14
La llamada
Bailaban los cofrades en la caverna del gran salón, que vislumbraba Jacinto Sariegos con el reclamo visionario de aquel néctar antes frutal y ahora ponzoñoso, como un reducto subterráneo donde se congregase la tribu entre el júbilo y la amenaza.
El metal de la orquesta hacía estallar las lágrimas de las lámparas, que reventaban como sordas gotas de lluvia monzónica, y Jacinto alzaba los ojos, amarrado al ritmo de su pareja que iba a sucumbir en el despiadado trote, y sorbía gustoso el delirio del cristal, esa húmeda caricia de vibrátiles reflejos que alcanzaban en su nublada memoria lejanos fuegos de artificio, vertiginosas llamaradas de embriaguez.
—Písame, paloma, no tengas cuidado, que si la noche es pródiga hasta que se apague la hoguera nadie podrá pararnos.
—Dios me libre, si es usted el que me tiene breada.
—Trátame de tú, que no hay cosa que me guste tanto como que me pierdan el respeto.
—Desde luego lo que tienes de simpático lo tienes de mal bailarín.
—Es mucho lo que hay que rodar conmigo para apreciar mis dotes. De todas formas, paloma, con este bollo tampoco se puede pedir demasiado.
—Es que hacía tiempo que en la Sociedad no se veía tal bochinche.
—Será que ésta es la última noche que nos queda. Acaso ya no hay mañana, como decía el padre Vilariño.
—No lo digas ni en broma.
—Tú aplícate, querida, que no hay instante inútil si por gozoso se tiene. Y eso sí que no lo decía el padre Vilariño.
—Procura no descalzarme, que da la impresión de que gastas un cuarenta y cinco con jardinera.
—Otras prendas me cobrara, que no fueran tus zapatos.
—No te pases, que está muy alto el pabellón para un calvo como tú.
—Sin enfadarse, paloma. A prendas más amables me refiero, a las que en el alma albergan las doncellas bondadosas.
—Hablas como el poeta premiado.
—La labia no es patrimonio de los bardos.
Una ola alteró la visionaria contemplación de Jacinto, que se vio transportado en el expansivo abrazo de su pareja y de todas las parejas circundantes. Se oían algunos gritos con más sorpresa que preocupación. La orquesta batía su propio récord, engolfada en las cimas del bolero. Fueron precisos unos minutos para que se apaciguase el salón, y un mínimo corro quedara abierto en el centro, ya con algunas voces severas solicitando calma y compostura.
—Aire, aire, no se amontonen, por favor.
Desde la cima del bolero se precipitó la orquesta en el vacío.
Tina Robla se inclinaba sobre Paco Bodes, sin apenas superar el desconcierto. El Poeta Galardonado se había ceñido a su cuerpo en un convulso arrebato que había estremecido a la Reina, temerosa por un momento de que las lavas del madrigal se desbordaran, y luego se había desmoronado llevándose las manos al estómago como si un imprevisto fuego le hiciese arder las entrañas.
—Un médico, un médico —pedía alguien.
—Hay que sacarlo de aquí.
Cuando se abrió un pasillo suficiente, del centro del salón al vestíbulo, todos pudieron ver al Poeta ejecutando un número de arriesgado contorsionismo, perfectamente ilustrado con los ahogados gritos de quien soporta el dolor hasta el límite de lo imposible.
Los asustados espectadores observaron, entre los inciertos comentarios que ya llenaban el salón, el confuso trasiego de algunos miembros de la junta directiva, el nerviosismo creciente de la Reina, los desatendidos requerimientos de un médico.
La virulenta demostración del Poeta hacía difícil su traslado. Los más cercanos podían distinguir, además de la desarticulada culera de su pantalón, la ajada Flor en la borrosa solapa.
—Paso paso —pidieron Benuza y don Florín.
Pacho Robla y Pascual Llombera llamaban al doctor Cifuentes, y una voz, que no podía disimular un cierto tufo alcohólico, contestaba desde el fondo del salón que había sido requerido para operar una fimosis.
—El doctor Beraza también se fue hace un rato.
—¿Pero qué le ha pasado a Paco? —inquiría don Florín.
—Hay que llevarlo a la Dirección —decidió Pacho Robla.
—Es como un ataque —opinaba Llombera. Benuza echó una mano para cargar al Poeta, que se revolvía entre violentas arcadas.
—Ni Cifuentes ni Beraza —le comentaba Pacho a don Florín—. ¿Pero este hombre es epiléptico o sufre algún trastorno?
