Capítulo 2
Rumbo a la Tønsberg Station, tarareaba una canción de cuna típica noruega, mientras Gunnar conducía nuestro Land Rover negro con expresión concentrada y una dulce sonrisa en los labios.
Mi pequeño Khaled estaba en casa, al cuidado de Rona Sorensen, una mujer de mediana edad que ayudaba en la granja. Vivía con su marido, Arne, y su hija adolescente, Anniken, en una cabaña cercana a la granja, o hytte como lo llaman en Noruega.
So ro, godt barn.
Mor spinner blått gran.
Far Kjører plogen,
søster går i skogen.
Søster gjeter sauene
langt nord i haugene.
Bukken går i lunden
med lau og gras i munnen
Gunnar sacudió la cabeza divertido sin apartar los ojos de la carretera.
—Es una canción pegadiza, ¿eh? —adujo tomando una curva a la derecha.
Sus grandes manos, que giraban el volante con suavidad, resultaban excitantes. Que un hombre de su complexión, con su imponente anatomía, fuera al mismo tiempo delicado y sutil en sus movimientos añadía más fascinación si cabía a su ya despampanante atractivo físico.
Suspiré. Esta vez sí me miró un instante, con una media sonrisa y mirada inquisitiva. Contemplé su hermoso y varonil perfil: llevaba la melena recogida en una cola; sentí deseos de liberarla y hundir mis manos en ella. Me mordí el labio, alejando pensamientos lascivos de mi mente.
—Sí —admití—, Rona está todo el día cantándole esa canción a Khaled, seguro que su primera palabra será oveja.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja o cabra! Tu noruego ya es casi impecable, aunque no tanto como mi español.
Le dediqué una mirada reprobadora.
—Rubito, tu español es… gracioso.
Gunnar frunció el ceño y arqueó su ceja izquierda en un mohín incrédulo.
—Morenita, mi español es de sobresaliente…
Carraspeó y comenzó a cantar la nana que yo había comenzado, So ro, godt barn, «Así que tranquilo, buen hijo», repitiendo la misma estrofa.
Así que tranquilo, buen hijo.
Mamá hila el hilo azul.
Papá conduce el arado,
y tu hermana camina en el bosque.
Tu hermana pastorea las ovejas
al norte de las colinas.
La cabra camina en el bosque
con hierba y laurel en su boca.
Me contempló interrogante, antes de fijar de nuevo su verde mirada en el asfalto.
—Tienes un deje extraño en tu acento, jamás pasarías por español —le aguijoneé burlona.
—Soy un vikingo bruto, ¿no? Te vas a enterar cuando te acorrale.
Alargó la mano y me pellizcó el muslo. Solté un grito y le di un manotazo entre risas.
—Ya me tienes acorralada en tu coche.
Volvió a arquear seductoramente la ceja, y su sonrisa se ensanchó taimada.
—Preciosa, no me tientes, porque te juro que tomo la primera desviación y te demuestro cuán bruto soy.
Le saqué la lengua burlona y él hizo ademán de girar en el primer desvío.
—Noooo… ja, ja, ja, ja, ja… ¡Estás loco!
Me sonrió travieso y volvió a concentrar su atención en la carretera; entrabamos a Tønsberg.
—Sí —concedió— y pienso seguir estándolo muchos años.
La estación de tren de la ciudad se hallaba en el centro neurálgico de la urbe, al este de la colina de Slottsfjller.
Sonreí; en apenas veinte minutos estaría abrazando a mi queridísima amiga Elena.
Se había perdido mi boda y, por motivos laborales y personales, no había podido venir a visitarnos, hasta hoy. Y no venía sola.
—Tenía que ser musulmán —masculló Gunnar fingiendo desaprobación.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! Yo ya dudaba de que existiera alguien capaz de hacerle sentar cabeza, al menos no ha tenido que contactar con extraterrestres…
Gunnar soltó una carcajada y sacudió la cabeza.
«Qué gran intuición la mía», pensé asombrada.
Recordé vívidamente cómo, con su espectacular melena roja y su aleteo infalible de pestañas, embaucaba a un par de desconocidos para que nos llevaran mis maletas: el ejecutivo y el talibán. «Me gusta el cordero», dijo ella, sin saber que se convertiría en eso mismo, en un corderillo manso y dócil, que idolatraba a su pastor. Reí para mis adentros. Yusuf ibnSarîq debía tener algo muy especial para que la alocada Elena abandonara su actitud de agresiva devorahombres.
