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Me había acostado a las cuatro de la madrugada y a las nueve sonaba el teléfono como una chicharra loca. No hay respeto para las aves nocturnas. Tuve intención de dejar que la chicharra siguiese cantando hasta aburrirse, pero estaba bañado en sudor, las sábanas me aprisionaban las piernas como trapos mojados y la humedad de la almohada me hizo pensar en un llanto ajeno. Era una sensación de desasosiego y telarañas en la cabeza. Salir de Morfeo como de un hospital no precisamente esterilizado.

A la chicharra se unió en seguida la campana de los capuchinos y entonces se quebraron los zócalos de la habitación, bailó la lámpara en compases de vals mareante y por el centro del cerebro se me incrustó la cuchilla. Justo el filo de la navaja que ahonda el dolor de la resaca.

Me deslié de las sábanas, salté desnudo sobre las baldosas, abrí la puerta de la habitación, corrí por el pasillo y cogí el teléfono. Contagiosas penumbras apenas mordidas por láminas de luz desde las contraventanas cerradas. El polvillo incandescente entre los resplandores. La voz de Benito Calamidades me atacó sin piedad.

—¿Dónde te metes? Afrodisio está que se sube por las paredes. Ven en seguida.

Más allá de su voz se adivinaba el murmullo de una actividad nerviosa.

—¿Qué pasa?

Iba a librarme de la molesta legaña que cerraba mi párpado izquierdo como una esquirla cuando la propia voz de Afrodisio, que le había arrebatado el teléfono a Benito, silbó con la virulencia del sable en la batalla.

—Parra, te doy un cuarto de hora.

La comunicación se cortó y me quedé escuchando las intermitencias, un ahogo de señales que parecían surgir de mi propio cerebro abotargado.

Tómate la libertad de un sueño reparador después de una noche medianamente gloriosa y verás cómo nadie está dispuesto a perdonarte esa inocente decisión. No hay mayor desgracia que padecer la jerarquía de los pobres de espíritu.

Para librarme de la amenaza del director en funciones fui siguiendo un calculado programa de rehabilitación, imprescindible para superar los decrépitos tormentos en que estaba sumido: una ducha de agua fría; la búsqueda de ropa limpia, dificultada por la ausencia de doña Chelo, que se había ido a su pueblo a San Roque; el peligroso afeitado con la barbera mellada, y ese arpegio de colonias que infunden cierta laxitud refrescante. El tono presentable del ciudadano de medio pelo que ha sabido desprenderse a tiempo del polvo de sus ratoneras.

Abrí todas las ventanas, amontoné la ropa sucia en el barreño de la cocina, sacudí el colchón, tiré las colillas por la ventana del cuarto trastero.

Desde el campanario de los capuchinos la figura aconejada del lego Belarmino, el del sursum corda, me dio el santo y seña alzando el brazo izquierdo mientras mantenía la mano derecha en la frente haciendo visera. Con esa cotidiana bendición uno puede andar por la vida con la certeza de que en la gloria de los justos tiene butaca reservada. El lego, setenta y tantos años, acabará en los altares según aseguran sus admiradoras terciarias. Cualquier día, habida cuenta de sus galopantes cataratas, le veré despeñarse desde la torre.

Toda la inquina de agosto estaba en las calles. La luz agotadora que desde las primeras horas bruñe los pavimentos, el sol que cuartea tejados y fachadas, las calinas del secaño como algodones etéreos o nubes de polvo que no se mueven. La tortura estival de una mano demasiado caliente que poco a poco se cierra sobre el cuello de la ciudad dejándola sin respiración.

Por el paisaje de las fuentes secas y las plazas asoladas la ruta hacia el periódico me pareció un suplicio a anotar en la cuenta de Afrodisio.

¿Qué razones fundamentales podían inducir a una amenaza tan perentoria? ¿Cómo diablos la voz de mando puede adquirir ese tono admonitorio y tajante, tan ajeno a la urbanidad debida entre gentes que comen del mismo pesebre? ¿Hay alguna disculpa para la autoridad inflada como un globo de verbena en un segundo de a bordo, cuyas dioptrías corren parejas con su imaginación de miope?

Eran preguntas sin respuestas, pero algo alentadoras para quien se las formulaba, y a medio camino busqué la sombra casi sepulcral del Isma para hacer por la vida con un café doble y una ensaimada de desecho.

—¿Te pilló el fuego? —me preguntó Venceslao el cerillas nada más entrar.

Tardé un momento en reaccionar ante este surrealista manco y perspicaz, que tiene la mala costumbre de poner la zancadilla a los clientes o sorprenderles con un ambiguo corte de mangas, que él considera como una deferencia muy propia de su condición de caballero mutilado.

—Todavía no caen centellas —le contesté.

—¿Pero te pilló o no te pilló? —volvió a inquirir.

En la barra Celedonio me enseñaba un pocillo sin asa.

—Mira, Parra, a éste se la arrancó el mismo obús que dejó a ése sin la de meneársela.

Me senté en el taburete evitando a Venceslao que murmuraba:

—Toda la ciudad huele a chamusquina.

Mojé la ensaimada en el café y me vi en el espejo de las estanterías, entre el anís de las Cadenas y el licor de Lima.

He ahí la novedad de un rostro tocado por los malos pasos. Ni el rasurado ni la colonia podían ahuyentar la pérfida blancura azuladoamarillenta, pálido color suspiros de parranda.

—Dame los litines, Cele —le pedí luego al barman.

Cuando entré en el periódico el benemérito Argüello me lanzó una mirada de sabandija desde la garita. Tener a un sordomudo en funciones de conserje puede resultar chocante para las personas ajenas a la casa. Uno está curado de espantos. El benemérito Argüello es el suegro de Donato, el titular, y le suple en los permisos. En épocas normales ejerce de sacristán en la Colegiata. El latín es una lengua muerta, la suya también, tal vez ayuda a misa con el sentimiento.

Arsenio bajaba las escaleras cargado de papeles y sudando como un turco. Chocó conmigo en el rellano.

—El niño perdido y hallado en el templo —musitó con su voz de atiplado catequista y siguió escaleras abajo.