—Jamás vi a Bodes ni con un catarro.
—Pues la fiesta nos la chafa —comentó Juanito Garfín.
—No liemos más las cosas —ordenó Pacho—. Decirle a la orquesta que siga. No hace falta que nadie deje de divertirse, para que atendamos a este hombre como se merece. ¿No habrá bebido más de la cuenta?
—Aquí hoy todo el mundo ha bebido más de la cuenta.
—Pero unos saben administrarse mejor que otros, a la vista está.
Casi en volandas llevaron a Bodes, pasillo adelante al despacho del presidente. En el mismo pasillo, la Reina fue rescatada por su madre y el grupo de amigas revoloteadoras.
—Te vas a comportar, Tina, te vas a comportar, que me estás agriando la noche —masculló doña Amparo, sujetándola.
—Tengo que saber lo que le pasa.
—¿Qué le va a pasar? Que no tiene sentido de la medida, que es un golfo.
Despegaba la orquesta de nuevo, y un multitudinario grito de júbilo volvía a estremecer el salón.
Jacinto Sariegos cruzó el vestíbulo. Había abandonado a su pareja entre la multitud. Lejos de la lluvia de ardientes cristales que enardecían la visionaria melopea, tuvo la sensación de navegar, bamboleante, entre la niebla parda. Hizo un esfuerzo para recobrar el timón y se encaminó por el pasillo que conducía al despacho del presidente, por donde ya sólo algún desperdigado grupo comentaba el suceso.
Tuvo que abrir tres puertas hasta acertar con la del despacho. En dos de ellas percibió una oscuridad culpable, salpicada de entrecortadas risas y cuchicheos.
—¿Qué le hicieron? —clamó al ver a Paco, derrumbado en el sillón con el gesto perdido.
—Ya parece que se entona algo —dijo Llombera—. Después de ir tres veces seguidas al retrete poco cap le quedará en el estómago.
—Un vate inconmensurable —dijo Sariegos, alzando los brazos— reducido a esa calamidad humana. ¿Qué ostias le han hecho al único poeta insigne que amamantan las escuálidas ubres de esta ciudad romanizada?
Pacho Robla golpeó la mesa con el puño.
—Aquí espectáculos no voy a consentir —aseguró—. Ya tenemos bastante con lo que tenemos.
—Mira hasta dónde levantas la voz, Pacho —dijo don Florín— que hay un enfermo, y los que vinimos con él vinimos sólo por amistad porque, por otra cosa, jamás aquí nos veríais.
—Vamos a tomar las cosas con calma —pidió Juanito Garfín.
—Paco, hijo —le decía Sariegos a Bodes, palmeándole la cara—, ¿qué te pasó? ¿No será que no naciste para poeta laureado, que ni una noche de gloria, aunque sea tan pedestre como la que puede proporcionar esta puta Sociedad, te permiten los dioses?
Bodes movía los labios y Ángel Benuza acercó su oído a ellos.
—Dice que tiene la sensación de haber tragado un escarabajo.
El teléfono repicó en la mesa del presidente.
—Por fin Cifuentes o Beraza —dijo Pacho—. Para una vez que los necesitas aquí.
Los cofrades afinaron el oído. Paco alzó la cabeza mascullando atento.
—Soy yo —dijo Pacho Robla, sujetando el auricular con un gesto de fastidio—. Sí, sí, soy el presidente de la Sociedad Recreativa. ¿Pero cree usted que éstas son horas de andar llamando?
—¿Quién es, qué quiere? —inquirió Garfín.
Pacho había enmudecido. Según escuchaba se estaba poniendo de pie, e intentaba dar la espalda a los presentes.
—Oiga —dijo finalmente, con un esfuerzo tembloroso—. Oiga —repitió, ya con la certeza de que habían cortado.
—¿Pero qué pasa, Pacho, por Dios?
Colgó el teléfono y durante unos instantes quedó sumergido en esa ausencia a donde conduce la repentina y brutal contrariedad, para la que no existe una réplica inmediata capaz de contenerla.
—Nada, nada —musitó—, no pasa nada.
Accedieron los cofrades a que Bodes, que daba alguna muestra de recuperación y pedía que le dejasen reposar tranquilo, quedase en el despacho, a la espera de que fuese localizado alguno de los médicos, y se marcharon Pacho, Llombrera y Juanito Garfín.
—Cifuentes o Beraza tienen que estar al caer —repitió el presidente, que difícilmente disimulaba su preocupación.
