Y sobre cada temblorosa forma,
cae el telón, palio funeral,
con la acometida de una tormenta.
Y los ángeles, pálidos y tenues,
alzándose sin velos, afirman
que la obra es la tragedia Hombre,
y el héroe, el Gusano Conquistador.
EDGAR ALLAN POE
La casa de estilo Victoriano, curtida por la intemperie, arrojaba su sombra sobre el patio delantero lleno de malezas y el Trans Am de Ray.
–¿No sería estupendo? – dijo Tina-. Nunca he visto un fantasma.
–Esta puede ser tu gran oportunidad.
Ray tiró de la manija de la portezuela, pero vaciló y volvió a mirar por el parabrisas. Se mordió el labio inferior.
–¿Prefieres que no nos quedemos? – preguntó Tina-. Quiero decir, sólo porque Todd se ofreciera a permitirnos usarla, no estamos obligados a quedarnos. Podemos buscar algún otro lugar si quieres. Un motel o algo así.
–Creo que servirá-dijo Ray.
–Simplemente es vieja. Me dijo que no esperara demasiado. La compró para acondicionarla.
–¿Y cuándo piensa empezar?
Tina sonrió.
–Puede que sea maravillosa, una vez estemos dentro.
–No me gustan esos barrotes en las ventanas.
–Ha tenido unos cuantos problemas con los gamberros. Esto está tan aislado…
–Sólo espero que no se produzca un incendio. Un lugar viejo como éste ardería como papel. Y esos barrotes… No sé, Tina. Me da mala espina.
–Has visto demasiadas películas, ese es tu problema.
–¿De veras?
–Echemos al menos una mirada dentro.
–¿Por qué no?
Salieron del coche. En la sombra, la brisa del océano puso carne de gallina en la desnuda piel de Tina. Echó hacia delante el asiento trasero del coche, y rebuscó algo detrás.
–Deja la comida y las cosas hasta que hayamos echado una mirada.
–Estoy buscando mi blusa -dijo Tina.
La encontró metida detrás de la cesta de picnic que habían usado en la playa, y tiró de ella.
Ray hizo una mueca de disgusto mientras se la ponía.
Tina sonrió.
–No quiero que los fantasmas me vean en bikini -dijo.
–No hay nada peor que un fantasma lascivo.
Mientras ella se abrochaba la blusa, Ray metió una mano por la parte de atrás del sucinto pantaloncito de su bikini. La piel de Tina estaba húmeda aún del baño. Ella agradeció aquella mano cálida y seca.
Él empezó a retirarla.
–Ohhhh, sigue…
Ray le dio una palmada en el trasero.
–Tempís is fugitating. Echemos una mirada al interior, y luego vayámonos. Hay un buen trecho hasta el motel más cercano.
–Quizá después de todo te guste.
–Bueno, el precio no está nada mal. ¿Tienes la llave?
–Aquí.
Alzó su bolso del suelo del coche, y se lo colgó del hombro.
Cruzaron el patio lleno de maleza y subieron media docena de escalones hasta un porche cubierto que se extendía a lo largo de toda la parte frontal de la casa. Mientras rebuscaba en su bolso, Tina vio el pesado llamador de bronce de la puerta…; una calavera.
–Aquí tienes a tu Todd -dijo, sonriendo-. No es extraño que comprara el lugar. Es tan él.
Ray no pareció divertido.
–¿Qué crees que es Todd, un comecadáveres? – comentó.
–Realmente hay que reconocer que es apuesto.
–¿De veras?
Ella siguió buscando la llave, vuelta hacia la puerta para ocultar su sonrisa. Ray podía ser tan infantil a veces… Era divertido lanzarle el cebo de tanto en tanto, pero sabía también cuándo debía parar. Si iba demasiado lejos, él podía aplicar su tratamiento de silencio.
Encontró la llave.
–¿Listo?
–Como siempre.
La metió en la cerradura, y la hizo girar. El pestillo se descorrió con un clac. Empujó la puerta, gozando con el chirrido de sus goznes.
–Naturalmente, chirrían -murmuró Ray.
–Les echaremos un chorro de aerosol lubricante antes de irnos. Eso lo arreglará.
Aquello hizo sonreír a Ray.
«Todo está bien», pensó ella.
Entró en el vestíbulo sumido en la penumbra, captó con el rabillo del ojo a alguien a su lado, y se echó bruscamente hacia atrás. Colisionó con Ray.
Riendo, él la sujetó entre sus brazos.
–¿Quién es el nervioso ahora? – preguntó, y señaló con la cabeza hacia el espejo de la pared-. Mira que asustarte de tu propio reflejo…
Ella tiró del elástico de los bermudas de Ray y luego lo soltó.
–Bien por ti -dijo. Luego se apartó de él y miró a su alrededor-. El lugar es más bien deprimente -admitió.
Ray accionó un interruptor. La luz del techo se encendió.
–Al menos hay electricidad.
Tina avanzó hasta el pie de la escalera. Los peldaños eran estrechos y empinados. En un descansillo a medio camino, giraban a la derecha y desaparecían.
–El dormitorio debe de estar ahí arriba -dijo.
–Ve tú delante, yo esperaré aquí.
–Ja, ja, ja.
–¿Prefieres que abra yo camino?
–Por favor.
Él cerró la puerta de entrada, y empezó a subir la escalera delante de ella.
–Cuidado -advirtió-. Espejo al frente.
Ella tiró hacia abajo de sus bermudas.
–¡No lo hagas! – protestó Ray sujetándoselos a la altura de sus rodillas-. ¿Quieres que tropiece?
–Entonces no seas tan listo.
–Lo siento, lo siento-dijo él, volviendo a subirse los bermudas.
–Eres un tonto -dijo Tina.
–Gracias.
–Y un chiflado, creo.
En lo alto de la escalera, llegaron a un estrecho pasillo. Las dos únicas ventanas, una a cada extremo, estaban cubiertas por pesados cortinajes rojos.
–Encantador -dijo Tina.
–Tu amigo es un gran decorador.
Ray encontró un interruptor. Débiles bombillas cobraron vida en candelabros a lo largo de las paredes.
Probó una puerta. Estaba cerrada.
–Estupendo -murmuró.
–Espero que no sea el cuarto de baño.
Ray probó otra puerta al otro lado del pasillo, y miró a Tina cuando el pomo giró. Empujó la puerta y la abrió. La habitación estaba desnuda.
Tina se alzó de hombros.
–Tiene un gusto más bien austero en cuanto a muebles.
–Yo diría que sí.
Encontraron otras dos habitaciones completamente vacías, luego el cuarto de baño.
–Hemos tenido suerte -dijo Tina.
Entraron. Cuando vio la enorme bañera, Tina sonrió extasiada.
–Es magnífica.
–No hay ducha.
–¡Pero mira su tamaño! Incluso tiene patas. Debe de ser realmente antigua. ¡Muchacho, no puedo esperar!
–¡No pretenderás quedarte aquí!
–Miremos si hay algún dormitorio.
–Si no hay ningún dormitorio, ¿nos iremos?
–Entonces podremos irnos.
Salieron del cuarto de baño. Tina avanzó apresuradamente delante de Ray, y abrió la última puerta de la derecha.
–Voilá!
–Mierda -murmuró él.
Llegó hasta el final del pasillo, y miró dentro.
–Bien, no se puede decir que sea miserable, ¿verdad?
–No, está bien -admitió Ray.
Tina se quitó las sandalias con un par de golpes de talón, y caminó cruzando la suave blandura de la moqueta.
–En absoluto miserable.
Se subió a la enorme cama de matrimonio y caminó sobre el colchón, observando el amplio tocador, el armario, y su propia imagen en los grandes espejos de la pared.
Ray la contempló, dejando que una sonrisa aflorara lentamente en su rostro.
–Creo que esto nos irá estupendamente -dijo ella-. ¿No lo crees tú también?
–No está mal.
–Mejor que cualquier mugriento motel, ¿correcto?
–Correcto.
Se dejó caer, brazos y piernas abiertos, sobre el colchón. Sonriendo lánguidamente, se desabrochó la blusa.
–Quizá será mejor que vayamos a echar una mirada abajo -dijo Ray.
–¿Ahora mismo? – Quitándose la blusa, rodó boca abajo. Se apretó contra el suave edredón. Llevándose las manos a la espalda, se soltó la parte superior del bikini-. ¿En este preciso momento? – insistió, arrastrando las palabras.
Y sonrió al cálido contacto de las manos de Ray.
Tina se apartó del cálido cuerpo dormido de Ray. Se sentía reacia a abandonar la cama, pero la habitación estaba casi a oscuras, y tenía hambre. Ray probablemente se despertaría hambriento también. Sería bueno tener la cena caliente cuando se levantara.
Si había alguna forma de calentarla.
Saltó de la cama, tomó su blusa, y se dirigió silenciosamente hacia una de las ventanas. A través de la reja, miró al coche de Ray. Podía traer las bolsas de la comida, y dejar que el equipaje esperara.
De todos modos, sería mejor que subieran también pronto las maletas. Un denso y gris banco de niebla estaba avanzando desde la costa. Colgaba ya entre los árboles cercanos a la carretera. Cuando llegara allí, era probable que quisieran ponerse algo más de abrigo.
