Capítulo 4
La fiesta de nuestro aniversario sería una simple reunión de amigos, charla, cena y copas; eso sí, formal, lo que suponía puesta de largo.
Después de dar el pecho a mi Khaled, bajo la enternecida mirada de Elena, ambas corrimos a prepararnos.
Para la ocasión me había comprado un traje de seda salvaje en color amarillo, estilo sirena, que se ceñía a mi talle para abrirse a mitad de muslo. Por fortuna, como ya me anticipó la matrona, había recuperado la figura rápidamente gracias a la lactancia, y por supuesto al ejercicio físico. Gunnar y yo salíamos a correr casi todas la mañanas, montábamos a caballo y le ayudaba en las labores de la granja, pero nuestro deporte principal, sin duda, era demostrar cuál de nuestros animales internos era más voraz. Sonreí; el último asalto en un baño público había sido del león.
Con unas tenacillas, remarqué cuidadosamente cada una de mis ondas. Era un trabajo arduo por la longitud de mi melena, pero, cuando terminé y me miré en el espejo, comprobé orgullosa el resultado. Mi cabello negro resplandecía en cada curva. Finalmente, recogí el lado derecho con un pasador dorado, amontonando mis rizos al otro lado. Perfecto, al menos uno de mis pendientes luciría.
Maquillé mis ojos, perfilándolos con sombra oscura, lo que acentuó mi tono ámbar; apliqué máscara de pestañas, color a mis mejillas y, para finalizar, un carmín de un tono rosado natural con brillo. Una última mirada de aprobación y salí del baño.
Gunnar se ajustaba la corbata negra frente al espejo con movimientos secos y elegantes; contuve una exclamación. Estaba tan guapo que mi lobo se removió inquieto, casi salivando ante aquella suculenta imagen.
Llevaba un traje negro, de corte italiano, que se ajustaba a sus imponentes dimensiones a la perfección. La camisa blanca destacaba su tez bronceada por el trabajo al aire libre. Mi ojos recorrieron la dura línea de su mandíbula, su boca amplia y dulce, su nariz recta, sus altos y anchos pómulos y esos ojos alargados de gato, siempre acechantes, tan profundos y brillantes como los abruptos barrancos de las montañas que nos rodeaban. Llevaba el cabello suelto sobre los hombros, dorado y brillante, pero con ese sempiterno toque rebelde e indomable que añadía una salvaje masculinidad a su porte.
De repente, sentí su mirada reflejada en el espejo clavada en mí.
Perplejo y obnubilado, me recorrió despacio, prestando atención a cada detalle; sus labios se abrieron, su mirada se encendió, sus rasgos se tensaron. Contuve la respiración cuando se giró hacia mí.
Avanzó lentamente y, a cada paso, la emoción que brillaba en sus ojos, aumentaba.
—La primera vez que te hice mía llevabas un vestido parecido.
Aquel recuerdo, de hacía doce siglos, volvió a mí, con detallada claridad.
Aquel día, en la fiesta del skáli, me sacó de allí casi a rastras, temiendo que fuera de otro hombre, mostrando con fiereza sus sentimientos, su posesión. Hasta casi sentí aquel beso delirante contra la empalizada, cómo me empujó hasta su cabaña, donde me tomó como suya. Esa primera entrega debió haberme abierto los ojos: era él, mi hombre, mi destino, pero por aquel entonces todavía me aferraba a Rashid.
—Sí, lo escogí a propósito —confesé.
A tan sólo dos pasos de mí, se detuvo.
Percibí con total nitidez el deseo que manaba de él. Era como ondas térmicas irradiadas por su cuerpo, como una fuerza electromagnética que cargaba el aire a su alrededor, activando cada una de mis terminaciones nerviosas. Noté cómo se aceleraban mis latidos. Esa conexión mágica que nos unía transgredía cualquier ciencia y credo.
—¿Sabes? —dijo en voz susurrada y grave—. Provoca la misma reacción que entonces.
Inclinó levemente la cabeza y con mirada depredadora avanzó hacia mí.
Sus manos se aferraron a mi cintura; el calor que desprendían despertó mi piel y languideció mis sentidos. Olía maravillosamente bien; mi consciencia pasó a un segundo plano, mi vientre hormigueó y mi pezones se endurecieron.