El vaho de la redacción, esa gruesa sobaquina donde se inmiscuyen agrios vapores del retrete cercano, polvillos del plomo linotípico y emanaciones de tintas tiernas, azotó mis mejillas y olfato. La sucia palmadita que uno olvida minutos después de sumergirse en tan dulce atmósfera.

Algo desentonaba con meridiana claridad en el ambiente.

Acostumbrados a la indolencia veraniega, llevábamos un mes con el nunca pasa nada como confortable divisa; el clamor de máquinas y trajines se parecía a la erupción de un volcán.

El escueto paisaje humano se atareaba como para paliar las voces de mando de Afrodisio, un trueno que salía de su despacho igual que en los mejores momentos de su úlcera duodenal y amenazadora.

De puntillas me fui a la vera de Benito, descamisado y derrumbado sobre la máquina como si una viga le hubiera caído en la cabeza.

—Parra, menos mal que llegaste, estoy hasta aquí —y señalaba la nuez de su garganta con el índice tembloroso.

—¿Se hundió la catedral? —pregunté inocente.

Desde los ángulos estratégicos de la redacción las miradas de Rovira, don Baudilio, Chumilla y Alipio el botones vinieron hacia mí con el mismo estupor que las de los familiares del difunto Lázaro cuando salió de la tumba.

Tras la cristalera del despacho de Afrodisio se oía una cruda arenga dirigida a Paco el regente.

—Hueles a humo —le indiqué a Benito.

—Déjate de bromas, he estado toda la noche en el incendio.

Todavía tardó unos segundos en darse cuenta de que yo me encontraba en la más pura inopia.

—¿Dónde demonios has podido meterte para no enterarte de nada?

Hacer un guiño de complicidad o encogerse de hombros, cualquier cosa puede servir para que Benito divague en sus presunciones siempre en la misma dirección.

—No me lo digas.

—Hazme un resumen antes de que Afrodisio me eche la zarpa.

Paco salía del despacho con cara de haberlas recibido todas en el mismo lado.

—Un caserón en La Ventilla. Ardió como la yesca.

—¿Tan poca cosa para tanto lío?

—Hay un muerto.

La voz de Afrodisio escupió mi nombre y los queridos compañeros me miraron como al reo en trance de subir al cadalso.

—Cógelo por los cuernos —me animó Benito.

Entré en el despacho, cerré la puerta, me senté en el vértice de la mesa sin prestar mucha atención al ocupante.

Afrodisio sudaba ante la máquina y los papeles derramados. Se había quitado las gafas. De su nariz de pájaro pendía una gota. En los ojos le brillaban las heridas de la úlcera.

—Director, tomo nota de la merecida filípica, interpongo el correspondiente mea culpa y quedo a tu entera disposición.

Tardó un momento en hablar. Lo hizo después de secarse nariz y frente con el pañuelo y aliviarse la corbata.

—Marcos, no te voy a aguantar ningún cachondeo. Tampoco quiero leerte la cartilla, porque allá tú con tu conciencia. Pero me ha sentado a perros. Llevamos un mes de holganza y cuando hay algo importante te esfumas. Somos o no somos profesionales, ese es el quid.

—¿Por dónde quieres que empiece?

—Benito se está cargando él solo el reportaje. Ponte al habla con el Jefe del Parque, una entrevista de última hora, lo que sea, y pícale. Vamos a cerrar algo más tarde. Tenemos una noticia y quiero explotarla. ¿Qué te parece esto?

Las pruebas de los titulares de primera página surgieron en sus manos ablandando su rostro, que llegó a esgrimir una sonrisa de satisfacción y orgullo.

—A seis columnas y cuerpo ochenta y dos —explicó como si me estuviera enseñando un trofeo profesional, la trucha más grande que hubiera pescado en su vida.

—Muy bonito —dije cogiendo las pruebas.

Afrodisio se levantó, estiró los brazos y fue hacia la ventana. Después se volvió y quedó mirando la lámpara del techo, seis velas falsificadas con polvo de siglos en las bombillas diminutas.

—Vamos a quitar las telarañas de los ojos de los lectores. Quiero un fogonazo de tinta. Quemarles las cejas.

Vi en Afrodisio al misionero visionario ante la tierra nueva.

—Si hay un muerto se puede tocar la veta fúnebre sentimental —sugerí.

—Hay un muerto y hay, a lo que parece, varias bestias achicharradas. La noticia tiene, por debajo del suceso espectacular, un filón subterráneo bastante vidrioso.

Me miró sin bajar del barco.

—Pues entremos a fondo.

Volvió a sentarse en la mesa.

—Parra, por ahora me conformo con la estricta información. Y no te creas que voy a echar en olvido tu injustificable desidia. Localiza al del Parque y no levantes cabeza en toda la mañana.

Me cuadré como un recluta.

—¿Ordena usted alguna cosa más?

Había comenzado a repasar unas fotografías. Habló sin mirarme, pero con la navaja viperina en los labios.

—Las malas noches se graban en las ojeras. Es difícil borrar determinadas huellas.

Me contuve para no responder.

—Dile a Chumilla que entre. Estas fotos parecen del pim, pam, pum.

Sujeté la puerta hasta que Chumilla, después de una señal y con cara de haber dormido de pie, entró, cerré y correspondí al respetable, que me seguía expectante, con el gesto de Pío XII en las manifestaciones de San Pedro.

—A mí me hubiera estrellado el tintero en la cabeza —masculló Rovira retrepado en su taburete de puntilloso confeccionador—. Se le ha subido la jefatura al moño.

Al pasar al lado de don Baudilio, que punteaba sobre la máquina la hucha del pobre contrastándola con sus cuentas, pisé algo blando. Bajo mi zapato se arrugó una teja lustrosa. Don Baudilio debió sentir el dolor en el corazón.

—Dámela, Parrita, es la tercera vez que me la pisan esta mañana y acabo de estrenarla.

Le dije a Alipio que me buscase el teléfono del Parque de Bomberos y me senté junto a Benito.

—Cuéntame algo más.