Se apartó de la ventana y miró a Ray. Seguía dormido, su bronceada espalda una mancha oscura contra las blancas sábanas. Se puso las sandalias. Con la blusa en la mano, se encaminó a la puerta.
Antes de salir al pasillo, miró hacia ambos lados. Se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y se llamó idiota. ¿Qué esperaba, por el amor de Dios, vehículos circulando?
Se dirigió hacia la escalera. Ray había dejado las luces encendidas. Las bombillas en forma de vela en los candelabros de las paredes arrojaban débiles sombras mientras caminaba por el pasillo, sombras dentro de sombras, superponiéndose y persiguiéndose las unas a las otras a lo largo de ambas paredes. Al observarlas agitó los brazos y dio vueltas sobre sí misma. Las sombras se volvieron locas. Pateó y giró, agitando alocadamente la blusa por encima de su cabeza.
Un sonido bajo, como un lamento, la inmovilizó de pronto. Se mantuvo quieta cerca de la escalera, escuchando.
El sonido, reflexionó, había procedido de detrás de la puerta…, la primera puerta junto a la escalera, aquella que habían encontrado cerrada.
Sintiéndose bruscamente tímida y vulnerable, se puso la blusa. La abrochó, con los ojos fijos en la puerta.
Su mano se cerró en el pomo.
¿Y si ahora no estaba cerrada?, pensó.
Apartó la mano.
Retrocedió, observando la puerta, y sintiendo que algo aferraba su estómago, casi como si esperara que la hoja se abriera de golpe. Luego se dio la vuelta y echó a correr hacia el dormitorio.
–¿Ray? – llamó en la oscuridad. Su mano tanteó la pared en busca de un interruptor-. ¡Ray!
–¿Eh?
Lo encontró, y una brillante luz brotó encima de la cama. Ray se sentó, parpadeando.
–¿Qué demonios estás haciendo? – preguntó.
–Salgamos de aquí.
–Creí que…
–He oído algo.
Él apartó las sábanas, se sentó al borde de la cama, y recogió sus bermudas del suelo.
–¿Qué has oído?
–Sonaba como un lamento.
–¡Jesús!
–Puede haber sido mi imaginación, supongo.
–Pero ¿y si no lo fuera?
–Lo sé.
Rebuscando entre las sábanas, encontró su bikini. Se puso rápidamente el brevísimo slip, metió la parte superior en su bolso, y se apresuró detrás de Ray.
Él se detuvo en el umbral.
–¿Dónde lo has oído?
–Al final del pasillo. Junto a la escalera. Creo que salió de la habitación que tenía la puerta cerrada.
–¡Cristo, eso significa que vamos a tener que pasar por delante!
–Quizá no sea nada.
–Vamos a ir corriendo. Correremos todo el pasillo, y luego escalera abajo, y luego fuera de la casa. – Tomó las llaves de su coche del pequeño bolsillo lateral de sus bermudas-. ¿Preparada?
–Creo que sí.
–De acuerdo entonces. ¡Adelante!
Corrió delante de ella por el pasillo. Tina corrió tras sus talones, intentando no quedarse atrás, pero Ray estaba ya a una docena de pasos por delante de ella cuando la puerta junto a la escalera se abrió de golpe.
Un hombre surgió, su negra capa ondulando, sus colmillos desnudos.
Connie asintió. Recordaba el Elsinor. Había ido muchas veces a él, antes de que cerrara. Era un viejo lugar, edificado hacía mucho tiempo, en los días en que los cines no parecían salas de conferencias…, largos, bajos y desérticos, cinco o seis en un mismo edificio. El interior de éste tenía paredes cubiertas de hiedra, y almenas y torres, como un castillo, y un alto techo azul salpicado de estrellas. Había sido bien bautizado. El Elsinor, el castillo de Hamlet.
–¿Puedo ir contigo? – preguntó.
–Si quieres… -dijo Dal-. Pero no es el tipo de película que te guste, de todos modos. Tengo entendido que es horriblemente sangrienta.
:-Bueno… -«Quiere ir solo», pensó. Se obligó a sonreír-. Es probable que tengas razón. Ve tú.
–¿Estás segura?
«Desea dejarlo bien claro. Debe de remorderle la conciencia, aunque no lo suficiente como para que importe.»
–Sí -dijo-. Estoy segura. De todos modos, esta noche quería lavarme el pelo.
–Bueno, está bien-dijo él, reluctante.
–¿Cuánto vas a estar fuera?
–Supongo que volveré a medianoche. Es una sesión doble.
La besó rápidamente, y ella captó el olor de la colonia que le había regalado por su cumpleaños.
–Vas a ser el tipo que mejor huela del cine -le dijo.
Por un instante, él pareció confuso.
–Ah, eso.
–¿Me traerás unos caramelos?
–Desde luego.
–De menta.
–De acuerdo, si tienen. Te veré luego.
–Diviértete. Y no te asustes demasiado.
–¿Yo?
Parpadeó, y se fue.
Connie se quedó junto a la puerta, decepcionada y preguntándose qué iba a hacer. Parecía extraño, tener que pasar la velada sola. Extraño y triste, casi como en la época anterior a Dal.
De lo cual no hada mucho tiempo, realmente. Hacía tan sólo seis meses que se habían conocido, y se habían ido a vivir juntos dos meses después de eso. Habían estado juntos casi todas las noches desde entonces.
Bueno, también se merecía una noche para ella sola. No debería importarle. Era saludable estar a solas algunas veces.
Él estaba rodeado de gente todo el día, en el trabajo. Obligado a ser educado con todo el mundo, incluidos esos asquerosos que iban a la tienda de tanto en tanto…, esos asquerosos, le decía a ella con los labios apretados, y los ojos entrecerrados por la irritación.
Connie no tenía que sufrir nada de eso. Sola en su apartamento todo el día con la máquina de escribir, sólo se encontraba a los asquerosos que ella misma se inventaba. Luchaba despiadadamente con ellos, y gozaba con esa lucha. Cuando llegaban las tres, sin embargo, estaba agotada. Las siguientes tres horas las pasaba en una solitaria espera.
Espera de ver el rostro de otro ser humano, el único rostro que importaba ya en su vida.
Fue al dormitorio, y empezó a desvestirse para tomar un baño.
«Paso mis días en solitario -pensó-, mientras que Dal los pasa entre una enloquecedora multitud. Por la noche, cada uno de nosotros necesita una cura distinta. No debería reprocharle el que desee un poco de tiempo para sí mismo. No debería sentirme rechazada… Pero me siento rechazada.»
Su bata de satén era suave sobre su piel desnuda. Se ató el cinturón y se dirigió al cuarto de baño. Mientras se llenaba la bañera, dejó que la bata cayera. Se metió en el agua. Ésta rodeó sus tobillos, casi demasiado caliente. Al primer momento, cuando se sentó, sintió un hormigueo en la piel.
La bañera estaba llena. Cerró los grifos. Con un suspiro, se echó hacia atrás. El agua ascendió sobre ella, caliente y relajante, hasta que tan sólo su rostro y sus rodillas quedaron por encima de la superficie.
«Esto no está tan mal», pensó.
Cerró los ojos.
Mejor que estar sentada en un repleto y sofocante cine. Mucho mejor.
Dal condujo más allá del Palacio Encantado, y siguió conduciendo. El volante resbalaba un poco en sus sudorosas manos. Los sobacos de su camisa estaban empapados.
¡Bueno, maldita sea, ella bien valía sudar un poco! Jamás había conocido a una mujer a la que deseara tanto.
Desde que la había visto entrar en Lañe Brothers aquella tarde, Dal no había podido apartar sus ojos de ella. Avanzó hacia él, con una sedosa falda plisada acariciando sus piernas, los pechos obviamente Ubres bajo la suelta chaqueta de velludillo, agitándose apenas cuando se movía. Su exuberante cabello castaño le caía sobre los hombros, rozando los lados de un rostro tan impresionante que Dal sintió una punzada de dolor.
Se detuvo ante él. Él se quedó mirando fijamente sus verdes y claros ojos.
–¿Puedo ayudarla en algo? – preguntó.
–Sí. – Ella hizo una pausa, como dejándole saborear el líquido susurro de su voz-. Quiero una colonia para hombre.
–¿Algo en particular?
–La quiero masculina, pero sutil.
Él asintió.
–¿Quiere venir por aquí?
Avanzando de lado hacia el mostrador, dejó que sus ojos resbalaran hasta las manos de la mujer. No llevaba anillo de casada.
–Tenemos un nuevo aroma llamado Ram -le dijo-. Es muy popular.
–Me gusta el que usted lleva.
Él sonrió, y la sangre afloró a su rostro.
–¿Mi colonia?
–Sí.
–Es… -Carraspeó-. Se llama Rawhide. Es nueva, de…
–Déjeme -dijo ella.
Rozándole ligeramente el pecho con los dedos, se inclinó hacia él. Su rostro se acercó al cuello del hombre. Dal notó su respiración.
–Sí-decidió-. Eso es precisamente lo que quiero.
Dal se humedeció los resecos labios.
–¿Alguna otra cosa?
–Sí.
Los labios de la mujer rozaron su cuello, y susurró:
–A usted.
