2
Las nubes volvían a cerrarse apagando las incipientes claridades que intentaron abrir la mañana. Un cielo compacto, como de nieblas pétreas, presagiaba la tormenta de nieve, igual que una calculada amenaza que blandiese su brazo armado sobre la ciudad.
En el Nacional había poca gente. Los amplios ventanales parecían enfriar el local con el panorama urbano que encuadraban: la nieve espaleada, el hielo convertido en una corteza húmeda sobre los sucios montones apilados. Pedí un vermú en la barra. Tina tardó unos minutos en llegar.
Cuando la vi a través de los cristales de la puerta su insistente recuerdo y la alegría del reencuentro se fundieron en una sensación vagamente dolorosa, como si su figura refugiada en el ajado abrigo destilara el aroma de tristeza, tan sólo desmentido por la vivacidad de los ojos.
—Cuánto me alegro.
Me dio un beso. Su mano y su mejilla estaban heladas. Pedí otro vermú.
—¿Cómo te van las cosas? —me preguntó.
—Tirando. En el periódico decimos casi todos los días lo mismo. ¿Y tú?
—Ya ves, de paso. Me voy a Madrid.
—¿No te fue bien en Oviedo?
Bebió un sorbo.
—Bueno, aquel trabajo de que me habían hablado al final no salió. Y tampoco tenía muchas perspectivas.
—Quédate, Tina.
—No, sería el último sitio. Pero quería volver a verte.
—Unos días.
—Tengo el billete para esta noche.
—¿O sea, que debo resignarme a verte pasar volando?
—Tampoco te lo tomes así. Te escribiré desde Madrid.
—¿Tienes algo allí?
—No.
—¿Alguna amiga?
—Ninguna. Sólo llevo una dirección. Pero algo saldrá. Peor o mejor, algo sale.
—Inténtalo aquí, Tina, por favor.
—Que no, Marcos, que aquí todo serían problemas. Sería lo último que se me podría ocurrir.
—Está bien, muchacha, está bien. Por lo menos se agradece que te acuerdes de uno.
Llamé al barman para pagarle.
—Vamos a comer.
—Tomé un bocadillo.
—¿Y no te apetece algo caliente? Anda, verás cómo nos entona un caldín. Ya viste la nevada que tenemos. ¿Cómo estaba Pajares?
—Pues la verdad es que no me enteré porque vine casi todo el tiempo dormida.
—Cambia el billete para mañana.
—Que no, Marcos.
—Venga, Tina, no seas así.
—Si te pones tan pelma vas a hacer que me arrepienta de haber parado a verte.
Bajamos por Independencia. Tina se cogió a mi brazo después de haberse anudado con más seguridad el pañuelo al cuello. Por un instante me llegó su perfume y el vivido recuerdo de nuestros momentos de amor nada lejanos.
—Dios, cómo puede hacer tanto frío.
—Nos quedamos ahí cerca, en Los Bayos.
La sentí estremecerse, igual que un junco en la ribera helada.
—Me he acordado de ti —le dije.
—Vaya, un cumplido que se agradece.
—De veras, Tina. Aquella tarde en el Montañés la tengo aquí clavada.
—¿Es una manera de decirme que te gustaría repetirla?
—Eres de lo que no hay.
—Sabes que no me gusta andarme por las ramas. Yo también me acordé, ¿qué crees? Y hubo momentos en que me hubiera gustado tenerte así, bien cerca.
—Échame el ancla, que te juro que me tienes en el bote.
—Juras demasiado.
—Mira, Tina, tú y yo podíamos echarnos la manta a la cabeza, ¿o qué? Como dos zascandiles, a lo que caiga, pero eso sí, jurándonos amor eterno.
—Mejor sin jurárnoslo.
—Eres la monda. ¿Y cómo puñetas puedo dejar que pases a mi lado sin echarte el guante?
—¿Dónde me llevas, Marcos? Me estoy quedando congelada.
—Ya solo hay que cruzar.
El comedor de Los Bayos estaba medio vacío. La estufa de serrín caldeaba la atmósfera. Nos sentamos en una mesa al fondo.
—Qué gusto —exclamó Tina.
Paco Valdés pasó la balleta por el hule de la mesa y nos puso una frasca de vino y dos vasos.
—¿Qué nos puedes dar?
—¿Mollejas?
—¿Y antes?
—Queda una sopa de cocido de las que resucitan a los muertos.
—¿Te va? —le pregunté a Tina.
—Claro que me va. Debe hacer quince años que no como mollejas.
—Pues eso —le indiqué a Paco—. Y para irnos entreteniendo tráenos unas morcillas.
Serví vino.
—Tengo hambre —reconocí.
—A mí se me ha despertado con el aroma que hay aquí.
—¿Quién me iba a decir esta mañana que a estas horas iba a estar aquí contigo, mano a mano?
—Una sorpresa.
—Sí, señora, una buena sorpresa en un día bastante malo. Bebe, verás qué vinillo.
Paco nos trajo los cubiertos y dos hermosas morcillas humeantes.
—Dios, Marcos, ¿no será demasiado?
—Come y calla.
—Oye, está buenísima. Pero pica la condenada.
—Hay que regarla.
—Me parece a mí que tú me estás tendiendo una trampa.
—¿Yo?
—¿Dónde quieres llevarme? Confiesa.
—Al huerto, Tina. ¿Dónde voy a querer llevarte? ¿Tú crees que puedo tener otra cosa en la cabeza que esa idea desde que te vi?
—Mira, por lo menos eres sincero.