Gunnar me pegó a él, clavando en mí su verde y sesgada mirada.
—Siempre supe que era tú, desde la primera vez que puse mis ojos sobre ti, la otra mitad de mi alma —musitó.
Mi garganta se secó; un aleteo inquieto recorrió mi pecho, sentí escalofríos erizando mi piel y el atronar de los latidos en mis oídos.
—Que seas, además, la mujer más condenadamente bella y sensual que hay sobre la tierra es un favor que debo agradecer a los dioses —agregó mientras se inclinaba sobre mi boca.
Unos rápidos y secos golpes en la puerta lo detuvieron. Una voz femenina, gutural y seca, llegó enérgica hasta nosotros.
—¡Los invitados esperan abajo!
Gunnar me sonrió, chasqueó la lengua, sacudió la cabeza y me soltó.
—Los invitados deberán agradecer a Rona que hoy tengan anfitriones.
Reí, puse las palmas de mis manos en sus hombros y me puse de puntillas, a pesar de mis tacones, para darle un beso rápido. Para mi asombro, Gunnar se apartó.
—¿Acaso has olvidado en lo que acaban nuestros besos? Si vuelvo a acercarme a ti, será para devorarte.
Hice un mohín desconsolado y Gunnar gruñó, me guiñó un ojo y me acompañó a la puerta.
—No me tientes, nena, o la fiesta acabará siendo la más sonada de la zona.
Abajo, varias parejas charlaban animadamente mientras bebían unos cócteles. Eran amigos de Gunnar, y ahora también míos. Miré la hora del reloj de pared, era exactamente la hora estipulada. «Infalible», me dije sonriente.
Saludamos a los invitados con un abrazo cálido y una sonrisa agradecida.
Britta Holgen, esposa de Knute, director de una de la mayores factorías lecheras de la zona y uno de los hombres más francos que yo había conocido en mi vida, admiró mi vestimenta, alabando la elección.
—Desde luego, querida, es impresionante cómo te has recuperado del embarazo.
Su marido se ajustó las gafas de montura invisible sobre el afilado puente de su nariz y me contempló con aprobación.
—Sin duda, estás soberbia Vicky, y el amarillo te favorece —opinó Knute.
—Es más un color de morenas, y aquí no abundan —convino su mujer.
—Gracias, Britta, tú estás radiante.
Y era cierto, su melena casi albina se estiraba en un alto moño, despejando por completo un rostro regio, de facciones delicadas. Sus pequeños pero aviesos ojos cerúleos mostraban el brillo de una mente aguda, siempre alerta; nada escapaba a su control. Su vestido, de un verde musgo casi tan intenso como los ojos de mi esposo, ceñían un cuerpo esbelto, pero sin muchas formas.
—Rona nos ha dicho que esta mañana llegó tu amiga española, pero no la hemos visto —adujo Britta, llevándose la copa a los labios.
—Es española —le recordó su esposo, como si esa sola indicación fuera inherente a la impuntualidad.
Justo en ese momento se acercó Rona con la bandeja de los cócteles; tomé una copa y me la llevé a los labios.
—Y ardiente —intervino Rona—. Seguro que han torcido todos los cuadros de la pared. Desde la cocina se oían los golpes y alaridos, miedo me da entrar en la habitación.
Me atraganté ante las risas de Britta y Knute.
Gunnar, que hablaba con Sven, su mejor amigo y uno de los principales ganaderos de la comarca, miró preocupado en mi dirección.
Alcé la mano, en señal de que todo iba bien, mientras Britta palmeaba mi espalda.
—¡Diantres, Rona! —exclamé—. ¿No sabes lo que significa la discreción?
—Sé lo que significa el decoro —se defendió ceñuda—. Y si ellos no quieren que nadie sepa que fornican como animales, es tan fácil como morder la almohada, digo yo.
Britta se carcajeaba mientras aleteaba su mano y negaba con la cabeza.
—Ay, Rona, no te contrataría en mi casa aunque te ofrecieras sin sueldo.
Rona la fulminó con la mirada, frunció los labios reprobadoramente y alzó la cabeza altiva.
