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432 a. C.

Hace ya más de catorce años que regresé de ese viaje en el que honramos a nuestros caídos en las Termopilas. Lo recuerdo bien porque, un año después de regresar y de celebrar los desposorios establecidos por nuestra ley, nació mi primera nieta, Ctímene, a la que siguieron pocos años después sus hermanos Taigeto y Polinices, que han ingresado en la Agogé hace pocas primaveras.

Como me recordó ella ayer, hoy ha sido el aniversario de esa batalla. He hecho lo de cada año. Casi de madrugada, cuando la aurora de rosados dedos aún no había teñido el cielo, he ordenado que engancharan dos mulas a la carreta para acercarme a la acrópolis. Es la rutina anual: visitar la tumba de los Trescientos. Me gusta hacerlo cuando empieza a clarear y los primeros rayos del sol doran la estatua del león que corona el sencillo monumento. A primera hora el lugar no se ha llenado todavía de los familiares que van a rendir su tributo a los héroes, ni los altares apestan al humo de los sacrificios.

A pesar de que hoy me he levantado con dolor de espalda, he ido a pasear junto a los olivos plateados. Allí he oído las últimas nuevas que a veces trae el viento y otras divulgan los que se preocupan por el destino de la Polis.

Durante estos últimos años, las relaciones entre Esparta y Atenas han empeorado mucho y, salvo ciertos periodos de paz, la guerra, que empezó hace tres lustros, ha sido continua. Desde entonces hasta hoy no se ha producido el triunfo decisivo de ninguno de los dos bandos. Hace unos años, el conflicto se recrudeció, y esta vez el ejército espartano sí estuvo en condiciones de invadir el Ática, mientras que los atenienses, dirigidos por Pericles, decidieron refugiarse tras los muros de la ciudad. Sin embargo, lograron capturar en un islote a cien hoplitas pertenecientes a las familias más nobles de Esparta. Los rehenes fueron recuperados tras la rendición de la flota espartana. Fue la primera vez que un grupo de hoplitas decidía rendirse en lugar de morir con las armas en la mano. Creo que, ese día, algo cambió en la ciudad. Espero que para bien.

Esparta se ha desgastado mucho por las continuas guerras. La ciudad se desangra o lo sigue haciendo a causa de ellas. Si los dioses no lo remedian, o los éforos no cambian nuestra política, parece condenada a la extinción. Sus calles ya no están llenas de jóvenes gallardos de mirada desafiante, sino de ancianos que hilvanan sus recuerdos mientras dormitan aburridos al sol. El número de Iguales ha decrecido a causa de las continuas guerras, porque en la ciudad siempre ha prevalecido el interés político antes que el bien de sus ciudadanos o su prosperidad, y tengo para mí que eso no fortalece a un estado, por el contrario, lo debilita.

No sé en que terminará todo, pero supongo que, finalmente, haremos lo que debamos hacer y estaremos donde debamos estar. Desde hace tiempo, los asuntos de la ciudad me traen sin cuidado. Sólo me preocupan los jacintos de mi jardín y que la cosecha sea buena para alimentar a los míos. Sin embargo, también confío en que la posteridad se acuerde de los que dieron su vida por nuestra libertad.

Me siento cansada, pero sigo hilvanando pensamientos sentada a la mesa de mi cuarto, porque al llegar al final de tus días se agolpan en la memoria los recuerdos de tu vida. A mi edad no recuerdas lo que comiste ayer o quien te visitó la semana pasada, pero los sucesos de tu infancia o de tu juventud permanecen inalterables para siempre. Sé que lo que me ha mantenido viva ha sido el amor; el amor que he recibido y el que he querido o he podido dar. Ha sido el amor lo que mantuvo encendida en mí la llama de la esperanza.

En estos últimos tiempos, me vienen a la memoria las personas que he amado. Procuro no acordarme de los hechos más luctuosos y tristes, porque hace tiempo que borré de mi memoria a los que me dañaron a mí o a los míos. He aprendido a apreciar lo que tengo porque lo que no tengo tampoco lo deseo. Sé también que no soy una excepción. Hay muchas en Esparta que han sufrido igual o más que yo. A veces me pregunto si llegará el día en que los hombres dejarán de basar su raciocinio en la fuerza de su brazo.

Dije al inicio de mi relato que los guerreros miden las estaciones por las batallas y que las madres marcamos las estaciones por los nacimientos de los hijos: el primer paso de uno, la primera palabra o el diente de otro. La vida de unos padres amorosos está marcada por estos momentos hogareños entre la lumbre y los cuencos, las idas y venidas al pozo o las fiestas que más se recuerdan. Así se contiene la felicidad en el libro de los recuerdos. Los de mi vida quedaron marcados por el día en que nos arrebataron a Taigeto, por ello los he narrado así.

