8. Informes sobre la pelirroja

Paré el coche al final de la calle Arbustes, casi pegado al portal de madera pintado de gris, una especie de entrada de artistas del hospital Broussais, y junto a la barrera de cemento que vedaba a todo vehículo el acceso a la pasarela que, pasando por encima de la antigua línea de circunvalación, une la calle Arbustes con la Villa de las Camelias.

El mecánico del taller de la calle Blottière sabía lo que decía. El paisaje era tal cual lo representaba la foto que había cogido. Agreste y pintoresco, y sorprendentemente tranquilo. No parecía que estuviésemos tan cerca de vías de tanto tráfico como el bulevar Brune y las calles Didot y Vanves. Había una fábrica no muy lejos —cuyo muro oscuro y ciego había que buscar a propósito, oculto como estaba tras los árboles—, pero funcionaba a la sordina y el discreto runrún de las máquinas se diluía en la agobiante atmósfera de la tarde soleada. Solo los pájaros armaban barullo, pero un barullo simpático y relajante.

Entre los taludes inclinados, cubiertos de hierba y de árboles frondosos que levantaban sus ramas bien altas hacia el cielo, la doble hilera de brillantes raíles corría sobre un lecho de pedruscos. A unos cien metros de un lado y de otro de la pasarela, la vía desaparecía en un túnel.

Aquí y allá, en la cuneta, se distinguían, abandonados a su triste destino, una caja de hortalizas desguazada o una caja de cartón. También había un zapato, solitario y desolado, bastante viejo, y, enganchado a una zarza, algo que parecían ser unos pantalones. En París hay gente así, que ignora la existencia de las papeleras.

Unos caminillos mal trazados que serpenteaban entre los troncos de los árboles indicaban que los chavales iban allí a jugar y los enamorados a entretejer idilios.

—Espéreme —le dije a Hélène.

Descubrí una brecha en la alambrada de protección junto a la entrada del hospital. Me deslicé por ella, bajé hasta la vía, la crucé y llegué hasta los objetos que me habían llamado la atención. Enseguida reconocí el zapato. Formaba parte del par que Ferrand me había dado como coartada. El pantalón debía de ser el que le robaron al borrachín mientras dormía y el impermeable seguramente no andaba muy lejos. Pero no valía la pena ir en su busca. Ya sabía lo que quería saber.

—¡Cuidado! —me advirtió Hélène cuando me disponía a volver a cruzar la vía.

Le hice un ademán tranquilizador. Había sentido vibrar la vía bajo los pies y había visto llegar el tren. Retrocedí y una locomotora asmática que remolcaba plataformas cargadas de carrocerías nuevas pasó por delante de mí con una ráfaga de aire caliente. El maquinista se inclinó hacia el exterior y me gritó algo que se perdió entre el estrépito de las ruedas. El convoy penetró en el túnel.

Me reuní con Hélène.

—La pelirroja vive por aquí —dije—. Se deshizo del disfraz tirándolo ahí. En invierno lo habría quemado, pero en esta estación las calderas están apagadas. Descubrir su domicilio será un juego de niños. Vamos a entrevistar a Jakowski. Si no sabe nada, daremos una vuelta por los comercios del barrio con la foto en la mano.

Del otro lado de la pasarela, la Villa de las Camelias15 seguía durante varios metros la alambrada de protección de la vía y luego, más allá de la vieja escalera de cincuenta y seis peldaños que lleva a una puerta de aspecto misterioso labrada en un entrante, seguía una dirección perpendicular oblicua hasta el pasaje Noirot. A un lado y otro solo se veían casitas de arquitectura y estilo diversos, un poco como las de la calle Douanier, allá en Montsouris, y un par de estudios de artistas. Abundaban las flores y las plantas trepadoras. Una radio murmuraba una leve música. En algún lugar, en una casa vacía, se oía el timbre agrio de un teléfono. Un perro atado tiraba de su cadena gruñendo, y papaba alguna mosca entre dos gruñidos.

Torcimos a la izquierda por el pasaje Noirot y luego a la derecha por la calle Mariniers, y al fin llegamos ante el pabellón en el que vive Anatole Jakowski. Por la ventana abierta, adornada con plantas cactáceas, nos llegaba el tecleo de una máquina de escribir en plena acción, que mi campanillazo interrumpió.