—Está buena de veras, ¿eh?
Paco Valdés trajo la sopera y nos la dejó en la mesa. Levanté la tapadera y el vapor nos inundó con su perfume alimenticio.
—¿Te sirvo?
Los fideos resbalaron en el plato como anguilillas.
—Ya, ya, no me eches más.
—Esto te va a recomponer. Ya oíste a Paco, es de las que resucitan a los muertos. ¿Cómo está?
—Buenísima. Fíjate, hace un momento helada y ahora qué sofoco.
El rostro se le había encendido, como si después de una larga caminata a la intemperie se hubiese dormido al pie de una hoguera.
—Así estás mejor.
—¿Sí?
—Te salen los colores como a las mozas en la trilla.
Las mollejas, guisadas en la perigüela, con su punta de guindilla y la grasa crepitando, despedían ese señuelo de frutos prohibidos en el aroma turbador.
—Marcos, eso tiene toda la pinta de un pecado mortal.
—Arrima el plato y calla la boca.
—Ya, ya, que puedo reventar.
—Voy a confesarte algo. Está más que comprobado el efecto afrodisíaco de las mollejas. Hay una copla cazurra que dice: a las jóvenes y viejas, para andarlas de meneo, dalas de comer mollejas, y llévalas de paseo.
—Pues qué bien, ¿no?
—Moja el pan, Tina, no seas estrecha. ¿Qué me dices?
—Que están en su punto.
—¿Y no sientes nada de particular?
—Será luego, cuando me lleves de paseo. ¿Tú, sí?
—Ahora mismo un repelús por el espinazo.
—¿Y eso qué significa?
—Bueno, es como un aviso. Luego se le pone a uno la carne de gallina.
—¿Y después?
—Después comienza ya a inflamarse el carburante. Y a partir de ahí, cuando la guindilla y el pimentón se te han macerado en las venas y las mollejas hierven en el estómago, cualquier moza cercana corre serios peligros.
—Y el mozo, digo yo.
—Dices bien.
—Anda, lléname el vaso, que esto sí que pide vino.
Paco nos trajo más pan.
—¿Están buenas? —preguntó.
—Superiores.
—Las recetas de la abuela —confirmó satisfecho.
—Tina, voy a decirte algo muy serio.
—Dime.
—Toma, esto que queda vamos a repartirlo.
—Imposible. Si acabo ya estoy arreglada. De veras, Marcos, me puede dar algo.
—Vale, vale.
—¿Qué es eso tan serio?
—Que estoy llegando a la última fase. La de los apetitos desordenados, que diría don Baudilio. Los susodichos apetitos traspasan las barreras estomacales. Y ya, muchacha, sálvese quien pueda.
—Oye, se te empieza a notar el vino en los ojos.
—No te engañes, muchacha, no te engañes. No es el vino, son las ganas.
—¿No te vas a poder aguantar?
—Haré un acto de contrición para aplacarme momentáneamente. Intentaré llegar al postre.
—Yo no puedo con más.
—Un café de puchero, sí.
—Bueno.
—Con una copa de orujo, que es lo mejor para la digestión.
—Me puede dar la puntilla.
—No te hagas ilusiones, la puntilla soy yo quien te la va a dar, te lo juro por lo más sagrado.
—Te veo perdido.
—Oh, dioses, cuán bajo caen los humanos con el zarpazo de la lujuria. Palpa aquí someramente y verás hasta qué miseria me arrastran las mollejas.
—Dios, Marcos, eso da miedo.
—Disimula, disimula, Tina, así, solapadamente.
—Oye, ¿no pretenderás aquí un numerito?
—No, no, qué va, lejos de mí tamaño oprobio.
—Anda, anda, tranquilízate.
—Como decía Estrabón, los asturcones pacían en las riberas del Astura y se acoplaban codiciosos según rumiaban.
—¿Pides el café?
—Sí, señora.
—Pues, hala, que me apetece.
Se lo pedí a Paco.
—Tina, no quiero ser pelma, pero quédate. Dos o tres días, sólo dos o tres.
Me miró con una sonrisa difícil, momentáneamente desalentada, cerró los ojos y negó con la cabeza.
—No, Marcos, no.
Vertimos media copa de orujo en el café. Elegí una faria de la caja que me ofrecía Paco.
—¿Dónde puedes llevarme? —preguntó Tina.
—A casa.
—¿Y tu patrona?
—Con un poco de visual no se entera. Tú déjame a mí. ¿Vamos?
—Acabaremos el café. ¿Tanta prisa tienes?
—Hombre, ¿qué quieres que te diga? ¿Te quedaste bien?
—Estupenda.
—Pues de eso se trataba. Voy al meódromo y a pagarle a Paco.
—¿De veras estaremos tranquilos en tu casa?
—Tal que gorriones en el nido de un nogal.
La cirria batía los solares de Santa Nonia, donde había media docena de camiones aparcados.
Daba la impresión de que alguien había abierto imprevistamente una tronera por la que se colaba el vendaval, y en un instante todos volaríamos como virutas de nieve arremolinadas en la atmósfera turbia.
—Esto se ha puesto feo, Tina.
—Habrá que dejarlo para mejor ocasión.
—¿Qué dices, muchacha? Soy capaz de llevarte a cuestas.
—¿Queda lejos tu casa?
—Ahí mismo, como quien dice. Tú cógete a mí, que te llevo en volandas.
Caminamos batidos. El viento mugía con esa inclemencia lóbrega de los bueyes desesperados.
—Esto es Siberia —gritó Tina.
—Animo, muchacha, ánimo.
