CAPÍTULO 26

PETER HACE UNA IMPRESIÓN

El turno de Peter fue el siguiente. No escribió su sermón. Según él, escribirlo era un trabajo ímprobo.

Tampoco intentó tomar un texto de la Biblia.

—Pero… ¿quién ha dicho alguna vez un sermón sin ajustarse a un texto? —preguntó Félix perplejo.

—Voy a tomar un «tema» en lugar de un texto —replicó Peter muy hinchado—. No quiero atarme a lo que está escrito. Y mi tema tendrá tres divisiones. Tu sermón, Bev, no tuvo ninguna división —añadió dirigiéndose a mí.

—Dice el tío Alec que el tío Edward le ha dicho que las divisiones se están poniendo fuera de moda —retruqué desafiante.

Estuve tanto más desafiante cuanto que tenía la profunda convicción de que yo debía haber separado mi sermón en divisiones. Sin duda habría producido mucha mejor impresión, pero la verdad es que me había olvidado por completo de que existían tales divisiones.

—Pues yo voy a tener divisiones y no me importa si están de moda o no —contestó tranquilamente Peter—. Son muy útiles. La tía Jane decía que si un hombre no tenía divisiones en su texto y andaba divagando por toda la Biblia, nunca llegaba a ninguna parte.

—¿Qué tema has elegido? —preguntó Félix.

—Ya te enterarás el domingo —respondió Peter con aire significativo.

El domingo siguiente correspondía a octubre y fue un hermoso día, tibio y suave como los días de junio.

Había algo en el aire tenue, que hablaba de belleza, que hacía olvidar de las cosas materiales y que sugería delicadas esperanzas para el futuro. Los bosques se envolvían en una tela de araña finísima y las colinas del oeste se mostraban de púrpura y oro.

Nos sentamos frente a la «Piedra del púlpito» y esperamos por Peter y por Sara Ray. Era el domingo de salida del muchacho y con ese motivo había ido la noche anterior a visitar a su madre, pero con la promesa también, de que llegaría a tiempo para pronunciar su sermón. Por último llegó, subiendo a la «Piedra del púlpito» con aires de señor feudal. Traía puesto su traje nuevo y yo, observando ese detalle, pensé que ya me llevaba cierta ventaja. El día que yo había hecho el sermón llevaba puesto «mi segundo mejor traje», porque existía un decreto de la tía Janet, que disponía que nos quitáramos el «primer mejor» traje al regresar de la iglesia. Allí se veía, pensé entonces, las ventajas que podía ofrecer la vida de un muchachito peón.

Peter hacía un pequeño ministro muy buen mozo, con su traje azul marino, el cuello blanco y la corbata bien hecha. Sus ojos negros brillaban y sus pelos no menos negros estaban peinados hacia atrás en un estilo completamente ministerial, aunque amenazaban varios mechones con salir disparados hacia la frente.

Se decidió que era inútil esperar por Sara Ray, que podía venir o no según estuviera el humor de su mamá. Por lo tanto, Peter comenzó su servicio.

Leyó el capítulo correspondiente y señaló el himno con la misma «sangre fría» como si lo hubiera estado haciendo toda su vida. El propio señor Marwood no hubiera podido mejorar la manera en que Peter anunció:

—Cantaremos todos el himno, omitiendo la cuarta estrofa.

Era un toque espléndido en el cual yo no había pensado. Comencé a pensar que después de todo Peter podía ser un competidor muy serio.

Cuando Peter estuvo preparado para comenzar, metió las dos manos en los bolsillos… un gesto completamente inortodoxo. Después comenzó a hablar sin previo aviso y en un tono de conversación natural. No había por allí a mano un reportero que tomara nota taquigráfica del sermón, pero sin duda alguna podría yo reproducirlo palabra por palabra, de ser necesario, y creo que todos los que escuchamos podríamos hacer lo mismo. No era un sermón de los que se olvidan.

—Queridos amigos —dijo Peter—, mi sermón versa sobre el destino de los malos… en resumen, acerca del infierno.

Una corriente eléctrica pareció sacudir al auditorio. Todos de pronto, estabamos alerta. En una sola frase, Peter había hecho lo que yo no había alcanzado con todo mi sermón. Había hecho una impresión.

—Dividiré mi sermón en tres partes —prosiguió—. La primera división es, lo que no se debe hacer si no se quiere ir al lugar donde están los malos. La segunda división se refiere al aspecto que tiene el lugar donde van los malos… —Gran sensación en la audiencia—. Y la tercera división versa sobre… cómo escapar una vez que se está allí.

