20
Crysania cabalgaba detrás de Kela, aferrada a la hechicera con ambos brazos. No se escuchaban gritos de persecución procedentes de Neraka. Ni el tronar de ejércitos a caballo sacudía la tierra. Los pájaros no chillaban en el cielo, el viento había dejado de soplar y daba la impresión, cada vez que aguzaba el oído, de que todo el mundo había perdido la capacidad de emitir aunque fuera el más mínimo sonido.
Y de improviso se oyó un susurro, apenas audible en la quietud, un chacoloteo imperceptible casi, como guijarros que rodasen por el suelo. Cada vez que eso sucedía, susurraba mentalmente : ¿Lo oyes, Tandar?
El olfato del animal no detectó nada, pues no había brisa que arrastrara olores hacia él; tampoco vio nada, aunque en una o dos ocasiones se desvió del estrecho sendero, retrasándose, para intentar averiguar algo.
¿Qué sucede con Kela?
Si escucha lo mismo que nosotros, no lo dice, respondió el animal con un gruñido, no en voz alta, sino en las profundidades de su mente, y a mí eso me parece raro, ¿no crees? Si no lo oye, ya se lo diremos cuando llegue el momento de que lo sepa. O los acontecimientos lo harán.
Su corazón no se había ablandado por la viuda de su hermano, aunque Crysania había pensado que, al menos, el dolor compartido ayudaría a efectuar tal cambio. Por el contrario, daba la impresión de que su desconfianza por la mujer había aumentado.
A regañadientes, Crysania aceptó no decir nada a la hechicera.
Las llanuras de Neraka habían quedado ya muy atrás antes de que el sol se acercara al mediodía. La senda se elevaba ante ellos, y Tandar les indicaba el camino sin una vacilación.
Así lo hizo. Para cuando el sol inició el descenso por el cielo, ya había conducido a las dos mujeres justo hasta el desfiladero que conducía a las Cañadas Brumosas. Más allá, según todos los mapas, se encontraba la Morada de los Dioses.
—Tal vez estas Cañadas Brumosas fueran bautizadas correctamente en el pasado —comentó Kela mientras dejaba que su agotada montura se detuviera para mordisquear las pequeñas matas de hierba que crecían entre los apelotonados peñascos que se agazapaban en lo alto de la senda que descendía hasta el valle—, pero hace mucho que no hay niebla ni brumas por aquí.
«Más de un año, sin duda», pensó Crysania que no olió más que el polvo, la sequedad de la hierba reseca y el olor de los árboles que aquel clima horrible había convertido en estériles. La sacerdotisa alzó la cabeza, respirando el caliente aire.
—¿Hay agua, Kela?
—Más adelante. Un pequeño arroyo y un estanque aún más pequeño. —Se movió, como quien intenta mirar por encima del hombro; luego emitió un ligero sonido de impaciencia—. ¿Adónde ha ido ahora ese tigre tuyo, señora?
Crysania proyectó una llamada mental: ¿Tandar?
Aquí, detrás de ti.
Nada. Pero todavía nos siguen. Lo noto.
Eso era más que suficiente para ella, de modo que dijo a Kela:
—Se habrá quedado rezagado. Vuelve a mirar. Estará justo detrás de nosotros.
Ahí estaba, andando con pasos rápidos detrás del caballo como si siempre hubiera estado allí.
El corcel se tambaleó y la sacerdotisa se aferró a la hechicera para no caer.
—Deberíamos parar aquí a pasar la noche, Kela.
—Pero aún quedan muchas horas de luz, señora —repuso ésta, poniéndose rígida—. Deberíamos seguir adelante.
—Nos detendremos junto al agua, Kela —insistió Crysania con voz firme—. Voy a necesitar un buen descanso antes de intentar…
Dejó la frase sin terminar, pues no deseaba hablar a la joven sobre las piedras dragontinas y sus esperanzas sobre la magia que podría hallar. «Se me están contagiando las sospechas de Tandar —pensó—, y no tengo motivos para pensar que exista una razón para desconfiar de esta mujer. Cabalgó a nuestro lado casi todo el camino hasta Neraka y habría ido hasta el final si los acontecimientos no se lo hubieran impedido. Luchó bien para defendernos antes de eso, sin abandonarnos en la batalla. Y, sin embargo…».