Cruzamos los solares y fuimos a refugiarnos en el portal de la primera casa.
—¿Es aquí?
—Como cinco minutos todo recto.
—¿Crees que llegamos?
—Venga, que no se diga.
Corrimos a la vera de las fachadas a la altura del hospicio. La cirria se aplacaba y se encendía en intermitentes torbellinos. Cuando cruzamos San Francisco el aleteo del viento en las ramas de los árboles descargaba la nieve en un agitado vareo.
—La táctica va a ser más simple que la de un sargento de cuchara al mando de un pelotón de guripas lelos —le advertí a Tina cuando llegamos—. Subimos juntos, entras conmigo y te cuelas en la habitación mientras yo voy a darle las buenas tardes a doña Chelo y a decirle que me tumbo un rato a dormir la siesta.
—¿No sospechará?
—¿Qué quieres que sospeche? Ni se entera.
—Me da un poco de lacha.
—Tiene cataratas y está como una tapia.
—¿Lo dices para tranquilizarme?
—De veras. Si yo no la aviso cuando entro y salgo ni se entera.
—Bueno, bueno.
Subimos. Abrí la puerta con cautela.
El recibidor y el pasillo estaban sumergidos en las sombras enceradas. Asomé hacia mi habitación y se la indiqué a Tina. Entró de puntillas y se coló en ella. Cerré y fui a la cocina.
Los platos limpios escurrían en el fregadero. Crucé a la galería. Doña Chelo dormitaba en la mecedora: la mantilla sobre los hombros, el rostro caído hacia adelante y la labor depositada en el regazo. Sobre la cercana mesa camilla, la taza de café vacía y una copa mediada de licor Coyanza. Regresé a la habitación pisando con suavidad.
—Todo en orden. Doña Chelo duerme.
Tina miraba por la ventana.
El blanco de la nieve y la ceniza de las nubes se habían contagiado en el paisaje urbano, una rara y desolada mezcla que se perdía sobre el fondo montuoso de La Candamia. La torre de los capuchinos emergía como la proa de un barco prisionero entre lo hielos fantasmales.
—Bueno, ¿qué te parece mi guarida?
—Limpia como la patena.
—Doña Chelo es una maniática. Escoba y balleta a destajo.
—¿Llevas mucho viviendo aquí?
—Desde que estoy en el periódico. No hay mejor patrona ni mejor persona. Soy su hijo pródigo.
—Lo que hace es frío.
—En seguida enciendo ese infernillo. Pero no te quedes ahí pasmada.
—Contemplo el panorama.
—Anda, desnúdate.
—No me metas prisa.
—Cierra las contraventanas, que enciendo el flexo.
Colgué los abrigos. Tina se dejó caer en la cama después de descalzarse.
—Sabes que estoy como un poco puesta —confesó.
Enfoqué el flexo contra la pared y comencé a desvestirme.
—Y a lo mejor te apetecía otra copa.
—No. Lo que me apetece es quedarme así, sin hacer nada.
—¿Nada?
—Bueno, que lo hagas tú todo. Ven.
—Voy. Pero espera que cierre mejor esa contraventana.
—¿No has notado ningún efecto especial?
—Un efecto pacífico.
—Pues estamos aviados.
—No te desanimes. A lo mejor cuando empieces.
—¿Sientes algo sustancioso?
—Sí.
—¿Aquí?
—Mismamente. Pero quita, que me desnudo.
—Tranquila.
—Anda.
—Yo te ayudo, estáte quieta.
—Me haces cosquillas.
—Levanta un poco. Así.
—Deja, deja, que esta cremallera está medio rota.
Se incorporó para desvestirse con más comodidad. Yo me recosté doblando la almohada.
—No mires.
—¿Como que no mire?
Se volvió de espaldas y se quitó la falda. Un roto señalaba el desgaste de las bragas que parecían haber sido azules.
—¿Por qué no apagas?
—Me gusta verte. ¿Está prohibido?
Comenzó a quitarse la blusa.
—Anda, apaga, por favor.
—No señora, no me da la gana.
Se sentó para quitarse las medias. La tomé por los hombros y la vencí sobre la colcha.
—Déjame.
—Contenta te voy a dejar. Dame un beso.
—Por favor, Marcos.
Dos carreras se abrían en las medias hacia la altura de los muslos. Se incorporó.
—Pero, Tina, hija.
—Apaga.
—¿Qué te sucede?
Me levanté y me senté a su lado. Se sacó las medias con rapidez y puso las manos abiertas sobre los muslos.
—Oye, ¿a qué viene esa cara?
—No es nada, Marcos.
—¿Qué es eso?
Le separé las manos.
Dos amplios cardenales se derramaban en la piel tierna, morados y como ligeramente tumefactos. El del muslo derecho se extendía hacia la cara interna con un difuso ribete amarillento.
—Tina, por Dios, ¿cómo te has hecho eso?
—¿Por qué no apagas y me besas?
Se dejó caer de espaldas en la cama. Le acaricié con la mano temblorosa. Un resplandor húmedo brillaba furtivamente en sus ojos que intentaban sonreír.
—Vamos, no seas tan pelma. Bésame. Y quítate de una vez los calzoncillos.
—¿Qué te sucedió?
—Nada, nada de importancia.
—¿Cómo que nada de importancia? Son dos moratones tremendos.
Se incorporó y me cogió por la espalda. Comenzó a acariciarme.
—Te quiero besar ahí.
—¿Qué pasó, Tina, dímelo?
—Te callarás la boca de una vez.