—No veo por qué —intervino Knute—. Tú eres de las que muerden almohadas.
—¡Ja! —exclamó Rona triunfal, mientras se alejaba.
Reprimí la carcajada, por temor a molestar a Britta; sin embargo, fue ella la que rió.
—Veo que os lo estáis pasando genial.
Lisbet Amundsen, esposa de Sven, de belleza angelical, casi aniñada, de cabellos trigueños y lacios que caían suaves a ambos lados de su dulce rostro, nos sonrió con curiosidad.
—Hablábamos… de… las… ¿almohadas? —repuso Britta entre risas.
—Más bien de cómo se muerden —aclaró su marido, que también reía.
Lisbet me miró abriendo los ojos con asombro; me encogí de hombros, al tiempo que me sacudió otra carcajada.
—Dios santo, y eso que acabamos de empezar —adujo Lisbet.
Un carraspeo tras de mí me hizo volverme.
Elena y Yusuf me miraban sonrientes y expectantes.
—Esa sonrisa es inconfundible, es la de una mujer orgásmicamente satisfecha —musitó Britta a mis espaldas.
—No lo dudes, guapa, mi hombre es un toro —contestó Elena en perfecto noruego, con la más dulce de las sonrisas en su cara.
—Se me olvidó comentar que habla vuestra lengua —confesé divertida.
Elena había comenzado a estudiarla desde que yo me instalé aquí, como yo; en nuestros numerosos correos me comentaba sus avances, y me consultaba las dudas.
Yusuf, en cambio, apenas chapurreaba alguna que otra frase.
Britta se adelantó y le alargó cortés la mano, y Elena hizo lo propio: la cogió por los hombros y le estampó los sonoros besos de rigor en las mejillas.
—Es española —le recordé con orgullo—, como yo; ninguna de las dos mordemos almohadas.
—Curiosa presentación, amiga —dijo Elena—, aunque ya imagino el tema que tratabais.
—Ésta es Britta, tu alter ego escandinavo.
—Ya me empieza a caer bien, ja, ja, ja, ja, ja.
Al grupo se acercaron los demás. Jørgen Ladjson y su esposa Janne, Markus Axel y su hermano Finn. La espectacular Ingrid, una pelirroja voluptuosa, de ojos azules y sesgados, pómulos altos y prominentes y boca generosa, con su prima Hildur. Igual de alta que ella pero bastante más delgada y enjuta, de cabello del color del brandi viejo, igual de brillante y de ojos gris claro. Al contrario que su llamativa prima, era anodina, de carácter reservado y muy callada; sin embargo, se intuía tras ese escudo de timidez una inteligencia sublime. Por algún motivo, me encontraba a gusto a su lado, me transmitía una paz y una seguridad apabullantes, al revés que Ingrid, que me inspiraba desconfianza y recelo constante.
Y no se trataba únicamente de la forma en que se comía a Gunnar con los ojos, sino de algo más, una sensación de malestar opresiva, una mera cuestión de piel, de rechazo inconsciente. Desde el día en que la conocí, la sensación no había hecho más que acrecentarse. La quería lejos de mí, de la misma manera que quería cerca a Hildur. Pero, al parecer, eran un pack indivisible; lo que resultaba más curioso era que sospechaba que ninguna toleraba a la otra. En mis contadas conversaciones con Hildur, me había maravillado la sapiencia de alguien tan joven, a pesar de que me llevaba sólo cinco años. Y a pesar de que ella jamás había hablado mal de Ingrid, creía ver en sus miradas hacia ella, y en sus gestos cuando su prima se le acercaba, un desagrado sutil, apenas perceptible.
Los últimos en acercarse fueron Lars Mine y su esposa Tora, ambos ya metidos en la cincuentena. Lars era médico en Tønsberg, nuestro médico de familia, y su mujer, psiquiatra, algo que me llamaba poderosamente la atención, pues era una mujer casi imposible de interrumpir cuando empezaba a hablar. No me la imaginaba en completo silencio en su consulta, escuchando y tomando notas.
Hechas las presentaciones, nos sentamos a la mesa. Por supuesto, Rona, su marido Arne y la dulce Anniken se unieron a nosotros.
Las mujeres a un lado de la mesa, los hombres al otro, con las parejas en frente.