»Bien, hay muchas cosas que no deben hacer y es muy importante que sepan cuáles son. No tienen que perder el tiempo en tratar de descubrirlas. En primer lugar no deben olvidar jamás lo que dicen las personas mayores… me refiero a las personas mayores buenas.

—Pero… ¿cómo vamos a saber cuáles son las personas mayores buenas? —preguntó Félix de pronto, olvidándose que estaba en la iglesia.

—Oh, eso es muy fácil —prosiguió Peter—. Uno siempre puede «sentir» quién es bueno y quién no lo es.

»Y no deben decir mentiras y no deben asesinar a nadie. Especialmente, deben tener cuidado de no asesinar a nadie. Podrían ser perdonados por decir mentiras, si es que se arrepienten de veras de haberlas dicho, pero si llegan a asesinar a alguien, será sumamente difícil que se los perdone, de manera que es mucho mejor ponerse del lado más seguro. Y además, no deben cometer suicidio, porque si hacen eso, ya no tendrán oportunidad de arrepentirse. No deben olvidarse de decir sus oraciones y no deben pelearse con sus hermanas.

En este punto Felicity le dio a Dan un significativo codazo y Dan levantó simultáneamente los dos brazos.

—¡No me sermonees a mí, Peter Craig! —exclamó—. No te lo voy a permitir. Yo no peleo con mi hermana más a menudo que lo que ella pelea conmigo. Déjame tranquilo, ¿quieres?

—¿Quién te habla a ti? —preguntó Peter—. Yo no he mencionado nombres. Un ministro puede decir lo que se le dé la gana desde el púlpito mientras no diga ningún nombre y nadie debe contestarle.

—Muy bien, pero espera a mañana —gruñó Dan, reduciéndose después a silencio ante las miradas de desaprobación de las chicas.

—No deben jugar los días domingo —prosiguió Peter nuevamente—, esto es, no deben jugar a juegos de entre semana… ni murmurar en la iglesia, ni reírse en la iglesia… yo lo hice una vez y me sentí horriblemente arrepentido… y no deben mencionar a Paddy, quiero decir a los gatos en general, en las oraciones familiares, aunque se estén trepando por las espaldas que reza. Y no deben poner sobrenombres ni hacer caras o muecas.

—¡Amén! —gritó Félix que había sufrido mucho porque Felicity a menudo le hacía muecas.

Peter se detuvo y miró furioso a Félix por encima del púlpito.

—No tienes por qué soltar una cosa de ésas en medio de mi sermón —dijo.

—Lo hacen en la iglesia metodista de Markdale —protestó Félix, aunque algo abatido—. Yo los he oído.

—Ya sé que lo hacen. Es el estilo metodista y está muy bien entre ellos. No tengo una sola palabra que decir en contra de los metodistas. Mi tía Jane era metodista y yo pude haber sido también uno de ellos de no haber sido por el miedo que nos dio el anuncio del día del Juicio Final. Pero tú no eres un metodista. Eres un presbiteriano, ¿no es cierto?

—Sí, por cierto. Nací presbiteriano.

—Muy bien entonces, tienes que hacer las cosas al estilo de los presbiterianos. No me hagas oír más ninguno de tus «amenes», porque si no yo te «amenaré» a ti.

—¡Oh, bueno! Por favor no interrumpa más nadie —imploró la niña de los cuentos—. No es justo. ¿Cómo puede alguien pronunciar un buen sermón si lo interrumpen a cada paso? A Beverly nadie lo interrumpió.

—Bev no se paró ahí y se puso a sermonearnos a nosotros —murmuró Dan.

—No deben pelear —reasumió la palabra Peter impasible—. Quiero decir que no deben pelear por el placer de pelear o por darle gusto al mal humor. No deben decir malas palabras ni soltar juramentos. No deben embriagarse… aunque por cierto ustedes no serían capaces de hacerlo delante de las personas mayores y las niñas nunca. Hay probablemente un montón de cosas que no deben hacer, pero éstas que he nombrado son las más importantes. Por cierto que no quiero decir que ustedes vayan a ir al lugar de los malos si hacen estas cosas. Solamente les prevengo que en ese caso están corriendo un riesgo. El diablo siempre anda a la búsqueda de la gente que hace esas cosas y es más fácil para él seguirlas siempre, que seguir a gente que nunca hace cosas malas. Y así termina la primera división de mi sermón.

En aquel mismo punto apareció Sara Ray jadeante. Peter la miró de reproche.

—Te has perdido la primera división de mi sermón, Sara —dijo—. Eso no es justo desde que tú eres uno de los jueces. Creo que debiera hacer el sermón todo de nuevo para que lo oigas.

—Eso se hizo una vez. Y conozco una historia —dijo la niña de los cuentos.

—¿Quién está interrumpiendo ahora? —dijo Dan maliciosamente.