No obstante, si bien no tenía motivos para recelar de Kela, tenía razones más que suficientes para confiar en Tandar —¡Valin!—, de modo que no dijo nada más, sólo alegó cansancio y ordenó que, por aquel día, ya no seguirían adelante.
Detrás de ellas escuchó rugir al tigre, y percibió el impacto de su salto. Un pequeño chillido de dolor desgarró el aire, luego se desvaneció en el silencio de la muerte. El felino se acercó, y Crysania escuchó la risa sin alegría de Kela.
—Es un buen cazador, señora —comentó ésta—. Cuando todo haya terminado, deberías quedártelo. Resultaría una buena diversión en Palanthas, ¿no crees?
El fuego chisporroteaba, y el aroma de carne asada y madera de pino perfumaba el ambiente. El tigre había cazado tres liebres, dos para el asador y una para él. Crysania y Kela se comieron una cada una, desgarrando la carne con los dedos, tan tranquilas, como si jamás hubieran oído hablar del invento del tenedor y el cuchillo. Mientras se relamían con los sabrosos jugos, Tandar se tumbó cerca del pequeño estanque para limpiar la sangre de su banquete de las enormes zarpas.
¿Cruda? ¿Deliciosa? La mujer se estremeció.
El animal rió, pero el sonido tenía un tinte de amargura.
Eres un hombre, repuso ella con suavidad. Valin, ¿no quieres contarme que te ha sucedido? ¿Fue Dalamar…?
El felino bostezó ruidosamente, se incorporó y desperezó con energía y, a continuación, se alejó, meneando la cola, silencioso. Por un breve instante, le concedió la facultad de ver y le mostró el valle y el sendero empinado que seguirían por la mañana. Cuando le arrebató la visión, la sacerdotisa lo oyó dar vueltas por el perímetro del campamento como había tomado por costumbre, a modo de silencioso centinela, desde que salieron de Palanthas.
¿Qué oyes?
Nada detrás.
Tal vez se haya ido, lo que fuera que nos seguía.
El tigre dejó que un silencio desdeñoso respondiera a aquella esperanza, y siguió dando vueltas, moviéndose en silencio, pero prestando una atención especial al camino por el que habían venido.
—Señora —dijo Kela, con voz tranquila mientras depositaba otra rama seca en la hoguera—, ¿puedes mostrarme las piedras por las que el enano Lagan y mi… mi esposo murieron?
Crysania sintió una punzada en el corazón, de tan llenas de dolor como parecieron salir las palabras «mi esposo» de los labios de la joven. ¡Casados desde hacía tan poco tiempo!
Y ya era una viuda.
—Desde luego —contestó. Introdujo la mano en su bolsillo y sacó la bolsa de terciopelo de Lagan. Resiguió las runas con los dedos, repitiendo interiormente, en su corazón, las palabras que formaban: «Donde está la Luz, la Oscuridad no puede penetrar».
«Qué así sea», rogó en silencio mientras abría la bolsa, y dejaba caer las cinco piedras sobre la manta. La negra todavía hormigueaba y le quemaba los dedos, pero no con tanta fuerza como en Neraka.
—Las has encontrado todas —indicó la hechicera, con un ligero deje de excitación.
—Sí, las tres que están alineadas están todas aquí ahora, y también las dos no alineadas.
—Y también encontraste algo para guardarlas, según veo. Es una bolsa muy bonita.
—Es…, era… de Lagan. Pensé que, puesto que había iniciado el viaje con nosotros, algo suyo debería seguir acompañándonos.
—Muy poético —repuso ella con voz helada—. Supongo que el enano lo habría agradecido. Yo no encontré nada de Jeril, ni siquiera su espada. El demonio guerrero se lo llevó todo.