Benito dejó de teclear. Encendió un pitillo con la colilla del que tiraba e hizo un gesto de desamparo.

—El caserón está al final del barrio, como a doscientos metros del bloque de Regiones Devastadas. Un viejo chisme que fue fábrica de alpargatas. Estaba declarado en ruina, desmantelado. La dueña es una vieja que vive en Santander. Doña Clotilde Paniagua. En el barrio no la conoce ni Dios.

—¿Y el muerto?

—Sin identificar. Tal vez un mendigo. Tienen el cadáver en el depósito, daremos un toque al juzgado dentro de un rato.

—¿Qué más?

Benito me indicó los folios que llevaba escritos.

—¿Por qué no lo lees? Tengo la cabeza como un bombo. El fuego debió empezar a eso de las once. Causas desconocidas, aunque en el Parque te dirán que el fiambre hizo lumbre o tiró una colilla, vete a saber. Lo cierto es que aquello ardió como la yesca. Quedan justamente las paredes. El barrio se volcó con calderos, palanganas y hasta orinales. Los bomberos no te puedes imaginar qué pifia. Si no llega a ser por los paisanos arde la Ventilla entera.

—¿Y las bestias que dice Afrodisio?

Benito se iluminó con una sonrisa malévola.

—Las bestias eran por lo menos media docena de burros abiertos en canal y colgados de las vigas, y otra media que esperaban el cachetero atados a un pesebre. Y con eso sabes tanto como yo.

Sonreí a mi vez.

—Otro matadero de los que no huele la ronda de abastos.

—Pues sí señor, como el que tanto dio que hablar el año pasado.

Le cogí a Benito un pitillo del paquete, lo encendí. Con la primera bocanada se me iba la imaginación hacia una bella historia de carne fraudulenta, industriales rodados en las canchas del estraperlo, un bonito asunto al que Calamidades y yo habíamos prestado atención y que el siniestro volvía a ponernos en el plato. Buen tema para dejar de aburrirnos como ostras en un agosto tan parco en noticias que ni siquiera la Deportiva fichaba a nadie.

—No te puedes imaginar lo que fue aquello —siguió Benito—. El vecindario soliviantado, los bomberos sin saber qué hacer. Y entre el marasmo, los rebuznos de los burros achicharrándose. Pobres bestias.

Se le alargaba la cara bajo el recuerdo de la hoguera y los inocentes.

—¿Qué te ha dicho Afrodisio de eso?

—Mutis. Incendio, heroico comportamiento de los vecinos, dudosa eficacia del Cuerpo, mención al fallecido y anécdotas de la tragedia. Quiere un parte colorista con muchas bengalas. Algo que justifique los tipos de esos titulares desmesurados que desempolvó.

—Después hablamos con él. Hay que pincharle. Si nos da carta blanca encendemos una bomba y se la ponemos en la mismísima almorrana a los industriales.

Benito se animó.

—Una bomba de mondongo, longanizas y paletillas.

—Tan municipal y espesa como las intervenciones de don Sebastián Riello en el Pleno.

Alipio el botones me dio el teléfono del Parque. Chumilla salía del despacho de Afrodisio como de un ring donde le hubiesen derrotado a los puntos. Rovira le miró meneando la cabeza y volvió a repetir:

—Se le ha subido la jefatura al moño, ya es castigo.

—Estoy en el laboratorio —advirtió Chumilla antes de desaparecer.

El Parque comunicaba. Afrodisio asomó en la puerta.

—Benito, ¿acabas de una vez?

Benito había vuelto a teclear.

—Ya lo tengo casi apagado, director.

—Parra, ¿hablas o no hablas?

Le mostré el teléfono en mi mano.

—Chaval —le dijo a Alipio—, baja y avisa a Arsenio que es para hoy. Y llévale esto a don Paco.

—Si usía me concede un momento —aventuró Rovira con la sorna indefinida y volviéndose en el taburete—. Aquí la página diez no me cuadra.

Afrodisio fue a su vera.

—O quitamos la publicidad de Lozas Lesmes y Ultramarinos El Montañés o le cortamos la crónica a don Jesusín.

—Corta por lo sano. Lo de don Jesusín apesta ya con tanto veraneante ilustre.

—Luego dice que yo le tengo manía —se disculpó Rovira.

Afrodisio regresó al despacho. Estuve marcando siete u ocho veces hasta que logré comunicar.

—Aquí Marcos Parra, del «Vespertino». Quiero hablar con el jefe.

Un lapso de dos minutos y una voz cantarina me llenó la oreja de cordialidad.

—Buenos días. Encantado. Soy Julián Centeno.

—Quiero noticias del incendio.

—A su entera disposición. Los trabajos están concluidos. Sólo queda un retén de seguridad. Misión cumplida.

Acerqué bolígrafo y papel.

—¿Se saben las causas?

—Pues no, hay que peritar con calma. Estamos en ello. Pero si lo desea le adelanto mi hipótesis. El difunto fue el agente provocador, apuesto doble contra sencillo. Un fueguecito para calentar las sopas, una colilla al albur. Cualquier cosa. Tenga en cuenta que el inmueble estaba abandonado, vigas semipodridas, materias de desecho que prenden como gasolina. Si el difunto es un mendigo, como pensamos, podía estar enfermo o borracho, dispuesto a dormirla sin enterarse de nada. No tardaremos en ofrecerles nuestro parte.

—Los espectadores tuvimos ocasión de presenciar una actuación del Cuerpo bastante deficiente.

La voz se atipló.

—Lo niego. Hay mucho infundio contra nosotros. Esa es una apreciación que no puedo admitir.

—Tal vez cuentan con equipo pasado de moda.

—Estoy de acuerdo en que en el presupuesto podían ser más generosos con nosotros. Hay material que renovar y la dotación se queda corta. Pero siempre cumplimos a conciencia. El incendio se superó en un tiempo más que aceptable.

—Con la ayuda el vecindario.

