, por favor?

–Brít Anderson. Llamé esta mañana.

–Ah, sí.

–¿Está ahí Tina?

–Sí. Un momento, por favor.

Brit cerró los ojos y suspiró. Se secó las temblorosas manos en las perneras del pantalón.

Gracias a Dios.

Todo había sido una mala pasada de su imaginación. Era otra la de la película. No Tina, en absoluto. Alguien que se le parecía, con una voz como la de Freya.

–¿Hola?

La voz de Freya.

–¿Sí?

–Tina está en la ducha en este momento. ¿Quieres que te llame cuando salga?

–Bueno…, es que llamo desde un teléfono público. Estoy aquí en la ciudad, sin embargo. Puedo dejarme caer por ahí en unos diez minutos.

–Estupendo. Se lo diré.

Brit aparcó al otro lado de la calle, frente a la casa de apartamentos. Salió del coche. El sol de la tarde llegaba cálido a su rostro, pero soplaba una fresca brisa del océano.

Cruzó la calle con piernas débiles. ¡Dios, qué día! Se sentía agotada, emocionalmente exhausta, pero exaltada.

Se había sentido así, durante todo el día, después del terremoto del 72.

Una vez pasado el desastre. Con amigos, familiares, y ella misma, milagrosamente intactos.

Cruzó una chirriante verja, pasó junto a la desierta y resplandeciente piscina, y subió los escalones hasta el porche cubierto que corría a lo largo de todas las puertas.

Apartamento 210.

Llamó a la puerta.

Fue abierta por una esbelta rubia estropajo que llevaba unos ceñidos shorts y un jersey sin tirantes.

–¿Brit? – dijo la mujer.

–Sí.

–Soy Freya. Entra.

Entró. Las cortinas estaban corridas.

–Le diré a Tina que estás aquí.

Freya cruzó la habitación. Sus shorts eran demasiado pequeños. Pálidas medias lunas de nalga asomaban bajo los bolsillos. Desapareció. Brit la oyó llamar.

–Tina, tu amiga está aquí.

Freya regresó.

–Saldrá en un minuto. Cristo, se pasa una eternidad ahí dentro. ¿Puedo ofrecerte algo de beber? ¿Un poco de vino, quizá?

–Sería estupendo.

–¿Blanco o tinto?

–Blanco, por favor.

Se sentó en el sofá. Momentos más tarde, Freya regresó con dos vasos de vino blanco.

–¿Así que tu eres la vieja compañera de habitación de Tina en vuestros días universitarios?

–Sí.

El vino estaba frío y era afrutado, y no demasiado dulce.

–¿Vives cerca de aquí?

–En Los Ángeles.

–¿Ah, sí? Yo vivía allí. ¿Te gusta?

–Hay demasiada gente. Ese es el único problema. Pero hay montones de cosas que hacer. – Sintió las mejillas como entumecidas-. Me gusta el cine.

–A mí también. Especialmente los thrillers.

–Igual que a mí. Ese…, ese es en parte el motivo de que esté aquí. – Oyó un ruido extraño, como un distante rugir. Pero procedía del interior de su cabeza-. Pensé que había visto a Tina… en un filme.

Freya sonrió.

–¿En el Palacio Encantado? – Aja.

Intentó dejar su vaso vacío, pero se le cayó de entre las manos.

–Pues sí, la viste.

Schregue… l… vimp

Schreck el vampiro.

Brit se dio cuenta, vagamente, de que su rostro estaba a punto de golpear contra la mesita de café.

Lo hizo.

9

El miércoles por la mañana, Connie se dirigió al edificio principal de la biblioteca pública de Santa Mónica. Tomó el autobús.

Aunque odiaba conducir cerca de los autobuses, y consideraba a sus conductores unos locos que intentaban cortarle el paso a todos los coches que tenían cerca, se dio cuenta de que disfrutaba yendo en ellos. En el interior del autobús podía relajarse. No tenía que vigilar la calle ante ella, o eludir a los maniacos conductores de autobuses.

Cuando llegó a su parada, avanzó por el pasillo hacia la parte delantera. El pasillo estaba libre, excepto por un muchacho con un enmarañado pelo a lo afro. Apoyada en el hombro llevaba una radio tan grande como un maletín. Sonrió y se echó a un lado para dejarla pasar.

En la acera, observó cómo el autobús se ponía en marcha y se abría hacia la izquierda, ignorando el coche que tenía allí. Las luces de freno del coche destellaron. Se clavó para dejar pasar al autobús, y estuvo a punto de que una camioneta se le empotrara por detrás.

–Encantador-murmuró Connie.

En la biblioteca, encontró cuatro libros relativos a los barcos fluviales del Mississippi. Los pidió, sin preocuparse de curiosear en el apartado de ficción o ver si sus propios libros estaban allí. En otros tiempos había hecho ambas cosas. Los resultados habían sido decepcionantes. Ahora utilizaba la biblioteca únicamente para documentación.

Con los cuatro libros en su bolso, caminó bajando el bulevar Santa Mónica hacia las viejas galerías. Pasó un largo rato en la librería especializada en libros de bolsillo. Tenían sus dos títulos. Satisfecha, compró cinco libros que prometían ser interesantes, y abandonó la tienda.

Miró hacia el otro lado de las galerías, a Lane Brothers, luego observó su reloj de pulsera. Las doce menos cuarto.

¿Por qué no?

Dando un amplio rodeo para evitar el contacto con un mugriento pordiosero, se dirigió hacia la puerta de la tienda de ropas. Entró. Descubrió a tres hombres jóvenes y bien vestidos entre las estanterías, pero no a Dal.

Uno de ellos se le acercó.

–¿En qué puedo servirla?

–¿Está Dal?

–No, pero estoy yo. Me llamo Ken.

Había oído historias acerca de Ken. Parecía tan acicalado y artificial como Dal lo describía.

–¿Acaso Dal ha ido a comer? – preguntó.

–No. De hecho, hoy no ha venido. Ha pillado un microbio, como se dice. Pero estoy seguro de que yo puedo servirla igualmente.

–Gracias-dijo ella, y se marchó.

Fuera, empezó a andar. Miraba directamente al frente. Le dolía el estómago. Sentía deseos de acurrucarse, apretarse con fuerza el vientre y cerrar con rabia los ojos. Deseaba encerrarlo todo fuera de ella…, todo aquel maldito mundo.

Primero Dave.

Ahora Dal. Lo había perdido. Sabía que lo había perdido; porque ¿qué otra razón podía tener para llamar a su trabajo diciendo que estaba enfermo, mientras se lo mantenía en secreto a ella?

Dios, creía que eran felices juntos.

Alguien sujetó el brazo y la echó hacia atrás. Un coche pasó a toda velocidad, casi rozándola. Se volvió hacia el hombre, que seguía sujetando su brazo.

–¿Se encuentra bien? – preguntó él.

Sus azules ojos parecían amables y preocupados.

–Creo que debería mirar por dónde ando, ¿verdad?

–A menos que desee hacer de adorno sobre la capota de algún coche.

Ella se echó a reír. – Bueno, creo que le debo algo.

–Estoy a la expectativa. ¿Qué es lo que cree que me debe? – preguntó él.

–¿Qué le parecería un Bloody Mary?

–Aceptado.

–Me llamo Connie -dijo ella, y le ofreció su mano.

Él la estrechó.

–Yo Pete.

–Ven el miércoles -le había dicho Elizabeth el viernes por la noche.

–No sé -había dicho Dal.

–El miércoles -había repetido ella-. Eso nos dará tiempo para echarnos de menos el uno al otro.

–Pero está Connie. No puedo desaparecer así como así el miércoles por la noche, sin darle ningún tipo de excusa.

–Si no quieres levantar sus sospechas, ven durante el día, cuando se supone que estás trabajando.

–Sólo tengo una hora para comer.

–Tómate todo el día. Pásalo conmigo.

Él meneó la cabeza.

–No sé, Elizabeth. Es…, es correr un gran riesgo.

–Si no quieres venir, no vengas. – Le besó ligeramente en la boca-. Estaré aquí el miércoles, esperando.

Durante aquellos días, él no había hecho más que pensar en su ofrecimiento. No deseaba ir. Tenía un trabajo decente, y una situación estable con Connie. Podía perder ambas cosas si seguía aquello con Elizabeth.

Además, ella le asustaba.

Si una mujer podía gozar jodiendo con otros hombres delante de su paralizado esposo…, ¿qué otras cosas no podría hacer también, o desear que Dal hiciera?

Finalmente, decidió permanecer alejado de ella. Sería mucho mejor si no volvía a ver a Elizabeth de nuevo.

Se sintió complacido con su decisión. Se sintió limpio, decente y aliviado.

Estaba a medio camino hacia su trabajo, el miércoles por la mañana, cuando, de repente, cambió de opinión. Llamó a Lane Brothers desde casa de Elizabeth. Cuando Ken respondió, le explicó que había tenido que meterse en la cama con una terrible diarrea.

–No hace falta que la traigas como muestra -dijo Ken, y se echó a reír ofensivamente.

–Espero poder ir mañana -dijo Dal.

(Elizabeth le bajó la cremallera de los pantalones.)

–Tómate un día de vacaciones -dijo Ken.

(La mano de la mujer se introdujo y acarició.)

–En todo caso, mi culo -acotó Dal.

Más risas de Ken.

(Elizabeth liberó su pene.)

–Está bien, nos veremos mañana, Ken.

(Ella lo introdujo en su boca.)

–Nos veremos, chico. Manten tu mierda unida.

Dal colgó.

–Misión cumplida -dijo con voz temblorosa. Elizabeth mugió algo. Mientras chupaba y lamía, Dal estrujó su suave pelo-. ¿No hay audiencia? – preguntó.

Ella no respondió. Su boca siguió trabajando. Sus manos terminaron de soltar los pantalones de Dal, tiraron de ellos hacia abajo, y se aferraron a sus desnudas nalgas.

Él vio a Herbert a su derecha. Fuera, junto a la piscina. La silla de ruedas pegada a la puerta cristalera. Mirándole con unos brillantes ojos muy abiertos.

A Dal no le importó. Demasiado tarde para importarle. Solamente Elizabeth importaba; sus inquisitivos dedos, la suave cavidad de su boca.

Herbert no importó hasta más tarde.

–¿Tiene que mirar? – preguntó Dal.

–Por supuesto.

–Eso es repugnante, Elizabeth.

Ella sonrió.

–Lo sé. ¿No resulta delicioso?

Se sentaron junto a la piscina, con Herbert frente a ellos, y bebieron Burgundy. Dal llevaba sus shorts de boxeo. Elizabeth no llevaba nada.

–¿Puede oír lo que decimos?

–Todo. Oye, ve, piensa. Respira, traga y defeca. Y esos son todos sus logros. ¿No es así, Herbert?

Le pellizcó la mejilla. Sus dedos dejaron una marca roja.

–¿Puede sentir eso?

–¿Puedes, Herbert? No seas tímido, habla francamente… ¿Qué ocurre? ¿Se te ha comido la lengua el gato?

–¿No tiene una enfermera ni nada?

–Cielos, no. Me tiene a mí. Yo velo por sus necesidades. A veces es una carga terrible, pero creo que es lo menos que puedo hacer por él.

–Deberías proporcionarle una enfermera.

–¿Debería? Oh, no lo creo. No queremos malgastar nuestra fortuna con tales lujos, ¿verdad? No iba a quedar mucho para mí, si hiciéramos eso. Herbert, después de todo, no va a vivir eternamente. Odio decir esto frente al pobrecito, pero creo que su tiempo es limitado. No, no imagino que Herbert siga con nosotros mucho más. – Terminó su vaso de vino-. Vamos a darnos un chapuzón. Y por el amor de Dios, quítate esos estúpidos shorts.

–¿Cuánto tiempo hace que es sorda? – preguntó Pete.

