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501 a. C.
Esparta está rodeada de olivos y encinas y no tiene murallas porque sus hombres son tan temidos que solemos decir que no las necesitamos. La ciudad es un conglomerado de aldeas. Está abierta al campo y tan sólo se levantan, junto a la acrópolis de anchos muros, algunos puestos de guardia custodiados por vigías.
Entramos en ella por la bulliciosa calle de los alfareros. La mayoría de artesanos que fabrican sandalias, tejen vestidos, manufacturan joyas o esculpen estatuas son periecos. Estos son ciudadanos de segunda categoría en Esparta, porque un verdadero espartano «es el máximo ser humano; un espartano es tan digno que no necesita criar ganado, cosechar verduras, hornear panes, ni hacer prendas ni vasijas; esas tarea las harán los ilotas», según dice la ley de Licurgo que nos hacen aprender de memoria en la Agogé.
Los periecos no son esclavos como los ilotas, pero tampoco gozan de los derechos de asistir a la asamblea o formar parte de los órganos de gobierno de la ciudad. El abuelo me contó que el nivel artístico de Esparta había disminuido mucho en los últimos años a causa de los preparativos para las guerras y la amenaza bárbara de los persas.
—Antes de tu nacimiento —me explicó—, hubo grandes artistas y músicos en la ciudad. El gran Teodoro, por ejemplo, hizo un anillo para el tirano de Samos que pudimos admirar antes de que fuera enviado a la isla; o contábamos con Calícrates, que fue un magnífico orfebre de vasos de oro en los que grababa escenas de caza o animales y también engarzaba joyas; o Baticles de Magnesia, que hizo el precioso trono del tempo de Apolo en nuestra aldea de Amidas del qué estamos tan orgullosos, ¿verdad, Aretes?
Yo le sonreí y el abuelo prosiguió:
—Como hemos dejado de comerciar con nuestra colonia de Tarento a causa de la amenaza de los barcos de guerra persas, la ciudad ha empobrecido y el gobierno se ha concentrado en proteger a las familias de los supuestos ataques.
Creo, lector, que ya habrás deducido que mi educación corrió a cargo del abuelo Laertes. Que un anciano rico en vivencias, y paciente ante las inoportunas preguntas infantiles, fuera mi educador ha sido una de las mejores experiencias de mi vida. Nunca me cansé de aprender del abuelo. Además de insistir en pagar a un tutor que me enseñara a leer y a escribir antes de ingresar en la Agogé, también quiso instruirme en el manejo de los utensilios caseros y me enseñó, cosa rara entre las espartanas que no pertenecemos a la realeza, las urdimbres de la política. El abuelo tuvo la clarividencia de saber que una mujer sólo podía vivir en una sociedad de guerreros si aprendía a sobrevivir por sí sola y, para ello, debía contar con los conocimientos suficientes. Por este motivo supe desde la más tierna infancia que en Esparta compartían trono dos reyes, uno por cada dinastía: por entonces eran Cleómenes y Demarato.
El abuelo me enseñó muchas otras artes en el transcurso de nuestros paseos por el campo. Aún recuerdo cómo mi manita se perdía dentro de la suya, morena y rugosa como la raíz de un olivo. Aprendí a pensar como él y así comprendí que no sólo se puede rendir culto a Ares, dios de la guerra, hacedor de viudas y destructor de murallas. El abuelo Laertes rendía culto sobre todo a otra divinidad poco espartana como es Atenea, inventora de la flauta, la olla de barro, el yugo para los bueyes o la brida para el caballo. Ella fue, según la tradición, la primera que se interesó por la ciencia de los números y las tareas consideradas femeninas como la cocina, el hilado o el tejido.
—Atenea —me decía el abuelo—, es una diosa, como dice el Canto, interesada en la guerra, pero más partidaria de un arreglo de las disputas por medios pacíficos que por la brutalidad de las armas.