Pensando en todo aquello mientras conducía hacia la casa de ella, Dal apenas podía creer que hubiera ocurrido. Era casi como un sueño.
«Suerte que no me desmayé», pensó. Se echó a reír nerviosamente.
Durante todo el día había estado reviviendo aquellos momentos con ella, los había analizado, preguntándose de tanto en tanto si no sería tan sólo un juego cruel. Pero ¿quién idearía algo como aquello? Tenía que ser real. ¡Tenía que serlo!
«Por favor, Dios mío, haz que sea real.»
Esperando en un semáforo, sacó su billetero y encontró el trozo de papel: Elizabeth Lassin, Altina, 522. Volvió a guardarlo.
La calle Altina se hallaba a medio camino subiendo una boscosa colina en los Highland Estates, un área rica al norte de la ciudad, un área que estaba completamente fuera de su alcance financiero.
Pero no necesariamente fuera del de Connie. Si su próxima novela histórica de aventuras románticas («violaciones épicas» las llamaba ella) se vendía como las anteriores, podía empezar a considerar aquella zona como un lugar para vivir.
Dal había planeado seguir con ella…, casarse con ella, si era necesario.
Hasta hoy.
Hasta Elizabeth. Por ella, abandonaría a Connie de buen grado. Dios, ¿qué no abandonaría por ella?
Incluso por una noche con ella.
¡Incluso por una hora!
Encontró la dirección, y giró por un largo camino privado circular. Mientras conducía hacia el iluminado porche, echó una ojeada a la casa. Tenía el aspecto de una mansión colonial sureña; un poco más pequeña quizá, pero pese a todo elegante. Una casa que encajaba con una mujer como Elizabeth.
Estacionó el coche. Salió. Caminó hacia la puerta. Adelantó una mano hacia el iluminado botón del timbre.
Y se detuvo.
«Apuesto a que ella no vive aquí -pensó-. Me dio la dirección como una broma. Dejemos que el tipo se ponga nervioso, juguemos un poco con él., y luego, montones de risas.»
¡Maldita sea! Si le había hecho algo así…
Pulsó el timbre.
Sonó.
«Dios, ¡probablemente esta es su casa!»
Se frotó las sudorosas manos en las perneras del pantalón.
«Sin duda se ha reído de mí.»
«Cristo, ¿y por qué no le he traído nada? ¿Flores, una botella de vino…?»
«Porque soy un lelo.»
«Oh, mierda, ¿por qué no pensé…?»
La puerta se abrió, y ella apareció en el débilmente iluminado vestíbulo, sus pies desnudos sobre el suelo de mármol, su cuerpo envuelto en un traje blanco de gasa que la arropaba como un tenue velo, y que la suave brisa haría ondular contra su piel. Sus labios estaban húmedos y ligeramente entreabiertos; sus ojos con un brillo intenso, casi ansioso.
–Bésame -dijo.
«Estoy soñando», pensó Dal, y cruzó el umbral.
Era un poco lapa para el gusto de Pete, pero se lo permitía. Si una chica se te pega, es que tiene alguna razón. Simplemente, está un poco más asustada que otras ante la posibilidad de quedarse atrás.
En la taquilla, compró dos entradas a una quinceañera con el pelo negro y lacio y el rostro maquillado de blanco. «Se supone que debe parecer una vampira», imaginó. Llevaba una camiseta negra con la leyenda: CUIDADO CON SCHRECK.
–¿Tu peluquero? – preguntó Pete.
La chica se echó a reír.
–Es una peluca, y pica como un demonio.
Pete siguió adelante. Entregó las entradas a un hombre gordo que llevaba unos pantalones y una camiseta manchados de rojo, y la cabeza enfundada en una media de nailon. Su rostro, pálido y extrañamente desdibujado, resultaba lo bastante grotesco como para hacer que Pete se sintiera intranquilo.
Brit le apretó el brazo.
–Te ha asustado, ¿eh?
–Se parece a alguien que conozco.
–¿Ah, sí?
Pete asintió, y deseó no haber mencionado aquello.
–¿Qué te parecen unas palomitas de maíz o unos caramelos o algo así? – le preguntó para disimular-. Eres toda piel y huesos.
Ella se reclinó contra él, presionando de nuevo con aquel pecho.
–¿Las prefieres llenitas?
–Llenitas y jugosas. Yo tomaré unas palomitas y una Pepsi. ¿Y tú?
–Un perrito caliente.
Pete se echó a reír.
–¿Lo dices en serio?
–Un llenito y jugoso perrito caliente. – Se lamió los labios-. Ya casi puedo sentir su sabor.
Compró las cosas a otra chica pálida con la camiseta de Schreck.
La sala estaba débilmente iluminada.
–Oye, parece un castillo -dijo Brit.
–El Palacio Encantado.
–Es delicioso.
–¿Dónde quieres sentarte? – preguntó Pete.
–Un poco más adelante, creo.
–¿Te va la fila después del pasillo? Me gusta poder estirar las piernas. – Se puso a hablar a lo W. C. Fields-: Hazles la zancadilla a esos pequeños bastardos mientras tantean en la oscuridad.
–¡Eres terrible!
Riendo, le sacudió el brazo.
–No me lo arranques.
–Oh, vamos.
Tiró de él hacia un asiento.
Se dejó llevar, divertido pero irritado. Si seguía saliendo con ella después de esta noche, tendría que dejar bien sentadas algunas cosas. Por ahora, de todos modos, no diría nada, a menos que ella se pusiera realmente insoportable. Tirar de él como si tirase de un perro por la correa casi podía calificarse de insoportable, pero se contuvo.
–¿Estamos bien aquí? – preguntó ella, una vez se hubieron acomodado.
–Perfecto.
La chica desenvolvió su perrito caliente.
–Ahora cuéntame. ¿A quién te ha recordado ese hombre gordo?
–Me ha recordado al pájaro. Al pájaro negro, y a una hermosa dama, y…
–De acuerdo, hediondo Bogart.
Las luces se apagaron, salvando a Pete de tener que dar una respuesta.
En la pantalla apareció un bosque envuelto en la niebla. Un terrible grito rompió el silencio del cine. Algo se movió entre los árboles. Lentamente, la imprecisa figura del nombre apareció. Cojeaba por entre la niebla.
El hombre gordo que recogía las entradas.
Llevaba los mismos pantalones tostados, la misma camiseta sin mangas. Estaban asimismo manchados de sangre. En su mano derecha sostenía una hachuela, de la que goteaban cuajarones. Una media de nailon distorsionaba su rostro.
–Buenas noches -dijo-. Bienvenidos al Palacio Encantado.
–Qué original-susurró Brit.
–Soy su anfitrión, Bruno Sangre.
Risas entre el público.
–Cada noche, les ofreceré a ustedes un festín de horribles delicias, historias de horror que les harán encogerse y gritar. Podrán ver todo lo mejor dentro de la diversión más espeluznante. No solamente las últimas joyas del morbo satánico, sino también los grandes clásicos del pasado.
»En próximas semanas, les ofreceré platos tales como Halloween, Freaks, Las colinas tienen ojos, La matanza de Texas y La noche de los muertos vivientes.
Silbidos y aplausos dieron la bienvenida a aquel anuncio. Alzó su hachuela reclamando silencio, como si previera la reacción del público.
–¡Y más! – aulló. Con voz suave y amenazadora, prosiguió-: Como complemento, un plato especial, disponible tan sólo en el Palacio Encantado. Una especialidad. Cada noche, además de los filmes normales, podrán presenciar ustedes los perversos y diabólieos logros de Otto Schreck, el loco… Cada semana, una nueva y distinta depravación.
El público rugió con gritos, silbidos y aplausos. Un montón de clientes fijos, imaginó Pete.
–Ese Schreck debe de ser todo un tipo -susurró Brit en su oído.
Pete se alzó de hombros.
–Y ahora -dijo Bruno-, prepárense para la función de esta noche. Apóyense bien en el respaldo de sus asientos, tomen la mano de su amigo o amiga, y… -Sonrió-. No miren para ver quién está sentado detrás de ustedes.
El público se volvió loco de entusiasmo mientras Bruno se daba la vuelta y, cojeando lentamente, se alejaba hasta desaparecer entre la niebla.
La pantalla quedó vacía.
–¿Primero viene lo de Schreck? – preguntó una chica detrás de Pete.
–Está en medio -susurró un muchacho-. Perderéis vuestras cabezas primero, luego Schreck, y luego Reptantes de la noche.
–¿Tres películas?
–Lo de Schreck es corto. Diez o quince minutos. De todos modos, tú espera y verás. Va a ser algo fabuloso.
La primera película empezó. Brit tiró el papel de su perrito caliente al suelo, sonrió a Pete, y se apretó contra su muslo.
La habitación estaba a oscuras, excepto por las luces de la piscina de atrás.
–¿No es maravilloso? – dijo ella-. Luego iremos a nadar, si quieres.
Él la observó mientras cruzaba la moqueta y abría las puertas correderas de cristal. La brisa entró en la habitación, agitando el vaporoso traje de la mujer. Las luces de la piscina lo atravesaban, haciéndolo casi transparente. Incapaz de respirar, Dal contempló el oscuro y esbelto contorno de sus piernas y nalgas.
–Eres hermosa -susurró.
