21
Los cabellos de Crysania se le arremolinaron alrededor de las mejillas; las manos, cerradas con fuerza sobre la rodilla, aparecían blancas como el mármol. El miedo se apoderó de ella, un temor siniestro que no se asemejaba a nada que hubiera sentido jamás fuera de sus pesadillas. Surgía de dentro, de su propio corazón. La bolsa de terciopelo se le fue de las manos y, con una exclamación, la sacerdotisa cayó al frente sobre el rostro. El viento se apoderó de la escarcela llena de runas de Lagan Innis llevándosela con él, y el plateado bordado centelló con fuerza bajo una repentina y extraña luz.
Era una luz sin calor, que no ofrecía consuelo, ni ánimo. Deslumbraba y crecía desde el suelo y descendía también del firmamento. La claridad cayó sobre ella, gélida como la mano de la muerte.
Alguien profirió un gemido, y el sonido fue como un alarido horrible, desprovisto de todo lo que no fuera la más negra desesperación.
«Dioses queridos, dioses queridos…». ¡El gemido procedía de ella misma!
El fuerte viento se arremolinó a su alrededor, tirando de sus ropas, de sus cabellos, golpeándole el rostro.
—¡Paladine! —exclamó, y el sonido del nombre del dios cayó inerte al suelo.
Una risa siniestra y burlona surgió estentórea de entre el vendaval.
—¡No es él, Crysania! ¡No es él!
La sacerdotisa se apartó violentamente del cuenco, del viento, y chocó contra Tandar. El animal se apretó contra ella, con el corazón desbocado. El tigre era el único ser que quedaba en el mundo.
¡Conocía esa voz! La sangre se le heló en las venas. Sabía de quién era aquella risa. Había sido la antífona de su tormento tantos años atrás… Era la voz del Abismo.
¡Takhisis!
El vendaval adquirió forma; el remolino de oscuridad se convirtió en terrible belleza. La figura de una mujer se alzó de él, apenas visible contra el negro firmamento vacío. Llevaba estrellas en los largos y negros cabellos como si se tratara de diamantes. Todo el universo se reflejaba en sus oscuros ojos, un universo de odio y daño, de dolor, lucha y muerte.
Allí, era la maldad quien gobernaba.
Crysania se cubrió los ojos con las manos y suplicó a Tandar que dejara de transmitirle su visión. Sintió cómo ésta desaparecía, pero siguió viendo. Estaba ciega, pero todas las personas, ciegas o dotadas del sentido de la vista, deben contemplar a un dios cuando un dios se presenta ante ellas.
El tigre destilaba terror, un espeso olor almizcleño; pero, aun así se interpuso entre la Reina de la Oscuridad y Crysania. El gesto divirtió a la Oscura Señora, si bien no la afectó en absoluto. Takhisis aparecía donde deseaba, y entonces deseaba estar allí donde la Hija Venerable de Paladine pudiera contemplarla en toda su siniestra gloria. Rió, no con las horrendas carcajadas chirriantes que la sacerdotisa había escuchado en una ocasión. Aquella risa era gutural, tranquila e íntima.
No temas, hija.
Las palabras fueron susurradas en la mente de Crysania, como los pasos de la muerte acercándose, sigilosa. La fingida amabilidad le provocó náuseas, como bilis subiéndole por la garganta.
He respondido a tu llamada —dijo la Reina de la Oscuridad—. ¿Qué es lo que deseas de mí?
La vieja advertencia sonó débilmente en el recuerdo de la sacerdotisa. Incluso en ese momento, acurrucada ante la Reina de la Oscuridad en persona, Crysania seguía queriendo creer —¡debía creer!— que el regalo de las piedras dragontinas, sin importar lo extraño, lo horrible que resultara, provenía del mismísimo Paladine.
Ella lo había visto, en sus sueños había contemplado al dios, con las manos ahuecadas, extendiendo los brazos como si le ofreciera algo.
La mujer sintió que el corazón le retumbaba en los oídos, en forma de un sonido terrible que le recordaba algo a punto de estallar. Consiguió incorporarse, tambaleante. Luego, se obligó a ponerse en pie y a mantenerse erguida y orgullosa. Era la Hija Venerable de Paladine, aunque eso no contara para nada ante aquella diosa siniestra.
Junto a ella, Tandar permanecía tan quieto como las rocas que los rodeaban. La mujer percibió su terror, el miedo que le corría por el interior como una llamarada, de modo que extendió la mano para posarla sobre él, y el animal se tranquilizó.
—Oscura Señora —dijo, con voz entrecortada—. He venido con una pregunta.
