3

El viento penetraba en la Plaza del Grano por el callejón de la iglesia del Mercado. El chorro de la fuente se mecía vertiendo el agua en desiguales salpicaduras fuera del pilón.

Tina alzó el cuello del abrigo y se cogió con las dos manos a mi brazo. Subimos cruzando la Plaza de Don Gutierre y por Zapaterías hasta las Tiendas. Entramos en el Palomo.

—Dos solos y dos coñás —le pedí al chaval que dormitaba en la barra.

Nos sentamos en una mesa del fondo, entre la penumbra apenas aliviada por una bombilla sucia. Dos viejos jugaban al dominó arrastrando las fichas en el mármol.

—Estoy helada.

—Lo primero, échate un trago —le dije ofreciéndole una de las copas que nos servía el chaval.

—La voy a mezclar con el café.

Bebimos y encendí un pitillo. Tina me lo quitó de los dedos.

—¿Qué era eso tan importante que tenías que decirme?

—No sé por dónde empezar.

—Pues, hijo, vaya un problema.

Me devolvió el pitillo y se me quedó mirando.

—Es que estoy metido en algo que a ti también puede interesarte.

—Mira que bien. ¿Y qué es?

—Para empezar tengo que decirte que esta mañana no te conté la verdad.

—¿La verdad?

—Sí, sobre la muerte de tu padre. La noticia tal como salió en los periódicos no era cierta. No murió accidentalmente. Pero esto es un secreto, Tina, algo que no ha trascendido, que muy pocos sabemos.

El rostro de Tina se puso tenso. Sus ojos flotaron como mecidos en un mar de incertidumbre.

—¿Qué pasó?

—En el caserón incendiado había un matadero ilegal. Tu padre debió entrar allí a dormir y sorprendió el pastel. Le mataron y prendieron fuego a todo aquello. Se debieron poner muy nerviosos.

—¿Quiénes eran?

—Bueno, eso es complicado. Gente relacionada con don Sebastián Riello, un concejal del Ayuntamiento que anda en negocios de ésos. De él depende el Matadero Municipal, así que ya puedes imaginarte.

—¿Y tú qué tienes que ver?

—Nada, Tina. Un compañero del periódico y yo teníamos pistas sobre lo del concejal. Lo de tu padre lo descubrimos sobre la marcha. El concejal tiene muchos asuntos y buenas conexiones por lo alto, hasta en el Gobierno Civil. Le echaron tierra a lo de tu padre, y del matadero ni siquiera se insinuó nada en los periódicos. Ya sabes cómo son esas cosas.

—Tenía que ser así —dijo Tina—, tenían que matarlo. Siempre estuvo sentenciado.

—Vamos, no le des vueltas.

—No, no se las voy a dar, te lo juro. Pero todo lo que aguantó, todo lo que le hicieron. Estuvo mucho tiempo en la cárcel después de la guerra.

—Lo sé.

—La verdad es que casi ni puedo recordarle. Hasta me parece absurdo que fuera mi padre. ¿Cómo decías que le llamaban?

—El Cribas. No sé por qué.

—Déjame la colilla.

Se la di y apuró dos largas bocanadas antes de tirarla.

—¿Eso era todo lo que ibas a decirme?

—No. Hay más. Verás, esta gente, el concejal y los suyos, tienen enemigos, enemigos dispuestos a acabar con ellos. Se disputan muchos intereses, muchas influencias. Toda esa información sobre los negocios sucios les sirve, pero sobre todo la muerte de tu padre, eso es lo que más les importa. Y ahí puedes entrar tú, quiero decir que contigo las cosas se les pondrían muy complicadas. Una sospecha de la hija del muerto que diera pie para volver sobre el asunto, para desenterrarlo, una amenaza así de grave, de eso se trata.

—¿Pero tú crees que yo puedo meterme en un lío de ésos? ¿Qué puedo sacar en limpio, Marcos? A mi padre ya no lo voy a resucitar. Y, a fin de cuentas, lo llevaban matando tantos años.

—Hay dinero, Tina, y supongo que no andarás sobrada. Dinero en cantidades importantes. La pasta es lo que de veras te puede interesar en esto, y me parece que debes pensarlo.

Tina sonrió moviendo la cabeza, se llevó una mano a la frente y después acarició el cabello.

—Tiene gracia. A lo mejor es la herencia del Cribas, ¿no?

—Piénsalo.

—Ya está pensado —dijo en seguida golpeando la copa en la mesa—. Si de veras hay dinero, que cuenten conmigo.

—Bueno, tú prácticamente no tendrás nada que hacer. Yo me encargo.

—¿Vas a ser mi representante?

—Algo parecido.

—¿Y quién es el que paga?

—Un industrial que tiene problemas en los negocios, don Paciano Abascal. Necesita meter a un hijo de concejal en el Ayuntamiento para soltarse las manos. Los otros se las tienen atadas.

—¿Eres amigo suyo?

—No llego a tanto ni me interesa. Si te digo la verdad no sé cómo me he ido metiendo en todo esto.

—No tengo un duro, Marcos. Si te soy sincera, lo justo para aguantar tres o cuatro días. Esta última temporada en Barcelona me fue fatal.

—Están dispuestos a soltar la badana. ¿Qué te parecen veinte o treinta mil de entrada?

—¿Tanto?

—Esto lo vamos a manejar tú y yo a nuestro gusto. ¿Te parece bien?

—Pues, mira, muy bien, ¿qué quieres que te diga?

—Dejas el Montañés y te vas a un hotel. Te instalas cómoda.

—¿Pero me voy a tener que quedar mucho tiempo?

—Ya veremos.

—En Oviedo me espera una amiga.

—Le escribes.

—¿Sabes que en buena hora te llamé esta mañana? Menuda ocurrencia.

—Antes te quejabas.

—¿Cuándo?

—En la pensión.

Miré el reloj, eran cerca de las seis y tenía que pasar por el periódico.

—¿Dónde te veo luego?

—Donde digas.

—Para cenar juntos. Podías esperarme en el Nacional a eso de las nueve.

—Bueno.

Llamé al chaval y le pagué.

—Tengo que trabajar un rato, no me queda más remedio. ¿Qué vas a hacer tú?

—Si no llueve dar un paseo.

—Entonces me acompañas.

La tarde se precipitaba con el desabrido vapuleo del viento que hacía correr las nubes. Por Escalerilla haraganeaban cinco perros flacos y mojados, que ya habrían recorrido la Plaza Mayor rebuscando en los desperdicios del Mercado. Tina me acompañó hasta la Plaza de la Catedral.

Entré en la redacción como el mochuelo que se desliza presuroso a la rama y allí se queda como si nunca se hubiese movido.

Benito Calamidades comprobaba la lista de la lotería y don Baudilio cuadraba la hucha del pobre. En el ambiente parecían adensarse unas sombras de ceniza que caían del techo asfixiando el fulgor de las lámparas de globo.

Benito no me dio tiempo ni para meter el folio en la máquina.

—Tuviste visita —me dijo acercándose.

—¿Sí?

—Vilorio.

—¿Qué Vilorio?

—El gitano, el charlatán.

—¿Y qué quería?