–Así que se ha dado cuenta.

–¿Se supone que es un secreto?

Connie removió su Bloody Mary con el tallo de apio.

–No exactamente -dijo-. No voy proclamándolo a todo el mundo con quien me tropiezo, pero lo digo apenas se me presenta la ocasión. No capto todo lo que se me dice. Si la gente no sabe que soy sorda, puede pensar que soy simplemente estúpida.

–Me preguntaba cuál de las dos cosas sería.

Connie se echó a reír.

–Uno no se encuentra cada día con mujeres que caminen directamente hacia bocinantes coches -dijo Pete.

–¿Estaba bocinando? Me sorprende que no me diera cuenta.

–¿No es usted completamente sorda?

–Sólo casi. Existe todavía una cierta audición conductiva. Capto las vibraciones de los sonidos, siempre que sean lo bastante fuertes. Algo así como la bocina de un coche, por ejemplo.

–Sospeché que no la había oído usted. Mientras entrábamos aquí, dije un par de cosas con la cabeza vuelta hacia otro lado.

–Debería ser detective.

–Lo soy.

–Está bromeando.

Él tomó una tarjeta de su billetero.

Connie dio un sorbo a su bebida. Estaba fuerte de tabasco, y los ojos le lagrimearon. Parpadeando, leyó la tarjeta.

–Pete Harvey. Investigaciones privadas. – Llevaba su dirección y su número de teléfono-. ¿Puedo quedármela? – preguntó.

–Por supuesto.

–Una nunca sabe cuándo puede necesitar a un detective privado.

–Espero que no tenga que saberlo nunca. No dentro de mi capacidad profesional, al menos.

Ella metió la tarjeta en uno de sus libros de bolsillo, considerando brevemente si debía darle una de sus tarjetas a Pete, y decidiendo que no. No deseaba tener que empezar a hablar de su trabajo. No en aquel momento.

–¿Cuándo perdió el oído? – preguntó él.

–Hace cinco años.

–¿Una enfermedad?

–Un accidente.

–Qué lástima.

–Hubiera podido ser mucho peor.

–¿Cómo ocurrió? – preguntó él.

–Un golpe en la cabeza.

–Debió de ser un buen golpe.

–Puede decirlo. Estuve tres semanas en coma.

Pete meneó la cabeza.

–Bueno, salí con bien -prosiguió ella-. Pese a quedarme sorda… No es tan malo como puede parecer. Al menos he gozado de veintiún años de poder oír. Sé como suena el mundo, y puedo hablar.

–Habla usted estupendamente.

–Gracias.

–Y lee los labios como una profesional. Podría utilizar a alguien así en mi nómina, excepto por una cosa.

–¿Cuál?

–Tengo una regla estricta: no quiero sentirme interesado en las personas que trabajan para mí.

–¿Qué? – preguntó ella, sintiendo que enrojecía.

–No querría que esto terminara cuando salgamos de aquí.

–Oh. – Ella sonrió-. Yo tampoco.

JOYAS DEL TERROR

PRESENTA

A

OTTO SCHRECK

EN

SCHRECK EL INQUISIDOR

Ella está atada a una silla en el centro de una habitación desnuda, frunciendo los ojos ante la brillante luz mientras intenta ver quién hay detrás.

Su joven rostro está asustado.

–¿Quién está ahí? – pregunta-. Por favor, sé que hay alguien ahí. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?

–Soy el Gran Inquisidor. Quiero hacerte unas cuantas preguntas.

Ella deja escapar un gruñido.

–Por favor, ¿qué significa todo esto?

–Tú tienes información que yo necesito.

–¿Quién es usted?

El da unos pasos desde detrás de la luz. Lleva un atuendo negro, con capucha.

–Oh, Jesús.

–No pronuncies el nombre del Señor en vano, hereje.

Ella dobla el cuello, intentando ver más allá de él.

–Ted, ¿estás aquí, en algún sitio? ¿Ted? ¿Es esto alguna especie de…?

–¿Quién es ese Ted? ¿Uno de tus amigos herejes?

–¿Qué es toda esa tontería de herejes?

–Hablame del aquelarre.

–Oh, Dios…

Las manos del hombre se agitan. La abofetea; los secos bofetones lanzan el rostro de ella hacia un lado y luego hacia el otro. Se echa a llorar.

–Las lágrimas no van a ayudarte, bruja. – Agarrándola del pelo, le echa la cabeza hacia atrás-. Hablame del aquelarre.

–¿Qué aquelarre? – grita ella, con voz estremecida.

–Ah, quieres jugar un poco, ¿eh? – Tira de un mechón de su largo pelo negro-. ¿Quieres perder tu precioso pelo?

–¡No!

Él saca unas tijeras del bolsillo de su atuendo.

–Entonces, dame los nombres de los participantes en tu aquelarre.

–No sé nada de ningún aquelarre.

Ella grita, como presa del dolor, cuando él empieza a cortarle el pelo. Corta cerca del cráneo, y arroja grandes puñados a la oscuridad, más allá de la pequeña área de luz. Pese a que ella grita y suplica, y agita la cabeza de un lado para otro, él sigue trabajando febrilmente, y no se detiene hasta que no queda nada excepto cortas e irregulares cerdas.

Schreck da un paso atrás y asiente en señal de aprobación.

–¿Estás preparada, ahora, para darme la información?

–¡Bastardo! – chilla ella-. ¡Dios te enviará al infierno, sucio y jodido bastardo!

–¿Te atreves a hablarme a mí de infierno y de condenación? ¿Tú? ¿Una hermana del diablo?

–¡Maldito pervertido!

Una sonrisa maligna curva sus labios.

La rabia abandona de repente el rostro de la mujer.

–Lo siento -murmura-. Por favor, lo siento. Haré lo que usted quiera. Se lo diré todo. Pero no me haga daño. Por favor.

–Dime los nombres.

–John Brown y…

–¿Me tomas por un estúpido?

–¡No!

–Puedo arrancarte las uñas. ¿Te gustaría eso?

–No -solloza ella.

–¿Quizá preferirías que te quemara los ojos, o te cortara los pezones?

Ella niega con la cabeza, mientras llora suavemente.

–Hay tantas formas de hacerte hablar de tu infernal hermandad… Romperte los huesos, abrir con el fuego agujeros en tu tierna carne, cortarla con un cuchillo, abrirla con un látigo, desgarrarla centímetro a centímetro con mis dientes. He hecho todo eso otras veces. Son métodos burdos, pero efectivos. ¿Qué debo hacer contigo?

–Déjeme marchar -suplica ella-. Se lo prometo, nunca le diré nada a nadie.

–Primero tienes que decirme algo a .

–No sé nada de ningún aquelarre. Si lo supiera, se lo diría. ¡Se lo juro! No sé nada de aquelarres ni de brujas ni de herejes…

–Entonces deberás sufrir.

Ella está tendida en el suelo, desnuda, brazos y piernas abiertos, muñecas y tobillos sujetos a clavos en la dura madera.

Schreck se inclina a su lado.

–¿Ves a mis pequeñas amigas? – Lleva un frasco en la mano-. Sí, son arañas. Tres docenas de arañas. ¿Te gustan las arañas, mi pequeña bruja?

–Por favor, no.

Lentamente, él desenrosca la tapa.

–Dime lo que necesito saber, y te ahorraré todo esto.

–¡No sé nada!

–Es una lástima.

Schreck retira la tapa. Agitando el frasco, hace salir a las arañas. La muchacha cierra fuertemente los ojos y agita la cabeza mientras los bichos caen sobre su rostro. Caen, flotando como negros copos, poniendo motas negras en su pálida garganta, sus pechos, su vientre. Trepan por su rizado vello púbico. Se deslizan por sus muslos.

La muchacha grita y se contorsiona.

Schreck, inclinado a su lado, la observa con húmedos y protuberantes ojos.

–Ahora debo dejarte; te daré unas cuantas horas para que las disfrutes como tus compañeras de juego.

–¡No! ¡Quítemelas de encima! ¡Quítemelas!

Él abandona la habitación.

Una pequeña araña negra repta a lo largo de la frente de la muchacha. Trepa por el reborde de su ceja. Ella agita alocadamente la cabeza, intentando hacerla caer. La araña se detiene, como aguardando. Cuando la muchacha deja de agitar la cabeza, reanuda su marcha, avanzando por encima de su párpado.

Su grito es interrumpido por el crepitar de un disparo.

Un hombre entra corriendo en la habitación. Se deja caer de rodillas a su lado.

–Dios mío, Susan.

–¡Quítamelas de encima!

El hombre deja su revólver en el suelo. Sus manos actúan rápidamente, arrojando lejos a las arañas.

Cuando están fuera de su rostro, ella abre los ojos.

–Oh, gracias a Dios. Pensé que…

–Todo está bien. Schreck ha muerto. Estás a salvo.

Sacando una navaja del bolsillo, empieza a cortar las cuerdas.

–Oh, Ted, ¿cómo…, cómo me has encontrado?

–Te lo contaré luego. – Termina de liberarla, y la ayuda a ponerse en pie-. Toma, ponte esto.

Se quita la camisa.

Susan se la echa por encima.

–¿Le dijiste algo? – pregunta él.

–¿Acerca de qué?

–Del aquelarre.

–No sé nada de ningún aquelarre. No he dejado de decírselo, pero él no ha querido escuchar. No sé qué es lo que quería. ¿Cómo me trajo hasta aquí? ¿Quién es ese horrible hombre? Él… ¡Oh, Ted, sácame de aquí! ¡Por favor!

–¿No le dijiste el nombre de ninguno de los miembros del aquelarre?

–¡Maldita sea, no sé nada de ningún aquelarre! Si lo supiera, se lo hubiera dicho inmediatamente, antes de que él… ¡Mira lo que le hizo a mi pelo! Y esas…, ¡esas horribles arañas! No le he dicho nada.

El hombre se aparta de ella.

Schreck entra en la habitación.

–No sabe nada -le dice Ted a Schreck-. Estoy seguro de ello.

Dejándose caer de rodillas, Susan agarra el revólver. Apunta a Schreck y dispara. El estampido de la detonación llena la estancia, pero Schreck no cae. En vez de ello, avanza hacia ella. Su delgado y huesudo rostro exhibe una terrible sonrisa. Susan dispara una y otra vez.

–Es inútil, hereje.

Ella mira a Ted, que le sonríe y se alza de hombros.

–Me temo que tiene razón.

Ted sale lentamente de la habitación, dejándola a solas con Schreck.

–Ahora ya no me sirves de nada -dice éste. Sujeta un látigo de cuero. Lo hace restallar, cortando el aire con un sonido silbante-. Haremos que tu muerte sea lenta y agónica, como se merece alguien tan asqueroso como tú.

Dándose la vuelta, Susan corre hacia una ventana. La golpea con el revólver. El cristal se rompe. Ella toma un trozo, largo y de bordes aserrados.

–¡No siga avanzando! ¡O me mataré!

Schreck ríe desdeñosamente mientras se acerca.

–Si te gusta tanto el cristal, quizá te apetezca comer un poco. Puedo arreglar eso. Puedo arreglar muchos deliciosos entretenimientos con cristal.

Con ambas manos, ella apoya bruscamente el trozo de cristal contra su propia garganta y lo desplaza hacia un lado, desgarrando una profunda brecha en su carne.

Schreck llega a su lado. La sangre de la muchacha salpica su rostro y su atuendo.

–Tenía tantos planes para ti…

Da una patada contra el suelo, pisando sangre.

–¡Los has estropeado!

Alza el látigo.

Antes de que tenga oportunidad de golpear, Susan cae de rodillas. Schreck se echa un poco hacia atrás mientras ella cae de bruces. Su rostro golpea contra el suelo.

–¡Estropeado! – chilla Schreck.