—¿Sólo eso? —Sus ojos se encendieron con un fuego oscuro—. ¿No con regalos? —Bajó la mirada y la clavó en el tigre—. ¿Ni con algún sacrificio insignificante de sangre y muerte para distraerme?
La mano de Crysania empezó a temblar, y la voz se le secó en la garganta. Tragó saliva, obligándose a hablar.
—No, señora. No he venido con ninguna clase de sacrificio. He venido con las piedras dragontinas para invocar a un dios y poder hacerle una pregunta. Las piedras podéis verlas ante vos. ¿Escucharéis mi pregunta?
—Habla —dijo Takhisis, y la oscuridad se arremolinó a su alrededor, como si la diosa arrastrara hacia el suelo todo el apagado firmamento para convertirlo en su vestido.
—Los dioses… Hemos oído…, hemos oído que todas las guerras que se llevan a cabo aquí, en el mundo, también tienen lugar entre los dioses. Algunos dicen que los dioses se irán pronto. ¿Es eso cierto, señora?
—No temas, niña mía —sonrió la Reina de la Oscuridad, con una sonrisa feral que le dejó al descubierto los dientes—. Y tú eres mi criatura, aunque tal vez no te agrade considerarlo así. Sin embargo, es cierto. Toda la creación pertenece a los dioses. Toma nota de esto: los dioses no se han ido a ninguna parte, porque los dioses son inamovibles. Es vuestro corazón el que ha cambiado.
—En ese caso, si los dioses no se han ido a ninguna parte, permitid que vea a Paladine —contestó Crysania con audacia, aspirando profundamente y sintiendo que su corazón se llenaba de fervor con sólo pronunciar su nombre—. Dejad que hable con él.
Helada como la medianoche en invierno le llegó la risa de la Reina de la Oscuridad, y el corazón de la sacerdotisa se estremeció cuando Takhisis se alzó ante ella, tan inmensa que daba la impresión de llenarlo todo a su alrededor con su espantosa majestad.
—¿Quién eres tú —chilló la diosa—, para poner en duda lo que hacen los dioses? ¿Te encuentras en el fondo del pozo de tu ignorancia, con la mirada fija en el trozo de cielo que tienes encima y te atreves a interrogarme?
—Soy… —Crysania empezó a temblar por culpa del frío, como si la mano de la muerte se hubiera posado sobre ella—… soy la Hija Venerable de Paladine, y vos sois la Madre de las Mentiras. ¡Rechazo vuestra maldad! Conozco la verdad, y es ésta: ¡Donde está la Luz, la Oscuridad no puede penetrar! En nombre de la verdad, repito, dejad que vea a Paladine.
Todo quedó inmóvil. En la Morada de los Dioses, nadie respiraba, nadie osaba moverse. Incluso las piedras dragontinas permanecieron silenciosas, con su resplandeciente canto de poder transmutado en un mutismo total.
La oscuridad cambió. Fue como si los bordes del nocturno vestido de Takhisis se empezaran a plegar sobre sí mismos. Más allá de aquellos extremos, empezó a aparecer una luz, que en un principio pareció como un ribete plateado sobre las tinieblas, reluciendo igual que el raso. Entonces, el reborde se fue tornando más brillante a medida que la luz le quitaba terreno a la oscuridad. Como el inevitable amanecer, aquel fulgor fue aumentando, con la lenta y majestuosa seguridad de que nada se le podía oponer.
La respiración de Tandar se volvió acelerada y ronca. Crysania sintió que el miedo le desaparecía del corazón, igual que la sucia niebla aclara cuando el sol aparece para calentar la tierra, y lloró; las lágrimas le corrieron por las mejillas cuando sintió retornar la esperanza.
El tigre rugió, con un profundo grito animal, y el sonido se desvaneció con suavidad al tiempo que una voz surgía de la luz.
—No llores, hija.
Crysania alzó el rostro hacia el cielo, con las lágrimas derramándose veloces al tiempo que el corazón se le exaltaba en una carcajada, una risa absurda, deliciosa e incongruente que resonó por el pétreo recinto como un repiqueteo.
—¡Padre, habéis venido! ¡Oh, he tenido tanto miedo!
—¿Por ti?
Tuvo que admitir que sí. ¿Cómo negarlo? El que podía ver en el interior de su corazón debía de conocer con exactitud sus temores.
—Y —continuó él con suma dulzura— has sentido miedo por mí. —Le tendió una mano, y la luz brilló por todas partes.
Allí no había ningún dragón reluciente; ningún guerrero eterno se encontraba ante ella, cubierto con su armadura y empuñando armas divinas.