Ella le miró por encima del hombro, volviéndose ligeramente, sus pechos visibles a través del tenue velo del tejido.
–Ven aquí -dijo.
Avanzó hacia ella.
Elizabeth se volvió por completo hacia él.
–No te muevas-dijo.
Lentamente, sus dedos desabrocharon los botones de su camisa. Sus manos se deslizaron dentro, acariciando ligeramente su pecho.
Le quitó la camisa. Le acarició el pecho con la boca, besando, lamiéndole los pezones, mientras con las manos le desabrochaba el pantalón. Cuando lo hubo soltado, exploró en su interior.
Dal gimió ante el frío contacto.
–Eres tan grande… -dijo Elizabeth-. Tan grande y duro…
Se arrodilló, haciendo que los pantalones se deslizaran hacia abajo, a lo largo de las piernas del hombre. Con la lengua lamió la parte inferior de su verga.
A Dal aquel contacto le hizo dar un respingo.
Retrocedió.
–¿Qué ocurre? – preguntó ella.
–Nada -jadeó-. Nada Sólo que… es demasiado. No quiero…, al menos no tan rápido.
–Habrá mucho más -dijo ella.
Adelantándose un poco, aferró las nalgas del hombre. Lo atrajo hacia sí, y lamió, y chupó, haciéndole penetrar muy profundamente en su boca.
Connie, sola en su apartamento, se sentía inquieta. Después de bañarse, se lavó el pelo y se puso rulos. Aquello iba a llevarle algo más de una hora.
Calentó un poco de café, lo llevó a la sala de estar, e intentó leer. Aunque sus ojos recorrían las palabras, su mente seguía vagando hacia otros lugares.
Hacia Dal.
Se sentía engañada por haber sido dejada sola de aquella manera. Especialmente la noche del viernes.
Desde los tiempos de la escuela superior, las noches de los viernes habían sido siempre un tiempo de citas y diversión, de juegos, de fútbol, de bailes en el gimnasio, fiestas, bolos, cine, o simplemente haraganear con los amigos pasando un rato agradable. Las noches de los viernes traían consigo una terrible urgencia de libertad después de una semana de confinamiento, una necesidad de salir y hacer algo.
«Y aquí estoy», pensó.
«Sola en casa, con el pelo lleno de rulos…; encerrada aquí la noche del viernes sin nada que hacer excepto lamentarme de mi inútil destino.»
Nunca permitiría que Sandra Dane se encontrara en tan miserable situación. Sandra Dane, la hermosa dueña de la plantación El Roble Blanco, con su pelo color ala de cuervo, no se quedaría allí sentada, quejándose. Saldría corriendo a los establos, montaría en su garañón, y cabalgaría alocadamente por el campo a la luz de la luna, a pelo, con el viento azotando su rostro.
Y no tendría la cabeza llena de rulos.
Connie se levantó del sofá. Quitándose la bata, se dirigió al dormitorio.
«¿Dónde voy a ir? – se preguntó-. Puesto que no tengo ningún garañón…»
Un buen paseo.
Abrió el armario, y sacó su chandal azul.
El Siete-Once está abierto toda la noche.
Se puso los pantalones. Eran blandos y cómodos.
«Está muy lejos -pensó-, pero está en Pico. Un bulevar tan transitado como Pico no será peligroso, ni siquiera de noche.»
Se puso la chaqueta del chandal, subió la cremallera hasta media altura, y se contempló en el espejo.
«Así es como lo llevaría Sandra Dane -pensó-. Pero Sandra, por supuesto, es proclive a la violación.»
Proclive a la violación. Mierda. Aquello no era nada divertido.
Al inclinarse para atarse los zapatos, vio que su chaqueta se combaba, revelando todo su pecho izquierdo.
No.
Se subió la cremallera hasta la garganta, y se dirigió a la puerta. Con el bolso colgando del hombro, salió.
Desde el porche cubierto que unía toda la planta, vio que alguien en los bajos estaba celebrando una fiesta. Todos los demás apartamentos estaban a oscuras.
La gente había salido a divertirse.
Mientras trotaba escalera abajo, se alzó la capucha del chandal para ocultar los rulos.
Una buena forma de pasar el viernes por la noche, pensó.
Hubiera debido ir con Dal, quisiera él o no.
Elizabeth se inclinó sobre la cama y apartó el cobertor. Se tendió sobre las blancas sábanas, brazos y piernas abiertos.
–Esta vez quiero mirarte -dijo.
Uno de sus brazos hizo algo en la cabecera de la cama. Directamente encima se encendió una luz…, un foco como los que Dal había visto en las piscinas. Aunque dejaba el resto de la habitación en sombras, arrojaba una suave luz sobre la cama, y sobre Elizabeth.
Dal trepó al extremo de la cama. Se arrastró lentamente, deslizando las manos por la suave lisura de las abiertas piernas de la mujer, mientras la miraba. Sus solemnes e intensos ojos, la dolorosa belleza de su rostro. Su esbelto cuello, y el hueco sobre el arco de las tensas clavículas. Sus pechos, tan llenos cuando estaba de pie, aplastados ahora contra su cuerpo, por la gravedad y por tener los brazos abiertos. Los pezones tenían un color marrón oscuro. Apretó con los dedos la firme piel. Elizabeth se agitó. Dal deslizó los dedos por la firmeza de sus pechos, descendió por las costillas, y los detuvo sobre un pálido reborde de la piel.
Una cicatriz.
Unos quince centímetros de largo, cruzando diagonalmente el vientre.
Dal la acarició suavemente con los dedos.
–¿Una operación? – preguntó.
–Sin los beneficios de un cirujano -dijo ella.
–¿Qué quieres decir?
–Mi marido, bendito sea su corazón, me rajó con un cuchillo de trinchar.
–Dios mío -susurró Dal.
–Creyó que le era infiel. – Dobló las manos detrás de la cabeza y miró al techo, frunciendo el ceño-. Era un hombre tan celoso… Era bastante mayor que yo, e increíblemente rico, así que llegó a la conclusión de que yo sólo me había casado con él por su dinero. Lo cual no era en absoluto cierto. Le amaba, realmente le amaba, pese a que hizo de mi vida algo insoportable.
»Cuanto más intentaba convencerle de que le quería, más seguro estaba él de mi infidelidad. Me seguía, me vigilaba. Veía pruebas de mi engaño en todas partes, en todo lo que yo hacía. En un momento determinado contrató a un detective privado; luego acusó al detective de haber tenido una aventura conmigo.
–Debió de ser horrible -dijo Dal.
–No fue agradable. Me pegaba constantemente. Con los puños, con su cinturón. Su látigo favorito era un alargador eléctrico.
–¿Por qué no lo abandonaste?
–Le amaba. Siempre creí que algún día, de alguna forma, llegaría finalmente a darse cuenta de que no había ninguna razón para sus celos. Pero las cosas no terminaron así.
Se alzó apoyándose sobre un codo, y miró a la oscuridad.
–Una noche intentó matarme. Era nuestro sexto aniversario de boda. Yo había dado el día libre al ama de llaves, a fin de que pudiéramos estar solos. Le esperaba en casa a las siete. Era abogado, y de los famosos, como puedes ver por todo esto.
»Debían de ser las seis, cuando me di cuenta de que no teníamos champaña. Así que me puse una ropa de estar por casa, y conduje hasta Vendóme. Por el camino, vi una ambulancia por el retrovisor. Me salí de la carretera para dejarla pasar. El arcén no estaba en muy buenas condiciones, y creo que fue allí donde se me clavó el clavo.
»Conduje hasta Vendóme, y compré el champaña. Pero cuando regresé al aparcamiento mi rueda delantera derecha estaba deshinchada.
»Uno de los empleados la cambió por mí. Sin embargo, cuando llegué de vuelta a casa, Herbert estaba ya en ella, aguardándome furioso.
»Allí estábamos los dos, en nuestro aniversario; yo sólo había salido a comprar algo que a él le gustaba, y él tuvo la osadía de acusarme de adulterio.
»-¿Con quién has estado jodiendo hasta ahora? – dijo.
»Aquello fue demasiado. Dejé caer las botellas de champaña, y se hicieron añicos contra el suelo. Herbert me abofeteó y siguió chillando:
»-¿Con quién? ¿Con quién estabas jodiendo?
»-No sé su nombre -le respondí-. Pero era joven y guapo, y jodia como un caballo.
»Herbert se dio la vuelta. Supe que le había hecho daño, y me alegré de ello. Había ido ya demasiado lejos. Entonces le oí llorar. Estábamos en la cocina, y él sollozaba como si se le hubiera roto el corazón. Me acerqué. Estaba de espaldas a mí. Le puse las manos sobre los hombros. Antes de que pudiera decir una palabra, él se volvió en redondo y me clavó el cuchillo.
Dal vio que los ojos de Elizabeth descendían hasta la herida de su vientre; siguió mirando allí mientras hablaba.
–Corrí. Me persiguió escalera arrriba con aquel cuchillo. Pero teníamos cuadros en las paredes. Cuadros enmarcados. Cuando llegué arriba, descolgué uno y se lo tiré. La esquina del marco le golpeó en pleno rostro, y cayó escalera abajo.
»Fui hacia él, pero no se movió. Se quedó tendido allí, mirándome. La caída… Se había roto el cuello.