FIN

10

El viernes, Connie aguardó nerviosa a que Dal volviera del trabajo. Había deseado decírselo antes, pero no había sido capaz. Ahora ya se había terminado el tiempo.

No más retrasos.

¡Dios, si tan sólo hubiera una forma de salirse de aquello!

Finalmente, la puerta de entrada se abrió.

Fue hacia Dal.

–¿Cómo ha ido el día? – preguntó.

–No demasiado mal, no demasiado mal.

Arrojó la chaqueta de sport sobre el sofá y se volvió hacia ella, esperando un beso.

Ella lo besó rápidamente.

–¿Y cómo te ha ido a ti? – preguntó él a su vez.

–No tan bien como me hubiera gustado.

Había escrito muy poco a causa de las preocupaciones. Pero antes que dejar perder el día, había seguido pulsando obstinadamente las teclas, sin intentar obligarse a la concentración.

Siguió a Dal a la cocina. Él empezó a prepararse unos martinis. Mientras se dedicaba a ello, Connie se puso un gimlet de vodka.

–¿Quieres unas patatas fritas? – le preguntó.

–Claro. ¿Qué hay para cenar?

¡Ahí estaba!

Inspiró profundamente. Se sentía como entumecida.

–Te he descongelado un bistec.

–¿Sí? ¿Y para ti?

–Yo…, yo salgo a cenar fuera.

Dal pareció desconcertado.

–Tengo una cita -explicó ella.

Él enrojeció.

–¿Una cita?

–Lo siento, Dal. Hubiera debido decírtelo antes.

–¿Con un hombre?

Ella asintió.

–¿De qué me estás hablando?

–Lo conocí el miércoles. En la biblioteca. Me pidió que cenáramos juntos esta noche.

–¡Mierda!

–Lo siento, Dal.

–¿Y qué se supone que debo hacer yo?

–Hazte el bistec.

–Oh, eso es precisamente lo que necesito, respuestas graciosas. ¿Crees que esto es gracioso?

–En absoluto.

–Bueno. Pensé… No importa. Bien, sal y pásatelo bien. ¿Deseas traerlo aquí luego, para seguir un poco más la juerga?

–Dal, por favor.

–Es un tiempo un poco corto para un desahucio, ¿no crees?

–No tienes que irte.

–Pero sería muy considerado por mi parte que lo hiciera.

–Yo no he dicho eso.

–Bien, entonces, ¿qué es exactamente lo que estás diciendo?

–No lo sé. Tan sólo se trata de una cita, Dal.

–Sí, y una mierda.

Se dio la vuelta.

–¡Dal!

Ignorándola, él tomó la jarra de martini y abandonó la cocina. Ella lo siguió a la sala de estar. El hombre abrió la puerta delantera.

–Dal, no te vayas.

Él se volvió a medias.

–Que te diviertas-dijo.

–¿Adonde vas? ¡Dal!

Salió y cerró la puerta de un golpe.

Connie sintió el impacto del portazo.

La puerta se abrió. Elizabeth se lo quedó mirando con sus profundos ojos verdes y sonrió.

–¿A alguien le apetece un martini? – preguntó Dal.

Ella llevó la jarra de cristal a sus labios y bebió.

–Mmmm. Hubieras debido ponerle olivas. Entra. Herbert está fuera, junto a la piscina. ¿Por qué no vas a reunirte con él? Traeré cubitos de hielo y olivas.

La observó dirigirse a la cocina. Iba descalza. Podía ver a través de la blanca y fina tela de su caftán. No llevaba nada debajo. Por un momento pensó en seguirla a la cocina, subirle el caftán por encima de la cintura, y apretar las firmes y suaves curvas de sus nalgas.

Pero ella le había pedido que se reuniera con Herbert en la piscina. Era mejor hacer lo que ella decía. Habría mucho tiempo, luego, para lo otro.

Salió a la piscina. La silla de ruedas de Herbert estaba frente a la mesa, casi como si no hubiera sido movida desde el miércoles. Sin embargo, él llevaba una camisa diferente. Una camisa estampada con brillantes flores rojas. Le hacía parecer un turista en Hawai.

Un turista arrugado y paralizado. Más cadáver que hombre.

Dal apartó la mirada de los escrutadores ojos. La piscina estaba todavía iluminada por el sol. Pensó en el miércoles y en la deslizante sensación de la piel de Elizabeth mientras se acariciaban bajo el agua.

–¿Manteniendo una agradable conversación? – preguntó ella, apareciendo con una bandeja.

En la bandeja había dos vasos largos, un bote de olivas verdes, y una quesera con brie y galletas saladas. Sus pechos se agitaban levemente mientras caminaba. Sus pezones eran oscuros bajo la tela. Se sentó al lado de Herbert.

–Y bien -dijo-, ¿cómo has conseguido escaparte de Connie?

–Hemos tenido una pequeña pelea.

–Qué inteligente. Has agarrado la ocasión por los pelos, y has salido con aire ofendido.

–Algo así.

–Nada demasiado drástico, espero. ¿No le habrás dicho nada de nosotros?

–No.

–Eso está bien. Hubieras estropeado una oportunidad tan estupenda.

Tomó unas cuantas olivas del bote y las dejó caer en los vasos vacíos.

Dal echó los martinis.

Tomaron los vasos.

–Por ti y por Connie -dijo Elizabeth.

–¿Por qué tenemos que brindar por eso?

–Porque vas a casarte con ella, por supuesto.

–¿De veras?

–Naturalmente.

–Estás bromeando.

–Querido, tengo gustos muy caros, gustos que serías completamente incapaz de satisfacer con tu triste sueldo de vendedor. Si estás interesado en proseguir esta relación, tienes que ser capaz de subvenir a mis necesidades.

–Pero tú eres rica.

–Herbert lo es. Yo seré rica cuando… él fallezca. Eso, sin embargo, no te libera de la necesidad de subvenir a mis necesidades, cuando estemos juntos.

–Pero aunque me case con Connie…, su dinero no será mío.

–La mitad de él sí, creo. Piensa en ello. – Alzó de nuevo su vaso-. Por ti y por Connie, y por la riqueza.

–No sé…

–Tú me deseas, ¿verdad?

–Más que ninguna otra cosa.

–En ese caso, tu decisión no tiene que ser difícil.

Dal dudó, luego chocó su vaso contra el de Elizabeth. Bebieron.

–¿Cómo llegaste a convertirte en detective privado? – preguntó Connie.

–Empecé en el Departamento de Policía de Los Angeles.

–Debí figurármelo.

–¿Por qué?

Pete, al otro lado de la mesa en el Estación Victoria, sonrió mientras atacaba su chuleta con el cuchillo.

–Bueno, todo tú respiras ese aspecto sano y confiable a lo Steve Garvey.

–Exactamente igual que Reed y Molloy.

Se metió un bocado de ternera en la boca.

–¿Cuándo dejaste la policía?

El masticó durante unos instantes, y empezó a responder.

–No puedo entenderte -dijo Connie-. Si hablas y masticas al mismo tiempo, la cosa se convierte en un galimatías.

Pete se echó a reír. Después de tragar, dijo:

–¿Así va bien?

–Estupendo. Yo comeré mientras tú hablas.

–¡Gracias!

–¿Cómo te saliste de la policía?

–Hubo una desavenencia. Bueno, no, no realmente. Mis problemas no fueron con el departamento. Más bien con el público. Nos habíamos visto sometidos a mucha presión con respecto a eso de que la policía siempre estaba disparando. Ocurrió hace un par de años. Yo estaba patrullando por Sunset, una espléndida noche, y vi a aquella mujer negra corriendo por en medio de la calle con un cuchillo. Estaba persiguiendo a un muchacho. Mi primer pensamiento fue que el muchacho le había robado el bolso, o algo así. Pero el chico vino directamente hacia mi coche, pidiendo ayuda a gritos. Salí, y el muchacho casi se me echó a los pies. «Está loca, oiga», dice. Y la mujer está gritando también, diciendo no sé qué de cortarle las partes íntimas al chico. Yo estoy entre la mujer y el chico, y ella sigue avanzando. No obedece mi orden de detenerse. Y está ese cuchillo de caza que esgrime amenazadoramente. Así que saco mi arma y apunto hacia ella, y ella la ignora y sigue avanzando, y yo pienso en todos los problemas que se me van a venir encima por parte de todos los rectos y honestos corazones si disparo contra ella. Quiero decir, ella es negra, es una mujer, y va desarmada, excepto por el cuchillo que no parece demasiado peligroso. Así que me contengo y no disparo. Y mientras tanto ella lanza el cuchillo. Yo lo esquivo, y mata al chico. El muchacho, luego, resulta ser su hijo homosexual.

–Así que tú eres ése -dijo Connie.

–Lo soy.

–Esposaste a la mujer al cuerpo…

–Sí. – Sonrió-. Esposé sus manos a las manos del chico muerto, tiré la llave de las esposas, y me fui.

–Cuando ocurrió me pregunté qué tipo de hombre podía hacer una cosa así.

–Ahora ya lo sabes. Aquí está, Pete el Sucio. – Se inclinó sobre la mesa y estrechó su mano-. Ahora será mejor que comas, antes de que se te enfríe la cena.

–De acuerdo. Comeré, y tú hablarás. ¿Cómo te convertiste en novelista?

–Todo empezó con una podrida vida social.

–Es muy simple, de veras -dijo Elizabeth-. ¿Nunca antes se lo propusiste?

–No.

–Debo decirte que me sorprende. Pareces tan impulsivo… Por favor, querido, sé amable y dame un empujón.

Su colchoneta había derivado, los pies por delante, hacia uno de los lados de la piscina.

Dal, sentado en la punta del trampolín, se puso en pie. Se dio la vuelta cuidadosamente y caminó hasta el suelo, sintiendo la tabla oscilar bajo sus pies. El cemento estaba aún caliente, pese a que el sol ya no llegaba hasta allí. Le gustó la sensación de la brisa en su rostro.

Y le gustaba lo que le hacía a Elizabeth. Era la brisa, suponía, lo que hacía que sus pezones se mantuvieran erguidos.

Miró al vaso de martini que ella mantenía en equilibrio sobre su estómago.

–¿Quieres que te lo vuelva a llenar, mientras embarrancas?

–Sería adorable.

Alzó el vaso, lo inclinó hacia su boca, y sorbió la oliva.

Dal empujó la colchoneta a lo largo del borde de la piscina, y tomó el vaso. Recuperó el suyo del extremo del trampolín, y los llevó los dos a la mesa.

–¿Quieres uno, Herbie? – preguntó.

Sonrió, dándose cuenta de que la silenciosa presencia del hombre ya no le ponía nervioso.

–Herbie, eres un buen tipo-dijo.

–Nunca ha sido eso -dijo Elizabeth.

Dal terminó de servir las bebidas. Regresó a la piscina. Descendió los peldaños de cerámica en el extremo menos hondo, y vadeó en dirección a Elizabeth.

Colocó el vaso sobre el estómago de la mujer.

–Gracias, querido -dijo ella.

–Pensemos un poco en todo eso.

–Bien, supon que yo soy Connie.

–¿Por qué debería hacerlo?

–Vas a hacerme una proposición.

–¿Eh?

–Dijiste que nunca le habías hecho una proposición antes. Aquí está tu oportunidad.

–Bueno, no sé.

Elizabeth alzó ligeramente la cabeza de la almohada de la colchoneta, dio un sorbo a su martini sin derramar ni una gota, y volvió a depositar el vaso sobre su estómago.

–Empiezas llevándola a un restaurante adecuado. Tomáis unas copas.

–La someto con licor.

–Exacto. Cenáis maravillosamente. Langosta, quizá.

–No puedo comer marisco.

–Un buen bistec, entonces. Un Chateaubriand sería ideal. Cuando terminéis, encargas algunas copas más. Coñac…

–A Connie le gusta el café irlandés.