—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó Jakowski16 al abrirnos la puerta. Tenía todos y cada uno de los pelos de la rubia y corta barba erizados de excitación y se quitó la gorra de pana para saludar a Hélène—. Precisamente Ralph Messac está aquí. Entrad, entrad. Estaba dándole el último toque a mi libro sobre Alphonse Allais.

Le seguimos a su despacho, decorado con cuadros naif y objetos de 1900 o de curiosa inspiración, más o menos surrealistas, de los que es un gran coleccionista. Encima de un mueble, entre dos tarros de tabaco en forma de cabeza humana, la corriente de aire agitaba uno de los primeros móviles de Calder. Ralph Messac, muy digno e imponente con su barba, fumaba una pipa de madera de violeta, de pie y apoyado en la pared, rozando con el pelo La sirena que estuvo expuesta durante mucho tiempo en casa del poeta Robert Desnos, en la calle Mazarine.

—¿Ocurre algo en el distrito XIV que motive tu visita? —preguntó Messac después de los saludos.

—¡Ah! Le interesa, ¿verdad? —le dijo riendo Jakowski—. A propósito, tengo un bonito suceso para usted, querido amigo. Un caso de auténtico humor negro. Un tipo salió del hospital Broussais, esta mañana. Un antiguo enfermo. Ya curado. Lo atropelló una ambulancia que se acercaba a toda velocidad, transportando a un moribundo. Resultado: dos muertos.

Se dirigió a Hélène:

—Nuestro amigo lleva como quien dice un diario de los acontecimientos sobresalientes o fútiles del distrito.

—Una especie de antología de la vida cotidiana, o algo así, ¿no? —me burlé—. Perros atropellados, peleas de vecindario, robos, etcétera. A propósito, esos robos del barrio de Montsouris, eso sí que es un buen material.

Ralph Messac se quitó delicadamente la larga pipa de la boca y exhaló una nube de humo oloroso en dirección a dos monigotes de corcho que jugaban a los naipes dentro de una botella. Por acompañarle, puse en funcionamiento mi pipa de cabeza de toro.

—Esas futilidades no me interesan —dijo—. Demasiado banales. Lo que acaba de contarles Jakowski, en cambio, sí. O cosas por el estilo de lo de esos espeleólogos aficionados, unos tipos que le dieron un buen susto a un guardia urbano, hace algún tiempo, en la plaza Victor-Basch, al levantar delante de sus narices una placa de alcantarilla y surgir del suelo con linternas, cuerdas, piolets y demás. Fue a primera hora de la mañana. El guardia no salía de su asombro. Los tipos dijeron que se habían dejado encerrar en las catacumbas para poder explorar a sus anchas las galerías prohibidas. ¡Unos bromistas, vamos!

—Sí. Bueno, muchachos, propongo que dejemos de contar anécdotas. Os conozco. Si empezamos así, nos darán las doce de la noche. Tenga, amigo mío.

Saqué la foto de la pelirroja del bolsillo y se la plantifiqué a Jakowski en la mano.

—Tengo sobrados motivos para pensar que esta moza vive por aquí. ¿La conocen? Quizá no se vea bien en esta copia pero, al natural, es lo bastante notable como para que se la recuerde.

—Por supuesto —dijo Jakowski, al tiempo que golpeaba ligeramente la foto con el índice—. Notable y notada. Si la señorita no estuviera presente... —Lanzó una mirada de reojo en dirección de Hélène, que contemplaba una vitrina llena de bibelots de la Belle Époque— le podría decir cuatro cosas, pero en Polonia...

—Déjese de Polonia. En primer lugar, porque no existe. Lo dejó escrito Alfred Jarry. Seguro que en el Collège de Pataphysique17 os lo han enseñado. Y en segundo lugar, parece ser que en Polonia la gente está siempre trompa y usted no bebe.

—En efecto, no bebo.

—Es usted un renegado. De modo que no se preocupe por la señorita y desembuche.

—Bueno, pues iré rápido. Se llama Marie...

—¿Como la Virgen?

—¡Rayos, no!

—¿Entonces es una Marie-aquí-te-pillo-aquí-te-mato?

—Exacto. Es una ninfómana. Todo el barrio está enterado de sus excesos. Se dice así, ¿no? Completamente chalada. Le dan ataques. Se fuga de casa. Creo que intentaron someterla a un tratamiento psiquiátrico, pero no dio ningún resultado.

—¿Siguió acostándose con cualquiera?