—Mire, el vecindario ayuda y no ayuda. Las catástrofes desatan el pánico, los nervios se encrespan. Pero pensar, como sucedió, en un riesgo inmediato para el bloque de Regiones, que era el que estaba más cerca, y para el barrio, fue algo totalmente absurdo. Nuestro plan de contención, el dispositivo de seguridad, y le ruego que esto lo diga así, fue perfecto y preciso. Acorde a las normas más acrisoladas. Por favor, no sean ustedes quisquillosos. El Cuerpo de Bomberos es heroico y abnegado, derrocha amor propio, se lo digo yo. Por eso nos duele más el juicio apresurado e injusto de los profanos.

—También los espectadores escuchamos unos, digamos, aterrorizados rebuznos, y usted perdone. Es algo que está dando pie a muchas cábalas.

La voz se hizo delgada como un junco.

—Perdone que me remita en exclusiva a la parte técnica del siniestro, que es la única que me compete. Nuestra misión era apagar el fuego, efectuar los salvamentos, si los hubiere, y activar los dispositivos de seguridad.

—¿Cómo hallaron el cadáver?

—Perdone otra vez, pero de eso debe usted hablar con el juzgado de guardia, ellos lo levantaron.

—¿No hubo ningún otro hallazgo?

Pude adivinar una sonrisa forzada.

—Cenizas y humo. Aquello era un almacén de polvo.

—¿Qué más puede decirme?

—Sólo rogarle que recuerden la disciplina y sacrificio de nuestro Cuerpo. Y que no sean quisquillosos, por favor.

—Muchas gracias.

—A usted.

Era cuanto podía sacarle a un estricto funcionario preocupado en no mojarse ni la punta de los pies.

Me puse a la máquina y elaboré un preámbulo lleno de baldías inquisiciones antes de concederle la palabra al oráculo del Parque.

Arsenio había vuelto con sus galeradas, entraba en el despacho de Afrodisio y salía limpiándose las manos como Pilatos.

—Tienes cara de haber dormido al sereno —me dijo con su gracia más sosa que la sopa de un diabético.

—A otros se les pone igual en la Adoración Nocturna —le contesté.

Benito cantaba el punto final de su rollo incendiario. Se desperezó hacia atrás antes de incorporarse y su colmado cenicero cayó al suelo con un estrépito de cristales hechos añicos. La úlcera de Afrodisio chilló tras la cristalera.

—¿Vais a estaros quietos?

El dudoso equilibrio de Benito, apoyado en las patas traseras de la silla, se fue a pique ante el estruendo y la voz del director. Cayó de espaldas rozándose la cabeza en la pared, igual que un saco. Todos nos levantamos al mismo tiempo. Afrodisio asomó en la puerta.

—¿Pero qué demonios sucede?

Los zapatos de Calamidades surgían por encima de la mesa pedaleando en el aire. Las manos buscaban sin suerte un asidero. Los folios del reportaje le resbalaban por el pecho.

—Sacarme de aquí, echarme una mano —gritaba.

Le cogimos entre don Baudilio y yo y le pusimos de pie. Afrodisio cerró la puerta del despacho murmurando.

—No en vano te llaman Calamidades.

Benito se acariciaba con gesto dolorido la nuca y los riñones.

—Para haberme roto la crisma.

Le ayudamos a recoger los folios. Alipio vino con la escoba.

—Te has quedado blanco.

—Un accidente laboral —masculló Rovira con sorna sin levantar los ojos de su cuadrícula.

Y entonces Benito, como si le hubieran pinchado, corrió hacia al absorto confeccionador y se le encaró a un metro.

—Sabandija. Métete la lengua en el calcetín. A mí ni me dirijas la palabra.

Del blanco había pasado al cianótico sin la más leve transición.

—Oigo un desagradable mosconeo —dijo Rovira sin inmutarse—. Alipio, ¿por qué no abres un poco más las ventanas?

—Ladilla —apostrofó Benito—. Me buscas y me vas a encontrar.

Teníamos ya sin remedio una nueva reyerta. Un viejo asunto de odios tribales que nunca llegarían a las manos, pero que sonoramente podían alcanzar puntos más álgidos que los de los conejos en el apareamiento.

Rovira se volvió con calma estudiada hacia su contrincante.

—A usted ni le conozco ni le considero.

Y después la cita clásica:

—Uno ha recibido la suficiente educación como para hacer oídos sordos a las palabras vanas.

Y tornaba a su cuadrícula.

Benito se iba convirtiendo progresivamente en un manojo de nervios. Don Baudilio me miraba. Teníamos la experiencia nefasta del arbitraje contemporizador. Sabíamos que la contienda necesitaba cubrir su derrotero verbal hasta desinflarse por sí misma. El propio Afrodisio lo sabía y por eso estaba haciéndose el sueco.

—¿De qué educación hablas? ¿Cuándo te has visto tú en un colegio de pago?

Rovira llevaba la ventaja de la calma, aunque por dentro le corroyeran los gusanos.

—Usted necesita sacudirse el pelo de la dehesa. Necesita pulirse para hablar conmigo. Y los hermanos de Champagnat dieron en hueso al intentarlo, según se ve. Es imposible sacar otra cosa que no sean bellotas del alcornoque.

—A ti, sabandija, los agustinos te echaron de Calahorra por tripero.

El tema tribal entraba en danza.

—Profesé de novicio y merecí sus respetos.

—Y el de las correas.

—Los padres agustinos, caballero, ejercen una pedagogía moderna. Lo que haya visto entre maristas allá ellos y usted.

—Los agustinos —remachó Benito con infinito desprecio—, una orden de desertores del arado.

Rovira se incorporó accionado por el resorte de la indignación.

—Una orden con licencia para todos los sacramentos. Y no como los maristas, que son legos, un cruce de maestros de escuela y sacristanes.

Las voces subían de tono.

—Cíteme santos —pedía Rovira—, dígame cuántas peanas consagradas ocupan esos señores del babero. Compáreme, si puede, al beato Marcelino con el Obispo de Hipona.

Rovira estaba ya electrizado.

Don Baudilio se decidió a meter baza con esa voluntad enmendadora tan inútil como peligrosa.

—Bueno, bueno, no os pongáis así.

