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Las alternativas del juicio siguieron desplegándose durante varias horas más, como un caleidoscopio con siempre renovadas composiciones visuales que iban combinando armónicamente leyes, tetas, miradas, suspenso, conchas, pijas, trajes impecablemente planchados, culos, sonidos de silbato, insinuaciones, coitos, preguntas, fellatios, etcétera.

Cuando el ujier quiso llamar a Remigia para prestar juramento, ya no tenía voz. Tuvo que escribir el nombre en un papelito y hacerlo leer por el agente Bertoni, que estaba asignado para tareas de seguridad.

A Remigia la interrogaron tanto el fiscal como el abogado defensor sin pena ni gloria, pero cuando su declaración terminó, el árbitro tuvo que decretar un cuarto intermedio para que el personal de limpieza aseara el banquillo: la testigo había dejado en él un enorme e inexplicable sorete. Lo de inexplicable viene porque ella en ningún momento se desvistió, y tenía puesto un largo tapado de piel que en ningún momento se sacó. Solo hay dos formas de entender lo que pasó. Una es pensar que el animal con cuya piel se había confeccionado el tapado todavía estaba vivo. La otra es que ese sorete no fuera de Remigia sino tuyo. Ya sabés que te hablo a ti y sé que estás aquí aunque no pueda verte, como también sé que estabas allí aquel día, tratando de que el veredicto fuera lo más nefasto y estrepitoso posible. Pero no lo lograste. ¿Es por eso que ahora sigues persiguiéndome? ¿Fuiste tú quien ultimó a Lorena? ¿Habrías hecho lo mismo, tarde o temprano, con Solange? ¿Quién te crees que eres para interferir así en mis asuntos? ¿Mi madre, acaso?

Bien. Pero lo que quiero decir sobre las alternativas del juicio es que todas las posturas[3] allí sostenidas por las partes en litigio me parecieron falsas, forzadas. Todo cuanto se decía no era otra cosa que excusas, excusas para matar el tiempo. Se llegó incluso al extremo de que Vázquez, cuando fue interrogado por el fiscal, hizo toda su alocución en sánscrito. El árbitro tuvo que hacer llamar a un especialista, para que tradujera. Mi abogado defensor hizo traer a otro, y las diferentes interpretaciones de lo dicho por Vázquez convirtieron por harto tiempo el juicio en un partido de ping-pong, del que mi suerte era la pelota. A todo esto, y más allá de la forma en que el fiscal y el defensor utilizaban para su propio provecho el material suministrado por los expertos, yo me quedé sin saber si Vázquez estaba a favor o en contra de mi buena ventura.

Luego del cuarto intermedio motivado por el sorete de Remigia, Clara fue llamada a prestar declaración. Lo primero que dijo fue «te amo». El árbitro le pidió explicación sobre el destinatario del sentimiento expresado, y ella, que al parecer se había dirigido al fiscal, contestó «para ti también hay».

—¿Qué es lo que hay, señorita? —le preguntó el fiscal—. No dudamos de sus buenos sentimientos, pero el amor… es un tema alrededor del cual se ha tejido durante siglos un palabrerío muy confuso. ¿Qué tal si grafica lo dicho con… alguna actitud corporal? Sabemos que usted…

—Sí —dijo Clara—. Yo hago teatro. Pero pensé que las expresiones de mi rostro graficarían suficientemente lo que digo. Nuestra sociedad occidental, por más que se esfuerce en embutir a su patrimonio cultural el manejo del cuerpo tal como fue desarrollado por otras civilizaciones, no conoce más intenso acto de expresión corporal que el de los músculos faciales.

—Sí, lo sé, lo sé —dijo el fiscal—. Pero ¿qué pasa si me la chupás un poquito?

Clara bajó la mirada. Entrelazó los dedos de sus manos con las palmas hacia adentro, y las fue girando hasta ciento ochenta grados. Cuando alcanzó esa gradación, toda la sala escuchó el chasquido de sus articulaciones. Entonces levantó lentamente la mirada y cuando alcanzó con ella al fiscal le dijo:

—Ya no te amo.