Jacinto Sariegos hizo un gesto de amenaza cuando cerraron la puerta.
Don Florín consultó el reloj.
—Hay que reconocer que Chonina estuvo a punto —dijo.
—¿Os gustó el numerito? —quiso saber Bodes.
—Perfecto, Paco. A la Reina debes tenerla hundida en la miseria.
—Ya sonó la hora —gritó Sariegos—. Una nube de veneno revienta en los estómagos de la Sociedad.
—Calla, Jacintín, que la que tienes encima no es ni para contarla.
—Ángel, éste es nuestro momento. Ahora que poco a poco irá cundiendo el pánico y la guadaña del fin del mundo empezará a segar orejas. Hay que emborracharse de modo y manera que todos sientan envidia de la locura alcohólica, la única salida para los sentenciados.
—Sí, Jacinto, vamos a incendiar la Sociedad.
—Ahora, queridos cofrades —dijo don Florín—, ya no hay compasión para nadie. Cada baja que tengan es una víctima inmolada en el altar de Nuestro Padre Gerónides. Ay, si pudiera verlo Aquilino.
—Se lo contaremos, Floro —dijo Benuza—. Le diremos cómo a media noche tronó la voz anónima de Chon Orallo, anunciando el veneno devastador que, para esa hora, ya saciaba las barrigas protervas.
—Decirle a Tina que aquí la espero dando los últimos coletazos —pidió Paco Bodes—. Que venga a ver morir a un poeta que intentará morir matando.
—Paco —afirmó Jacinto— la Fuente no la hallamos, pero el puñal de la venganza debe ser como el cipote de obsidiana de los indios motilones.
Rebosaban las parejas en el salón y buscaban en el vestíbulo espacio donde airear la rumba. Podían apreciarse ciertas composturas alteradas y un hervor creciente que expandía el lastre de una antigua polvareda. Parecía que de las tarimas a los estucos, de los tapetes a los cortinajes, las viejas arrugas del caserón de la Sociedad fueran vaciando la ceniza de sus entresijos, como si el galope de los bailarines promoviese un temblor en sus vísceras decrépitas.
—Verlos así —dijo Benuza— tiene algo de vandálico.
—La mayor curiosidad ahora es saber cómo reaccionan Pacho y los suyos —señaló don Florín—. No tardando mucho iré a incordiarles. La plana mayor estará dirimiendo lo que de broma macabra pueda tener la llamada.
—Hasta que no empiecen a caer los suyos, nada van a decidir, ya lo veréis.
—A mí todos estos —dijo Jacinto, señalando a los rumberos— ya se me figura que están tocados del ala. ¿No veis qué caras?
—Disolvámonos —ordenó don Florín—. Hay que estar en contacto, pero es mejor que no nos vean juntos. Y avisarme si le echáis el ojo a Chamín, que no me gusta un pelo en manos de quien anda.
Sariegos merodeó por el vestíbulo.
El ritmo de la rumba batía las estrelladas aguas de su imaginación, que el alcohol iba desbordando en una frondosa cascada. Se apoyó en una columna y comenzó a seguir el ritmo con las manos.
La cascada inundaba el Archivo, anegaba los legajos, sacaba a flote por un momento, destripados, los más recónditos expedientes, cuyas hojas desaparecían ahogadas.
—Perdóneme usted, señora —dijo Benuza a su complacida pareja, cuando el fox devolvió al salón un momentáneo reposo—. No puedo moverme con soltura porque estoy herniado.
—Pero si baila usted divinamente.
—Es una hernia inguinal que, divisada a contrapelo, semeja la más indecente protuberancia. No se puede imaginar lo que acompleja un padecimiento de esta índole.
—Por Dios, qué cosas me cuenta, qué franco es usted.
—Me disgustaría que pudiera pensar, dada mi poca soltura, que soy un tullido que hace esfuerzos para llegar más allá de donde debe o, lo que es peor, que mi ineficacia como bailarín está muy por debajo de los buenos modales que en sociedad se exigen.
—Pero qué dice usted, si da gusto lo bien que lo hace.
—Yo le agradezco sus buenos sentimientos, señora, pero nada incrementa más mi complejo que la inocente obra de misericordia.
—Le prometo que soy totalmente sincera.
—Dios se lo pague. Suelo pasar muy malos ratos, porque cuando mi pareja no está advertida puede pensar que me agarro con desfachatez, cosa totalmente incierta. Necesito bailar, si a esto mío se le puede llamar así, muy agarrado, en prevención de que la hernia se me salga.