Benito caminó hacia su mesa. Cogió los folios y los golpeó contra la máquina.

—No consiento que un miserable exclaustrado me insulte.

El taburete de Rovira cayó al suelo. Don Baudilio apenas pudo sujetar al confeccionador.

—Usted se traga esas palabras.

—Por Dios —suplicó don Baudilio al tiempo que veía rodar de nuevo su teja por el suelo.

Benito cerraba los puños.

—Ven aquí, si eres hombre, sabandija.

La voz de Afrodisio, que ya se hacía esperar, decretó combate nulo.

—No quiero oír más gritos. Se acabó. Benito, tráeme el reportaje.

Calma chicha tras la barata tempestad.

Don Baudilio intentaba componer la teja lacerada y Rovira liaba un cigarro como buscando sosiego en la minuciosa operación de la petaca y el librito. Sus labios mascullaban un mudo soliloquio con gran aparato de gestos y salivaciones. Benito se encerró en el despacho de Afrodisio.

Volvía al plácido tecleo con una indómita desgana, desalentado entre el sudor que me hacía cosquillas en los sobacos y me perlaba la frente.

Las ventanas de la redacción, abiertas de par en par, como tres ojos sin párpados, dejaban entrar la vaharada luminosa que ya estaba abrasando el paisaje de torres y tejados.

El ventilador con las aspas quietas pendía sobre nuestras cabezas, inútil y absurdo, convertido desde hacía una semana en un enfermo incurable.

Cuando liquidé el último folio Rovira se me acercó limpiándose la cara con el pañuelo.

—Nos vamos a deshidratar —dijo.

—De algo hay que morir.

Me miró con cara de náufrago, asintiendo, apartó los folios y se apoyó en mi mesa.

—¿Has pensado lo del permiso?

—Por mí no hay problema. Habla con Afrodisio.

—Es que me fastidia hacerte la faena. La parienta se ha empeñado en que vayamos a su pueblo y tiene que ser a partir del quince, porque luego van mis cuñados. Yo por los chavales, que así se orean.

—Habla con él. Lo cambiamos. De verdad que no tenía pensado nada.

—Como eres el único que puedes echarme una mano.

Se quedaba mirando el ventilador, momentáneamente ensimismado en las aspas inmóviles.

—No te cases, Parra. Eso del matrimonio es un folletín —dijo absorto en sus pensamientos.

Comencé a recoger los folios.

—Hablaré con él, pero si te viene mal dímelo. Tampoco se hunde el mundo.

Se iba hacia su puesto limpiándose las manos.

—Es un pueblo del Páramo que no tiene ni río, fíjate qué plan, pero como nos falló lo de Educación y Descanso.

Con los folios en la mano entré en el despacho de Afrodisio. Benito discutía con él.

—No podemos aventurarnos. Y te dije bien claro que ni lo mentaras.

Benito se encogió de hombros al verme e hizo un gesto de disgusto señalando a Afrodisio, que peinaba el original con la estilográfica. Afrodisio me miró sombrío por encima de las gafas.

—Haz lo que quieras, pero ten en cuenta que los rebuznos los escuchó todo el barrio —advirtió Benito y se fue a la ventana con las manos en los bolsillos.

—¿Llamasteis al juzgado?

Me senté y cogí el teléfono.

—¿Con quién puedo hablar?

—Pregunta por Corsino, el número está ahí apuntado —me indicó Benito.

Marqué. La voz de Corsino el Oficial tardó un minuto en contestar con su timbre de chicharra.

—¿Qué hay del fiambre? —le pregunté.

—Identificado —anunció Corsino satisfecho, después de saludar y recordarme una añeja deuda de mus—. Toma nota si quieres. Arsenio Valderas García, hijo de Acisclo Valderas —deletreaba con acento procesal— y de Encarnación García, natural de Serrilla, municipio de Matallana, nacido el cuatro de noviembre de mil ochocientos ochenta y tres. Sin oficio conocido. Estuvo unos meses en el asilo y se escapó. A lo mejor, Parrita, te suena más como el Cribas.

La estampa del Cribas con la lata del vino y los mendrugos en la mano, la zamarra costrosa, las barbas amarillas, las polainas y las abarcas que daban a sus pasos un andar más lento que el de las locomotoras en maniobra, me llenó los ojos y recordé su voz salmodiando la limosna con el pareado: para un cuartillo y para un cuarterón, para un librillo y para un porrón.

—¿No hay ninguna duda?

—Ninguna, Parrita. Hasta la hermana Eulalia, la de las hermanitas, le ha reconocido. El cadáver parece que está menos chamuscado de lo que puedas suponer. Esta tarde se le hace la autopsia. ¿Vale?

—Gracias, Corsino.

—A mandar.

Colgué. Afrodisio y Benito me miraban expectantes.

—Era el Cribas —dije y cogí un pitillo del paquete de Afrodisio.

—¿El Cribas?

—Un mendigo. ¿No me digas que no le has visto nunca? Desde La Ventilla hasta El Ejido le conocían hasta las piedras.

—No me doy cuenta —afirmó Afrodisio.

Benito se sentó en el borde de la mesa. Podía adivinar el recuerdo de la misma estampa en sus ojos abstraídos. ¿Cuántas colillas le habríamos visto recoger en el bodegón de Miche, en el Pelao y en Casa Aparicio? ¿Cuántos porrones se habría bebido a nuestra salud?

—Era un viejo lleno de asma y de pulgas —dijo Benito—. Un buen paisano.

—¿Y qué se le habría perdido en el caserón?

—A lo mejor olió los chorizos de burro y entró a picar.

—O a dormir la mona. Lo cierto es que él ya no va a contárnoslo.

—Añade el dato y dile a Paco que cerramos.

Afrodisio ojeó mi entrevista.

—Llévate esto también.

Benito salió con los papeles.

Fumaba en silencio sin poder borrar aquella sombra parsimoniosa del Cribas tan habitual en las esquinas, en las tabernas y en las callejas, un espectro de mugre que emitía la monótona cantinela como quien reza el rosario de la aurora sin haberse despertado del todo.

Afrodisio se quitó las gafas.

