Capítulo 3
Una persona empapada y cubierta de lodo subió despacio por los escalones de entrada de nuestro edificio y apareció ante la puerta de nuestro apartamento. Mi padre había cambiado tanto en el transcurso de las pocas semanas que había estado lejos de casa, que no lo reconocí hasta que entró y se desplomó sobre una silla. Mi madre, mi hermana, mis hermanos y yo lo abrazamos, pero nuestra alegría duró solo un momento. La siguió el temor por lo que pudiera haberle sucedido a Hershel. Papá nos aseguró que estaba a salvo, aunque sospecho que él tenía dudas y que las compartió secretamente solo con mi madre. Papá nos relató que él y Hershel se habían unido a una larga columna de refugiados que se dirigían al norte y al este. Decididos a mantenerse por delante de los tanques y las tropas alemanas, habían caminado juntos huyendo de los soldados invasores, desde el amanecer hasta la noche, durmiendo unas pocas horas en campos en los que encontraban su único alimento: mazorcas de maíz que arrancaban de las plantas y comían crudas. Cada vez que se aproximaban a un pueblo, corría entre ellos el rumor de que los alemanes ya estaban allí. Con una velocidad alarmante, los invasores ya habían tomado toda la región occidental de Polonia y avanzaban hacia el este.
Hershel era joven y fuerte, y podía trasladarse más rápidamente que mi padre. Al mismo tiempo, papá estaba reconsiderando su impulsiva decisión de dejar a su esposa y sus otros hijos. Así que resolvieron que Hershel continuaría solo hasta Narewka y mi padre regresaría a Cracovia y arriesgaría su suerte con las tropas invasoras. El viaje fue peligroso y lento, pero finalmente llegó a casa sano y salvo. Yo estaba entusiasmado por tenerlo nuevamente con nosotros.
A medida que los alemanes cerraban el cerco sobre Cracovia, los judíos eran objeto de toda clase de caricaturas insultantes. Había carteles humillantes en polaco y en alemán, mostrándonos como criaturas grotescas y asquerosas de narices largas y torcidas. Nada de lo que decían aquellos carteles tenía sentido para mí. En mi familia no teníamos mucha ropa, pero mi madre trabajaba duramente para mantener nuestras prendas en condiciones y nunca se veían sucias. Hasta me dediqué a examinar nuestras narices. Ninguna era particularmente grande. No podía entender por qué los alemanes querían hacer que nos viéramos distintos de como éramos.
Las restricciones se multiplicaron rápidamente. Parecía que, para los judíos, casi nada estaba permitido. No podíamos sentarnos en las bancas de los parques. Después, directamente se nos prohibió estar allí. En los tranvías, había cuerdas que separaban los asientos para los polacos no judíos, en el frente de los vehículos, y los de los judíos, en el fondo. Al principio, esta restricción me irritaba, pues me impedía continuar con mi juego de esquivar a los guardias con mis amigos. Pronto, no tuve ni siquiera la posibilidad de seguir jugando, pues se nos prohibió a los judíos usar cualquier tipo de transporte público. Poco a poco, los chicos con los que había compartido tantas aventuras, a quienes nunca les había importado que yo fuera judío, empezaron a ignorarme; después, a murmurar palabras desagradables cuando estaba cerca de ellos; y, finalmente, el más cruel de mis hasta entonces amigos me dijo que nunca más jugarían con un judío.
Mi décimo cumpleaños, el 15 de septiembre de 1939, pasó inadvertido en medio de la confusión y la incertidumbre de aquellas primeras semanas de ocupación alemana. Afortunadamente, Cracovia no había sufrido los bombardeos destructivos que sí habían alcanzado a Varsovia y otras ciudades; pero aun sin esa amenaza, el terror invadía las calles. Los soldados alemanes actuaban con total impunidad. Nunca se sabía lo que harían. Desvalijaban las tiendas judías. Desalojaban a los judíos de sus apartamentos y se instalaban en ellos, confiscando todas sus pertenencias. Los hombres ortodoxos eran su blanco preferido. Los soldados los capturaban en las calles, los golpeaban y les cortaban sus barbas y sus coletas tradicionales, llamadas payot, solo por deporte, o lo que ellos consideraban deporte. Algunos polacos no judíos descubrieron nuevas oportunidades. Una mañana, varios irrumpieron en nuestro edificio para saquear el apartamento de arriba, donde vivía la familia que había huido a Varsovia. Golpearon nuestra puerta. Cuando mi padre se rehusó a entregarles la llave que los vecinos le habían confiado, los intrusos simplemente corrieron escaleras arriba, entraron y desvalijaron el lugar.