Aprendí con él que esta es una diosa casi tan pudorosa como yo, aunque más generosa, porque, cuando el tebano Tiresias la sorprendió un día desnuda en el baño, ella le puso las manos sobre los ojos y le dejó ciego, pero a cambio le regaló el poder de predecir el futuro. Yo, las veces que sorprendí a los muchachos espiándome en el río, sólo les regalé alguna pedrada.
El abuelo también me enseñó todo lo relativo a la labranza que, aunque era trabajo de ilotas, en casa supervisaba él personalmente. Como espartano tenía prohibido trabajar en el campo, pero yo le había visto en ocasiones enfangarse hasta los tobillos, como uno más, para enseñarles a labrar o plantar los nabos, las cebollas o los puerros.
Aprendí que los olivos necesitan muchos años para desarrollar sus ramas nudosas y retorcidas y que producen aceitunas dos años de cada tres; que sus frutos se cosechan con ayuda de palos para que caigan, como había visto hacer a los jornaleros desde pequeña; que al terminar, a inicios de las primeras nevadas, las aceitunas deben fermentar en canastos de mimbre antes de ser prensadas y filtradas, y que luego el aceite es guardado en vasijas de terracota. El abuelo era un gran entendido en aceites, por eso quería que el nuestro fuera refinado y que pasara varios filtros de arena para quitarle las impurezas. Al final del proceso conseguía un líquido que parecía oro fundido, muy apreciado entre los vecinos y las amistades obsequiadas con una tinaja. Esta era también la época de la poda de árboles y vides, y de la cosecha de legumbres.
El abuelo podía recitar a Hesíodo casi de memoria. Tenía devoción por este campesino beocio que según algunos había competido en los certámenes contra el mismísimo Homero. Incluso, de joven, el abuelo había ido a la aldea de Orcómeno para honrar sus cenizas. Al igual que Hesíodo, el abuelo creía indispensable contar en casa con una mujer, un buey de labor y una servidora soltera que siga a los bueyes. Era partidario de tener en casa todos los instrumentos necesarios, para no pedírselos a otros y carecer de ellos, pues de esa manera pasaría el tiempo y el trabajo quedaría por hacer. Me enseñó que nunca hay que dejar nada para el día siguiente, ni para el otro, porque el trabajo diferido no llena el granero.
—La actividad acrecienta las riquezas —me decía—, porque el hombre que difiere siempre las cosas lucha contra su ruina.
Aprendí que el momento de cortar la madera es cuando la fuerza del sol, ardiente Helios, disminuye y sobrevienen las lluvias otoñales, porque es cuando la selva, talada por el hierro, se hace incorruptible, y caen las hojas y la savia ardiente se detiene en las ramas. Entonces, el cuerpo humano, por voluntad del gran Zeus, se torna más ligero. En ese momento, la estrella de Sirio aparece menos tiempo sobre la cabeza de los hombres y brilla sobre todo de noche.
Obedeciendo a Hesíodo, el abuelo había comprado nuestros dos bueyes, Argos y Tirinto, cuando tenían nueve años, porque estaban en el término de la juventud, se hallaban pletóricos de fuerza y eran excelentes para el trabajo. No se rebelaban, no rompían el arado en el surco ni tampoco dejaban la labor sin acabar. Además, hacía que los siguiera un ilota de cuarenta años, habiendo comido cuatro partes de un pan cortado en ocho pedazos.
—Este es el hombre indicado, a decir del poeta, para cuidar de su labor y trazar un surco derecho, porque no mira a sus compañeros sino que se entrega por entero al trabajo. Uno más joven no valdría para esparcir la semilla, porque desea en su corazón reunirse con sus compañeros y así se evita tener que sembrar dos veces.
También me enseñó a escuchar con atención el graznido de las grullas que todos los años chillan desde lo alto de las nubes, porque dan la señal de la labor y anuncian el invierno lluvioso. Entonces se desgarra el corazón del hombre que no preparó sus bueyes.