—¿Y cómo no se la opera?
—El temor a la castración. Perdone usted que sea tan burdo, pero ese y no otro es el motivo. Vivo bajo la amenaza de este apéndice que, en cualquier instante, puede consumar un estrangulamiento fatal. Pero ese temor heredado de los ancestros me tiene cohibido.
—Son cosas que conviene superar.
—Imagínese usted, querida señora, el filo vertiginoso del bisturí a medio milímetro de las pudendas. Estoy resignado a arrastrar esta penitencia, aunque confiese mi cobardía.
—Disculpe, pero tengo cierto sofoco.
—¿No me irá a decir que la llevo demasiado agarrada?
—Hombre, lo que se dice suelta no me lleva usted.
—Bailo mal y encima quedo como no debo.
—La pieza se acaba y preferiría que lo dejásemos.
—Un momento señora, por favor. El tiempo de ajustar la hebilla del braguero, que se me descolocó.
Don Florín inspeccionó las salas laterales, donde los camareros seguían sirviendo el cap. Cuando volvió hacia el vestíbulo vio a dos muchachos que llevaban, con cierto disimulo, a una de las Damas visiblemente indispuesta.
Sariegos había repostado en una de las fuentes preservadas. Asomó al pasillo sujetando con dificultad la copa repleta. Hizo un intento de abrir la puerta del despacho del presidente y comprobó que habían cerrado por dentro. La Reina habría acudido al reclamo del Poeta. Caminó por el pasillo y poco a poco se vio sumido en la destartalada umbría de un bosque con el que soñaba con frecuencia. El reclamo visionario atraía algunos revoloteos de fugaces murciélagos, el plañidero aullido de algún lobo hambriento.
—¿Qué haces aquí?
—Busco los servicios.
—Pues están justo al otro lado, donde el bar.
Juanito Garfín no disimulaba el disgusto que le producía haberse topado con Jacinto, que bajo el peso de la borrachera parecía un atolondrado merodeador.
—Menos mal que una autoridad del Casino podrá auxiliarme —dijo Sariegos—. Contigo necesito hablar, Garfín. Tengo la vida pendiente de un hilo.
—Me pillas en un mal momento, no puedo perder ni un minuto.
—Es cuestión de vida o muerte.
—Por Dios, Sariegos, me están esperando en secretaría.
—¿Qué os traéis entre manos, Juanito, qué ostias pasa? Yo estoy como Bodes, también tengo la idea de haberme tragado un escarabajo.
—No hables tan alto, por favor, no levantes la voz.
Sariegos apoyó el codo izquierdo en la pared y reposó la cabeza en la mano con gesto de súbito mareo. Hizo un intento de acercar la copa a la boca y vertió buena parte de su contenido sobre las solapas del traje de Garfín.
—Necesito un albacea testamentario. En estos momentos no doy un duro por mi vida.
—Estás borracho, Sariegos, mira cómo me has puesto.
—Tengo la lucidez del que llega a la cumbre y, desde ella, a punto está de precipitarse en el vacío. Pero me siento mal, Garfín, me siento condenadamente mal. Los mismos espasmos que Bodes, igual sudor frío.
—Te convenía tomar el aire.
—Tú eres picapleitos, Juanito. Saca la estilográfica que voy a dictarte mi última voluntad.
—Me esperan, te juro que no puedo perder ni un minuto.
Jacinto dejó caer la copa, que se estrelló en el suelo y cogió a Juanito Garfín por las solapas.
—Es alguien que está dando las últimas bocanadas quien te pide consideración. ¿No ves lo poco que queda de mí?
Juanito empujó a Jacinto, que dio un traspiés y a punto estuvo de caer al suelo. Luego corrió por el pasillo.
—No puedo escupir el escarabajo —gritaba Sariegos—. Diles que no puedo escupirlo.
Regresó hacia el vestíbulo. El fuelle de la orquesta se abría y se cerraba en un descabalado cha-cha-cha. En la multiplicada algarabía vislumbró Jacinto un potente cabrilleo de hogueras montaraces, llamas acaso vencidas y resucitadas por el huracán nocturno.
Cruzó hacia el bar.
Algunos grupos permanecían más abatidos, ocupando los sillones. En la barra servía ahora un camarero. Calibró el camino de los servicios y a ellos se dirigió. Tanto a la puerta de las señoras como a la de los caballeros se acumulaba una pequeña cola de rostros descompuestos.