Poco después, algunos empresarios nazis llegaron con la idea de hacer fortuna con la miseria de los industriales judíos, a quienes ya no se les permitía ser propietarios de negocios. La fábrica de vidrio en la que trabajaba mi padre fue una de las elegidas. El empresario nazi que se hizo cargo de la empresa despidió de inmediato a todos los trabajadores judíos, excepto a mi padre. Él se salvó porque hablaba alemán. El nuevo dueño lo convirtió en el intermediario (una especie de traductor) entre él y los polacos cristianos a los que aún se les permitía trabajar allí. Por primera vez en meses, vi a mi padre un poco más seguro de sí mismo. Insistía en que la guerra no duraría mucho, y que, como tenía un empleo, estaría a salvo. Predecía que para el año siguiente, o quizá para el final de ese mismo año, todo habría terminado. Así como los alemanes se habían ido tras el fin de la Gran Guerra, también se irían en esta ocasión. Sospecho que en toda Cracovia había muchos padres judíos que transmitían el mismo mensaje a sus hijos, no solo para reconfortarlos sino también para autoconvencerse. Mi padre cometía el mismo error que muchos: creer que los alemanes con los que ahora lidiábamos eran como los que habían conocido antes. No tenía idea, nadie podría haberla tenido, de la falta de humanidad y de la maldad ilimitada de este nuevo enemigo.
Una noche, sin previo aviso, dos miembros de la Gestapo (la policía secreta alemana) irrumpieron en nuestro apartamento. Los polacos que habían saqueado el hogar de nuestros vecinos los habían puesto sobre aviso contándoles que éramos judíos y que nuestro padre se había rehusado a entregarles la llave. Delatarlo había sido su venganza. Frente a nosotros, estos matones, que no parecían tener más de dieciocho años, se burlaron de mi padre y le gritaron para obligarlo a decir dónde había escondido la llave. Destrozaron nuestra vajilla y voltearon muebles. Empujaron a mi padre contra la pared y le exigieron que les dijera dónde guardábamos nuestro dinero y nuestras joyas. Creo que no habían visto bien nuestro modesto apartamento, simplemente siguieron su idea racista de que todos los judíos acumulábamos riquezas. A pesar de su brutalidad, mi padre creyó que podría razonar con ellos, que usando la lógica y la calma los convencería de que no teníamos dinero ni joyas.
—Miren a su alrededor —les dijo—. ¿Acaso parecemos personas ricas?
Cuando se dio cuenta de que sus argumentos no les importaban, hizo algo aún peor. Les dijo que los denunciaría ante sus superiores, los oficiales nazis que conocía en la fábrica. Sus amenazas solo sirvieron para enfurecerlos aún más. Lo golpearon con los puños, lo arrojaron al suelo y comenzaron a estrangularlo. Yo estaba asqueado por su rudeza. Quería huir de allí corriendo, pero sentía que mis pies habían echado raíces en el suelo. Vi el espanto y la vergüenza en los ojos de mi padre, que yacía indefenso frente a su mujer y sus hijos. El hombre orgulloso y ambicioso que había traído a su familia a Cracovia para darles una vida mejor, no tenía poder para detener a los brutales nazis que se habían atrevido a invadir su hogar. De pronto, antes de que yo pudiera darme cuenta de lo que estaba sucediendo, estos matones arrastraron a mi papá fuera del apartamento y por las escaleras, hacia la noche, en la calle.
Fueron los peores momentos de mi vida.
Durante años, aquellas escenas espantosas se repitieron en mi mente. De algún modo, aquel terrible episodio fue no solo el preludio sino también el símbolo de todo el horror que le seguiría. Hasta aquel instante en que vi a mi padre golpeado y ensangrentado, me las había ingeniado para creer que estaba a salvo. Ahora veo lo irracional que era aquel pensamiento, teniendo en cuenta todo lo que estaba sucediendo en mi entorno; pero hasta aquella noche había creído que tenía una inmunidad especial, que de algún modo la violencia no me tocaría. En aquel instante en que vi a papá brutalmente lastimado ante mis ojos, comencé a pensar de otra forma. Me convencí de que no podía seguir comportándome en forma pasiva ante la situación. No podía simplemente esperar a que los alemanes fueran derrotados.
Tenía que actuar.
Tenía que encontrar a mi padre.
En los días que siguieron, mi hermano David y yo buscamos por toda Cracovia, tratando de averiguar adónde lo habrían llevado los de la Gestapo. Fuimos a todas las estaciones de policía y a todos los edificios gubernamentales, a cualquier lugar en el que ondease la bandera nazi. Como mi hermano y yo podíamos hablar alemán, y como la maldad de los alemanes aún no se había hecho evidente por completo, le preguntábamos descaradamente a cada alemán que pensábamos que pudiera saber algo. Solo ahora comprendo que lo que hicimos fue una locura. Poníamos en peligro nuestras vidas cada vez que nos acercábamos a un alemán. A pesar de nuestros esfuerzos, no obtuvimos nada. Nadie admitía saber que nuestro padre había sido arrestado, y menos aún dónde estaba detenido. Pesza fue con David y conmigo a ver a un abogado, a quien le suplicamos ayuda. Nos envió de regreso a casa con la promesa de que encontraría a nuestro padre, aunque no tenía idea de por dónde empezar.