Frente a la Hija Venerable, con los ojos algo desconcertados y las manos hurgando en los bolsillos de la túnica, estaba un avatar muy viejo.
—Fizban —musitó la mujer, con el corazón tan henchido de alegría como el de un niño.
El anciano levantó la mirada, como si se hubiera sobresaltado de improviso. Era realmente Fizban: distraído, bonachón y algo irritable. De esta guisa había visto Tanis el Semielfo al dios, hacía más de treinta años.
—El mismo que viste y calza —contestó él, mirándola con el entrecejo fruncido como si fuera una niña impertinente—. Y ¿por qué no? Ya he estado aquí antes. Con esta misma apariencia creo. Muchacha —dijo, mostrándose súbitamente alarmado—, ¡hay un tigre a tu espalda!
—Sí. —La sacerdotisa volvió a reír—. Es mi amigo.
El anciano hechicero ladeó la cabeza, entrecerrando los ojos mientras rebuscaba de nuevo en sus bolsillos.
—¿Estás segura? Puedo convertirlo en un ratón… o en otra cosa.
—¡Estoy segura! Sí, muy segura. Es un amigo.
Gruñó, como lo hacen los ancianos y, luego, se quedó callado. En lo alto, las nubes discurrían veloces, y parecía como si chocaran entre ellas desde todas las zonas del cielo.
—Padre —dijo Crysania—, he venido aquí con una pregunta.
Volvió a rezongar, pero entonces pareció que algo había cambiado. Todavía se mostraba bajo el aspecto de Fizban, con su absurdo gorro puntiagudo cayéndole sobre los ojos, y las manos temblorosas como las de un viejo; sin embargo, los ojos brillaban con fuerza.
—Pregunta.
—Padre, he oído decir a los dragones que habéis librado una batalla contra Caos. Os veo aquí ahora… Padre, ¿estáis bien? ¿Vencisteis?
El dios la miró durante un largo rato; luego, volvió el rostro hacia el revuelto firmamento, donde las nubes corrían, enloquecidas, sobre sus cabezas.
—Sí, hija, hemos vencido. Caos ha sido derrotado. Ha abandonado este mundo.
Las palabras eran las correctas, las que ella quería oír, pero parecían susurradas bajo el peso de una gran tristeza.
Sintió que se le hacía un nudo en la garganta, y alargó la mano en busca del tigre, al que encontró, como siempre, a su lado. Notó que los flancos se le movían, rítmicamente, al compás de la respiración.
—Hija mía —prosiguió el anciano hechicero—, el Padre de Todo y de Nada fue derrotado, pero el precio que exige para abandonar este mundo en paz es muy alto. Sus hijos deben partir con él.
—¡No! —exclamó Crysania, soltando un suspiro sollozante.
En el firmamento, las nubes hervían, corriendo y arremolinándose como enloquecidas, mientras que, en el suelo, ninguna sombra reflejaba su salvaje danza.
—Es por eso que he venido a ti —indico Fizban—. Para decir adiós. Debo abandonar este mundo.
—¡No! ¡Padre, no! —exclamó la sacerdotisa, sintiendo que toda la esperanza se le esfumaba del corazón.
El dios miró hacia el cielo, frunciendo el entrecejo como un anciano perplejo, y alzó una mano como para lanzar un conjuro de inmovilidad, pero enseguida la dejó caer de nuevo.
—Criatura, debo hacer lo que he aceptado hacer. No nos resulta fácil a nosotros, los dioses, abandonar este mundo y a las criaturas que hemos creado. Hemos luchado por vosotros y también nos hemos enfrentado por vosotros. Y por encima de todas las cosas, os hemos amado. Pero no vamos a entregaros a la cólera de Caos y, por lo tanto, debemos marchar. Es el sacrificio que realizamos para salvaros.
Crysania percibió una caricia en la mejilla, tierna y entristecida.
—Los otros ya se han ido, y yo debo seguirlos.
—¿Qué haremos? ¿Cómo sobreviviremos? —La Hija Venerable se encogió sobre sí misma al pensar en los largos días sin la amorosa presencia de Paladine. No podía imaginar el resto de su vida extendiéndose ante ella en silencio y oscuridad; sin el resplandeciente y cálido afecto de Paladine.
—Sobreviviréis, hija mía. Debes sobrevivir. El mundo necesitará de tu compasión y sabiduría. —Miró al tigre blanco situado junto a la mujer, y a ésta le dio la impresión de que la sonrisa que le iluminaba los ojos era una de repentina y divertida satisfacción—. Encontraréis nuevos modos, nuevas magias. Mi bendición te acompañará siempre.
