8
Saepe levi somnum inire susurro
Al paso paciente de las yeguas, cuyos ronzales sujetaban Aquilino y Jacinto, iban los cofrades por el camino que surcaba el valle, alzado a la vera del río como una arrugada cinta que refrescaba el rocío mañanero, aquietando el polvo de su trazo milenario. Calzada romana para las huestes del Imperio, les había informado el anfitrión, y cordel de mestas para los rebaños trashumantes. La mañana se abría en las calinas, tersa y sonora, en su extendido campanilleo.
—Fraxinus in silvis pulcherrima, pinus in hortis, populus in fluviis, abies in montibus altis —citó Ángel Benuza, a modo de virgiliana jaculatoria.
Coincidía el ánimo exaltado de los cofrades con ese floreciente nacimiento de la mañana veraniega, instaurada en su esplendor, como una brillante primicia del tiempo que se detiene en los radiantes derroteros del mediodía, que toma la tarde para perpetuarla en un oro sosegado que perdura hasta la noche en el secreto espejo de la montaña.
Serpenteaba el camino alejando, sólo en los declives, el curso recoleto del río, que lamía cantos y juncales y se demoraba en alguna poza, donde podía adivinarse el irisado relámpago de las truchas. Iban los cofrades agrupados, con esa común decisión de quienes se comprometieron en la conjura.
—Tuve esta noche un sueño —dijo Benuza— que no puedo por menos que calificar de premonitorio. Si os confieso que es el primero que tengo en cinco años no vais a creerme.
—Con lo que habitualmente te bulle en la cabeza —aseguró Chon Orallo— más que sueños tendrás desvaríos.
—No voy a desvelar lo que en él pintabas tú, Chonina. Hay imágenes vestales que sólo admiten el respeto de la intimidad. Soñé que andaba perdido por un camino, tal vez no muy distinto a éste. Pasaban días, meses, años, inviernos, primaveras, lluvias, nieves. En una vuelta me quedé quieto, ya viejo y muy desesperado, y alguien vino hacia mí corriendo o volando, creo que un niño disfrazado de pájaro. Dejó caer un mensaje a mis pies y desapareció. Era un papel donde alguien había dibujado el sello que mi padre llevó siempre en su anillo con el que, por cierto, le enterramos, porque no hubo modo de sacarlo de su dedo artrítico. Entonces, todavía soñando, tuve la certeza y la tranquilidad de saber que aquello era un sueño.
—Cuando se sueña es cuando más intensamente se vive —opinó Paco Bodes—. Es el único trance en el que no hay límite para las emociones. Como bien decía Eutimio Gavela, el sueño es el secreto desván de las secretas intenciones humanas. De su transgresor espacio ordeñé yo algún que otro poema, como tantos asesinados en el inodoro por Aurelia Lucillo.
Sobre un pronunciado repecho, donde el camino mostraba las desgarraduras de la erosión y las torrenteras, vieron los cofrades un roble gigante, erguido con extraño equilibrio, abiertas sus toscas raíces como cercenados y oscuros nervios. Oculto tras su tronco, distinguió Benjamín a un hombre que asomaba y volvía a esconderse. Las yeguas remolonearon inseguras en la subida.
Rebasaron el roble, que el peso iba venciendo hacia el declive del río, y Benjamín miró hacia atrás y vio al hombre que cruzaba el camino en una sigilosa y absurda carrerilla al tiempo que hacía una rara seña con la mano. Los cofrades seguían ahora la marcha paciente de las yeguas por un frondoso robledal tapizado de helechos. Cuando Benjamín volvió a mirar vio al hombre a una prudente distancia, avanzando tras ellos con el paso quebrado. De nuevo alzó la mano para hacerle una seña.
—Alguien nos sigue —dijo Jacinto Sariegos.
—No hagáis el menor caso —solicitó Aquilino, nervioso.
—¿Quién demonios es? —inquirió Benuza, descubriendo la bailarina figura, que parecía celebrar el que se percatasen de su existencia.
—Es Pidio Legaña, maldita sea —reconoció Aquilino— un capagrillos que puede acabar con nuestra paciencia. Por lo que más queráis, no hacerle caso, o nos condenamos a llevarle al rabo toda la expedición. Vosotros como si no existiera.
Al límite del robledal, donde derivaba el camino atravesando un campar, perdida la compañía del río cada vez más hundido en su lecho, divisaron un generoso manantial que manaba al arrimo de dos piedras bien dispuestas.
—Quietos —solicitó Paco Bodes—. Ya sabéis que yo me juramenté a no dejar sin catar venero, fuente o sucedáneo. Pública u oculta, igual me da.
—Es una sabia medida, Paco —reconoció Ángel Benuza—. El riesgo de que acabemos criando renacuajos en el estómago, sólo con el sagrado líquido de nuestro Beodo Padre podremos arrostrarlo. Y eso está previsto en la intendencia, ¿verdad Jacinto?
Bebieron Bodes y Benuza y se decidieron a secundarles los otros cofrades.
—Daos cuenta —advirtió Aquilino— de que por la comarca hay censadas más de doscientas fuentes.
La mañana continuaba desperezándose entre el murmullo de las esquilas, y Benjamín se dejaba llevar por la placentera sensación que irradia la felicidad del paisaje. Sólo la recóndita pena de Julio venía a paliar aquella alegría expresada casi a flor de piel. Por las vueltas del camino observaba, con disimulo, a Pidio Legaña. De su figura, exageradamente bamboleante, destacaba la blanca cresta del pelo y la desproporcionada chaquetona que le envolvía como una manta roñosa. Venía por la linde del camino, manteniendo siempre la misma distancia, atento a la mínima novedad del grupo.
Las casas de Valduera se apiñaban a la falda del otero, crecidas sobre la vegetación de sus huertas familiares, formando un bloque irregular de ahumadas paredes y tejados de pizarra y paja. La estrecha calleja, que partía el pueblo en dos, peregrinaba hacia arriba con el suelo sembrado de resecos excrementos. En el caño que manaba sobre un derruido pilón, a la entrada del pueblo, volvieron a beber Benuza y Bodes.
—Desde aquí —informó Aquilino, señalando a los altos que amparaban el otero— ya poco vamos a hacer que no sea subir. Primero a Lutarieto y luego hacia las Fuentes del Cirueña y la Peña Candín. Por arriba nos aguardan los milanos y las águilas zapiqueras que, como dicen por aquí, son quienes con menos trabajo vagan y vigilan.