Kela alargó la mano, tal vez para coger la bolsa, puede que en busca de las piedras. Sobresaltada, avergonzada inmediatamente, Crysania percibió el movimiento, y sintió en su interior el mismo resentimiento, los mismos celos que la habían sorprendido en —su estudio del templo el día que había hecho que sus amigos se pasaran unos a otros las dragonites.
Con lo que esperó pareciera un gesto desenfadado, recogió las piedras dragontinas.
Kela volvió a extender la mano.
¡Crysania, guarda las piedras dragontinas!
—¿Qué harás con las piedras dragontinas en la Morada de los Dioses, señora? —inquirió la hechicera.
—Oraré, y mi dios me escuchará —respondió ella con más esperanza de la que había sentido durante días.
El fuego chisporroteó cuando el último pedazo de grasa de los restos de una liebre ensartada cayó siseando sobre las llamas. Kela permaneció callada durante un buen rato. Luego, dijo con suavidad:
—¡Cuánta fe, señora! Te envidio.
Tal vez envidiaba la fe de Crysania. Quizás envidiara otra cosa. «Es posible —se dijo la sacerdotisa—, que me esté convirtiendo en una criatura tan suspicaz como Tandar, con muy pocos motivos para serlo».
No obstante, volvió a dejar que las piedras resbalaran al interior de la bolsa de Lagan, y guardó ésta en lo más profundo de su bolsillo; luego, se levantó y deseó a Kela buenas noches. De todos modos, le costó bastante dormirse. Escuchó cómo el fuego se consumía, el delicado borboteo del agua al penetrar en el pequeño estanque, los resoplidos y pateos del caballo. Oyó a Tandar moviéndose en la noche, pero no encontró consuelo en ello.
Localizaron el último sendero que abandonaba las Cañadas Brumosas, el camino empinado que conducía a la Morada de los Dioses, pasado el mediodía del día siguiente.
Nadie tuvo que informar a Crysania de la cercanía del lugar, pues las piedras dragontinas se ocuparon de hacérselo saber. Como siempre, rodaban y entrechocaban en el interior de la bolsa de Lagan; su sonido le hablaba con el mismo ritmo que los movimientos del caballo. Entonces, la Hija Venerable las sentía a través del terciopelo, a través de la tela de su túnica. Las notaba como si estuvieran pegadas a su carne desnuda, refulgiendo, canturreando, zumbando llenas de energía; pero ya no podía distinguir a una de la otra, la negra de la blanca o de la roja, las alineadas de las no alineadas. Podía percibir la sensación de su poder; sus voces se fusionaban para entonar un canto, y a la sacerdotisa le daba la impresión de que aquella canción no contenía más que una única frase, a pesar de su variedad de ritmos.
¡La Morada de los Dioses!
Estás seguro.
Lo estoy.
Seguiremos adelante, indicó.
«Lo haremos», se dijo.
Iniciaron el ascenso, subiendo por entre las montañas. Abandonaron la espesa sombra de las estribaciones y penetraron en la escasa vegetación de las zonas altas. El aire resultaba más enrarecido. Crysania había esperado que encontrarían alivio al interminable calor una vez que estuvieran en terreno elevado, pero sus esperanzas no tardaron en resultar vanas.
Sin sombra, parecía como si el implacable sol se hubiera tornado más potente e incluso más grande. Cuanto más subían, más le costaba a la sacerdotisa respirar. Sintió punzadas en las sienes durante la mayor parte de la tarde; pero, a medida que se acercaban a la Morada de los Dioses, las piedras se pusieron a zumbar con más alegría, jubilosas, y aquello le hizo olvidar el dolor. Sacó la bolsa bordada con las runas del bolsillo y cabalgó con un brazo rodeando la cintura de Kela, mientras en la otra mano sostenía la bolsa de terciopelo de Lagan muy pegada a su corazón.
—Llegaremos pronto —anunció Kela con voz radiante por la excitación.
