CAPÍTULO 25

LA COPA DEL FRACASO

Una tarde calurosa de domingo, todos, mayores y menores, estábamos sentados en el huerto, junto a la «Piedra del púlpito», cantando viejos y dulces himnos evangélicos. Todos sabíamos cantar más o menos, excepto la pobre Sara Ray, que una vez me había confiado desesperada, que no sabría qué hacer cuando fuese al Cielo porque no sabía cantar una simple nota.

Toda aquella escena se me presenta en la memoria claramente: el arco primoroso del firmamento sobre los árboles que estaban detrás de la casa, las ramas cargadas de frutos en el huerto, el macizo de plantas doradas de flores como un mechón de sol olvidado detrás de la «Piedra del púlpito», los innumerables colores del bosque de pinos visto en una violenta puesta de sol. Puedo ver al tío Alec cansado pero con sus ojos azules brillantes, el rostro de matrona de la tía Janet, la barba rubia del tío Roger y sus mejillas rosadas y la belleza plena de la tía Olivia. Dos de las voces se distinguen para mí sobre las otras en los ecos musicales que me trae la memoria. La voz dulce y plateada de Cicely y la rica voz de tenor del tío Alec.

«Si eres un King, canta», era uno de los proverbios que corrían por Carlisle por aquellos tiempos. Y en este aspecto, la tía Julia había sido la flor del huerto, ya que se había consagrado como una cantante de nota. El mundo nunca ha oído a los demás, cuya música guardó sus ecos solamente entre los límites de la vida familiar y sirvió nada más y nada menos, que para aliviar las preocupaciones y las tareas cotidianas.

Aquella tarde, después que nos cansamos de cantar, nuestros mayores comenzaron a recordar sus días juveniles y sus sabrosas anécdotas.

Cuando se tocaban esos temas, los chicos nos sentíamos deleitados. Escuchábamos ávidamente los cuentos de nuestros tíos, que se referían a los días en que ellos también —circunstancias difíciles de imaginar— habían sido niños. Buenos y prudentes como eran ahora, habían sido, al parecer, criaturas que cometieron errores, travesuras, criaturas que habían disputado por tonterías, lo mismo que nosotros.

Aquel día, el tío Roger contó muchas historias referidas al tío Edward y especialmente una en la cual el dicho Edward había predicado a la madura edad de diez años desde lo alto de la «Piedra del púlpito». Esto impresionó mucho a la niña de los cuentos como se verá más adelante.

—Como que lo veo ahí mismo, delante de mis ojos —decía el tío Roger—, inclinado sobre la vieja piedra, las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes de excitación, golpeando con el puño; como había visto hacer a los ministros en la iglesia. Pero la piedra no estaba acolchada sin embargo y Edward siempre se raspaba las manos porque se dejaba arrastrar por su entusiasmo. A todos nos parecía una maravilla.

»Nos encantaba oírlo cuando decía sus sermones, porque permanentemente los dedicaba a cada uno de sus oyentes, nombrándolo y eso nos hacía estremecer. ¿Te acuerdas, Alec, cómo se puso furiosa Julia porque Edward la sermoneó en el sentido de que no debía sentirse tan consentida y vanidosa en cuanto a sus cantos?

—Por cierto que me acuerdo —dijo riendo el tío Alec—. Estaba sentada ahí donde se encuentra ahora mismo Cicely, se levantó y con un aire de profunda ofensa se dirigió a la casa, pero al llegar a la puerta del huerto se volvió y gritó indignada: «¡Me parece que sería mejor que rezaras para no ser tú tan vanidoso con tus sermones antes de comenzar conmigo, Ned King! Nunca he oído sermones más cargados de vanidad que los tuyos». Ned siguió predicando pero jamás lo volvió a escuchar Julia. Ahora, que Ned al final de sus oraciones siempre añadía: «¡Oh, Señor! Te ruego que nos protejas a todos, pero te pido que pongas especial atención en mi hermana Julia porque creo que ella lo necesita mucho más que los demás, Amén».

Nuestros tíos rugían de risa ante el recuerdo. Todos nos reímos, particularmente ante otra anécdota del tío Edward. Se inclinó un día tanto sobre la «Piedra del púlpito» llevado por su entusiasmo, que perdió el equilibrio y se precipitó sin gloria alguna en tierra.