–¿Murió? – preguntó Dal.
Adelantando las manos, ella lo aferró, y lo guió hacia la suave humedad de entre sus piernas.
–No hables. Jódeme. Jódeme ahora. Méteme tu verga, y jódeme hasta que grite.
Connie disfrutó del largo paseo hasta el Siete-Once. Era agradable estar al aire libre en medio de la noche, caminando enérgicamente, a veces demorando el paso para mirar el escaparate de alguna tienda cerrada. En ocasiones llegó a olvidar a Dal, olvidó que la había abandonado por un par de películas de terror.
En el Siete-Once, se detuvo ante el expositor de libros de bolsillo. Lo hizo girar, mirando las portadas, hasta que descubrió Furor berebere…, «un sensual relato de pasión en alta mar». Echó hacia delante el ejemplar, y vio que solamente quedaba otro detrás. Sólo dos. La semana pasada había cuatro.
No estaba mal, no estaba mal.
Alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Se dio la vuelta.
–Oh, lo siento -dijo el muchacho.
Exhibía una amistosa sonrisa y un pálido, casi invisible bigote.
–No se preocupe -dijo Connie.
–Pensé que era otra persona.
–No, sólo soy yo.
Él se echó a reír.
–De espaldas se parecía usted a… Bueno, creí que era una vieja amiga mía.
–Lo siento -dijo Connie.
El muchacho se alzó de hombros.
Connie se volvió de nuevo al expositor de libros y, durante un minuto, examinó los libros de bolsillo. Cuando miró otra vez a su alrededor, el muchacho estaba de pie al final de una cola, con un cartón de seis cervezas bajo el brazo.
«Debe de ser mayor de lo que aparenta», pensó.
Estaba aún en la cola cuando Connie abandonó la tienda. Cruzó la calle y miró hacia atrás. Una chica con pantalones cortos y un jersey sin tirantes salió, con una bolsa en la mano.
Connie se alejó.
¿Había intentado el muchacho ligar con ella?, se preguntó. Si era así, no había sido muy insistente.
«Tenías que haber probado un poco más, chico.»
Esta noche se hubiera sentido bien dispuesta. Así le hubiera devuelto la pelota a Dal.
Siguió caminando. Alejándose más y más del apartamento. Sin ningún destino en mente, hasta que recordó la tienda de licores cerca de Safeway. Podía pararse allí, ver si les quedaba todavía algún ejemplar de su libro.
Caminó durante varias manzanas. Finalmente, llegó a la tienda de licores. Pero no entró. Se quedó en la acera, mirando al otro lado del cruce, a la iluminada marquesina de un cine en la siguiente manzana.
El Palacio Encantado.
Dal empujó y empujó, agitándose dentro de ella. Elizabeth se contorsionaba alocadamente debajo de él, jadeando, alentando sus embestidas, clavando los dedos en su espalda. Sus sudorosos cuerpos chasqueaban rítmicamente.
Rodaron, y ella estuvo encima. Él aferró sus pechos, los estrujó y los sobó. El rostro de Elizabeth estaba sudoroso y contorsionado sobre él. Se retorcía como si intentara clavar aquella lanza aún más profundamente dentro de ella, empalarse, darle más cabida en su prieta vaina.
Connie contempló los anuncios de las películas, las siniestras fotos a color sobre ellos. La chica en la taquilla estaba leyendo un periódico.
«Efectivo, eso de vestirla de vampira», pensó Connie.
Miró el cartel con los horarios.
¿Una sesión triple?
No, la película central, Schreck el vampiro, era un corto.
Miró su reloj de pulsera.
Schreck el vampiro iba a empezar pronto.
¿Se sorprendería Dal si ella entraba y se sentaba silenciosamente a su lado?
Puede que no le gustara, de todos modos.
¿Y si no estaba solo, si lo encontraba sentado rodeando con su brazo a una chica…?
No. El no haría eso.
Pero el temor fue suficiente para impedirle entrar.
Miró de nuevo el horario. Reptantes de la noche venía a continuación, después de esa cosa del vampiro. Luego de nuevo Perderéis vuestras cabezas, a las 11.20.
«Démosle cinco minutos para conducir de vuelta a casa.»
Así que podía esperarle de regreso a las 11.25 o así. Mientras se alejaba, se preguntó si él se estaría acordando de ella en aquel momento.
–¿Vamos a nadar un poco? – preguntó Elizabeth.
–Eso sería estupendo. Pero creo que primero voy a ir al cuarto de baño.
Elizabeth sonrió de una forma extraña. Se sentó en la cama, y señaló a las sombras al otro lado de la habitación.
–¿Ves esa puerta?
–Creo que sí.
–Está al otro lado.
Dal saltó de la cama. Cruzó la gruesa y suave moqueta hacia la mancha de oscuridad más profunda que el resto de las sombras.
–Cuidado, no tropieces -dijo Elizabeth.
La miró por encima del hombro. La cama y Elizabeth estaban más cerca de lo que había esperado, tan iluminadas y nítidas a la luz de la lámpara de encima que podía ver las marcas rojas que su boca había dejado en la piel de ella.
–Intentaré no hacerlo -dijo.
Cruzó la puerta, que estaba abierta, tropezó con una forma oscura, y retrocedió tambaleándose.
–¿Qué demonios?
–Espera, déjame guiarte el camino.
Elizabeth saltó de la cama. Se apresuró al lado de Dal, le dio una palmada en la nalga, y pasó junto a él. Inclinándose junto a la puerta, accionó algo.
Luego se volvió a las brillantes luces fluorescentes del cuarto de baño.
–¡Jesús! – jadeó Dal.
El marchito y calvo hombre en la silla de ruedas parpadeó.
Elizabeth sonrió.
–Dal, quiero presentarte a mi marido, Herbert. Le gusta mirar. Sé cuánto disfruta haciéndolo. – Palmeó la mejilla del viejo. La palmeó fuertemente-. Disfrutas mirándonos, ¿verdad, Herbert?
El suelo del sótano está cubierto de huesos. Pequeños, frágiles huesos de roedores. Otros huesos mayores. De perros y gatos. De seres humanos.
En un oscuro rincón del sótano, una caja torácica humana se estremece. Una rata, dentro de ella, trepa por la espina dorsal. Se acurruca bajo las clavículas, hace una pausa, luego sigue subiendo por el cuello y se encarama en la pálida y colgante mandíbula.
La mandíbula se suelta y cae. La rata también. Inicia de nuevo su camino hacia el cráneo, pero se detiene y alza la cabeza ante el débil y zumbante sonido de un motor.
El motor calla de pronto.
Frente a la casa, una mujer sube los escalones del porche. Es joven y hermosa, con el rubio cabello agitado por el viento, y las piernas desnudas bajo los faldones de una blusa a cuadros.
Un hombre delgado de pelo oscuro la sigue escalones arriba.
Sonriendo, la mujer busca en su bolso y saca una llave.
–¿Listo?
Abre la puerta, entra, y retrocede contra el hombre. Él la abraza, riendo.
–¿Quién es el que está caliente ahora? – pregunta.
Ella da un tirón al elástico de los bermudas de él.
–¿Tú no?
La mujer se vuelve hacia la escalera.
–El dormitorio debe de estar ahí arriba.
Sigue al hombre escalera arriba. Mientras suben, ella le baja de pronto los bermudas. Caen de sus pálidas nalgas.
–¡No lo hagas! – Los sujeta-. ¿Quieres que tropiece?
–Entonces no seas tan terriblemente apuesto.
–Lo siento, Mary.
Se sube los bermudas, y sigue escalera arriba.
–Bonito culo -dice ella.
–Gracias.
Al final del pasillo de arriba, ella abre una puerta.
–Voilá!
Él se apresura a reunirse con ella.
–Bien, no se puede decir que sea miserable, ¿verdad?
–No, está bien -dice él.
Dejando sus sandalias en la moqueta, ella dice:
–En absoluto miserable. – Y salta sobre la cama. Da unos pasos sobre el colchón, las manos en las caderas, dándose la vuelta para contemplar la habitación-. Creo que esto nos irá estupendamente. ¿No lo crees tú también?
El hombre sonríe.
Mary se deja caer de espaldas, rebotando ligeramente cuando golpea el colchón. Con una sonrisa seductora, se abre la blusa.
El hombre avanza hacia ella.
Una vez quitada la blusa, ella se vuelve boca abajo en la cama y se desabrocha la parte superior del bikini.
El hombre se inclina sobre ella. Le acaricia la espalda. Le da un beso entre los omoplatos.
En el sótano, goterones de cera negra caen de las manos de la estatua. Las velas están casi consumidas. Sus llamas oscilan y se alargan, como luchando para no morir.
La rata se acurruca junto al ataúd, mordisqueando un trozo de carne cruda.
Unos dedos se engarrian en el borde de la tapa del ataúd, la alzan, y la deslizan hacia un lado.
La rata se inmoviliza ante el ruido del roce de la madera.
Una mano la agarra del suelo. La rata chilla mientras Schreck, sentándose en el ataúd, la alza hasta su rostro.
–La sangre es la vida -susurra.
Arranca la cabeza de la rata de un mordisco, y la escupe. Alza el cuerpo de la rata por encima de él, como una botella de vino, y la sangre salpica su rostro, cayendo en su boca abierta, trazando oscuros hilillos que bajan por sus mejillas y mentón.