Dobló por el pequeño pasillo que viraba a la derecha y abrió la primera puerta que encontró. Entró y cerró tras sí.
La oscuridad era completa y Jacinto dio dos o tres pasos sintiéndose perdido en la noche. Palpó a ambos lados sin encontrar donde apoyarse. Creyó escuchar un ligero siseo. Decidido, abrió la bragueta y se dispuso a aliviarse. Lo único cierto que podía constatar era una gruesa alfombra bajo los pies.
Un caballero se había desplomado en el vestíbulo y una señora era socorrida por sus amigas, aquejada de unas escandalosas arcadas que hacían difícil atenderla.
Don Florín había observado el revuelo, y el progresivo denuedo de la orquesta que parecía seguir unas férreas instrucciones de no cejar en el martirio de sus ya muy repetidas partituras, reforzada desde hacía unos minutos por un exultante vocalista que intercambiaba sus voluntariosas interpretaciones con desparramados solos de saxofón.
—Así es la Sociedad —le dijo Pepín Villamañán, que se había acercado silencioso a su lado—. Fuegos de artificio encubriendo la carcoma y la náusea.
—Todo un símbolo del oropel y la ruina, Pepín. Las festivas maneras que acaban parodiando el desnudo estertor del vómito.
—Ya son varias las moscas espatarradas en la miel. Como espectáculo, no puede decirse que resulte muy edificante.
—El espectáculo de la venganza nunca debe resultar edificante, con que sea eficaz es suficiente. Y estate seguro, Pepín, de que jamás estos salones estuvieron más cerca del fin del mundo.
—Mira, el chico de los Gómez Parejo acaba de cubrirse de gloria vaciando el estómago sobre su jovial damita, que me parece que es la pequeña de Alipio Mocasines.
—La misma gracia que aquella rubia, que por las napias debe ser hija de doña Chencha. Pero la pobre ha sido más comedida, apenas le ha alcanzado en la calva al galán que la ayudaba a anudarse el zapato.
—Es Merines el de Baldo Pereda. Demasiado calvo para tan pocos años. Oye, Floro, ¿y cuál es el punto exacto de la ponzoña? Supongo que hay que tener mucho tiento para no pasarse ni quedarse corto.
—El punto lo da la cocción. De los agentes misturados para qué voy a contarte. La base, eso sí, es una suerte de jalapas. Hay que tener mucha mano con las sucesivas precipitaciones. Pero ya sabes que yo trabajo al modo alquímico, a mí no me saques del atanor y la redoma.
—¿Y tienes bien calibrados los efectos? Mira, Floro, mira, es la propia doña Chencha la que parece que se revuelve.
—¿Dónde está?
—Allí, en la columna, junto a Purificación Bermejo y Matilde la de Valladares. Yo creo que se les viene abajo.
—Los efectos, Pepín, son variables, bajo el común denominador de lo que estás viendo. Puede que haya algunos secundarios, sobre todo, para el que tenga una úlcera mal criada o ande delicado del intestino. Por muy científico que quiera ser uno, nadie es perfecto.
—¿Pero crees que puede haber algún efecto fatal o pernicioso?
—Descartar la fatalidad sería por mi parte un acto ingenuo. Aquí, Pepín, venimos a saldar una cuenta con toda la malevolencia precisa. Nadie va a la guerra a disparar con escopeta de tapones de corcho.
—¿Y qué estarán haciendo los amilanados directivos? En el pasillo de los servicios cada vez hay más gente, y aquí cada vez más moscas que no pueden despegarse.
—Llega el momento de malmeterles un poco. No conviene darles sosiego.
—Esa pobre mujer está pasando un mal rato. ¿Quién iba a decirle a doña Chencha que el sarao podía acabar así? Mira, mira cómo ha puesto a la tonta de Matildina.
—El agente arrojativo es el carbonil, una suerte de nitrato que extorsiona a la jalapa y que conviene rebajar con salsa de emerencianas. Ese vómito crudo es producto de un matrimonio morganático entre tan variopintos agentes. Luego se suscita la eclosión diarréica, y ahí la jalapa es la dueña y señora.
—El panorama es ilustrativo, Floro. Oyéndote y viendo lo que uno ve, se saca tanto provecho como en una de aquellas clases de los hermanos Garrotines.
—Podríamos decir que una mano química barniza el estómago de la Sociedad, con la brocha de afeitar de Tarsicio, el ayudante hurón de don Hermenegildo el forense.