Ante cada callejón sin salida al que nos enfrentábamos, mi miedo crecía. Hice mi mejor esfuerzo para ocultarlo y mostrarme fuerte ante mi madre, pero a veces ella me sacudía de noche para despertarme porque yo había tenido una pesadilla, reviviendo aquellos espantosos momentos cuando papá fue golpeado frente a nosotros. Trataba de evitar pensar en lo más obvio: que si los nazis eran capaces de hacer eso ante nuestros propios ojos, ¿qué no le harían cuando lo tuvieran lejos de nuestra vista? Cuando pensaba en él sufriendo, incluso me sentía algo culpable por guardar esperanzas de que todavía estuviera vivo. No quería que él tuviera que soportar más golpizas ni torturas. ¿Existiría alguna posibilidad de que regresara?
A medida que los días se convertían en semanas y la probabilidad de encontrar a papá se deterioraba, nuestra situación se volvía más desesperante. Mi padre tenía una cuenta de ahorros en el banco de Cracovia, pero esos fondos habían desaparecido cuando todas las cuentas de judíos pasaron a manos de los nazis. Ahora, el poco dinero que teníamos ya no estaba. Teníamos un fondo de reserva para emergencias, una provisión secreta de diez monedas de oro que mi abuela le había dado a mi madre antes de que abandonáramos Narewka. Mamá las cambió, una a una, por comida. Demasiado pronto, las monedas también se terminaron, y con ellas, nuestra única fuente de ingresos.
Mamá estaba frenética de miedo y ansiedad. En una ciudad ocupada por el enemigo, lejos de la protección de su familia en Narewka, prácticamente se desmoronó. Las noches eran especialmente difíciles, porque eran las únicas horas del día en que no se mantenía ocupada alimentándonos y cuidándonos. Se echaba en la cama, pero no lograba descansar. Yo podía sentirla temblar mientras sollozaba: «¿Qué haremos? ¿Cómo viviremos?». Me propuse firmemente ayudarla, aliviar su angustia y mostrarle que podía apoyarse en mí; pero, al ser el menor de sus hijos, dudo que el consuelo le diera demasiada confianza. Estaba sola, agobiada por el peso de la responsabilidad de mantener a sus hijos y a sí misma con vida.
A comienzos de diciembre de 1939, los nazis decretaron que los judíos ya no podrían asistir a la escuela. Cuando escuché esta nueva restricción por primera vez, sentí una ligera sensación de libertad. ¿Qué chico de diez años no disfrutaría unos días lejos de la escuela? Pero esa sensación no duró mucho. Pronto me di cuenta de la diferencia abismal entre elegir faltar uno o dos días y la prohibición de asistir para siempre. Este fue otro de los modos en que los nazis buscaron quitarnos todo lo que tuviera algún valor para nosotros.
Me uní a David y a Pesza en la búsqueda de trabajo. No era fácil, ya que había muchos otros niños judíos haciendo exactamente lo mismo. David se las ingenió para conseguir un empleo como ayudante de un fontanero, transportando sus herramientas y asistiéndolo en diversas tareas. Mi hermana limpiaba casas. Yo empecé a ir a una fábrica de bebidas, ofreciéndome para colocar las etiquetas en las botellas. Al final de cada día, recibía una botella de refresco como pago y la llevaba a casa para compartirla entre todos.
Una tarde, al regresar del trabajo, divisé a uno de los oficiales de la Gestapo que habían golpeado a mi padre. ¡Estaba seguro de que era él! No sé qué fuerza se apoderó de mí pero lo seguí y le supliqué que me dijera adónde habían llevado a mi padre. La intimidante figura me miró desde lo alto con desdén, como si yo fuera menos que una mota de polvo en su abrigo. Si yo hubiera sido más prudente, habría temido por mi vida. Pero no lo hice, y tal vez mi audacia le causó buena impresión, porque me dijo que mi padre estaba en la cárcel de San Miguel. Corrí a buscar a David, y corrimos juntos hasta el centro de la ciudad, rumbo al edificio de la prisión. Las autoridades nos confirmaron que papá estaba allí. Aunque no se nos permitió verlo, el solo hecho de saber que estaba vivo nos dio motivos para seguir adelante. De algún modo él había resistido, así que nosotros también podríamos resistir. David y yo pasábamos muchos de nuestros días yendo a la prisión a llevar comida cuidadosamente preparada y envuelta por mi madre. Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que aquel oficial de la Gestapo podría haberme mentido y yo no me habría dado cuenta, pero por alguna razón no lo hizo.
