Capítulo 1
El viento soplaba con fuerza, sacudiendo violentamente las contraventanas de madera de cedro y produciendo un golpeteo rítmico que, sumado al afilado silbido del viento, hizo que me arrebujara bajo el mullido nórdico que me cubría.
Sonreí satisfecha, pues, apenas unas horas antes, un nórdico, no tan mullido, había desgastado mi cuerpo con un placer agónico que parecía no tener fin.
Ya no sólo gozaba de sus caricias, de sus miradas, de sus palabras, de su presencia, gozaba del aura de su alma, de esa cálida e intensa conexión que nos unía con fuerza arrolladora. No importaba el tiempo que estuviéramos juntos, las veces que nos amáramos, la felicidad compartida; aun así, nuestro anhelo permanecía desesperado y hambriento.
El dolor y la desolación por nuestra abrupta separación habían marcado a fuego nuestros corazones con un temor difícilmente olvidable. De ese modo, vivíamos cada minuto con pasión e intensidad abrumadora, conocedores de los caprichos del destino.
Había transcurrido algo más de un año desde nuestro reencuentro y cada instante a su lado era un regalo divino que agradecía casi de manera incesante.
Hoy se celebraba nuestro primer aniversario de boda.
Al pie de un hermoso acantilado, escarpado, verde e impresionante, sobre el fiordo que se había convertido en nuestro hogar, volvimos a unir nuestras vidas, pronunciando unos votos con la voz del corazón y la fuerza del alma, frente a un clérigo al que ni miramos, y frente a un escaso público que casi ni percibimos. Gunnar y yo, yo y Gunnar, eso era suficiente para ambos.
Todavía sentía en mi piel la mirada de aquellos hermosos ojos verdes, cargados de un amor tan profundo como aquel fiordo, que presenciaba un rito tan añejo como los tiempos: la fusión de dos almas predestinadas, vapuleadas y recompensadas.
Ambos íbamos vestidos con ropa informal; eso sí, blanca, como las páginas que deseábamos escribir en nuestra nueva vida juntos.
Mi gallardo vikingo cortaba el aliento aquel día. Su cabello rubio oscuro sujeto en una coleta baja dejaba bien a la vista sus marcadas facciones, la masculinidad de su pronunciado mentón, su amplia boca, definida, de labios delgados, su nariz recta y sus altos pómulos. Y aquellas gemas verdes, alargadas y brillantes que refulgían dichosas bajo la luz de un sol adormecido.
Recordé vívidamente el beso ansioso y brutal con el que sellamos nuestro vínculo. Cómo su lengua desesperada buscaba la mía, con la misma hambre del primer día, cuando yo era su esclava en aquel tiempo tan lejano y tan cercano a la vez. Ahora sabía que, en realidad, ambos fuimos esclavos de un destino incierto y de un amor imborrable.
—Un año, amor mío, el primero de tantos.
Su voz, grave y susurrada, aún quebrada por el sueño, despertó cada fibra de mi ser. Ya volvía la cabeza hacia él cuando se abalanzó sobre mí y, cubriéndome con su cuerpo, me inmovilizó, pegando su rostro al mío, nariz con nariz, con las miradas entrelazadas, en silencio, mientras nuestros ojos conversaban.
Entreabrí los labios y me los humedecí, plenamente consciente de la atención que aquel gesto provocaba.
—Eres una inconsciente —ronroneó.
—¿Tú crees?
—Ajá, no es muy sensato tentar a un león hambriento.
Los largos mechones de su cabello ocultaban parcialmente su rostro, pero el ojo felino que asomaba brillaba maliciosamente seductor.
—Recuerda que yo también tengo dientes —murmuré provocadora.
Gunnar esbozó una media sonrisa pícara y sacudió la cabeza, agitando su cabello.
—Aaaarrrggggg… —gruñó—; estoy más que preparado para la pelea, loba mía.