—Esquilmados y esquilados, así se titularía el artículo que a mí me gustaría escribir esta noche, como crónica de estas sonadas justas del floripondio.
Ángel Benuza se había situado con su pareja en el centro del salón, tras un fugaz intermedio de la orquesta, que apenas había servido para que el vocalista abandonara el saxo y cogiese la trompeta, dispuesto a demostrar todas sus habilidades.
—Sigue la fiesta —decía el vocalista con la voz convincente y melosa del más consumado vendedor a domicilio—, porque no estamos dispuestos a perder comba y hay que calentar la noche, ya que, por si ustedes no se habían enterado, está nevando. Del corazón de limón al reloj no marques las horas, queridos amigos, con el ritmo siempre esmerado que un servidor y estos compañeros ponemos a punto para ustedes. Y no olviden que, desde este momento, se atienden peticiones.
—Lo malísima que estoy.
—Apoliya la curda, mi diquera —entonó Benuza al oído de su pareja con fuelle de tango.
—¿Y a esos qué les pasa?
—Que van amartelados a la tumba.
—¿De qué te conozco? Anda, dímelo, por favor que me duele muchísimo la cabeza.
—Adivina adivinanza.
—Eres de la panda de Quirino. De los que cazan con Chavo el notario y con Manolito el de Montes.
—Frío, frío.
—De la timba de Lito.
—Nunca me mancho las manos con el naipe.
—Del Catastro.
—Pero, mujer, ¿es que tengo cara de chupatintas? La última vez que entré en una oficina fue a que me sellaran la cartilla de racionamiento.
—No me hagas pensar, que estoy mareada.
—Es que no me conoces. Sencillamente no me conoces.
—Antes te vi charlando con Bea Sama.
—Es una amiga.
—Eres su primo el ingeniero.
—No me quedan parientes ni en el primero ni en el segundo grado.
—Me rindo. ¿Pero qué pasa allí?
—Una Dama desvanecida, cuya diadema perdió el brillo y la color.
—Es Nila Fontecha. Dios, cuánto habremos bebido. Esto nunca estuvo tan animado. ¿Entonces no me lo vas a decir?
—Si te rindes de veras y como a mí me gusta que se rindan las hembras.
—No me metas pierna, no me metas pierna que estoy mala, pero no soy tonta.
—¿A estas horas vas a reparar en tales fruslerías?
—Ya caigo.
—¿No me digas que también va a darte el telele?
—Eres Plinio Barbeito, el mayor de doña Eulalia, el que se marchó a Filipinas, que era un flete.
—Pobre Plinio —recordó Benuza—. Siempre quiso navegar en el Buque Fantasma. Los más inocentes son los que se pierden más jóvenes.
—Coño, Chamín —decía Jacinto Sariegos, apoyado con dificultad en la barra del bar—. ¿Cómo demonios iba a pensar que eras tú el que estabas allí con aquellas brujas?
Benjamín Otero se sostenía calibrando con cierto esfuerzo la cercanía de la barra, y acercó la mano derecha a la copa que le acababan de servir, con la inseguridad de quien se mueve en la niebla.
—Tenías que haberme avisado —se disculpaba Sariegos, después de beber un trago y reclamarle al camarero que entonara la copa con una bendición mayor de ginebra—. Yo oí risas y pensé que aquello era lo que parecía: un nido de los que preparan los pájaros de la Sociedad para darse el filete, cuando a las pájaras las tienen bien amarteladas. En lo que va de fiesta ya levanté tres, todos con los bichos guarando.
—No te vi —dijo Benjamín, a quien le temblaba la copa en la mano— no podía imagíname que eras tú.
—¿Pero qué hacías allí con esas locas? Dos loros de categoría, como bien dijo tu tío.
—Me enseñaban a bailar.
—Coño, eso se aprende de memoria. Te cogieron de mala manera, a esos callos no hay quien les mueva el esqueleto. ¿Y cuánto te hicieron soplar?
—No sé, Jacinto —dijo Benjamín que, tras un trago casi no podía mover la mano en la niebla—. Tenían una botella.
—Estamos aviados Chamín. Por cómo se te ve, la tenemos paralela. ¿Es la primera vez que agarras un tablón de esta categoría?
Benjamín asintió. Había logrado dejar la copa en la barra y metía las manos en los bolsillos del pantalón.
—Coña, Chamín, la noche apenas la tenemos encetada. ¿Ves qué caras hay por ahí? Por ese pasillo adelante el que no se va por arriba se va por abajo. ¿Y querían enseñarte a bailar, las muy pendonas, con la luz apagada?