En el centro de la larga mesa se alineaban los platos con que la gran Rona nos agasajaba. El colorido de las viandas resaltaba contra la blancura del mantel de hilo.
Había bandejas de gravlaks, salmón marinado en sal, azúcar y especias, servido laminado; canapés de reker, gambas sobre pan blanco, con limón y cubiertas de mahonesa con eneldo; kjottkaker, carne picada de ternera preparada en forma de albóndigas y frita, servida con puré de guisantes y patatas cocidas; platos con Geitost, un queso de cabra marrón, con sabor dulce y algo amargo, con notas de caramelo, sobre tostas y acompañado de bayas de enebro, y, por último, lutefisk, pescado desalado, bacalao en esta ocasión, a la parilla, acompañado de bacón, puré de nabo y guisantes. Varios cuencos de salsa rømmegrøt, crema agria natural aderezada con mantequilla, azúcar y canela, se hallaban repartidos por la mesa, al alcance de todos.
Al contrario que sucede en las mesas españolas, donde se va sirviendo la comida siguiendo un orden determinado, allí todos los platos que se van a comer ya están dispuestos, con lo que la anfitriona no tiene que levantarse continuamente para servir. Incluso el postre estaba presente, la multekrem, elaborada con bayas de los pantanos y nata montada. A un extremo se encontraba la mesita auxiliar con ruedas; sobre ella había una pila de platos limpios y cubiertos, y en la bandeja inferior se iban dejando los platos sucios que los invitados pasaban de unos a otros, con lo que nadie tenía que levantarse de la mesa. La eficiencia nórdica era una de la claves de su desarrollo a todos los niveles.
—No hay cerdo —anuncié a Yusuf, que asintió agradecido.
—Shukran —respondió.
Aquella sola palabra arrancó reminiscencias dolorosas de mi mente. Esa lengua melosa y la apariencia de Yusuf rescataban un rostro de mi memoria. Me encontré con la penetrante y zaína mirada de Yusuf, que hizo que me agitase incómoda en la silla.
Gunnar también me observó, adivinando con meridiana claridad el nombre que había acudido a mis recuerdos; torció el gesto y se dirigió a Yusuf:
—¿De dónde eres?
—Mis padres son del Líbano, pero yo nací en Jordania.
—¿Y cómo llegaste a España?
—Me ofrecieron un trabajo allí, soy traductor y guía turístico.
—O sea que ya sabías castellano cuando fuiste —repuso Gunnar llevándose un trozo de salmón a la boca.
Yusuf asintió tras beber un trago de solo, una bebida refrescante con sabor a naranja.
—Sí —admitió—. Por alguna razón, es un idioma que siempre llamó mi atención. —Hizo una pausa y sonrió—. Ahora sé por qué.
Gunnar dejó de masticar, tragó incómodo y bebió de su copa de vino blanco.
—El amor me esperaba en ese país —aclaró alzando su copa ante Elena, quien, sentada a mi lado, lo miraba hechizada. Ella lo imitó y las entrechocaron. Pero cuando Yusuf bebió de ella, sentí sus ojos nuevamente sobre mí, por encima del borde.
Gunnar no me quitaba los ojos de encima, parecía contagiado por mi inquietud.
—¿Piensas casarte con ella? —inquirió interesado.
—Me lo ha prometido —respondió Elena—, así que más vale que lo cumpla o lo ataré a una silla y lo atiborraré de cerdo.
Yusuf rió divertido y le guiñó un ojo.
—Como ves, Gunnar, no tengo escapatoria —repuso volviéndose hacia él.
Gunnar asintió y sonrió, aunque la sonrisa no llegó a sus ojos.
—Hecha la promesa, es mejor cumplirla cuanto antes.
—Bueno, las cosas hay que madurarlas un tiempo —manifestó Yusuf con calma—. No como lo vuestro, que fue un flechazo instantáneo. —De nuevo dirigió su atención sobre mí—. Elena me contó que viniste de vacaciones para olvidar a un tipo y que, en cuanto lo viste, caíste rendida a sus pies.
—Fui yo el que quedó prendado desde el principio —admitió Gunnar.
