CAPÍTULO 21

SOÑADORES DE SUEÑOS

Se fue agosto y llegó septiembre. La cosecha se llevó a cabo y como el verano todavía no se iba, apenas si nos molestaban las brisas. Sobre los montes y los valles pendía un débil humo azul, como si la naturaleza hiciera de las cumbres un altar.

Las manzanas comenzaban a ponerse rojas en las cargadas ramas; los grillos cantaban noche y día; en los pinos las ardillas se contaban secretos de Polichinela; los rayos del sol eran tan espesos y amarillos como oro fundido; la escuela abrió sus puertas y nosotros, pequeños habitantes de las granjas montañesas, vivimos días felices de trabajos y juegos, coronados por noches de paz, de sueño sin turbaciones bajo los techos protegidos por las estrellas de otoño.

Al menos nuestros sueños fueron tranquilos y sin perturbaciones hasta que comenzó la orgía de sueños retorcidos.

—Me gustaría saber qué clase de diabluras especiales están elaborando en este momento —dijo el tío Roger una tarde en el instante en que atravesó el huerto con la escopeta de caza en el hombro, en dirección al pantano.

Estábamos sentados en semicírculo ante la «Piedra del Púlpito», cada uno escribiendo diligentemente en su cuaderno de ejercicios y comiendo ciruelas del Reverendo señor Scott, que siempre alcanzaban la madurez en septiembre, ofreciendo su carne jugosa y fresca antes que ninguna otra ciruela del huerto. El Reverendo señor Scott estaba muerto y sepultado, pero ciertamente aquellas ciruelas mantenían viva su memoria en tal forma como no lo habrían logrado sus sermones.

—¡Oh! —exclamó Felicity en tono de fastidio una vez que el tío Roger se alejó—. El tío Roger ha «jurado».

—¡Oh, no, no es cierto! —respondió la niña de los cuentos rápidamente—. «Diabluras», decir «diabluras» no es jurar. Solamente ha querido decir que nosotros estamos haciendo cosas con picardía.

—Bueno, de todos modos no es una expresión muy buena —insistió Felicity.

—No, no lo es —coincidió la niña de los cuentos con un suspiro—. Es muy expresiva pero no es muy buena. Eso es lo que sucede con tantas palabras que son expresivas pero no son muy buenas de modo que las niñas no podemos usarlas.

La niña de los cuentos volvió a suspirar. Adoraba las palabras expresivas y las atesoraba como algunas muchachas atesoran joyas. Para ella eran como perlas lustrosas, enhebradas en el sutil filamento de la vivacidad mental y de la fantasía. Cuando descubría una, se la repetía para sí misma a solas, sopesándola, acariciándola, infundiéndole la radiación de su voz, apoderándose de ella para siempre.

—Bueno, de todos modos no es una palabra apropiada —volvió a insistir Felicity—. Nosotros no estamos elaborando ninguna clase de día… de picardía. Poner por escrito el sueño de uno no es una picardía de ningún modo.

Por cierto que no la era. Ni siquiera la más estricta secta de personas mayores podía llamarlo así. Si escribir los sueños que uno tiene con esmerado cuidado de la redacción y la gramática —¿por qué quién sabe si las generaciones que aún no han nacido podrán leer lo escrito?—, no es un entretenimiento inocente, ¿qué es lo que puede ser llamado así? En ese caso no lo sé.

Nos habíamos dedicado a semejante labor por espacio de una quincena y durante ese tiempo no hicimos más que soñar sueños para luego escribirlos. La idea se le ocurrió a la niña de los cuentos una noche que caminábamos por los senderos húmedos del bosquecillo de abetos, después de un día de chaparrones.

Después de haber recogido una buena cantidad de goma nos sentamos sobre las piedras cubiertas de musgo en el extremo de la larga arcada que se abría sobre el valle, allá abajo, ejercitando las mandíbulas vigorosamente en perjuicio de la dentadura. No se nos permitía mascar goma ni en la escuela ni cuando estábamos ante los mayores, pero en el bosquecillo, en el campo, en el huerto o en el granero, tales normas no funcionaban.

—Mi tía Jane solía decir que no es correcto mascar goma en ninguna parte —dijo Peter tristemente.

—No creo que tu tía Jane conociera todas las reglas de la etiqueta —dijo Felicity decidida a aplastar a Peter con una palabra «grande», tomada en préstamo de la Guía Familiar.

