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479 a. C.
Helios despuntó rojizo por el horizonte y el color del cielo auguraba un día de calor pegajoso. Vi cómo las tropas de infantería ligera de los aliados que permanecían en el campo de batalla, más numerosas pero más débiles ante una carga de caballería, se habían dispuesto en el centro. Los espartanos formaban el flanco derecho junto con la cuarta parte de la infantería ligera, mientras los atenienses, con cascos de rojos penachos, y los otros infantes ligeros se situaron en el flanco izquierdo.
Había ya amanecido cuando los lados comenzaron también a retirarse. Me sentí orgullosa al ver cómo las tropas espartanas no lo hacían desordenadas hacia la tierra abrupta que tenían a su espalda, sino que seguían un orden preciso y calculado. Sonaron las trompetas griegas y los sintagmas, formados por cuadrados de dieciséis hoplitas por lado, ocuparon sus posiciones en la llanura de Platea como si un arquitecto hubiera diseñado una cuadrícula en el terreno. Los sintagmas se unieron en parejas formando pentacosiarquías. Dos de ellas formaban una quiliarquía; cuando dos de éstas se unían formaban una menarquía y dos de ellas, una falange. El total de combatientes era de cuatro mil guerreros, con doscientas cincuenta filas de hoplitas. En las Termopilas, los espartanos habían mostrado un frente de doce escudos. En Platea, lo hicieron con un frente de casi trescientos escudos que se perdía por el horizonte y que un hombre a la carrera tardaría un buen rato en recorrer de punta a punta, pues toda una difalangarquía, con algo más de ocho mil hombres como núcleo de combate, y unos dos mil más de reserva, intendencia y algunos jinetes, presentaban batalla. Juntos formaban un muro de metal contra el que iban a estrellarse los jinetes persas, sin posibilidad de rodearles porque los espartanos tenían los árboles y las faldas de los montes a su espalda.
—Es imposible que puedan envolverles en esta posición —dijo excitado Taigeto a mi lado.
Desde nuestra loma sólo veíamos sus espaldas y el interminable bosque de lanzas que, como los juncos en el margen del Eurotas, crecían unos junto a otros y forman un muro impenetrable. Sin embargo, lo que debieron ver los persas frente a ellos fue una muralla de fuego, pues los griegos estaban encarados al este y por allí ascendía el ardiente Helios que hacía despedir de sus escudos y sus cascos fulgores desconocidos.
Supuse que, al ver la masa de guerreros y oír sus cánticos, los bárbaros recordaron lo que habían sufrido en las Termopilas y sintieron pánico. Recordé entonces lo que me dijera el poeta Simónides en Amidas semanas antes de nuestra partida: «¿Cómo piensas que se enfrentarán los persas a una barrera de miles de espartanos si sólo un puñado les masacraron en las Puertas Calientes y sólo mediante argucias y traiciones lograron atravesar el paso? ¿Qué pasará por sus corazones y sus cabezas cuando vean de nuevo frente a ellos los escudos redondos con las lambdas grabadas a fuego, los cascos de crines enhiestas y las lanzas largas y afiladas?
»Sí, los persas, ante la visión de las tropas espartanas formadas en Platea, sólo podían sentir una cosa: miedo.
Mis pensamientos quedaron interrumpidos por los redobles de un tambor solitario detrás de las filas espartanas al que enseguida se le unió otro, y otro más, hasta que, a nuestros pies, docenas de ellos empezaron a marcar el paso de los hoplitas. Al ruido ensordecedor de los timbales se unieron las dulces flautas. Entonces los guerreros de la falange empezaron a cantar. Miles de voces broncas y varoniles saludaron con ardor al nuevo día. Yo misma me sentí estremecer al ver cómo la masa de guerreros comenzaba a andar por la llanura.
La compacta formación avanzó por el campo igual que una de las máquinas metálicas que Hefesto, el forjador celestial, había diseñado para tan gran día. Pausanias había decidido hacer frente a los persas y yo no sentí miedo alguno al ver las compactas hileras de los hoplitas a mis pies, porque supe que los persas no las rebasarían.
Entonces, algo se agitó en el campamento persa, porque su general, Mardonio, al darse cuenta de la retirada helena y comprender que, en una regresión, el orden de combate sería menos eficaz, ordenó atacar a sus tropas. Desde la lejanía nos llegaron las notas de las estridentes trompetas y los redobles de los tambores persas. A lo lejos se elevó una nube de polvo dorado y, de repente, la llanura empezó a temblar. Mardonio, con la mitad de su caballería y de su infantería, se lanzaba en persecución del centro del enemigo, que ya no estaba en el campo de batalla previsto sino en una zona boscosa difícil de maniobrar para los caballos.