Coronaba el pueblo, en la media distancia de los últimos pajares, una destartalada casona, rodeada por un muro que, en algunos tramos, se había desmoronado, dejando a la vista el esqueleto de los frutales, la huella decrépita de una huerta en la que el abandono acumulaba el escombro de las estaciones, con el único recuerdo de cuatro berzas fosilizadas.
Vieron los cofrades a un hombre escondido en la derruida esquina del muro, cerca de la portalada que enseñaba la lepra de su antigua clausura, espiando el interior con ese gesto de acecho temeroso de quien tiene bien evaluado el peligro. Según se fueron acercando les descubrió el hombre, que apenas hizo un rápido movimiento para recobrar la compostura.
—Es un asesino —dijo, con voz llorosa y aflautada—. Un asesino que me quiere clavar el espolón.
—¿En qué desgracia te entretienes, Domingo? —preguntó Aquilino Rabanal.
El hombre observó al grupo y fue hacia Aquilino, intentando variar el gesto pesaroso. Las carnes gotosas se movían fofas, en su cuerpo desmesurado, como derramadas en el holgado interior de la camisona y el pantalón de franela. Llevaba al cinto, arrastrándola, una espada de larga empuñadura y hoja herrumbrosa.
—Es un bicho vicioso que se me hizo gigante y me quiere desahuciar —confesó—. Pero, ¿quiénes son estos señores? —preguntó con el timbre más zalamero de la flauta.
—Unos amigos que traigo de excursión. Están interesados en recorrer los castros de la Omañona. Domingo es el dueño de esta casa solar.
—De los García Priaranza —informó Domingo— y no saben el gusto que tengo en saludarles —aseguró, ofreciendo la mano a los cofrades—. Otro linaje de mayor abolengo no existe por estos valles, aunque en lo que queda es difícil imaginar el esplendor de lo que el solar fue. Pero Aquilino ya les habrá contado. Uno con paciencia y devoción ha hecho en la casa un pequeño museo familiar que ya verán cómo ha de gustarles. Una copa y unas pastas será lo poco que pueda ofrecerles.
—Andamos con el tiempo muy justo —se excusó Aquilino.
—¿No me digas que traes gente entendida, y la dejas pasar sin que me vean el museo? —inquirió Domingo, con la voz ahogada en un sollozo.
—Por Dios —intervino Benuza—, otra cosa podremos pasar por alto pero no lo que nos ofrece aquí este buen amigo, haciendo honor a su hidalguía. ¿Va usted armado a modo de defensa personal o en cumplimiento de alguna leyenda heráldica?
—Por ambas razones y por el gusto de portar esta tizona, que abrió más de una brecha en las Navas de Tolosa. Fuera de mi solar sólo tengo enemigos, gente que quiere quemarme la sangre. En estos pueblos jamás se respetaron los privilegios de la casona, un día quieres regar las berzas y te quitan el agua y otro te cortan la luz del molino y hasta te niegan carburo para el candil. La de por aquí es una tropa. Pero, con todo, sigue uno fiel a lo que en el escudo de armas, que luego les enseño, se lee: De García arriba nadie diga, De García abajo ni caso.
Aquilino había atado los ronzales de las yeguas en una anilla de la portalada.
—De veras que no andamos sobrados de tiempo —volvía a repetir.
—Otra de las razones de llevar la tizona —confesó Domingo, apesadumbrado— es por el bicho. Cuando le da la alferecía es el peor asesino. Poco a poco me va ganando terreno y está haciendo del solar el corral. El día que se me meta en la casona.
Los cofrades vieron cómo Domingo tomaba la espada con una repentina y exagerada resolución.
—Usted, señora —le dijo a Chon Orallo—, no se asuste y, para no herir su sensibilidad, quédese atrás y no mire.
Avanzó Domingo hacia el lugar donde antes acechaba, blandiendo la espada, y desde allí les indicó que le siguieran. Aquilino les hizo a los cofrades un gesto de resignación.
—Es una bestia lúbrica —dijo Domingo, apostado—. Van a ver ustedes como no exagero. Imposible que exista otro ejemplar igual.
Un gallo de altiva planta, rojo y lustroso, con la cresta y los espolones enhiestos, se paseaba nervioso entre media docena de gallinas, alteradas a su alrededor.
—Vean, vean —señalaba Domingo—, las va llevando donde el tilo, a esa sombra que ya me tiene requisada. Miren cómo las corta el paso, cómo cerca a esas infelices.
—Hombre —dijo Benuza, muy interesado—, es un espectáculo nupcial de contundente poligamia. Un bello ejemplo para la cristiana continencia.
Domingo apuntaba con la espada, que temblaba insegura en su mano.
—Ahí las tienen —musitó, con la desafinada flauta— en fila, tal que si las colocaran ante el pelotón de fusilamiento. Y el verdugo, ahora van a verlo, ta-ta-ta-tá, disparándoles sin compasión, una tras otra, con su galladura del nueve largo. Tan ufano y soberbio, el muy vesánico. Hay noches que no consigo dormir, pensando que pueda echárseme encima en la cama.
Caminaron los cofrades tras Domingo, que alzó la espada como dispuesto a batirse en un duelo temerario.
—Este es el momento —les había dicho, saltando por el derruido muro para cruzar hacia la casona—. La tristia post coitum repetito, es lo único que aplana a ese maldito animal. Véanlo ahí, espelurciado y hundido en la miseria, pagando sus excesos. Aunque yo de él jamás me fío, y nunca le doy la espalda. Anden, vayan pasando, que les cubra la retaguardia.
Tenía la casona dos desmoronados cuerpos, uno de ellos torreado, y atravesaba la fachada un pasadizo de arcos que conducía a un gran patio. Los descarnados lienzos mostraban los armantes de madera y piedra toba, la persistente inclinación de una estructura en hundimiento, que combaba los dinteles y las jambas.
—Allí ven —señaló Domingo— el escudo de armas del linaje, que antes les decía. Dos cabezas afrontadas, cuatro serpientes, dos leones también afrontados, los nueve escaques y la leyenda. Garcías y Priaranzas mezclaron sangre y hacienda por el año de gracia de mil quinientos cuarenta y uno, aliados contra los concejos de estos valles que ya de aquélla se envalentonaban y discutían foros y pechos. Hubo un don Abilio, entre los más arriscados señores, que cuentan que de sus mismas partes se colgó el badajo de la campana del concejo, para que los paisanos vieran en lo poco que estimaba sus razones. De ese don Abilio guardo yo en el museo un rizo de su barba bermeja.
El hedor de una tumba vacía, en la que los siglos disiparon el polen de la muerte, permanecía en el interior de la casona, entre los humores del abandono y la podredumbre de la atmósfera enclaustrada.