Como si fuésemos a hundirnos en un mar sosegado cuyas aguas te mecen hasta ahogarte en el placer de su temperatura, o a rodar por la nieve que en vez de frío emana una caricia de musgo embriagadora, nos quedamos después, abrazados en el silencio exhausto, que sobrevino a la ruidosa amotinación de aquellos momentos.
La voz de doña Chelo en la puerta, alertadora y temerosa, rompía la constancia del sueño.
—Marcos, Marcos —estaba llamando.
Nos incorporamos y Tina intentó cubrirse nerviosa con la colcha.
—Por Dios, Marcos, ¿qué pasa ahí?
—Nada, nada, doña Chelo —acerté a contestar—, no pasa nada.
—¿Quién está con usted?
—Nadie.
—Por la Virgen Santísima, Marcos, ¿cómo me puede hacer esto? ¿Cómo puede hacérmelo?
Le indiqué silencio a Tina, que se encogía bajo la colcha. Comencé a vestirme apresurado.
—No se ponga así, doña Chelo, por favor.
—Ay, Dios mío, Dios mío, si no respeta mi casa. El Señor me perdone.
—Váyase usted a la galería que ahora mismo voy, doña Chelo. Y calma, por favor, que aquí no ha pasado nada.
—¿Cómo me lo ha podido hacer? Usted que me conoce, que sabe como soy. ¿Cómo?
—Quédate aquí tranquila —le indiqué a Tina.
Abrí la puerta con cuidado. Doña Chelo temblaba bajo la toquilla, los ojos llorosos y el gesto desolado, como el de esos inocentes que llevan a la degollación.
—Vamos, doña Chelo, se lo pido por favor.
—Marcos, Marcos —musitó en un sollozo—, yo que le quiero como a un hijo. ¿Qué puede tener contra mí?
—Nada, nada, ya sería el colmo. Pero mire, por Dios, no le de tanta importancia. Yo se lo explico. No ha pasado nada, se lo juro por lo más sagrado.
—No jure así, por Dios, no lo ponga peor.
—De veras, doña Chelo. Le juro que no ha pasado nada.
—¿Y esa mujer que está en la habitación?
—Es una compañera del periódico. No he hecho bien en hacerla subir, pero veníamos a recoger unas cosas. Se lo juro.
—No jure, no jure. Les oí, Marcos, les oí, y bien sabe Dios que muerta me hubiera querido ver antes.
—Ande, venga, vamos a la galería. Serénese. Usted sabe que soy una persona seria.
—Hasta que dejó de serla.
—En todos estos años ni le di ni un motivo de queja. Eso también hay que tenerlo en cuenta, doña Chelo.
—Pero este disgusto es mayor que cualquiera. Con uno así basta para mandarme al cementerio.
—No exagere, por favor.
Se sentó en la mecedora. Las lágrimas inundaban sus ojos. Sacó un pañuelo de la manga.
—Y ahora, ¿qué le voy a decir al padre Treceño? —preguntó con angustiado patetismo.
—Pero, bueno, doña Chelo, ¿qué tiene que ver con esto el padre Treceño? No me amuele.
Dejó de hipar un momento.
—Nos dirige a las terciarias. Me oirá en confesión. Qué vergüenza.
—Ande, ande, no confunda las cosas. Si yo he hecho algo que la ha molestado, pues soy yo lógicamente el que se ha portado mal. Y tendrá usted que perdonarme, qué remedio.
—Pero ha sido en mi casa. Aquí, entre estas paredes que usted bien sabe que a mí me gusta tenerlas como un santuario.
—Siento de veras el disgusto. Y si le parece seguiremos hablando cuando esté más calmada.
—Qué vergüenza, Dios.
Tina se había vestido y me esperaba a la puerta de la habitación.
—Vamos pitando, Marcos. Menuda plancha.
—Tranquila. Doña Chelo ya se va calmando. Déjame por lo menos ponerme los zapatos.
—Anda que vaya idea venir aquí.
—Nada, un susto de menor cuantía, se le pasa en seguida.
—¿No decías que estaba como una tapia y que tenía cataratas?
—Será que armamos mucho jaleo. Ella cuando entro casi nunca me oye. Y estar estaba dormida.
Cogí el abrigo. Tina me observaba moviendo la cabeza.
—Ese somier es como una caja de grillos —dijo sonriendo.
—Y tú que tampoco eres manca a la hora de cantar.
—Pues mira quién habla.
Había un aguanieve espeso que el viento apenas arrastraba. En los espacios blancos, entre la nieve tierna que se había salvado de las acometidas y la suciedad, penetraban los helados cuajarones como perdigonadas violentas, dejando la señal de los agujeros igual que disparos en una pared de cal.
—¿Dónde vamos? —preguntó Tina sobrecogida al pisar la calle.
—A tomar algo.
Se ató el pañuelo a la cabeza y me cogió el brazo.
—Con lo calentita que se estaba arriba.
—Ya es mala pata. ¿Se puede tener menos potra que yo?
—Hombre, peor hubiera sido que nos hubiese pillado antes. Tampoco te quejes.
—¿Tú te crees que me llueven las chavalas como tú?
—Pendón ya debes ser un rato.
—Dos horinas más me hubieras durado.
—Mucho es eso.
—No tanto para el hambre que uno arrastra.
Cruzamos San Francisco. En la Avenida de Madrid algunos camiones, que la nieve había mantenido anclados a lo largo del día, intentaban ahora ponerse en marcha.
