3

Eran las ocho y media, en mi casa. Clara acababa de llegar y estábamos tomando mate con Sonia y Raúl, que ya estaban desde hacía rato.

—Tengo ensayo a las nueve —dijo Clara.

—¡Qué bueno! ¿Podemos ir? —preguntó Sonia.

—No. Mejor todavía no. Cuando esté más avanzada la obra sí.

—¿Qué obra están haciendo? —preguntó Raúl.

Pero antes de seguir dejame decir algunas palabras sobre Raúl y Sonia. ¿De dónde venían? ¿Quiénes eran? ¿Cuál era su historia? ¿Qué tipo de vínculo los unía? No sé. No tengo respuesta para ninguna de esas preguntas. ¿Está mal, eso? ¿Un autor debe saber todo acerca de sus personajes? Y a los autores que supuestamente lo saben, ¿hay que creerles todo lo que dicen sobre esos personajes?

Creo que cuando termine de dictarle este capítulo a mi secretaria me la voy a coger. No sé si ella aceptará. Pero dejemos esto para después. Tengo que concentrarme ahora en lo otro. Espero que mi secretaria no sospeche nada. Generalmente, creo, no presta mucha atención a lo que le dicto. Se limita a escribirlo maquinalmente. Ahora la estoy mirando. No veo en ella señales de perturbación. Sigue impávida, metida en la máquina de escribir. Buenas tetas. Me gusta.

Bueno, basta. Decía que no sé nada sobre Raúl y Sonia, y que a los autores que dicen que saben sobre esas cosas no hay por qué creerles. Aún dentro de la ficción existe la mentira. Por ejemplo, cuando Julio Verne en Un capitán de quince años dice:

«Los hombres del Pilgrim, buenos marineros, formaban una verdadera familia. Era la cuarta vez que viajaban juntos y todos provenían del litoral californiano» miente, miente descaradamente. Puede que sí fuera cierto lo de la familia (un padre-marinero, una madre-marinero y varios hijos, tíos, tías-marineros, todos incestuosos), pero sé de muy buena fuente que esa no era la cuarta vez que aquellos hombres viajaban juntos, sino solo la tercera. Y en cuanto a la procedencia de estos marineros debo decir que solo dos venían del litoral californiano. Los otros eran de Hong Kong y Calcuta. Incluso creo que uno de los dos primeros, si bien era de California, no era del litoral. Y el otro era del litoral pero no de California sino de Paysandú (o Salto, no lo recuerdo ahora con exactitud).

Volvamos a mi casa. Clara había dicho que a las nueve tenía ensayo, y Raúl le había preguntado qué obra estaba ensayando.

—Es una creación colectiva —dijo Clara—. No sabés. Es increíble las cosas que están saliendo. Nunca pensé que pudiera llegar alguna vez a estar tan conectada en un grupo humano. Debe ser que somos pocos. Nos entendemos rebién. De repente uno larga una frase y es brutal cómo los demás podemos llegar a tener todos al mismo tiempo la certeza de que esa es la frase que corresponde decir en ese momento. Hay veces en que nos parece que no somos nosotros los que estamos inventando la obra, sino que la obra ya está inventada en algún lugar del espacio y una fuerza misteriosa nos usa como vehículo para que esa obra sea recreada en nuestro medio.

—Es genial que puedan lograr eso —dijo Sonia—. Yo cuando me metí en trabajos de creación colectiva siempre terminé envuelta en algún hecho de sangre.

—¿Y en qué teatro la van a hacer? —preguntó Raúl.

—Todavía no sabemos. No nos gustaría mucho que fuera en un teatro, por las características de la obra.

—¿Por qué? —preguntó Raúl—. ¿Qué características tiene la obra?

—Para empezar —dijo Clara—, en caso de hacerse en un teatro habría que sacar todas las butacas.

—Entonces más bien tendrían que hacerla en una pista de baile —dijo Sonia.

—Para hacerla en una pista de baile habría que pedir que sacaran todo el piso —contestó Clara.

—¿Por qué?

—Mirá: puede ser que ustedes no me crean, pero esta obra se desarrolla integralmente con los actores en estado de levitación. Eso no estaba previsto al principio; fue algo que surgió después, pero nos dio la medida de hasta qué punto estábamos integrados entre nosotros en función de un mismo hecho expresivo. Durante los primeros ensayos, cuando alguno empezaba a levitar todos nos asustábamos y el clima inmediatamente se rompía, pero poco a poco nos dimos cuenta de que ese era un efecto del trabajo grupal y lo fuimos integrando naturalmente a la puesta en escena. Cuando se dieron las primeras levitaciones algunos empezaron a visitar macumbas y a ver parasicólogos, pensando que se les habían despertado facultades paranormales, pero luego todos fuimos comprendiendo que esas facultades no son en sí propias de nosotros sino que de alguna manera extraña nos son transmitidas por la obra.

—¿Quieren café? —pregunté, a todos.

Me dijeron que sí y me fui a prepararlo. Mientras lo hacía escuché una larga discusión sobre si aquellas facultades paranormales mencionadas por Clara pertenecían a los actores o a la obra, y a las implicaciones que el hecho de estar siendo creada esta obra por los mismos actores tenía sobre eso.

Dije que preparé café, pero eso no es verdad, aunque no tengo inconveniente en escuchar que alguien llame café a eso que preparé, así como no lo tengo en que los frascos que contienen ciertos productos industriales que nada tienen que ver con el café sigan llevando etiquetas en las que se afirma que eso es café.