Ahora, cuando en las mañanas de invierno veo la cumbre nevada del monte, pienso en el abuelo Laertes y me imagino que aún pasea con Menante mientras discuten sobre cómo tratar a las abejas para que produzcan más miel; cuando veo a los ilotas que transportan el ganado, recuerdo la primera vez que vi a mi hermano Taigeto tocando el aulós en las praderas, junto a su rebaño de ovejas; cuando veo a un hoplita, me parece ver a mi padre, a mi esposo, Prixias, o mis hermanos Polinices y Alexias ejercitándose en la llanura de Otoña. Mi hijo y mis nietos son ahora los que mantienen viva la llama de Esparta. Espero que nunca olviden lo que hicieron sus mayores para que les mantengan muy vivos en su memoria.

Me gusta cerrar los ojos para regresar a esos días de mi niñez en los que paseaba con mi abuelo, cuando me parecía que el camino por el que andábamos era un arco iris en el que las abejas sonreían y el sol acariciaba al tomillo y a la retama, esos lejanos días en los que no había nada de lo que preocuparse o a ese feliz día en que oí cantar a mis hermanos junto al abuelo en nuestra casa de Amidas. Parece imposible que ya no estén, porque a menudo sus voces resuenan en mis oídos o me sorprendo a mí misma esperándoles en la puerta de casa al atardecer.

Creo que ya he dicho que, tras enviudar de Prixias, no me casé de nuevo, aunque no me faltaron las oportunidades. Aprendí del abuelo que no se necesita conocer a ningún otro hombre habiendo tenido al mejor porque, al decir de mi abuelo, hubiera sido como probar un vino demasiado aguado después de gustar una divina ambrosía, o al menos así lo pienso yo. Eleiria y Paraleia, las mujeres de mis hermanos, sí que encontraron a otros guerreros a los que unirse, y me parece bien. No sé si han sido más o menos felices que yo, pero han dado guerreros a Esparta.

Es tarde. Hace horas que ha oscurecido, pero no tengo sueño.

Mi maltrecha vista se pasea por encima de la mesa y hago lo que tantas noches: acaricio el collar con la estrella azul que padre me regaló un lejano día en Giteo, mis manos se posan en el vaso donde guardo los pétalos con los que un día Polinices sembró mi cama y acaricio el brazalete con las dos serpientes que me regaló mi amado Prixias el día de nuestro compromiso.

Junto a la lámpara que me alumbra tengo los papiros que me regaló el poeta. Son los que he usado para escribir estas últimas semanas. Los he mirado satisfecha y he resuelto que ya es hora de poner punto final a estos recuerdos escritos bajo la parra centenaria. Desempolvar recuerdos tristes o dolorosos no ha sido una tarea agradable, pero sé que mis nietos y mis bisnietos tendrán algo de lo que sentirse muy orgullosos cuando pasen debajo de las armas que adornan el patio de nuestra casa, en Amidas. Confío que el amor a la poesía, a todas las cosas bellas que les he inculcado, hagan de ellos algo más que unos bárbaros ignorantes que todo lo basan en la fuerza de su brazo o que sólo saben complacer su estómago o, a veces, su entrepierna.

Sin embargo, antes de terminar mi relato, he querido consignar lo que ha sucedido esta mañana porque, a pesar de ser una fecha dolorosa, ha sido un día lleno de visitas y de sorpresas agradables.

Al regresar a casa desde la tumba de los Trescientos, Ctímene me esperaba en el portal, junto a la estatua de la diosa. Sabe que en días como hoy, a pesar de que es cuando recibo más visitas, mi ánimo se resiente y mi distraída cabeza se ausenta por unas horas. Me ha ayudado a descender del carro tomándome de la mano para entrar en casa.

—Abuela —me ha dicho con un mohín de dulzura.

La he mirado frunciendo el ceño porque cuando mi nieta, que en esto es como su padre, te mira con tanta miel en los labios es que espera recibir algo.

—Me gustaría que hoy cocináramos las berenjenas rellenas —ha suplicado—. Hace tiempo que no las guisas. Estoy segura que padre y madre vendrán con mis hermanos desde Esparta para pasar el día con nosotras.

No ha tardado mucho en convencerme. Por eso hemos ido al huerto a recoger un buen número de hermosas berenjenas para la comida, ya que si sus hermanos Taigeto y Polinices venían a Amiclas, seguro que lo harían hambrientos como un león porque el caldo negro que les dan de comer en la Systia es una porquería. Después he dado instrucciones a las muchachas para que prepararan las cebollas y el queso. Al terminar los preparativos, he dejado a Ctímene en la cocina con Melampo, la hija de Neante, para que vigilaran el fuego y he salido al jardín.