—Hay que subir por esta escalera de mano —indicó Domingo— porque por ésa los peldaños no son de fiar. Aquí lo que se cae ya no hay quien lo levante.
Treparon los cofrades hasta salir por el hueco de un pasillo del primer piso, cuya tarima estaba llena de agujeros, reventada hasta los bordes de las carcomidas vigas.
—Vengan con mucho cuidado —ordenó Domingo— bien pegados a la pared, que estos suelos son como de papel.
—Oye —le dijo Paco Bodes a Aquilino— aquí podemos jugárnosla, esto a la primera de cambio se va a pique.
—Camina y no respires.
—No se preocupen que ninguno de ustedes pesa tanto como yo, y ya ven que no me hundo. La sala tiene el piso más arreglado.
Cruzaron por el pasillo ante las desoladas habitaciones, donde muebles y objetos se consumían en su propia herrumbre, entre jirones de antiguos rasos y escamas polvorientas de las desportilladas paredes.
—Mírenlo ustedes —dijo Domingo orgulloso, esperándoles a la entrada de una enorme sala, cuyo balcón abierto dejaba colar la luz como la lluvia brillante en una sima. En cada cosa puse su letrero, y en las de más mérito una explicación.
Había un escueto mobiliario, algunos sillones frailunos, dos largas mesas, un desvencijado bargueño. En una esquina, una armadura incompleta, sostenida con dificultad. Las tarimas del suelo dejaban ver, en las holgadas junturas, la penumbra del piso bajo.
—Aquí no hay cuidado —advirtió Domingo— pueden andar a su gusto. Yo voy a por unas copitas.
Indecisos, siguieron los cofrades el ejemplo de Aquilino y se acercaron a las mesas, donde estaban ordenados algunos objetos, que flanqueaban dos mohosas colecciones de periódicos provinciales.
Volvió Domingo con una bandeja y seis copas diminutas.
—No sé si las pastas estarán demasiado duras, pero el licor ha de gustarles, es un licor café que hacía mi mamá, la pobre, cuando tuve la dicha de que todavía me viviera.
Benjamín observó cómo Domingo se limpiaba una lágrima con la manga de la camisa.
—Es un museo misceláneo —reconoció Ángel Benuza, antes de acercar el licor a los labios, y comprobar el agriado sabor de los peores jarabes de su infancia.
—Misceláneo y verídico, porque cada cosa o tiene su historia o tiene su leyenda. Ahí ven fíbulas del castro del otero del pueblo, y cerámicas, todo sacado por mí con la azada. Esa daga a un caudillo árabe, de los que vinieron con Almanzor, se la quitó un don Benito Priaranza, ya ven el mérito de la guarnición y los gavilanes, que son de plata pura. El valor, ni se sabe. Y ese vaso tan delicado, de cristal de roca, fue el lacrimatorio de doña Eudosia, la señora de don Cebrián, que allá por el mil setecientos noventa y pico mató a su marido de un golpe desgraciado, en los embelecos de la coyunda nupcial.
—¿No sería por estrangulamiento? —inquirió, curioso Benuza—. Hubo en ese final de siglo unas prácticas amatorias cortesanas furibundas, en las que perecieron muchos nobles mancebos. Dicen que las importó un lego agustiniano de las misiones del río Bongo.
—Lo de doña Eudosia fue contra el dosel del lecho —aclaró Domingo—. Y lo malo es que le nació un hijo, que heredó el espanto de la infausta coyunda.
—Oiga —consideró Paco Bodes—, pues eso sí que es morir disparando.
—Aquí, en esta caja —indicó Domingo, señalando y abriendo una caja de puros—, guardo los restos de la ejecutoria del linaje, lo que queda del documento original.
—Hombre —dijo Ángel Benuza— no está nada mal elegida la caja, porque parece mismamente tabaco de picadura.
—Por una reliquia lo tengo.
—Cuide las corrientes cuando la abra, no vaya a pasarle lo que a los frailes de San Cerecino, que un aire les llevó las cenizas del fundador.
—Señores —ordenó Aquilino Rabanal—, hay que ponerse en marcha, que es mucho lo que nos queda.
—¿Para qué tanta prisa, si de lo que van a ver nada es comparable a lo que aquí hay? Este es el rizo de la barba de don Abilio, que antes les dije. Y esta la pañoleta de una señora que se llamaba doña Guisanda, una santa mujer a la que su esposo, don Fromerico, condenó a no salir jamás de la cocina, ofuscado porque una noche le sirvió la sopa fría. Y por veinte años allí la tuvo encerrada a la pobre.
Aquilino fue rescatando a los cofrades. Salieron al pasillo y encabezó Jacinto Sariegos la difícil marcha hasta el hueco de la escalera.
—Para mí el mayor honor —le decía Domingo a Benuza— es que se quedaran ustedes a almorzar. Si me echan una mano le retorceremos el pescuezo a ese bicho monstruoso, y lo preparo en pepitoria.
Un extraño aleteo surcó el techo del pasillo y los cofrades presintieron el vértigo de los murciélagos descolgados de alguna pesadilla. Chilló Chon Orallo y perdió el equilibrio Sariegos, avanzando dos pasos sobre la podrida tarima.
—Son golondrinas, no se asusten —dijo Domingo.
Jacinto tuvo la instantánea conciencia del explorador que se interna en las arenas movedizas. Sintió cómo el suelo se hundía a sus pies con un sordo estrépito de légamos y carcomas, y se vio colgado, pateando en el vacío.
—Descuiden ustedes —decía Domingo, intentando aplacar a los cofrades y al accidentado explorador.
Regresó a la sala y volvió con una soga.
—Déjenme pasar, y usted sea valiente, hombre, que no se diga.
Le tiró la soga a Jacinto con la destreza del que repite por enésima vez el salvamento. Sariegos se agarró a ella con la desesperación del ahogado.
—El último que metió la pata —comentó Domingo— fue un Ingeniero de Montes que se llamaba don Ubaldo. Sólo que a ese no hubo medio de sacarlo.
Rezongaban las yeguas cuando Aquilino liberó los ronzales. Paco Bodes se hizo cargo de la que antes llevaba Jacinto, que se dolía de sus riñones. Por el camino vio Benjamín correr delante de ellos a Pidio Legaña. Domingo les decía adiós desde el balcón, agitando la tizona en la mano derecha. Un punzante cacareo arrebataba el corral de la casona.
—Ahí dentro está claro quién manda —dijo don Florín.
—No corren, a lo que se ve, tiempos heroicos para la hidalguía serrana —opinó Benuza.