—Hablar contigo. Te espera en el Astorgano.

—Vaya por Dios. ¿Hace mucho que vino?

—Como una hora.

—¿Qué tripa se le habrá roto?

—Afrodisio preguntó por ti.

—¿Está también Cayetano?

—No.

Me levanté y fui al despacho.

—Ya te dejaste caer —confirmó Afrodisio que escribía en una cuartilla haciendo con el bolígrafo una letra diminuta.

—¿Querías algo?

—¿Te dijo Cayetano que lo de Abascal va a doble página?

—Incluida la publicidad.

—¿Y andas en ello?

—Lo voy a ventilar hoy, Afrodisio, no te preocupes.

—A mi plin, Parra, yo es sólo avisar. Para como nos tienen aquí.

Cerré la puerta y regresé a mi mesa.

—Bajo a ver a ése —le dije a Benito.

—Andas de la ceca a la meca, Marquines; un día te hernias.

—Con el diesel engrasado.

No me puse el abrigo y salí corriendo hasta la esquina del Astorgano, azotado por el viento que bramaba por el bulevar.

Había cuatro peones de la construcción charlando en la barra con Balbino el dueño, en una mesa estaba don Manuel, su suegro, haciendo cigarros con la máquina, y en otra el gitano Vilorio con un porrón de cuartillo en la mano y una colilla apagada en los labios.

—Vas muy fresco, galán —me dijo don Manuel.

—Parra, Fina me está haciendo un férvido, si gustas —ofreció Balbino.

—Luego —le dije.

Acerqué una silla para sentarme junto al gitano.

—Cuánto tiempo sin verte, Vilorio.

—Sí, señor. De dos años no baja.

—¿Cómo te va?

—Lo mismo. Igualito de mal. Sólo que ya estamos acostumbrados.

—¿Sigues corriendo ferias?

—Hasta que acaban.

—¿Con el mismo género?

—Así, así. El peine, la media y la estilográfica que no falten.

Me ofreció el porrón y eché un trago. Luego bebió él.

—Pues tú dirás.

Se incorporó en la silla para acercarse y habló en voz baja.

—Me manda Fernandito el de Bedoya. Tiene que hablar con usted.

—Dile que venga a verme.

—No puede.

Los ojos del gitano, alelados y legañosos, parecían dos vidrios empañados.

—Está herido —afirmó bajando todavía más la voz.

—¿Y eso?

—Le dieron en el brazo. Él se lo cuenta.

—¿Dónde está?

—Yo lo llevo.

—¿Ahora?

—Ahora quería. O luego lo pasaba a buscar.

—¿Pero es muy lejos?

—Por el Ejido.

—Voy por el abrigo —le dije—. Espérame a la puerta del periódico.

—Echa un pito —me ofreció don Manuel dándome el que acababa de hacer.

Corrí hasta el periódico y estuve a punto de chocar con Donato, el conserje, que salía de talleres con la escoba en la mano.

Entré en la redacción como la golondrina que planea vertiginosa hacia el nido. Benito leía una revista apoyado en mi mesa.

—¿Dónde vas con esos humos?

—Beni, cúbreme la retirada —le contesté yendo al perchero a recoger el abrigo.

—¿En qué líos andas, Marquines?

—¿Líos?

—Habiendo gitanos ya sabes a lo que me huele.

—Un día te lo cuento.

—Cuídate, Marquines, que por el hielo se resbala.

—Tú cúbreme —le pedí señalando hacia el despacho.

—Ese está entretenido con la úlcera.

—Peor.

Vilorio me esperaba al otro lado de la calle.

El pantalón de pana revenida le cubría las piernas como un fardel, y la chaqueta de mahón con los bolsos rapados mostraba su longevidad heroica. Calzaba unas abarcas sin calcetines y se cubría la cabeza con una boina capada. La barba de días daba a su rostro un aspecto de huerto donde crecen las hierbas viciosas.

—¿Como cuánto vamos a tardar?

—Según nos movamos.

Por el bulevar seguía el viento sin alivio, y hasta la Plaza de la Catedral nos batió la cara. El gitano caminaba como un pájaro arrecido. De cuando en cuando le subía una tos seca y espasmódica.

—¿Quieres un coñá?

—Si usted tiene el detalle.

Tomamos una copa en el Exprés y bajamos a la Plaza Mayor. Los restos del mercado, del que apenas quedaban en pie los esqueletos de los tenderetes, llenaban la Plaza de un agrio aroma de hortalizas y excrementos. Por los soportales nos resguardamos de la lluvia, que volvía a aflorar como desgajada de un techo blando y cada vez más negro.

—Ahí en el Benito convida el que habla —dijo Vilorio.

—Nos vamos a entretener.

—Si usted me hace ese desprecio.

—Vale, vale.

Bebimos un tinto en el Benito, bajamos por el pasadizo y no tardamos en salir al Ejido.

El oscurecer envolvía un paisaje del que se iban borrando las casas. Huertas, praderas, algunos chamizos y el camino enrevesado entre sebes y medianas paredes de cantos y morrillos.

En el cercano horizonte la cresta de las choperas se mecía en la húmeda oscuridad.

—Por esta senda hay que ir con cuidado —advirtió Vilorio.

Avancé detrás de él. El barro se pegaba en los zapatos.

—¿Queda mucho?

—Para ir de prisa menos que despacio. A un tiro de posta.

—Pues ya podía haber buscado mejor guarida el Fernandito.

—En lo que a mí se me alcanza no creo que la haya. ¿Usted conoce el Corralín de Cantarranas?

—No.

—Pues allí mismo. Y cuídese aquí que hay otro reguero.

La lluvia era menuda e intermitente. Por el sendero, entre las lindes de dos prados, llegamos al arribo de una presa que tuvimos que saltar tomando carrera. Luego salimos a un sembrado y lo fuimos bordeando por la línea de chopas y sebes.

—¿Ve usted aquel cacho pared?

En la rala oscuridad se adivinaba una mancha de ladrillos macizos.

—Es el Corralín. Voy a adelantarme para que Fernandito no se recele. Usted espéreme.

Vilorio se fue apretando el paso. Me quedé quieto, invadido por un escalofrío. La humedad me hacía tiritar. Froté los zapatos contra la hierba y los tapines para quitar el barro.

Al cabo de unos minutos escuché un silbido, después la voz de Vilorio llamándome. Avancé inseguro hasta divisarle.

La pared era bastante alta y formaba una cuña. Hacia el interior quedaba, adosada a ella, la mampostería de un chamizo con un pedazo de tejado de latas en el rincón. Piedras, tejas rotas, ladrillos amontonados, se esparcían por el suelo de tierra rapada. Algunos vetustos frutales se erguían solitarios en los alrededores.

En el rincón techado estaba Fernandito envuelto en una manta, ante una lata agujereada en la que sobrevivían unas brasas.

—Ahí lo tiene —me indicó Vilorio.

Fernandito quiso incorporarse al verme, pero apenas logró alzar la cabeza. Con la mano derecha se sujetaba el codo del brazo izquierdo herido.

—Quieto —le ordené llegando a su lado.

—Yo voy a tomar otro poco el aire y a lo mejor hasta muevo el vientre —dijo Vilorio.