—Con cualquiera no. Necesita un tipo particular. El modelo canalla o mugriento. Una vez se ligó a un revendedor del rastro de la Puerta de Vanves. Su marido tardó una semana antes de dar con ella en un cobertizo de traperos, en los suburbios.

—¿Porque además está casada?

—Sí. Con un señor muy honorable —acentuó el adjetivo con ironía— y bien considerado. Un pintor, antiguo Premio de Roma y toda la pesca, pilar del Salón y retratista casi oficial de personalidades de primer plano. También del Gobierno le llegan encargos oficiales.

—Lo que le añade picante al asunto —subrayó Ralph Messac con sarcasmo.

—En otra ocasión —siguió diciendo Jakowski— le ocurrió un percance en un salón de baile popular de la calle Pernety. Pero no sé qué exactamente. Hubo una redada. El marido consiguió que no tuviera consecuencias.

—¿Y cómo se llama ese marido?

—Auguste Courtenay.

—Auguste. Como Renoir.

—Como el compañero del payaso blanco.

—¿Y dónde vive esa pareja moderna?

—En la calle Villa de las Camelias.

—¿Número?

—No estoy seguro del número. Es una especie de casa de estilo normando, de piedra gris y madera vista, cuando la hiedra no la oculta, con un estudio añadido pero que no desmerece demasiado del conjunto. Y un garaje a un lado, del mismo estilo.

—Y un gran fanal de hierro forjado bajo la marquesina del portal, ¿no?

—Sí.

—La he visto al pasar por delante hace un rato. No parecía habitada.

—¡Vaya! Pues me encontré con Courtenay ayer mismo... Esto... hablando de gente que puede estar o no estar en casa... ¿Se ha vuelto a meter en un lío, la Marie, o qué?... Esto... hace varios días que no la veo. Siempre paso por allí para ir al mercado y casi siempre la veo en una ventana... medio en pelotas, como de costumbre, pero hace varios días que no la veo. Naturalmente, es posible que se haya largado de juerga una vez más... O también puede que su marido la haya matado... Algún día lo hará... Hace tiempo que la amenaza con ello.

—Ya. ¿Y ella no sería capaz de adelantársele?

—¿Qué quiere decir?

—De matar a su marido, por ejemplo.

—¿Eso o algo de ese estilo es lo que le preocupa? Le repito que vi a su marido ayer mismo. Estaba vivo y coleando.

—Pues digamos a otra persona. Le hablaré francamente, Jakowski. Trabajo para un tipo que se acostó con ella. Un hombre casado que sucumbió a un momento de extravío. Así es como se dice, ¿no? Un tipo que no sabe nada de ella: ni su nombre, ni su dirección, ni la edad que tiene. Solo se olvidó esta foto en su casa. El tipo está muerto de canguelo porque amenazó con matarlo. ¿Es una mujer capaz de decir cosas así, y de llevar a cabo su venganza, si se tercia? ¿O mi cliente me ha montado una película?

Se encogió de hombros.

—Amigo mío, no tengo ni idea. Pero de una chalada de esas cabe esperar cualquier cosa. Porque, además, se emborracha y se droga.

—En resumidas cuentas, si se enterase de que ha matado a alguien ¿no le extrañaría?

Meditó un par de segundos.

—Pensándolo bien, no, no me extrañaría.

—Gracias. Otra cosa. Ustedes que son críticos de arte, ¿qué les parece esto?

Recuperé la foto de Marie Courtenay y, en su lugar, le tendí el dibujo de tema tan particular que había encontrado en el mismo sitio que la foto.

—¡Ssss! —silbó Ralph Messac.

—Bonito, ¿no? ¿A usted qué le parece, Jakowski?

Este se rió.

—Mire, yo me ocupo sobre todo de pintura naif.

—Y esto no tiene nada de naif, sea cual fuere el sentido que se le atribuya a «naif»,18 desde luego. Pero ¿le parece que su Auguste Courtenay sería capaz de dibujar cosas así?

—Alguien que ha recibido el Premio de Roma y expuesto en el Salón, amén de trabajar para el Estado, es capaz de cualquier cosa, hasta de divertirse con juegos de este tipo, aunque solo fuera para rehabilitarse ante sí mismo, pero ese dibujo no es de la mano de Courtenay.

—Pero ¿no es cierto que algunos artistas consiguen modificar su propio estilo cuando se trata de este tipo de producción?

—Es cierto, pero siempre subsiste algo de su trazo habitual. No creo que eso sea de Courtenay... aunque, naturalmente, no pondría la mano en el fuego...