Reí y le enseñé divertida los dientes. Gunnar atrapó mis muñecas por encima de mi cabeza, hundiéndolas en la almohada, y presionó sus caderas sobre mi vientre; advertí al instante que no fanfarroneaba.
—Sin duda tienes el coraje de un guerrero —musité divertida— y la vitalidad de un dios. ¡Ja, ja, ja, ja, ja!, no puedo creer que te queden fuerzas, anoche batimos todos los récords.
Gunnar negó con la cabeza con vehemencia, con una amplia sonrisa jugueteando en sus tentadores labios.
—Anoche —hizo una pausa intencionada mientras hundía su nariz en mi cuello— fue anoche; acaba de amanecer, con lo que ya es otro día, y sí, soy un guerrero, con la suerte de un dios, pero en realidad sólo soy un pobre y necesitado hombre enamorado.
Su aliento cálido acarició mi piel. Suspiré.
Irguió de nuevo la cabeza para mirarme. Su intensidad me secó la garganta.
Durante un largo instante, mis ojos quedaron atrapados en los suyos, como presos de un hechizo que detenía el tiempo, que nos alejaba del mundo. Sentí cómo mis latidos cambiaban bruscamente de ritmo, acelerados y desacompasados.
—Gunnar —gemí suplicante.
Su mirada se prendó en mi boca, una chispa de puro deseo la encendió y entreabrí los labios desesperada por recibir su primer asalto.
—¡Loba! —gruñó ardiente.
Su boca se cernió hambrienta y furiosa sobre la mía. La invasión fue brusca, dura, desesperada. Su lengua sedosa y dominante paladeó cada recoveco de mi boca. Lamía, succionaba, mordía, arrancándome gemidos sofocados.
Sus manos trémulas e inquietas se deslizaron hasta mis pechos desnudos, amasándolos con hosquedad, mientras su cadera danzaba sobre mí, frotando su dureza cálida y palpitante.
Llevé mis manos liberadas hacia la cinturilla elástica de su pantalón de pijama y las infiltré bajo la tela. Apreté, extasiada, sus duros glúteos, hundiendo apenas mis uñas en su piel. Gunnar liberó un largo gruñido al tiempo que arqueaba su espalda. Se medio incorporó apoyado en las palmas de sus manos. Admiré la musculosa complexión de su pecho, la pronunciada curvatura de sus poderosos hombros, las delineadas formas de sus bíceps en tensión, sus vastos antebrazos venosos, la dureza remarcada de su vientre y el orgulloso mástil de su deseo abultando la bragueta de su pijama.
Gunnar solía dormir con el torso desnudo y un fino pantalón de algodón, sin ropa interior. Resultaba imposible no seguirlo con la mirada cuando deambulaba por la casa de esa guisa. Era el hombre más condenadamente sexi que existía sobre la faz de la tierra, con ese atractivo salvaje y natural que exhibía con elegante indolencia, desconocedor de su propio magnetismo animal. No había mujer que resistiera el impulso de volverse a mirarlo, pero, por fortuna, mi hermoso vikingo sólo tenía ojos para mí.
Tiré con fuerza del pantalón, liberando su majestuosa exigencia, altiva y pesada, que basculó apuntando directamente su objetivo. Sonreí libidinosa, el deseo me consumía.
Gunnar se colocó entre mis piernas; una densa humedad emergió anticipando la incursión. Acaricié sus abultados hombros, sostuve su ígnea mirada y con total premeditación alcé la cadera en muda invitación.
Sin embargo, él permanecía estático, erguido sobre mí, con los brazos tensos, sus ojos devorando mi rostro con una extraña expresión extasiada.
—Adoro saborear cada uno de tus gestos, esas chispas que despiden tus hermosos ojos dorados, la sutil tensión de tu rostro, la ávida plenitud de tus labios que parecen pedir a gritos que los devoren, la súplica desgarradora de tu mirada, la sensual ferocidad de tus caricias. Pero ¿sabes qué es lo que más me subyuga? —inquirió en un susurro quedo y grave.