¿Hay algo?
No hay señales, pero nos siguen.
Crysania apretó más la bolsa contra su cuerpo, rezando.
Cuando encontraron las elevadas paredes del desfiladero, sus esperanzas crecieron.
Sin duda se trataba de las cimas de las montañas que rodeaban la Morada de los Dioses. Crysania aspiró con fuerza. El lugar olía a limpio y saludable y también a esperanza, a savia de pino y a aire fresco. El sol no quemaba.
La encontró enseguida, y regresó con rápidas zancadas a los pocos momentos de haber marchado.
No podréis pasar a caballo. Di a la hechicera que te ayude a desmontar.
Crysania puso pie en tierra con la diligente ayuda de Kela que, a continuación, saltó tras ella, llevando al caballo de la brida y condujo a la sacerdotisa por el pedregoso camino hasta donde se encontraba el tigre.
—Tendremos que ir en fila india —dijo la hechicera—. Tú ve delante. El caballo y yo te seguiremos.
Crysania vaciló. Alargó el brazo esperando sentir la cabeza de Tandar bajo la mano, pero no halló más que el aire, vacío y caliente.
—Tandar, dónde…
Como si se tratara de un rayo, algo le golpeó con fuerza en plena espalda. El encontronazo la lanzó hacia adelante y jadeó, sin encontrar aire.
¡Tandar!
Yacía aturdida, sin aliento, con un peso sobre la espalda que le aplastaba los pulmones. Abrió la boca, anhelante, como alguien que se ahoga y, entonces, oyó al tigre que rugía detrás de ella. ¡El animal tenía razón! ¡Los habían seguido desde Neraka!
Notó el calor del aliento del felino en el cuello; apestaba a sangre y a la última presa devorada.
El peso le desapareció, y el aire regresó a sus pulmones y los llenó con el aroma metálico de su propia sangre y de la magia.
Unas rodillas se le hundieron en la espalda y la aplastaron contra la grava. Una mano —¡la de Kela!— agarró su brazo e intentó levantarla para ponerla de rodillas. Crysania se tambaleó, luego volvió a caer y chilló el nombre de Tandar, frenética, al tiempo que se avergonzaba por haber dudado de la hechicera. ¿Cómo podía haberlo hecho? Allí estaba Kela, acudiendo tan veloz en su defensa como siempre lo había hecho el tigre.
Una daga salió de su vaina con un silbido de raso.
—Aparta —gritó Kela.
Crysania se hizo a un lado, con la intención de dejar espacio a la joven para luchar.
—Quédate quieta —siseó ésta, sujetándola con más fuerza—. O te mataré aquí mismo.
Crysania sintió que la sangre se le helaba en las venas. Cerró las manos con fuerza alrededor de la bolsa de terciopelo de Lagan, de las piedras dragontinas, protegiéndola mientras la hechicera tiraba de ella para que se incorporara. Su barbilla se clavó en el suelo, y las piedras y la arena le arañaron las palmas de las manos y las rodillas; la parte superior de su cabeza golpeó contra algo duro.
¡Tandar!, chilló mentalmente.
Kela le colocó un brazo alrededor de la garganta y se sirvió de él para obligar a la sacerdotisa a ponerse en pie, al tiempo que la hacía girar. Profiriendo amenazas y maldiciones, mantuvo a la mujer en equilibrio contra su cuerpo.
En algún lugar, en la oscuridad que era su mundo, Crysania escuchó el abrasador aliento del tigre, sus rugidos y gruñidos. Arqueó el cuerpo, intentando llenarse de aire los pulmones, pero el brazo que le rodeaba la garganta apretó aún más; la afilada punta de una daga se le hundió en la tierna carne situada bajo la oreja.
—¡Aparta —chilló Kela—, o ella morirá!
—Kela —jadeó la mujer—, ¿qué haces? ¿Te has vuelto loca?
—¡Calla! —le siseó ella en el oído—. Dile a ese tigre tuyo que si se acerca más, regaré esta tierra reseca con tu sangre.