—Bien. Pues muchas gracias...

No sin dificultad, recuperé el dichoso dibujo y pregunté:

—¿Es rico, el tal Courtenay?

—Sí. No necesita dedicarse a ese tipo de encargos para vivir, si es lo que está pensando.

—No, no pensaba en eso. Solo pensaba que, si es rico, los «Romeos» que se liga su mujer en lo más bajo de la escala social podrían intentar hacerle chantaje. Vista su posición social...

Anatole Jakowski negó con un gesto de la cabeza.

—Quizá haya ocurrido, pero no creo que él se pliegue a eso. Un día presencié la escena siguiente. Fue delante de su casa. Golpeaba a puñetazos, y había que ver cómo, a un jovenzuelo con aspecto de crápula. Y mientras le golpeaba, le iba diciendo: «Puesto que quieres descansar, te voy a mandar al hospital. Hay uno cerca de aquí». El crápula aquel seguramente había venido a pedirle pasta para quitarse de en medio. Pero, mi querido Burma, tiene que entender que la conducta escandalosa de su esposa ya no puede comprometerle. Eso ya es un hecho consumado. Bueno, el daño es limitado, ¿sabe? Al fin y al cabo es un artista. Y ya sabe lo que son las cosas: los más puritanos le perdonan a un artista, o a sus allegados, ciertas cosas que no le perdonarían a un vendedor de ultramarinos, a un general o a un inspector de Hacienda. Afortunadamente, por otra parte. Resumiendo: Courtenay no pagará para evitar que se divulguen cosas que ya son notorias y que no hay modo de agravar.

—Seguro. Gracias otra vez. Vamos a dejarles a usted y a Messac en compañía de Alphonse Allais...

Procedimos a los rituales intercambios de nuestros respectivos microbios mediante los consabidos apretones de manos.

—Encantada de haberle conocido, señor Jakowski —dijo Hélène, con su cara de niña buena—. Me ha gustado mucho ver su colección de objetos, tan raros y divertidos.

—Eso no es nada —dije, mientras nuestro anfitrión sonreía con modestia—. ¡Si le hubiera enseñado el busto que posee!

—¡El más extraordinario del mundo! —corroboró Messac.

—Para ello —dijo el escritor y crítico de arte—, habría que ir a mi dormitorio.

La cara de niña buena se le esfumó. Hélène frunció el entrecejo. Miré el reloj. No había prisa. Me eché a reír.

—No se trata del busto personal, de carne y hueso, de nuestro amigo, sino de un objeto que compró... —me volví hacia él— en el rastro, ¿verdad?

—En la Puerta de Vanves, cerca de allí, sí.

—¿Podría enseñárselo a mi secretaria?

—Con mucho gusto.

Majestuoso, el busto se encontraba en el claroscuro de una de las habitaciones del fondo atestada de linternas mágicas y de bronces de 1900. Era uno de esos bustos que se ven en los escaparates de las tiendas de lencería, en los que se presentan los sujetadores, pero que una fantasía delirante había transformado en el objeto poético más extraordinario que pueda imaginarse, una especie de insólito pecio, un trozo de sirena, no se sabía qué alucinante mascarón de proa de algún buque fantasma, acariciado por algas viscosas y en el que habrían venido a posarse, como besos solidificados, pechinas rugosas y policromas. Sin brazos ni cabeza y patéticamente inclinado hacia atrás como si estuviera ofreciendo la garganta al puñal del sacrificio, estaba recubierto desde el cuello hasta la cintura de un conglomerado de conchas marinas y de caracolas, aglutinadas, encabalgadas, inmóviles, pero que parecían moverse en un asalto permanente.

No conocía otro ejemplo más típico de lo que se ha dado en llamar «el objeto perturbador surrealista».

—¿Qué le parece el fenómeno? —le pregunté a Hélène.

—Es sorprendente —contestó.

—El tipo que me vendió esto —dijo Jakowski— pretendía haberlo encontrado tal cual en una playa. Quería hacerme creer que se trataba de un objeto natural. Le pregunté si pretendía burlarse de mí y me lo rebajó.

—Perfecto —dije—. Y ahora, a menos que uno de nosotros se ponga a echar fuego por la boca o a ejecutar un número de striptease, nos largamos.

Nos largamos. La poesía es una gran cosa, pero no da de comer. Había que empezar a pensar en cosas serias.