En primer lugar atacaron los arqueros y el cielo se oscureció con las bandadas de flechas que caían encima de la bien pertrechada formación. Los espartanos se defendieron alzando los escudos sobre sus cabezas y por unos momentos la llanura se convirtió en un mar dorado. Este primer ataque casi no hizo mella en su ánimo, pues los soldados seguían cantando. La formación en falange era algo tan impenetrable como lo es un erizo que, como me había dicho padre, sólo conoce un truco, pero es muy bueno.
Desde nuestra elevada posición podíamos oír los aulós y las voces de nuestros guerreros que seguían avanzando rítmicamente, primero al paso y después al trote:
Que cada uno siga firme sobre sus piernas abiertas,
Que fije en el suelo sus pies y se muerda el labio con los dientes.
Que cubra sus músculos y sus piernas, su pecho y sus hombros
Bajo el vientre de su vasto escudo.
Que su diestra empuñe su fuerte lanza
Que agite sobre su cabera el temible airón
La caballería persa, compuesta por cientos de jinetes, apareció entonces encima de una loma seguida por miles de infantes. Los colores de sus banderolas inflamaban el cielo y su sola visión cortaba la respiración al más valiente de los hombres. Cuando los avistaron en el promontorio, y a una señal de las cornetas, el bosque de lanzas griegas bajó a la vez para enfrentarse tanto a la caballería como a los arqueros e infantes persas.
Los hombres iban a lanzarse unos contra otros como manadas de jabalíes o de leones, se miraban entre sí ardorosos e irritados, todos sedientos de la sangre ajena. Sin embargo, el ánimo no era el mismo entre los corazones de los hoplitas griegos y el de los bárbaros.
Entonces las trompetas bárbaras hendieron el cielo y un mar de caballos se precipitó desde la colina en la que habían esperado la señal. El éter se llenó de relinchos cuando la tierra tembló de nuevo, pues parecía que Poseidón había hincado su tridente en ella. Bajo nuestros pies, las formaciones de los espartanos seguían avanzando y los tambores marcaban el ritmo sin descanso. Una nube de polvo se elevó como ofrenda a Ares, hacedor de viudas y destructor de murallas. El mismo dios hizo acto de presencia recubierto de bronce y terror llenando la tierra con sus gritos ardorosos cuando la caballería se desplegó por la ladera y los jinetes bajaron sus lanzas contra la muralla espartana. Aquí y allá, los corceles más rápidos se precipitaron contra las hileras de hoplitas estrellándose contra ellas y, tras los primeros, muchos otros hicieron temblar a la falange. El muro de bronce y fuego se contrajo como la serpiente que zigzaguea en la espesura allá donde la carga de la caballería había sido más punzante, pero, al instante, la serpiente volvió a su forma original. Entonces los caballos y los jinetes salieron despedidos por los aires o se revolvieron en el suelo atravesados por las lanzas de lúgubre sombra.
Al disiparse la nube de polvo, docenas de caballos y jinetes se revolvían, enmarañados, junto a la formación de guerreros que seguía avanzando. Los hombres se apretaban unos junto a otros, sudorosos. La falange era igual que una trirreme avanzando por la llanura polvorienta al ritmo de los miles de remos de puntas afiladas.
Tras estrellarse contra la mole de bronce, los caballos volvieron sus grupas y se reorganizaron a lo lejos. De nuevo, las metálicas cornetas rompieron el cielo con sus estridentes notas y los dioses del Olimpo volvieron sus cabezas para ver cómo los hombres se herían y mataban en la planicie de Platea. Una y otra vez los jinetes cargaron contra la formación de hoplitas. Las lanzas se partían y los escudos temblaban, los hombres se apretaban unos a otros mientras del cielo llovía sangre.
Sin embargo, para nuestro alivio, los jinetes desistieron en su empeño tras estrellarse varias veces contra una falange erizada de lanzas. Los caballos no podían acercarse a ese bosque de armas que les encabritaba, y si algún jinete osaba acercarse demasiado al erizo de púas mortales, caía acribillado al instante junto a su montura.