Sintió que el dios empezaba a retirarse, y aquello no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Aquella marcha era como si el sol se empequeñeciera, se alejara. Eso sí era una auténtica oscuridad, una cruel ceguera sin siquiera el lejano parpadeo dorado de su presencia.
—¡No! —gimió. No podía soportarlo; era imposible. No podía ser, sin duda se trataba de un sueño, una pesadilla. Despertaría e iría a su ventana y se arrodillaría bajo el calor del sol de la mañana para orar y él la tocaría con su afecto.
Pero jamás lo haría. Así lo había dicho. Nunca volvería; debía abandonar el mundo.
Cayó de rodillas, inconsolable, y empezó a sollozar aferrada a Tandar, con el corazón destrozado mientras toda la luz de su mundo retrocedía. Permaneció así, arrodillada, durante lo que le pareció una eternidad antes de oír en su mente la voz del tigre, baja y en tono de advertencia.
¡Crysania!
Los dioses se habían ido, Takhisis y Paladine; y, por lo tanto, esperaba que al mirar a lo alto no vería más que oscuridad otra vez. No fue así. El cielo se había tranquilizado y ya no corrían por él las nubes en una danza febril y sin viento. En su lugar distinguió luces que brillaban. Parpadeó, intentando desviar la vista, pero no pudo. Las luces flotaban sobre el negro cuenco cristalino, adquiriendo todos los colores del mundo, el azul del cielo, el verde de los bosques, el dorado de las arenas del desierto; todos esos y muchos más, se mezclaban y se combinaban en un arco iris que no se reflejaba en la espejeada superficie.
—Valin —musitó.
El animal se restregó contra ella con el corazón latiéndole con fuerza.
Las luces se fundieron en una única y brillante bola de fuego; luego se separaron, fluyendo hacia el exterior en tres torrentes de color bien diferenciados: blanco, rojo, negro. Los haces de luz se extendieron y tomaron forma en el cielo: dos figuras masculinas y una femenina, cada una vestida con una de las túnicas de las Órdenes de la magia. Mostraban aspecto humano, altos y fornidos, pero la sacerdotisa sabía, con toda certeza, que de haber sido ella una elfa, los habría visto bajo el aspecto de elfos; de haber sido enana, los dioses se habrían presentado como enanos. Adoptaban aquellas formas para resultar más accesibles a aquellos ante quienes aparecían.
—Hemos venido a buscar las estrellas dragontinas, lady Crysania —anunció la roja Lunitari dando un paso al frente y separándose de sus congéneres—. Os damos las gracias a ti y a tu compañero por reunirlas para nosotros.
—¿Estrellas dragontinas?
Nuitari rió, con un sonido siniestro, como de tormentas.
—Estrellas dragontinas —repitió Lunitari—. Pues muy pronto serán algo más que piedras, criatura.
Solinari se adelantó entonces, y las tres criaturas divinas hicieron un gesto apenas perceptible con las manos, un movimiento en perfecto acuerdo, y la hilera de piedras empezó a alzarse, girando y danzando en el aire.
—No pertenecen a este mundo —indicó Lunitari, y su voz era como sangre hormigueando en las venas, como seda resbalando sobre una piel suave.
Las piedras empezaron a describir un círculo, elevándose más y más, hasta que flotaron sobre la cabeza de Crysania. Ésta dio un paso atrás, y Tandar se movió con ella, aunque sin apartar los ojos de las piedras. Las dragonitas formaron un círculo perfecto en el aire, sin principio ni fin, girando cada vez más deprisa hasta que la sacerdotisa no consiguió distinguirlas unas de otras; los colores se mezclaron igual que las luces de los dioses se habían unido, y formaron un disco dorado.
—Valin —susurró.
Una ondeante luz amarilla fluyó del disco dorado, y torrentes de poder se extendieron hacia fuera como plumas al viento.
Un alarido desgarró el divino silencio.
Crysania dio una sacudida y se volvió. Tandar giró en redondo, entre gruñidos. Y justo en ese instante la hechicera Kela se deslizó entre las protectoras piedras guardianas y se dirigió hacia ellos a la carrera.
El tigre saltó de lado para colocarse entre la mujer y Crysania, preparándose para resistir la embestida. Kela ni siquiera le echó una mirada. Aullando su aflicción, pasó corriendo junto a él, abriendo las manos en un intento desesperado de coger el disco dorado, los dioses y la magia.
Y detrás de ella —¡dioses misericordiosos!— detrás de ella corría otra persona, un hombretón que la seguía con zancadas tambaleantes.
—¡Jeril!
Crysania chilló su nombre, pero el guerrero no se detuvo.