—Domingo —informó Aquilino— ni es García ni es Priaranza. La casona se la compró para él y para su madre, hará diez años, un hermano que hizo fortuna en Buenos Aires y que allí murió. Con la manía del museo le resulta más fácil inventarse el pasado.
—Un museo —aseguró Benuza— es siempre una estancia no para perpetuar el olvido, sino para festejarlo.
Subieron los cofrades a la zaga de las yeguas por las vueltas trepadoras del monte. El relumbre de la media mañana abrillantaba las hondas vertientes del valle, el bosque de hayedos, la dehesa del robledal, la calva caliza de las peñas cada vez más altas.
Dejaron abajo, en el borde de la ladera, esparcida hasta unos esquilmados centenales, un pueblo de contadas casas, todas de tejados de paja, en el que sólo sobresalía el inclinado campanario de la iglesia.
—Lutarieto —les indicó Aquilino—. Por esa cuerda, sin cansarnos demasiado, vamos a llegar a las Fuentes del Cirueña, allí, en las faldas del Candín. En cuanto alcancemos aquel miro ya las vemos.
—Estará previsto un refrigerio —sugirió Benuza.
—En la pradera, para reponer fuerzas antes de subir a la Peña.
Volaba un milano en lentos y sostenidos círculos, y rumoreaban los rebaños por los pastizales, entre el careo intermitente de los pastores. La quietud y el clamor de la mañana se fundían en la ampliada resonancia del valle, con un ritmo de silencios solemnes y lejanas algarabías, ecos perdidos que arrastraban voces, trinos, campanas.
—Allí tenéis las Fuentes —señaló Aquilino, cuando alcanzaron la rocosa atalaya que se adelantaba como una proa en el desfiladero de los piornales.
Las verdes sombras de las praderas resaltaban en las estribaciones de un aupado bosquecillo de alisos, entreverados de floridos saúcos y avellanos. De su centro rompían las Fuentes, como brazos manantiales que cavaban unos surcos líquidos, zigzagueantes y caprichosos. A la caída de la pradera, en el borde de su pronunciada pendiente, se juntaban todos los brazos en el arroyo originario del Cirueña, al que en seguida alimentaban otros. Superado el bosquecillo, crecía la falda de la Peña Candín, con sus variados manchones de urces, helechos y negrillos, hasta la descarnadura blanca y afilada de la caliza, la cresta que el viento azotaba entre el sigilo de las águilas.
Arribaron los cofrades a la pradera y buscó Jacinto alivio para sus maltrechos riñones en las altas y mullidas hierbas, mientras Paco y don Florín disponían el refrigerio. Chon Orallo, Aquilino y Ángel se sentaron al arrimo de una de las rumorosas fuentes.
—Saepe levi somnum inire susurro —citó Benuza, entrecerrando los ojos y sorbiendo el aroma de las húmedas florestas.
Benjamín Otero condujo las yeguas al cercano pastizal y vio a Pidio Legaña sentado encima de un tronco. Le estaba haciendo señas con ambos brazos.
—No le hagas ni caso —ordenó Aquilino.
—A ese tío no vamos a quitárnoslo de encima —dijo contrariado don Florín.
—Como si no existiera.
Comieron los cofrades las lonchas de cecina que cortaba Paco Bodes y le dieron repetidos tientos a la bota.
—No creáis que me olvido de catar todas estas fuentes —dijo Paco.
—Hasta la corona de la Peña, que es hasta donde más o menos subiremos, ya tenemos que ir atentos —indicó Aquilino, extendiendo el mapa donde había anotado los itinerarios—. Por aquí pasamos luego al cueto de Castrocandín, y éste es el camino al que se refiere don José María. Ya todo lo que veamos lo tuvo muy repateado el ilustre presbítero. Si para el mediodía diéramos cara a la otra vertiente, sería lo justo para almorzar y descansar un rato. Ahora mientras antes nos movamos mucho mejor.
Rastreaba el sendero de la loma, bifurcándose en algunos altos, a veces casi cubierto por las urces leñosas y otras avasallado por el tamiz de los helechos. Benjamín caminaba el último, a corta distancia de las yeguas, interesado en la merodeadora vigilancia de Pidio Legaña que, sin acercarse mucho al sendero, bajaba y subía en rápidas y difíciles carreras, saltando en las retamas, como para demostrar su agilidad.
El sol iba concentrando su peso incandescente, extinguida la brisa del alivio mañanero, y soportaban los cofrades ese fuego que se desploma desde el desierto de las cimas, que envuelve la plenitud del monte.
Se internaron en un bosque de negrillos y dio Aquilino el alto, agradeciendo la sombra. Benuza y Bodes sudaban copiosamente. Chon Orallo estaba muy sofocada.
—Ahora sí que empezaron los trabajos de la expedición —reconoció don Florín.
—Por ese reguero —señaló Aquilino, limpiándose la frente— vamos a un manantial, y no hay más remedio que inspeccionarlo aunque nos desviemos. Luego volvemos a buscar el sendero.
—¿Y no sería más fácil que alguno se destacase y los otros esperaran? —propuso Benuza.
—Ángel y Paco de voluntarios —afirmó Chon.
—Yo creo que es mejor no disgregarnos —dijo don Florín—. La expedición debe avanzar siempre con todos sus efectivos al unísono, y más cuando llegue el delicado momento de descubrir un venero.
—Pues entonces no le demos más vueltas —decidió Aquilino.
—Pero antes, por Dios, que corra la bota —suplicó Paco Bodes.
Siguiendo el curso del reguero que, por momentos, parecía extraviarse en la fronda enmarañada de las retamas, ascendieron los cofrades, abandonando la sombra beneficiosa del bosque. Todas las dificultades se juntaban en el pronunciado repecho, y hasta las yeguas refrenaban el paso como dispuestas a no seguir.
—Arrearlas —gritó Aquilino.
Benjamín Otero se detuvo un instante para contemplar la loma tendida a sus pies, por donde se dibujaba, como un hilo, el sendero que habían seguido desde la pradera de las Fuentes. Estallaba en ella el fulgor de un verde espejo, que multiplicaba el fuego de las florestas encendidas.
El venero manaba en un oculto lecho de retamas y espinos, hacia el que fue costoso orientarse. Aquilino y don Florín se abrieron paso armados con sendos palos, vapuleando la maraña. Fluía el agua en un lento borbotón, remansada en el inicio de su nacimiento, abierta luego en el humilde reguerillo.
—Es como descubrir a una doncella entre sus virginales mantillas —comentó don Florín.
