Capítulo 10
Después de que aquel soldado se fue, las puertas se abrieron. Yo estaba en shock. Todos lo estábamos. Pasábamos de años de prisión a la libertad. Me sentía confuso, débil y en éxtasis, todo al mismo tiempo.
Desorientados e inseguros, continuamos vagando por el campo de Brünnlitz por dos días. Yo no lograba asimilar el hecho de que hubiéramos sido liberados, aun cuando nuestros enemigos, los alemanes, ahora pasaban junto a nosotros en oleadas de cientos. Yo los observaba; las tropas, antes tan seguras de sí, ahora eran prisioneras de los soviéticos. Hora tras hora circulaban, con las cabezas gachas y expresiones taciturnas. Algunos de los trabajadores judíos quisieron vengarse. Unos pocos despojaban a los soldados de sus botas y las intercambiaban por sus zuecos de madera. Yo no me sumé a ellos. No había manera de «empatar» con los nazis, no importaba qué hiciéramos. Todo lo que yo quería era recordar aquellas horas por siempre, grabar en mi memoria la visión de aquellos soldados, antes orgullosos, que ahora avanzaban desordenadamente, derrotados.
En algún momento las autoridades checoslovacas nos permitieron viajar gratis en tren a aquellos que decidiéramos regresar a Polonia. Mi madre deseaba volver a Narewka a buscar a Hershel y al resto de su familia, pero mi padre dijo que aún era demasiado peligroso viajar tan lejos hacia el este. En cambio, decidió que los cinco retornáramos a Cracovia. Por supuesto, todos abrigábamos la esperanza de que Tsalig hubiera logrado escapar y que nos estuviera esperando allí.
Esta vez los vagones de carga del tren tenían literas y las puertas permanecían abiertas. Podíamos oler el aire primaveral y ver las praderas por las que pasábamos. Desde mi lugar, observé el paisaje y noté pocos rastros de la guerra que había minado nuestras vidas. Los árboles tenían hojas nuevas; brotaban las flores silvestres. Las cicatrices de la guerra, que yo sentía tan profundamente, no eran visibles en el paisaje que se desplegaba ante nosotros. Era como si aquellos terribles años de sufrimiento no hubieran ocurrido, pero yo solo tenía que ver los rostros agotados de mis padres para confirmar lo contrario.
A medida que el tren se dirigía al este, me permití hacer algo que no había hecho en mucho tiempo: pensar en el futuro. Durante los últimos seis años, imaginar el futuro significaba únicamente pensar cómo sobrevivir a la siguiente hora, cómo encontrar la próxima migaja de comida, cómo escapar del próximo roce con la muerte. Ahora, el futuro significaba mucho más. Podría volver a la escuela. Podría tener un hogar, comida adecuada, seguridad. Algún día podría sentirme a salvo otra vez.
El tren se detuvo frecuentemente para permitir que los pasajeros bajaran cerca de los lugares de donde provenían. En cada parada, la gente descendía y se iba rápidamente, sin mirar atrás ni decir adiós. No había motivos para prolongar el calvario más tiempo. Vi cómo mis antiguos compañeros de trabajo se desperdigaban por Polonia, uno por uno, familia por familia. Todos rezamos por que nuestro sufrimiento terminara, por que pudiéramos volver a nuestras vidas, a las familias de las que nos habíamos visto separados por tanto tiempo.
Tristemente, en Cracovia pronto me di cuenta de que el dolor aún no había concluido. Mis padres, David, Pesza y yo llegamos luciendo todavía nuestros uniformes rayados de prisioneros. Cargábamos nuestras únicas posesiones, los rollos de tela y las botellas de vodka que Schindler nos había conseguido, y caminábamos al azar por la ciudad hacia nuestro antiguo vecindario. Nos recibieron miradas curiosas y una indiferencia que me perturbó por completo. Encontramos a Wojek, el amable amigo de mi padre que nos había ayudado a vender sus trajes, y nos pusimos en contacto con un antiguo vecino de la calle Przemyslova. Nos permitió quedarnos en su apartamento unas pocas noches y ofreció una pequeña fiesta en honor a mi padre. Entre trago y trago del vodka de una de nuestras preciosas botellas, confesó que le sorprendía que hubiéramos sobrevivido.