La sacerdotisa lo contempló con una visión que se fue apagando a medida que los tres dioses de la magia se alejaban de la Morada de los Dioses. El hombre corría, cojeando, tambaleante por culpa de viejas heridas y de una nueva: un tajo de espada sobre las costillas, por cuya abertura se le escapaba la vida en forma de sangre roja que empapaba el suelo rocoso. El joven sabía lo que Kela pensaba hacer; Crysania vio la amarga y terrible comprensión en los ojos de él, y lo comprendió también.
La sacerdotisa lo comprendió en ese mismo instante desgarrador.
—Valin —gritó.
Con la visión cada vez más debilitada, apagándose, vio que el tigre saltaba hacia Kela, y contempló cómo la hechicera lo esquivaba veloz, riendo y llorando al mismo tiempo.
—¡Deténte! ¡Kela! ¡Deténte! —
Kela dio un salto en cuanto sus pies tocaron la orilla de la cristalina superficie; con los brazos extendidos, intentó sujetar el ondulante disco amarillo. Profirió un grito al tocarlo: agonía y éxtasis se enlazaron en un terrible sonido mientras el poder estallaba a su alrededor. La luz dorada que fluía del disco mágico se dividió en colores distintos: rojo, verde, blanco, azul y negro. Las serpentinas de color rugieron, se enroscaron hacia lo alto, se convirtieron en fuego y por fin se transformaron en piel recubierta de escamas.
Una voz, profunda, sensual y horrible susurró:
—Sí. Ven conmigo.
Crysania lanzó un alarido de temor.
La hermosa hechicera fue engullida por un estallido de poder al tiempo que los cinco colores de Takhisis se fundían entre sí.
El viento arremolinó la túnica de la sacerdotisa alrededor de las piernas de ésta y tronó en sus oídos. La mujer cerró los ojos, y cuando por fin se permitió mirar otra vez, el disco se encontraba tan alto en el cielo que apenas parecía otra cosa que una pálida luna amarilla insertada entre las estrellas.
¡Estrellas!
Profirió una exclamación ahogada, y alargó los brazos como si pudiera tocarlas; eran estrellas nuevas, no como las antiguas. Los dioses se habían ido, y la magia había desaparecido. El mundo yacía a su alrededor privado de la presencia de aquellos seres divinos y, mientras se daba cuenta de todo aquello, la oscuridad volvió a cerrarse sobre ella: la vieja maldición, el antiguo regalo de su ceguera regresó en ausencia de los dioses.
Alguien gimió, emitiendo una especie de sollozo dolorido. Era Jeril.
Crysania tanteó en la oscuridad en busca de Tandar, de Valin. El animal se colocó bajo su mano y permitió que lo utilizara para ponerse en pie.
—Llévame hasta él —dijo la mujer—. Llévame hasta tu hermano.
Incluso mientras lo decía, su corazón titubeó. ¿Qué haría cuando llegara allí? Se arrodillaría a su lado, le ofrecería consuelo; pero no tenía otra cosa, pues toda la magia curativa había abandonado el mundo junto con los dioses.
Avanzó tambaleante junto al tigre, débil y agotada y, al alargar la mano encontró sangre, caliente y que manaba con rapidez.
—Jeril —musitó.
—Señora —gimió él.
—Pensábamos que estabas muerto.
El guerrero emitió un sonido parecido a una tos, y sólo cuando habló comprendió ella que se trataba de una amarga especie de carcajada.
—¿Pensábamos? ¿Tú y tu fiel tigre?
—Sí —encontró su mejilla, y a ciegas la acarició, encontrándola rugosa, sucia y cubierta de barba—, yo y mi fiel tigre.
—Señora —Se estremeció, e hizo un supremo esfuerzo por llevar aire a sus pulmones—. señora, ella está muerta, ¿verdad?
Tandar estaba tumbado junto él, muy cerca, del mismo modo que acostumbraba a yacer junto a ella, y los temblores de Jeril se calmaron cuando el calor de la enorme bestia lo envolvió.
—Sí, Kela está muerta.
El guerrero tragó saliva, y la sacerdotisa oyó el chasquido en su garganta como un toque de difuntos.
—Entonces también lo está nuestro hijo.
—¡Oh! —gimió Crysania— ¡Oh, no! Eso no…
—La…, la quería. —Jeril se movió, retorciéndose bajo su mano, revolcándose de dolor—. La amaba… y no supe la oscura pasión que la impulsaba… hasta que fue… demasiado tarde.