–Estupendo. Un café irlandés entonces. Y ahora es el momento. Ambos os sentís realizados, un poco achispados, y felices.

–De acuerdo.

–Yo soy Connie.

Empezó a alejarse ligeramente. Dal la sujetó por el pie, y tiró de nuevo hacia él.

–Connie, quiero casarme contigo.

–¿Casarte conmigo? ¡Oh, Dal! ¿Estás seguro? ¿Por qué querrías casarte con alguien como yo?

–Porque Elizabeth me ha dicho que debía hacerlo.

–Así no funcionará en absoluto.

11

Salieron del restaurante.

–Fue estupendo-dijo Connie-. Gracias.

Estrechó la mano de Pete.

–La noche es joven. ¿Hay algo especial que quieras hacer?

–De hecho, sí…

–Suéltalo.

–Vayamos al cine.

–¿Al cine? – Se la quedó mirando, sonriente, como si pensara que era una idea más bien infantil-. ¿Algo en particular?

Ella se alzó de hombros.

–No me importa. Mientras esté oscuro.

–¿Te gustan las películas de terror?

–¿Te gustan a ti?

–Son mis preferidas. Conozco el lugar ideal. No sé qué ponen esta noche; pero probablemente será bueno.

–Apuesto a que sé dónde es. El Palacio Encantado.

–¿Has estado allí?

–No desde que cambió de manos. Antes se llamaba el Elsinor.

–Ahora está muy lejos de eso.

En la oscuridad del coche, no intentaron hablar. Connie se puso el cinturón de seguridad. Pensó que sería estupendo soltárselo, inclinarse sobre el asiento, y arrimarse a Pete. No había hecho nada así en años. Esta noche, sin embargo, se sentía tan ansiosa, atrevida e insegura como una quinceañera. Vaciló. Pete podía pensar que estaba actuando tontamente, o posesivamente. Por otra parte, se sentía tan alejada de él, atada a su asiento en su lado del coche…

Con mano temblorosa, soltó el cinturón. Pete la miró y sonrió. Ella se deslizó hacia su lado del asiento. Él la rodeó con un brazo. Connie se apretó contra él, y apoyó una mano en su pierna.

A una manzana del Palacio Encantado, Pete arrimó su coche al bordillo y aparcó. Caminaron hasta el cine, las manos juntas.

En la marquesina, Connie vio que el programa estaba formado por Drácula en las antípodas y La ciudad que temía la puesta del sol.

La chica de la taquilla sonrió a Pete.

–¿Cómo se encuentra esta noche? – preguntó.

–No demasiado mal. Veo que no ha encontrado un nuevo peluquero.

Le tendió el dinero.

La ciudad que temía la puesta del sol acaba de empezar -dijo la chica-. Lástima que no hayan llegado media hora antes. Se han perdido el Schreck de esta noche.

–Es un poco vulgar para mi gusto.

La chica se echó a reír.

–Oh, este le hubiera encantado…; se llama Schreck el inquisidor.

–Suena atractivo.

Dentro, Pete entregó las entradas a un hombre gordo vestido con unas ropas ensangrentadas.

–Buenas noches, Bruno.

Bruno gruñó detrás de la media de nailon que cubría su rostro.

–¿Vienes aquí a menudo? – preguntó Connie.

–Sólo he estado una vez -dijo Pete-. La semana pasada.

–Es un poco vulgar.

–También lo son la mayor parte de las películas. Pero resulta divertido.

–Sí. Como un carnaval.

–¿Unas palomitas de maíz?

–No podría comer nada más en este momento. Quizá algo de beber.

La sala del cine era exactamente igual a como Connie la recordaba: las paredes del castillo, los contrafuertes y las torres, el techo como un cielo estrellado.

Había pasado mucho tiempo en los cines, después del incidente de Tucson. Demasiado tiempo. Primero en Tucson, luego en Los Ángeles.

Difícilmente pasaba un día en el que no se descubriera sola en un oscuro cine, comiendo palomitas de maíz, perros calientes y caramelos, y mirando a la pantalla, donde una gente silenciosa se debatía en la tragedia, luchaba por sobrevivir, reía, y se enamoraba.

Iba a los cines, aunque sabía que no debía hacerlo. Debía estar escribiendo más páginas que las dos o tres que conseguía diariamente. Debía estar leyendo. Y, sobre todo, debía salir al mundo, hacer algo, encontrarse con gente, no ocultarse en la oscuridad de un cine.

Un día, hacía dos años, acudió a una sesión de mediodía de La isla. Cuando hubo terminado, se quedó en su asiento y vio Tiburón II, aunque ya la había visto antes. Cuando terminó, salió al vestíbulo para marcharse. Al otro lado de las puertas de cristal, la tarde era soleada. Una joven pareja pasó por su lado, las manos unidas, felices.

Sintió un nudo en la garganta. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Tras comprarse una Pepsi y una nueva bolsa de palomitas de maíz, regresó a su asiento. Vio La isla de nuevo. Vio Tiburón II de nuevo. Cuando La isla empezó por tercera vez, seguía en su asiento.

Se sentía asqueada consigo misma. Era cobarde y autodestructiva. Pero era incapaz de obligarse a salir.

Finalmente, un hombre se sentó a su lado. Olía fuertemente a sudor y a cebolla. Puso una mano sobre la rodilla de ella.

Ella llevaba falda.

La mano se movió debajo de la falda.

Connie alzó aquella mano. El hombre le dirigió una sonrisa. Sus labios se movieron, arrojando una bocanada de pestilencia a su rostro.

Le rompió el dedo índice, y salió del cine.

Al día siguiente no fue al cine. Ni al otro día. Estaba segura de que si volvía a ir una sola vez, caería de nuevo en el mismo esquema. Era como un alcohólico, temeroso de tomar una sola copa porque esta la conduciría a otra y luego a otra.

Leyó vorazmente.

Terminó su novela La novia del río en tres meses.

Tomó un curso de autodefensa de un duro y lleno de cicatrices ex marine que proclamaba haber sido mercenario… y que lo demostró a satisfacción de Connie desapareciendo un buen día. Supuso que había ido a Rhodesia. Nunca volvió a verle.

Uno de los hombres de la clase le pidió salir con ella, y así descubrió que podía ir con toda seguridad al cine siempre que no fuera sola.

Entonces conoció a Dal. El la llevó a menudo. Sabía cuánto le gustaba el cine, aunque ella nunca le contó sus años malos como adicta.

Realmente, no había sido propio de él, dejarla en casa la semana pasada… Pero no quería pensar en Dal.

No esta noche.

Podría preocuparse al respecto más tarde… Pensar en lo que podría decirle…

Tomó la mano de Pete, y no la soltó.

Cuando terminó La ciudad que temía la puesta del sol, las luces se encendieron.

–¿Te ha gustado? – preguntó Pete.

–Seguramente tendré pesadillas.

Él sonrió.

–¿Quieres quedarte a ver la otra?

Miró el reloj. Cerca de las once. Probablemente Dal estaría ya de vuelta en el apartamento, esperándola. No deseaba enfrentarse a él. Deseaba quedarse allí con Pete, sujetando su mano, y no marcharse nunca.

–Claro, quedémonos -dijo.

–¿Te apetecen ahora unas palomitas de maíz?

–Me irían de maravilla.

Drácula en las antípodas empezó inmediatamentae después de que Pete regresara.

Era un filme italiano relativo a un vampiro entre los aborígenes australianos.

–Oh, no -dijo Connie.

Pete la miró.

Ella meneó la cabeza.

–Nada -susurró, y tomó un puñado de palomitas de la bolsa que tenía en su regazo.

Estar con él era suficiente.

No importaba que la película no tuviera sentido. Comió sus palomitas, y bebió su Pepsi, y prestó muy poca atención a la pantalla.

Se reclinó contra Pete.

Él le rodeó los hombros con un brazo.

–¿Podemos volver a vernos mañana? – preguntó Pete, delante de la puerta del apartamento de ella.

–Me encantaría.

–Podríamos ir a la playa.

–Estupendo. Prepararé una comida de picnic.

–Yo traeré la cerveza. ¿O prefieres vino?

–Cerveza.

Se dieron un fuerte apretón de manos, y se besaron.

–Ha sido un rato maravilloso -dijo Connie.

–Para mí también.

–Te diría que entraras, pero Dal…

Pete meneó la cabeza.

–En la primera cita, a lo máximo que llego es al beso.

–¿De veras?

–Miento, por supuesto.

La atrajo hacia sí y la besó de nuevo. Su mano apretó suavemente el pecho de ella.

Connie inspiró profundamente.

–Oh, Dios, Pete.

–Buenas noches.

–Buenas noches. Nos veremos mañana.

–¿A las diez? – preguntó él.

–Estupendo.

–Buenas noches.

La besó otra vez.

–Buenas noches.

Tardaron un buen rato en separarse.

Luego Connie entró en el apartamento sola. Se apoyó contra la puerta, demasiado débil para moverse, notando un extraño dolor que la hacía sentir deseos de llorar y reír a la vez.

Mucho rato más tarde, revisó el apartamento. Dal no estaba allí, gracias a Dios.

Puso la cadena de segundad en la puerta.

Luego, sintiéndose culpable, la quitó.

Luego volvió a ponerla. Si Dal regresaba a medianoche, no deseaba que se arrastrara hasta la cama con ella.

No esta noche.

No nunca más.

Pete Harvey era su ahora.

Pete el Sucio.

Con un suave gemido de placer, se abrazó a sí misma y cruzó danzando la habitación.

12

Otro sábado echado a perder. Freya se sentó frente a la televisión con su té, y se quedó mirando a Popeye.

Un infierno.

El domingo, por el amor de Dios, era mejor que esto.

¡Ja! El domingo, por el amor de Dios. Qué divertido.

Pero era cierto. El domingo por la mañana la TV ofrecía todo un desfile de cosas raras. Un auténtico circo. Algunos de esos evangelistas presentaban un show mejor que el del Pájaro Loco. Especialmente los curanderos. Dios, la forma en que reunían a la gente, y les quitaban las muletas a los impedidos, y metían sus dedos en las orejas de la gente sorda. «¡Fuera, demonios! ¡Fuera, Satán!» Sería una buena cosa si una mañana el dedo del tipo salía de una oreja con un buen tapón amarillento de cera.

Bueno, mierda, no había nada tan bueno el sábado por la mañana. Sólo un puñado de asquerosos dibujos animados y reposiciones de porquerías que había visto hacía ya veinte años.

Nada decente hasta las 10.30. El fantasma de la ópera. La versión de Claude Rains del 43. Nada podía compararse a Lon Chaney, con esos papanatas yendo de un lado para otro por los túneles con los brazos al aire para que el fantasma no pudiera arrojar lazos corredizos sobre sus cuellos. «¡Los lazos corredizos del fantasma son rápidos!», no dejaban de decir. ¡Vaya tontería! Bueno, la versión de Rains quizá estuviera un poco pasada de moda, pero seguro que ganaba a esa otra mierda de Heckle y Jeckle.

La NAACP debería dejar de emitir Heckle y Jeckle. Juraría que esas urracas hablaban igual que Amos y Andy.

Sonó el timbre de la puerta, sobresaltando de tal modo a Freya que derramó un poco de té sobre su pierna desnuda. Se lo secó con la mano, y se puso en pié. Su pierna estaba aún húmeda cuando cruzó la habitación. Se la frotó de nuevo. Se ajustó el jersey sin tirantes y abrió la puerta.

–Hola.

–Ah, hola -dijo Freya.

Se obligó a exhibir una sonrisa.

–¿Me recuerdas?

–Te recuerdo. Veo que has cambiado de camiseta.

La camiseta con el buitre había sido reemplazada por otra que decía: «Tranquilo, no te vuelvas loco».

–Vi el anuncio en el periódico -dijo-. Pensé que debía volver.

Como un billete falso, pensó Freya.