—Apretó la daga un poco más para recalcar sus palabras.
—No se acercará más —le aseguró Crysania, torciendo el cuello y alzando la mandíbula para intentar mitigar la presión—. ¿Por qué haces esto?
—Por las piedras dragontinas, idiota —rió Kela, y su risa sonó como el graznido de un cuervo.
La sacerdotisa lanzó un gemido cuando Kela le arrebató la bolsa; fue como si le hubiera robado algo más que un trozo de terciopelo y unas piedras; fue como si hubiera introducido la mano en el interior de Crysania y le hubiera arrancado el corazón.
—Por favor —exclamó la mujer—. ¡No lo hagas! No sabes lo que haces.
—¡Oh, sí, claro que lo sé! —repuso la otra, y su voz sonó mucho más tranquila, entonces que tenía la bolsa en su poder—. Lo sé mejor incluso que tú. Cuando Dalamar se mostró tan interesado por ellas, supe que debían de ser importantes.
—¿Cómo sabes lo de Dalamar? Ninguno de mis compañeros sabía que tenía algo que ver.
El tigre volvió a rugir, sacudiendo el aire con la cola.
—Te equivocas, señora. —Kela lanzó una ronca carcajada, luego escupió—. Mi esposo lo sabía. Su hermano se lo contó todo en aquel cariñoso mensaje que envió junto con su imagen espectral. Y, como es natural, él se lo contó todo a su esposa. El muy ingenuo. Cuando ya no lo necesité, me deshice de él.
En la mente de Crysania, resonaron los furiosos rugidos del tigre.
La Hija Venerable sintió que el alma le caía a los pies. De todos los ingenuos que habían tomado parte en aquella historia, no era el pobre Jeril quien ocupaba el primer puesto.
—Vosotros los de Palanthas no sois los únicos que se han dado cuenta de lo que sucede en el mundo, ni tampoco los únicos que han unido las piezas del rompecabezas. El ejército, cada vez más numeroso. Los dioses luchando entre ellos. El interés de Dalamar por las piedras. Tú no oyes a tu dios; Dalamar no oye al suyo. Yo no puedo oír al mío.
El corazón de Crysania le latía, atronador, contra las costillas, y, en su mente, Tandar susurró:
La mataré, señora. ¡Le arrancaré la carne de los huesos!
—Mi magia se ha visto afectada —siguió Kela, acariciando la garganta de la mujer con la afilada hoja de la daga—. ¿Creíste que era una hechicera tan mediocre que todo lo que podía hacer era arrojar bolas de fuego y rayos? Siempre he sido capaz de hacer mucho más que eso. Pero algo no funciona bien. Algo está absorbiendo mi poder.
El filo del cuchillo se hundió un poco más, y una gotita de sangre caliente descendió por el cuello de la Hija Venerable.
—¿No lo sientes? ¡Nos están abandonando! —siseó la hechicera—. Igual que cuando el Cataclismo. Nuestros dioses nos están dejando.
Hundió la mano en la bolsa de las piedras y las sacó todas al exterior; luego las sujetó en una sola mano y las agitó ante el rostro de Crysania.
—Los dioses están demasiado ocupados con sus propias batallas. Y están perdiendo. Pero eso no me afectará a mí. Con estas piedras, seré poderosa. Los dioses pueden regresar todos a Caos, y yo seguiré poseyendo magia.
¡Señora!
Una sola palabra gritó el felino y, en ella, Crysania escuchó todo lo que pensaba. Con la misma claridad que si volviera a disfrutar de la vista, la mujer contempló mentalmente una imagen de su repentina y desesperada intentona.
La Hija Venerable se dejó caer y escapó de la sujeción de su oponente rodando por el suelo. En el mismo instante en que Crysania se liberaba, Tandar golpeó a Kela en el pecho con todo su peso. La daga salió disparada de su mano y cayó al suelo con un tintineo.