La hechicera había intentado matarlo, explicó Jeril, una noche después del ataque del demonio guerrero. Le había contado lo mucho que necesitaba las piedras dragontinas, sus miedos, sus planes; y como el valiente corazón del joven no había querido saber nada de aquellos planes siniestros, ella había intentado matarlo. Pero su golpe fue torpe y rápido, la hoja no acertó en la oscuridad. Había sobrevivido, había conseguido escapar, y la había seguido, a su esposa de tan sólo unas semanas; a la madre de su hijo.
—Para salvarla, señora. Para salvar a nuestro hijo.
Así pues, había sido Jeril quién los había seguido por las Cañadas Brumosas, un amante intentando rescatar a su amada de ella misma. Crysania lo acarició con suavidad, simplemente para proporcionarle consuelo, ya que carecía de poder curativo.
—No quería que la salvaran —suspiró el joven. Se estremeció, luego gimió cuando el tigre se apretó más aún contra él, un ligero peso contra el herido.
¡Hermano!, chilló Tandar, pero sólo Crysania podía oírle.
¡Hermano!
—Paladine —murmuró la sacerdotisa—. Padre querido, ¡nos habéis abandonado demasiado pronto! Y ese buen hombre morirá.
Se meció hacia atrás sobre los talones, al tiempo que alzaba el rostro hacia el cielo en el que centelleaban nuevas estrellas. Se alegró de no poder verlas.
Algo rozó su cara, algo frío y húmedo, y cuando levantó la mano para limpiarse, otra gota se estrelló contra su mejilla, partiéndose en gotas más pequeñas que saltaron hacia sus pestañas. Y a continuación cayó otra. Levantó las manos hacia el agua que caía.
—¿Es… es lluvia, señora? —inquirió Jeril con un suspiro.
La Hija Venerable ahuecó las manos, tal como había hecho la imagen del dios en su sueño, y dejó que el recipiente se llenara, antes de responder afirmativamente y ofrecer el don de un poco de agua dulce y fresca al moribundo.
—Sí, es agua, amigo mío. Bebe con mi bendición.
Tal vez la oyó, pero ella no lo creyó, y el gemido lastimero de un tigre penetró con suavidad en su ceguera, en aquella oscuridad tan familiar.
No podían enterrar a Jeril, ni tampoco podían construir un túmulo decente. Los tigres no pueden levantar piedras ni cavar en la tierra, y tampoco puede hacerlo una mujer ciega; así que lo dejaron en la Morada de los Dioses. Encontraron su espada fuera del círculo de peñascos, limpia de su sangre merced a la lluvia que caía dulcemente, y la llevaron hasta donde él estaba, para colocársela sobre el pecho, con las manos cruzadas sobre la empuñadura. Luz del Desierto le haría compañía en ese lugar al que los dioses no regresarían nunca más.
—Es un sitio apropiado para él —indicó Crysania.
El tigre no respondió.
—Vamos —dijo la sacerdotisa, posando la mano sobre él y acariciando el suave pelaje—. Sácame de aquí, Valin.
Este así lo hizo, en silencio, abrumado bajo el peso de su pena. La condujo por entre las piedras guardianas y de regreso al sendero que cruzaba las Cañadas Brumosas. Allí se refugiaron de la lluvia en una pequeña cueva, y se tumbaron juntos a dormir.
Soñaron los mismos sueños, el tigre y la mujer, sus esperanzas y recuerdos entretejidos. Soñaron con lluvia, con dioses; soñaron con nubes que chocaban unas con otras desde todos los rincones del cielo. Ella soñó con tener el don de la vista; él con la ceguera. Y en algunos instantes soñaron también con los muertos, con Jeril y Lagan Innis y con Kela, la hechicera, que no se dejó rescatar.
Así transcurrió la noche para ambos: Crysania dormida sobre el suelo de roca de la cueva, el tigre tendido junto a ella, convertido en un peso cálido y familiar. Y cuando despertaron, cada uno pensaba en la misma imagen, la de un atractivo y anciano hechicero que los contemplaba con fijeza, sacudiendo la cabeza mientras se preguntaba qué demonios estaba sucediendo entonces.
—Te miró de un modo tan extraño —comentó Crysania, con la mejilla apoyada en la enorme cabeza del felino—. ¿Lo recuerdas? Cómo si supiera algo sobre ti. Algo divertido.
No sé qué podría haber sabido de mí que le resultara divertido. Mi vida no ha sido precisamente entretenida, señora.
—Tal vez —susurró ella—, sonreía por algo que todavía no ha sucedido.
En el exterior seguía lloviendo, diluviando como si hubiera que aliviar todo aquel terrible y reseco verano. Crysania se estremeció, pues esa mañana había descendido sobre el mundo mucho más fría de lo que habían sido las mañanas desde hacía mucho tiempo. Deseó poder tener un fuego, y se enroscó aún más contra el tigre.