–Bueno, me temo que el apartamento sigue sin estar disponible.

–¿Por qué no?

–Ya ha sido ocupado.

–Esa es la historia que me contaste la semana pasada.

–Que sigue siendo cierta hoy.

–Entonces, ¿por qué está el anuncio en el periódico de hoy?

–Debe de tratarse de un error -dijo Freya.

–No, no lo creo. Creo que simplemente decidiste que yo no era una buena compañera para compartir el apartamento. ¿No es cierto?

–Es cierto.

–Porque soy un grueso pedazo de grasa, ¿correcto?

–Correcto.

–Pides doscientos al mes, ¿no es así?

–Es así.

–Supon que subo a doscientos cincuenta.

–Estás terriblemente ansiosa.

–Este lugar está tan sólo a una manzana del campus. Además, me gusta tu estilo. – Dirigió a Freya una descarada sonrisa-. Ahora, ¿qué te parece si me lo enseñas?

–Admiro tu persistencia -dijo Freya, odiando a la muchacha un poco más a cada segundo-. ¿Cómo te llamas?

–Chelsea.

–Yo soy Freya. Entra.

La chica entró, y arrugó la nariz.

–Necesitas un poco más de luz aquí -dijo, y descorrió las cortinas-. Así está mejor.

Freya se contrajo.

–¿Eres de por aquí? – preguntó.

–No -respondió Chelsea.

–¿De dónde eres?

–¿Importa eso?

–Sólo es curiosidad. Si vamos a vivir juntas, ¿no crees que deberíamos saber un poco más la una de la otra?

–¿Significa eso que me aceptas?

–Estoy pensándomelo.

–Bueno, si realmente quieres saberlo, soy de Oakland.

–Ah. El hogar de los Ángeles del Infierno. ¿Vives con tu familia?

–¿Qué es eso?

–¿No tienes padres?

–No, fui incubada. ¿No se me nota?

–Sólo estaba preguntándome.

–Bueno, pues no lo hagas. Simplemente muéstrame el apartamento, ¿quieres? Si deseo un tercer grado, ya te lo comunicaré.

–Como quieras -dijo Freya.

Le mostró a Chelsea la cocina, el cuarto de baño y el dormitorio disponible.

–¿Cuándo puedo venir?

–Tan pronto como me pagues.

–Doscientos cincuenta.

–Seiscientos -dijo Freya.

–¿Cómo es eso?

–Primero y último mes de alquiler. Eso hace quinientos.

–Sé contar.

–Más cien como depósito por posibles daños.

–Eres una aprietatuercas.

–Sólo estoy protegiéndome.

–Crees que no podré conseguir seiscientos dólares, ¿verdad?

–Oh, espero que puedas -dijo Freya.

Realmente lo esperaba.

–¿Vale un talón?

–En efectivo.

–Estamos a sábado.

–Entonces puedes mudarte el lunes, después de que abran los bancos.

–Estás intentando sacar algo.

–En absoluto. Si puedes venir con el dinero hoy, puedes mudarte hoy mismo.

–¿Qué te parece cincuenta ahora, y el resto el lunes por la mañana?

–¿Y tú te mudas hoy?

–Aja.

–No, gracias. El lunes llegará en seguida.

–Eres una tipa dura.

–¿Nos vemos el lunes por la mañana, entonces?

–Cuenta con ello-dijo Chelsea, imitándola.

Cuando se hubo ido, Freya hizo una llamada telefónica.

–¿Sí?

–Buenos días, querido.

–¡Princesa!

–Tengo una para ti -dijo.

–¡Maravilloso!

–Es un poco diferente.

–¿En qué sentido?

–Es una cerdita.

–¿Una cerdita? – preguntó el hombre, abandonando el tono de ligereza en su voz.

–Sé que quieres bellezas, querido, pero esta tipa es maravillosa. Es fea, gorda y detestable.

–Eso no formaba parte de nuestro plan, princesa.

–Espera a que la veas.

–¿Es horriblemente repulsiva?

–Mucho.

–Hummm. – Hizo una pausa de varios segundos-. Quizá podamos encajarla. Déjame trabajar en ello, y ya te llamaré.

–Estupendo.

–Mientras tanto, sigue buscando una belleza. Tina fue absolutamente maravillosa. Alguien como ella.

–Mantendré el anuncio en el periódico.

–Sí. Hazlo. Y ven esta noche, si puedes.

–¿Conseguista otra?

–Por supuesto que sí. Desgraciadamente, tiene dos voces femeninas, y no estoy seguro de cómo arreglar el doblaje, pero intentaré pensar en algo antes de que tú llegues.

–¿A qué hora?

–Bueno, a las ocho.

–Estupendo. Te veré entonces.

13

Dal se detuvo en Conroy's, y compró una docena de rosas rojas en un florero. Llevó el florero hasta su coche. Sujetándolo bien en el asiento del pasajero, se encaminó al apartamento.

Las rosas habían sido idea de Elizabeth.

–Se sentirá emocionada por tu tacto y tu generosidad -le había dicho Elizabeth-. Lo olvidará todo acerca de vuestra pelea.

Naturalmente, no le había explicado la auténtica causa de sus problemas con Connie. Era demasiado humillante. No sólo eso, sino que Elizabeth reconocería la cita de Connie como lo que era…, una señal de que había perdido su interés hacia Dal, una señal de que el matrimonio quedaba probablemente descartado. No deseaba que Elizabeth supiera eso, de modo que construyó una historia para satisfacer su curiosidad.

–Se le quemó la comida -le dijo-. Teníamos esos dos hermosos solomillos, y los dejó en la parrilla demasiado tiempo. Los olvidó por completo. Cuando volvió a acordarse de ellos, ya eran puro carbón. Le dije: «No esperarás que me coma esto, ¿verdad?».

Y luego seguí insistiendo sobre lo mismo. Le dije que me pasaba trabajando todo el día, y que regresaba a casa pensando en una buena cena, y que lo menos que ella podía hacer era no estropearla de aquel modo.

–Sonaste positivamente abominable.

–Me echó a cajas destempladas.

–¿Me chillarías a mí de ese modo si quemará tu comida?

–Jamás.

–¿Por qué no?

–Porque te quiero.

–¿Y no quieres a Connie?

–Es una buena chica. Pero no la quiero.

–Tienes que aprender a actuar como si la quisieras. Hazle sentir que es el mundo entero para ti, que tu vida sería un pozo de cenizas sin ella.

–Lo intentaré.

–Debes hacer algo mejor que intentarlo. Debes conseguirlo. Quiero que te cases con ella dentro de este mes.

–¡Dios mío, eso sólo me deja tres semanas!

–Estoy segura de que encontrarás una forma.

Ese era el momento de mencionarle el nuevo amigo de Connie. Pero no consiguió forzarse a decírselo. No tuvo el suficiente valor.

Tres semanas. Imposible.

A menos… Quién sabe, quizá terminara odiando al tipo que la había llevado a cenar la pasada noche.

No había muchas posibilidades de ello.

Condujo por el sendero que llevaba a la parte de atrás de la casa de apartamentos, y aparcó cuidadosamente el coche en su lugar reservado. Cargó con el florero de rosas cruzando el patio y escalera arriba hasta la puerta del apartamento.

Abrió la puerta con su llave.

La cadena de seguridad restalló al tensarse.

–¡Mierda!

Pateó la puerta. La cadena la devolvió contra él, cerrándola con un golpe sordo. Avergonzado, miró a su alrededor para comprobar si alguien lo había observado. No vio a nadie.

Sintió deseos de echar la puerta abajo.

Aquello le permitiría entrar, pero lo situaría mucho más lejos de su objetivo.

De modo que, en vez de ello, llamó al timbre. No sonaba; encendía luces en todas las habitaciones. Pulsó de nuevo el botón, y de nuevo, haciendo parpadear las bombillas.

Sonó la cadena. La puerta se abrió.

–Dal.

Aunque sonreía, los ojos de Connie parecían turbados.

–Esto es para ti.

–Oh, son preciosas. Gracias.

–¿Puedo entrar?

–Claro.

¿Claro? Entonces, ¿por qué la cadena?

–¿Estás sola? – preguntó.

–Naturalmente que estoy sola.

Connie tomó las flores y las colocó sobre la mesa del comedor.

Dal la observó en silencio. Llevaba una falda cruzada. Su blusa blanca iba abotonada por delante, dejando al descubierto una franja en su estómago. Era su traje playero.

Volvió junto a él.

–Respecto a lo de la otra noche -dijo Dal-, quiero pedirte disculpas. Me comporté como un asno.

–Tenías derecho a molestarte, Dal.

Se dirigió hacia la brillante ventana, y él se volvió para seguir mirándola de frente. «Quiere que la luz me dé en los labios -pensó-. Siempre hace eso.»

–Hubiera debido ser más razonable -dijo-. Quiero decir, tú no me perteneces. Tienes todo el derecho del mundo a acudir a una cita. Es sólo que…, bueno, duele, supongo. El pensamiento de que tú estás con otro hombre… fue simplemente algo insoportable.

–Lo siento -dijo ella.

–¿Me perdonas?

–No hay nada que necesite ser perdonado. No podrías haberte sentido mal si no te preocuparas por mí. No puedo culparte por ello.

–Es más que preocuparme por ti, Connie. Te quiero.

Ella parpadeó, como si él la hubiera abofeteado.

–No es cierto.

–Sí lo es. Te quise desde el primer momento en que te vi.

Se adelantó para abrazarla. Connie, meneando la cabeza, sujetó sus muñecas y le hizo bajar los brazos.

–No lo hagas.

–¡Connie!

–Lo siento, pero… Hemos pasado buenos momentos…, me caes bien, Dal, y siempre te estaré agradecida. Pero creo que todo ha terminado entre nosotros.

–No.

–Sí. Me gustaría que te buscaras algún sitio donde ir. No tienes que irte hoy mismo, por supuesto, pero cuanto antes encuentres tu propio apartamento, mejor para los dos.

–Connie, no puedes estar hablando en serio.

–Estoy hablando en serio.

–Debiste de pasártelo muy bien anoche.

Ella alzó la vista de sus labios y la clavó en sus ojos.

–Si las cosas hubieran ido mejor entre tú y yo, nunca habría aceptado esa cita. De hecho, nunca lo hubiera conocido. Fui a Lane Brothers el miércoles por la mañana.

Las palabras hicieron que de pronto a Dal le dolieran las tripas.

–Pensé que podríamos ir a comer juntos, pero tú no estabas allí.

–Yo…

–No tienes que decirme dónde estabas. Lo sé.

–¿Qué?

–Estabas con una mujer.

–No es cierto.

–No tienes que mentir. Ahora ya no importa.

–No estaba con ninguna mujer.

–Estuviste con ella el viernes pasado por la noche en el cine, y todo el día el miércoles, y probablemente ayer por la noche.

–¡Eso es una mentira!

¿Cómo podía saberlo?

–Es la verdad. Fui al cine el viernes por la noche. Pensé que te daría una sorpresa. Pero fui yo la sorprendida. Te vi sentado con ella, rodeándola con tu brazo.

«Todo es un farol -se dio cuenta él-. No sabe nada. Simplemente está haciendo suposiciones.»

–Eso fue un buen truco -dijo Dal-. Si estuve sentado junto a alguna chica, acabo de enterarme. Ahora bien, si quieres que lo crea, sigue adelante. Estoy seguro de que tu conciencia se sentirá mejor si puedes convencerte a ti misma de que yo soy el culpable. Estaba solo en ese cine. Estuve solo el miércoles, a menos que quieras contar a los empleados con los que hablé mientras estaba comprándote esto.

Rebuscó en su bolsillo y sacó una pequeña cajita de joyería. La abrió.

Connie se quedó mirando el anillo de diamantes. Las lágrimas llenaron sus ojos.

–Oh, Dal-murmuró.