Los prados mostraban esa corteza negra de las cercas y el musgo como débiles límites del terreno invadido, anegados en la vega bajo la plancha blanca que se perdía hasta las mismas estribaciones del lejano Castro.
Entramos al Victoria por la puerta de la Rúa. La escasa clientela dormitaba en la anticipada penumbra de la tarde invernal, que los globos de luz amarillenta intentaban horadar con las mismas dificultades con que carcome el polvo la madera antigua.
—¿Qué vas a tomar?
Mino Perales venía de la barra con la bandeja debajo del brazo arrastrando acompasadamente el enorme tacón de su pata jerela.
—Un café. Y un vaso de sifón. Tengo sed. Con esa comida.
—¿No quieres una copa?
—No.
Mino tomó nota y nos sirvió en seguida. La cojera le daba una solemnidad casi escandalosa, como si al avanzar se irguiera igual que la proa de un navío sobre las olas.
—La hemos hecho buena —comentó Tina.
—No lo pienses más.
—No, si es que en cierto modo hasta me hace gracia.
—Hombre, a mí gracia ni pizca. El trago a doña Chelo no hay quien se lo quite.
Encendí un pitillo.
—Pobre mujer.
—Pero tampoco es para tanto. Lo que pasa es que se asustó.
Tina bebió el café a pequeños sorbos.
—Prueba un poco de ginebra.
—No me apetece.
—Total, que nos quedamos como a verlas venir.
—Pero no sabes lo bien que me ha sentado estar así, un rato, contigo.
—Y a mí para qué voy a decirte. Oye, pero hay una cosa que todavía no me contaste. Esos moratones que tienes. ¿Qué te pasó?
—¿Para qué quieres saberlo?
Me cogió el pitillo y se puso a fumar.
—Marcos, hablemos de algo más agradable.
—Tina, ¿qué te han hecho?
—¿Qué me han hecho? ¿No me queda más remedio que contártelo?
—No.
—Pues la verdad es que no me gusta nada tener que hacerlo, ¿sabes?
Alcanzó mi ginebra y bebió un sorbo.
—En Oviedo no me fue mal, como te dije, me fue fatal. Yo diría que peor imposible.
Se recostó en el diván.
Por un instante la sentí como abatida por el recuerdo de todas las penalidades acumuladas, ese golpe malo de la memoria cuando recobra, a la vez, lo peor que a uno le ha sucedido.
—De aquí no me fui tan libre como aquel inspector dio a entender. Me leyó bien la cartilla.
—El maldito Valero.
—Tenía que presentarme en la Comisaría, en Oviedo, como cuarenta y ocho horas después de haber llegado, y preguntar por un inspector que se llama Ramos.
—Quería tenerte controlada, le interesas mucho. Pero no tiene ningún derecho para hacerte nada, no hay ninguna razón para que te ordene ir a ninguna Comisaría.
—Con la poli prefiero obedecer. Siempre me ha ido muy mal con ellos. Y en esta ocasión se trataba de darme un escarmiento.
—¿Un escarmiento?
—Ese inspector Valero lo planeó así, seguro. Aquí todo fueron advertencias y hasta buenas palabras, nada más. No querría que te soliviantaras por mi culpa.
—Me hizo la jugada.
—La segunda parte me aguardaba allí, en Oviedo.
—Maldita sea su estampa. En mala hora me conociste, Tina.
—Lo pasado, pasado, Marcos. Y eso ni se te ocurra decirlo.
—¿Qué te hizo?
—Me dio una paliza. Pero no te creas que es la primera vez.
—Ya.
—Sacan la historia de mi padre y es como si me zurrasen para pagar las culpas del pobre desgraciado.
—Quieren taparte la boca.
—Vamos a dejarlo, Marcos. Tampoco paga el tiro darle vueltas.
—Quédate, Tina.
—Oye, no vuelvas a las mismas.
—Dos o tres días sólo.
—No. Lo que quiero es que vengas alguna vez a verme a Madrid.
—Vale, iré, te lo prometo. Pero quédate dos días.
Tina negó con la cabeza. Se quedó mirando hacia el ventanal. La nieve se divisaba como un montón de escombros esparcidos por la Plaza de Botines.
Eran las seis pasadas y tenía que acercarme a la redacción. Mino Perales vino a cobrarme surcando las nieblas del Victoria como una gabarra a punto de hundirse.
—Intentaré ir a despedirte a la estación. No me queda más remedio que asistir a una cena, pero lo intentaré.
—Prefiero que no vayas.
—¿Por qué?
—Porque no me gustan las despedidas.
—Vaya, pues entonces te quedas y así no hay ocasión.
—Qué pelma eres.
—Y tú qué cazurra.
Salimos a la Calle Ancha.
—Anda, acompáñame un poco.
—Esta acera está peligrosa.
—Ojalá te caigas y te rompas la pata, así te quedas.
—Qué mala idea.
El oscurecer se volcaba precipitando esas cantidades sombrías de helada humedad, que preceden a la noche de nieve.
Se había calmado el viento y se adensaban las nubes, como cerradas cortinas en un firmamento ya difícil de delimitar.
—¿Sabes lo que voy a hacer?
—¿Qué?
—Meterme en un cine. El tren no pasa hasta las once.
Subió conmigo hasta la Plaza de la Catedral.
—Siempre me llama la atención ese edificio tan siniestro. ¿Qué es?
—El seminario mayor.
—Dios, ¿quién podrá vivir ahí dentro?
—Pues está de bote en bote.
—¿Te vas por allí?
—Sí, señora, todo recto.
—Mira, yo me voy a quedar un rato en la catedral, que hace mucho que no entro.