El rostro de Fernandito con la barba cerrada, el pelo revuelto y los ojos levemente desorbitados, delataba el dolor y el cansancio del fugitivo, ese sello de anhelante ausencia que parece preceder a la entrega o a la desesperación.

—Gracias por venir.

—¿Cómo estás?

—Me dieron aquí, en el brazo, pero sólo una mordida, al hueso no llegó.

—¿Te has curado?

—Vilorio me limpió y me echó un potingue. Perdí algo de sangre, pero ahora está bien encañado.

Me enseñó el brazo. Una sucia venda prendida con un alfiler ocultaba la herida.

—Hay que cuidar que no se infecte.

—Le echamos oxigenada y alcohol.

—¿Te duele?

—Me dolió mucho, pero ya no.

Saqué tabaco y encendimos un cigarrillo. Aspiró una honda bocanada y se me quedó mirando y moviendo la cabeza.

—Parra —dijo—, a mi padre lo cazaron. Estamos metidos en una.

Los ojos se le aguaban, como si la salpicadura de la lluvia le entrase en ellos como una esquirla.

—¿Por qué no me lo cuentas? —le animé.

—Para eso quería hablarte. Y tienes que perdonar que me tome tantas confianzas, porque ya tienes que estar hasta el gorro de mí. Pero te juro que no tengo a nadie a quien ir. No sé lo que se puede hacer.

—Un amigo es para cuando hace falta.

La mirada de Fernandito estaba fija en las brasas.

—Desde el verano vamos en picado, Parra. Los burros ya tú sabes que se iban para el mondongo, para sacrificarlos. Y mi padre entró en eso como un pardillo. Yo nunca le di pie, no me gustaba.

—¿El trato lo hacíais con Obdulio y con Cachafeiro?

—Sí, con esos payos, que mejor nos hubiera ido revolearnos entre ortigas. Porque del dinero, al fin, no vimos ni la mitad. Esos lo manejaban como querían. A repartir quedándose con lo que les daba la gana. Y mi padre no sé, Parra, para mí que está chocho, ni el trigo ni las pajas.

—Los burros que se quemaron eran vuestros.

—Claro. Y de toda la reata que les llevábamos entregada por aquélla apenas habíamos visto cuatro cuartos. Obdulio nos dijo que lo del incendio estropeaba el negocio y, a las malas o a las buenas, todos salíamos perdiendo. Yo tuve con él una, pero mi padre me echó el alto. A mí me olía que el dinero nuestro se lo arramplaban esos dos. Y así era.

—No entiendo cómo tu padre se metió en eso.

—Va para largo que las cosas le iban muy mal. Lo enredó directamente don Sebastián y a mí, también te lo digo, me atrancaban con la condicional, el mismo inspector Valero, que fue quien me echó el guante cuando lo mío. Como aquí al mismo Vilorio, que lo tiene fichado igual que a tantos. El caso es que después de aquello nos quedamos quietos, hicimos algunas ferias y bajamos para Valladolid. Mi padre no me decía nada y yo pensaba que ya habíamos tarifado, aun perdiendo lo que nos robaron. Pero no. En Valladolid teníamos camada con mi tío Emiliano y allí íbamos para el mismo negocio.

Fernandito alzó los ojos de las brasas y restregó la nariz en la manta.

—Mi padre había estado con don Sebastián y otro industrial. El trato seguía. Le liquidaron algo del dinero y le ofrecieron mejores condiciones, pero haciéndonos nosotros cargo de los sacrificios. Todo era, según se convino, provisional, en tanto ellos pudieran tener otro matadero, bien guardado de la ronda.

—¿Y entrasteis en eso?

—Sí, Parra, entró mi padre, y mi tío Emiliano, y mis primos Lolo y Vidal y a mí me dijo que si no quería que cogiera carretera con la parienta y la recua. Era un favor que les iba a hacer a don Sebastián y a los otros, que se habían quedado en el aire. Ya ves qué cosas. Total, que buscamos un sitio cerca de Medina y allí dos o tres noches a la semana les dábamos el cachetero a los burros, los abríamos en canal y los aviábamos para traerlos.

—¿En qué?

—En una camioneta que conducía mi primo Vidal. Se compró en Valladolid con dinero que nos adelantaron, una carrilana.

—¿Y dónde descargabais?

—En un garaje de Puente Castro, antes del fielato. Ellos querían que lo metiéramos, pero eso ya no nos gustó. Allí esperaban Obdulio y Cachafeiro y otros y ya se hacían cargo. Por el fielato, esa es la verdad, pasaban como por su casa.

—O sea, que volvisteis a las andadas y mejorando la marca. Negocio completo.

—El negocio completo era para ellos, Parra. Obdulio y Cachafeiro no fueron trigo limpio desde el principio, y de ellos bien que podíamos recelar, pero mi padre se ciega, la camioneta le parecía un potosí. De esos dos yo siempre tuve más que la sospecha. Y al propio don Sebastián saben dársela que, a fin de cuentas, para él éste es un negocio entre muchos. El caso es que a nosotros siempre nos hicieron el gato.

—¿Y qué pasó?

—Pues en esto llevamos como mes y medio. El otro día le dijeron a mi padre que ya tenían preparado un nuevo matadero y que volvían a encargarse ellos de la faena. El trato había sido así, echarles esa mano por un tiempo. Y la otra noche cogimos la última carga y salimos de Medina como siempre, mi padre, Vidal y yo. El viaje se hacía de doce en adelante y la verdad es que nunca hubo nada. Pero la otra noche, ya ves qué casualidad, que era la última que veníamos y tenían que hacernos liquidación, poco antes de Mayorga se nos echó la ronda encima. A mi padre y a Vidal los cogieron en seguida, pero yo iba en la caja y antes de que se dieran cuenta salté y me eché al campo. Me vieron correr y me dispararon.

Fernandito había tirado la colilla en el brasero y removía las brasas con un pequeño gancho.

—Preferí venirme aquí que volver a Valladolid. A ellos se los llevaron, los tienen en la cárcel. Un pariente que vino hoy avisó a Vilorio. Mi tío Emiliano y mi primo Lolo se escondieron hasta ver qué pasa.

—¿Y qué piensas hacer?

—Nada, Parra, te juro que no puedo pensar nada. Sólo hago que darle vueltas a lo mismo. La ronda nos la echaron encima, nos vendieron esos canallas.

—No me extraña.

—A nosotros nos dan el corte, ellos se quedan con el parné y los de abastos se apuntan el tanto. ¿Quién escucha lo que digan mi padre y Vidal? ¿Y qué van a decir? Así, trincados con las manos en la masa.

Un resplandor de rabia encendía los ojos aguados de Fernandito.

—Y yo lo mismo, Parra. Como no sea meterles la navaja a Obdulio, a Cachafeiro y al mismísimo don Sebastián.

—Lo primero que tienes que hacer es curarte. Déjame a mí que olfatee algo por ahí y ya te tendré al tanto. ¿Necesitas dinero?

Asintió con la cabeza.

—No tenía a quien llamar, Parra.

Saqué la cartera y le di quinientas pesetas.