Estaba claro que mucha gente en la ciudad compartía esa sorpresa. Para algunos, el inesperado regreso de los judíos no era bienvenido. Se preguntaban qué pretenderíamos de ellos. Habían sufrido sus propias penurias y pérdidas durante la guerra y no estaban interesados en las nuestras. Algunos eran antisemitas y les hubiera gustado vernos fuera de lo que ellos consideraban su país, a pesar de que los judíos habían vivido allí por cerca de mil años. Ahora estábamos de regreso y les causábamos ansiedad, aunque simplemente estábamos tratando de adaptarnos a nuestra libertad y reconstruir nuestras vidas.
Mi madre encontró a un sastre que cosió un par de pantalones para mí con mi rollo de tela: mis primeros pantalones nuevos en casi seis años. Recibió como pago la tela sobrante. Mi padre recuperó su antiguo trabajo en la fábrica de vidrio. Pero necesitábamos urgentemente un lugar para vivir. Encontramos alojamiento en una pensión para estudiantes que se había transformado en un centro de recepción para refugiados. Eso éramos ahora. Refugiados. Extraños, irónicamente, en un país en el que los judíos tenían una larga historia. Al final de la guerra, de la población de 60 000 que habitaba Cracovia antes del conflicto, solo quedamos unos pocos miles.
Nuestro alojamiento albergaba a otras personas sin hogar como nosotros. Al igual que en el gueto, dividimos la habitación en sectores tendiendo cuerdas con mantas colgadas de ellas. Pronto hubo más y más gente en busca de hogar a medida que seguían llegando judíos a la ciudad en busca de sus familias y trataban de recuperar sus antiguos hogares y sus vidas. Muchos de ellos venían de territorios ocupados por los soviéticos en el este. Un día mi madre encontró a una joven y su madre durmiendo en el corredor e insistió en que compartieran nuestro espacio. Poco a poco, cada una de las cuatro esquinas quedó ocupada por una familia.
Aquel verano, la animosidad contra los judíos sobrevivientes se intensificó en Cracovia. Una mujer judía fue acusada falsamente de secuestrar a un niño no judío. Circulaban rumores de que los judíos esqueléticos que retornaban de los campos estaban usando sangre de niños no judíos para hacerse transfusiones, una nueva versión de una antigua acusación conocida como «libelo de sangre». Tanto en el pasado como ahora, se trataba de una acusación falsa y ridícula, pero puso a la ciudad en ascuas. Una muchedumbre se congregó a gritar insultos ante la puerta de una de las sinagogas que aún continuaban en pie y después llegó a nuestro edificio y comenzó a arrojar piedras contra las ventanas. Luego de casi una hora, los matones se fueron, pero la violencia reavivó viejos temores; otra vez deseé ser invisible. Mi padre iba a trabajar cada día y los demás nos quedábamos la mayor parte del tiempo en nuestro hogar improvisado, con miedo de salir a la calle. ¿Así sería nuestro futuro? ¿Acaso habíamos sobrevivido a la guerra, al gueto y a los campos solo para seguir viviendo con miedo?
El 11 de agosto de 1945 se produjo una revuelta cuando un chico no judío aseguró que unos judíos trataban de matarlo. Los vándalos atacaron nuestro edificio, rompiendo nuevamente las ventanas a pedradas y golpeando con sus propias manos a la gente del primer piso. Escapamos de nuestra habitación y fuimos al piso superior en busca de refugio. En otro lugar de la ciudad, los agitadores saquearon una sinagoga y quemaron los rollos de la Torá. Había informes de que los judíos víctimas de los ataques habían sido llevados al hospital y allí habían recibido nuevas golpizas. En la fábrica, advirtieron a mi padre para que no se fuera al terminar la jornada; las calles eran muy peligrosas, de modo que se quedó allí, relativamente a salvo. Mi hermana, mis hermanos y yo enfrentamos aquella larga noche solos.