—¿Te vas a quedar ahí toda la mañana?

—Estoy pensando en el viejo. Y en la ocasión que tenemos para tirar de la manta en este asunto.

—Marcos, yo estoy en funciones. No quiero líos.

—Pero tampoco quieres hacer una hoja parroquial.

Volvió a ponerse las gafas después de repasar los cristales con el pañuelo.

—Sólo te pido que nos des vía libre a Benito y a mí.

—¿Y qué vais a hacer?

—Recoger toda la información que podamos y dejártela aquí, encima de la mesa.

—¿Para archivarla o para la caldera?

Afrodisio encendió un pitillo, cruzó las piernas y se me quedó mirando con cara de comadreja.

—Cuando la tengas podrás decidir. O que decida Cayetano cuando vuelva. Tú no arriesgas nada.

—Tendría que consultar con don Benigno.

Acentué mi gesto de desánimo con intención de levantarme. Un suspiro dramático y concluyente del que Afrodisio se resintió.

—Si para cualquier minucia tienes que dar cuenta al Consejo, será mejor olvidarlo. ¿Qué pintas tú y qué pintamos nosotros?

—Don Benigno —quiso disculparse Afrodisio— es persona comprensiva. Yo me cubro las espaldas.

—Don Benigno está en Babia. O somos profesionales o no lo somos, ése es el quid, como tú tantas veces repites. ¿Quién manda aquí en este momento? Déjate de pamplinas.

Le tenía acorralado y el pitillo tembló en sus dedos.

—No te exaltes. Vamos por partes. Discutamos el asunto.

—No hay nada que discutir, Afrodisio. No se trata de ninguna proposición deshonesta. No vamos a vendimiarnos a ninguna María Goretti. Calamidades y yo nos dedicamos a recoger información y luego vemos lo que todo esto da de sí. Conocemos el paño. Sabemos dónde echar los reteles.

Apagó el pitillo en el cenicero, cogió la estilográfica.

—Bueno, bueno, está bien. Pero me vais a asegurar dos cosas: absoluta discreción y ningún paso comprometedor para el periódico.

—No te preocupes.

—Y átame corto a Calamidades.

—Benito cuando quiere es un sepulcro.

Salí del despacho con el humor contrariado por las ridículas vacilaciones de Afrodisio.

Rovira y don Baudilio corregían galeradas en la mesa grande y Alipio regaba el suelo con el botijo en un vano intento de refrescar el ambiente.

—¿Se le puede entrar? —inquirió Rovira señalando con el dedo el despacho.

—Si esperas un poco a lo mejor se le enfría la úlcera —le advertí.

—Te queda el hueco de estrenos en la página ocho —me recordó—. Pero si no vas a hacerlo la liquidamos con un anuncio.

—La ventilo ahora mismo.

Me senté ante la máquina, comprobé en la agenda cuatro o cinco datos de un petardo de Cifesa que había visto la tarde anterior en el Mari, mientras dormitaba al lado de una pareja sofocada en los sudorosos meneos de la oscuridad, y por primera vez en la mañana me acordé de Claudia.

Si este triste papel, feo, católico y sentimental, no tuviera la divisa del bonete, lo que equivale a un estricto cinturón de castidad, sería grato poder dedicarle mi columna a Claudia: la fresca gracia de esa estupenda artista con tantas tablas, fabulosa en la Danza de la Serpiente, lo más destacado del elenco en el teatrillo de Rosita Yen, como muy bien había dicho Mariano Olmedilla en radio falange.

La esperanza de otra noche agitada entre sus brazos me hizo sonreír con esa complacencia de las buenas promesas, favorable caldo de cultivo para superar la idea de que este mundo es un valle de lágrimas. Si el ceniciento Belisario, guarda nocturno de las obras del estadio, volvía a cedernos la guarida, las mieles del amor se derramarían generosas hasta la madrugada, emulando los versos venéreos del poeta Buchaca, vate provincial y secreto erradicado por obsceno de todos los juegos florales.

Benito había bajado a talleres, Chumilla, de regreso con sus fotos, intentaba aplacar al exigente director y Arsenio iba y venía con su inefable aroma de plomo derretido y agua bendita.

La redacción era un remanso apenas alterado por el cabeceo de dos moscones en los cristales de la ventana y otro que, perdida la brújula, luchaba sobre la superficie del retrato de don Etelvino Alfageme.

La figura hierática de don Etelvino, retratado en sepias descoloridas, con la muceta y el bonete de pico y borla, y un desvaído ejemplar del periódico entre las manos, tenía esa inquietante calidad del testigo de ultratumba.

En las múltiples abstracciones del monótono trabajo uno se le quedaba mirando como para descifrar, en el inútil juego de una inútil memoria, los vagos significados de aquella fisonomía del fundador: la cana reverberación hasta el declive de las patillas, la verruga del pómulo izquierdo, los ojos coronados por las cejas de negra espesura, la nariz cepedana más protuberante y heladora que un carámbano. Adusto y señorial, pero como lastrado por la hipertrofia de esa dudosa enfermedad que aqueja a aquellos que nunca tuvieron juventud, don Etelvino daba la impresión de no haber sido nunca una persona de carne y hueso, sino un retrato vivo en su día, como esos olvidados tatarabuelos de los álbumes familiares de cuya lejana existencia uno puede llegar a dudar.

En el respeto a su memoria, muchas veces escarnecida por los simbólicos cortes de manga de Benito, destacaba la íntima reverencia de don Baudilio, incapaz de sentarse nunca dando la espalda al retrato y a quien, en más de una ocasión, yo descubrí quitándose la teja con un disimulado saludo y una leve cabezada de veneración.

Apenas había comenzado mi exordio cinematográfico cuando sonó el teléfono y me lo llevé a la oreja sin dejar de teclear con la izquierda. Una voz femenina trinó como un jilguero y tuve la rara sensación de encontrarme desnudo ante una imprevista y modosa mirada.

—¿«Vespertino»? Aquí la secretaría particular de don Salustiano. Don Higinio Peralta desea hablar con el señor director.