—Venga, Fernandito, o somos o no somos. ¿Vas a seguir aquí?

Vilorio se acercaba silbando.

—Hasta que éste encuentre otra cosa. Unos días.

—Yo le digo que en mi casa —dijo Vilorio.

—Van a venir a por mí —afirmó Fernandito—. No te creas que se resignan. Esos en el fondo me tienen miedo, y con razón.

—Tú, Vilorio, te pasas mañana por la tarde por el Astorgano —dije—. Veremos lo que hay. Y tú no te muevas, el brazo limpiarlo por lo menos dos veces al día.

—La herida va bien.

—Bueno, Fernandito, pues no sé si hay algo más.

Me puse de pie. Se me quedó mirando.

—Gracias, Parra.

Le di la mano.

—Un momento, que yo me voy con usted —dijo Vilorio—. Allá de amanecida te traigo un potaje.

—Cómprame tabaco.

—Toma, quédate con este paquete que casi está lleno —le ofrecí.

—Vilorio, dile a Vargas que quiero verlo antes de que vuelva a Valladolid. Tiene que llevarle un encargo a la parienta.

Fernandito encendió otro cigarrillo y se acomodó contra la pared cubriéndose casi por completo con la manta. Vilorio le había dejado cerca del brasero un mendrugo de pan y un pedazo de tocino.

Salimos de nuevo a la senda.

La noche se cerraba como un manantial de suciedad sobre el Ejido, y en distintas direcciones ladraban los perros. El gitano Vilorio me guio más despacio, pero no pude evitar mojarme hasta los bajos del pantalón en un reguero.

—Ya desde aquí va usted seguro —me dijo cuando llegamos al camino—. Yo quiero cruzar por ese atajo, que yendo por las huertas siempre se afana una berza para el caldo.

—Entonces me ves mañana en el Astorgano.

—Allí mismo.

Se llevó la mano derecha a la sien y se fue.

Apoyándome en una piedra escurrí los bajos del pantalón y después limpié los zapatos en la hierba.

Cuando llegaba a la Plaza Mayor el reloj del Consistorio marcaba las ocho menos cuarto. Crucé la Plaza, subí hacia la Catedral y entré en el Exprés. Pedí un café solo y una copa de coñac y mientras me servían llamé por teléfono a Gabriel Llanos.

—Necesito hablar urgentemente contigo.

—¿Dónde estás?

—En el Exprés.

—¿Quieres que vaya?

—Mejor en el Victoria.

—Salgo.

Tito Baños me acercó la copa llena hasta el borde y se me quedó mirando mientras secaba un pocillo en el delantal.

—Pero, Marquines, si vienes como un pollo mojado.

El Victoria languidecía entre la luz miserable de sus altas lámparas, que alumbraban con penuria el irregular y amplio local, en el que los zócalos, de verde oscuro, y los divanes que se articulaban como una espina dorsal a dos bandas tapizados también de un verde que acumulaba la suciedad de muchos años, ayudaban a enmohecer esa atmósfera destartalada.

Me senté casi en la penumbra, frente a la cristalera que daba a la Rúa. En ese momento entraba Manolo Pistolo con el fajo de periódicos, resguardado en un hule negro, bajo el brazo. Pistolo cruzó el local sin verme, conectada la cantinela:

—«Vespertino», noticias frescas. Diario católico y regional, que dice lo que pasa y no se pasa en lo que dice. La Deportiva ficha a Felines. La cabaña caprina está menguando. Declaraciones del entrenador y del Decano de la Veterinaria. ¿Nos quedaremos sin cabras y sin cabritos?

Gabriel no tardó en llegar. Se sentó frente a mí sin quitarse la gabardina.

—¿Qué hay, Parra?

Balbín el camarero caracoleó con su eterna bandeja en la mano izquierda.

—¿Qué puedes darnos? —le preguntó Gabriel.

—Aquí Parra, seguro que su ginebra preparada.

—Pues otra para mí.

—Y así son dos.

—¿Todo bien? —preguntó Gabriel cuando Balbín se alejó.

—Todo. Hablé con ella y está de acuerdo.

—Me quitas un peso. Creí que había dificultades.

—Hay que darle dinero.

—Ahora mismo te firmo un cheque.

—Mejor en efectivo. Veinte o veinticinco de entrada. ¿Te parece?

—Me parece de perlas. Si mañana te pasas por la oficina.

Balbín nos sirvió las ginebras.

—Ahora quiero contarte otra cosa. Hay una complicación, si así se le puede llamar. Al menos para mí lo es.

—Dime.

—Uno de los proveedores del matadero ha sido un gitano al que conozco. Por él y por su hijo hilé bastantes cabos en ese asunto.

—¿Qué gitano?

—Bedoya el de la Nava.

—Lo conozco de oídas, pero no me extraña. Algo se trajo entre manos con don Sebastián tiempo atrás, cuando el estraperlo de piensos, si recuerdo.

—Seguro.

—¿Y qué pasa?

—Que son amigos míos. Al hijo, a Fernandito, lo saqué una vez de un apuro, fue carterista y ha estado dos veces en la cárcel.

—Hay que reconocer que estás bien relacionado.

—Después del incendio del caserón llevaban ellos, con otros parientes, los sacrificios. En Medina. Y traían la carne para aquí en una camioneta. De todo esto me acabo de enterar.

—Ya. Pero esa gente no habla, Parra, ésos no nos sirven de nada. Y, además, estáte seguro de que los tienen completamente apiolados.

—A eso voy. Parece que les han hecho la jugada, les metieron la otra noche encima la ronda, cuando venían con la que iba a ser la última entrega. A Bedoya y a un sobrino los detuvieron y los tienen en la cárcel en Valladolid. Fernandito pudo huir, pero parece que está herido.

—Bueno, y todo eso a nosotros, Parra, ¿qué nos importa?

Bebí un trago de ginebra.

—A mí sí me importa. Te digo que son amigos. Y quiero echarles una mano.

Gabriel movió la cabeza e hizo bailar su vaso sobre el mármol de la mesa.

—¿Qué pretendes?

—Con todos estos acontecimientos tenemos la escopeta cargada. ¿Por qué no disparamos ya? Se busca el arreglo y a la vez, de recuelo, se les exige que los gitanos queden fuera, que liberen a Bedoya y dejen en paz a Fernandito y a los otros.

—Pero, Parra, no me digas que hablas en serio, no seas ingenuo. ¿Qué pintas tú de redentor de esos chalanes? ¿Vamos a precipitarnos así, a lo loco, por su cara bonita? No me juntes una cosa con la otra que no tienen nada que ver. Los pasos hay que darlos seguros y luego, cuando diga don Paciano, con calma, soltaremos carrete. Lo nuestro es eso. Olvídate de los gitanos.

—Está bien, Gabriel, iré por libre, sin mezclar lo uno con lo otro.

Me miró preocupado.

—Parra, esto funciona gracias a ti, no vayas a estropearlo.

—No hay ningún peligro. A la chica ni la mento. Ellos saben que yo les tengo puesto el ojo encima, no en vano trataron de pararme. Les tiraré una andanada.

—Allá tú, Parra. Es cosa tuya. Pero la verdad es que no me gusta un pelo.