Al día siguiente, después de que mi padre regresó de la fábrica, le contamos lo que había sucedido la noche anterior. Él permaneció en silencio.
—No podemos quedarnos aquí —le dijo David a papá.
—Si pudiéramos volver a Narewka… —sugirió mi madre. Solía decir eso con frecuencia desde que había terminado la guerra. Nunca se había sentido a gusto en la ciudad y ciertamente nada hacía que cambiara de idea ahora, pero la verdadera razón de su deseo de volver era la lejana esperanza de que alguno de nuestros familiares, especialmente mi hermano mayor, hubieran sobrevivido.
—No podemos volver todavía —respondió mi padre—. Tal vez nunca podamos.
Papá nos dio noticias devastadoras. Mi madre escuchó paralizada de terror mientras él nos contaba lo que había sabido por sus compañeros de trabajo, que también eran originarios de Narewka. Algunos habían logrado regresar en busca de sus familias. Lo que relataron fue terrible. Después de la invasión del ejército alemán, unos escuadrones de la SS, llamados Einsatzgruppen, habían arrasado las aldeas orientales de Polonia con el único objetivo de asesinar judíos. Llegaron a Narewka en agosto de 1941. Se llevaron a todos los hombres judíos del pueblo, alrededor de quinientos, a una pradera cercana; los ametrallaron y los enterraron en una fosa común. Luego los oficiales trasladaron a las mujeres y a los niños a un granero cercano, donde los tuvieron encerrados todo un día para, finalmente, ejecutarlos. En un instante, todos nuestros familiares en Narewka, alrededor de un centenar (mis abuelos, tías, tíos, primos) habían sido asesinados. Era algo inconcebible. Cuando pensó en sus padres, lo único que mi madre pudo hacer fue susurrar:
—Espero que hayan muerto antes de que llegaran los Einsatzgruppen.
El impacto de lo que supimos luego nos golpeó aún más fuerte. No habíamos tenido noticias de Hershel en aquellos seis largos años desde que nos habíamos separado. Dábamos por hecho que él había llegado a Narewka, que en 1939 estaba bajo control de los soviéticos y parecía un lugar más seguro para él que Cracovia. Ahora nos enterábamos de que Hershel sí había logrado llegar allá, pero solo para terminar como prisionero de la SS y morir asesinado en aquel terrible día de agosto. Mi madre se desmoronó, mientras los demás permanecimos conmocionados por semejante atrocidad.
Muchos años después regresé a Narewka. Un amable polaco que conocí allí me contó acerca de un joven judío que había intentado huir corriendo, pero, como él dijo, «uno de nosotros» (es decir, un no judío) lo había delatado a los oficiales de la SS, que le dispararon de inmediato. Cuando pienso en mi impetuoso hermano, puedo imaginar perfectamente que haya sido él aquel joven que intentó correr hacia el bosque y hacer todo lo posible por sobrevivir.
A medida que transcurrían las semanas, la vida no mejoró. Constantemente recibíamos informes de focos de hostilidad contra los judíos. Los trabajos escaseaban, y también la comida. Nuestro futuro en Cracovia se veía sombrío.
A comienzos de 1946, David y Pesza idearon un plan para volver a Checoslovaquia y ver si podían instalarse allí. Yo fui con ellos hasta la frontera. Pero pocos días después, mi madre envió un mensaje por intermedio de un amigo, diciendo que necesitaba que al menos uno de sus hijos permaneciera con ella. Como yo era el más joven y aún tenía dieciséis años, fui el elegido. Me despedí de David, y Pesza me llevó de regreso a Cracovia. Después regresó con David. Me dolió decir adiós a mi hermano y a mi hermana. Increíblemente, habíamos logrado estar juntos durante los últimos años de la guerra. Ahora que eran adultos, ellos ansiaban comenzar de nuevo. Mis padres jamás intentarían disuadirlos.