—Bueno, Tina, pues aquí se despide el duelo. Aunque voy a procurar ir a la estación.
—No vengas, no seas zoquete.
—Me haces la gran faena no quedándote.
—Anda, dame un beso y esfúmate.
—Me has hecho tilín, cacho cabrona.
—Si no fueras tan pendón.
—Escríbeme nada más llegar. Y cuídate.
—Eso siempre que a una la dejen.
—¿Sabes lo que te digo? Que eres una virguera y yo un gilipollas por dejarte marchar.
—Anda, anda, dame otro beso y pira.
—Espera, muchacha, que viene ahí don Publio, el magistral.
—¿Y qué?
—Que igual se corre si nos ve besándonos.
—Eso es bueno para la salud.
—Pero un canónigo puede perder el alma.
El tedio y el frío se acoplaban en la redacción con la destemplanza de dos perros callejeros en una escombrera.
Benito tecleaba con los guantes puestos y Alipio conservaba el pasamontañas y las manoplas, que apenas le permitían pasar las hojas de sus sobados tebeos.
Don Baudilio no se había quitado el manteo y parecía un grajo chaparro guarecido en un recoveco del hastial.
—Hace más frío aquí que en la calle —fue lo primero que se me ocurrió decir.
—¿De dónde te descuelgas, Marquines?
—¿Se me echa en falta?
Benito señaló el despacho con el índice de la derecha.
—Ahí preguntan por ti.
—¿No les has dicho que andaba por los Colegios?
—¿Y eso quién se lo traga?
—¿Cómo hace tanto frío aquí?
—Otra vez la caldera.
—Pues anda que estamos buenos.
Cogí un «Vespertino» del montón que había en una silla. Benito continuaba tecleando.
—¿Hay alguna novedad?
—La que va a caer.
Miré hacia la ventana. La película de hielo empañaba los cristales. Detrás debía estar el océano.
—Otra como la de hoy.
—O más gorda.
—¿Chumilla trajo las fotos?
—Sí.
—Bueno, pues habrá que dar un rato el callo.
—Antes pasa a ver a ésos.
Dejé el «Vespertino» encima de mi mesa. Don Baudilio permanecía medio postrado, hundido en las raquíticas cuentas de su hucha del pobre.
—Nos congelaremos —le dije camino del despacho.
Alzó los ojos e hizo un gesto como de resignación o de dolor. El manteo lo abatía con un peso de alas desmesuradas.
Cayetano y Afrodisio, cada cual en su mesa, metidos en los abrigos, permanecían enfrascados en los papeles.
En la atmósfera helada del despacho se podía respirar la hostilidad, ese humo enrarecido que queda tras la discusión como tras el fragor de la batalla.
—Es buena costumbre avisar dónde se anda —me advirtió Cayetano nada más entrar.
—¿No me digas que no lo sabías?
—No me consta.
—Vamos, director, no me tomes el pelo. Los Colegios electorales cerraban a las cinco y estuve husmeando hasta hace un momento.
—Lo que puedas ver en los Colegios lo sabes sin mirarlo.
—Hombre, depende de lo que se quiera hacer.
—No me tomes el pelo, Parra. Los resultados están aquí desde antes de que se abrieran esta mañana y no van a variar ni en medio apellido.
—Pero el ambiente es el ambiente. La pincelada pintoresca que insufla emoción a la letra impresa, que decía aquél.
—Quiero una buena entrevista con Isauro Abascal.
—Estoy en ello.
—Con buenas fotos.
—Chumilla está avisado.
—A ese zascandil no le veo el pelo en todo el día.
—Aprovecha la cena de hoy, Parra —dijo Afrodisio con retintín—. La ocasión la pintan calva.
—Mira, Afrodisio —dijo Cayetano alzando la voz—, prefiero que no vuelvas a empezar.
—Uno está aquí en lo suyo, bregando, hasta el moño, pero a la hora de pintar bien se ve lo que pinta.
—Y dale.
—Por el papo siempre se consigue más.
Me volví hacia Afrodisio.
—Oye, ¿no me estarás tirando una indirecta? A mí en todo ese embarque de la cena que me registren.
—Sí, sí, que te registren, pero invitado estás, a mí es al que le dan morcilla.
—Pero yo en eso ni pincho ni corto. ¿Qué quieres que haga?
—No, si nadie pincha, si aquí todos nos llamamos a andana. Ni éste, ni tú, pero desde luego el que menos yo, eso sí que está visto. Todo el día de manguta y a la hora de tener un detalle si te he visto.
—Así lleva toda la tarde —me indicó Cayetano.
—Claro que sí. Pero es que todo tiene un límite, y ya me cansé de chupar rueda.
—Oye, oye, sin levantar la voz.
—Te lo he dicho más de una vez, y delante de Parra. Si ni tú ni los del Consejo estáis contentos conmigo, pues me lo decís. Donde ir no me ha de faltar.
—Pero bueno, Afrodisio, ¿por qué sacas de quicio las cosas? Parra es testigo de que yo nunca te he dicho nada. Nadie, que yo sepa, te ha dicho nunca nada.
—Porque soy un cero a la izquierda.
—Mira, de veras, ya me estás cargando. ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a llamar ahora mismo a don Paciano Abascal para decirle que no puedo asistir a la cena y que vas tú en mi lugar.
Cayetano descolgó el teléfono. Afrodisio dio un salto en la silla.
—Si haces eso me despido —amenazó con un grito de improvisado y grandilocuente dramatismo—. En la vida me vuelves a ver.
