Capítulo 7
Mi primera visión de Plaszów como un infierno en la Tierra nunca cambió. Bastaba con una mirada para ver que aquel lugar era algo completamente ajeno. No importaba cuán difícil hubiera sido la vida en el gueto, al menos era un mundo que me resultaba familiar. Sí, nos amontonábamos como sardinas en habitaciones escasas, pero estas se encontraban en edificios normales de apartamentos. Había calles y callejones, y se escuchaban los sonidos de la ciudad más allá de los muros.
Plaszów era un mundo desconocido. Estaba construido sobre dos cementerios judíos que los nazis habían profanado y destruido. Era desértico, lúgubre, caótico. Rocas, polvo, alambres de púas, perros feroces, guardias amenazantes y hectárea tras hectárea de barracas oscuras extendiéndose hasta donde alcanzaba mi vista. Cientos de prisioneros vestidos con ropas harapientas iban de una tarea a otra, amenazados por guardias armados alemanes y ucranianos. En el momento en que crucé las puertas de Plaszów, estaba convencido de que no saldría vivo de allí.
De inmediato, los guardias nos dividieron en grupos por género. Me dirigí a las barracas que nos habían asignado, en el lado del campo destinado a los hombres. Mi esperanza de encontrar a mi familia se desplomó cuando supe que permanecería allí por tiempo indeterminado. No tenía idea de dónde podrían estar mi padre y David. Con mis únicas posesiones, el preciado termo que me había legado el señor Luftig y mi manta, gateé sobre una angosta litera de madera y me acosté. Desfalleciente de hambre, pero sin comida a la vista, en una habitación llena de desconocidos, me quedé dormido casi de inmediato, y el sueño fue un alivio casi misericordioso.
Demasiado pronto, las luces se encendieron. Aunque afuera aún estaba oscuro, los guardias golpearon con sus bastones las literas y nos gritaron: «¡Steh auf! ¡Steh auf!» («¡Levántense! ¡Levántense!»). Era hora de prepararse para trabajar. Medio dormido, bajé de mi litera y me uní a mi grupo junto a fila tras fila de prisioneros de otras barracas. Nos paramos en la oscuridad y el frío por horas, nos contaron una y otra vez; abusaron de nosotros verbal y físicamente; nos amenazaron, nos contaron nuevamente y finalmente nos asignaron nuestras tareas. El trabajo era a la vez insignificante y peligroso. La mayor parte de los días me dedicaba a apilar madera, rocas y tierra para construir más barracas. Al final del día recibíamos una miserable porción de sopa aguada. Después regresaba a mi litera en la barraca para dormir unas pocas horas de sueño sin descanso antes de recomenzar el calvario a la mañana siguiente.
La habitación en la que dormía estaba tan repleta que, si salía para usar la letrina, podía perder mi lugar. Cuando regresaba, tenía que abrirme paso a codazos para volver a mi rincón. Una noche, cuando me acomodé de nuevo en mi litera, advertí que alguien había robado mi manta. La había dejado allí estúpidamente y otro prisionero, tal vez con más frío y más desesperado que yo, se la había llevado. No me quedó más que envolverme con mis propios brazos, pensar en los abrazos de mi madre y tratar de dormir.
Entonces sucedió el milagro. Algunos de los hombres que habían comenzado a cuidar de mí me dijeron dónde estaban asignados los judíos de Schindler. Decidí buscar hasta encontrar a mi padre y a David. No era una decisión fácil de tomar. Tenía que estar alerta cada segundo. Si me detectaban, podían matarme; pero mi anhelo de ver a mi padre y a mi hermano sobrepasaba lo razonable. Débil como estaba, me mantuve firme en mi determinación. Finalmente, exhausto, cuando ya creía que tendría que abandonar la búsqueda, abrí una puerta más.
Allí estaban.
Nunca había pensado que mi padre y mi hermano fueran bellos, pero en aquel instante pensé que eran las personas más hermosas que había visto jamás.
Cuando me reconocieron, se mostraron tan entusiasmados como yo y apenas podían creer que hubiera logrado salir del gueto. «Pensamos que te habían deportado», me dijo David. A medida que él hablaba, vi el dolor y la desesperanza en los ojos de mi padre y me di cuenta de lo débil y demacrado que estaba. Hablamos nerviosos entre susurros por algunos minutos. Cuando ya me iba, mi padre prometió pedirle a Schindler que me contratara. Entretanto, me advirtió, debería quedarme donde me habían asignado y evitar llamar la atención.
Más o menos una semana más tarde, ya había aprendido lo suficiente acerca de la distribución del campo como para suponer dónde podía estar mi madre. Plaszów era un caos porque continuaban construyéndose barracas y llegaban prisioneros nuevos todos los días. Una tarde aproveché el pandemónium para deslizarme en la sección de las mujeres y buscar a mi madre. Yo era tan pequeño y delgado, y mi pelo era tan desgreñado que podía hacerme pasar fácilmente por una niña; sabía que podía ser severamente castigado si me descubrían. Pero el peligro valía la pena, si lograba encontrar a mi madre. Admito que aquel día simplemente tuve suerte. Sin demasiados intentos fallidos, localicé su barraca. Ella estaba acostada en una litera de madera. Cuando me distinguió, no podía creer lo que veía. Para mi desilusión, parecía más sorprendida que feliz.