Negué con la cabeza, cada vez más urgida por el deseo palpitante que punzaba mi vientre.
—La música que componen tus gemidos; no tienes idea de la cantidad de sonidos diferentes que emites cuando te poseo, podría tener un orgasmo sólo escuchándote.
De repente, la loba traviesa y juguetona de mi interior surgió dominando la situación.
—Veamos si eso es verdad —musité con una sonrisa insinuante.
Gunnar abrió los ojos claramente confundido, pero cuando vio que metía en mi boca dos de mis dedos y los saboreaba con fruición, un deseo acuciante oscureció su mirada.
Sin apartar mis ojos de los suyos, llevé mi mano hacia mi sexo, decidida a procurar un momentáneo alivio al anhelo que sacudía mi cuerpo.
Gemí a la primera caricia, me mordí el labio inferior y me contoneé contra mi propia mano.
—No cierres los ojos, ¡mírame! —me ordenó.
Así lo hice mientras gozaba de mis propias caricias bajo la atenta y sufrida mirada de Gunnar.
Jadeaba cada vez con mayor intensidad; el placer me sacudía, y ver la tortura y la contención en sus ojos acrecentaba mi placer, aumentando el ritmo de mis caderas. Casi llegando al clímax, Gunnar me detuvo.
—Ese premio es mío.
Se deslizó raudo entre mis piernas y su lengua terminó lo que mi mano había empezado. Mis gemidos ya eran gritos de placer desquiciante, la voracidad de su lengua estaba acabando con mis sentidos. Estallé en un orgasmo burbujeante que convirtió mis venas en ríos de lava. La tensión se disipó en una laxitud agradecida, y floté en una nube distendida y mullida, de auténtica ingravidez.
—Deliciosa —murmuró mientras se incorporaba.
Se alzó nuevamente sobre mí, regalándome una sonrisa lujuriosa e incitante.
—Has tentado demasiado al león, loba, no tendré piedad de ti.
—No quiero tu piedad —gemí, con voz ronca y sensual—, quiero que me destroces como la bestia que eres.
Atrapó mi boca en un asalto feroz y hambriento; su lengua ansiosa buscaba refugio con desespero, sin dar cuartel, retándome en una danza alocada, manejada por los hilos de un deseo incontrolado. Sentí las garras de sus dedos hundiéndose bruscamente en mi carne, como si buscara su alivio más allá de mi piel. Ya no éramos dos cuerpos en busca de placer, no; éramos dos almas sedientas, clamando una fusión.
En una única y violenta embestida, me penetró completamente y, sin moverse de mi interior, siguió devorando mi boca cómo si de ella manara ambrosía. El placer me sacudía; mi cuerpo luchaba por moverse, pero el enorme cuerpo de Gunnar me inmovilizaba contra el colchón. Me había convertido en su presa, pero no sería el único que iba a disfrutar del festín.
En busca de oxígeno, Gunnar se separó apenas, para clavarme una flamígera y enardecida mirada felina. Vio en mis ojos tal desesperación que su locura aumentó, oscureciendo su semblante.
Mi león salió lentamente de mí; la tensión de su rostro mostraba claramente la contención y el placer que lo desgarraban. De nuevo, se hundió en un solo y brusco movimiento. Gruñó, grité.
Sujetó mis muñecas por encima de mi cabeza y mordió mi garganta, como una alimaña enloquecida.
Salía lenta y sufridamente de mí, mientras se sumergía en mis ojos, para luego encajarse bruscamente, permaneciendo un instante en mi interior, al tiempo que devoraba mis lastimados labios.
Continuó aquella dulce tortura, convirtiendo mi sangre en lava candente, incluso pensé que mis huesos se fundían. El tórrido placer que me sacudía en oleadas de fuego me elevaba a una agonía electrizante, amenazando convertirse en una verdadera ciclogénesis explosiva.
Desesperada por que acelerara el ritmo, me debatí contra él. Gruñí furiosa, luché contra aquel gigante enloquecido y cruel que me sometía a un placer desesperante. El lobo clamó por el control.