A mí también me gustaría tener uno, contestó el animal.
—Bien, pues no tenemos demasiada suerte, entonces. No puedo encender un fuego, y tú tampoco. Así que tendremos que permanecer aquí sentados aguardando a que pare la lluvia mientras nos calentamos mutuamente lo mejor que podamos.
El felino no dijo nada y ella comprendió que había aislado sus pensamientos para que no los detectara. Sin una palabra, volvió a echarse a su lado, y al cabo de un cierto tiempo, dijo:
—¿Me contarás, Valin, qué sucedió para que te convirtieras en un tigre?
Hice un trato, señora. Con Dalamar el Oscuro.
—Cuéntame. Quiero saberlo.
Le contó todo lo que deseaba saber, con imágenes claras y nítidas. Le explicó su visita a la Torre de la Alta Hechicería, relató lo que el elfo oscuro había ofrecido —un modo de poder acompañar a Crysania en su viaje a Neraka— una posibilidad de obtener su amor.
Un modo, queridísima señora, de estar contigo siempre. De protegerte, de correr a tu lado, de escuchar tu voz. Suspiró, con un profundo sonido animal. Un modo de yacer junto a ti por la noche…
La lluvia caía, entre suspiros y susurros, oliendo a vida, esperanza y a todas las cosas buenas.
Crysania se sentó en el suelo y le rozó la cabeza, acariciando su mejilla mientras se decía que su corazón se partiría de tanto como le dolía. Sólo eso era lo que él había querido, y ella se lo había negado. Eso era lo que le había pedido, un día en el jardín del Templo de Paladine, y ella lo había echado, diciendo: «No, no puedes tenerlo». Y de ese modo lo había entregado en manos de Dalamar, porque su compañero deseaba aquello que ella no quería darle.
—Valin —dijo, y la voz se le quebró a causa del dolor—. ¿Existe algún modo de que vuelvas a ser libre?
El sonido que el tigre profirió cayó como un peso sobre la oscuridad que la envolvía.
Existe un modo, señora. Siempre existe un modo.
—¿Qué modo? —Alargó una mano para tocarlo, pero enseguida la retiró.
—¿Qué modo? —volvió a preguntar la sacerdotisa—. Dímelo.
Deben pronunciarse unas palabras, ciertas sencillas palabras, y volveré a ser Valin.
—¡Palabras! ¿Qué debe decir quién? ¿Dalamar?
La respiración del animal se alteró, tomándose apresurada, luego, a medida que se dominaba, recuperó la normalidad de
nuevo.
No Dalamar, sino tú.
—¿Qué palabras? ¡Dímelo!
No puedo. Si las pronuncias quedaré libre. Si jamás lo haces, permaneceré tal como me ves.
—¿Conoces tú las palabras?
Las lágrimas afloraron a los ojos de la sacerdotisa, y se le deslizaron a raudales por las mejillas. Palabras, palabras y palabras; ¡el mundo estaba repleto de ellas! ¿Qué palabras, en qué lengua, en qué combinación, liberarían a Valin de aquella prisión mágica? Entre sollozos entrecortados, gimió llena de dolor, de pesar, presa de un terrible sentido de culpabilidad.
La tarea resultaba imposible. Jamás podría llevarse a cabo. Rodeó al animal con sus brazos, apretando la mejilla contra su cabeza, y lloró, asaltada por la pena, mientras en el exterior la lluvia caía con suavidad, paciente, alimentando la tierra reseca del mismo modo que sus propias lágrimas nutrían su corazón que empezaba a despertar.
—Lo siento —dijo, apretada contra su mejilla—. Lo siento tanto, Valin. Buscaré las palabras, registraré el mundo de arriba abajo. Lo juro. Tal vez Dalamar no haya sobrevivido a estas guerras. A lo mejor su torre ha sido destruida. ¡No importa! Si se ha desmoronado, encontraré el libro de hechizos que usó para llevar a cabo esta terrible magia. Revolveré los cascotes. Removeré las ruinas piedra a piedra y encontraré lo que…
Se sentó muy erguida, secándose el rostro con el mugriento borde de la túnica. ¿Era risa lo que percibía, la risa de Valin centelleando en su mente?
—¿Qué? ¿Por qué te ríes?
Crysania, ¿por qué tendrías que hacer eso? ¿Remover unas ruinas piedra a piedra?
La Hija Venerable se estremeció, helada por la humedad de la mañana, por su aflicción.