–Estaba planeando… ayer por la noche…

–Oh, Dal, lo siento.

Él sacó el anillo de la cajita y se lo tendió.

–Pruébatelo.

Ella meneó la cabeza.

–No puedo. Lo siento. Yo…

Reprimió un sollozo, y se dio la vuelta.

Dal apoyó una mano en su hombro.

Ella la apartó con un gesto y se volvió de nuevo para hacerle frente.

–Todo ha terminado, Dal. Todo ha terminado. Lo siento. Sigo queriendo que te vayas.

–Pero ¿por qué?

–Se trata de Pete.

–¿El tipo con el que estuviste ayer por la noche?

Ella asintió.

–Me ha ganado la partida, ¿eh?

–Lo siento.

–De acuerdo. Me marcharé, como tú quieras. No deseo presionarte. En caso de que Pete no… Bien, el anillo seguirá esperando.

Asintiendo, Connie se secó las lágrimas de su rostro.

–Será mejor que empiece a buscar otro apartamento -dijo él.

–Lo siento.

Dal se dio media vuelta. Salió. La puerta se cerró a sus espaldas.

Volvió a meter el anillo de pedida de Elizabeth en su cajita, y se dirigió hacia la escalera.

14

Freya odiaba conducir a aquella hora de la tarde. El sol colgaba bajo sobre Pacifica, cegándola. Las gafas de sol ayudaban algo, pero no lo suficiente. Durante la mayor parte del tiempo apenas podía ver la carretera delante de ella. Bloqueó el sol con la mano. No era fácil, sin embargo. Tras unos cuantos minutos, su brazo alzado parecía tener pesos de plomo tirando de él hacia abajo.

Las rectas de la carretera que seguía la línea de la costa parecían interminables. Finalmente llegó al desvío. No se dio cuenta del camino sin señalizar hasta que estuvo sobre él. Pateó los frenos, giró hacia el arcén, y retrocedió unos metros.

Leyó el cartel: CAMINO PARTICULAR, PROHIBIDO EL PASO.

Siguió adelante. El camino penetraba en una zona densamente arbolada. Se detuvo ante una verja metálica, corrió el pasador que la mantenía cerrada, y la abrió de par en par. Tras cruzar con el coche, cerró la puerta a sus espaldas y volvió el pasador a su sitio.

El estrecho camino dejaba los pinos detrás, y serpenteaba por entre bajas colinas hasta la casa:

Freya contempló la casa mientras conducía hacia ella. Le gustaba aquella casa. Le gustaba su estructura maltratada por la intemperie, sus grandes ventanales, sus aguilones, su única torre de tejado cónico.

¡Tan maravillosamente siniestra!

Se parecía a otras muchas docenas de viejas y tenebrosas casas en docenas de viejos y rancios filmes.

Pronto le pertenecería.

¡Casi no podía esperar!

Había tenido visiones de cómo serían las cosas entonces, recorriendo sus salones en noches tormentosas, los velones arrojando extrañas sombras en las paredes. Nada de luces eléctricas. Se desembarazaría de todas esas cosas; utilizaría la electricidad únicamente para la televisión, la nevera y todo eso.

¡Sería glorioso!

Tan increíblemente siniestra, la mejor y más macabra casa de todos los tiempos…, y suya.

Subió los escalones del porche. Mientras apuntaba su llave a la cerradura, la puerta se abrió con un chirrido.

–Todd.

–Princesa. – Le besó la mejilla-. Tienes un aspecto encantador esta noche, como siempre.

–Gracias.

Él le hizo un gesto para que le siguiera, y empezó a subir la escalera.

–Espero que hayas tenido un viaje agradable -dijo.

–He sobrevivido a él.

–¿Mucho tráfico?

–No. El tráfico estaba bien. Era ese maldito sol el que casi mataba.

–Lamento oír eso. Pero tengo algunas noticias que te alegrarán. Encontré una solución a nuestro problema.

–¿Otra mujer?

–Sí. Está esperando en la sala de control.

–¿Qué le dijiste?

–Le expliqué que sería perfecta para doblar una de las voces en un filme corto de suspense que estaba produciendo.

–¿Es segura?

–Es una callejera.

–¿Sabe leer?

–Espero que sí.

Todd abrió una puerta en la parte de arriba de la escalera. Una mujer delgada, negra, estaba sentada en una banqueta en la cabina de control, echada hacia atrás, sus codos apoyados en las apagadas pantallas de dos monitores de vídeo. Tenía las piernas cruzadas. Llevaba botas, y unos shorts ceñidos, y una chaquetilla atada suelta con lazos por la parte de delante.

–Freya, esta es Tango.

–Encantada de conocerte -dijo Freya, contemplando la lustrosa y oscura piel.

La chaquetilla estaba abierta lo suficiente para exhibir la mayor parte de sus pechos.

–El gusto es mío -dijo Tango formalmente.

Inclinándose hacia delante, tendió una mano a Freya.

La mano era cálida. Apenas rozó la suya, y se retiró.

–¿Todo listo? – preguntó Todd-. Pasaremos una vez la cinta con el áudio, luego os daré un poco de tiempo para familiarizaros con el guión antes de empezar el doblaje.

Freya asintió.

–Lo que tú digas -dijo Tango-. Tú eres el jefe.

Se volvieron hacia la pantalla principal de televisión.

–Apaga las luces, Freya, por favor.

Reluctantemente, tendió la mano hacia el interruptor. No era necesaria la oscuridad para ver la pantalla, pero Todd siempre insistía en ello. Para crear atmósfera, decía.

Quizá fuera lo mejor, pensó Freya. Con las luces encendidas, ella no iba a ver mucho de la cinta. Sabía que sus ojos estarían clavados en Tango.

–Creo que lo llamaré Schreck el hachero.

–¿Y por qué no El hachero chirriador? – sugirió Tango.

Todd rió educadamente.

–Me temo que no, querida. Demasiada frivolidad estropea el caldo.

Las dos jóvenes están sentadas junto a su fuego de acampada, como si creyeran que sus brillantes llamas van a protegerlas de todo daño.

La que llevaba la camisa de franela lisa echa la cabeza hacia atrás, y deja caer en su boca un chorro de vino de una bota de cuero.

–¿Nunca fallas? – pregunta su amiga, que obviamente falla muy a menudo.

La parte delantera de su chandal gris está húmeda y manchada de rojo.

–Lo único que se necesita es práctica, Lynn.

Pasa la bota a Lynn, que alza la canilla hasta sus labios y empieza a apretar el cuero.

–Hola, jovencitas.

Las dos se sobresaltan. El chorro de vino de Lynn se esparce por su nariz y ojos, y el hombre se echa a reír.

–Lo siento -dice-. No pretendía asustaros. Vi vuestro fuego. – Se acerca caminando a ellas. Es un hombre robusto, con una barba rojiza-. Me llamo Jim.

–Yo soy Kristi. Esta es Lynn.

–¿Os importa si me uno a vosotras?

Kristi mira a Lynn, luego sonríe al hombre y dice:

–Adelante.

El hombre se acerca al fuego, junto al que las muchachas están sentadas una al lado de la otra sobre un tronco de casi dos metros.

–Puedes utilizar nuestra mesa -sugiere Kristi, señalando con su brazo hacia el tocón que hay al lado de ella.

–Gracias -dice el hombre, y se sienta en él.

Lleva unos téjanos ceñidos y descoloridos. Las mangas de su chaqueta de dril han sido cortadas a la altura de los hombros, y sus bronceados brazos parecen duros y fuertes.

–¿Puedo probar un poco de esto?

Lynn se alza de hombros, sonriendo nerviosamente. Echa una mirada a Kristi, como si le pidiera permiso. Cuando Kristi asiente, Lynn le pasa la bota, y aquélla se la tiende al hombre. Este deja caer un buen chorro de vino en su boca, y no salpica ni una gota. Le devuelve la bota a Kristi.

–¿De dónde sois, muchachas? – pregunta.

–De San Diego.

–Muy lejos de casa.

–¿Tú eres de por aquí? – pregunta Kristi.

–¿Yo? De Scottsdale.

–¿Arizona?

–California. Es un pueblecito pequeño, justo al otro lado de Sunny Lake.

–¿Dónde está eso?

–Justo al otro lado de Loon.

–Y eso está justo al otro lado de este lago -añade Kristi, señalando con la cabeza hacia la orilla en la parte baja de la ladera donde está situado su campamento.

–Vine en canoa, vi vuestro fuego.

–Probablemente todo el mundo puede ver nuestro fuego -dice Lynn, y ríe nerviosamente.

–Más o menos. ¿Puedo dar otro trago de eso? Es Zinfandel, ¿verdad?

Kristi se echa a reír.

–¡Fantástico! ¡Un experto en vinos en medio del bosque primigenio!

–No un experto, solamente un bebedor.

Inclina la cabeza hacia atrás, y aprieta los lados de la bota. Cuando ha terminado, pasa el cuero a Kristi.

–Deseaba hablar con vosotras acerca de este fuego -dice-. Es una noche cálida. Realmente no lo necesitáis.

–Nos gusta -dice Kristi.

–Seguro. Sé lo que sentís. Es brillante y alegre, y mantiene la oscuridad más allá de la longitud de vuestro brazo. Os hace sentir bien. Os ayuda a olvidar que estáis solas en el bosque, con «Dios sabe qué» merodeando por ahí y espiándoos.

–No estás ayudando mucho -dice Kristi, y contorsiona su rostro en una exagerada expresión de miedo.

Lynn hace una mueca, aparentemente muy nerviosa.

–Hablo en serio. Deberíais dosificar vuestro fuego. Una vez se ha hecho oscuro, es como un letrero de neón, le dice a todo el mundo que estáis aquí. Si por este lugar merodea la clase de gente que no debería merodear, y viene a husmear, podéis encontraros con grandes problemas.

–Sabemos cuidar de nosotras mismas -le dice Kristi.

Lynn, que no parece tan segura de eso, se muerde el labio inferior.

–Incluso aunque llevéis armas, cosa que dudo, no constituyen ninguna garantía. Por la forma en que vas vestida, Kristi, puedo ver que vas desarmada, a menos que lleves alguna cosa pequeñita en uno de los bolsillos de tus téjanos. – Apunta con un dedo a Lynn-. Tú puede que lleves una pistola oculta bajo ese abultado chandal, pero apuesto a que no. – Sonriendo, extrae un cuchillo de una funda en su cinturón-. Ahora, yo estoy sentado aquí con un cuchillo. Vosotras no tenéis armas. ¿Qué vais a hacer?

–¿Por qué no te guardas eso? – dice Kristi.

Su voz, tan confiada antes, tiembla ahora ligeramente.

–¿Asustada -pregunta Jim.

–Guárdatelo, ¿quieres?

–Simplemente quiero meteros un poco de miedo. Lo necesitáis. Sois infernalmente vulnerables, y no parecéis daros cuenta de ello. – Vuelve a meter el cuchillo en su funda-. Apostaría a que no habéis oído hablar de nuestros asesinatos. En caso contrario, no estaríais ahora aquí, y mucho menos con un rugiente fuego delante.

Kristi y Lynn se miran la una a la otra. Lynn mueve la cabeza negativamente.

–Eso es lo que pensé -dice Jim.

–¿Quieres contárnoslo? – pregunta Kristi.

–Cinco asesinatos en los dos últimos meses, todos ellos dentro de un radio de unos pocos kilómetros de aquí. El primero fue una mujer de cuarenta años. Vino sola al Sunny Lake para pescar de noche, y nunca regresó. Encontraron la mayor parte de su cuerpo una semana más tarde en una caseta para botes abandonada. Alguien había utilizado un hacha con ella.

Lynn deja escapar un gruñido.

–¿Es eso cierto? – pregunta Kristi-. ¿O simplemente estás intentando asustarnos?