—Todo lo puro propende a preservar la virtud de su pureza —dijo Aquilino—, y no hay mayor celo, en ese aspecto, que el de la Fuente Virtuosa. Sólo con ver manar estas aguas, Floro, ya estamos hollando algo de ese secreto y de esa virtud.
Paco Bodes llegó tras ellos.
—Dejadme que sea yo quien primero beba en sus líquidos senos —solicitó.
—Hagamos las cosas bien, Paquín —dijo Aquilino, sacando de su morral un pequeño frasco con una etiqueta colgada al cuello—. Vamos a tomar antes la muestra con la correspondiente anotación. Hay que cumplir al dedillo los aspectos científicos de la expedición porque si no, al final, si te he visto no me acuerdo. Daos cuenta de que de lo que nada sabemos es del trance que preludia los efectos virtuosos, si de algún modo antes se manifiestan. No hay medida de nada, aquí todo tiene que ser especulación y experimentación fáctica, por eso el orden me parece necesario para corroborar los hallazgos.
—Como en el hecho poético, tal como yo lo concibo.
Acercó Paco Bodes los labios al agua, después de que Aquilino tomase la muestra y sellara el frasco, mientras don Florín le ayudaba a redactar la escueta y expresiva anotación geográfica de la fuente.
—Especular coordinando la mente con la fáctica experimentación de los sentimientos y de las palabras —explicó Paco Bodes, entre sorbo y sorbo— ése es el pulso de mi lírica libertaria, propicia a las palpitaciones del abismo, de las que hablaba el maestro William Blake. Luego, consumado el desorden en el fiero vendaval del verso, conviene apaciguarse, para corroborar si aquello tiene la enjundia y la belleza necesaria. No hay poetas más malos que aquellos que no aprendieron a leerse a sí mismos.
Hasta retomar el sendero, que serpeaba pausado hacia los pastizales de altura, anduvieron extraviados los cofrades, bajo el golpe cada vez más duro del sol. Pidio Legaña les vio pasar, sin que ellos lo advirtieran, derivados en la mala orientación de Aquilino. Y les vio luego regresar abatidos para enderezarse, sendero arriba, cuando ya el mediodía estaba cercano.
En los campares que limitaban con el cuello de la Peña, después de rastrear, sin resultado, otras dos fuentes, decidió Aquilino que era el momento de preparar el almuerzo, descansando a la sombra de un solitario negrillo y al arrimo de un generoso manantial.
—Ahora es cuando uno añora al homo urbanus que defiende Paco, ¿eh, Chonina? —convino Ángel Benuza, desatando las botas y dejándose caer en la hierba.
—Yo ni en la ciudad ni con el campo me quedo —aseguró Chon Orallo, repitiendo las abluciones—. Encerrada en casita y asomada, como mucho, a la azotea. Habiendo buenos libros y buenas madejas.
—No os quejéis —pidió Aquilino— que aquí está todo previsto para que haya alivios y compensaciones —y les mostró dos botellas de champán francés que iba a enfriar en las aguas del manantial—. Además, todo lo que se sube luego se baja.
Benjamín ayudó a Sariegos y a su tío, que descargaban las alforjas de las yeguas y tendían el mantel, depositando las hogazas y las tarteras. En la media distancia del campar y los amurallados brotes de la Peña, les observaba Pidio Legaña.
—No sé yo si ése traerá algo que llevarse a la boca —dijo don Florín.
Comieron con la molesta sensación de quien se siente vigilado, sin lograr que los variados guisos de Balbina y Jesusa, las aves y las truchas escabechadas, la mechada ternera, los pimientos rellenos, recibieran el liberado y gratificante cumplido, como en la mesa donde impone su presencia, temida y acusatoria, un lóbrego convidado de piedra, o alrededor de la cual corren lastimeros los más tristes mendigos.
—Maldita sea su estampa —rezongó Aquilino.
Las explosiones del champán hicieron que Pidio Legaña se incorporara, alterado, y corriera hasta perderse por las escarpaduras de la Peña.
Los cofrades bebieron el café, que Jacinto sirvió del termo, y se demoraron con el coñac, hasta sentir las benignas cabezadas del sopor y el cansancio. Don Florín había extendido algunas mantas y el murmullo del manantial fue creciendo sobre las lánguidas conversaciones, entre la brisa suave que mecía las hojas del negrillo, a través de las cuales Benjamín Otero alcanzó a ver el sol primaveral de la huerta del noviciado, con Julio sentado a su vera, muy fatigado tras el rápido paseo de la sobremesa.
Cerró Benjamín los ojos y el aroma del perfume de Chon Orallo, que se había tendido a su lado, cierta rara fragancia de menta y romero, llegó a su nariz, como el lejano efluvio de un sueño del que había olvidado las concretas imágenes, algo relacionado con el turbio y dulce esplendor de una fugaz desnudez, en cuya contemplación se iba consumiendo, mientras su cuerpo se vencía sobre sí mismo para, sin salir del sueño, verterse en una dicha tan efímera como intensa.
Paco Bodes caminó por el campar, alejándose de sus soñolientos compañeros. Pacían las yeguas en un extremo, sin apenas moverse. El sol se aplacaba entre la brisa, dispuesto a ceder su fuerza, alineado en el descenso donde nacería la tarde. Bordeando la erguida muralla de la Peña se ocultó Paco Bodes en un recodo y, bajándose los pantalones, se dispuso a aliviarse.
—Es ésta la única postura donde todos somos iguales —dijo alguien, no lejos de él.
Paco hizo intención de incorporarse.
—Quieto, mancebo, quieto, no te interrumpas, y dale al vientre lo que es del vientre, que lo mismo hago yo.
Sobre un saliente de la peña, a su derecha, estaba en cuclillas una anciana, desplegado su amplio faldamento, en la beatífica y resignada actitud de quien ya no tiene tiempo que robarle al tiempo.
—¿Cómo viniste tan lejos a posar la huella? —le preguntó.
Paco Bodes permanecía indeciso, a medio camino entre el sobresalto, el recato y la urgencia. La anciana llevaba colgado a la espalda un abultado fardel y fumaba un tosco cigarro con visible delectación.
—Por esta campas del Candín es difícil avistar al género humano —afirmó, rematando el gesto baldío de un esfuerzo.
Paco volvió a su postura, comprobando que ya le quedaban pocas probabilidades.
—Si eres tardo y perezoso voy a darte unas hierbas que te harán ligero y aplicado. Doradinas con panes de pajarín y flor de saúco. A mí ya no me entonan porque hay baterías que por mucho que quieras, ya no se cargan. Lo mío es aguantar y quedarme pasmada las horas muertas, con un buen cigarro de hoja de roble picada con candelas y milramas. Este es el vicio del estreñimiento. Otros peores hay en la vida, qué caray.
