13. Aquí finaliza la acción de la justicia
La tormenta abortó como un vulgar proyecto de reforma fiscal. Las cuatro gotas de la calle Nansouty fueron las únicas. El pluviómetro de Montsouris, el más bello ornamento de la copia del palacio del Bardo, erigido en el parque con ocasión de la Exposición de 1867, siguió sediento. Pero los plúmbeos nubarrones se mantuvieron inmóviles sobre París, acelerando el crepúsculo. Y, de vez en cuando, un rayo señalaba su presencia seguido por un gruñido celeste.
Comí algo en el Babel y, luego, para cambiar, tomé la dirección de la Villa de las Camelias. Por fin, Auguste Courtenay estaba en casa y se apresuró a contestar al timbrazo. Ignoro si el Estado había anulado uno de sus encargos o si le habían pedido que, en adelante, imitara las maneras de Picasso, pero si hay caras raras, la suya lo era.
—¡Ah! ¡Nestor Burma! —exclamó—. Llega usted a punto. Entre, entre...
Le seguí adentro.
—Estaba tratando de llamarle. Mi mujer ha desaparecido.
Fruncí el entrecejo:
—¡Y una mierda! —dije—. Estoy harto de jugar al escondite. No tengo edad. Vengo hasta aquí: nadie. Me precipito a Saint-Rémy: tres cuartos de lo mismo. Vuelvo aquí: cero. Vengo otra vez y... No tengo tiempo que perder. Ya he perdido demasiado. ¿Dónde está su mujer?
—Pero ¿no le estoy diciendo que ha desaparecido? —dijo con acento doloroso.
—¿Se ha fugado otra vez?
—¡Por Dios! Llámelo como quiera. En todo caso hace un buen rato que no está en su habitación.
¡Vaya por Dios! No parecía querer engañarme:
—¿Dónde cree que ha ido?
—¿Cómo quiere que lo sepa? ¿Acaso sé adónde va cada vez que sale de casa?
Saqué la pipa. Solo para darme un poco de aplomo. De pronto, sentí como una especie de resaca y fumar estaba contraindicado.
—Cuénteme —dije.
—No hay mucho que contar.
—Cuénteme qué ha hecho hoy...
Me lo contó con frases entrecortadas, un relato lleno de repeticiones, de vueltas atrás y de digresiones. Resumido, venía a ser esto: había decidido que su mujer regresara a París lo antes posible para que me diera explicaciones y así acabar con todo aquello. Confiaba en mí. Por la mañana, fue a Saint-Rémy. Se habían quedado allí parte del día, antes de regresar sin prisas. Marie parecía estar mejor, aunque todavía sentía cansancio y estaba nerviosa y emocionada. En suma, una vez de nuevo en Villa de las Camelias el pintor había creído preferible esperar un poco más antes de avisarme. Ella fue a descansar a su cuarto...
—... y yo subí al estudio. El tiempo pasó sin darme cuenta y cuando fui a la habitación... no había nadie. ¡Voto a Cristo! No se había restregado la piel contra la de un hombre desde hacía cuarenta y ocho horas. ¡Sin duda era más de lo que podía soportar!
—Ya. ¿Le dijo por qué la traía de vuelta a París? ¿Le habló de mí?
—Sí.
—¿En qué términos?
—Confiaba en usted, se lo repito. Traté de comunicarle esa confianza. Le dije que quería interrogarla sobre un asunto que no tenía nada que ver con el suyo, que no le habían encomendado ninguna misión oficial, y que, aunque fuera culpable, no era usted un hombre capaz de entregarla al verdugo.
—¿Y cómo se lo tomó?
—Pareció aliviada y aceptó entrevistarse con usted. Y, a propósito, mi mujer no ha cometido ningún crimen. Me contó todo lo sucedido. Estaba borracha y drogada hasta las orejas. Salió de una habitación para ir no sé adónde, ni siquiera ella lo sabía, y cuando regresó se equivocó de habitación, cree que se equivocó de habitación, tropezó con un cuerpo y se cayó encima de él. Un cuerpo sin vida, bañado en sangre. Recuerda haber gritado, y luego escapó, tal como estaba, medio desnuda y cubierta de sangre a su vez...