En el oscuro dormitorio, Mary permanece tendida, despierta, junto al hombre dormido.
Los peldaños de madera de la escalera del sótano crujen mientras Schreck los sube lentamente. Arriba, abre una puerta. Su mano deja una huella de sangre en la madera.
Mary salta de la cama y cruza silenciosamente la moqueta en dirección a una ventana. Mira afuera.
Schreck sube la escalera de la casa. Cuando llega arriba, se queda contemplando el largo pasillo débilmente iluminado.
Mary cruza el dormitorio. Hace una pausa junto a la puerta y mira hacia su derecha.
Schreck, viéndola, se desliza cruzando una puerta. Por un momento, la contempla. Está desnuda. Agita los brazos y salta, bailando a lo largo del pasillo, alzando la blusa por encima de su cabeza.
Schreck cierra silenciosamente la puerta. Apoyándose contra ella, mira al techo y se pasa la lengua por los resecos labios. Gime.
Mary se detiene. Mira hacia la puerta. Rápidamente, se pone la blusa y se la abrocha. Adelanta una mano hacia el pomo, luego la retira bruscamente y echa a correr. Corre por el largo y penumbroso pasillo, agitando las desnudas piernas, los faldones de su blusa azotando suavemente sus nalgas.
Cruza la puerta del dormitorio.
–¡Eh! ¡Eh!
–¿Qué pasa?
Se enciende la luz. El hombre se sienta en la cama, protegiéndose los ojos contra la repentina iluminación.
–¿Qué demonios estás haciendo?
–Salgamos de aquí.
–Creí que…
–He oído algo.
–¿Qué has oído? – pregunta él, poniéndose los bermudas.
–Sonaba como un lamento.
–¡Jesús!
–Puede haber sido mi imaginación, Arthur.
–Pero ¿y si no lo fuera?
Mientras se dirige rápidamente hacia la puerta, Mary recupera su bikini de la revuelta cama. Se pone el slip, y mete la parte superior en su bolso.
–¿Dónde lo has oído?
–Al final del pasillo. Junto a la escalera.
–¡Cristo, eso significa que vamos a tener que pasar por delante!
–Quizá no sea nada.
Schreck, en la oscura habitación, sonríe ante el sonido de pasos corriendo. Abre la puerta de golpe. Saltando al pasillo, aferra la garganta del hombre que corre y lo arroja contra la pared.
La aterrada mujer se detiene. Simplemente, se le queda mirando, horrorizada, mientras Schreck agarra de nuevo al hombre y lo arroja por encima de la barandilla.
Con una sonrisa, camina hacia ella.
–Tú serás mi novia.
–¡No! ¡Oh, no!
–Vagaremos juntos por la noche, tú y yo…, todas las noches de la eternidad…, deleitándonos con la sangre de los inocentes.
Mientras se adelanta para sujetarla, ella penetra en la habitación. Intenta cerrar la puerta, pero Schreck la bloquea con sus brazos. Luego atraviesa la frágil madera y aferra la garganta de la mujer. La empuja hacia atrás. Penetra en la habitación tras ella.
La arrastra al pasillo. Desgarra su blusa, abriéndola. Con los dedos engarriados sobre sus opulentos pechos, inclina la cabeza. Lame la sangre que brota de las heridas que las astillas han hecho en el rostro de ella.
Besa un lado de su cuello.
Muerde. La sangre brota de la vena seccionada, manchando su rostro, salpicando la pared más cercana. Aprieta con fuerza la boca contra la herida, y traga furiosamente.
Falto de aliento, alza la cabeza. La sangre sigue manando con intensas pulsaciones. Forma copa con las manos para recoger el flujo.
Cuando sus manos están llenas, las alza por encima de su cabeza.
–La sangre es la vida -dice.
Se baña el rostro con ella.
Luego carga con el desnudo cuerpo de la mujer escalera abajo, hacia el sótano. La piel de ella está muy pálida a la débil luz.
La introduce en su ataúd.
Enciende dos velas negras, y las clava enhiestas en las manos de la estatua. Mientras el rostro de piedra carente de ojos parece mirarle, Schreck se mete en su ataúd. De rodillas sobre el cadáver, susurra:
–Mi novia.
4
Pete se volvió hacia Brit.
–¿Qué te ha parecido?
–Vulgar. Pero es curioso, ¿sabes? La chica que interpretaba el papel de Mary se parece a una de mis mejores amigas. Una de las mejores -puntualizó.
–¿Lo era?
–Supongo que no. Los títulos de crédito decían que su nombre era Wilma Payne. La voz tampoco era la de Tina.
–Bueno, se dice que todos tenemos un doble en algún sitio.
–De todos modos, es algo realmente extraordinario. Quiero decir que son idénticas. Incluso la forma en que actuaba y caminaba…, ya sabes, sus peculiaridades. Y el tipo de cosas que decía… Era como si fuera su fantasma, ya me entiendes.
–¿Tina no es actriz?
–Da clases de historia en la universidad de Pacifica Coast. Allí es donde fui yo, ya sabes. Compartíamos una habitación; ella regresó después de graduarse, y obtuvo ese trabajo. Bueno, todo lo que tengo que hacer es llamarla mañana. Probablemente la cosa no le haga ninguna gracia.
–Bruno dijo que el corto solamente se exhibía aquí.
Brit se alzó de hombros.
–Bueno, quizá pueda desplazarse para verlo. La universidad está a tan sólo un par de horas costa arriba.
–Si realmente se parece a la chica de la película, no me importaría en absoluto conocerla.
–¡Oye! – Brit le dio un puñetazo en la rodilla-. ¿Por qué no vas a buscarme unas chocolatinas antes de que termine el descanso?
–¿Ahí? – preguntó Dal.
–Es su cama.
Dal agitó su cabeza. Se sentía como a punto de vomitar.
–¿Lo hemos hecho en su cama, y con él mirando?
–No te culpes por ello, cariño. No tenías forma de saberlo.
–Es repugnante.
–Pero ¿no te excita, ahora que lo sabes?
–Creo que será mejor que me marche.
Ella sonrió, como divertida por la timidez de él.
–¿No me vas a ayudar antes? No querrás que el pobre Herbert se pase la noche en su silla de ruedas, ¿verdad?
–Puedes hacerlo tú sola -dijo.
Las palabras sonaron rencorosas, e inmediatamente las lamentó.
–Por supuesto que puedo -dijo Elizabeth-. Pero no creo que lo haga, de todos modos. Si quieres ser responsable de que el pobre hombre se pase toda la noche…
–Ayudaré.
–Herbert te lo agradecerá.
–¿Dónde están las sábanas?
–En la cama.
–¡Pero están hechas un revoltijo! Y además, húmedas y sucias. No podemos ponerlo encima de ellas.
Elizabeth palmeó el hombro del inmóvil Herbert.
–Por supuesto que podemos. Herbert comprende, ¿verdad, cariño?
Un coche disminuyó la marcha y avanzó a la altura de Connie. Con el corazón latiéndole apresuradamente, ella aceleró la marcha. El coche mantuvo su paso.
«Tú te lo has buscado», pensó, rabiosa consigo misma pese a su miedo.
Le echó una mirada al coche. Un Mustang de color claro. La ventanilla del lado del pasajero fue bajada. Dentro, vio las oscuras formas de dos hombres.
Un brazo le hizo señas desde la ventanilla.
–No estoy interesada -dijo ella.
El coche aceleró. Al final de la manzana, giró a la derecha y desapareció.
–Oh, mierda -murmuró Connie.
Debían de estar esperándola. Lo sabía. Ya le había ocurrido una vez. Era una noche de verano hacía cinco años, en Tucson.
Sólo que, entonces, ella no estaba sola.
Repentinamente, las lágrimas le escocieron en los ojos, haciendo que las luces de la calle oscilaran y se emborronaran.
Aquellos bastardos.
Aquellos malditos y sucios bastardos.
Nunca volvería a encontrar a ningún hombre como Dave, y ellos… Dos de los tres llevaban navajas. Todavía podía oír el ruido que había hecho uno de los chicos al clavar su hoja en el vientre de Dave, un ruido como de un puñetazo, y luego el de Dave al expeler bruscamente el aliento. Fue lo último que oyó ella en su vida antes de que el tercero, el que llevaba la llave inglesa, la golpeara haciéndole perder el conocimiento.
Secándose las lágrimas del rostro, cruzó la calle en mitad de la manzana.
«Si me quieren -pensó-, van a tener que trabajar para conseguirme.»
–¿Ahora puedo irme? – preguntó Dal, apartándose de la cama.
–Puedes, si quieres. – Elizabeth se le acercó. Sus pezones rozaron el pecho del hombre. Agarró entre sus dedos su flaccido pene-. ¿No preferirías, de todos modos, meterte primero conmigo en la ducha? A menos que quieras llevarte contigo a casa tus olores acusadores. Puede que tu querida Connie sospeche algo, si lo haces.
–Supongo que sí. Pero tampoco puedo irme con el pelo mojado.
–Mi secador se encargará de eso.
Connie miró hacia la esquina a través de la calle. Había un coche aparcado allí. Un Mustang color claro, con las luces apagadas.