—Como no se podía cerrar por dentro, apagaron para estar más tranquilos.
—Coimas. Eso después de hacerte soplar varias copas, ¿no? Cago en tal. Anda, echa otro trago, que ya que empezaste es mejor no soltar el tablón. Y abotónate la bragueta, que te va a ver tu tío y puede pensar cualquier cosa. Esos loros son las más viciosas.
—No sé lo que me pasa, Jacinto —dijo Benjamín—. No estoy mareado, estoy como ido.
—Oye, ¿te percataste si esas lobas te echaron algo en la copa?
—No.
—¿La botella la tenían allí guardada?
—Sí.
—Échame el aliento.
Benjamín le obedeció.
—Te han dado zarracina con vaginil. Aquí Chamín la degeneración está al cabo de la calle. Vete a saber lo que estamos bebiendo. Veremos si tu tío trajo polvos de bromurato. Las más callos son las más osadas porque son las que más lo necesitan. Lobas.
Don Florín golpeaba la puerta donde acababa de ver entrar a Pascual Llombera. En el vestíbulo había presenciado cierta confusión.
Llegaba la música como un largo suspiro que acompañaba, melancólico, la voz empalagosa del vocalista.
—¿Qué quieres, Floro? No se puede entrar.
—Quiero hablar con Pacho. O me dejáis entrar o armo un espolio.
—Estamos reunidos.
Pacho, Garfín, Llombera y el Secretario, miraron a don Florín molestos.
—¿Qué es lo que pasa? —inquirió don Florín, combativo—. ¿Qué está pasando aquí? Bodes boquea y más de uno lleva el mismo camino. ¿Dónde están los famosos doctores? Hasta a mí me está empezando a doler el vientre.
—Cierra, Pascual, por Dios —ordenó Pacho— que no nos oigan.
El presidente estaba sentado en un sillón con el gesto abatido. Los demás le rodeaban nerviosos.
—Exijo una explicación.
—Y te la vamos a dar, Floro —concedió Pacho a regañadientes—, aunque de poco sirven las explicaciones. Estamos en un mar de dudas. Ni Cifuentes ni Beraza aparecen por ningún sitio, ni que se los hubiera tragado la tierra. Y hay que andar con cautela, no podemos liar un escándalo así por las buenas.
—Alguien nos jugó una mala pasada —dijo Llombera, muy preocupado.
—Cuando estábamos en mi despacho —dijo el presidente— antes, con Bodes, y sonó el teléfono, era una voz de mujer que llamaba para amenazarnos. Bueno, más que para amenazarnos, para advertirnos de una putada descomunal, que, si es cierta, no sé yo el porvenir que nos queda a todos los que esta noche estamos aquí.
—Es una broma —reiteró Juanito Garfín, no muy convencido—. La clásica broma macabra. No sería la primera vez.
—De esta categoría nunca vi ninguna —dijo Llombera.
—Pero, ¿qué amenaza?
—La fulana advertía que íbamos a caer envenenados como moscas, que el que quisiera confesión que la fuese pidiendo.
—¿Envenenados con qué?
—Vete a saber, Floro. O era una loca o era una tía de la cascara amarga.
—¿Y no habéis llamado a nadie?
—A la mínima de cambio se organiza un escándalo —comentó el secretario— o se arma un estaribel entre los socios.
—¿O sea, que aquí os habéis quedado tan tranquilos?
—Hombre, eso de tan tranquilos.
—Claro, lo de menos es que el primero en caer fuese Bodes, que a Bodes le haya dado el telele un pimiento os importa.
—Pretendemos que Cifuentes y Beraza opinen. No vamos a salir por ahí dando voces. Y tampoco vamos a llamar a la policía para armar la marimorena. ¿Qué puñetas puede hacer la policía?
—Si todo es una broma, figúrate la que puede liarse.
—¿Y si no lo es, y si es cierto? ¿No habéis visto el panorama que empieza a haber ahí fuera?
—Lo propio de cuando la gente bebe demasiado.
—A los servicios ya no hay quien se acerque. Y en el vestíbulo hasta a doña Chencha han tenido que llevársela. Pero a mí me importa Bodes. Paco fue el primero.
—Mucha gente comienza a irse para casa. Lo único que corre es un cierto rumor de que algo de lo que cenamos estaba malo, pero sin trascender demasiado —informó Llombera—. Todo se achaca a la bebida.