—Es posible. Pero ¿por qué diablos, si tan razonablemente había aceptado verme y explicarse, se ha largado así? Ya sé que acostumbra a hacerlo, pero caramba... Y ¿cómo es que no la oyó marcharse?
—Hice insonorizar el cuarto, ahí arriba, para poder trabajar sin que me molestaran los ruidos de la casa. Los que suben de la calle, los soporto; hay que decir que son escasos; pero los de la casa...
—Y ha salido... Sí, naturalmente, ha salido por la puerta. No por la ventana.
—No por la puerta que usted conoce, señor Burma. Por una antigua puerta de servicio... La encontré abierta. ¿Quiere... quiere examinar el lugar?
Me encogí de hombros.
—No soy Sherlock Holmes. La posición de la almohada y el ángulo de apertura de la puerta no me indicarán el color del pelo de aquel con quien ha ido a reunirse... si es que ha ido a reunirse con alguien. Mmm... perdone, pero la otra noche no estaba sola allí. ¿No le diría el nombre de su amante fortuito?
—No se lo pregunté —dijo con voz sorda—. Nunca le pregunto nada.
Permanecimos en silencio unos segundos. Como una fiera enjaulada, Courtenay iba y venía de un lado a otro de la estancia que las tinieblas iban invadiendo. El cielo estaba cada vez más oscuro. El pintor encendió una lámpara de pie, coronada por una inmensa pantalla amarilla, y miró en derredor, por si, atraída por la luz, su mujer había regresado de repente. Un rumor sordo nació en la lejanía y fue creciendo a medida que se aproximaba.
—Va a llover —dijo Courtenay, probablemente por decir algo.
—¿Son truenos?
—No. Es el tren de la Citroën, que pasa por la antigua línea de circunvalación, ahí abajo. Cuando se oye tan claramente es que va a llover.
—Pues sí que se oye —dije.
Se oyó un silbido, al que siguió un barullo de topes entrechocando.
—Eso ha sido un accidente —añadí.
Nos asomamos a la ventana, pero desde donde estábamos no podíamos ver nada. Oímos un ruido de pasos apresurados por la pasarela y un obrero con un mono de fábrica irrumpió en Villa de las Camelias. Al vernos, paró en seco.
—¿Tienen teléfono en casa? —preguntó—. Hay que llamar a la policía...
—Entre por ahí —le gritó Courtenay, mostrándole la puerta.
Poco después, el obrero estaba ante nosotros. Tenía la cara bañada de sudor y, bajo la mugre, estaba pálido.
—Un accidente —dijo entrecortadamente—. Alguien se ha tirado a la vía, debajo de mi locomotora. Una mujer. Mierda, mierda y remierda.
—¡Mierda! —dije yo, como un eco.
Era difícil reconocerla, pero no cabía la menor duda. Por última vez, Marie Courtenay había adoptado la posición horizontal. Su cuerpo, cuya belleza había podido juzgar fugitivamente, no volvería a vibrar entre unos brazos apasionados, pero todavía excitaba a algunos chalados sin pudor. Eran más de diez, arremolinados alrededor de sus pobres restos mutilados, tratando de regocijarse la vista. Curiosos que habían aparecido de no se sabe dónde, ese tipo de glotones ópticos, habituales de las salas del Supremo y de las ejecuciones capitales, de los que se llena el lugar más desierto en cuanto se produce un accidente sangriento. Los dos agentes habían renunciado a hacerlos circular.
El accidente se había producido a la entrada del túnel. Según el fogonero, ella debía de estar en una especie de nicho de la pared y había saltado desde allí para precipitarse bajo las ruedas. O, por lo menos, eso era lo que había creído ver. Estaba bastante conmocionado.
—Era demasiado tarde para poder frenar —dijo—. No es que yo perdiera los estribos, ¡por el amor de Dios! Pero era demasiado tarde...
Fuimos a examinar el nicho: se trataba de una excavación bastante profunda cuyo suelo estaba cubierto de papeles viejos y de paja.
—En invierno —explicó uno de los policías— los vagabundos se refugian aquí. ¿Ve? Se meten por aquel agujero, ahí arriba, que sale en mitad del talud. Si están borrachos es menos peligroso que pasear por las vías donde podrían tener un accidente.