Cayetano colgó con un golpe seco.
—Ya está bien, Afrodisio, ya está bien. ¿Por qué no te vas a casa? Da un paseo por ahí y cálmate.
—Hombre, si me echáis del despacho, si tanto molesta mi presencia.
Comenzó a recoger los papeles de la mesa.
—A lo mejor mañana no tienes tan encabritada la úlcera —le dije— y se puede hablar tranquilos.
—No tienes por qué meterte con mi úlcera.
—Nadie se mete con nada —le dijo Cayetano.
—Ni tú. ¿Me has oído alguna vez meterme con tus almorranas?
—Vete, vete.
—Sí, señor, claro que me voy. Que venga o no venga mañana eso ya es otra cosa.
Se echó la bufanda al cuello, arrugó el último papel que quedaba encima de la mesa y lo lanzó con furia a la papelera. En ese momento escuchamos la voz desencajada de Benito Calamidades:
—Don Baudilio, por Dios, don Baudilio, ¿qué le pasa?
Y un grito de auxilio que enumeraba nuestros nombres:
—Parra, Celedonio, Afrodisio. Chaval, échame tú una mano.
Salimos los tres del despacho como alertados por un peligro de ruina inminente. Don Baudilio estaba inmovilizado en la silla, rígido, con el cuerpo caído hacia atrás. Benito intentaba incorporarlo y Alipio les observaba asustado sin desprenderse de su tebeo.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—Le dio algo. De pronto le he visto que se ponía así —dijo Benito.
Don Baudilio nos miró con esa avergonzada resignación de los accidentados.
—Nada, no es nada —musitó cohibido—. Dejarme quieto, muy quieto.
—Recostarlo, recostarlo —ordenó Cayetano.
—En el suelo, mejor en el suelo —pidió don Baudilio.
Le tomamos con cuidado por los brazos y los pies, Alipio apartó la silla y le dejamos en el suelo.
—¿No convendría llamar a un médico? —dijo Afrodisio.
—No, no —negó don Baudilio que se había inmovilizado totalmente y permanecía con las manos cruzadas sobre el pecho.
—Pero, por Dios, ¿qué le sucede? —inquirió Benito.
Don Baudilio nos miró con pesadumbre, aceptando la confesión de su desgracia en todo su sentido penitencial.
—Se me ha salido —musitó y cerró los ojos.
—¿Qué es lo que se le ha salido? —preguntó Cayetano dirigiéndose más a nosotros que a él.
—La hernia, hombre, la hernia, ¿qué va a ser? —les aclaré yo.
—Oye —dijo Cayetano apartando un poco a Benito—, pues eso puede ser grave. Una hernia que se estrangula te puede dar un disgusto de muerte.
—Pero sólo se le ha salido. ¿Quién dice que se le ha estrangulado?
—No se sabe, eso no se sabe. Y si se estrangula o te intervienen urgente o la palmas.
—Venga, no seas cenizo.
—Lo digo porque habría que avisar a un médico.
Don Baudilio volvía a abrir los ojos.
—No apurarse, no apurarse. Estando así quieto se me pasa en seguida.
—Pero ¿cómo le sucede esto a usted? —le preguntó Afrodisio—. ¿Es que no se puso el braguero? ¿Porque no me diga que estando usted así no usa braguero?
—Ayer se me rompió un tirante y esta mañana lo llevé a la guardicionería.
—Pues, hombre, se hubiese quedado en casa.
—Lo que siento es daros la preocupación.
—No diga eso, don Baudilio. ¿Cómo se le ocurre ni pensarlo?
—Es una penitencia que me manda el Señor, y así hay que aceptarla.
—Pero tiene usted que cuidarse más —le ordenó Cayetano.
—Mayormente me cuido pero, claro, desde que murió mi hermana las cosas ya no son como antes.
Arsenio entró en la redacción con unos papeles.
—Vaya corro —comentó jocoso e inconsciente—. ¿Le quitáis las pulgas al perro o es que va a parir la gocha?
Cuando vio a don Baudilio tendido como un cadáver se santiguó demudado por la impresión.
—Dios, Dios, ¿qué pasó?
—Nada, no es nada —le calmó Cayetano—. Es más el ruido que las nueces.
—Pero ¿qué le dio, don Baudilio? —preguntó inclinándose sobre él.
—La hernia, hijo, la hernia. Que a estas edades ya son muchas las goteras.
—Bueno, pero se le va pasando, ¿no? —inquirió Cayetano.
—Ya, ya me encuentro bien. Quedándome así quieto y tumbado en un instante se me compone.
—Lo que vamos a hacer entonces es pedir un taxi para llevarle a casa.
—No, quiá, no hace ninguna falta. Se me compone y me quedo nuevo. Total, vivo ahí cerca.
—De ir andando ni hablar —advirtió Afrodisio.
—Benito y yo le acompañamos —propuse.
—Pues, hala, chaval, a por un taxi. ¿Cree que pueden llevarle ya?
—Sí, sí, pero de veras que por mí mismo me basto.
—Usted quieto, ni se mueve.
En diez minutos teníamos un taxi esperando abajo.
—Hala, don Baudilio, vamos a llevarle.
Le ayudamos a incorporarse.
—Puedo andar, de verdad que puedo.
Benito y yo le cogimos sobre los hombros. Afrodisio y Arsenio por las piernas.
—La teja, la teja —pidió según le llevábamos.
La casa de don Baudilio, en la Plaza de Serradores, tenía una puerta de madera leprosa y herrajes comidos por el cardenillo.