Mientras tanto, en el otro flanco, a nuestra izquierda, los atenienses resistían la acometida de los tebanos aliados de los persas. La lucha era encarnizada pues ninguno de los dos bandos lograba poner en fuga al otro. Sin posibilidad de dar un respiro a nuestros hombres, la infantería ligera persa, sin armadura y con la única protección de un escudo de mimbre, se lanzó a la carrera contra los espartanos y entonces sucedió lo que más temía mi corazón. Porque las hileras de los dos ejércitos aún no habían trabado combate y los timbales seguían tronando en el cielo cuando un hoplita salió de la formación espartana lanzándose en solitario contra las hileras persas, que avanzaban hacia ellos sin orden ni concierto, rugiendo como bestias salvajes.
Me agarré a Taigeto para ahogar un grito, pues de inmediato reconocí la imponente silueta del guerrero, su forma de correr y de sostener el escudo pegado al cuerpo y sentí como si una flecha persa se clavara en mis entrañas.
El hoplita recorrió casi un estadio en una carrera veloz y entró sólo en el fragor de la batalla. Cuando los persas le vieron creyeron tener delante de sí a una de las furias infernales que un día les llevarían, pues el solitario guerrero arremetió contra el primer grupo que se puso delante y asustó a los hombres como si fueran peces mudos delante de una bestia marina. Les gritó que era uno de los que había estado en las Termopilas, y cuando le oyeron, sus caras se llenaron de terror. Luego arrojó su lanza con tal fuerza que atravesó el escudo de un robusto guerrero y se le clavó en el esternón. Se oyó cómo le partía el hueso, y el alma del desgraciado se escapó por su boca en forma de espumosa sangre. A continuación, desenvainó su espada y de un solo tajó cortó los miembros de otro, mientras con el escudo asestaba un golpe tan certero a otro que le pardo la cabeza en dos, su cerebro se derramó a su alrededor y la negra sangre tiñó la tierra.
Lo mismo que un gavilán pone en fuga a grajos y estorninos, así Alexias abrió un hueco en torno a él. Los enemigos dudaron en acercarse a ese nuevo Heracles titubeando a su alrededor como los niños en la palestra ante un campeón. Pero ya los arcos de los persas se tensaban para alcanzarle y me cubrí el rostro con el manto mientras él corría para lanzarse de nuevo contra la marea de escudos extranjeros.
Habían caído una docena de persas a sus pies cuando una flecha salió disparada desde la multitud de enemigos que lo rodeaba, penetró en su armadura y se clavó en su costado. Alexias se desplomó igual que un olmo por los certeros hachazos de los hábiles carpinteros, pero se levantó enseguida del polvo para seguir luchando hasta que una segunda y una tercera flechas le hirieron.
No bien nuestra vista alcanzó a ver a su gemelo en el suelo que Taigeto recogió las armas del abuelo del suelo. Yo oculté mi rostro entre las manos, pues oí que profería un grito horroroso que hendió el cielo y se lanzó corriendo desde la colina desde la que presenciábamos la carnicería.
He dicho ya que el alma de los gemelos, como las de los dioscuros Cástor y Pólux, tienen una conexión especial, que sus vidas discurren paralelas y presienten al otro aunque no le vean. Dicen que viven el dolor del otro como propio. Por eso Taigeto saltó por los riscos como un avezado pastor brinca junto a sus cabras, adelantó a la cerrada formación espartana y se metió en el fragor de la batalla. Arrojó su lanza con tanta fuerza que atravesó a más de un enemigo, y lo mismo hizo con el escudo del abuelo, que salió despedido por el cielo polvoriento. El hoplón de bronce destrozó varias cabezas antes de caer al suelo con estrépito. En un abrir y cerrar de ojos desenvainó su espada y se interpuso entre Alexias y los persas. En ese instante funesto, los gemelos luchaban para salvar el uno la vida del otro, pero estaban solos en tierra de nadie, rodeados de enemigos.
Otros que presenciaron el combate desde la primera hilera dijeron que un veterano capitán platense, al ver a los dos hermanos luchar en solitario contra las filas persas, salió corriendo hacia ellos. Arrojó su lanza contra los bárbaros, alcanzó a uno en el estómago y allí se quedó balanceando su negra sombra. Luego derribó a varios más y se lanzó con su escudo sobre los dos espartanos para protegerles de las espadas y las lanzas, mientras a su alrededor seguía la batalla.
Cuando los hoplitas espartanos vieron a dos de los suyos y a un ilota luchar en solitario entre las filas persas, no esperaron las consignas de los generales. La voz de Talos, el amigo de padre, rugió como un león en la espesura por toda la planicie:
—¡Cascos abajo, escudos arriba! ¡Espartanos!