Pero Peter no estaba dispuesto a dejarse aplastar. Llevaba en sí cierta dureza de fibra que resultaba a prueba de diccionario.

—También sabía eso —replicó—. Mi tía Jane era una verdadera dama, aunque no fuera más que una Craig. Ella conocía todas esas reglas y las observaba aun cuando nadie se encontrara presente de la misma manera que cuando había alguien. Y además era muy inteligente. Si papá hubiese sido la mitad de ella yo no sería un peón hoy día.

—¿No tienes idea de dónde puede estar tu padre? —preguntó Dan.

—No —respondió Peter con indiferencia—. La última vez que supimos de él, estaba en los bosques madereros de Maine, pero eso fue hace unos tres años. No sé dónde se encuentra ahora y —añadió Peter deliberadamente quitándose la goma de mascar de la boca para hacer más categórica su afirmación—, ¡no me importa!

—¡Oh, Peter, eso parece terrible! —exclamó Cicely—. ¡Tu propio padre!

—Será así —replicó Peter en tono de desafío—, pero si tu padre te hubiera abandonado cuando eras una bebecita, dejando que tu madre tuviera que ganarse la vida lavando ropa para afuera de su casa, no creo que pudieras tenerlo muy en cuenta.

—Tal vez tu padre puede regresar al hogar un día de éstos con una enorme fortuna —sugirió la niña de los cuentos.

—Tal vez los cerdos puedan silbar, pero tienen una boca muy poco apropiada para eso —fue toda la respuesta que mereció a Peter la encantadora sugestión.

—Allá va el señor Campbell por el camino —dijo Dan—. Ésa es su nueva yegua. ¿No es hermosa? Tiene un pelo que parece de seda negra. La ha bautizado «Betty Sherman».

—No me parece bien ponerle a una yegua el nombre de la propia abuela —dijo Felicity.

—Betty Sherman lo habría tomado como un cumplido —opinó la niña de los cuentos.

—Tal vez sí. No puede haber sido muy buena porque de lo contrario no le habría pedido a un hombre que se casara con ella —replicó Felicity.

—¿Por qué no?

—¡Por Dios, es horrible! ¿Serías capaz de hacer una cosa semejante?

—Bueno, no lo sé —dijo la niña de los cuentos, con una alegría picara bailando en sus ojos—. Si lo quisiera a él «terriblemente» y «él» no se declarase, tal vez lo haría.

—Por mi parte preferiría morirme soltera cuarenta veces —exclamó Felicity.

—Nadie que sea tan bonita como tú podrá jamás morir sola, Felicity —dijo Peter que nunca lograba afinar demasiado sus cumplidos.

Felicity echó la cabeza hacia atrás y trató de parecer enojada aunque fracasando rotundamente.

—No sería muy propio de una dama el pedir a un hombre que se case con una —arguyó Cicely.

—Por cierto que no creo que la Guía Familiar lo admita —coincidió la niña de los cuentos indolentemente y con cierto toque de ironía en su voz.

La niña de los cuentos nunca sintió hacia la Guía Familiar la misma reverencia que sentían Felicity y Cicely. Las dos hermanas se echaban sobre la columna social todas las semanas y podrían haber respondido exactamente, qué guantes era necesario usar en una reunión de casamiento, qué es lo que se debía decir cuando se era presentado a una persona o cuando era uno quien presentaba a otra persona y cuál era el aspecto que había que tener cuando un futuro pretendiente venía de visita.

—Dicen que la señora de Richard Cook le pidió a su marido que se casara con ella —comentó Dan.

—El tío Roger dice que no se lo pidió exactamente sino que ayudó al perro derrengado con tanta habilidad, que Richard se encontró comprometido con ella antes de que supiera qué era lo que le estaba pasando —dijo la niña de los cuentos—. Conozco una historia acerca de la madre de la señora de Richard Cook. Era una de esas mujeres que siempre están diciendo: «Yo te lo advertí…».

—Toma nota, Felicity —apuntó Dan aparte.

—… Y además era muy obstinada. Poco tiempo después de haberse casado ella y el marido disputaron sobre un manzano que habían plantado. La etiqueta se había perdido y él sostenía que era del tipo Fameuse mientras ella insistía en que se trataba de manzanas Amarillas Transparentes. Disputaron en tal forma que los vecinos se acercaron a contemplar el espectáculo. Finalmente el marido se enojó en tal forma que le mandó a su esposa que se callara la boca. Por cierto que no disponían de Guía familiar en aquellos tiempos, de modo que él no sabía que no era muy correcto decirle a la esposa que se callara.