—La llave está ahí —nos indicó después de ayudarle a bajar del taxi—, debajo de esa losa del poyo.
Benito rebuscó donde le decía y sacó una llave de grandes proporciones. La puerta se abrió tras una sonora operación, al tiempo que aullaban los goznes, como lobos famélicos en la noche inhóspita del monte.
—Andar —nos dijo don Baudilio— que ya os molesté bastante.
—Ni hablar del peluquín —le respondió Calamidades voluntarioso—, a usted lo dejamos hoy metido en la cama.
La penumbra del corredor estaba invadida de un aroma de humedad con ciertas reminiscencias etílicas.
—Ir con cuidado que aquí no hay luz —advirtió don Baudilio, a quien conducíamos en volandas—. Se fundió esa bombilla del techo y miedo me da subir a ponerla.
El suelo empedrado acababa donde nacía la escalera. La penumbra no permitía divisar mucho espacio.
—Esto, como véis, es más viejo que Matusalén. Aquí hay pocas comodidades.
—Huele como a vino —me atreví a decir.
—La casa tenía bodega. Y por ahí quedan los bocois y los pellejos.
Subimos las escaleras con mucho cuidado. El piso de madera crujió y un raro hormigueo de vertiginosas pisadas se escuchó unos instantes.
—Tengo una cruz con los ratones.
—Un buen gato es lo único eficaz —opinó Benito.
—Una gata bien hermosa teníamos cuando vivía mi hermana, pero preñó y curiosamente no volvimos a verla. Mirar, ahí en la pared hay una pera, dar la luz.
Calamidades accionó la pera. La bombilla que colgaba de un cable mugriento vertió una luz miserable. El pasillo se abría a ambos lados.
—Vamos aquí, al despacho. Y posarme ya, que de veras que ando.
La puerta maciza y desvencijada del despacho chilló como un alma en pena, y el ruido fue seguido por un sordo revoloteo.
—Pitas, pitas, pitas —canturreó don Baudilio.
Una complicada pestilencia embargaba la atmósfera del despacho. Don Baudilio dio la luz. Otra bombilla pobre, guarecida bajo un sombrerete de latón, colocada sobre la mesa camilla. Los revoloteos se acrecentaron. Calamidades y yo distinguimos cuatro o cinco jaulas de barrotes de madera y de buen tamaño con una o dos gallinas dentro.
—Ostras, don Baudilio, tiene usted montada aquí una avícola.
—Mi hermana que las tenía mucha querencia. Todas son ponedoras y bien que dan para el gasto.
De los estantes de una desventrada librería en la que era difícil distinguir los materiales acumulados, saltó al suelo un gallo cantarín, que avanzó hacia su dueño pavoneándose.
—Este es el que más compañía me hace —dijo don Baudilio al tiempo de sentarse en la mecedora—. Ven aquí, Caporal, ilustre.
El gallo se dejó acariciar las plumas con el mismo arrobo con que un faldero se deja acariciar las lanas.
En la mesa camilla había un breviario, una petaca, unas gafas y varios ejemplares del Reinado Social del Sagrado Corazón de Jesús con huellas de excrementos secos.
—Una copita sí que quiero ofreceros. Mira, Benito, ahí en la estantería, donde esos periódicos.
—Deje, deje, no se moleste.
—Faltaría más.
Benito puso encima de la mesa una botella cubierta de lamparones que contenía un licor amarillento.
—Por las copas hay que bajar a la cocina.
—Yo voy —se ofreció Calamidades.
—Si tenemos que marcharnos.
—¿A qué tanta prisa? Según bajas, a la derecha, y ten cuidado al entrar que puedes darte en la frente —le indicó a Benito—. Algo habrá en el fregadero o en el armario. Y tú, Parrita, arrima esa silla y siéntate.
Le obedecí. El gallo volvió a saltar a la estantería.
—El pobre te extraña. Ahí donde lo ves que se pone, ahí duerme. Mira que les gusta a estos bichos estar arriba.
—¿Se encuentra ya bien de verdad?
—Que sí, Parrita. Si esto de la hernia es un atropo de nada. Para las que pasan los infieles.
Benito subió en seguida.
—Copas no encontré, pero estos vasos sirven.
Don Baudilio descorchó la botella y vertió el espeso licor.
—Lo hacía mi hermana con yemas batidas.
—¿Usted no toma?
—Sólo cuando me duele la barriga o muevo mal el vientre.
—Pues a su salud.
—Que sea a la vuestra.
Benito me guiñó el ojo. El licor parecía un concentrado de yemas, hierbas milenarias, orujo añejo y azúcar quemado.
—Bueno, don Baudilio, pues si otra manita se le puede echar —se ofreció Calamidades.
—Dios os lo pague.
—Descanse y no haga esfuerzos.
—Voy a acompañaros.
—Faltaría más.
—Echáis la llave y me la tiráis dentro por debajo de la puerta.
—Así lo haremos.
Al salir de nuevo al pasillo y hacer crujir las tablas corrieron veloces los ratones.
—Cuidado al bajar —me advirtió Benito—. Antes pisé mierda de gallina y por poco me la pego.
Don Baudilio nos llamó desde el despacho.
—Parrita, Benito.
—Sí.
—Mirar, en la cocina hay un cesto con huevos. Coger media docena para cada uno.
—Gracias, don Baudilio, pero mejor otro día.
—Que éstos sí son de confianza, y al menos uno de cada tres con dos yemas.
—De verdad que otro día.
—Allá vosotros.
Salimos, cerramos la puerta y le metimos la llave por debajo.