–Es cierto, todo. Las siguientes dos víctimas ocurrieron hace apenas un mes. Un hombre y su mujer. Eran los propietarios de la ferretería de Scottsdale. Acostumbraban a hacer muchas excursiones. Estaban acampados aproximadamente a un kilómetro y medio de aquí la noche en que fueron asesinados.

–¿Con un hacha? – quiso saber Lynn.

Él asiente.

–Igual que los dos maestros que encontramos la semana pasada. Habían estado acampados cerca de Loon. Hechos trocitos, como leña para el fuego.

–No es necesario que seas tan gráfico.

–Sólo quiero que comprendáis el grave peligro en que os encontráis.

Lynn esboza una débil sonrisa.

–Ahora estamos aquí -dice Kristi-. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Recoger nuestras cosas inmediatamente, y marcharnos?

–No sería mala idea.

–Excepto por una cosa. Nuestro coche está a unos diez kilómetros de aquí. No vamos a caminar diez kilómetros en la oscuridad. Probablemente nos romperíamos el cuello.

–Puedo llevaros en mi canoa -dice Jim.

–Nuestro coche está en dirección contraria al lago.

–No me refiero a vuestro coche. Os llevaré a Scottsdale. Podemos ir a donde está vuestro coche por la mañana y recogerlo. ¿Qué os parece?

–No sé -dice Kristi, y se pone en pie. Hace un gesto. Lyhn se pone en pie también-. Danos un par de minutos para discutirlo.

Jim asiente. Toma la bota, y echa un chorro de vino en su boca.

Kristi se aleja caminando del fuego, las ramillas y hojas de pino crujiendo bajo sus zapatillas blancas de lona. Lynn la sigue. Se detienen en la oscuridad, justo más allá del área de luz arrojada por el fuego.

–¿Vamos con él? – pregunta Kristi.

Lynn se alza de hombros.

Kristi se aparta el pelo de los ojos.

–¿Qué te parece eso de los asesinatos? – pregunta-. ¿Has oído algo acerca de ellos?

–Ni una palabra -dice Lynn.

–Yo tampoco. Claro que no leo los periódicos.

–Ni yo. Cinco asesinatos, sin embargo. ¿No crees que eso es algo como para darlo en las noticias de las seis?

–Yo diría que sí -murmura Kristi-. Esta zona está muy apartada, de todos modos. Quizá no quieran darle mucha publicidad al asunto.

–No sé. – Lynn se acerca un poco más a Kristi-. Creo…

–¡Uf! ¿No te has puesto desodorante?

Lynn olisquea los sobacos de su chandal.

–No soy yo. De todos modos, mira. Quizá ese tipo se lo haya inventado todo.

–¿Con qué propósito? – pregunta Kristi.

–¿Quién sabe? Quizá desee que dependamos de él, a fin de que bajemos nuestra guardia. Quizá desee meter todas nuestras cosas en su canoa, y largarse. Demonios, quizá se divierta ahogando a excursionistas…

–Tienes una imaginación muy alocada, Lynn.

–Simplemente estoy pensando en las posibilidades.

–Mira, vamos a tomar una decisión.

–Decide tú.

–¡No! No puedes echarme todo el peso a las espaldas. Dime sí o no. Vamos, Lynn. ¿Quieres que recojamos las cosas y nos vayamos con él en su canoa, o no?

–¿Un sí o un no?

–Exacto.

Lynn agita la cabeza y se pasa una mano por el corto y rizado pelo. Volviéndose, mira durante un largo momento a Jim. Está bebiendo más vino.

–De acuerdo-dice, con voz derrotada-. No.

–¿Estás segura?

–Estoy segura -dice, reluctante-. Quizá esté diciendo la verdad, pero no deseo ir con él. No en una canoa. Ni siquiera sé nadar.

–De acuerdo, asunto concluido.

Kristi se da la vuelta.

–Espera.

–¿Sí?

–¿Y si él no se va?

Kristi frunce el ceño.

–¿Por qué has tenido que decir eso?

Entonces las dos regresan junto al fuego. Kristi comunica su decisión con pocas palabras.

–Hemos decidido quedarnos aquí.

–Me lo temía.

–Gracias por tu ofrecimiento, y por avisarnos, pero…

Se alza de hombros.

–Habéis decidido correr el riesgo -termina él por ella.

–Así es.

–Bien, gracias por el vino. – Se pone en pie-. Será mejor que siga mi camino. Vi otro fuego, allá en el extremo sur. Será mejor que se lo comunique a ellos. Buena suerte, chicas.

Sin otra palabra, desaparece en la oscuridad. Kristi y Lynn aguardan unos cuantos segundos, luego lo siguen sin hacer ruido. Caminan muy juntas. Mirando ladera abajo, lo ven subir a su canoa y apartarse de la orilla. Observan durante largo rato, hasta que el sonido de sus remos hundiéndose en el agua desaparece entre el murmurar del viento.

Entonces regresan al fuego y se sientan.

–Quizá fuera mejor que nos marcháramos de aquí -dice Lynn, que parece tensa.

Kristi se alza de hombros.

–¿Por qué preocuparnos? Si el hombre del hacha está por aquí, ya sabe donde encontrarnos.

–¡No digas eso!

–Tomemos un poco más de vino, y olvidemos todo el asunto, ¿de acuerdo? Ese tipo probablemente no era más que un bromista que disfruta asustando a la gente.

–Bueno, espero que sí.

Kristi alza la boca y deja caer un largo y delgado chorro de vino en su boca. Mientras le pasa el cuero a Lynn, una sombra se mueve silenciosamente entre los árboles tras ellas.

Lynn alza la bota. Aprieta, y el vino cae en su boca.

La sombra penetra en la brillante luz del fuego. Es un hombre. Lleva unos pantalones negros de piel. Su pecho desnudo resplandece a la luz del fuego. Una capucha negra le cubre la cabeza. Sus ojos brillan a través de unos agujeros en la capucha. En las manos lleva un hacha de doble filo.

–Creo que ya estoy lista para meterme en la cama -dice Kristi-. Un trago más para el camino.

Tiende la mano hacia la bota de vino.

Lynn se la alarga.

Con un gruñido, el hombre hace girar el hacha en un rápido golpe de costado. Rebana limpiamente el cuello de Lynn. La cabeza de la muchacha sale disparada, girante sobre sí misma. Cae rodando en medio del fuego.

Por un momento, Lynn permanece sentada allí, decapitada, tendiendo todavía la bota a Kristi, mientras la sangre mana a borbotones del muñón de su cuello y chorrea hacia abajo.

Kristi grita.

La bota cae al suelo. El cuerpo se derrumba hacia delante, golpeando contra el fuego, esparciendo llameantes ramas hacia los lados.

Kristi grita y grita mientras salta en pie e intenta correr. El hombre la agarra por el cuello de la camisa. La arroja al suelo.

Caída de espaldas, Kristi alza la vista hacia él.

El hombre ríe y se quita la capucha. Su rostro es flaco, sus húmedos ojos están desorbitados, su boca, curvada en un terrible rictus.

–Soy Schreck -dice.

Alza el hacha muy por encima de su cabeza, y la deja caer.

Atraviesa las manos que Kristi ha alzado para protegerse, y parte su rostro en dos.

Todd apagó la máquina.

Freya conectó las luces y vio su amplia sonrisa. Se volvió hacia Tango, que sonreía afectadamente.

–Bien, señoritas, ¿qué opináis?

–Vaya tipo -dijo Tango-. No me gustaría encontrarme con él. – Se echó a reír-. No, señor, de ninguna de las maneras.

Todd parecía divertido.

–¿Qué opinas tú, Freya?

–¡Fantástico!

–Imaginé que te gustaría.

–¿Cómo lo hiciste? – preguntó Tango-. Quiero decir, ¿cómo lograste el truco ese de la cabeza?

–Simplemente cortándola.

Tango se echó a reír.

–Ya sé, es un secreto del oficio. Apostaría a que utilizasteis un maniquí.

–Muy astuta, jovencita.

–Parecía muy real.

–Aprecio el cumplido. – Todd sacó tres guiones de una carpeta color manila, y se los tendió-. He subrayado vuestras partes. Tango, tú eres Kristi. Freya, tú eres Lynn. Yo, por supuesto, representaré mi mismo papel. Tomaos unos minutos para leerlo y poneros en situación.

Tras repasar el guión, Freya dedicó el tiempo restante a mirar a Tango. La muchacha sabía que estaba siendo observada, y parecía aprobarlo. Mientras leía, aflojó de forma casual su chaquetilla. Se volvió de tal modo que uno de sus pezones asomó por entre los lazos.

Todd no le prestó atención.

Aquello iba dedicado exclusivamente a Freya.

–¿Listas? – preguntó Todd.

–Lista cuando vosotros lo estéis -dijo Tango-. ¿Como es que tenemos que hacer esto? ¿Sabéis a qué me refiero? Es simple curiosidad, claro. – Agitó el guión-. Dice casi exactamente lo mismo que ellos, excepto sus nombres y un par de cosas más. Quizá yo sea tan sólo una ignorante, pero me resulta curioso.

–Simplemente, sus voces no son como yo deseo -dijo Todd.

Ella se alzó de hombros.

–Es tu dinero, encanto.

–Está bien, empecemos.

15

Caminaron a lo largo del porche cubierto que unía toda la planta hasta la puerta del apartamento de Connie. Ella fue a meter la llave en la cerradura, pero Pete detuvo su mano.

–Déjame a mí -dijo.

–Siempre me cuesta acertar la cerradura -dijo Connie-. No hay luz aquí.

Pete meneó la cabeza. Tomó la llave de la mano de ella, y abrió la puerta del apartamento. Dentro tampoco había ninguna luz encendida, de modo que él no se molestó en decir nada. Entró delante de ella, y encontró el interruptor en la pared. Una lámpara al lado del sofá se encendió.

–Realmente, estás actuando de forma misteriosa -dijo ella.

–Sólo tomo precauciones. Algunos tipos, cuando se sienten marginados, hacen cosas extrañas.

–Dal nunca se ha comportado violentamente -dijo ella.

–Eso es lo que tú no sabes.

–No creo que haga nada que pueda hacerme daño.

Pete se alzó de hombros.

–Si compró un anillo de compromiso, la cosa es tan seria como para convertirse en una amenaza. Una vez conocí a un tipo que arrojó a su novia por la ventana de un piso catorce porque algún otro tipo le había enviado unas flores por su cumpleaños. Luego resultó que había sido su hermano.

–Estás lleno de historias macabras -dijo Connie, sonriendo como si deseara más-. ¿Te apetece algo de beber?

–Ah, una libación -dijo él, adoptando su voz Fields-. Nada que no pueda compartir, querida.

Ya lo había dicho antes de darse cuenta de que ella probablemente no comprendería los movimientos de sus distorsionados labios. Pero no tuvo tiempo para sentirse azarado por ello.

–Ven a verme de tanto en tanto -dijo ella.

Él se echó a reír.

–Eres notable.

–Cuando soy mala, soy mejor.

Pete le cogió las manos.

–Muy cierto -dijo-. Esta tarde has sido muy, muy mala.

El rostro de ella, enrojecido por todo el día al sol, enrojeció todavía un poco más.

–Tú también has sido bastante malo. Ahora, ¿qué es lo que quieres? ¿Una cerveza?

–Estupendo.

Pasaron a la cocina, y Connie tomó dos botellas de Budweiser de la nevera.

–¿Quieres un vaso? – preguntó.

–Vale la botella. De todos modos, creo que primero utilizaré los servicios.

–Están ahí -señaló ella.

Pete utilizó el water, pero no regresó inmediatamente a la sala de estar. Primero entró en otra habitación y encendió la luz. El cuarto de trabajo de Connie. Pasó junto a una estantería metálica atestada de libros y abrió la puerta de un armario.

–¿Qué estás haciendo?