La hechicera lanzó un grito, un alarido que quedó interrumpido bruscamente cuando su cabeza golpeó contra el suelo de rocas. En el silencio, las piedras dragontinas cayeron de su mano y rodaron por tierra.
¡Tandar! ¡No! ¡No lo hagas!
El animal se quedó inmóvil, suspendido entre la acción de dispensar muerte o misericordia.
—Tandar —dijo la sacerdotisa en voz alza para que sus palabras flotaran con todo su significado en el aire—. Tandar, no la mates. Ven a ayudarme.
El animal no se movió.
—Valin —insistió ella con dulzura—, por favor, ven a ayudarme.
En silencio, se acercó a ella, con las patas rígidas y estremecido de cólera. Sin un sonido, se colocó a poca distancia para permitir que su compañera se incorporara apoyándose sobre su lomo. Una vez en pie, la sacerdotisa se acercó a Kela, palpándola para averiguar si estaba viva o muerta. El pulso le latía débil, pero firme.
—La dejaremos —indicó, recogiendo la daga e introduciéndola en su cinturón—. Para cuando recupere el conocimiento… —Se detuvo, con el nerviosismo y el temor enroscándose en su corazón—. Para entonces, lo que tenemos que hacer estará hecho. Ahora, ayúdame a encontrar las piedras dragontinas.
El tigre la condujo hasta las dragonitas, y ella se arrodilló despacio, con el cuerpo dolorido por los arañazos, cortes y magulladuras; aunque, cuando por fin consiguió tener las cinco piedras en la mano, ya casi no sentía dolor.
—Hemos de darnos prisa ahora —prosiguió. No estaba segura del lugar de procedencia de aquella repentina urgencia, pero allí estaba, real en la tensión de sus hombros, en el estremecimiento de su columna, y exigía ser obedecida.
En silencio, el tigre blanco la condujo por el empinado camino. La guiaba con cuidado, de modo que la mujer andaba con la misma facilidad que si avanzara por los lisos suelos de mármol del Templo de Paladine. Sin decir palabra, la llevó hasta la abertura que había localizado en la elevada pared de piedra gris. Crysania alargó las manos y descubrió que el animal no había exagerado al decir que el espacio era apenas lo bastante amplio para que pasaran sus hombros.
Era demasiado angosto para que pudiera andar con Tandar a su lado, y, por un momento, el felino vaciló.
—No existe ningún peligro delante —manifestó ella con calma—. Pero tenemos dos peligros detrás.
El animal levantó la cabeza, en silenciosa pregunta.
—Kela —explicó—, y quienquiera, lo que sea, que nos ha estado siguiendo durante estos dos días.
Él no podía discutirlo, de modo que se rezagó para dejarla pasar.
Crysania extendió las manos, una a cada lado, para palpar el camino a lo largo del estrecho paso como un alpinista que descendiera a ciegas. Roca áspera, en capas y de bordes afilados, pasó bajo sus manos, arañándole la piel. Paso a paso, atravesó con cuidado la hendidura, percibiendo el peso de la piedra a su alrededor. Olía la presencia de líquenes y los sentía bajo los dedos, a modo de quebradizos bosquejos sobre la roca; olía también la piedra y, en ciertos lugares, el seco y polvoriento olor resultaba más fuerte, más profundo.
Cuando salió por fin al aire libre, Tandar pasó detrás de ella y se detuvo. La mujer posó una mano sobre él y sintió cómo temblaba; sus pensamientos como un suspiro sorprendido.
—Muéstramelo —susurró Crysania—. ¿Quieres mostrármelo?
El tigre avanzó hacia terreno más despejado, y ella lo acompañó. El animal le concedió visión, despacio. Cuando la sacerdotisa por fin consiguió ver, retiró la mano que tenía apoyada en el cuerpo de él. Dentro de su bolsillo, las piedras dragontinas zumbaron y canturrearon sus ininteligibles cánticos de poder. Canciones de alegría, cantos mágicos, canciones para henchir el corazón e iluminar el espíritu. Sacó la bolsa y la sostuvo apretada contra su corazón.