—No importa, dinos la historia —propuso Peter inclinándose interesado sobre el púlpito.

—Se trata del señor Scott —anunció la niña de los cuentos—. Estaba predicando en alguna localidad de Nueva Escocia y cuando estaba en mitad de su sermón… y ya sabrán ustedes que los sermones eran bastante largos en aquellos tiempos… entró un hombre. El señor Scott se detuvo hasta que el hombre se hubo sentado. Después dijo: «Amigo mío, llegas bastante tarde a este servicio, espero que no llegues tarde para entrar al Cielo. La congregación tendrá a bien dispensarme si recapitulo lo dicho en beneficio de nuestro amigo». Y volvió a empezar el sermón desde el principio. Se dice que aquel hombre no volvió nunca más a llegar tarde al servicio religioso.

—Para él estuvo muy bien —comentó Dan—, pero fue bastante duro para el resto de la congregación.

—Bueno, ahora cállense así Peter puede continuar con su sermón —dijo Cicely.

Peter cuadró sus hombros y se tomó con ambas manos del borde del púlpito. No había aporreado ni una sola vez la piedra, pero me di cuenta de que su modo de echarse adelante y mirar fijamente a uno de los oyentes, resultaba mucho más efectivo.

—He llegado ahora a la segunda división de mi sermón… como es el lugar adonde van los malos.

Procedió a descubrir el lugar de los malos. Más tarde descubrí que había recogido su material en una traducción ilustrada de la Divina Comedia de Dante, libro que en cierta ocasión se lo habían regalado como premio en la escuela a su «tía Jane». Pero aquel día creímos todos que se estaba basando en los testimonios de la Biblia. Peter había estado leyendo la Biblia últimamente desde aquella fecha que nosotros llamábamos «el sábado del Juicio» y estaba casi terminando la lectura. Ninguno de nosotros habíamos leído la Biblia completa y pensamos que Peter habría encontrado la descripción del mundo de los perdidos alguna parte que todavía no nos era conocida. Por lo tanto, sus afirmaciones se revistieron de toda la fuerza de la inspiración y todos nos quedamos impresionados ante sus frases terribles. Usaba su propio vocabulario para expresar las ideas que había encontrado, y el resultado era de una fuerza y una simplicidad que sacudía nuestro espíritu.

De pronto Sara Ray se puso de pie de un salto gritando… chillido que luego se transformó en una extraña risa. Todos nosotros, incluyendo al predicador, la miramos asombrados. Cicely y Felicity se pusieron de pie a su vez y la sostuvieron entre las dos. Sara Ray tenía un ataque de histerismo, pero nosotros nada sabíamos de esas cosas y estábamos seguros de que se había vuelto loca. Se estremecía, gritaba, se reía y se movía violentamente.

—¡Se ha vuelto loca de remate! —dijo Peter bajando del púlpito con el rostro muy pálido.

—¡La has trastornado tú con tu sermón horrible! —exclamó Felicity indignada.

Entre ella y Cicely tomaron a Sara por los brazos y medio conduciéndola y medio arrastrándola, la sacaron del huerto y se la llevaron hacia la casa. El resto nos quedamos allí mirándonos aterrorizados.

—Has causado una impresión demasiado fuerte, Peter —declaró la niña de los cuentos en tono miserable.

—Ella no necesitaba asustarse tanto. Si al menos hubiera esperado a la tercera división le hubiera demostrado lo fácil que es escaparse del mal sitio e ir al Cielo. Pero ustedes las chicas siempre están apuradas —contestó Peter amargamente.

—¿Creen que tendrán que llevarla al Asilo? —preguntó Dan en un susurro.

—Cállate, aquí viene tu padre —dijo Félix.

El tío Alec avanzaba hacia nosotros a grandes zancadas. Nunca lo habíamos visto realmente enojado, pero no cabía la menor duda de que lo estaba ahora. Sus ojos azules despedían llamas cuando nos dijo:

—¿Qué es lo que han hecho para asustar a Sara de tal modo?

—Nosotros… nosotros estábamos asistiendo a un concurso de sermones —explicó trémula la niña de los cuentos— y Peter se refirió al mal sitio y Sara se asustó. Eso es todo, tío Alec.

—¿Todo? No sé cuál ha de ser el resultado final de esa pobre niña. Allí está adentro temblando y nadie puede tranquilizarla. ¿Qué se proponen con esto de jugar a semejante juego en día domingo, haciendo befa de las cosas sagradas?… ¡Ni una palabra! —exclamó porque la niña de los cuentos había abierto la boca para explicar—. Tú y Peter vayan a su casa, la próxima vez que los encuentre haciendo esto en día domingo o en cualquier otro día, les daré motivo para que se acuerden hasta la última hora de su vida.