—Aterrizó sobre un gran cardo escocés —decía el tío Roger entre carcajadas—, y además, se raspó la frente con una piedra. Pero como estaba decidido a terminar su sermón, subió nuevamente a la piedra y lo terminó. Cuando trepó de nuevo, tenía lagrimas en los ojos y todavía predicó por diez minutos más, con un sollozo de vez en cuando y las gotas de sangre que le caían por la frente. Era muy animoso y no hay que extrañarse de que hay tenido mucho éxito en la vida.

—Y sus sermones y sus prédicas siempre fueron tan francos como aquél que le dedicó a Julia —dijo el tío Alec—. Bueno, estamos defendiéndonos en la vida y Edward se está poniendo gris pero cuando me acuerdo de él siempre lo veo pequeño, rosado, con el pelo ensortijado, dejando caer sobre nosotros las leyes celestiales, desde la plataforma de la «Piedra del púlpito».

»Parece que ayer mismo hubiéramos estado todos reunidos aquí, tal cual lo hacen estos chicos y ahora, todos esparcidos por aquí y allá. Julia en California, Edward en Halifax, Alan en Sudamérica… Félix, Felicity y Stephen en el país que está más lejos.

Hubo un momento de silencio; y después el tío Alec comenzó decir, en voz baja e impresionante, los hermosos versos del nonagésimo salmo… versos que desde entonces tuvieron para nosotros la belleza de aquella noche de recuerdos para los seres queridos. Muy quietos y callados, escuchamos las majestuosas palabras.

Señor, tú que has sido nuestro refugio en todas las generaciones. Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo y desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios…

Porque mil años delante de tus ojos, son como el día de ayer, que pasó y como una de las vigilias en la noche…

Porque todos nuestros días declinan a causa de tu ira; acabamos nuestros años como un pensamiento.

Los días de nuestra edad son setenta años; que si en los más robustos son ochenta años, con todo su fortaleza es molestia y trabajo; porque es cortado presto y volamos…

Enséñanos, pues, de tal modo, a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría…

Sácianos presto de tu misericordia y cantaremos y nos alegraremos todos los días…

Y sea la luz de Jehová nuestro Dios sobre nosotros; y ordena en nosotros la obra de nuestras manos, la obra de nuestras manos confirma.

El crepúsculo penetraba en el huerto como una personalidad confusa y embrujada. Podía vérselo… sentírselo… oírselo. Avanzaba en puntas de pie de árbol en árbol, siempre acercándose. Por fin sus leves alas nos cubrieron y a través de ellas brillaron las primeras estrellas de aquella noche de otoño.

Los mayores se pusieron de pie de mala gana y se alejaron; pero los chicos nos quedamos todavía un momento para escuchar una idea que había concebido la niña de los cuentos. Una buena idea, según pensamos todos con entusiasmo. Una idea que prometía echar una dosis considerable de condimento a nuestra vida allí.

Andábamos a la búsqueda de un nuevo entretenimiento. Los cuadernos de sueños comenzaban a palidecer. Ya no escribíamos en ellos regularmente y nuestros sueños no eran lo que acostumbraban ser antes del escándalo del pepino. De modo que la sugestión de la niña de los cuentos llegó en el momento psicológico.

—Se me ha ocurrido una idea espléndida —dijo—. Se me ocurrió en el momento en que los tíos hablaban del tío Edward. Y la belleza de mi plan consiste en que vamos a poder jugar día domingo. Ya saben que hay tan pocas cosas que sea correcto jugar en día domingo. Pero éste es un juego cristiano, de manera que va a estar bien.

—¿No será como el juego de prendas religioso? —preguntó ansiosamente Cicely.