El trino resultaba demasiado oficial para los castos oídos de un redactor. Las voces del Gobierno Civil tenían la impronta de un viento de altas esferas con membrete de arriba España y ordeno y mando.

—Un momento, por favor, que en seguida le aviso.

Dejé el teléfono, corrí al despacho del encausado en funciones tropezando con Chumilla que salía, y a bocajarro, sin ninguna piedad, le disparé:

—Afrodisio, don Higinio Peralta quiere hablar contigo.

Las manos de Afrodisio se agarraron al nudo de la corbata, su úlcera detuvo las acometidas, su cara tomó el barniz de los ataúdes infantiles.

—¿Está ahí?

—No, hombre, al teléfono.

Todo el sudor quedó momentáneamente helado en su rostro. Sujeté la puerta y le vi caminar hacia mi mesa como una gabarra desorientada en un puerto lleno de niebla.

Rovira, don Baudilio y Chumilla nos miraban expectantes.

—Dígame, don Higinio. Soy Afrodisio Serra, Cayetano está de vacaciones.

La voz le había salido como una delgada filigrana y una forzada sonrisa se dibujó después en sus labios. La sonrisa varió al ritmo de sus melosos asentimientos en el transcurso de la conversación, hasta quedar convertida en una mueca difícil de descifrar.

—Sí, sí, don Higinio, por supuesto. Un saludo, un saludo.

Cuando Afrodisio colgó el teléfono Rovira y don Baudilio volvieron a las galeradas. Yo sujeté la puerta hasta que entró en el despacho. Ahora venía como castigado por la úlcera y el sudor contenido se derramaba a chorros por su frente.

—Pasa —me ordenó.

Se sentó en la mesa, cruzó los brazos y suspiró.

—Hay que levantar la primera página. Los titulares.

—¿Y eso?

—No me contestes.

—Pero si no digo nada.

—Don Higinio sugiere que no demos excesiva importancia al incendio. No conviene para el orden público. El barrio está alterado y hay que contribuir a calmar los ánimos. Baja a talleres y prepara una cosa más sencilla. En vez de pavoroso incendio poner sólo incendio, y subtitular con una mención al esforzado trabajo de los bomberos.

—Nos envainamos los bonitos tipos del ochenta y dos —dije con sorna no disimulada.

—Las bromas de mal gusto guárdalas para tus compadres de juerga —me recriminó.

—Afrodisio, estamos en una profesión de ovejas.

—Pero todos en el mismo redil.

—Sí, señor, sólo que los hay que cascan en el matadero.

—No tengo nada más que decir. Ponte a trabajar.

—Don Higinio Peralta o el nepotismo iletrado —sentencié con la mala uva que estaba a punto de contagiarme también una úlcera del tamaño de una castaña.

Afrodisio quedaba sumido en ese mar de incertidumbres y frustraciones que a modo de ducha fría castiga las playas tranquilas, cuando cerré la puerta.

—Rovira, vamos a talleres que hay que rehacer la primera.

—¿Qué pasa?

—Que en el Gobierno quieren poco fuego.

Bajamos con cara de circunstancias. El benemérito Argüello nos vio pasar mientras comía un bocadillo y acariciaba el botijo. No sé por qué los sordomudos miran como los ciegos.

En talleres el calor concentraba una neblina de ambiguas humedades, vapor de crudos sudores igual que en la sala de máquinas de un trasatlántico. Paco el regente y Benito trabajaban en la jaula de cristalera. Dionisio el linotipista estaba en camiseta montado en su hembra, aporreándole las teclas. Llamazares, Sinesio, Teodomiro y Angelín lo disponían todo para comenzar a tirar.

—Tenemos novedades.

Paco, que chupaba su boquilla vacía, me miró temeroso. Benito descolgó el lapicero de la oreja.

—Don Higinio Peralta no quiere ver el fuego en grandes titulares. Hay que rebajar la dosis.

—La plana está armada —insinuó Paco con ingenuidad.

—Pues vete desarmándola. Ordenes del director. Consigna del señor secretario.

Me senté en la mesa de Paco y escribí los nuevos titulares en una cuartilla.

—Toma —le dije a Rovira—, hazlo a tu gusto y sacar una prueba lo antes posible.

Paco y Rovira salieron del despacho. Benito movía la cabeza.

—Algún día nos tendremos que comer el periódico en vez de repartirlo —dijo.

Si es verdad que las desgracias nunca vienen solas, debe ser también cierto que las contrariedades se muerden la cola como las pescadillas.

El trofeo profesional de Afrodisio se convertía en un pez raquítico y la amodorrada desgana de Argimiro Vilches, un censor de estío más complaciente que la última daifa del Tuerto con la escasa clientela de un viernes santo, iba a cambiar de signo para enseñarnos unos extraños colmillos totalmente imprevisibles.

Cuando Arsenio marchó a Turismo con las galeradas para que el censor diera su visto bueno, de acuerdo a su benévola costumbre de si hay algo que ver decírmelo que tanto papel me abruma, el periódico entró en máquinas para ir adelantando trabajo.

Desfondados en la rutina de la redacción, entre el crucigrama y la cabezada, la hora del posparto pintaba un cuadro de relajada burocracia, como cuando en las delegaciones provinciales cierran la ventanilla y el personal aguarda mirándose las uñas a que den la hora.

El teléfono del despacho de Afrodisio nos bajó del limbo y sus voces nos hicieron temer algún accidente familiar, de esos que los parientes anuncian con un sujétate los nervios, no pasa nada, a papá le dio la embolia.

—¿Quién demonios ha hecho la corresponsalía de Las Rozas? —inquirió a voces asomando en la puerta con un fulgor morado en los ojos.

Todos nos miramos sobrecogidos e inocentes.

Rovira tartamudeó poniéndose de pie, temblándole en la mano el crucigrama.

—Don Vicente, como siempre.

—Ese estúpido boticario —masculló Afrodisio—. ¿Quién leyó la crónica?

Ninguno teníamos respuesta.

—Era algo sobre las fiestas de Las Rozas —dijo Rovira.

—Baja al taller y di que paren. Maldita sea su estampa. Traerme el original.