—Sólo con que sepan que estoy al tanto de todo el asunto de los gitanos, puede valer. Y eso es una cosa personal, mía, que no hay que hilar con nada más. Una carta que puede dar resultado.

—Mucho lo dudo. Y, además, ¿cómo vas a jugarla?

—Por el sitio que me parece más eficaz. Con el inspector Valero.

—Si lo tienes decidido, ¿yo qué te voy a decir? De todas formas habrá que contárselo a don Paciano.

—Espera hasta mañana. Antes de mediodía te llamo o me paso por la oficina.

—Bueno.

—Y no te preocupes, cada cosa va por su carril.

—Dejaré de preocuparme el día que Isaurín se siente como concejal de Obras en la Permanente.

Cuando Gabriel se fue llamé a Balbín para pagarle y decirle que me trajese la guía de teléfonos. Anoté en mi libreta el número de la Comisaría.

—El público está averiado —me indicó Balbín—, como no quieras llamar desde el de dentro.

—No.

Salí a la Rúa y crucé hacia el Madrid. Eulalio jugaba al parchís en la barra con un cliente.

—Dame unas fichas para llamar.

—Pídeselas al chaval que está en la cocina.

El chaval me las dio. Eulalio batía el cubilete rezongando, como si en los dados que iba a verter le fuese la vida.

Marqué y comunicaba.

—¿Qué vas a tomar, Marquines?

—Un tinto, con sifón.

—¿Quieres un torrezno, o rellenas?

—Nada.

—Acabo de abrir esta de jureles, mira qué cara tienen. Coge un palillo y pica.

Le obedecí.

—Están buenos.

A la cuarta vez logré comunicar.

—Quiero hablar con el inspector Valero.

—Un momento. ¿Quién le llama?

—Marcos Parra, del «Vespertino».

La voz del inspector tardó un rato en llegar.

—¿Sí?

—Soy Marcos Parra.

—Hombre, buenas tardes o buenas noches ya. Me alegra oírle.

—Quería hablarle.

—Pues usted dirá.

—Personalmente, si es posible. Es algo urgente. ¿Le vendría bien que nos viésemos como dentro de media hora?

Pareció dudar unos instantes.

—Bueno, si es algo urgente. ¿Por qué no se pasa por aquí?

—No, mejor tomando una copa.

—¿Dónde?

—¿En el Bambú?

—Bien.

—Pues allí le espero.

Colgué. Eran las nueve menos diez. Eulalio volvía a batir el cubilete y su contrincante de juego sonreía malévolo, sin duda seguro de su victoria.

—Tómate otro.

—No, que tengo prisa.

Tina estaba en el Nacional sentada en el mismo sitio donde la había encontrado por la mañana.

Por un instante tuve la sensación de repetir ese primer encuentro, aunque la noche, tupida y húmeda tras los ventanales, contraponía a su figura un tiempo claramente diferenciado. A veces uno resbala por la memoria sin saber si va o viene.

—Eres puntual.

—Y tú.

—Para lo que una tiene que hacer.

—¿Estuviste paseando?

—Sí, y ya ves cómo se me ha puesto el pelo.

—¿Por dónde anduviste?

—Pues, mira, me he dado cuenta de que prácticamente no conozco la ciudad. De aquí para allá, sin rumbo. Y tomando una copa. ¿Y tú?

—A punto de pillar algo malo. Metí este pie en un reguero y fíjate cómo se me puso el pantalón.

—¿Vamos a ir a cenar?

—Sí, pero se me ha complicado la vida. Venía a avisarte. Tengo que ver a un tipo y a lo mejor tardo un poco. Igual aquí te aburres.

—Me voy a la pensión, así me seco y me cambio. ¿Quedamos allí?

—Vale, podemos cenar en el Besugo. En cuanto termine te paso a buscar.

—Da la impresión de que estuviste trabajando a la intemperie.

—Así es. Y también he visto a uno de nuestros socios. Mañana por la mañana me sueltan tela.

—Todavía no me hago a la idea.

—¿Por qué?

—No sé, un dinero que te tiran como los confetis en el bautizo.

—Así son los negocios.

El Nacional sucumbía en ese declive de horas bajas en el que las ausencias parecen más ciertas y desoladoras.

Gerónides, el cerillas, cerraba el candado de la caja del tabaco dispuesto a irse a cenar. Salió delante de nosotros tranqueando en las muletas. Los caballeros mutilados se arrastran por la vida.

Acompañé un rato a Tina y luego me encaminé hacia el Bambú.

La lluvia seguía obstinada, menuda y leve en el acarreo del viento. Por Ordoño II los luminosos parpadeaban inundando la acera con el verdor mojado de su siembra artificial. En el Azul anunciaban La Leona de Castilla. El tropel juvenil del paseo nocturno, ida y vuelta en la ronda monótona con el saludo mil veces repetido, se disgregaba ya, como si una voz de mando hubiera ordenado romper filas.

Un olor de chocolate con churros impregnaba la atmósfera del Bambú, donde muchas mesas todavía conservaban los manteles de las meriendas, y donde algún grupo de solteras otoñales alargaba la conversación, como en un intento de quedar allí sumidas para la eternidad.

Busqué el recodo del diván al fondo del local, lejos de las mesas más concurridas. Un vaivén de miradas solapadas y vertiginosas acribilló mi figura húmeda y veloz al cruzar hacia el recodo.

Ellas tienen los ojos sediciosos de andar a la que salta, y se muerden los labios codiciosos por el amor que falta, como las canta el poeta Buchaca.

Herminio me sirvió la ginebra preparada y me trajo un paquete de tabaco.

—Me tienen loco ésas —dijo entre dientes.

—¿Quiénes?

—Las de Ortiz, las de Perales, las de don Alberto.

Los ojos de Herminio echaron un cable ardiendo a la mesa donde estaban sentadas.

—¿Qué te hicieron?

—Parra, tú bien sabes que soy de Calzadilla y en Campos no hay tío que no se altere cuando le enseñan la liga. Aquí no sé, que en la capital haber hay más cuento que calleja. Pero allí así somos, y para prender la mecha apenas hace falta arrimar el misto.

—No les hagas caso.

—Me llevan toreando desde que se sentaron, Parra, desde las seis y media. Primero la Toñi, luego la otra, luego la Mavela, la rubia, y esa de don Alberto, la pequeña, que es un callo y trae unas bragas azules.

—Oye, Herminio, ¿no será que ves más de lo que hay? ¿Hasta las bragas?

—Parra, que me la tienen jurada. Será para pasar el rato. Pero yo desde la barra soy incapaz de quitarles el ojo, y ellas venga a cruzar y descruzar las cachas. Y si fuera la primera vez.

—Será que las gustas.

—Ya, un camarero a unas que mean colonia. Lo que hacen es ponerme a cien, y así no hay Dios que trabaje. Ya rompí tres pocillos.

El inspector Valero entró y se quedó mirando hasta descubrirme.

—Cáscatela, Herminio.

—A mayor gloria de ellas tenía que ser. Pero más justo resultaba que entre todas me hicieran una pera. Al menos, que le diesen a uno ese esparcimiento.