La estación era una estructura de ladrillo marrón oscuro, pequeña y con tejado al estilo noruego, con ese encanto rústico pero cuidado, característico de la arquitectura de la ciudad.
Gunnar estacionó el vehículo en el aparcamiento, perfectamente delimitado frente a la entrada, y paró el motor.
—Si te soy sincero —comenzó a decir tras suspirar largamente—, me intimida tu amiga.
—Ja, ja, ja, ja, ja… no se come a nadie. —Me detuve un instante para agregar—: Bueno, ya no. ¡Oh, venga, vamos! ¿Un vikingo como tú teme a una pequeña pelirroja?
—Yo sólo le temo a una cosa.
Su semblante pronto adquirió gravedad. Sus hermosos ojos de gato, tan verdes como las altas colinas que nos rodeaban, me taladraron con una intensidad que me secó la garganta.
Ni siquiera tuvo que decirlo, lo leí tan claro en su rostro como si su potente voz lo hubiera gritado a los cuatro vientos: perderme de nuevo.
Me incliné hacia él y besé sus labios con dulzura. Gunnar aferró mi nuca con una mano, con la otra abarcó todo mi mentón para inmovilizar mi cabeza y devoró con exigente minuciosidad mi boca.
Ese hambre implacable, agotadora e insaciable aparecía con tan sólo mirarnos, con un simple roce inocente, con un casto beso sin pretensiones. Siempre estaba ahí, latente, presta a explotar, obnubilando nuestros sentidos.
Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, logró separarse de mí. Gruñí insatisfecha y ardiente, y lo miré con la mirada turbia por el deseo.
Gunnar maldijo entre dientes, se agarró con las dos manos al volante e inclinó la cabeza, respirando agitadamente.
Intenté acompasar mi respiración, y miré a mi alrededor para recuperar la calma.
—Deberíamos…
—¡Sal del coche! —ordenó.
Gunnar se volvió a mirarme y, con semblante tenso e indescifrable, resopló y salió del Land Rover; luego cerró con un portazo.
Lo imité contrariada y confusa por su huraña actitud.
—Pero ¿qué…?
Me tomó bruscamente de la mano y sin mediar palabra casi me arrastró a grandes zancadas al interior de la estación.
Grupos de personas deambulaban en diferentes direcciones; otros se detenían a mirar los paneles digitales que anunciaban las salidas y llegadas de los trenes. Gunnar casi embiste a una pareja en su afán por llegar a uno de los pasillos laterales.
Al girar en un recodo, enfila hacia los servicios y, ante mi estupefacción, entra como una tromba en el lavabo de señoras. Un mujer de mediana edad deja caer sobresaltada el pintalabios con el que se retoca y nos mira escandalizada, antes de correr hacia la salida.
—Eres un…
—Bárbaro del demonio, lo sé.
Me adentra precipitadamente en uno de los inmaculados compartimentos para váter y cierra la puerta tras él, aprisionándome con su enorme cuerpo contra el tablero lateral.
—Es superior a mis fuerzas —susurra contra mi cuello.
—¿Qué es superior a tus fuerzas?
—Tú, soy incapaz de resistir esa expresión lasciva y excitada que pones cuando te toco, ver tus labios hinchados y enrojecidos, pidiendo más, es… superior a mis fuerzas. Esto… me supera. Cada día la necesidad de tenerte aumenta preocupantemente. Me declaro tu adicto, tu esclavo, tu fervoroso adorador.
—¡Cállate y toma lo que viniste a buscar!
Fue como si se hubiera desatado un vendaval en aquel minúsculo receptáculo. La boca de mi hombre devastaba la mía, con besos incendiarios. Sus manos apartaban hoscamente la tela que lo separaba de mi piel; las mías luchaban por desprenderlo de la americana mientras nuestras lenguas forcejeaban por el control, ávidas y desesperadas.
Gunnar me alzó la pierna, arrancó con fiereza mi ropa interior y me penetró con violencia.
Ahogué una exclamación, clavé mis uñas en sus nalgas y derramé mis ahogados gemidos en su dulce boca.