—No es para menos —repuso Yusuf sonriéndome—. Cuando las vimos en la estación de Toledo, mi amigo Diego y yo caímos cautivados por ellas.
Gunnar resopló incómodo, su semblante comenzaba a crisparse.
—¿Qué tal la comida? —pregunté, deseosa de cambiar de tema.
—Deliciosa —confirmó Yusuf, paladeando cada sílaba y con la mirada recorriéndome sin ningún reparo.
Bajé la vista a mi plato, con las mejillas encendidas y un molesto desagrado que crecía paulatinamente en mi estómago.
Decidí centrar mi atención en las conversaciones que se desarrollaban a mi alrededor, y en Elena, que hablaba animadamente, practicando su noruego. Atenta, le traducía a Yusuf cada frase, sin percatarsse de que su novio no parecía estar interesado en nada más que en devorarme con los ojos. Maldije para mis adentros.
Como predije, Britta y Elena conectaron en seguida, y sus bromas subidas de tono caldearon el ambiente. Las risas y la cordialidad reinante no aligeraron mi ánimo y, aunque sonreía e intentaba pasarlo bien, la semilla de preocupación que había sembrado la actitud de Yusuf me lo impedía.
Terminada la cena, nos trasladamos al salón. Gunnar, Sven y Finn preparaban las copas en el mueble bar. Yo me quedé junto a Elena, que por fortuna se colgó del brazo de Yusuf y, acaramelada, ocupaba toda su atención, con arrumacos y besos.
Hildur se acercó a mí, con sonrisa tímida.
—¿Me enseñas tu colección de música?
—Claro, pongamos algo para bailar —contesté aliviada; acababa de darme una excusa para alejarme de la parejita.
En una esquina, encendí la cadena de música y deslicé los compartimentos de los cedés para que Hildur escogiera.
—Mmmmm… Tienes unos gustos muy eclécticos —observó.
—Sí, depende del momento me gusta escuchar distintos tipos de música.
—¿Medieval? —inquirió sorprendida.
—Soy restauradora de antigüedades, me pone en situación —aduje—. Ahora estoy restaurando uno de los cuadros de la iglesia local; cuando trabajo me gusta trasladarme al siglo que me ocupa.
—Interesante —musitó.
Sus gráciles dedos iban pasando los cedés en busca de algo de su gusto. Por fin eligió uno de Neon Trees, el álbum «Habits», casualmente uno de mis grupos favoritos. Me miró como pidiendo mi aprobación, asentí y presioné el botón de extracción de la bandeja de cedé. Metí el disco y en seguida sonaron los rítmicos acordes de Animal, una canción de pop rock que me apasionaba y que solía cantar por la casa, dando saltos.
Los invitados empezaron a bailar con sus copas en la mano. Ingrid, con su vestido rojo de satén, comenzó a contonearse sensual y a agitar su esplendorosa cabellera naranja.
Cuando llegó el estribillo, todos lo cantaban extasiados; me uní a ellos.
—Oh, oh, I want some more. Oh, oh, what are you waiting for? Take a bite of my heart tonight. Oh, oh, I want some more. Oh, oh, what are you waiting for? What are you waiting for? Say goodbye to my heart tonight.
Gunnar se me acercó bailando, me rodeó la cintura y se contoneó contra mi cuerpo.
—Esa canción está hecha para nosotros —susurró en mi oído, envolviéndome con sus fuertes brazos—. Quiero un poco más de ti, siempre quiero un poco más… —tradujo la estrofa, poniéndome la piel de gallina con esa voz grave y ronca que tanto me excitaba—… ¿a qué estás esperando? Toma un mordisco de mi corazón esta noche.
—Tomaré más de lo que me ofrezcas —musité subyugada por su cercanía.
—Te ofreceré más de lo que me pidas.
Nos abrazamos envueltos en una nube de amor que nos alejaba de todo.