Con un poco de suerte…
Empezó a cruzar la intersección. El Mustang hizo un giro en U y avanzó a buena marcha hacia ella. Connie echó a correr cruzando la calle, y saltó a la otra acera en el momento en que el Mustang frenaba.
La portezuela del lado del pasajero se abrió de golpe. Un muchacho de unos quince años saltó fuera.
Connie retrocedió, mirándole fijamente. Mirando su camiseta blanca, sus pantalones tostados, su pelo negro y su nerviosa sonrisa.
Exactamente igual que los otros. Como un jodido clon de los que habían matado a Dave, y luego la habían golpeado y violado a ella.
–Mantente lejos de mí-dijo.
Otro joven salió tras él. Este era más robusto que el primero, pero llevaba el mismo uniforme.
–Ven a que te…
No pudo captar el resto de la frase.
–Sí -dijo el primero-. Tengo hambre. Quiero comerme algún conejito.
–Tu madre -le espetó Connie.
–¡Puta!-gritó el muchacho en español.
Sacó, una navaja de resorte.
Connie retrocedió hasta la entrada de una tienda de zapatos.
–¡No nombres a mi madre! – siguió el muchacho.
Connie se detuvo, la espalda contra la pared.
–Aquí no, Joe -dijo el otro-. Demasiado tráfico, hombre.
–¡Mi madre no es ninguna puta!
–No más que tu hermana -dijo Connie.
Joe rugió y lanzó el cuchillo en un golpe hacia delante. Esquivando a un lado, Connie le aferró la muñeca y el codo. Su rodilla partió disparada hacia arriba, golpeando contra el antebrazo de Joe. Mientras éste caía, ella se volvió ligeramente y lanzó una patada. Su pie se encajó en los genitales del otro hombre, quien cayó de rodillas, agarrándose la parte lastimada. La siguiente patada le dio de lleno en la frente. Cayó boca abajo.
Connie recogió el cuchillo.
–¿A quién le habéis robado el coche? – preguntó a Joe.
–¡A nadie! Comprueba la licencia, coño.
Le dio una patada en el brazo roto.
El muchacho seguía sollozando cuando Connie se dirigió al Mustang. Subió a él, lo puso en marcha, y se alejó.
–Casi seco -dijo Elizabeth, pasando los dedos por el pelo de Dal al tiempo que agitaba el chorro de aire caliente del secador-. Tu chica nunca sospechará que has estado copulando a sus espaldas.
–Espero que no.
–¿Qué haría?
–Decirme que me largara, supongo.
–Sería una lástima.
–Sería un desastre. ¿Tienes idea de lo que tendría que pagar por un apartamento en esta ciudad?
–Una cantidad considerable, imagino. De todos modos, si eso es lo peor que tienes que temer, tienes muy poco que temer.
–Bueno, no creo que ella sea de las que te clavan un cuchillo, si te refieres a eso.
–¿Te quiere?
–¿Quién sabe? Supongo que sí.
–Entonces será mejor que vayas con cuidado. La venganza de una mujer a menudo es considerablemente salvaje.
–Acabo de darme cuenta.
Ella se rió.
–Herbert no está peor de lo que se merece. Ahórrate tu compasión.
Connie condujo el Mustang hasta el Siete-Once. No podía pasar junto al expositor de libros sin comprobar Furor berebere. Tras ver que nadie había comprado ningún ejemplar en la última media hora, entró.
Compró un destornillador, una lata de cerveza, otra de líquido para encender barbacoas, y un paquete de Marlboro.
El empleado dejó caer dos carteritas de cerillas en su bolso.
Connie bebió la cerveza mientras conducía. Estaba prohibido, lo sabía. Pero esta noche ella hacía sus propias leyes.
–Legalizo a partir de ahora el consumo de bebidas alcohólicas en los vehículos a motor robados -dijo.
Sabía muy bien lo que hacer.
Estacionó el coche en el aparcamiento del Safeway. El supermercado estaba cerrado, el aparcamiento desierto, excepto por un Volkswagen solitario en un extremo. Parecía vacío.
Connie dejó el motor en marcha. Con el destornillador, abrió varios agujeros en la tapa de la lata de líquido para encender barbacoas. Vació la lata, esparciendo el contenido sobre el asiento de atrás, el suelo, los asientos delanteros.
Salió del coche y echó una rápida mirada a su alrededor. Nadie cerca.
Arrancó la tapa de una de las carteritas de cerillas. Encendiendo una, la arrimó a la cabeza de todas las demás. Prendieron rápidamente. Arrojó la carterita en llamas sobre el asiento delantero.
Lentamente, el fuego fue esparciéndose.
Cerró la portezuela y se alejó caminando, sorbiendo su cerveza.
Unas luces rojas centellearon en el espejo retrovisor de Dal. Una sirena aulló.
¡No, por favor!
Una multa. Exactamente lo que necesitaba. En ella constaría el lugar, la fecha y la hora. Si llegaba a manos de Connie, sabría que no había estado en el cine.
Entonces vio que las luces pertenecían a un coche de bomberos.
Gracias a Dios.
Se apartó y lo dejó pasar. Aún temblando, condujo unas cuantas manzanas más. Aparcó en una calle lateral, y caminó hacia el Palacio Encantado.
–Reptantes de la noche acaba de empezar -dijo la chica de la taquilla.
Su aspecto era horrible. Dal necesitó unos instantes para darse cuenta de que su apariencia era intencionada.
Entregó su entrada a un hombre gordo que llevaba unas ropas llenas de supuesta sangre. El rostro del hombre estaba horriblemente contorsionado bajo una media de nilón.
–Se ha perdido el Schreck de esta noche -dijo el hombre.
Dal se alzó de hombros.
–Otra vez será.
En el mostrador del bar, compró un paquete de caramelos de menta.
No deseaba decírselo a nadie, nunca.
Sentía remordimientos por haber hecho daño a aquellos chicos. Quizás se lo merecieran, pero ¿y si les había dañado de forma permanente? ¿O matado a uno? El chico aquel al que le había dado la patada en la cabeza…
¿Y si algún bombero resultaba herido intentando apagar el fuego del Mustang? Si el depósito estallaba…
Dal se metió en la cama. La besó ligeramente en la mejilla. Ella murmuró algo inconcreto, como perturbada en mitad de su sueño. Dal se apartó.
Connie permaneció despierta durante largo rato. Se dio la vuelta boca abajo, boca arriba, de lado. Su almohada estaba mojada de sudor, de modo que le dio la vuelta. Apartó las sábanas a un lado, se quitó el empapado camisón, y se quedó mirando al techo.
Cuando despertó, bañada por la luz del sol matutino, se sintió vagamente sorprendida de haberse quedado dormida.
Se levantó cuidadosamente de la cama, procurando no despertar a Dal. Encontró su camisón en el suelo. Un regalo de él.
Un «regalo de quita y pon», lo había llamado él. Reflejaba perfectamente sus gustos: era corto, escotado, y transparente. No podía salir afuera con él, ni siquiera por un instante para recoger el periódico. Se lo puso, de todos modos. Antes de salir de la habitación, tomó su bata del armario.
Mientras se la ponía, vio una cajita de caramelos de menta sobre la mesa del comedor.
Dal no lo había olvidado.
Sintió una cálida oleada de afecto hacia él. Sólo duró un momento. Luego su ansiedad volvió. Se dirigió apresuradamente hacia la puerta de entrada, y la abrió.
El periódico estaba sobre el felpudo de «Bienvenidos». Lo recogió rápidamente. Volvió a entrar en casa, arrancando la faja de papel.
Dejándose caer de rodillas, desplegó el periódico sobre la alfombra. Se inclinó sobre él, recorriendo rápidamente con los ojos la primera página.
Nada allí.
Nada sobre los dos chicos.
Nada sobre el Mustang incendiado.
Pasó la página. Otra, y otra. Buscó en la primera y segunda secciones. La tercera sección era la deportiva y financiera. La pasó de largo. Tampoco podía estar en la de espectáculos. Sólo quedaban los anuncios por palabras. Sintiéndose aliviada, volvió a cerrar el periódico, arregló bien las páginas, y lo depositó sobre el sofá.
Ninguna mención de lo que había hecho.
Probablemente los chicos se habían guardado el incidente para sí mismos. Si habían ido al hospital -lo cual tendrían que haber hecho-, sin duda habían inventado una falsa historia para explicar sus heridas.
El incendio del Mustang debía de haber sido considerado como algo demasiado rutinario para ser mencionado. No había habido heridos allí. No le había estallado a nadie en la cara, después de todo.
Lo mejor era olvidarlo todo.
Con un suspiro, se puso de pie. Se dirigió a la cocina, y empezó a preparar una cafetera.
Podía olvidarlo todo, a menos que se encontrara con aquellos chicos de nuevo.
Tomó la lata abierta de café de la nevera, y retiró la tapa de plástico. Llevándola hasta la encimera, se la acercó a la nariz y olió. No había olor más maravilloso que el de un buen café.
Siempre le había gustado aquel olor. Le recordaba cuando era niña, y se quedaba tendida en la cama a primera hora de la mañana, escuchando el rítmico burbujear del café procedente de la cocina. Le gustaría poder oír de nuevo ese ruido. Pero ya nadie lo oía. Ya nadie utilizaba ese sistema. Las nuevas cafeteras eran mucho más rápidas, más eficientes. El progreso.