Pocos meses más tarde, mis padres solicitaron la ayuda de una organización sionista, un grupo cuyo objetivo era establecer un Estado nacional judío. Esperábamos que pudieran sacarnos de Polonia clandestinamente. No consideramos la idea de ir a Palestina, que estaba bajo control británico, porque la vida allí sería demasiado ardua para mis padres. Después de varias semanas de ansiosa espera, llegó nuestra oportunidad. Pagamos un pequeño soborno y cruzamos la frontera. Viajamos en tren por Checoslovaquia hasta llegar a Salzburgo, en Austria. Allí, una organización dependiente de las Naciones Unidas nos envió a un campo para refugiados en Wetzlar, Alemania, en la zona ocupada por los estadounidenses. Por un lado, nos parecía extraño estar en Alemania. Por otro, nos sentíamos bien al poder abrir un nuevo capítulo en nuestras vidas.
Sin hogar, sin patria, nuevamente en un campamento, podríamos habernos sentido nuevamente derrotados, pero Wetzlar era muy diferente de los campos en los que habíamos estado. Recibíamos tres comidas al día, asistencia médica y la protección del ejército de los Estados Unidos. Bastante bien. Y, lo más importante, podíamos ir y venir a nuestro antojo. Yo aprovechaba cada oportunidad para ir al pueblo y entablar una conversación con cualquier persona que quisiera hablar conmigo. Me hice amigo de otros adolescentes, incluyendo una bonita chica húngara de mi edad. Aprendí a hablar húngaro con fluidez solo para poder charlar con ella. De hecho, algunos húngaros estaban tan convencidos de que yo era compatriota suyo, que hablaban en polaco cuando no querían que yo supiera de qué conversaban. No sabían que el polaco era mi lengua materna.
Para alegría de mi madre aumenté de peso, volví a rellenar mi cuerpo esquelético y crecí varios centímetros. Mi pelo volvió a crecer, oscuro y abundante. Tenía ropa nueva, confeccionada por sastres en el campo, que descosían uniformes militares para reciclarlos transformándolos en prendas para civiles. Alguien me dio incluso un sombrero, un modelo «fedora» de color café. Se convirtió en mi distintivo. Lo usaba en todas partes, emulando a mi manera la antigua elegancia de mi padre.
Ocasionalmente, mis nuevos amigos y yo discutíamos acerca de quién la había pasado peor durante la guerra. Algunos habían estado en campos de trabajo, otros en campos de concentración, algunos incluso en los infames campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Otros habían permanecido ocultos en diversos escondites, en muy variadas circunstancias. No podíamos resistir la necesidad urgente de intercambiar información e historias, aun cuando aquellas conversaciones a veces nos hacían sentir celos e ira. De alguna extraña manera, parecía que competíamos por ser quien hubiera tenido la peor experiencia. Todos habíamos vivido en nuestras propias versiones del infierno y todavía estábamos tratando de procesar lo que habíamos experimentado. Ninguno de nosotros sabía qué hacer con el enorme peso de los recuerdos. A veces el dolor de nuestro sufrimiento afloraba a la superficie y amenazaba la amistad frágil que estábamos forjando.
Nunca llegué a sentir que aquel campamento fuera mi hogar, pero logré acostumbrarme a vivir allí mientras esperábamos para ver qué país nos recibiría en calidad de inmigrantes. Había muchas personas como nosotros, en busca de un lugar que los admitiera.
Los alemanes me habían prohibido asistir a la escuela poco después de que cumpliera diez años. Mis padres estaban preocupados por mi falta de instrucción y por lo que pudiera implicar en mi futuro. Mi padre empezó a buscar un tutor para mí, que me ayudara a ponerme al día al menos con una parte de lo que me había perdido. En un pueblo cercano encontramos a un ingeniero alemán, ahora desempleado, que tenía cinco hijos a quienes alimentar. Tres veces por semana durante dos años, fui a la casa del doctor Neu para recibir lecciones de matemáticas. Comenzamos con aritmética básica y trabajamos poco a poco hasta llegar a nociones más complejas de trigonometría.