Me encontraba arreglando mis jacintos distrayéndome con la discusión que las muchachas tenían en la cocina sobre un tal Eiximenes, que al parecer es un muchacho de gran hermosura a quien dos de ellas pretenden. Ya he dicho que hoy me he levantado con dolor de espalda. Estar inclinada encima de las flores no era lo más conveniente para mis huesos. Sin embargo, tenía que podar unos tallos y unas hojas marchitas que afeaban los jacintos. A mi alrededor oía el zumbido de las abejas y olía el frescor de la hierbabuena mientras cavilaba sobre cómo terminar mi relato. Entonces me he incorporado un momento para desentumecer mi espalda y he mirado hacia el horizonte.

Por el camino que baja del Taigeto he visto a un anciano ilota acompañado de dos niñas que andaban en dirección a nuestra casa. Los tres cantaban a pleno pulmón una alegre canción que suelen cantar los pastores en verano. Cuando han llegado frente a nuestro portal, el hombre me ha observado podar los jacintos. Su imagen me ha resultado familiar, porque era un anciano de ojos claros y cabello escaso que en su día debió ser dorado como el trigo.

—Tu abuelo —me ha dicho el muy insolente— te enseñó que no deberías cortar los tallos tan abajo.

El ilota venía acompañado por sus dos nietas, dos preciosidades llamadas Briseida y Aretes, rubias y con unos ojos tan claros como el agua del Eurotas en primavera. Ambas son la viva imagen de mis padres, de Alexias, de Polinices y de su propio abuelo Taigeto.

—Tú qué sabrás —le he interrumpido.

Después, mis maliciosos ojos se han llenado de ternura y le he sonreído.

—¿Os quedaréis a comer, verdad? —le he dicho— Hay berenjenas rellenas. Ctímene está vigilando el fuego.

—Sí, hermana —me ha respondido él con una sonrisa picara.

—Sí, tía Aretes —han dicho a coro mis dos sobrinas, la hermosas nietas de Taigeto, que ya corrían hacia la cocina para contar los últimos chismes a su prima.

El lector ha de perdonarme que a lo largo de mis últimas páginas haya olvidado decir qué fue de mi hermano menor. Taigeto regresó de Platea herido en ambas piernas, pero con muchas ganas de vivir. Se casó un año después de esos hechos con una muchacha ilota que le dio dos hijos robustos y hermosos, a los que puso por nombre Laertes y Alexias. Ha vivido desde entonces en paz, en su aldea ilota del Norte, y nos hemos visitado cada semana. En Esparta nunca han sabido que es mi hermano, aunque creo que muchos han llegado a sospecharlo. Obviamente, fue él quien me protegió durante la revuelta de los ilotas tras el terremoto que asoló la ciudad, y me acompañó a Atenas y a las Termopilas con mi hijo. Ha tenido una vida llena de sabores, algunos amargos y otros dulces, como la de todos, y ahora disfruta de una plácida vejez rodeado de los suyos. Aún toca el aulós en las fiestas que celebramos cada año en Amidas y oírle cantar alegra el corazón a pesar de que ahora a veces se salte algunos versos.

El niño condenado por la Lesjé, y que ha sobrevivido a todos porque su anciano abuelo se resistió a obedecer las leyes de la ciudad, me ha alargado lo que llevaba cuidadosamente entre las manos. Era un tarro lleno de miel silvestre decorado con la tosca figura de un guerrero vestido con su panoplia completa. Lo he tomado como si fuera una ofrenda sagrada, y el muy zángano ha aprovechado que yo tenía las manos ocupadas para pellizcarme una mejilla. Sin embargo, en lugar de una queja, de mis labios ha brotado una sonrisa amorosa.

—Eres mi hermana favorita —ha dicho entrando en casa.

—¡Claro, porque no tienes otra!

Se ha reído con ganas mientras pasaba bajo los pesados escudos que adornan nuestro patio. El espléndido sol se ha reflejado en ellos y me ha cegado por un momento, llenando mi ojo sano de lágrimas. Después he mirado hacia los bosques frondosos, hacia las faldas del hosco y escarpado Taigeto, recordando a la niña que trenzaba coronas de flores junto a su abuelo. Mi corazón ha bailado de nuevo como si fuera un cabritillo, he vuelto a respirar el aroma suave a tomillo y, al hacerlo, me ha parecido que las abejas me sonreían y hacían guiños a los almendros entre los panales de Laertes el de La colina.