El abuelo siempre fue partidario de usar abono animal a pesar de la escasez que teníamos de ganado. Con todo, procuraba que los restos de las bestias fueran almacenados como si se tratara de un raro elixir. Me enseñó que las hierbas fermentadas y enterradas bajo los cultivos no hacen crecer tanto las hortalizas como los excrementos animales. Una de las inversiones más útiles que hizo el abuelo fue adquirir una reja de bronce, una dikella, para que nuestros bueyes deshicieran la costra reseca que cubría la tierra en invierno tras trabajarla con el arado de madera.
Tuvo especial cuidado en enseñarme que lo más importante de nuestra finca es la producción de cereal. La mayor parte de nuestra producción es de cebada, aunque también hemos cultivado el mijo y a veces el trigo, que da más calidad a la harina: el cereal es el grueso de la producción e impone unos ritmos ineludibles, porque la siembra debe realizarse entre la última arada y el inicio de las lluvias invernales. Por eso, si el abuelo y Menante consideraban, al observar el vuelo de las golondrinas, que sería un año de lluvias escasas, realizaban una siembra en primavera y otra en verano. Sin embargo, la de invierno siempre ha sido la más importante. Por último, gracias a los canales de madera que el abuelo instaló para irrigar el huerto y los árboles frutales, nuestras berenjenas, las cebollas, los melocotones y las naranjas, se encuentran entre los mejores del Peloponeso, y sobre esto no admito duda alguna.
Ordenó a Pelea que me enseñara a bordar y a tejer como una buena espartana, y él mismo se encargó de enseñarme los trucos del cuidado de las flores y de las aplicaciones de las plantas medicinales como la salvia, el orégano, la hierbabuena o el hinojo. Desde niña me ocupó en el cuidado de los jacintos y los arándanos que crecen en nuestro jardín y de los que me siento tan orgullosa.
Pero lo que más me gustó aprender del abuelo fue todo lo que sabía de las estrellas. Me gustaba contemplarlas sentada a su lado durante las cálidas noches de verano en nuestro lugar favorito. Este era un pequeño altiplano en el linde de nuestros campos, desde el que se divisa a la vez nuestra casa y el camino que lleva a las otras aldeas, bajo un alcornoque centenario que parecía un viejo soldado de guardia tanto en días soleados como durante las noches tormentosas. Así conocí que cuando las Pléyades iluminan el cielo es tiempo de usar la hoz, y cuando se ocultan hay que usar el arado, pues permanecen alejadas del cielo cuarenta días; o que los viñedos deben podarse cuando Arturo surge del mar y se eleva al anochecer y permanece en el cielo toda la noche; o que la vendimia empieza cuando Orión y Sirio llegan a la mitad del cielo y Aurora, la de rosados dedos, ve a Arturo.
El abuelo podía predecir el tiempo y aprendí que pueden esperarse tormentas cuando las Pléyades, escapando de Orión, se sumergen en el oscuro mar, y así muchas otras cosas que él depositaba en mi conocimiento infantil. Yo no era consciente entonces, pero el abuelo sembraba la semilla para una cosecha futura. Todo lo había aprendido de boca del mismo Anaximandro, el filósofo. Éste había pasado muchas temporadas en Lacedemonia y había escrito sobre las estrellas. Además, había instalado en nuestros campos sus relojes de sol por ser tierra de pocas nubes y días claros. Juntos le habíamos puesto mi nombre a una las estrellas una noche clara de estío, la misma noche que le dije que quería casarme con él y en la que se rió como nunca.
Algunas veces, recostados en el grueso tronco del alcornoque, adivinábamos las formas de las nubes. Unas tardes veíamos las barbas de Zeus, otras el tridente de Poseidón o a alguna de las diosas, otros días, un buey o una olla de buen cocido, sobre todo cuando se había hecho tarde y el abuelo sentía que su barriga empezaba a hablarle. Así pasaron mis años de infancia en la escuela de Laertes, en los campos, entre las idas y venidas al pozo y el soleado patio de nuestra casa en Amidas.