Paco decidió dar por terminado el intento. Se incorporó y se ajustó los pantalones.
—De todo lo que yo tengo vivido, mancebo —dijo la anciana expulsando unas perfectas arandelas de humo—, que son ya más de ochenta castañas, lo que pasé pensando es lo que a este menester corresponde, ni un minuto más ni un minuto menos. Y esto es moneda corriente en nuestra condición, pues somos muy dados a ir y venir, a no tener sosiego para hacernos una idea certera de nosotros mismos. De vieja el tiempo se te queda más quieto y, a lo mejor, hasta quieres pensar más de la cuenta, pero esa calma es el engaño del instante definitivo. No esperes encontrar en la vejez los mejores pensamientos, mancebo, lo que de ti no sepas ya no vas a saberlo, y si el ánimo te falla, cosa que yo no puedo decir, ahogarte de penas y temores, que de eso es de lo que de veras se muere uno cuando se tienen tantas castañas que ya ni hay conciencia para saber contarlas.
Paco Bodes observó a la anciana, que cabeceaba como reafirmando sus conclusiones, alzando el cigarro en su mano derecha. Tenían sus ojos un brillo oscuro y movía la brisa su blanca melena, desordenadamente sujeta con algunas horquillas.
—Todas las razones universales se resumen en dos —dijo abstraída— la del entendimiento que del alma viene, y la del placer que en el cuerpo mora, cuando le dejan la enfermedad y la fatiga.
Mantuvo el cigarro en los labios y, antes de escupirlo, se incorporó componiendo la falda y el reforzado mandil, que ocultaba una profunda faltriquera.
—Poco hicimos, mancebo. Nunca más de lo necesario, y casi siempre menos de lo preciso.
Aseguró el abultado fardel a la espalda, después de recoger del saliente de la peña una cayada.
—Si bajas a Castrocandín, llevamos igual camino.
—Estoy aquí con unos amigos, señora. Andamos de excursión por estos parajes.
—Pues, anda, enséñamelos, que conmigo vais a aprender por lo menos tanto como veáis. Estos parajes que dices, una vez que oscurece, no son buenos para quienes no los conocen. El monte es un animal dormido que se despierta por la noche.
Paco Bodes vio como la anciana saltaba por la peña con rara agilidad.
—Te veía más joven desde allí —le dijo, al llegar a su lado—. ¿Estás soltero o ya te echaron la zarpa?
—Estoy solo en la vida —aseguró Paco.
—Pues ven esta noche a mi casa —susurró la anciana— que te preparo esas hierbas que te dije, y te muestro el prodigio de una moza triscadora.
Aquilino Rabanal fue el primero en percatarse de la compañía de Paco Bodes.
—Manuela Mirandolina —dijo, con absoluto desánimo—. No está de la mano de Dios que esta expedición llegue a feliz término.
—¿Quién es? —preguntó don Florín.
—Harían falta seis o siete volúmenes para explicarlo. Como poco, una vieja tronada que puede convertirse en nuestra sombra. Si no había bastante con Pidio.
Saludó Manuela a los cofrades y aceptó el café que le ofrecía Chon Orallo. Jacinto y Benjamín cargaban las yeguas.
—No supuse que estaba Aquilino en esta encomienda —decía Manuela— y menos con gente de tanto postín. A este mancebo lo divisé, huido en sus entelequias, como si al monte hubiera subido para vérselas con su destino. Con el mío trajinaba yo, en idéntico trance. Pero ustedes me dirán en lo que una servidora puede ayudarles.
—En nada, Manuela —dijo Aquilino—. Por donde quieren ir, les llevo yo sin problemas.
—No me puedes privar de tan importante compañía.
Bajaban con la tarde, prendida en la ruina dorada del sol, por la falda más limpia de la Peña, y en la distancia de siempre les seguía Pidio Legaña. Se entreveraba el verde de los campares con algún arruinado centenal y las matas perdidas de los arándanos.
—Hay que asomar bajo esos cuernos —le dijo Aquilino a don Florín— porque ahí está el castro de La Muela que excavó don José María, y puede que corra algún manantial. Avisa a Paco que entretenga a la vieja mientras vamos tú y yo.
—Es ella la que trae entretenidos a Benuza y a Chon.
Paco captó la indicación y Aquilino y don Florín se alejaron hacia el castro. Las yeguas pacían agradecidas. Jacinto y Benjamín se acercaron a escuchar a la anciana, que había encendido otro voluminoso cigarro.
—Yo lo que digo, mancebos, es que la vida no es lo que es en sí misma, sino lo que uno imagina que sea. Y en darse cuenta de ello, es donde el hombre decide su sentido. Hay que zascandilear mucho para no perderse en las miserias diarias. Yo jamás hice lo que vi que hacían los otros, sólo lo que me dio la real gana.
—¿Y nunca sintió la necesidad de marcharse de aquí? —le preguntó Chon.
—Sería la peor ventolera. Quien se marcha es por el azogue o la locura de buscar lo que en ningún sitio se encuentra. Lo que aquí hay es lo que hay en todas partes, quitando los engaños que sólo ve quien engañarse quiere. Esto es el mundo, manceba —indicó Manuela, haciendo un gesto expansivo con el cigarro en la mano—, todo y él mismo, entero y verdadero. Igual lo veo mirándolo desde este alto que desde el ventano del retrete de mi casa.
Aquilino y don Florín regresaron al cabo de un rato, con el decepcionado gesto de la búsqueda infructuosa. Hicieron señas para que la expedición continuara. Manuela tiró el cigarro y volteó la cayada.
—El monte siempre tiene algo escondido —dijo—. Mil veces que subas y bajes, y siempre hay algo que no encuentras. El monte es mayormente como la vida, de ahí que guste tanto.
Un estirado cueto sucedía a las frescas praderas, donde la falda de la Peña tenía el confín. Corría la tarde con el tibio regalo del sol hundido, esparcida la luz de brillantes cenizas. Tornaban algunos rebaños en un demorado regreso, con los pastores entretenidos.
—¿Al cueto vais a subir? —preguntó Manuela extrañada ante el decidido paso de Aquilino.
—Son los castros lo que a estos señores les interesa. Tú vete tranquila, que luego se te puede hacer tarde con tanto rodeo.
—Castros, fuentes, flora —informó don Florín—. El ancestro histórico y la naturaleza fenomenológica, que decía Pisan.