Se volvió hacia Connie. Ella estaba de pie en la puerta, el ceño ligeramente fruncido.

–Sólo husmeando.

–Estás buscando a Dal. Crees que está escondido en algún sitio, aguardando a que tú te marches para saltar sobre mí y cortarme la garganta.

–Es algo que ocurre a veces.

–Me preocupas, Pete. ¿Lo sabías?

–Uno nunca es demasiado cauteloso.

–Creo que tú puedes ser demasiado cauteloso. Si es que tienes que pasarte la vida mirando por encima del hombro, siempre temeroso de encontrar allí algún terrible villano aguardando a que bajes la guardia para saltarte encima… Sí, creo que puedes ser demasiado cauteloso. ¿Cuándo te diviertes, si siempre te hormiguean los pies buscando que el desastre se abata sobre ti?

–Oh, tengo también mis momentos de diversión.

–¿Tengo que mostrarte el dormitorio, o ya lo has comprobado?

–Todavía no.

La siguió al dormitorio, y sonrió cuando ella se dirigió hacia la cama, se dejó caer de rodillas a su lado, y miró debajo.

–¿Qué demonios? – Metió la mano en el espacio entre la cama y el suelo-. Me pregunto qué… ¡Aaah!

Pareció como si alguien tiraia de su cuerpo. Cayó boca abajo al suelo, se retorció y pateó. Se agarró al marco de la cama como para impedir ser arrastrada debajo.

Pete corrió a su lado. Agarró el marco de la cama, dispuesto a echarlo violentamente a un lado, cuando Connie le sujetó la mano.

Vio su sonrisa.

–Eso no ha tenido gracia -dijo él.

–Sí la ha tenido.

Tiró de él, y le besó.

Cuando la mano de Pete se deslizó bajo su blusa, se sorprendió al sentir la suave piel desnuda de su pecho. Debía de haberse quitado el bikini mientras él estaba en el baño. Tiró de su blusa, quitándosela. El pezón se puso rígido en su boca, con un ligero sabor salino.

Metió una mano bajo su falda, ascendiendo por su muslo. El slip también había desaparecido.

–Eres un encanto -dijo.

Ella no respondió. La boca de él quedaba oculta por el pecho de ella.

Alzó la cabeza. Los ojos de Connie se clavaron en sus labios.

–Eres un encanto -repitió.

Con una sonrisa, ella metió ambas manos bajo los shorts de él, y lo atrajo hacia sí.

–¿Te apetece la cerveza ahora? – preguntó Connie.

–Seguro que estará caliente.

–Podemos hacernos la idea de que estamos en Irlanda, bebiendo Guinness caliente en un pub.

–Prefiero estar aquí -dijo Pete.

–Vuelvo en un instante.

Mientras ella saltaba de la cama, Pete le dio una palmada en su desnudo trasero. Ella se dirigió hacia la puerta del dormitorio y le miró desde allí. Estaba tendido sobre las sábanas, las manos entrelazadas bajo la cabeza, su flaccido pene yaciendo contra su muslo.

–¿No tienes vergüenza? – le preguntó.

–Es un poco tarde para eso.

–Cierto -dijo ella.

Connie se había mostrado muy vergonzosa aquella tarde, cuando él la llevó a su casa en la playa Venice. Mucho beber en el sofá, mucho charlar hasta el momento en que él la tomó entre sus brazos. Tan sólo llevaban puestos sus trajes de baño. Las manos habían acariciado la piel expuesta, se habían movido vacilantemente sobre la tela, y por último habían explorado debajo de los trajes de baño. Finalmente, estuvieron desnudos el uno contra el otro, la piel resbaladiza de sudor y aceite bronceador, llena de granitos de arena; hicieron el amor en el sofá.

Se ducharon juntos.

Comieron hamburguesas.

Hicieron de nuevo el amor, esta vez sobre las frescas sábanas de la cama de Pete.

Tras todo lo cual, se dio cuenta Connie, ella seguía sintiendo vergüenza delante de él. Ir a buscar las bebidas desnuda por completo le parecía algo ligeramente atrevido, ligeramente obsceno, como si estuviera alardeando de su desnudez para excitarle.

Aún en la puerta, miró al pene del hombre. Bajó las manos, y se acarició los muslos.

Pete meneó la cabeza, sonriendo.

–¿Qué estás maquinando? – preguntó.

–Nada.

Los dedos de Connie se deslizaron suavemente por sus ingles, y observó cómo el pene del hombre empezaba a alzarse.

–Olvida la cerveza-dijo él.

–No puedo. Tenemos que recuperar nuestros fluidos vitales.

Se volvió, dejando de mirarle. Se sentía sexy, ingenua y perversa…, y más feliz de lo que había sido nunca desde… No, no tenía que pensar en Dave.

Demasiado tarde.

Pero el recuerdo no dolió, como siempre hacía. Extraño. Muy extraño.

Entró en la sala de estar.

–¿Te diviertes? – preguntó Dal.

Estaba en el sofá, sentado, con los pies en el suelo y la espalda envarada.

Connie se cubrió los pechos con las manos y se dio la vuelta. Regresó corriendo al dormitorio.

Pete ya estaba de pie.

–Quédate aquí -dijo Connie-. Yo me encargo de esto.

Tomó violentamente un vestido de una de las perchas del armario, y se lo puso mientras volvía a salir corriendo al pasillo.

Dal seguía sentado en el sofá.

–Ni siquiera puedes esperar a que yo me haya ido -dijo.

–Yo… no te esperaba.

–¿Dónde creías que estaba, en casa de mi amiga?

–Dal, por favor.

–En nuestra cama.

–Es mi cama.

–Dios, deberíais haberos oído haciéndolo.

–Tú no deberías haber escuchado.

–Tú eres mi chica, Connie.

–Ya no.

–Siempre serás mi chica. Te quiero. Simplemente recuérdalo, cuando él te deje tirada. Lo hará, y tú lo sabes. Cuando se canse de ti, te dejará tirada. Conozco a esos tipos. Un Jaguar, una casa en la playa, buena presencia. Te doy una semana.

–Lárgate de aquí.

–Una semana, y volverás corriendo a mí, volverás suplicándome.

–Vuelve mañana al mediodía. Tus cosas estarán fuera de la puerta, esperándote.

–Vendrás suplicándome -dijo él de nuevo.

Luego se fue.

16

–De acuerdo, chicas, eso es todo.

Todd sacó su billetera y pagó a Tango con billetes de veinte dólares…, diez de ellos.

–¿A ti no te paga? – preguntó a Freya.

–Yo soy socia.

–Ah, ya.

–Tú ve delante, Todd. Yo llevaré a Tango a casa.

–Jamás se me ocurriría ponerme en el camino de un auténtico romance. Asegúrate de cerrar bien la puerta cuando salgas.

–Lo haré.

Cuando Todd se hubo ido, abandonaron la sala de control. Freya condujo a Tango de la mano. Entraron en una habitación al final del pasillo, y Freya encendió las luces.

–Eres tan hermosa… -dijo.

Adelantó una mano hacia los lazos de la chaquetilla de Tango.

–Ah-ah. No trabajo gratis, querida.

–¿Cuánto?

–Depende de lo que quieras.

Freya abrió su bolso. Sus manos temblaban cuando sacó la billetera. Contó lo que tenía. Para su decepción, encontró tan sólo un billete de diez dólares y tres de uno.

–Por eso, cariño, sólo podrás conseguir un par de meneos.

–Tengo…, tengo mucho más en casa. Creí que llevaba…

Tango sonrió.

–Eso está bien. Tú llévame a donde esté el dinero. De todos modos, esta vieja casa es demasiado inquietante para mi gusto.

–Te quiero aquí, Tango.

–Si no hay dinero, no hay jodienda.

Freya suspiró.

–Bien, vayamos a mi apartamento, entonces.

Abandonaron el dormitorio, y recorrieron el estrecho pasillo. Freya observó sus extrañas y débiles sombras en las paredes. Recordó cómo Tina había bailado y girado como si se sintiera fascinada por aquellas sombras. Oh, cómo le gustaría ver a Tango haciendo lo mismo… Si tan sólo hubiera traído más dinero consigo… Otra noche, quizá.

Bajaron la escalera. Ninguna de las dos habló. La madera crujió bajo su peso.

Cruzaron el vestíbulo.

Freya adelantó una mano hacia el pomo de la puerta.

No giró. Alarmada, miró a Tango.

–Déjame probar. – Tango forcejeó con el pomo-. Mierda, chica, ese jodido tipo nos ha encerrado.

–Hay una salida en la parte de atrás -dijo Freya.

–Mejor que la haya.

Abrió camino, encendiendo las luces a medida que avanzaban. Cruzaron un comedor con una enorme araña de bronce que colgaba sobre una gran mesa de caoba. Las lágrimas de cristal destellaban reflejadas en la cómoda. Freya hizo una pausa para admirarla. Algún día todo aquello le pertenecería.

–Sigue adelante -dijo Tango-. Quiero salir de aquí.

Freya empujó la puerta basculante de la cocina. Encendió la luz, y se detuvo tan bruscamente que Tango chocó contra ella.

Perdió el equilibrio hacia delante.

El hombre con el delantal blanco y el gorro de chef aferró el brazo de Freya y la arrojó hacia un lado.

–Quiero carne negra -dijo Schreck.

Dando una rápida media vuelta, Tango se lanzó hacia la puerta. No fue lo bastante rápida. El hombre la agarró por el pelo y tiró de ella hacia sí. Pasando un brazo en torno a su garganta, la alzó del suelo.

Tango se contorsionó y pateó. Los tacones de sus botas golpearon contra las espinillas de Schreck, pero no hicieron efecto. Las venas de su rostro empezaron a marcarse, y los ojos se le desorbitaron por la presión del brazo contra su garganta. Su debatirse, frenético al principio, fue haciéndose más débil.

Fue arrastrada hasta una encimera.

Freya se puso en pie, observando.

–Quédate fuera de cámara -murmuró Schreck.

Alzó a Tango y la depositó sobre la encimera.

Freya descubrió la cámara sobre un soporte giratorio cerca del techo. Todd no había hecho ningún intento de ocultarla. Debía de haberla instalado aquella tarde. Estaba directamente sobre la encimera donde Schreck había colocado a Tango.

–Corta los lazos-dijo Freya.

–Cállate.

–Vamos, hazlo.

–Vete -dijo Schreck.

–Quiero mirar.

–¿Quieres mirar? – Tomó un cuchillo de carnicero y lo agitó-. ¡Fuera! – rugió.

–Todd estará de acuerdo en que yo…

De pronto, Schreck sonrió.

–Ven aquí.

Freya sintió que se le erizaba la piel. Negó con la cabeza.

–¡Ven aquí! Quieres mirar.

–No. Esto…

–Ven aquí, o te mato.

Vaciló, preguntándose si no debería echar a correr. No se atrevió. Con lentos y vacilantes pasos, se acercó a Schreck.

Observó sus ojos. Eran húmedos y protuberantes. Algo así como arañas. Ponían la piel de gallina, causaban náuseas.

Él aferró su brazo.

–Mira-dijo.

Tango gimió.

Schreck dejó el cuchillo.

–Mira, pero no toques.

–Ayúdame -susurró Tango.

Schreck tomó otro cuchillo y un tenedor de trinchar.

El miedo de Freya se convirtió en excitación cuando él deslizó el cuchillo bajo los lazos y abrió la chaquetilla de Tango.

La mujer alzó la cabeza. Miró a Freya.

–Por favor…

–Baja la cabeza -dijo Schreck, y le hundió el cuchillo de trinchar en el ojo.

Freya se volvió hacia un lado. Se dobló sobre sí misma, vomitando. Antes de que terminara, Schreck la obligó a enderezarse de nuevo, agarrándola por el pelo.

–Querías mirar -explicó-. No quiero que te pierdas nada.

17