Una y otra vez mi cuerpo golpeaba rítmicamente el tablero donde se apoyaba mi espalda. Gunnar me elevó sobre sus caderas y, con las piernas fuertemente enlazadas a su cintura, fui recibiendo sus enérgicas embestidas, hasta casi desfallecer de placer. Sentía su cálido y entrecortado aliento contra mi cuello, así como la sensual melodía de sus gruñidos sofocados y de mis apagadas exhalaciones, que flotaban en aquel baño.
—Mía —susurró entre dientes.
Sus manos me sujetaban por las nalgas, clavándome fieramente sus fuertes dedos en la piel. Aceleró sus movimientos, hasta que, envuelta en una bruma de pasión desbordante, estallé en un clímax desgarrador. Arqueé la espalda y me convulsioné sometida por una miríada de descargas eléctricas. Gunnar continuó su alocada danza, completamente ajeno a cuanto nos rodeaba; por un instante temí que el tablero no resistiera nuestro empuje.
En una última y profunda embestida, escapó de sus labios un largo, susurrado y quebrado gemido liberador. Agarré su coleta con mis dos manos y tiré de ella con vehemencia, para alzar su rostro hacia mí. Cuando me miró, todavía sacudido por el placer que lo tensaba, tomé su boca con ansia, saboreando hasta el último de su jadeos.
—Mío —musité contra sus labios.
—Hasta el fin de los tiempos —respondió.
Me deslizó hacia abajo lentamente; cuando puse los pies en el suelo, Gunnar estiró sus brazos, uno a cada lado de mi cabeza, con las palmas apoyadas en el tablero de mi espalda, y pegó su frente a la mía.
—Freya, uno de estos días sé que van a detenernos, sólo espero que nos dejen compartir celda.
—Ja, ja, ja, ja, ja, ja… Sí, y más vale que no sea de barrotes, se me clavarían en la espalda.
—Si fuera de barrotes, estaríamos salvados —repuso divertido—, los fundiríamos.
Cuando salimos del baño público, yo con mi vestido azul cobalto de fino algodón arrugado, el cabello desaliñado, las mejillas encendidas y los ojos brillantes, sentí una profunda envidia por la impecable apariencia de Gunnar, que seguía atrayendo la mirada de las mujeres que nos cruzábamos.
Con su americana azul marino, de corte informal, su suéter beige con cuello en uve y sus vaqueros azules oscuros, de cintura baja, que ceñía sus poderosas y largas piernas, cortaba el aliento. No entendía cómo su cabello seguía estando perfecto, ni cómo su semblante mantenía una expresión cortés y sosegada, como si nuestro brutal encuentro de apenas unos minutos hubiera sido sólo producto de mi imaginación.
Sentí sus ojos esmeraldas sobre mí, algo confusos por mi expresión.
—¿Cómo lo haces?
—¿A cuál de las muchas cosas que hago te refieres?
—A la de conservar un aspecto impecable, cuando hace apenas un instante eras una bestia en celo.
—Ja, ja, ja, ja, ja, ja… Guardo mi bestia en el interior cuando no la necesito.
Me atrajo hacia él y caminamos cogidos de la cintura.
Salimos al andén justo cuando un tren se detenía.
Miré el reloj y sonreí: la puntualidad de los noruegos rayaba en lo sobrenatural; cómo controlaban las incidencias era algo que me desconcertaba.
Los dedos de Gunnar se enlazaron entre los míos. La impaciencia me consumía, sentí un aleteo en la boca del estómago.
De repente, preocupada por mi desaliño, estiré la falda de mi vestido y ahuequé mi melena.
—Estás preciosa —confirmó Gunnar con una amplia sonrisa—; si no me crees, puedes comprobarlo en la embobada mirada de esos dos.
Dos hombres me miraban fijamente, con expresión admirada. Uno de ellos me resultó extrañamente familiar.
Gunnar me guiñó un ojo antes de dedicar a aquellos hombres trajeados una sonrisa condescendiente.
A nuestra derecha, restalló un grito casi histérico que inmediatamente reconocí.
Todos los congregados se volvieron sobresaltados en esa dirección.
Corrí hacia ella, que venía hacia mí con los brazos abiertos y una expresión de auténtica felicidad en el rostro.
—¡¡¡¡Aaahhhhhhhhh, Vicky!!!!
—¡¡¡Elena, amiga!!!