Teníamos una buena razón para que así no fuera. Una tarde desesperante de domingo, no teníamos nada que leer y el tiempo parecía no transcurrir. Félix sugirió entonces que jugáramos a las prendas, sólo que en lugar de tomar cada uno el nombre de una fruta, teníamos que tomar nombres de personajes de la Biblia. Félix arguyó que esa circunstancia haría que el juego pudiera hacerse en día domingo. Nosotros, deseosos de ser convencidos, pensamos lo mismo y por espacio de una hora feliz, Lázaro, Martha, Moisés y Aarón, lo mismo que otros personajes de la Sagrada Escritura revivieron alegremente en el «Huerto de los King», Peter, como llevaba un nombre bíblico pretendió no cambiarlo, pero nosotros no se lo permitimos porque eso le daría una evidente ventaja sobre los demás. Era mucho más fácil declarar el propio nombre, que acomodar el pensamiento y la lengua a un nombre extraño. De manera que Peter no tuvo más remedio que ceder, eligiendo entonces el nombre de Nebuchadnezzar el cual ninguno pudo repetir tres veces antes de que Peter lo chillara a gritos, según el modo del juego.

En medio de nuestra hilaridad, sin embargo, el tío Alec y la tía Janet cayeron sobre nosotros. Mejor es tender un velo sobre lo que siguió. Lo suficiente es decir que el recuerdo de lo que siguió fue lo que dio pie a la pregunta de Cicely.

—No, no se trata de un juego de esa clase —respondió la niña de los cuentos—. Es esto: cada uno de ustedes, chicos, tiene que pronunciar un sermón, como el tío Edward solía hacerlo. Uno de ustedes el domingo que viene, otro al domingo siguiente y así. Y el que haga el mejor sermón, recibirá un premio.

Inmediatamente, Dan sostuvo que él no prepararía ningún sermón, pero Peter, Félix y yo pensamos que la sugestión era muy buena. Íntimamente, creía yo que haría muy buen papel haciendo un sermón.

—¿Y quién va a dar el premio? —preguntó Félix.

—Yo —dijo la niña de los cuentos—. Daré como premio el dibujo que me envió papá la semana pasada.

La mencionada obra, era una excelente copia de uno de los venados de Landseer. Félix y yo nos declaramos conformes, pero Peter sostuvo que de ser él el ganador querría la Virgen que tanto se parecía a su tía Jane y la niña de los cuentos aceptó la propuesta.

—¿Pero quién será el juez? —pregunté—. ¿Y a cual sermón se considerará mejor? ¿Qué clase de sermón?

—Al que produzca más impresión —respondió la niña de los cuentos rápidamente—. Y nosotras las chicas seremos el jurado, porque no hay nadie más. Bueno, ¿quién va a pronunciar el sermón de este domingo?

Se decidió que yo abriría la serie y esa noche me quedé despierto durante una buena hora extra, pensando qué texto tomaría para el próximo domingo. Al día siguiente compré dos hojas de papel de tamaño oficio al encargado de la escuela y después del té me encerré en el granero, clausurando la puerta, a fin de escribir mi sermón. No encontré la tarea tan sencilla como me la había imaginado, pero me empeñé en ella con mucha voluntad y mediante mi aplicación a una severa exigencia, en dos tardes llegué a tener llenas las cuatro carillas, aunque tuve que completar no poco con versos de algunos himnos citables. Me había decidido a predicar sobre las misiones por tratarse de un tema más de acuerdo con mis posibilidades que el de las abruptas doctrinas teológicas o el de los discursos evangélicos; y atento a la idea de provocar una impresión en el auditorio, tracé una horripilante imagen de la miserable condición de los paganos, que en su oscuridad, se inclinan sólo ante los ídolos. Después urgía a nuestra responsabilidad en lo que a ellos se refiere e intentaba provocar una sensación en los oyentes, recitando con voz solemne y severa, el verso que comienza… «Podemos nosotros, cuyas almas están encendidas…».

Cuando hube terminado mi sermón, lo revisé cuidadosamente y escribí con tinta roja —Cicely la hizo para mí con cierta anilina—, la palabra «aporrear» en cada párrafo donde consideraba oportuno golpear el «púlpito» con el puño.

Todavía poseo aquel sermón, con sus llamados en rojo, junto a mi cuaderno de sueños. Pero no voy a castigar a mis lectores. No estoy ahora tan orgulloso de él, como lo estuve en tiempos. La vanidad me embargaba en cuanto al resultado de aquella prueba. Pensaba que Félix sería un rival de cierto riesgo. En cuanto a Peter, no lo tomé en cuenta en absoluto. No podía suponer que un peón de tan corta edad, con poca instrucción y menos experiencia con respecto a la concurrencia a la iglesia podía hacer un sermón mejor que el mío, sobre todo teniendo en cuenta que en mi familia había un ministro verdadero de la religión.