Al menos el café seguía oliendo a café.
Echó una cantidad dentro del filtro de papel.
Una mano palmeó su trasero. Dio un salto, asustada, derramando un poco de café.
–¡Dal!
El hombre sonrió.
–Buenos días.
La abrazó y la besó.
–¿Qué tal estuvieron las películas? – preguntó ella.
–No estuvieron mal. Las he visto mejores, pero no puedo quejarme. ¿Qué hiciste tú ayer por la noche?
Connie se alzó de hombros.
–Me lavé el pelo y leí.
–No suena muy excitante.
Volvió a alzarse de hombros.
–Bueno, mi viejo amigo Joe se dejó caer también por aquí, y estuvimos jodiendo un ratito.
–Oh, ¿de veras? – preguntó Dal.
Aunque sonreía, su rostro se empurpuró.
–¡Oye, sólo estaba bromeando!
–Lo sé, lo sé.
Se dio la vuelta, y salió de la cocina.
Nada interesante, sólo mierda.
El pato Lucas, Los teleñecos, una vieja reposición de El llanero solitario.
Ironside, por el amor de Dios.
Alzó su taza de té de encima de la Guía de TV, tomó un sorbo, y repasó la programación. Sí, aquello no estaba mal. Dies minutos más de porquería, y luego algo llamado El monstruo camina. Un thriller de 1932, con Rex Léase, Vera Reynolds y Sheldon Lewis.
Podía estar bien.
Habría hecho mejor yéndose a la playa, en un fantástico y soleado sábado como aquel. Últimamente había habido tantas mañanas nubladas… El tiempo típico de junio en Pacifica Coast. Pero los negocios eran los negocios. Iba a tener que pasar muchos más fines de semana encerrada en casa si no tenía suerte y encontraba una nueva compañera de apartamento.
No era fácil el verano en una ciudad universitaria.
Un montón de vacantes.
Y la mayoría de las chicas que habían estado preguntando durante las últimas tres semanas no eran muy aconsejables precisamente.
Sonó el timbre.
Cristo, al menos podían tener la decencia de telefonear antes.
Se levantó del sofá. Mientras caminaba hacia la puerta de entrada, tiró de sus apretados shorts y se ajustó el jersey sin tirantes, que siempre tenía la mala costumbre de deslizarse hacia abajo. Obligó a su rostro a exhibir una sonrisa, y abrió la puerta.
–¡Hola! – dijo la chica.
Tenía el pelo color zanahoria, y pecas a juego. Llevaba unas gafas gruesas con montura metálica. Sus rechonchas mejillas daban la impresión de contener cada una una ciruela no comida. Su silueta era parecida a la de una patata, y sus ropas acentuaban esa impresión: unos ceñidos téjanos y una camiseta. La camiseta estaba decorada con un buitre que miraba de soslayo. Decía: «Paciencia, y un huevo…, voy a matar algo». Increíblemente, no llevaba sujetador. Sus pechos colgaban dentro de su camiseta como bailoteantes balones de agua.
–¿Puedo ayudarte en algo? – preguntó Freya.
–He venido por lo del apartamento. ¿No eres la que está buscando una compañera para compartirlo?
–No. Yo soy la nueva compañera.
–Pero el periódico de esta mañana…
–Vine ayer por la noche. La otra no tuvo tiempo de retirar el anuncio.
La chica se alzó de hombros.
–Bien, qué le vamos a hacer.
–Sí, lo siento. Encontrarás pronto alguna cosa.
Freya cerró la puerta.
Miró la televisión. Slim Claymore estaba en pantalla, su sombrero Stetson echado hacia atrás, sonriendo como un idiota.
–Si está buscando usted un coche usado, venga a la Chevrolet de Slim, donde recibirá un servicio cortés y las mejores oportunidades…
El teléfono repiqueteó. Freya corrió a la cocina y alzó el auricular.
–¿Sí?
–Hola. – Era una voz de mujer joven-. ¿Está Tina?
–No, no está. ¿Desea dejarle algún mensaje?
–¿Cuándo la espera de vuelta?
–¿Quién es usted, por favor?
–Soy Brit Anderson. Una amiga de Tina. Fuimos compañeras de cuarto en la universidad.
–Ah, sí, ella me ha hablado de ti.
–Supongo que eres su compañera de ahora, ¿verdad?
–Llevamos compartiendo este apartamento desde hace un par de meses.
–Bien… ¿Tienes idea de cuándo va a volver?
–Probablemente estará fuera todo el fin de semana.
–Oh, es lógico. – Brit se echó a reír-. Tina siempre estaba fuera, en algún sitio.
–¿Quieres que le diga que te llame cuando regrese?
–Por favor, te lo agradeceré.
Le dio a Freya su número de teléfono.
Freya lo apuntó.
–¿Has dicho Brit qué?
–Anderson.
–De acuerdo. Le daré tu mensaje. Ha sido un placer hablar contigo.
–Gracias. Adiós.
–Adiós.
Freya colgó. Volvió a la sala de estar. El monstruo camina ya había empezado.
–Maldita sea -murmuró, y se dejó caer en el sofá.
La pantalla quedó vacía por un momento.
–¡Hola, amigos! Slim Claymore os invita a que vengáis a ver… -Cambió de canal-. Os invita a que vengáis a ver…
El mismo anuncio, ligeramente desfasado en el tiempo con respecto al otro.
Cambió de nuevo, esta vez a Bugs Bunny. Era preferible a Slim. Contempló unos instantes a Elmer siendo atosigado por el conejo, luego volvió al canal de la película.
–… donde los precios son tan bajos que pueden estar seguros de que van a hacer muy buen negocio.
La película volvió a la pantalla.
Estaba a punto de terminar, una hora más tarde, cuando el teléfono sonó de nuevo.
–¿Sí? – preguntó.
–Hola. Llamo por lo del apartamento. Vi el anuncio esta mañana, y me preguntaba si todavía estaría vacante.
–Por supuesto que lo está -dijo Freya-. ¿Quieres echarle un vistazo?
–Me encantaría. ¿Cuándo te parece que pase?
–Cuanto antes, mejor.
–Estupendo. Estaré ahí en unos quince minutos. Me llamo Nancy.
–Muy bien. Nos veremos, entonces.
Pasaron exactamente quince minutos antes de que sonara el timbre de la puerta. Freya abrió.
–Hola, soy Nancy.
Nancy llevaba unas gafas de sol perchadas sobre su cabeza, descansando ligeramente en una masa de rubios rizos. Sus ojos eran brillantes, su piel clara, su nariz ligeramente respingona.
Una chica encantadora, pensó Freya.
Llevaba un mono de manga corta color azul pálido. Su cremallera, abierta varios centímetros, revelaba una larga V de pálida garganta y pecho.
–Soy Freya. Entra.
–Gracias.
–¿Eres nueva en Pacifica Coast?
–Llevo aquí unos cuantos días. Estoy en el Travel Inn hasta que encuentre un lugar más permanente.
–Bueno, quizá éste lo sea.
–Quizá sí.
Le mostró a Nancy la sala de estar, luego la cocina.
–¿Eres estudiante? – preguntó.
–Tengo la sensación de que siempre he sido una estudiante.
–¿En qué campo?
–Psicología.
–Lista para ser una remiendacabezas, ¿eh?
Nancy se echó a reír.
–Espero que sí.
–Pareces… demasiado madura para ser estudiante de primer curso.
–Bueno, me he trasladado de la universidad de Santa Mónica. Tengo que conseguir tres notas este verano, y empezaré como júnior.
–¿Es la primera vez que estás fuera de casa, Nancy?
–Oh, he ido de acampada, y cosas así. Ya sabes. Pero nunca he vivido por mí misma antes, si te refieres a eso.
–¿Vivías con tus padres en Santa Mónica?
Asintió.
–Ése sería tu dormitorio, el de aquí.
Entraron en la habitación inundada de sol.
–Está amueblada, como puedes ver.
Nancy dio una vuelta por la habitación, mirando dentro del armario, dejándose caer sobre el colchón, observando a través de las ventanas.
–Es muy bonita.
–Tú también -dijo Freya con voz muy baja-. Eres… muy bonita.
Adelantó la mano hacia el cierre de la cremallera de Nancy.
–¡Eh! – Nancy la apartó de un manotazo-. No, gracias. ¡Uf! – Meneó la cabeza-. No me gustan ese tipo de cosas.
–¿Lo has probado alguna vez?
Enrojeciendo, Nancy negó con la cabeza.
Freya tiró hacia abajo de su jersey sin tirantes. Sus pechos saltaron libres.
–¡No!
–Vamos, querida, toca.
–¡No!
Nancy salió corriendo de la habitación.
La puerta de entrada resonó al cerrarse.
Adiós Nancy.
Freya volvió a subirse el jersey, regresó a la sala de estar, y tomó la Guía de TV.
Suspiró.
Cristo, estaba empezando a cansarse de aquello.
Si no era una cosa, era otra.
Más pronto o más tarde, sin embargo, aparecería la chica adecuada. Una chica perfecta en todos los sentidos. Una chica sin familia cercana. Una chica como Tina.