Pocas semanas más tarde, sin ningún motivo aparente, mi padre fue liberado. En el momento en que cruzó nuestra puerta sentimos un alivio y una alegría abrumadores pero, al mismo tiempo, una inesperada tristeza. Era fácil ver que lo que él había vivido lo había cambiado. No era solo el hecho de que estuviera débil y demacrado; había cambiado de un modo más profundo. Los nazis lo habían despojado no solo de su fuerza (aunque lograría recuperar buena parte de ella en los años siguientes) sino también de su confianza y su autoestima, que le daban un ritmo especial a sus pasos. Ahora hablaba poco y caminaba cabizbajo. Había perdido su empleo en la fábrica de vidrio, y también algo más valioso aún: su dignidad como ser humano. Ver a mi padre derrotado me impactó. Si él no podía mantenerse en pie ante los nazis, ¿cómo lo haría yo?
A medida que se acercaba el final de 1939, me daba cuenta de que la predicción de mi padre era equivocada. Nuestra situación era desesperante en todos los sentidos. Todos los indicios apuntaban a que la guerra continuaría por largo tiempo. Los nazis no se conformaban con lo que ya nos habían hecho a los judíos; cada día nos traía una nueva humillación. Si un soldado alemán se acercaba a un judío, este debía apartarse para dejarlo pasar. En los últimos días de noviembre, los judíos mayores de doce años fueron obligados a llevar un brazalete blanco con una estrella de David azul, que debíamos comprar en el Concejo Judío, un organismo gubernamental que los nazis habían creado para atender todos los asuntos que tuvieran que ver con los judíos. Ser sorprendido sin el brazalete implicaba ser arrestado y, muy probablemente, torturado hasta la muerte.
Como yo aún no tenía doce años, no llevaba el brazalete; cuando tuve edad suficiente para usarlo, decidí no hacerlo. Aun a pesar de que mi confianza había sido sacudida por todo lo que ya había visto y experimentado, muchas veces desobedecía las reglas y me burlaba de los nazis. En cierto modo, utilizaba sus propios estereotipos en su contra, ya que no había en mi aspecto nada que me delatara como judío. Con mi cabello espeso y oscuro y mis ojos azules, me veía como cualquier otro niño polaco. De vez en cuando me sentaba en una banca del parque solo para demostrarme que podía hacer lo que se me antojara y, así, a mi manera, ejercía mi propia resistencia. Por supuesto, no podía hacer nada de eso si alguien que me conocía andaba cerca. Los amigos con los que solía jugar, ahora miraban hacia otro lado cuando me veían pasar. No sé si me hubieran delatado, pero era probable que lo hicieran, en un intento de borrar de su memoria que alguna vez habían sido amigos de un judío. Los veía caminar rumbo a la escuela por las mañanas como si nada hubiera cambiado, mientras que para mí nada era igual. Ya no era el chico feliz y aventurero que siempre buscaba alegremente subirse al tranvía sin pagar. De algún modo me había convertido en un obstáculo para el objetivo de supremacía mundial de los alemanes.
Mi padre encontró su propia manera de desafiar a los nazis y al mismo tiempo ayudarnos a sobrevivir aun cuando, para ello, tuviera que hacer algo ilegal. Trabajaba «ilegalmente», por así decirlo, para la fábrica de vidrio en la calle Lipowa. Un día fue enviado enfrente, al número 4 de la calle, a la fábrica de utensilios de cocina esmaltados en la que de vez en cuando reparaba herramientas y equipos antes de la guerra. El nuevo dueño, un nazi, necesitaba abrir una caja fuerte. Mi padre no hizo preguntas. Simplemente usó las herramientas adecuadas y rápidamente forzó la caja. Resultó ser lo mejor que hizo, ya que, inesperadamente, el nazi le ofreció un empleo.
Con frecuencia me pregunté qué habrá pensado mi padre en aquel momento. ¿Habrá sentido alivio o solo ansiedad por lo que aquel nazi le pediría que hiciera a continuación? Él sabía que cualquier salario que ganara no iría a sus manos sino directamente a las del nazi. En otras palabras, aceptar aquel empleo implicaría trabajar gratis, pero también podría ofrecer una posibilidad de protección para él y su familia, alguien que se interpondría entre él y los próximos nazis que golpearan a su puerta. Valía la pena intentarlo. Quizá percibió que había algo de decencia en aquel nazi en particular. Tal vez, derrotado como estaba y listo para aferrarse a la más ínfima tabla de salvación, simplemente pensó: «Haz lo que te digan. No causes problemas. Muestra que vales. Sobrevive».
Sea cual fuere su motivación, mi papá aceptó el trabajo. Y, al hacerlo, tomó una decisión que traería consecuencias inimaginables.
El empresario nazi cuya caja fuerte había forzado y que acababa de contratarlo se llamaba Oskar Schindler.