—Lo haré, querido Valin, porque has hecho tanto… Me has protegido y defendido. Has arriesgado la vida por mí y por tus amigos. Me has prestado tu visión. Has… —Se detuvo para recuperar aliento, para hacer acopio de valor—. Lo haré porque te quiero.
El animal suspiró bajo sus brazos, y todo el cuerpo se le convulsionó con aquel suspiro. En el aire se percibió un hormigueo, una vibración que recorrió las terminales nerviosas de la sacerdotisa.
—Valin…
El tigre aspiró con fuerza y retuvo el aliento.
Bajo los brazos de la mujer, el cuerpo se movió. No, en realidad cambió. Se descompuso. La forma del felino se transformaba, y la sensación hormigueante se tornó abrasadora y más profunda.
El mago chilló de dolor —con la voz de un tigre y la de un hombre a la vez— y fue el nombre de la sacerdotisa el que invocó mientras el cambio se realizaba en su cuerpo, su nombre en tanto que los huesos retomaban la forma anterior y se recolocaban y todos sus sentidos se empeñaban en recuperar las capacidades propias de un humano.
¡Crysania!
El nombre resonó en los oídos de la sacerdotisa, rebotando en las paredes de la pequeña cueva en forma de eco. Y rugió en su mente, atronador, para a continuación perder potencia, también, y convertirse en eco. Y entonces el contacto mental con el animal desapareció, la conexión entre ambos desapareció en un vacío silencioso. Estaba sola.
—Valin —suspiró.
—Aquí, señora —musitó él, y era la suya la profunda y familiar voz del mago del desierto.
Se acercó más a ella, y la sacerdotisa escuchó el sonido de sus pies sobre el suelo; lo oyó tiritar, y se dijo: «¡Oh! ¡El pobre está desnudo!». De modo que agarró su manta de dormir y se la entregó, sintiéndose tentada por el sonido de la tela resbalándole por la piel mientras él se envolvía en ella.
—No estás sola, Crysania —manifestó el mago, sentándose a su lado. El calor de su cuerpo la envolvió, y la mujer percibió el olor de la manta y el familiar aroma de sus cabellos—. Estamos lejos de casa, los dos, y puede que ni siquiera tengamos un Palanthas al que regresar, pero te amo Crysania, y mientras viva, jamás estarás sola.
La lluvia caía con más fuerza en el exterior, y un viento gélido y húmedo barrió la entrada de la caverna. La sacerdotisa se estremeció, y Valin la rodeó con el brazo sin una vacilación. Ella se acercó más para poder apoyar la cabeza en su hombro, y únicamente una vez la besó él. Fue un suave roce sobre los labios, pero el beso se prolongó ya que la sacerdotisa no se apartó como había hecho en otra ocasión. Y de este modo permanecieron sentados, él escuchando la lluvia y ella el latir del corazón de su compañero. En un momento dado, la Hija Venerable alzó la mirada y comprendió que llevaba sentada, así, tan cómodamente, un buen rato, como si fueran amantes desde hacía mucho tiempo, los brazos de él acostumbrados a estrecharla, el corazón de la mujer bien versado en los ritmos del de él.
—¿Qué encontraremos ahí afuera, Valin? ¿Quién habrá sobrevivido a las guerras? ¿Quién habrá perecido?
El mago la apretó con más fuerza, acariciándola con una lenta y suave cadencia.
—No lo sé, Crysania. No sé qué ha sido del mundo. Sólo sé esto: Saldremos al exterior y marcharemos hacia Palanthas, tú y yo, y tal vez encontremos que el mundo se ha convertido en un lugar salvaje y distinto, desprovisto de dioses, sin magia. Pero, sea como sea, nos enfrentaremos a ello juntos.
La sacerdotisa le tocó el rostro, trazó sus facciones con los dedos, y lo besó con ternura. Con él había entrado en combate, había hecho frente a los demonios de Caos, con Valin a su lado, se había presentado ante la Reina de la Oscuridad en persona y regresado con vida. ¿Cómo pues, iba a sentirse intimidada por las guerras y rivalidades de los mortales, mientras él estuviera a su lado?
—Tengo frío, Valin ¿Quieres compartir la manta conmigo?
El mago sonrió. Ella lo notó en su boca cuando la besó.
Los labios de él se fundieron con los suyos.
—Conozco otro modo de entrar en calor —respondió él.
Lo acarició, deslizando los dedos por sus brazos hasta tomar entre las suyas sus enormes manos. Valin se estremeció, pero no era de frío.
—Enséñame —pidió la sacerdotisa, mientras la lluvia caía a raudales y el viento merodeaba solitario en el exterior de la pequeña cueva.
Con inmensa ternura, el mago del desierto la tomó en sus brazos.