—En todo el cueto sólo hay una fuente, y seguros pueden estar que en estos contornos ni tres almas la conocen, contándome a mí. Tiene fama de fuente mineral, pero venenosa, porque en su venero dicen que se juntan ciertas ponzoñas de piritas y cinabrios. Yo sé de alguno que quiso cegarla y no pudo.
—¿Entonces nadie beberá en ella? —preguntó don Florín, muy interesado.
—Nadie que sepa y esté en sus cabales.
—Pues será muy interesante para nosotros tomar una muestra de sus aguas.
—Cada cual debe saber cómo perder el tiempo —aseguró Manuela—. No hay pájaro que no vuele más de lo debido ni enredadera que no crezca más de la cuenta.
Por la rampa del cueto los riñones de Jacinto comenzaron a resentirse. Benjamín cogió el ronzal de las dos yeguas que subían lentas, emparejadas en su morosa mansedumbre. Manuela había tomado la iniciativa de la expedición y los cofrades la seguían, apurando un esfuerzo cada vez más penoso.
—La ley del tiempo, mancebos —decía, volviéndose hacia ellos pero sin detenerse—, es que tanto el mundo como nosotros estamos hechos de instantes fugitivos. Nada de lo que somos y de lo que veis permanece, todo huye.
Era difícil seguir aquella marcha. Jacinto y Benjamín se quedaron rezagados. Chon Orallo respiraba sofocada, sin perderle el paso a Benuza. Paco Bodes observaba, confundido, los pies de Manuela Mirandolina que parecían moverse a saltos, enfundados en las toscas abarcas. Aquilino y don Florín se esforzaban para que cundiera el ejemplo.
—Hay quien dice —aseguraba Manuela, alzando hacia ellos el dedo índice de la mano derecha— que se es menos feliz cuanta más conciencia se tiene. Puede que sea verdad, mancebos, pero la mayor desgracia me parece a mí ese limbo en el que viven los inocentes. Yo prefiero al sabio pendón que al tonto santificado. Y cuando os canséis, avisad, que hay que administrarse para evitar el peligro de las hernias inguinales.
Hubo un momento en el que la anciana estuvo casi perdida en la distancia de su ventaja, colgados los cofrades en la serpenteante subida de un sendero, cada vez más difuminado. El atardecer se alargaba en la rosada hoguera de los arreboles.
—Bajáis hasta aquellas zarzamoras y allí veréis un reguerín. Hay un morrillo blanco y debajo está la fuente —indicó a los primeros en alcanzarla.
Aquilino, don Florín y Paco Bodes miraron la sima del barranco, sudorosos y consternados.
—Otra fuente más secreta no hay por estos parajes —dijo Manuela—. Pero cuidaros que el agua ni os salpique. Antes de echarla el morrillo, había siempre en el barranco aves y alimañas muertas.
—Vamos —decidió don Florín— que me da el pálpito que estamos más cerca que nunca del soñado venero.
Manuela Mirandolina les vio descender con temeroso equilibrio. Cuando el resto de los cofrades la alcanzaron, les mostró con la cayada el hondón del barranco.
—Dios hizo al hombre menguado de entendimiento y corto de habilidad, si con los animales lo comparamos —comentó—. Esos mancebos lo prueban. Bajan por el sitio más difícil y más largo. Será curioso ver si son capaces de subir luego.
Se esparció el oscurecer apagando la brasa consumida de las últimas lejanías. Benjamín y Jacinto miraban las manchas pajizas y terrosas de las casas de Castrocandín, abigarradas en el lecho del cueto, como si se encogieran y apretaran para defenderse.
—Et iam summa procul culmina fumant marioresque cadunt altis de montibus umbrae —declamó Ángel Benuza que, sentado con Chon Orallo, agradecía el demorado reposo, mientras Manuela permanecía abstraída y silenciosa, quieta y de pie como una olvidada estatua.
Había cuajado la noche cuando los cofrades llegaron al pueblo, maltrechos y cansados, al paso monótono y triste de las yeguas, en las que Chon y don Florín se habían negado a montar, a pesar del consejo de Aquilino, que veía el desencajado semblante de Chon y la progresiva cojera de don Florín, que había rodado sobre los zarzales en la sima del barranco.
—Animo, amigos, que a punto tenemos el cobijo y el refrigerio —anunció el anfitrión—. Y bien merecido, por cierto.
—Yo aquí me quedo —dijo Manuela—. Tengo que subir a esa casa antes de encaminarme a la mía. Hay un rapaz que ni come ni calla y me dieron aviso para que lo espantara. Si oyen gritos y llantos no los tomen en consideración. Más se amarga el que silencia que el que implora.
Se despidieron los cofrades y apuntó Manuela a Paco, que venía rezagado con Benuza, con la cayada.
—A ti, mancebo, ya sabes lo que te dije. A mi casa se llega por ese camino. Las hierbas te han de aliviar, y el prodigio de la moza no es cosa que pueda verse todos los días.
—¿Qué prodigio, Paquín? —preguntó Ángel Benuza muy interesado, cuando Manuela se fue.
—El de una moza triscadora. Vete a saber a lo que esta vieja se refiere.
—Fácil se me hace sospecharlo. Eso de ninguna manera podemos perdérnoslo. La somanta que llevamos encima es de categoría, pero yo te juro que lo que no he podido olvidar es la escena del gallo casanova. Fijo me queda en la memoria cada disparo. Por triscar, aquí entre nosotros, yo renunciaba a la mismísima Fuente del presbítero.
En la casa donde se albergaron les recibieron con la mesa puesta. Todo estaba a punto, según las previsiones y las órdenes de Aquilino. Paco y Benuza compartieron la habitación, al igual que Jacinto y Benjamín. Todos buscaron el alivio de un barreño para meter los pies en el agua caliente, que la dueña de la casa les proporcionaba en sucesivos pucheros dispuestos en el fogón.
Cenaron y Aquilino les comunicó que, a la vista de la dura jornada, había mandado aviso para posponer para el día siguiente una visita a don Basilio Candemuela, uno de los pioneros de la minería comarcana, con el que juzgaba muy interesante hablar.
—Buena idea —convino don Florín— porque hoy ya no estamos para más trotes.
—Esos caminos son muy criminales para el que no está acostumbrado —decía la dueña de la casa.
Benjamín Otero sacó el cuaderno de su morral, cuando con Jacinto se retiró a la habitación, dispuesto a continuar la carta diario dirigida a Julio. Quería contarle el destino de aquella expedición que peregrinaba por el monte, persiguiendo un misterio del que el padre espiritual podría abominar, pero que él consideraba tan profano como religioso.