Cuando ya se inclinaba de nuevo en busca de mis labios, sorteé rauda su boca y mordí su hombro.
Gritó asombrado, no tuvo tiempo de más.
Lo empujé con todas mis fuerzas, apartándolo lo suficiente como para escapar de la prisión de su cuerpo. Se volvió para apresarme, y en ese momento logré ponerme sobre él y, a horcajadas, lo tomé como mío.
Gunnar exhaló un largo gemido sofocado de asombro y placer.
Ahora yo lo gobernaba. Incliné la cabeza hacia atrás y cabalgué melosa y lánguida sobre sus poderosas caderas. Sentía su dureza palpitando en mi interior, su cálida tersura deshaciéndome las entrañas, sus manos amasando mis pechos, y gemí incesante.
Impuse un ritmo lento y pausado, en venganza, hasta que mi propia urgencia dominó la situación.
A punto de explotar, sumergida en el refulgir esmeralda de sus atormentados ojos, saboreé cada gesto, cada gruñido, cada exhalación y, advirtiendo una incipiente culminación, me incliné sobre su impresionante pecho jadeante y lo besé con saña sin dejar de danzar mis caderas.
Un grito aliviado surgió desde lo más profundo de su garganta. Una de sus manos se aferró a mis nalgas, oprimiéndolas con ferocidad, mientras la otra apresaba mi nuca. El beso fue casi un acto de auténtico salvajismo. Nuestros dientes chocaban, nuestros lenguas ondeaban enloquecidas, nuestros labios se oprimían con desespero.
El clímax más exacerbado envaró mi cuerpo, me sacudí abruptamente como sometida por cientos de descargas eléctricas, presa de un orgasmo desgarrador.
Nuestros gritos libertadores rompieron la penumbra de un amanecer frío, quebrando el silencio, atravesando los tempranos rayos de un sol desteñido.
Lánguida y trémula, dichosa y colmada, me abracé a su amplio y musculoso pecho con una sonrisa soñadora en mi rostro. Adoraba escuchar cómo los latidos acelerados de su corazón bajaban de ritmo paulatinamente, sentir la calidez de su piel, el cosquilleo del escaso y seductor vello dorado que adornaba el centro de su fornido pecho, el sutil aroma almizclado que manaba de su cuerpo como un halo magnético que me impedía despegarme de él.
Me rodeaba con sus brazos, sus dedos acariciaban suavemente mi espalda. Aquél era mi paraíso, el que tanto busqué a través de los siglos.
—Nunca se acaba —murmuró pensativo, todavía con la voz rota teñida de deseo—. Da igual las veces que te posea, este maldito deseo me sigue quemando las entrañas como la primera vez que te tuve entre mis brazos.
Alcé el rostro hacia él, encontrando una mirada conmovida.
—En aquel knörr, en mitad del océano —recordó con una sonrisa nostálgica—, rodeados por mis hombres, apenas ocultos tras el velamen. Sentada sobre mis rodillas… —suspiró; su expresión adquirió gravedad—. Ésa fue la primera vez que me desnudé ante ti, pero estabas tan centrada en tu determinación de dominarme que no reparaste en todo el amor que ya sentía por ti.
—Tal vez no conscientemente —repuse— pero, desde luego, en cada uno de nuestros encuentros plantabas una semilla que fue germinando hasta convertirse en una planta monstruosa.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! —Su pecho se sacudió con la carcajada y a mí con él—. Monstruosa, ¿eh?, ya te voy a dar yo monstruo.
—Ni se te ocurra volver a tocarme por hoy —me quejé entre risas—, o esta noche iré dando traspiés en la fiesta como un animal malherido.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja!, lo que eres.
Lo empujé burlona y me separé a regañadientes.
—Aarrrggggg, ¡ja, ja, ja, ja, ja!, no subestimes el poder del lobo.
—No soy tan audaz —replicó con una amplia y socarrona sonrisa que me tentó de volver a sus brazos.