Entré en el despacho de Afrodisio seguido de Benito.

—¿Qué pasa?

Un puñetazo limpio sobre la mesa hizo saltar sus gafas, que cayeron al suelo y se salvaron de milagro.

—Argimiro ha tachado íntegra la crónica del boticario. Arsenio dice que se ha puesto furioso. Me va a reventar la úlcera.

Se sentó y volvió a aporrear la mesa. Benito y yo nos miramos como dos náufragos batidos por la tromba.

—¿Qué demonios se le habrá ocurrido a ese estúpido de don Vicente?

Alipio el botones trajo el original, dos folios tatuados con salpicaduras de tinta azul. Afrodisio lo devoró y nos lo pasó después.

La fiesta de San Roque se anunciaba con dianas floreadas, misa solemne, carrera de rosca, circuito ciclista, coros y danzas de la Sección Femenina, y dos verbenas amenizadas por Los Ciclones de Carrocera.

Un programa de medio pelo, apostillaba don Vicente, con imperdonables olvidos impropios de una verdadera Comisión Municipal de Festejos. Y el boticario pasaba revista a una serie de actos excluidos, todos ellos de tradicional raigambre en la comarca y atractiva vitola para los forasteros que nos visitan, finalizando con una requisitoria dirigida al alcalde y al concejal presidente de la Comisión: ¿quién manda aquí, quién prohíbe la suelta de la vaca tronada, tan vistosa, espectacular y milenaria, y el chapuzón al santo en el regacho, habida cuenta de la sequía que padecemos fruto de su falta de interés hacia quienes le rendimos fervorosa advocación, y la típica cencerrada en la Sindical, todo ello tan propio de nuestro folklórico acervo, o es que Las Rozas ya no tienen derecho a divertirse según las acrisoladas costumbres que legaron a este bendito pueblo sus mayores?

—Un chinche —dijo Afrodisio—. Estará quemado porque no le nombraron a él de la Comisión.

—Vilches se ha pasado de rosca —opinó Benito.

—Lo que quieras, pero ese don Vicente dispara ahí con posta. ¿No os acordáis que el año pasado lo de la vaca tronada produjo tres heridos y hubo un follón con el comandante del puesto? ¿Y que el obispo llamó al orden al párroco por lo del chapuzón del santo? Seguro que el alcalde tiene órdenes del Gobernador. Esa crónica es un libelo. ¿Cómo demonios no la había leído nadie? Aunque sólo fuera para corregir las faltas de ortografía.

Afrodisio se arrancó la corbata y la tiró encima de la mesa.

—Baja a talleres. Que la quiten y rellenar con publicidad —le ordenó a Benito—. El boticario me va a oír.

Benito se fue. Arsenio entraba en ese momento, sofocado, con cara de haber perdido tres kilos en una carrera contra reloj.

—Argimiro nos ha puesto pingando —dijo antes de sentarse—. Me ha advertido que no volvemos a colarle una. Que las galeradas las quiere a su hora y que hasta que no estén visadas aquí no se pueden mover las máquinas.

—¿Por qué no le llamas por teléfono? —insinué a Afrodisio.

—Es mejor esperar que se le pase —observó Arsenio.

—¿Y qué mosca le ha picado para sacar así, sin avisar, la lupa? —le pregunté.

—Yo creo que estaba advertido —afirmó Arsenio—. Fue directo a la crónica de don Vicente.

—Ese miserable boticario habrá leído su libelo en el café para darse pote. Nos ha usado de felpudo.

—Tampoco es para tanto —le dije a Afrodisio, que se levantaba moviendo las manos como un estrangulador antes de comenzar la faena.

—¿Crees tú que Argimiro Vilches da el tachonazo y se calla la boca? A estas horas ya lo saben en el Gobierno.

—Por eso es mejor que le llames, échale un capote.

—Hay días en que parece que uno se santigua con la zurda. Don Higinio nos come los titulares y ese chinche nos mete en la ratonera. Verás tú el chorreo de don Benigno y de todo el Consejo. Porque esto no lo tapamos así como así.

—Pero podemos ponerle un parche —aventuré—. Mañana le damos una página al San Roque de Las Rozas. Abajo las romerías prehistóricas y vivan las fiestas modernizadas. ¿Qué te parece? Una loa a la Comisión de festejos y un garrotazo a las tradiciones cavernícolas.

La improvisada propuesta hizo efecto en Afrodisio, que vio una nube blanca en el horizonte borrascoso.

—Menos mal que a veces se te ocurre alguna idea.

Arsenio se fue a talleres y Benito apareció después con todo el sopor del sueño debido en los ojos vidriosos.

—A Paco le va a dar el infarto y yo me duermo. Nos retrasaremos por lo menos una hora.

—Qué le vamos a hacer —suspiró Afrodisio resignado.

Don Baudilio asomó en la puerta con la teja en las manos.

—Si no me necesitáis me voy al coro. Se me hace tarde y este mes ya tengo dos faltas.

—Váyase, váyase —concedió Afrodisio.

Un impenitente moscardón zumbaba por el techo cabeceando contra la lámpara.

La ventana abierta metía en el despacho el seco azogue del mediodía, la pelusilla de los castaños del bulevar.

A Benito se le cerraban los ojos.

—Vamos a tomar una cerveza —propuse.

—¿Llamo antes a Vilches? —preguntó Afrodisio sin disimular sus dudas.

—Déjalo ya. Que se trague la mala uva —le animé.

Se compuso la corbata y salimos.

—Chaval, atiende el teléfono —ordenó a Alipio—. Estamos en el Astorgano.

El benemérito Argüello levantó los ojos en la garita y dio la cabezada de respeto. Entramos un momento en talleres donde la actividad resudaba entre el ronroneo de las planchas y los motores, mientras Paco daba órdenes como un guardia civil en el puesto de campaña.

Los rollos de papel giraban como lenguas extraídas de la boca en un tosco martirio de golpes y de tinta.

El «Vespertino» iría asomando su triste cabeza en ese papel moreno y frágil que tenía una rara habilidad para manchar las manos de los lectores.