Con el tiempo llegué a esperar con entusiasmo el momento de mis clases con el doctor Neu. Después de mi experiencia con Oskar Schindler, sentí que podía establecer la diferencia entre aquellos alemanes que habían sido auténticos nazis y otros que habían conservado su sentido de la humanidad, aun cuando hubieran formado parte del partido nazi. Descubrí que los verdaderos seguidores de esa ideología desviaban la vista hacia sus zapatos, o fingían consultar la hora en sus relojes, cuando se les mencionaba la guerra. Si alguien hablaba de lo que habían sufrido los judíos, su respuesta casi automática era «Nosotros no sabíamos nada». El doctor Neu no era esa clase de persona. Me interrogaba sobre mis experiencias y me escuchaba con interés genuino cuando se las relataba. Me recordaba el modo en que Oskar Schindler me hacía preguntas y esperaba mis respuestas. El doctor Neu no intentaba ocultar lo que nos había ocurrido. Cierta vez, cuando yo estaba contándole una de aquellas historias, su mujer nos escuchó.
—Nosotros no sabíamos —murmuró.
Él le lanzó una mirada penetrante y dijo:
—No digas eso.
Tras aquel momento incómodo, me rogó que continuara con mi relato.
Por medio de varias organizaciones judías, mis padres se pusieron en contacto con nuestros parientes que vivían en los Estados Unidos. La hermana de mi madre, Shaina, y su hermano, Morris, que habían abandonado Narewka en los primeros años del siglo, ahora residían en Los Ángeles (el tío Karl había fallecido poco después de llegar a los Estados Unidos). Basándose en la información que habían recibido, ellos creían que toda su familia en Polonia había sido asesinada. Cuando se enteraron de que nosotros tres estábamos alojados en un campo para refugiados, no podían creerlo. Nos escribieron cartas y nos enviaron paquetes llenos de comida, donada por otros amigos oriundos de Narewka que también vivían en los Estados Unidos. Como no teníamos dinero para pagarle al doctor Neu por su trabajo como profesor, le dábamos algunas de las provisiones que recibíamos: café, cigarrillos y los alimentos que nos daban en el campo y que nosotros no comíamos, como jamón enlatado.
En 1948, Pesza y David se unieron a una agrupación sionista y abandonaron Checoslovaquia rumbo al nuevo Estado de Israel, que se había creado aquel mismo año. Cuando nos enteramos de sus planes, yo quise ir con ellos, pero para entonces mis padres ya habían decidido que viajaríamos a los Estados Unidos en cuanto mis tíos consiguieran hacer los arreglos necesarios. Argumentaban que allí podríamos encontrar trabajos que a su vez servirían para ayudar a mis hermanos, cuyas vidas no serían fáciles en un país que apenas estaba formándose. Aunque yo ya tenía casi diecinueve años y quería unirme a Pesza y David, al mismo tiempo no podía rehusarme al ruego de mis padres de que me quedara con ellos, después de todo lo que habían pasado.
Finalmente, en mayo de 1949, después de casi tres años de vivir en el campo de refugiados, recibimos la noticia de que nuestra solicitud de inmigración había sido aceptada. Era casi increíble, ¡viajaríamos a los Estados Unidos! Tomamos un tren hasta Bremerhaven, Alemania, y luego viajamos en un antiguo barco militar durante nueve días, cruzando el Océano Atlántico hasta Boston, Massachusetts. Pasé todo el tiempo que pude en cubierta, observando el océano que se extendía en todas direcciones. Su majestuosidad, su vastedad, me hacían sentir una paz que jamás había conocido antes.
Dormíamos en hamacas bajo cubierta y luchamos contra el mareo a bordo, aunque a mí no me afectó tanto como a otros. Los pasajeros éramos refugiados de países muy diversos y hablábamos muchos idiomas. Me asombró darme cuenta de cuántos desconocía, entre ellos el inglés. Por eso, llevábamos tarjetas de identificación en nuestras chaquetas, para asegurarnos de que llegaríamos al destino correcto.