Gunnar me giró y se pegó a mi espalda, frotándose contra mí. Las palmas de sus manos contornearon mis caderas y se deslizaron por mis muslos, sinuosamente, al tiempo que hundía su nariz en mi cuello. Gemí casi de manera involuntaria, cerré los ojos y apoyé mi cabeza en su pecho, exponiendo premeditadamente mi garganta a su ardiente boca. Sentí que mis rodillas se gelatinizaban cuando su lengua ascendió por la delicada piel de mi cuello y sus dientes apresaron delicadamente el lóbulo de mi oreja. Seguíamos bailando, o eso creía; envuelta en mi particular burbuja de deseo, era incapaz de percibir con claridad mi alrededor. Sólo era dolorosamente consciente de la palpitante dureza de Gunnar presionando mis nalgas, de su inquieta y cálida boca, y de aquellas benditas y mágicas manos que anulaban mi juicio, despertando mis más fieros instintos sexuales.
—Cielo, me vuelves loco —susurró enfebrecido—. Esta maldita hambre va a acabar conmigo, me consume.
Una sonrisa exultante y sensual distendió mis labios. Gunnar apresó mis caderas de nuevo y presionó contra mi trasero su latente deseo.
—Él… también te busca, constantemente…
—Y yo a él… Me siento tan vacía cuando me abandona —murmuré en apenas un hilo de voz.
—Nena, vas a conseguir que olvide que no estamos solos.
—Mmmmm… ¿No lo estamos? —mascullé excitada.
Gunnar rió y rodeó mi cintura; su amplio, fornido y cálido pecho se sacudió contra mi espalda.
—No, pero lo estaremos… y entonces, mi fogosa loba, voy a colmar tu apetito de tal manera que no te sentirás vacía en días.
—Ja, ja, ja, ja, ja, ja… Empiezo a temerte.
Gunnar me dio la vuelta y sujetó entre sus fuertes manos mi rostro.
—Sería lo más prudente, ese vestido ha despertado la bestia que hay en mí…
Su verde mirada fulguró cargada de promesas indecentemente excitantes.
—Esa bestia jamás estuvo dormida —aseguré embebiéndome del deseo que tensaba su hermoso rostro.
—No desde que te encontré.
Entreabrí apenas los labios y la boca de Gunnar cayó sobre la mía, constatando en aquel beso la pasión que lo consumía. Su lengua se enredó ávida en la mía, plantando una batalla que no daba cuartel, sedosa, electrizante, vehemente, y arrancando de mi garganta guturales gemidos que se perdían en el interior de su garganta.
Cuando logramos separarnos, descubrí que sonaba una canción que habíamos bailado innumerables veces en la soledad de este mismo salón. Perdidos uno en los ojos del otro. Suspiré.
Gunnar enlazó mi cintura y cogió mi mano; abrazados, bailamos los acordes de One more kiss, dear, de Vangelis, del álbum de la grandiosa «Blade Runner».
—Un beso más, mi amor, una mirada más… —tarareó Gunnar mientras me deslizaba en círculos grácilmente. Era un excelente bailarín; a pesar de su tamaño, poseía una ligereza y agilidad apabullantes. Sus movimientos elegantemente felinos rezumaban una sensualidad embriagadora. Supe, sin necesidad de despegar mis ojos de los suyos, que todas las mujeres de la sala estaban suspirando bajo su influjo.
A nuestro alrededor comenzaron a acompañarnos más parejas.
Los melódicos y románticos acordes de la canción crearon un ambiente relajado y silencioso.
Apoyé mi mejilla en su hombro y ya cerraba los ojos cuando alguien tocó mi hombro.
—¿Puedo robarte durante unos minutos a este estupendo bailarín? —rogó Ingrid—. No temas, sé que sólo tiene ojos para ti, pero quiero saber lo que es flotar entre los brazos de un coloso.
—Tal vez deberías preguntarme a mí —intervino Gunnar, molesto por la interrupción.
—No pasa nada cariño, necesito una copa —respondí cediéndole mi lugar y disimulando mi desagrado—. Es todo tuyo.
—Qué más quisiera yo —repuso Ingrid. Me guiñó un ojo a modo de chanza, aunque sabía que hablaba muy en serio.
Debería haberme acostumbrado al descaro de aquella mujer, no era la primera vez que mostraba tan abiertamente su interés hacia mi esposo y, si no supiera que Gunnar no la soportaba, hace tiempo que la habría alejado de mi vida. Hildur era la otra razón.
Ya me dirigía al mueble bar cuando alguien me aferró el codo, frenándome en seco. De repente me vi catapultada contra un pecho; una mirada zaína me miró divertida.
