4
Iba con Marta abrazado por Avenida Diezma cuando de pronto vi en un balcón, regando macetas, a Berazatelli. Hacía siete años que yo lo había matado y sin embargo estaba ahí con esa regadera ridícula, diciendo indescifrables palabras cariñosas a esos abortos vegetales.
—¡Berazatelli! ¡Berazatelli! —Me puse a gritar.
—¿Cómo? ¿Berazatelli? —dijo Marta—. ¿No era que lo habías matado?
Le aseguré que sí lo había matado pero ella me acusó de mentiroso, de traidor, de haberla mantenido pendida de ilusiones vanas, y de mil otras cosas por cuyo tenor habría obtenido sin dificultades un papel protagónico en la Scala de Milán. Y se fue corriendo de mi lado y nunca más la volví a ver. Creo.
Yo volví a dirigir mi vista hacia el balcón, pero ya no estaba allí Berazatelli. Me fijé a qué casa correspondía y toqué timbre. Quería aclarar el asunto. No sé si influía en esto el querer ver a Clara en todas partes. No recuerdo qué tan lejos llegaba mi enamoramiento. Sí recuerdo, en cambio, qué lo acotaba por lo bajo, qué tan cerca podía llegar. Hablo del acoplamiento sexual. Nuestros órganos encajaban tan perfectamente que yo sentía eso como lo más cerca que jamás habría de poder estar con una persona. Claro que más cerca había estado yo de mi madre, pero esa cercanía era el punto de partida de un alejamiento. De la madre uno se va. A la otra uno llega. Pero basta, no voy a seguir con esto porque no soy sicólogo. Y aunque no tenga nada que ver aquí, debo decir que tampoco soy asistente social. Nunca quise serlo, pero después de mis años de cárcel menos aún lo quiero. Hace poco el gobierno me ofreció una beca de cuatrocientos mil dólares anuales para que siga la carrera, pero no acepté. Creo que todos los asistentes sociales (o al menos todos los que yo conocí) pueden dividirse en dos categorías: los que cuando van a brindar asistencia social a una persona pobre piensan «estos pobres están hundidos en la mierda, pero ya veré qué puedo hacer para cagarlos todavía más», y los que cuando escuchan la problemática de la gente pobre se compenetran con ella a tal punto que por el resto de sus vidas quedan incapacitados de pensar en otra cosa, sin llegar sin embargo nunca a poder hacer nada para ayudar a nadie.
Vázquez, aquel amigo que mencioné antes, decía siempre que el mejor servicio que un estudiante de servicio social puede prestar a la sociedad es dejar de estudiar servicio social. Yo estoy de acuerdo con este pensamiento, aunque tengo cierto resquemor en reconocerlo porque no comparto otros pensamientos de esa misma clase, que él siempre hace y con los que se regodea demasiado, a mi entender. Es un pedante. Le gusta decir, por ejemplo, «el ajedrez es la ciencia que se ocupa de cómo perder el tiempo» o «el problema de Stravinski es que no supo morirse después de haber escrito “La Consagración de la Primavera”». Bueno, allá él. No es ese el tema que pretendo tratar ahora. Pero por si usted no es como Vázquez y sí se interesa por el ajedrez, le propongo que juguemos una partida. Yo con blancas. Empiezo con
1. P4R
Espero su respuesta. Mientras tanto, continúo con mi historia. Yo había tocado el timbre y estaba esperando que alguien me abriera. Estaba seguro de haber visto a Berazatelli en el balcón, pero no podía explicarme cómo era posible eso. Además estaba fastidiado por el enojo de Marta. También por ese mismo motivo estaba sorprendido ya que ella no acostumbraba enojarse, tan tranquila y dulce como era. Este Berazatelli me las iba a tener que pagar: no solo no estaba muerto, sino que estaba vivo y me aguaba mi noviazgo.
Pero parte del agua provenía también de Marta. ¿Por qué ella, que nunca había visto a Berazatelli, desconfió de mí en tanto asesino, y no desconfió de mí como observador? No tengo respuesta.
A propósito, tampoco la tengo de su parte en lo que concierne a nuestra partida de ajedrez. ¿Qué le pasa? ¿Por qué piensa tanto?
Bueno, no importa. Tenemos tiempo. Permítame utilizar parte de él para contemplar a mi secretaria. Es monumental. Aunque… no sé, porque la ropa distorsiona mucho la forma de la gente. Por ejemplo a mí me pasaba que Clara cuando estaba vestida me resultaba demasiado flaca, pero cuando estaba desnuda me parecía perfectamente proporcionada. Con otras me pasó al revés, y doy plena libertad para entender de esto todos los reveses que se quieran.
En cuanto a mí, no sé si soy gordo o flaco ni qué impresión causo a las mujeres y a los pederastas. Tampoco doy ocasión a que usted me tipifique, porque aquí no me dejo ver. No me busque porque no me va a encontrar. Yo estoy en mi casa, a miles de kilómetros de aquí, y en lo posible evito todo contacto con eso que llaman gente (exceptuando a Solange, mi secretaria, por supuesto, y por ahí de vez en cuando a alguna otra persona cuyos servicios se me hagan indispensables). Pero no vaya a creer usted que esta misantropía se originó en alguna desilusión sobre el género humano. No. Tengo un elevadísimo concepto de esa categoría animal. Es simplemente que no tengo ganas de verlos.
Pero aquel día sí que quería ver a Berazatelli, ese traidor. Necesitaba una explicación, o una nueva oportunidad de liquidarlo. Pero no, esperá. Esperame un poquito. Eso no servía. ¿Qué tal si Berazatelli sobrevivía también a ese hipotético segundo asesinato?
Además, mientras esperaba ahí abajo, tocando rabiosamente el timbre, se me ocurrió esto: si yo podía demostrar ante la Justicia que Berazatelli estaba vivo, alguien iba a tener que indemnizarme seriamente por el maltrato recibido y por los años de cárcel.
«La puta que los parió», pensé.
Pero nadie me abrió la puerta. Crucé la calle y estuve horas esperando que Berazatelli saliera o volviera a asomarse al balcón. Luego me fui, porque no pasaba nada.
Tenía la dirección de la casa, y en una guía telefónica pude localizarla. Estaba a nombre de María Fernanda Uribe.
Llamé y una voz de mujer me dijo «no hay abonado al número que usted discó». Llamé cuatro veces más y obtuve la misma respuesta.
Esta camisa ya está seca. Me voy a bañar y me la voy a poner. No, Solange, esto último no lo anote.