Valero me tendió la mano, dejó el sombrero en el diván y se quitó la trinchera. La sonrisa asqueada que matizaba su bigotillo cobró mayor intensidad cuando se sentó frente a mí.

—Tanto tiempo sin saludarle —había dicho.

—¿Qué va a tomar?

—Un café solo.

Herminio le sirvió en seguida.

—¿Todo bien? —se interesó.

—Todo bien.

—Le sigo en el periódico. No me pierdo ni un día Las Estaciones. Y esos artículos sobre ferias y mercados me gustaron de veras. Tiene usted pluma.

—A veces uno se pasa; esos artículos eran demasiado literarios.

Le ofrecí un cigarrillo.

—Usted tiene un oficio mejor que el mío —dijo mientras encendía—. Me da envidia.

—¿No le gusta ser policía?

—Por supuesto que me gusta, no soy de los que se pasan la vida renegando. Pero es que lo suyo es más agradable, más divertido. En la Comisaría uno puede consumirse.

—Dependerá de las ambiciones que se tengan.

—Bueno, ambiciones no faltan. ¿No le pasa a usted lo mismo?

—No sé.

—Mire, Parra, usted me cae bien, me cae muy bien. Es una pena que no hayamos podido relacionarnos más. O que haya podido haber malentendidos. Me gustaría ser con usted totalmente franco.

—Pues eso mismo es lo que yo deseo, inspector.

Bebió un largo sorbo de café. La sonrisa se le dibujaba hasta las orejas.

—De amigo a amigo, si eso no es excesivo, ¿qué le parece? No sabe lo que me alegra que me haya llamado. Y si en mis manos está el poder hacerle algún favor. Usted hágase a la idea de que el policía quedó en la Comisaría, si eso le sirve de algo. Me molesta que siempre, en todas las circunstancias, a cualquier hora, sólo me vean como profesional. Es lo mismo que si uno fuese como el pescadero, continuamente oliendo a pescado a pesar de la colonia.

—A todos nos pasa un poco lo mismo.

—Con el agravante de que lo lógico es que a usted le tiendan la mano y a mí que me eviten.

—Vamos, inspector, eso será el precio por el poder que tiene. Y no me diga que no le gusta tenerlo. Además, usted es un lince a la hora de administrarse.

—Habla como si yo fuese alguien importante. No, Parra, poco poder tengo, no exagere.

—Con buenas relaciones y campo libre. Además me da la impresión de que en el terreno en que se mueve es usted el más listo.

—Me hace gracia.

—Si hemos prometido ser francos, vamos a ello, ¿no?

Terminó el café.

—Por supuesto que sí.

—¿Prefiere que vaya directamente al grano?

—Adelante, Parra, no se prive.

—La encerrona que me tendió este verano dio resultado en su momento, hay que reconocer que estuvo usted muy oportuno.

—Fue un aviso, le hice un favor. Pero no era exactamente una encerrona.

—Como quiera, pero el caso es que yo soy muy inquieto, inspector, y, por supuesto, no iba a quedarme con los brazos cruzados.

—Ya.

—No incumplí la palabra que le di, también es verdad, al menos entendiéndolo a mi manera porque, para qué vamos a engañarnos, hay promesas que son papel mojado.

—Sobre todo cuando se sacan a la fuerza.

—Exacto, inspector. Aunque lo cierto es que ni escribí ni intenté publicar nada.

—Pero siguió olisqueando.

—Seguí con el ojo avizor. Tampoco vaya a pensar que voy por ahí destrozando medias suelas.

Valero se recostó en el respaldo del diván. Su sonrisa se diluía en una mueca ambigua mientras cabeceaba levemente, como asintiendo con cierta sorna compasiva. El cigarrillo sujeto en sus labios manaba un reguero de humo vertical que parecía distanciarle. Vertió la ceniza en el pocillo vacío del café.

—¿A dónde quiere llegar, Parra? Es usted más terco de lo que pensaba.

—No tengo ningún interés en ocultarle nada de lo que sé. Puede interrogarme.

—Por Dios, quedamos en que estábamos aquí como amigos. Olvídese un momento del policía, se lo ruego.

—Bien, bien.

—¿Tantas cosas sabe?

—Yo diría que desde lo del incendio del caserón hasta la detención de Bedoya la otra noche, todo, o casi todo.

Me miró con cierta curiosidad.

—¿Por qué no cambia de oficio conmigo?

—¿No dice que en la Comisaría se consume uno?

—Le envidio, sí señor.

—Alguien les echó encima la ronda a los gitanos.

—No tengo ni idea de lo que me está hablando. Pero está claro que quien anda con fuego corre el riesgo de quemarse.

—El pobre Cribas no andaba y ya ve.

—El pobre Cribas, como usted dice, escondía sólo porquería debajo de la costra de mugre. ¿Quién cree que era ese mendigo?

—Alguien a quien la vida le dio siempre la espalda.

—¿Quiere algunos datos?

—No me va a descubrir nada nuevo.

—Pero le pueden orientar. Antes de convertirse en la ruina en que usted le conoció, un alcohólico degenerado, estuvo purgando en el penal de Burgos. Combatió con los rojos, Parra, y le echaron el guante en el monte, huido como una sabandija. Algo tendría que ocultar, ¿no? Era de aquellos zorros anarquistas que iban con los barrenos en el bolsillo. Si no le hubieran conmutado la pena de muerte en su día nos habrían hecho a todos un favor.

El bigotillo de Valero tembló como alcanzado por un latigazo de ira. Apagó la colilla en el pocillo.

—O sea, que lo sabe todo, como para escribir de carrerilla una de esas crónicas de sucesos, ¿eh? ¿Y qué pretende?

—Algo muy simple, inspector. Que dejen libre a Bedoya y a su sobrino, que lo de los gitanos quede cancelado, que les dejen en paz, incluido Fernandito, por supuesto.

—¿Fernandito?

—El hijo.

—Vaya, ¿es su última fuente de información?

—Hace mucho que no lo veo.

—¿Y a qué tanto interés por ellos?

—Son amigos.

—Unos amigos bien poco recomendables. No hay ni uno que no tenga antecedentes.

—A lo mejor por eso fueron siempre más vulnerables, inspector.

—Las cuentas con la justicia y con la policía se las busca uno. No peque de ingenuo.

—No peco de nada. Eso es lo que tenía que decirle.

—¿Y qué espera?

—Como poco una respuesta.

—Pero, vamos a ver, usted está un tanto equivocado conmigo. Yo soy un mandado, Parra, bastante menos que un segundo de a bordo.

—Me parece que un poco más que eso, inspector, no sea modesto. Sin usted o alguien así, tan bien situado, algunos negocios serían muy difíciles.

—Es usted un tipo curioso. Y me cae bien, le juro que me cae bien.

—Pues eso es todo.

Se llevó la mano izquierda al bigotillo. Sus dedos lo repasaron con suavidad.

—¿Va usted por libre en todo esto, Parra?

—¿Por libre?

—¿No hay nadie detrás? ¿No le estarán tomando el pelo? Tanta tenacidad por su parte me hace sospechar.