Yo tengo una máquina de moler café (que ahora está inutilizable, por razones que explicaré más adelante) y en esa oportunidad, por error, la cargué con maní. Me di cuenta cuando el agua hirvió y le eché el polvillo y revolví y probé. No era feo, pero hasta un alenguado se habría desayunado de que eso no era café. Ni qué hablar de aquel compañero mío de celda, que era capaz de diferenciar un vaso de Coca-Cola de otro igual pero de Pepsi Cola a una distancia de más de un metro. Claro que eso no habla de su sentido del gusto, sino de su olfato. Sin embargo no, ahora que lo pienso, no: él todo lo hacía estirando la lengua hasta el punto de litigio.

Bueno. Resulta que tiré mi poción por el desagüe de la cocina y salí de la casa por la puerta del fondo sin que mis convidados lo notaran. Mi objetivo era encontrar café, o algo que se le pareciera más que el maní (y en lo posible sin erogación de dinero). Y Dios puso en mi camino, al pie del árbol de la esquina de mi casa, un sinnúmero de coquitos que vistos a la luz de una lámpara a gas de mercurio no se diferenciaban en nada del café torrado.

Me llené los bolsillos de coquitos y volví a casa. Los molí, herví el agua y serví cuatro tazas. Las llevé al living. Raúl y Sonia estaban tratando de levitar.

—No van a poder —les decía Clara—. Es más, creo que nadie puede hacerla. Solo nosotros, cuando estamos haciendo la obra.

—Mentira —dijo Raúl—. Yo sé de una monja rusa que levitaba como medio metro.

—Y yo tenía un compañero de celda que sacaba medio metro de lengua —dije yo.

—Eso ya me lo contaste como cuarenta veces —dijo Clara.

—Pero no a Raúl y Sonia.

—No. A nosotros solamente treinta y seis.

—Discúlpenme. Es que eso es lo más interesante que vi en los últimos siete años. Tómense el café, que se va a enfriar.

—Gracias, pero en realidad creo que no tengo ganas de tomar café —dijo Raúl.

—Yo tampoco, gracias —dijo Sonia.

—Tiene buena pinta este café, pero yo tampoco quiero, gracias —dijo Clara.

—¿Qué pasa? ¿Es un complot? ¿Están enojados porque demoré en hacer el café? —pregunté.

—Demoraste casi cuarenta y cinco minutos por reloj —dijo Raúl.

—¡Me cago en el reloj! —exclamó Clara, visiblemente irritada—. ¡Cada uno tiene su tiempo para hacer las cosas!

—Sí. Y yo tengo mi tiempo para tomar café —dijo Raúl.

—Basta de discutir —dijo Sonia—, Clara, al final no terminaste de explicar por qué en caso de representar la obra en una pista de baile habría que hacer sacar el piso.

—No es solo sacar el piso —dijo Clara—. Queremos levitar sobre vacío. Queremos sustituir la escena por un precipicio de cien o ciento cincuenta metros de profundidad.

—¿Y si se caen? —preguntó Sonia.

—Si nos caemos será porque la obra no es tan efectiva como pensamos. Pero es un riesgo que hay que correr. Creo que, a su modo, todos los tipos que hicieron algo artísticamente relevante corrieron algún riesgo.

—¿No quieren tomar sidra? —pregunté.

Raúl y Sonia se pusieron a dubitar, pero Clara empezó a tratar de convencerlos para que aceptaran, diciendo: «¡Sí, sí! ¡Yo el otro día estuve tomando y era una delicia!». Sonia y Raúl entonces se entusiasmaron y me pidieron que trajera enseguida esa sidra. Yo recordé en ese momento que efectivamente Clara había estado tomando de esa sidra unos días antes, pero también recordé que por desgracia se la había tomado toda.

En mi heladera había unas manzanas. Las pelé y las puse a hervir en agua, o mejor dicho puse el agua a hervir con ellas dentro. Bah, no sé porque desconozco si las manzanas hierven o no. Quizá lo hagan a temperaturas desconocidas para el hombre, por lo altas o porque los aumentos de temperatura habituales en la Tierra siempre se las saltean.

Mientras esperaba que algo hirviera escuché una larga discusión entre Clara y Sonia, por una parte, y Raúl, por la otra, sobre si el costo de hacer un precipicio de cien o ciento cincuenta metros de profundidad podía cubrirse o no con un promedio de asistencia de público de cuarenta personas dos veces por semana durante tres meses, con entrada libre. Clara y Sonia decían que sí, y Raúl que no.

Cuando la compota estuvo lista la fui pasando un colador de café. Luego mezclé el líquido con alcohol rectificado que saqué de un frasco que guardaba en el baño. Cuando Raúl me vio pasar frente a ellos, para ir a buscar ese frasco, me preguntó: «¿Y la sidra, loco? ¿La estás fabricando?». Yo le contesté afirmativamente.

Preparé una solución con diez por ciento de alcohol y ochenta y cinco de agua de compota. El cinco por ciento restante fue detergente líquido, por lo de la espuma.

Llené cuatro copas con ese brebaje y las llevé al living. Sonia fue la primera en probar, y de inmediato escupió todo lo que se había metido en la boca.

—¡Che! ¡Esto tiene un gusto a jabón que no se banca!

Me llamó la atención que siendo el detergente el elemento que en menor porcentaje se hallaba presente en la solución fuera el más apercibido por Sonia ya en el primer buche.

—Es la mucama —dije—, que tiene la costumbre de lavar las copas y después no enjuagarlas.

—Capaz que las enjuaga antes —dijo Raúl—. Bueno, nosotros nos vamos. Ya son las once y media.

—¡Las once y media! —dijo Sonia, y mirando a Clara preguntó.

—¿A qué hora tenías el ensayo?

—A las nueve —dijo Clara, impávida.

—¡A las nueve! Entonces… no fuiste.

—No.