Me levanté de la cama y, desnuda, recogí la ropa de la noche anterior, diseminada por el suelo de la habitación.
—Mmmmmm… —ronroneó, mientras me observaba—, si tu intención es ir sola a la ducha, deberías privarme de este espectáculo, no querrás despertar al… monstruo.
Le lancé mi sostén y lo cogió al vuelo entre risas.
—No necesitas esto: aunque ahora tus pechos estén más llenos, siguen tan altivos y espléndidos como siempre.
—Mi espalda no opina lo mismo; si no fuera por él, creo que andaría encorvada.
—Ven, pobre loba, te daré un masaje para calentarle la comida a mi lobezno.
Negué sonriente con la cabeza.
—Ambos sabemos en qué acabaría eso.
Un punzada tensionó mis opulentos pechos y, como si estuvieran sincronizados, un lamento agudo e iracundo surgió del receptor móvil que había sobre la cómoda.
Ambos sonreímos.
—La llamada de la selva —musitó Gunnar divertido—. Si la potencia de los pulmones es indicativo de salud, nuestro cachorro es un roble.
Asentí, le lancé un beso, me envolví en mi bata de seda púrpura y salí rauda de la alcoba.
Conforme avanzaba por el pasillo, el llanto crecía en intensidad y ganaba dinamismo. Mi pequeño y hermoso Khaled era un impaciente glotón.
Abrí la puerta y me dirigí presta hacia la cuna. Tomé en brazos a mi hijo, un rollizo bebe dorado de apenas cuatro meses, y me senté en la mecedora. Abrí la bata y el gorgojeo ansioso de mi pequeño me arrancó una sonrisa embobada; lo puse en mi pecho. Su boquita hambrienta se cerró con una fuerza sorprendente en torno a mi pezón, e instantáneamente comenzó el proceso de succión, llenándome de una sensación extraña, una mezcla de alivio, cosquilleo y tirantez.
—Eres un pequeño bárbaro, ¿eh, cariño? —Sonreí presa de una emoción maravillosa—. Como tu padre.
El pequeño cerró los ojos concentrado en alimentarse, mientras yo acariciaba con el dorso de mi pulgar su sonrosada mejilla redondeada y sedosa.
Era mi niño dorado como el sol y brillante como la luna. Su cabello claro, y sorprendentemente espeso, se rizaba, como el de Cupido, en brillantes ondas. Sus ojos sesgados eran claros, pero de un color inconfundible ya: ámbar, como los míos y como los de mi padre en otro tiempo, de quien llevaba el nombre. Si hubiera sido niña, se hubiese llamado Eyra. Y Eyra llegaría, no albergaba ninguna duda. Gunnar adoraba a los niños, también yo, y hacerlos era nuestra perdición. Volví a sonreír. No, nunca se acababa, pensé; ese deseo inagotable nos consumía a cada instante creciendo en lugar de aplacarse. ¿Por qué? No lo sabía, tal vez fuera el deseo de siglos acumulados.
Un levísimo chirrido captó mi atención hacia la entornada puerta de la habitación.
Gunnar estaba allí, asomado, observando con semblante enamorado la escena, semidesnudo, con el cabello revuelto y la dulzura en los ojos.
Le sonreí dichosa y orgullosa, embargada por la misma emoción.
Por fin el fruto de nuestro amor había logrado nacer; por fin mi cuerpo no sólo fue receptor de vida, sino que consiguió traerla al mundo. Por fin las lágrimas que había derramado por los hijos arrebatados eran compensadas con creces, en una felicidad única y mágica, que colmaba mi pecho de manera continua, hasta a veces pensar que me reventaría el corazón de júbilo, por cada momento vivido.
Gunnar abrió la boca y pronunció en silencio una frase.
—Os amo.
Y se alejó rumbo a la ducha, dejándome con la mirada húmeda y una expresión de plenitud y dicha indescriptible. Yo pronuncié otra.
—Gracias, destino.