—También soy un profesional, no lo olvide, y lo mío es rastrear las noticias.

—Noticias imposibles.

—Con el tiempo igual no tanto.

—¿Puede darme un cigarro?

—Por supuesto.

Se lo llevó a los labios y lo encendió.

—Usted y yo no somos tan distintos —dijo—. Tenemos nuestras ambiciones, sabemos nadar y guardar la ropa, no se nos cae un pelo de tontos, ¿verdad? Y para trepar, que es como se dice por ahí, hay que dejarse manejar, aunque sin perder los remos. ¿Es así?

—Si usted lo dice.

—Bueno, yo lo comento aquí entre amigos, ya que prometimos ser francos. No me interesa disimular con usted en absoluto. ¿Se ha enterado de muchas cosas? Pero ¿cuál es el beneficio, Parra? ¿Y quién paga?

—No me mida usted con tanta exactitud con el mismo rasero, inspector.

—¿Le da vergüenza el dinero?

—No.

—¿Entonces?

—Digamos que el dinero no lo es todo.

Me miró con la sonrisa a punto de desbordarse, como quien tiene la certeza de las mejores cartas mientras el contrincante naufraga lleno de dudas.

Tomé un cigarrillo y lo encendí.

—Todo mi interés se reduce a que mis amigos queden libres. Lo único que le pido es una respuesta.

Valero consultó el reloj.

—Mire, yo voy a estar hasta muy tarde en la Comisaría, ¿por qué no me llama?

Cogió el sombrero y la trinchera y se puso de pie.

—¿Tiene que consultarlo?

—Me da la impresión de que usted no me hace justicia. Me menosprecia. ¿Piensa que soy un policía de secano?

—En absoluto, inspector. Tengo particulares razones para pensar todo lo contrario.

Me tendió la mano.

—Llámeme.

Al verle partir no pude evitar un cierto temor lleno de imprecisas expectativas.

Continuaba el implacable menudeo de la lluvia, y la humedad daba al asfalto ese brillo nocturno de cristal líquido que refleja luces fantasmales.

Bajé por Gil y Carrasco hasta Burgo Nuevo. De Casa Llanos salía el fulgor y el aroma de la taberna mezclada con el ultramarinos. Por Burgo Nuevo se concentraban las sombras apenas rotas a la altura del Garaje Iban.

El chiri del cruce de Independencia movía los pies y los brazos para desentumecerse, y consultaba su reloj esperando las diez para abandonar el puesto. De la Primera Alcazaba salieron el Legionario, Escanciano y Cholla acompañados por dos camioneros guarecidos en amplias pellizas. El humo de la taberna me salpicó la nariz al pasar ante la puerta que alguien mantenía abierta desde dentro: un raro aroma de la estufa de serrín mezclado con el vino, el sudor, el tabaco y la grifa. El Legionario y sus compañeros descargadores, que no me vieron, habían ajustado sin duda un avío y se iban a reconocer la mercancía en los cercanos solares de Santa Nonia, donde estaban aparcados los camiones.

Viré hacia la Rúa por las Animas. Mi abrigo acumulaba la humedad y comenzaba a sentir intermitentes escalofríos. Tenía los pies helados.

Hasta el Grano, sin apenas poder guarecerme, fui resistiendo el viento que zumbaba encajonado. Subí a la carrera los peldaños de El Montañés.

La niña muda de la tarde me abrió la puerta. El vestíbulo de la pensión quedaba iluminado por una bombilla mugrienta.

—¿Quién es? —preguntó una voz desde el fondo del oscuro pasillo.

Entré y cerré la puerta.

—Pregunto por una señorita que se llama Ernestina —respondí en voz alta, esperando que la puerta de la habitación de Tina se abriese, lo que no sucedió.

Una mujer de mediana edad, desgreñada, apareció por el pasillo limpiándose las manos en el mandil.

—¿Puede avisar a Ernestina Valderas? —le pedí.

Se me quedó mirando. La niña se fue por el pasillo.

—Esa señorita se marchó.

—¿Quiere decir que ha salido? —pregunté extrañado.

—Quiero decir que se marchó.

—Oiga, yo soy un amigo suyo y he quedado en pasar a recogerla aquí. Habrá dejado algún encargo.

—No dejó nada. Hizo la maleta y se fue. Y usted perdone pero tengo mucho que hacer.

—Pero ¿a qué hora se fue?

Abrió la puerta.

—No quiero líos, ¿sabe? Aquí nos gusta vivir tranquilos. Váyase.

—Vamos, señora.

Guardó silencio unos segundos y volvió a mirarme.

—Esta tarde vinieron a preguntar por ella cuando no estaba.

—¿Quién?

—Dos policías. No sé lo que esa chica se traerá, vaya a saber. La esperaron un rato y se fueron.

—¿Y le dijeron algo a usted?

—A mí nada. Aquí todo lo tenemos en orden, no queremos líos. Cuando esa chica volvió, en seguida subió detrás de ella uno de los policías. Apenas hace un rato.

—¿Y se la llevó?

—Sí, señor. Ella hizo la maleta, pagó la habitación y se fueron. Por cierto, que ahí se dejó olvidados un peine y un espejo, si es usted amigo.

—¿Oyó algo de lo que le dijo el policía?

—No me meto donde no me llaman y menos con ellos.

—Gracias.

Cerró la puerta. Un gato saltó desde el rellano escaleras abajo.

Hay ocasiones en que uno desearía vaciar la cabeza como se vacía un desván, aunque sólo fuese para sentir el alivio de las superficies solitarias: un reposo que permite mirar sosegado lo que hubo antes de ir llenando hasta los más escondidos rincones, pero es difícil improvisar ese vacío, y en el vano intento sobreviene el más ingrato desconcierto.

El rumoroso chorro de la fuente de la Plaza del Grano, que repicaba en el pilón, entre la fría y mecedora constancia de la lluvia, me atrajo por unos segundos, como la llamada misteriosa que requiere al suicida. Un impulso, ligeramente desesperado, de ir a poner la nuca bajo él, igual que en esas ocasiones de embriagado embotamiento.

Volví a la Rúa.

Del Bar Mansilla salía Abelardo el Chupa caracoleando en las nubes de alcohol. Se quitó la boina y me hizo una reverencia. Llamazares fregaba tras la barra. Me saludó al verme entrar alzando el dedo gordo de la mano derecha.

—¿Qué te pongo?

—Ni lo sé. Voy a llamar por teléfono.

—Hay una mostacilla superior.

—Vale.

Saqué mi libreta, marqué el número de la Comisaría y me senté en una silla. El bar estaba completamente vacío.

—Quiero hablar con el inspector Valero. Soy Marcos Parra, del «Vespertino».

Transcurrió casi un minuto hasta que la voz del inspector llegó a mi oído con un abominable timbre de revancha.

—Llama usted antes de lo que esperaba —confirmó complacido.

—¿Dónde la tiene, inspector?

—Siento andarle levantando siempre las palomas, de veras, pero hay que cuidarse un poco más.

—¿Con qué derecho la ha detenido?

—Mire, amigo Parra, voy a dejar de templar gaitas. Usted piensa que yo soy tonto y eso me fastidia. ¿Qué se cree? A esta señorita la tengo localizada desde finales de agosto.