La niña de los cuentos y Peter se dirigieron a su casa y nosotros humildemente con ellos.

—No consigo entender a la gente grande —dijo Félix desesperado—. Cuando el tío Edward decía sermones todo estaba bien pero cuando lo hacemos nosotros, estamos «haciendo befa de las cosas sagradas». Y yo le he oído al tío Alec contar una historia de una vez que siendo chiquito se sintió asustado como para morirse, porque un ministro estuvo hablando del fin del mundo y me acuerdo que él dijo:

—«Aquello fue como un sermón. No sé oyen sermones así hoy día». Pero cuando Peter hace un sermón así, ya es otra cosa.

—No hay que extrañarse de que no entendamos a los mayores —comentó indignada la niña de los cuentos—, porque nunca hemos sido mayores nosotros mismos. Pero «ellos» han sido chicos y no veo por qué no pueden entendernos a nosotros. Bueno, quizá no debimos hacer el concurso en día domingo, pero del mismo modo me parece mal que el tío Alec se haya enojado tanto. Oh, espero que a la pobre Sara no haya que llevarla al Asilo.

La pobre Sara no tuvo que ser llevada al Asilo. Al cabo de un tiempo se serenó y estaba tan bien como siempre al día siguiente. Humildemente vino a pedirle perdón a Peter por haberle estropeado el sermón.

Peter la recibió bastante serio y me temo que nunca le perdonó por su inoportuno estallido. Félix también se sentía resentido contra ella, porque había perdido la oportunidad de hacer su sermón.

—Por cierto que sé que no hubiera merecido el premio, porque jamás hubiera podido producir la sensación que produjo Peter —nos dijo en todo fúnebre—, pero me hubiera gustado tener la oportunidad de demostrar lo que puedo hacer. Esto es lo que pasa por permitir que las niñas lloronas se mezclen en las cosas de uno. Cicely estaba casi tan asustada como Sara Ray pero ella tiene más sentido común y se contuvo.

—Bueno, Sara no pudo remediarlo —dijo la niña de los cuentos en tono piadoso—, pero parece como si no tuviéramos suerte en todo lo que queremos hacer en estos últimos tiempos. Pensé en un nuevo juego esta mañana, pero tengo miedo hasta de mencionarlo porque supongo que algo desagradable resultará de él también.

—¡Oh, dinos de que se trata! —exclamamos todos a un tiempo.

—Bueno, se trata de la prueba de la ordalía y vamos a ver quién es capaz de pasarla. La ordalía consiste en comer una de las manzanas amargas a grandes bocados sin poner cara fea. Para comenzar, Dan ya hizo una cara fea.

—No creo que alguno pueda hacerlo —dijo.

—Tú no podrás si es que tomas pedazos lo bastante grandes como para llenarte la boca —se rió Felicity con crueldad y sin ánimo de provocarlo.

—Bueno, tal vez tú puedas —replicó sarcástico Dan—. Tendrás tanto miedo de estropearte tus hermosuras que te morirás antes de hacer una mueca sea lo que sea que comas.

—Felicity hace bastantes muecas cuando no debe hacerlas —dijo Félix a quien Felicity le había dedicado varias por sobre la mesa del desayuno aquella misma mañana.

—Yo creo que las manzanas amargas serán buenas para Félix —comentó Felicity—. Dicen que las cosas amargas hacen adelgazar a la gente.

—Bueno, vamos a buscar las manzanas amargas —dijo Cicely apresuradamente, viendo que entre Félix, Felicity y Dan se iba a producir una gresca más amarga que las manzanas.

Fuimos hasta el manzano silvestre y tomamos una manzana cada uno. El juego consistía en que cada uno tenía que dar una mordida por turno y tragar el bocado sin hacer muecas.

Una vez más, Peter se distinguió. Él y él solo pudo pasar la ordalía, tragando y masticando aquellos pedazos amarguísimos sin el menor cambio de expresión, en tanto que los demás poníamos caras que eran dignas de verse. En todos los bocados, el resultado fue el mismo. Peter ni hizo una sola cara rara y de los demás, ninguno pudo evitar hacerla. Esto lo hizo crecer un cincuenta por ciento en la estimación de Felicity.

—Peter es realmente un muchacho inteligente —me dijo a mi—. Es una lástima que no sea más que un peoncito.

Pero si bien no pudimos pasar la prueba los demás, obtuvimos en aquella actividad una buena dosis de carcajadas. Tarde tras tarde, el huerto se pobló de risas.

—Benditos sean los chicos —dijo el tío Alec mientras cruzaba el patio con los cubos de leche—. Nada logra abatirles el espíritu por mucho tiempo.