—Dale, no seas malita —le dijo él.

Codeé al abogado, instándolo a intervenir.

—No sea bobo. Esto nos favorece —me dijo él.

Miré al jurado para ver qué puntaje podía esperar de la situación. Pero solo vi indiferencia. Lo único interesante era que el tipo de ojos saltones tenía la cabeza íntegramente calzada entre las piernas de la tía de Raúl. «Debe de estar bravo ahí abajo», pensé, «ese tipo debe de tener un estómago de fierro». En efecto, la tía de Raúl tenía la lengua paseando en las afueras de su boca, contorsionándose de placer, pero su color violeta denotaba que el proceso de descomposición de su cuerpo no había ocurrido solamente en mi imaginación.

Clara se mantuvo en sus trece. El fiscal lo hizo en sus dos. No tenía más. Finalmente el árbitro le preguntó si había terminado con ella.

—No —contestó el fiscal—. Dadas las circunstancias, voy a tener que acabar solo.

Y nuevamente sacó a relucir ante la concurrencia su miembro erecto, y se empezó a masturbar. Su admiradora; desde el jurado, se abalanzó nuevamente hacia él, pero llegó tarde y recibió varios chijetazos de semen en la cara. Sacó su pañuelo, se limpió y retornó a su lugar.

—La próxima vez dejame a mí —le dijo su compañera de la izquierda, una señora que tenía los labios de color violeta pero no por estar muerta, sino por haber usado un lápiz labial de ese tono.

—Su testigo —dijo el fiscal al defensor. Pero antes de que este hiciera lo que, de haberse hecho, habría sido su primera pregunta, Clara habló.

—No soy solamente testigo suyo o de aquel —dijo—. Soy testigo de todo lo que está pasando aquí. Soy testigo de todos ustedes. Y no solo de lo que están haciendo aquí y ahora; soy testigo de todos los pólipos que se forman en las paredes de sus vidas miserables. Leo sus mentes. Veo y oigo todo lo que esta situación les recuerda. Huelo el contenido de los tachos de basura que hay en los placares de las cocinas de sus casas. Veo a sus hijos y a sus nietos atormentados por las tareas domiciliarias dictadas por sus maestras de escuela. Oigo la voz de sus padres y de sus abuelos discutiendo la programación que imprimirán a sus conductas. Toco la textura de las sábanas que utilizan cada noche como sparring en el entrenamiento que hacen para cuando tengan que lidiar con la mortaja. Leo las definiciones que hay en el crucigrama del diario que ustedes leyeron esta mañana antes de venir. Paso la uña por la tiza del trazado de rayuela que ustedes hacían cuando eran chicos. Aspiro el gas que…

—Ya basta, señorita —la interrumpió el árbitro—. Nada de lo que usted está diciendo coadyuva a incriminar al acusado ni a desinfectarlo de los cargos que pesan sobre él.

—Disculpe, Su Señoría —se metió el fiscal—, pero debo contradecirlo. Recordemos que…

—Exprésese con corrección —interrumpió otra vez el árbitro—. Si se dirige a mí como «Su Señoría», no puede decir «debo contradecirlo», sino «debo contradecirla».

—Sí, Cuchi —contestó el fiscal, como restando importancia al asunto.

El árbitro se enfureció. Tomó su silbato (hizo extraños movimientos bajo su ropa hasta lograrlo; probablemente lo tenía metido en el culo) y lo hizo sonar como una chicharra de escuela.

—¡Voy a amonestarlo con la pena máxima si no depone inmediatamente el uso del término que acaba de emplear para dirigirse a mi persona! —aulló—. Recuerde que usted no es más que un humilde y cagado medio oficial fiscal.

—Mil disculpas, Su Señoría —dijo el otro—. No sé qué hacer para reparar mi falta. ¿Un tacto rectal quizá?

—Eso está mejor —dijo el árbitro—. Pero no ahora. Dejémoslo para después. ¿El defensor tiene alguna pregunta para la testigo?

—Sí —dijo con firmeza mi abogado.

—Adelante. ¿Cuál es?