—¿Cómo llegaste aquí? —me preguntó. Antes de que pudiera decirle que había encontrado a mi padre y a mi hermano, me dijo—: No puedes quedarte aquí. Tienes que irte.
No podía contener las lágrimas, mientras pronunciaba las palabras que me alejarían de ella. En el último instante, rebuscó en la pila de harapos en su litera y extrajo un trozo de pan reseco del tamaño de una nuez. Era todo lo que mi madre tenía en el mundo para darme, lo mejor que podía hacer por mí. Estoy seguro de que era la única comida que tenía. Me abrazó durante unos segundos que para mí fueron preciosos, puso el pan en mi mano y me empujó hacia la puerta. Se me rompió el corazón al alejarme, y a ella el suyo por tener que obligarme a hacerlo.
Si hubiera sabido en aquel momento que no volvería a verla por el resto de aquel año, probablemente no la habría dejado. Pero si me hubiera quedado, ambos, y probablemente otras personas en su barraca, lo habríamos pagado con nuestras vidas.
Era terrible estar sin mis padres, sin saber dónde se encontraban Hershel y Tsalig, o incluso si estaban vivos. Especialmente por la noche, trataba de recordar sus caras. Me decía que debían estar pensando en mí tanto como yo pensaba en ellos; en nuestras mentes y nuestros corazones aún estábamos todos juntos. Pero pensar eso no era suficiente consuelo para mí. Todo lo que podía hacer era esperar que mi padre encontrara el modo de que yo pudiera estar con él. Entretanto, hice tal como él me dijo. Algunos días acarreaba madera o piedras; otros, martillaba rocas para convertirlas en grava o desenterraba lápidas del antiguo cementerio que luego los nazis usaban para pavimentar las rutas. Era un trabajo agotador y peligroso, y un paso en falso podía significar la muerte.
Cierto día, mientras trasladaba una roca muy grande, resbalé en una tumba rota y me hice un corte severo en una pierna. Tuve que ir a la enfermería para que me vendaran. Más tarde supe que el comandante de Plaszów, Amon Goeth, había entrado en la enfermería poco después que yo y había matado a disparos a todos los pacientes que se encontraban allí, sin razón alguna, excepto porque le dio la gana. Si yo me hubiera quedado unos minutos más, me habría ejecutado junto con los demás. Cuando me enteré de lo sucedido, me prometí que jamás volvería a la enfermería, sin importar lo que me pasara.
Pero evitar pasar por allí no garantizaba escapar de la red de crueldad que Amon Goeth tendía sobre todo el campo. Cuando trabajaba cerca de otros grupos, escuchaba los susurros que intercambiaban los hombres, llevando la cuenta de las atrocidades de Goeth y sus secuaces como si fueran resultados de partidos de fútbol.
—¿Cuál fue el resultado de hoy? —preguntaba alguien.
—Judíos 12, nazis 0.
Siempre era cero la cifra de nazis muertos.
Cuando comenzó el invierno de 1943, la ira de Goeth se intensificó. Se me había ordenado despejar la nieve del camino con una pala, junto con otros hombres. No tenía ropa de abrigo, y estaba tan helado que apenas podía sostener la pala. De pronto, el Hauptsturmführer Goeth apareció y por capricho exigió que los guardias nos azotaran veinticinco veces con sus salvajes látigos de cuero. Ninguno de nosotros podía comprender por qué, pero eso no importaba. Como comandante, Goeth podía hacer lo que se le antojara, con o sin motivo. Parecía engrandecerse infligiendo agonía a los indefensos. Observó el espectáculo por un rato, y después decidió que los latigazos eran demasiado suaves, de modo que hizo que los guardias nos alinearan en cuatro mesas largas en fila. Junto con otros tres hombres que me duplicaban en edad y en tamaño, recibí mi castigo. Los látigos tenían pequeñas bolas de metal en los extremos, que intensificaban el dolor y el daño. Se nos ordenó contar cada azote a medida que nos golpeaban. Si el dolor nos vencía y perdíamos la cuenta, los guardias comenzaban nuevamente desde el número 1.
Me incliné sobre la mesa y esperé el primer azote. Cuando lo sentí, fue como si alguien estuviera acuchillándome.
—¡Uno! —grité cuando el látigo me golpeó. Mi reacción instintiva fue cubrir mi trasero antes de que llegara el siguiente azote, de modo que, cuando me golpeó el látigo, fue directamente sobre mis manos.
—¡Dos! —logré exclamar—. ¡Tres! ¡Cuatro! —aunque estaba abrumado por el frío, el dolor me atravesaba cada vez, como si me estuvieran marcando con un hierro al rojo vivo.