Una vez escrito el sermón, tenía que aprenderlo de memoria y después practicarlo, con «aporreos» incluidos, hasta que la voz y el gesto fueran perfectos. Prediqué el mismo sermón varias veces, encerrado en el granero y teniendo por único e indiferente auditorio a Paddy. El animalito tomaba las cosas con suma paciencia. Me atendía por momentos con alguna atención, hasta que sentía la proximidad de algún ratón.

El señor Marwood tuvo por lo menos tres oyentes absortos el domingo siguiente por la mañana. Félix, Peter y yo, nos encontrábamos entre los fieles que tomaban nota de todos los detalles del arte de pronunciar sermones. Ni un movimiento, ni una mirada, ni una entonación se nos escapó. Se puede estar seguro de que ninguno de los tres recordaba el tema tratado cuando llegamos a casa, pero sabíamos en cambio cómo había que echar la cabeza hacia atrás y tomar el borde del púlpito con las dos manos, para enunciarlo.

Por la tarde nos reunimos todos en el huerto, con Biblias y libros de himnos en las manos. No consideramos que fuera necesario avisar a los mayores lo que nos proponíamos. Uno nunca puede saber qué posición va a adoptar una persona grande. Podían pensar que no era propio jugar a tal juego en día domingo, aunque se tratara de una actividad evidentemente cristiana. Cuanto menos supieran los mayores del asunto, mejor.

Subí los escalones del púlpito, sintiéndome muy nervioso y mi auditorio se sentó delante de mí, sobre el pasto, muy serio. Nuestros ejercicios previos consistieron simplemente en cantos y lectura. Nos habíamos puesto de acuerdo para omitir las oraciones. Ni Peter, ni Félix, ni yo nos sentíamos cómodos para orar en público. Pero hicimos una colecta sí. Lo recolectado seria entregado para las misiones. Dan pasó un platito —el platito rosado de Felicity—, adoptando el aire solemne y sobrenatural como si se tratara del Anciano Frewen. Todos pusieron un céntimo en el plato.

Bueno, yo solté mi sermón. Y me pareció horriblemente chato. Me di cuenta de esa circunstancia antes de llegar a la mitad. Creía estar diciéndolo bien y en ningún momento olvidé los «aporreos», ni me equivoqué de oportunidad. Pero mi auditorio estaba plenamente aburrido. Cuando bajé del púlpito, después de preguntar apasionadamente «si nosotros los que tenemos las almas encendidas, etcétera, etcétera», sentí la secreta humillación del fracaso de mi sermón. No había producido la menor impresión. Félix obtendría el premio.

—Ha sido un sermón muy bueno por tratarse del primer intento —dijo graciosamente la niña de los cuentos—. Me ha parecido como muchos de los sermones que he oído.

Por un momento, el encanto de su voz me hizo pensar que después de todo no había estado tan mal; pero las otras muchachas, pensando que debían cumplimentarme en alguna forma también, rápidamente borraron la feliz ilusión.

—Cada palabra ha sido verdad —declaró Cicely con el tono inconsciente de quien cree que tal es el único mérito.

—A menudo pienso —manifestó Felicity—, que no pensamos lo bastante sobre los paganos. Tendríamos que pensar en ellos más a menudo.

Sara Ray puso la nota definitiva a mi mortificación.

—¡Fue tan lindo y tan corto!

—¿Qué pasó con mi sermón? —le pregunté a Dan esa misma noche.

Desde que no integraba el jurado ni era un competidor, podía discutir el asunto con él.

—Fue demasiado parecido a los sermones regulares para que fuera interesante —me respondió con toda franqueza.

—Pues yo pensé que cuanto más regular fuera, mejor.

—No si lo que querías era producir una impresión —insistió Dan muy serio—. Tendrías que haber hecho algo diferente para eso. Ya verás a Peter. Él sí que tiene algo diferente.

—¡Ah, Peter! No creo que sea capaz de hacer un sermón —dije.

—Tal vez no, pero ya verás que va a hacer una impresión.

Dan no era ni profeta, ni hijo de profeta, pero tenía un cierto y misterioso instinto, porque Peter «hizo una impresión».