—Ay. No lo recuerdo. Se me escapó. Tengo lagunas en la memoria. Muchas veces me pasan cosas así. Mi esposa me dijo que esta mañana me cepillé los dientes trece veces, y yo solo recuerdo haberlo hecho dos veces.

—Hoy usted declaró que su esposa había mencionado catorce cepilladas, y que usted solo recordaba una —observó el árbitro.

—Sí —confirmó el fiscal—. Este hombre no hace más que mentir y acumular cargos en su contra para cuando llegue el momento de su propio proceso.

—No, esperen —se defendió el abogado—. Esto confirma lo que yo decía de mis lagunas. En este caso es más que eso; es un río. Su correntada desplazó el recuerdo de una de las cepilladas mencionadas por mi esposa hasta ponerla junto a la cepillada que figuraba en mi recuerdo personal.

—¿Qué es esto? —gruñó el fiscal—. ¿Una mesa redonda sobre William James? ¡Basta de divagaciones! La testigo dijo en su declaración algo que claramente incrimina al acusado y lo hace pasible de ser condenado a veinte años de prisión y luego a la pena de muerte.

—¿Qué es? —preguntó el árbitro.

Yo me estremecí. El ujier tosió. Busqué la mirada del defensor, pero él se hacía el distraído.

—La testigo habló de nietos atormentados. Estoy seguro de que, dada su afición por el arte, esas palabras no eran otra cosa que una imagen ilustrativa de la agonía de Raúl Nieto, a manos de las despiadadas manos del acusado —dijo el fiscal—. Y esas palabras constan en actas. ¿No es así, ujier?

El ujier asintió, pero al tratar de decir «sí» entró en un espasmo cervical que culminó con la expulsión oral de un gran escupitajo negro, que se expandió por el piso, amenazando teñir los bajos de los pantalones y vestidos de las primeras filas de espectadores. El árbitro volvió a llamar al personal de limpieza y decretó un nuevo cuarto intermedio. Al cabo de este fue que el fiscal y el defensor interrogaron a Vázquez, y se produjo todo aquel lío con los especialistas en lengua sánscrita.

Cuando Vázquez dejó el banquillo fue que el ujier murió. Todos en la sala vieron esto pero simularon no darse cuenta. El árbitro llamó al siguiente testigo utilizando ventriloquia, queriendo hacer creer que era el ujier quien hablaba. El testigo era un empleado del Registro Civil.

—¿Recibió usted —le preguntó el fiscal— partidas de defunción a nombre de Raúl Nieto y Sonia Bentancur?

—No —dijo el testigo—. Pero es inminente que las reciba.

El fiscal dejó el turno al abogado defensor. Este se rascó la cabeza. Sacó de su bolsillo un manual y empezó a leerlo.

—¿Y? —le pregunté.

—Nada —contestó—. No se me ocurre nada.

Me enfurecí. Lo tomé del cuello y traté de estrangularlo. El árbitro se puso a hacer sonar ininterrumpidamente su silbato, con lo cual salpicó de mierda a varios de los presentes. Mientras pitaba, hacía señas a Bertoni para que procediera. Los demás permanecían indiferentes. Solo el fiscal reaccionó, gritándome palabras de aliento. Odiaba a ese abogado.

Bertoni preparó su metralleta y apuntó hacia mí, pero hizo blanco en mi abogado y en un par de espectadores. Yo me fui acercando a él, escudándome con el cadáver del defensor, y realicé una operación que hasta hoy me llena de un gran orgullo. Mis años de ejercicio no habían sido en vano, y esto se puso de manifiesto gracias a la ayuda de la adrenalina que debo de haber producido en aquel momento tan tensionante. Saqué la lengua y conseguí de ella suficiente metraje como para enrollarla en la metralleta y arrancarla de las manos de Bertoni. Solté entonces al abogado, me afirmé del arma y disparé a mansalva en todas direcciones, hasta acabar con todo ser viviente en la sala. Cuando me fui, solo la tía de Raúl se movía, entre charcos de sangre y órganos diseminados por doquier, algunos de los cuales le pertenecían, o le habían pertenecido en vida.