—¿No irás a negarme un baile, no?
Yusuf me sonrió abiertamente; sus ojos brillaban de manera inquietante. Un desasosiego molesto comenzó a aletear en mi estómago.
—¿Y Elena?
—Salió con Britta, están charlando en el porche.
—Tal vez, en otro momento —me obligué a sonreír—; necesito desesperadamente una copa.
Yusuf negó con la cabeza, afianzándome en sus brazos.
—Tranquila, no voy a imitar el baile de tu gigante.
Su voz dejó translucir un deje de envidia que me puso un regusto amargo en la garganta.
Asentí a regañadientes y me dejé llevar por él. Su mano apresaba mi cintura y me acercaba a su cuerpo; en uno de los giros, acabé prácticamente pegada a su cuerpo; mi senos se oprimieron contra su pecho, jadeé. Alcé el rostro para mostrarle mi desagrado, pero lo que hallé en su bruna mirada me dejó sin respiración: un anhelo desgarrador.
Puse las palmas de las manos en sus hombros e imprimí toda mi fuerza para alejarlo de mí.
—¿Qué demonios estás haciendo? —siseé furiosa.
—Relájate, sólo estamos bailando.
—Pues baila como el jodido novio de mi mejor amiga, no como cualquier baboso de discoteca.
Yusuf me fulminó con la mirada, sus facciones se endurecieron, sus labios se tensaron, un músculo de su mandíbula apenas palpitó conteniendo el acceso de furia.
—Pensaba que aquí todo el mundo bailaba así —musitó a modo de disculpa—. Tú… antes…
—Por Dios santo, es mi esposo.
Giró la cabeza con rapidez y, cuando volvió a mirarme, sonreía ladino.
—¿Y ella?
Seguí su mirada y me encontré con Ingrid restregándose acaramelada con Gunnar, que de espaldas a mí permanecía tenso e incómodo, y que de manera elegante se empeñaba en evitar los continuos asaltos de los que era presa.
—Otra babosa de discoteca —mascullé indignada—. Y ahora, si me disculpas, tengo que ir a arrancar una garrapata.
—No.
Lo miré boquiabierta y sentí cómo la llama de ira crecía en mi interior peligrosamente. No quería estropear la reunión, pero tampoco estaba dispuesta a permitir más ofensas.
—¡Suéltame! —exigí en voz queda.
—Cuando acabe la canción, no antes.
—¿Quién demonios te crees? —siseé, aún luchando por mantener el control.
Yusuf pegó su frente a la mía y clavó sus oscuros ojos en los míos. Sus fuertes brazos me inmovilizaban.
—¿Quién demonios crees tú?
Mi corazón dio un vuelco; sentí como si una garra helada lo estrujara con fuerza. No, me dije, no podía ser. Incapaz de moverme, de hablar e incluso de respirar, lo vi ante mí con claridad pasmosa. Aquel que fue mi esposo y mi verdugo, aquel que perdoné. El rostro de Yusuf se fue convirtiendo progresivamente en el de Rashid.
No, sacudí confusa la cabeza; mi estómago se convulsionó.
¡No!
Mi mente comenzó a girar alocadamente en un remolino de imágenes desgarradoras. Lo vi pidiendo mi mano, en nuestra noche de bodas, disfrutando del frescor del patio interior en las noches estivales, paseando acaramelados por las callejuelas de Toledo, luchando contra los normandos en aquella lejana Sevilla, suplicando desesperado mi regreso en aquella pequeña cala en Aalborg. Vi su expresión rota de dolor cuando le confesé que amaba a otro hombre, vi cómo me mancilló en aquel barco, cómo se aferraba a mí en su locura, manipulado por la horrible Ada, lo vi sobre mí mientras Gunnar luchaba a muerte contra Ulf, vi su rostro compungido y suplicante, su despedida.
De pronto fue como si el suelo se abriera a mis pies. Todo me daba vueltas, la música se distorsionó, el único sonido que atronaba en mi cabeza eran mis propios latidos, acelerados y desacompasados.
—Vine por ti, mi dulce Shahlaa…
Grité y caí al abismo, era oscuro y opresivo, pero reconfortante.