Nos fundimos en un abrazo intenso; aspiré la deliciosa fragancia de su cabello y los recuerdos me asaltaron, arrancándome una luminosa sonrisa.
Juntas en una cafetería, en mi apartamento o deambulando por las taperías del casco antiguo de Toledo. Muertas de risa con sus ocurrencias, llorando abrazadas por un desencuentro o desahogando nuestras frustraciones, pero, sobre todo, compartiendo y disfrutando de una amistad maravillosa.
Cuando logramos separarnos, ambas con lágrimas en los ojos, observé maravillada su aspecto.
Su cabello rojo lucía más corto, con un corte despuntado y capeado que daba más movimiento a sus rizos y la hacía parecer más joven de lo que era. El sol de la mañana le arrancaba destellos cobrizos; sus hermosos ojos avellana refulgían dichosos, deambulando por mi rostro completamente emocionados.
—¡Dios del cielo!, ¿cómo puedes estar más guapa de lo que recordaba? —inquirió en voz alta, ante la evidente desaprobación de los viandantes.
Elena miró a su alrededor con el ceño fruncido y agregó:
—¿Y por qué cuernos me miran como si fuera un bicho raro?
—Porque lo eres.
Me volví hacia la profunda y melodiosa voz que acaba de hablar y me encontré con una mirada dulce y oscura, y una sonrisa traviesa.
—Eres mi bichito raro y encantador —pronunció dirigiéndose a Elena, que lo miraba arrobada.
El hombre alargó la mano hacia mí y yo se la estreché, sonriente.
—El gran Yusuf, imagino.
Asintió al tiempo que inclinaba cortés la cabeza.
—Espero que no te refieras a mi tamaño.
Era un hombre alto y corpulento, no tanto como Gunnar, pocos lo eran, incluso en el país de los gigantes, pues Noruega tenía una media de altura impresionante. Aun así, era un hombre grande; evidentemente sus rasgos eran árabes: tez acanelada, nariz algo aguileña, ojos alargados y negros como el ónix, de mirada sagaz y mentón pronunciado. No era un hombre guapo, pero sí atractivo, con un único rasgo destacable: su boca de labios generosos y bien delineados, enmarcados en una barba recortada y elegante, tan negra como su cabello.
—Me refería más bien a tus virtudes, que deben ser muchas, para encandilar a Elena —aclaré.
Yusuf miró a la aludida con una sonrisa pícara y asintió.
—Doy gracias a Alá todos los días por eso.
Oí a Elena suspirar a mi lado; jamás en toda mi vida la había visto en semejante estado de enamoramiento.
—Para grande, ese tipo que viene hacia aquí —adujo Yusuf.
Me volví justo cuando Gunnar enlazaba mi cintura y alargaba la mano a Yusuf.
Elena abrió los ojos desmesuradamente, para luego dirigirme una mirada cómplice de aprobación.
—Hola, Yusuf, encantado de conocerte.
Yusuf asintió levemente y le estrechó la mano cortés.
—Igualmente, Gunnar.
Ambos se sostuvieron un instante la mirada, mientras sus manos seguían unidas en el apretón. Como dos machos sospesando sus fuerzas, antes de un combate.
Finalmente, Gunnar se giró hacia Elena y le dedicó una sonrisa gentil.
—Hola, Elena.
Ya se disponía a alargar la mano en su dirección, cuando ella se le abalanzó y de puntillas se enlazó a su cuello, estampándole un sonoro beso en cada mejilla.
—Esto es un recibimiento a la española —manifestó con una sonrisa orgullosa.
—Encantada de verte —hizo una pausa intencionada y esbozó una sonrisa cómplice— por segunda vez.
—Lo mismo digo.
Elena me rodeó el brazo y comenzó a caminar dejando tras nosotras a los hombres, que nos siguieron a una distancia prudencial.
—Vaya, vaya, tu gigante es un bombón, todo un modelo de revista, está más tremendo de como lo recordaba —siseó entre dientes, al tiempo que se volvía a echar furtivas miradas hacia atrás.
—El tuyo tampoco está mal —repuse completamente contagiada del efecto Elena, que nos retrotraía a nuestra alocada adolescencia.
—Ja, ja, ja, ja, ja… Ay, amiga, me moría por verte. ¡Tengo tantas cosas que contarte!