Este, Julio, escribió, es como un ideal de aquellos en pos de los cuales iban los misioneros por las taigas y las junglas, sólo que en él no hay ánimo ni pretensión evangelizadora, sino la búsqueda de una especie de Santo Grial, tan hermosa como imposible. Después de tanta soledad, y tantos sufrimientos, empiezo a sentir la dicha de la vida y del esfuerzo de la misma, y se me quitan las ganas de rezar y perdí la costumbre de la meditación, aquellas obsesiones de cuando estaba enfermo. No sabes, Julio, lo que deseo que tú también te cures lo antes posible.
Ángel Benuza y Paco Bodes salieron por la calleja hacia el camino que había indicado Manuela Mirandolina. Estaba el pueblo sumergido en la noche, como si las sombras lo rociaran con su limo negro.
—¿Te enteraste dónde vive?
—En un molino, a cien metros de la última casa.
—Se pone frío, Paquín, teníamos que habernos echado algo encima.
Tras la última casa había unos desvencijados pajares y tenados y, a la vera del camino, corría silenciosa el agua de una presa, en la que se reflejaba la claridad lunar. Bajo un gigantesco castaño divisaron una semiderruida construcción.
—Tiene que ser ahí —dijo Benuza.
Manuela Mirandolina estaba sentada en el poyo, a la puerta, comiendo una cazuela de sopas de ajo.
—No hay mejor compañía que la de uno mismo —comentó—. Cunden más los pensamientos que las palabras, de ahí que los más sabios sean los más solitarios. Si queréis sopas, en el pote sobran.
Terminó su cazuela y encendió uno de sus voluminosos cigarros.
—Las hierbas preparadas las tengo ahí en un fardelillo, pero la moza no trisca hasta la media noche, justo cuando la luna está encima del pradín de la vega, que es donde le gusta.
—¿Y dice usted que es un prodigio? —inquirió Benuza.
—Un prodigio, mancebo, porque del monte viene y al monte vuelve, una vez complacida.
—¿No es del pueblo? —se interesó Bodes.
—¿Dónde se vio que en un pueblo habitara una moza cristalina, cuyos cabellos de oro son su única vestimenta, y que tiene plateada la piel por la luna de tantas noches primaverales y veraniegas? Estáis ciegos, mancebos. No sé yo si con ese punto de vista tan simple, estaréis preparados para ella.
—Nosotros señora —confesó Benuza— siempre hemos sido muy partidarios de triscar, y toda la pleitesía posible a las mozas triscadoras se la rendimos. Lo que pasa es que aquí Paco, desde que Aurelia Lucillo lo dejó, trisca poco porque lleva muy mal el abandono. Y yo, debo confesar que por mucho que trisque nunca trisco todo lo que se me antoja. Para mí una de esas mozas cristalinas que usted dice, sería un auténtico regalo de los dioses.
—Ay, mancebo —dijo Manuela, expulsando el humo hacia las ramas del castaño—, qué fácil es ambicionar lo que conseguir no se puede, y qué difícil conformarse con las limitaciones de nuestra condición. Nada la trucha en el río y en el aire vuela el galfarro, y está el hombre prisionero en la tierra con sus maquinaciones y ansiedades. Los pájaros y los peces son más libres y felices que él.
Ardía la luna entre las ramas, esparcida la helada llama por el cuenco nocturno y se escuchaba, palpitante, el silencio de la vega con el pausado discurrir de la presa. La brisa movía las hojas del castaño, que temblaban como si el blanco fuego las consumiera.
Manuela Mirandolina escupió el cigarro y se sacudió las faldas.
—No hagáis ruidos ni comentarios —advirtió—, una brizna en el agua es suficiente para asustar a los peces.
La siguieron al interior del molino.
—Con cuidado vais a subir detrás de mí hasta aquel ventano del altillo. No podéis moveros. Hay que andarse con los mayores miramientos, porque estos prodigios son tan secretos como los sueños.
Subieron por una desvencijada escalera, a tientas en la maltrecha oscuridad donde se espesaban los polvorientos olores del molino, la agriada mezcla de arpilleras, salvados y resecos cadáveres de ratones. Caminaron a gatas por los tablones del altillo, esquivando con dificultad las desmoronadas vigas. Manuela alcanzó el ventano, que filtraba un brote humilde de claridad lunar.
—Quedaros ahí —les indicó— que ya os digo yo lo que hay.
Ángel Benuza y Paco Bodes se acomodaron en el suelo. El rostro de Manuela se iluminó en el ventano.
—Escuchad, escuchad —musitó.
—Ya viene la galana —anunció Manuela Mirandolina—. Por el coto boyal viene, corre que corre, vuela que vuela, dos lobos la guardan y por las matas huyen asustadas las garduñas. Ay, si la vierais, mancebos, si verla pudieseis.
Ángel Benuza intentó incorporarse y se golpeó con la cabeza.
—Quietos, quietos —pidió Manuela— que ya está la galana en el pradín y en su sitio la luna. Nunca vierais Moza Cristalina con semejante empaque. De oro los cabellos, de plata la piel. Relumbra la galana como si el corazón tuviese encendido. Y allí vigilan, aguerridos, los lobos que la guardan.
Los cofrades avanzaron con cuidado.
—Ay, mancebos —suspiró Manuela Mirandolina—, ya empieza a triscar la Moza. Ahora oiréis el canto de la felicidad que la posee, su voz de manantial. Cómo trisca, rediós, cómo trisca y travesea.
Se adelantó Ángel Benuza hacia el ventano. El blanco fuego de la luna ardía en el centro de la vega, como si el pasto se hubiese transformado en un brillante espejo que atesoraba todos los fulgores.
—Es un sueño, Paquín —confesó Benuza, desazonado—. Un sueño que confunde los sentidos. Trisca la Moza para mayor gloria de nuestra miseria.
—No os ceguéis, mancebos —dijo Manuela—, no vayáis a cegaros queriendo ver más de lo que se puede y se debe. Es cierto que el prodigio es como un sueño que alimenta el deseo de lo que a cada uno le queda de su juventud, si algo queda cuando como yo tantas castañas se tienen. En la galana me veo bien guardada por esos lobos, pero, ¿qué otra vida vale sino la que se desea y se imagina?
Paco Bodes logró asomarse al ventano cuando ya Benuza se retiraba. La vega era un lago helado en una noche invernal.
—Andar listos, mancebos —indicó Manuela Mirandolina—. No vayáis a romperos la crisma, y no os olvidéis de coger el fardelillo de las hierbas.