—¡Oh! —musitó, como si se tratara de una plegaria—. ¡Oh!, ¡Valin…!
La Morada de los Dioses se extendía ante ellos. Unas piedras guardianas estaban dispuestas alrededor de un cráter, una cuenca: ¡un cáliz sagrado! Se alzaban allí veintiún peñascos, gruesos y apiñados, cada uno representaba a uno de los dioses. Sonrió al recordar a Tanis contando la historia de la Morada de los Dioses. Al escucharla, había decidido que colocaría veintiuna columnas en el gran vestíbulo del Templo de Paladine. Y él le había dicho que la cuenca situada entre las piedras parecía hecha de noche, de un vacío sagrado que existía con la única finalidad de ser llenado.
—Pero no se trata de un vacío —dijo a Tandar—. Tanis me lo contó. Dijo que el cuenco es negro y duro como la obsidiana. Es una especie de espejo, explicó, pero lo que se refleja en él no es una simple imagen. Lo que se ve allí…
Las piedras dragontinas emitieron un zumbido, y la energía de su poder se convirtió en una vibración física que la sacerdotisa percibió a través de la bolsa de terciopelo.
¿Qué se ve ahí?
—Se ve a los dioses —susurró ella—. Se ven en las estrellas. Y comprendes, si alguna vez has dudado, que todas las historias representadas en las constelaciones no son cuentos en absoluto. Son verdades, y lo sientes en el corazón y en el alma. —Suspiró recordando el relato de Tanis—. Percibes su presencia en los mismos huesos. Tanis dijo: «Todas las cosas son sagradas en ese lugar, incluso la pena».
¿Y sintió pena en este lugar?
—Sí, así es, porque su amigo más querido murió aquí, en los brazos de Paladine.
La sacerdotisa sintió la punzada de un mal presentimiento.
El firmamento se desplegó, negro como una noche sin luna y desprovisto de estrellas.
—Todo va bien —respondió ella, y su mano temblaba tanto que tuvo que sujetar las piedras dragontinas con más fuerza—. Tanis dijo que el cielo se veía diferente desde aquí. Contó que cuando llegó a este lugar llovía, allí fuera, al otro lado de las rocas guardianas, pero no lo hacía aquí dentro.
Sin embargo, mientras hablaba no encontró alivio en aquellos recuerdos, pues las palabras de Kela, escupidas en un ataque de rabia, aplastaban el dulce consuelo del viejo relato.
—Llévame hasta los peñascos. Debemos cruzarlos y llegar al cuenco.
No sé cómo vamos a pasar entre ellos. Están todos apiñados unos contra otros. Como una pared.
—Podemos pasar. Tanis me contó que el camino está libre cuando lo encuentras.
Dubitativo, inquieto, el tigre blanco la condujo, guiándola con cuidado por el suelo pedregoso hasta la enorme pared de roca. Suspirando, agradecida, la mujer encontró exactamente lo que el Semielfo había dicho que hallaría; las rocas centinelas sólo daban la impresión de estar pegadas entre sí.
Se introdujo por el espacio que había entre dos de ellas con facilidad, y Tandar la siguió.
Apoyándose en el tigre, Crysania avanzó, andando con seguridad hacia el negro y reluciente cuenco. En su mano, las piedras dragontinas canturreaban, mientras la bolsa de Lagan iba calentándose y hormigueando con la poderosa energía de las dragonites a medida que se acercaban al borde del negro cáliz.
—Veremos las estrellas cuando estemos allí —aseguró a Tandar.
Tanis se lo había dicho: bajo la brillante luz azul del día, había visto las estrellas reflejadas en el reluciente estanque negro; y había contemplado las tres lunas de la magia, incluso la negra que sólo era visible para los poderosos magos Túnicas Negras. Le había contado cómo la constelación de Paladine había hecho su aparición cuando el hechicero Fizban se había llevado el cuerpo del enano Flint hacia el cielo, y cómo la constelación había vuelto a desaparecer con el regreso del avatar del dios. «Entonces supe quién era», había dicho el Semielfo. «Comprendí que había tenido por compañero a un dios». Crysania se estremeció al recordar el modo en que la voz de su amigo se había tornado más queda merced al asombro, a la reverencia, mientras le contaba aquella historia.