—¿Qué va a hacer con ella?

—Nada de nada. Le leí la cartilla y nada más. Ya ve qué buen corazón tengo.

—¿Está ahí retenida?

—Tuvimos una charla muy amena y se fue totalmente convencida para la estación. Allí puede verla si quiere.

—Iré.

—Pues nada, Parra, esto es lo que hay. Si le sirve de advertencia, mejor. No está en mis cálculos pasar a mayores pero, desde luego, de templar gaitas ya me cansé. ¿Hablo con claridad?

—Con claridad y con petulancia, inspector.

—Dedíquese a la pluma, que es lo suyo. Y ya sabe donde estoy. Que le vaya bien.

Colgó.

Las mostacilla que me ofrecía Llamazares suavizaba el paladar y volvió a llenarme el vaso apenas lo vacié.

—Estás pingando, Marquines, vas a pillar una.

Estornudé con esa desolación que anticipa el constipado.

—No te dije.

Hasta la estación me quedaba un largo paseo.

La ciudad se evade como si la noche lluviosa fuese limando sus matices y todo es un túnel de azotada intemperie.

Te sumerges por el desierto de las calles como el náufrago a la deriva, en un mar proceloso: cortinas de agua y perdidos rincones donde un perro te ve pasar sin atreverse a seguirte y un gato erizado aguarda la presa que no aparece.

Comencé a sentir el vacío del estómago, la urgente necesidad de tomar un bocado.

A la altura del Yucatán, antes de cruzar el puente, la necesidad se había convertido en una obsesiva punzada.

El río bajaba medianamente crecido, pastoso y turbio.

A la puerta del fielato Honorino Alfageme, pertrechado bajo el amplio capote de hule, miraba llover con la colilla apagada en los labios.

—¿Dónde oscilas, Marquines, con la que cae?

—Voy a la estación.

—Encima la estufa hay un cuartillo calentando. Si te hace.

Entré con él. Me quité el abrigo, lo sacudí y me acerqué a la estufa. Honorino retiró la marmita del fuego y vertió medio vaso de vino ofreciéndomelo.

—Si te van estas pastas.

—Pues sí que me van, no te voy a hacer el feo.

Comí dos pastas bastante duras y bebí el vino.

—Coge otra, mi mujer las hace por arrobas.

—Están buenas.

—Venga.

—Con ésta me voy que llevo prisa. ¿Qué hora es?

—Las once ya dieron. El gallego estará por pasar.

—Pues se te agradece el refrigerio.

—Valiente banquete.

Entré en el andén cuando llegaba el gallego y el tropel de viajeros se aprestaba para subir.

Por las ventanillas de tercera asomaban los quintos pelados, vociferantes y jocosos. Las maletas se izaban hacia las ventanillas esperando que alguien echase una mano. El tropel de los que subían y de los que bajaban formaba un desacompensado tira y afloja.

Crucé el andén hacia la Sala de Espera después de mirar en la cantina. La estrecha puerta no ofrecía ninguna facilidad a los equipajes. Tuve que aguardar un momento. Tina estaba allí, sentada en un banco al fondo, con el brazo derecho apoyado en la maleta.

Me miró recobrando una sonrisa que apenas podía borrar su gesto preocupado.

—Sabía que vendrías, pero me parecía imposible.

—¿Por qué?

—No pude dejarte ningún recado, nada.

—Pues ya ves cómo me las arreglé para encontrarte.

—Menos mal. Por lo menos quería decirte adiós.

—¿Te vas a ir de verdad?

—No hay otra salida.

Abrió el bolso que tenía junto a la maleta, me enseñó el billete.

—Es para el asturiano. Ya sabes que en Oviedo me espera una amiga. Probaremos.

Un hombre asomó en la puerta, nos miró unos segundos y se retiró.

—Es un policía —dijo Tina—. Me trajo desde la Comisaría, me sacó el billete y se va a quedar hasta verme ir.

—Algo habría que hacer.

—No le des vueltas, Marcos. Lo pasé mal, muy mal, ¿sabes?

—El inspector con el que hablaste en la Comisaría está comprometido en los negocios del concejal, le ayuda de tapadera. Pringado hasta las cejas.

—Tenía una ficha completa de mí.

—No lo entiendo.

—Datos que le habían enviado de Barcelona.

—Desde la muerte de tu padre te ha seguido el rastro. Pero no me parece nada fácil haber dado contigo.

—Si tenía tanto interés.

—Por supuesto que lo tendría. Eres la hija del Cribas y de una manera o de otra él está relacionado con lo que le pasó a tu padre. Habrá removido Roma con Santiago. ¿Habías tenido antes algún problema con la policía?

Tina me cogió el cigarrillo que acababa de encender. Se lo llevó a los labios.

—A mi madre la vi morir cuando mi padre todavía estaba en la cárcel. Estuve unos años con unos tíos, aquí. Luego empecé a valerme como pude. Y no te creas que me da vergüenza reconocer todo lo que tuve que hacer. Nada me da ya vergüenza, de veras.

—¿El inspector te amenazó?

—Otras veces me han dado cuatro bofetadas y me han echado a la calle.

—¿Qué te dijo?

—Me recordó la historia de mi padre, ya ves. Y luego las cuentas que una tiene. Lo suficiente. Siento dejarte colgado, pero aquí sólo puedo buscarme problemas.

—Quédate. ¿Qué puede hacer?

—Tengo antecedentes.

Me miró mientras expulsaba el humo.

—Ya ves qué tontería, a ti me cuesta decírtelo.

—¿Qué antecedentes? ¿Ser la hija del Cribas?

—Prostitución.

—Vamos, Tina, no te creas que por eso te me caes de la peana. También yo soy un cabrón con pintas, y a mucha honra.

Rio divertida.

—Me puede fastidiar, Marcos. Ese inspector puede hacerlo y así me ha avisado.

—Tal vez tengas razón.

Fumábamos en silencio pasándonos el cigarrillo.

—Por lo menos darás señales de vida.

—No sé para qué demonios me bajé aquí. De esta ciudad sólo me quedan malos recuerdos.

—Mira, un amigo has hecho, ¿no?

—Eso sí es verdad.

—Oviedo no está lejos. Si me escribes voy a verte.

—Sí.

—Y si necesitas algo.

—Nada, Marcos, por favor. Lo mejor es que te vayas ya.

—Vamos a tomar algo a la cantina.

—El policía me dijo que prefiere que no me mueva. Intentaré dar una cabezada. Tengo sueño.

—¿A qué hora pasa el asturiano?

—Muy tarde.

—Tina, siento que te vayas, de veras.

—Seguro que nos volvemos a ver.

Me dio un beso. El policía volvía a asomar en la puerta. Dos frailes entraron acarreando dos maletas voluminosas.

—Escríbeme al periódico.

—Sí.

El gallego había arrastrado la nerviosa muchedumbre de viajeros. Por los andenes se colaba la lluvia.

Salí por la cancilla de consigna.

La noche se rompía bajo la luz de las farolas gigantes en los extremos de la estación, unos puntos amarillos y altos, como faros perdidos en el abismo.