El hijo del tío Morris, Dave Golner, que vivía en Connecticut, nos encontró cuando las autoridades de inmigración nos estaban registrando luego de que el barco ancló en el puerto de Boston. Durante ese procedimiento, nuestro apellido fue reescrito como Leyson. Yo ya había abandonado el nombre Leib y adoptado el de Leon, que me parecía más moderno. Dave sabía hablar un poco de idish pero nada de polaco, así que se limitó a señalar más que a hablar mientras nos conducía desde el puerto hasta la estación de trenes. Nos dio dinero para el viaje de cinco días que nos llevaría a Los Ángeles, California.
Esta vez disfruté del viaje en tren, sentado en un carro de pasajeros, sobre un asiento mullido, no amontonado en un vagón de ganado. Probablemente otras personas pensaran que nuestro viaje era una odisea. Dormimos en nuestros asientos. No teníamos una ducha para bañarnos. Pero para mí, cada minuto fue maravilloso. Pasaba horas sentado frente a la ventanilla, observando el mundo pasar ante mí a medida que viajábamos de la Costa Este a Chicago, luego a través del Medio Oeste y después al sudoeste.
Al no saber inglés, pasamos por algunos momentos de confusión durante el viaje. Por ejemplo, cada vez que íbamos al vagón comedor, solo podíamos señalar lo que otra persona estaba comiendo, o alguna palabra incomprensible del menú. Así, a veces, obteníamos combinaciones muy extrañas. Tampoco sabía cómo interpretar los precios del menú, ni a cuánto equivalían del dinero que tenía en mis bolsillos, así que solía darle un billete de más valor al camarero y esperaba el cambio. Poco a poco acumulé gran cantidad de monedas. De regreso a mi asiento, las estudiaba y trataba de descubrir cuánto valían. Por supuesto, podía leer los números, pero eso no era lo mismo que entender su valor económico.
Una tarde, una mujer que se encontraba a pocos asientos de distancia del mío me observó mirar las monedas que acababa de recibir como cambio tras pagar mi almuerzo. Se levantó y vino a sentarse a mi lado. Sonrió y tomó una moneda de mi mano.
—Este es un nickel (5 centavos) —dijo, y tomó otra moneda—. Este es un dime (10 centavos) —continuó—, y este es un penny (un centavo).
Continuó explicándome los valores varias veces (un centavo, cinco centavos, diez centavos, veinticinco). Una vez que aprendí los nombres y sus respectivos valores, la mujer volvió a sonreír y regresó a su asiento. Probablemente a los pocos días ella olvidara aquel encuentro, pero yo jamás lo olvidé. Todavía recuerdo su amabilidad, casi sesenta y cinco años después. Ella me dio mi primera lección de inglés.
Desde el tren yo observaba cómo el paisaje cambiaba de verde exuberante a rojo y a los tonos áridos del desierto. Cruzamos las cumbres de la Divisoria Continental y el desierto de Mojave. Reflexioné acerca de este nuevo país que sería mi hogar. El futuro se presentaba ante mí de una manera que poco tiempo atrás habría creído imposible. No estaba en absoluto asustado, aun cuando no sabía el idioma ni tenía idea de qué haría. Solo estaba entusiasmado. Por primera vez en muchos años, podía soñar despierto con mi futuro. Sabía que aprendería inglés. Conseguiría un empleo. Algún día me casaría y formaría una familia. Tal vez hasta viviría lo suficiente como para llegar a viejo. Todo podía suceder.
Cuando el tren arribaba a la Union Station en Los Ángeles, mi madre, mi padre y yo juntamos nuestro equipaje, listos para irnos. Levanté mi sombrero fedora, listo para ponérmelo, pero entonces lo pensé mejor. Volví a dejarlo en el portaequipajes y me di vuelta para bajar del tren. Aquel sombrero era parte de mi vida anterior, la que deseaba dejar atrás. Con pennies, quarters, nickels y dimes tintineando en mis bolsillos, bajé del tren y puse mis pies por primera vez en la soleada California.
Tenía diecinueve años y mi verdadera vida acababa de comenzar.