»Pues supongo que ella pensó que le enseñaría buenos modales a su marido porque, ¿lo creerán? Aquella mujer «se calló la boca» y no volvió a dirigirle la palabra a su esposo por espacio de cinco años y a los cinco años el manzano había crecido y entonces se vio que eran Amarillas Transparentes. Y entonces habló por fin. Dijo: «¡Yo te lo advertí!».

—¿Y después de eso le siguió hablando como siempre? —preguntó Sara Ray.

—Ah, sí, se siguió comportando como lo había hecho antes de la discusión —dijo cansada la niña de los cuentos—. Pero esa parte ya no pertenece a la historia. El cuento termina cuando ella habla después de tanto tiempo. Tú nunca estás conforme con dejar que las historias terminen donde deben terminar, Sara Ray.

—Es que me gusta saber lo que sucede después.

—Dice tío Roger que no le gustaría casarse con una mujer que no discutiera nunca —señaló Dan—. Dice que la vida le resultaría demasiado aburrida.

—Me pregunto si el tío Roger permanecerá siempre solterón —dijo Cicely.

—Parece ser muy feliz —observó Peter.

—Mamá dice que va bien como solterón porque él piensa que lo es a causa de que no desea elegir una muchacha —dijo Felicity—, pero que si se despierta una mañana y descubre que es un solterón porque ya no puede conquistar a nadie, las cosas tendrán un diferente sabor.

—Si tu tía Olivia se casara ¿quién le serviría al señor Roger de ama de casa? —preguntó Peter.

—Ah, pero tía Olivia ya no se va a casar —replicó Felicity—. Va a tener veintinueve años en enero.

—Muy bien, por cierto que es ser bastante vieja —admitió Peter—, pero puede encontrar a alguien a quien no le importe eso, teniendo en cuenta que es tan bonita.

—Sería «terriblemente» excitante y «espléndido» tener una boda en la familia, ¿no es cierto? —exclamó Cicely—. Nunca he visto a nadie que se casara y me encantaría. He estado en cuatro funerales, pero nunca en una sola boda.

—Yo nunca estuve en un funeral —dijo Sara Ray tristemente.

—Ahí está el velo nupcial de la princesa orgullosa —anuncio Cicely señalando una nube alargada y tenue que viajaba por el suroeste.

—Y mira la nubecilla rosada que hay debajo —añadió Felicity.

—Tal vez la nubecilla rosada es un sueño que está allí flotando a la espera de concretarse en alguien que se duerma —sugirió la niña de los cuentos.

—Yo tuve un sueño «perfectamente horrible» anoche —declaró Cicely con un estremecimiento ante el recuerdo—. Soñé que estaba en una isla habitada por tigres y nativos de dos cabezas.

—¡Oh! —exclamó la niña de los cuentos mirando con expresión de reproche a su prima—. ¿Cómo no lo has contado mejor? Si yo hubiese tenido semejante sueño podría contárselo a todos de tal modo, qué pensarían que lo habían soñado ellos.

—Bueno, yo no soy tú —retrucó Cicely— y por lo demás no tengo la menor intención de asustar a nadie como me asusté yo. Fue un sueño espantoso, pero a la vez… era muy interesante…

—Yo he tenido varios sueños muy interesantes —declaró Peter—, pero después que los sueño no me acuerdo. Me gustaría acordarme.

—¿Por qué no los escribes? —propuso la niña de los cuentos—. ¡Oh!… —exclamó volviéndose hacia el grupo iluminada por una súbita inspiración—. Tengo una idea. Consigamos todos un cuaderno de ejercicios y escribamos todos nuestros sueños tal cual los soñamos. Después veremos quién tiene la colección más interesante. Y los tendremos y los leeremos y nos reiremos cuando seamos viejos.

Instantáneamente nos vimos todos y unos a otros, como viejos y con el pelo gris… vimos a todos y a nosotros mismos, excepto a la niña de los cuentos. No la podíamos imaginar vieja. Siempre, mientras viviera —al menos nos parecía—, tenía que tener aquellos rizos castaños, aquella voz como la vibración de un arpa ante la brisa y aquellos ojos que eran como estrellas de eterna juventud.