—El cap lo han puesto hoy muy subido de tono —reconoció Garfín—. Y luego la canela que envicia como la nicotina. Yo voy a proponer en la próxima junta que se suprima el cap como bebida en las fiestas. Es mejor la barra abierta y que cada cual se administre con lo que quiera. Parece la típica bebida inocente y no lo es.
—¿Y vais a permanecer así, a la expectativa? Esto, Pacho, yo lo siento, pero no estoy dispuesto a consentirlo. Si a Bodes le pasa algo serio, os juro que lo pagáis, os prometo que esta puta Sociedad se va al garete.
—No te engalles, Floro. Esta Sociedad ha sobrevivido y sobrevivirá a cualquier galopín de tres al cuarto. Aquí las amenazas de los mequetrefes nos las pasamos por entre las piernas.
—Del escándalo que tanto os preocupa no os libráis —dijo don Florín, sereno—. Del escándalo y de más de un muerto que, al final, puede que os cuelgue de la conciencia. Tomároslo con calma y ya veréis.
Fue a la puerta, la abrió y se volvió hacia ellos.
—No queréis alarmar a vuestros socios —dijo alzando la voz— y cuando os deis cuenta ya sólo vais a poder enterrarlos.
—Por Dios, Floro —pidió Garfín—, vuelve aquí, hablemos como personas.
—Lo que tenéis que hacer es salir a ver el espectáculo, no esconderos como avestruces. Está la Sociedad revuelta. Todos bailando y el que más y el que menos con la procesión por dentro. Pero te lo repito, Pacho: si cae Paco, con el mismo veneno embadurno yo estos muros con todos vosotros dentro.
En la sala izquierda, donde las provisiones del cap se habían reducido notablemente, vio Ángel Benuza, cómo un estirado caballero alargaba la mano para coger la copa, que el camarero le ofrecía solícito, y se derrumbaba de pronto cayendo sobre la mesa y arrastrando la cercana fuente en su caída. Un estrépito de cristales hizo que la orquesta se resintiera, atascada instantáneamente en el repetido bolero. El vocalista reaccionó con la precisión del púgil avezado, que soporta el guantazo y alza los brazos a la defensiva dispuesto a seguir.
—No sé lo que pasa esta noche, Angelín —le dijo Beatriz Sama a Benuza, cogiéndole del brazo—. O la gente está muy piripi o es para mosquearse. ¿Dónde te metiste?
—Aquí clavado, mirando las delicias de la Sociedad.
—¿No vamos a echar la pieza que nos habíamos prometido?
—Cómo no, Bea.
En el salón había ya bastantes defecciones. Sólo algunas sillas laterales estaban ocupadas.
—Mira cómo miran.
—Igual que el que lo hace desde el otro barrio o desde la mismísima inopia.
—De repente todo el mundo parece desinflado.
—Estamos rodeados de fantasmas, Bea. La Sociedad lleva camino de convertirse en una logia de bustos petrificados.
—Yo me vi así una vez en un sueño —recordó Beatriz—. Era una fiesta de pedida, había mucho ambiente, y de pronto comencé a darme cuenta de que todos se habían quedado quietos, ausentes, como estatuas. Fue de esos sueños de los que despiertas con una angustia enorme. ¿Pero qué pasa ahora?
La música iba a diluirse con el apagón, pero la voz del vocalista lograba superar el momentáneo desánimo.
—Seguimos, queridos amigos —decía meloso—. Al ritmo lento del fox y con el toque íntimo de la oscuridad. Así, bien cogiditos cada cual con su pareja, deseando que el reloj no marque las horas, que la noche se quede en nuestros brazos.
—Ese cantante también debe ser poeta.
—El caso es que bailar se baila mejor así.
—Yo si te soy sincera hacía no sé cuanto tiempo que no echaba una pieza a gusto.
—En mi caso, no baja de diez años.
—Angelín, es que debemos estar haciéndonos muy mayores.
—La edad es un mal sueño, Bea.
—A mí es lo único en la vida que me da miedo. ¿No habrá cómo remediarlo?
—Dicen que sí, pero nadie sabe dónde.
Un alarido cortó en seco la respiración de la orquesta. Varios gritos sobrevinieron luego, como derivados de un coro aterrado.
—¿Qué pasa, qué sucede? —reclamaban muchas voces.
—Luz, luz —pedían los más angustiados.
La voz llorosa y excitada de doña Chencha emergía en la oscuridad desde un sillón del vestíbulo.
—Era un escarabajo, un escarabajo. Dios me coja confesada.