—Tandar —dijo, la mano apoyada con suavidad en su lomo—. Valin… muéstrame las estrellas. Llévame hasta las lunas. —Y una vez más vio a través de los ojos del tigre.
El animal avanzó, respetuoso. La condujo hasta el borde del cuenco y miró abajo.
—¡Oh, dioses amados! No —suspiró ella con la respiración entrecortada en los labios.
Ninguna luna se reflejaba sobre la negra superficie del cuenco. Ninguna estrella brillaba, ni en la constelación que le correspondía, ni sola.
«¡Los dioses se han ido!». Kela lo había dicho. Dalamar lo había temido.
Crysania se dejó caer de rodillas en la orilla de la negra superficie. Sostenía las piedras pegadas contra el pecho, contra el medallón que había llevado durante más de treinta años. La advertencia de Dalamar regresó a su mente, su sonriente admisión de que el mago que había hechizado las piedras era un miembro de su siniestra orden.
«Y si, le había preguntado, ¿es Takhisis a quién invocas?».
«En ese caso me presentaré ante ella», se dijo entonces la sacerdotisa. Pero no creía que fuera a ser así. Recordó mentalmente la imagen de la figura bajo la lluvia, las manos extendidas que parecía ofrecerle un regalo invisible.
—Este es tu regalo, Paladine —susurró al dios que algunos decían que no estaba allí—. Estas piedras, nacidas de lo que en una ocasión creí que era una pesadilla. Este es tu regalo, y yo estoy aquí para utilizarlo.
Se inclinó hacia adelante, sujetando con firmeza las piedras dragontinas en ambas manos al tiempo que sentía su poder, el modo en que su energía sagrada cantaba en su corazón, en sus huesos. Palpó por encima del borde del cuenco: la piedra, áspera en la orilla, se tornaba lisa como el cristal algo más allá. Con el corazón lleno de oraciones, dejó caer las piedras fuera de la bolsa de terciopelo y sobre su mano ahuecada; luego, una a una, las depositó con cuidado sobre la brillante superficie del recipiente.
La piedra negra la pinchó, como la picadura de un escorpión, y la colocó la primera, musitando la confiada plegaria de las runas de la bolsa de Lagan Innis.
—«Donde está la Luz, la Oscuridad no puede penetran».
Junto a la negra, colocó una de las piezas no alineadas. La piedra roja le pareció como la fría mirada del que observa y toma nota, distante y poderosa, y la puso de modo que la piedra no alineada estuviera entre ésta y la negra.
—«Donde está la Luz, la Oscuridad no puede penetrar».
Junto a la roja, dispuso la otra piedra neutral.
Por último, Crysania tomó la blanca, que la inundó de esperanza, y cuando la colocó en la configuración, alzó el rostro, los ojos ciegos vueltos hacia el cielo, y exclamó:
—«¡Donde está la luz, la Oscuridad no puede penetrar!».
El poder corrió por su cuerpo, resbalándole por la piel, para encontrar un eco en su corazón.
—¡Paladine —dijo, y su voz resonó como campanillas contra las rocas guardianas—, padre de todo lo que es bueno y de la luz, escucha a tu hija!
A su lado, Tandar permanecía totalmente inmóvil. Ni siquiera lo oía respirar.
En alguna parte, más allá de las altas rocas, el viento adquirió fuerza y susurró sobre las crestas de las rocas centinelas como si discurriera por entre las ramas de los árboles.
En el negro cuenco de la Morada de los Dioses, en el cáliz de los dioses, no brilló ninguna estrella, ni tampoco apareció ninguna de las tres lunas. Ninguna luz parpadeó en el insatisfecho vacío.