—Por lo pronto no se trata de un vagabundo —dije.
—Ya les he dicho que circulen —refunfuñó el agente.
—No a mí. Yo soy un testigo. Nestor Burma. Estaba aquí con el marido de la víctima, hace un rato.
—Es verdad, sí. Bueno. Pero los demás circulen. Si esto sigue así, pediré refuerzos.
Los mirones no se movieron hasta que volvimos a la vía.
—Era demasiado tarde —repitió el fogonero—. ¡Por Dios! Si un poco más allá lo que sobran son trenes...
Hizo un vago gesto para designar Montparnasse y sus numerosas líneas.
—Ir a elegir precisamente el mío para matarse. ¡Ay, Dios mío!
—Deje de nombrar a Dios así todo el rato. Hay una difunta —comentó el policía, mirando el bloc que tenía en la mano como si leyera su parte del diálogo.
—Si es lo que me hace decir el nombre de Dios —replicó el otro—. No acostumbro a blasfemar.
—Muy bien. ¿Dónde está el maquinista?
—Ha ido a vomitar.
El agente hizo una mueca y reprimió una arcada.
—Se nos va a pegar a todos, si nos quedamos aquí. Deberíamos alejarnos. Ella no va a largarse. ¡Circulen ya, por Dios!
Dio unos pasos sobre el balasto, torciéndose los tobillos. Mirones y testigos le seguimos al aire libre. El viento, falazmente anunciador de una tormenta que, como en La joven cautiva de Chénier, no se decidía a concluir, rumoreaba entre los árboles del talud. En la pasarela se habían apiñado unos curiosos más decentes que los que nos escoltaban.
—Bueno —dijo el agente, volviendo a consultar su bloc—. De modo que se trata de una tal Marie Courtenay, con domicilio en Villa de las Camelias, identificada por su marido y por el señor Nestor Burma, detective privado... —Me miró—. Es la primera vez que veo a uno. Bien. Usted estaba con el marido cuando...
—Cuando el fogonero, que buscaba un teléfono, nos anunció el drama.
—Y ustedes acudieron, etcétera. Bien. ¿Es usted amigo de la familia?
—Sí.
—Bien. —Se dirigió al obrero del ferrocarril—. ¿Habrá avisado a la empresa?
—Sí. Van a enviar a un jefe.
—Bien. ¿Dónde está el señor Courtenay?
—En su casa —dije—. Si no le importa, me gustaría ir con él.
—Creo que no hay inconveniente. Quizá el comisario quiera hablar con usted, pero yo, de momento... Porque, en resumidas cuentas, ¿usted qué es lo que vio?
—Nada de nada.
—Es lo que me parecía... —Se encogió de hombros, despectivo—. ¡Detective privado...! —Buscó en el bloc, a ver si disponía de una frase apropiada sobre detectives privados—. Afortunadamente, nosotros disponemos de tipos un poco más espabilados... ¡Eh! Ernest. ¿Qué pasa?
Se dirigía a uno de sus colegas, uno de aquellos espabilados, sin duda, otro agente de uniforme al que habíamos olvidado en el túnel, que acudía con un pedazo de papel manchado de sangre en la mano.
—Estaba en el bolsillo del traje sastre —dijo el agente número dos—. Chúpate esa... —Leyó—: «Que no se culpe a nadie de mi muerte. Estoy avergonzada. Maté al hombre de la calle Blottière...». ¿Te das cuenta?
—¿Qué es eso del hombre de la calle Blottière?
—Yo qué sé. Habrá que ir a ver.
—Y ser espabilados —dije.
El agente número dos me dirigió una mirada aviesa.
—¿Por qué espabilados?
—Bueno, yo qué sé. Pero ya van dos fiambres...
—No va nada de nada —dijo con sorna—. ¡Hay que ver, para ser detective privado, lo listillo que es usted! Da pavor. La mujer esa mata a un tipo. Luego se suicida. Resultado...
De nuevo recurrió a la libreta y, ¡palabra de honor!, aquella vez, estoy casi seguro de que llevaba escrita la frase que pronunció con énfasis:
—¡Aquí finaliza la acción de la justicia!