Ahí estaban los tres, en el suelo, rodeados por los persas que les acribillaban por todos lados cuando una marea roja como la sangre, de encrespadas olas broncíneas, se les echó encima. Igual que el mar embravecido ruge en mitad de la tormenta y no hay abrigo donde guarecerse ante tan aterradoras oleadas, las hileras espartanas corrieron al centro de las fuerzas enemigas con la facilidad del cuchillo que corta la manteca. Allí, en una maraña de cuerpos, se riñeron de sangre entre el polvo y el entrechocar de los escudos. Desde mi atalaya vi como una difalangarquía espartana, más de ocho mil guerreros entrenados toda su vida desde los siete años para matar y morir, se lanzó entera al combate por primera vez en nuestra historia. La bestia escarlata y oro engulló a los persas al son del canto de guerra y el piafar de los aulós. Por los valles, los barrancos o la llanura sólo se oyeron los terribles versos de Tirteo entre el griterío de los soldados persas, que eran masacrados por los mil brazos y bocas hambrientas del monstruo lacedemonio. Las lanzas de lúgubre y alargada sombra volaron hacia la marea bárbara, ocultaron el sol y se clavaron en la carne. Los espartanos desenvainaron sus terribles espadas e hicieron lo único que sabían hacer: derribar, cortar, herir y matar. Los hoplitas clavaban los tacones en el suelo y golpeaban al unísono con sus escudos, los bárbaros rebotaban contra ellos y entonces los griegos lanzaban sus lanzas por encima de sus cabezas para hendir los escudos de mimbre, atravesaban las armaduras de cuero y segaban las vidas extranjeras. Toda mano que se alzaba para herir, daba en carne.
Allí estaban otra vez, como en las Termopilas, el Flujo y el Reflujo, y a su alrededor brillaban deambulando entre los combatientes el Tumulto, el Asesinato y la Masacre. Allí se lanzaban con ímpetu Eris, diosa de la discordia, y junto a ella la odiosa Confusión; y la funestas Keres, seres oscuros, con dientes y garras rechinantes, sedientas de sangre humana, sobrevolaban el campo de batalla buscando hombres moribundos o heridos. Allí, una arrastraba por los pies a un guerrero recién herido, y otra a uno todavía ileso, y otra, más allá, cargaba con uno muerto en el combate para arrastrarle al Hades.
Me contaron luego que, a salvo entre los mantos espartanos que les habían rebasado, Taigeto se incorporó junto a padre. Ambos vieron que Alexias tenía cuatro flechas clavadas en el torso y que de sus heridas manaba, abundante, la sangre. Padre se arrodilló a su lado mientras le apretaba contra su corazón. Supo que la hora estaba cercana y le despidió con estas palabras:
—Decía tu abuelo que la luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo, hijo mío. Y hoy tú has brillado mucho.
Alexias le miró con inmenso cariño, le apretó la mano mientras le respondía sin que la sonrisa abandonara su rostro:
—Espero que tengáis un buen día.
Taigeto no quiso ver más, recogió las viejas armas del abuelo para adentrarse de nuevo entre las prietas filas helenas para llegar a la vanguardia y vengar la muerte de su hermano. Padre estaba malherido en un costado, por eso Talos y Prixias se llegaron hasta él, pero no se dejó ayudar. Sus ojos orgullosos sólo estaban pendientes de la fuerza y la destreza del joven esclavo que luchaba en la vanguardia espartana. Los tres capitanes vieron, admirados, cómo el ilota, al igual que Alexias, era un portento de fuerza y destreza. Como un veterano, curtido en cientos de batallas, clavaba los talones en el suelo, codo con codo junto a los demás hoplitas, lanzaba su escudo hacia delante y con la lanza hería o mataba sin que las fuerzas abandonaran sus miembros. Cuando su lanza se volvió inservible desenvainó la espada, que empezó a volar como un halcón en busca de su presa. Era tanta la rapidez de sus movimientos que pocos persas se atrevían a ponerse delante de él, y a su alrededor pronto se hizo un vacío.
Padre cerró los párpados de Alexias, y al ver el ardor y el coraje del hijo a quien un día los ancianos de la Lesjé habían querido abandonar en el monte, aún tuvo fuerzas para recoger los dos escudos del suelo bramando antes de lanzarse contra los medos:
—¡Esparta!
Sus hombres le siguieron sedientos de venganza y juntos penetraron entre un bosque de lanzas enemigas. La polvareda tiñó el campo como una espesa y terrible niebla y no quise ver nada más hasta el final del combate. Cuando todo terminó, un hoplón espartano fue izado en el campo como señal de victoria. Las cornetas sonaron triunfantes y entonces vi cómo en el campo de batalla los hombres se abrazaban unos a otros mientras los persas huían hacia el norte.