—¡Doce, trece, catorce! —¿acaso esta tortura terminaría alguna vez? Sabía que tenía que resistir y no flaquear, pues si no, todo comenzaría otra vez. Sabía que no sobreviviría a otra ronda de azotes. Después de los veinticinco golpes me alejé tambaleante, delirando de dolor. De algún modo me las arreglé para volver tropezando a nuestras tareas con los demás. Mis piernas y mi trasero temblaban. Se me pusieron negros y azules, y así estuvieron por meses. Sentarme era una tortura.
Dejándome llevar por el dolor y la desolación, aquella noche me arriesgué a recibir más golpes o algo aún peor al infiltrarme en las barracas donde estaba mi padre. Necesitaba verlo y contarle lo que me había pasado. Antes de poder pronunciar una palabra, comencé a llorar. Había tratado de contenerme, aunque aún no tenía ni siquiera quince años, pero finalmente me quebré. Necesitaba desesperadamente su consuelo, pero no me lo dio. No mostró ni una pizca de emoción cuando llegué ni cuando finalmente me desahogué y le conté todo. En cambio, permaneció en silencio, el rostro endurecido y la mandíbula apretada. Tal vez sentía alivio porque, a pesar de lo difícil que había sido para mí, había logrado sobrevivir a la brutalidad de Goeth. Tal vez su rabia y su tristeza eran tan grandes que temía derrumbarse si trataba de consolarme. Fuera cual fuera la razón, no la compartió conmigo. Solitario, sintiéndome abandonado, regresé a mi barraca. Al acostarme en mi litera, escuché a los hombres repasar los resultados del día: judíos, 20; nazis, 0. Desalentado, capturé algunos piojos de mi suéter, pero desistí de atraparlos todos. Ya no me importaba. Los piojos treparon mi ropa y mi pelo y yo me rendí finalmente al sueño.
Los días de horror seguían una rutina. Nos despertaban antes del amanecer con portazos y órdenes vociferadas. Nos agrupábamos según los números de nuestras barracas y los guardias, coléricos y crueles, nos contaban y recontaban mientras nos amenazaban. Después nos asignaban a cada grupo las tareas del día. A veces salíamos del campo a picar hielo, despejar los caminos de nieve con las palas o trabajar en la construcción de la carretera. No nos daban nada de comer hasta el final del día. Entonces traían una gran olla y nos apresurábamos a recibir nuestros tazones y cucharas. Aquella única comida era siempre la misma: agua caliente con algo de sal y pimienta y, si teníamos suerte, trocitos de cáscara de papa y hebras de otros vegetales. Los hombres que servían la sopa también eran prisioneros, y a veces alguno de ellos sentía piedad de mí, revolvía el fondo de la olla y vertía un trozo de papa en mi tazón. Eso hacía que mi día se volviera excepcional. Después de comer nos acostábamos en nuestras literas, para tratar de recuperar fuerzas para el día siguiente.
A veces miraba detrás de los alambres de púas del campo y veía a los hijos de los oficiales alemanes pavoneándose de aquí para allá vestidos con sus uniformes de la Juventud Hitleriana y cantando canciones de alabanza al Führer, Adolf Hitler. Se veían tan exuberantes, tan llenos de vida, mientras que a poca distancia de ellos yo estaba exhausto y deprimido, luchando para sobrevivir un día más. Solo el grosor del alambre de púas separaba mi vida infernal de sus vidas en libertad, pero era como si estuviéramos en diferentes planetas. No podía comprender tanta injusticia.
A medida que transcurrían los meses, me desesperé. No me atrevía a arriesgarme a ver otra vez a mi padre o a mi madre, no porque temiera por mí, sino porque temía el castigo que pudieran recibir ellos si me descubrían en sus barracas. Mi primera reacción cuando llegué a Plaszów, la sensación de que no saldría vivo de allí, se reforzaba día a día. En algún momento, pensaba, se acabaría mi buena suerte y sería asesinado, tal vez por Goeth o por alguno de sus oficiales. Sería un número más en el resultado de aquel día. Goeth era un hombre corpulento, con una mueca arrogante de desprecio. Su mirada escalofriante de matón me obsesionaba y me perseguía no solo durante las horas de vigilia sino también en mis pesadillas. Aun cuando supiera que estaba lejos de mi vista, sentía sus ojos sobre mí.
De vez en cuando, durante el día, divisaba a mi hermano o a mi padre a lo lejos, dirigiéndose de un trabajo a otro, y aquel breve vistazo me daba un hilo de esperanza. Pero pronto aquella esperanza también menguaba.
Aunque Schindler no me contrató, tuve de todos modos una pizca de buena suerte. La fábrica de cepillos en la que yo había trabajado en el gueto se había reinstalado en Plaszów, y me asignaron un horario nocturno de doce horas. Me alivió tener un trabajo fijo y un lugar al que ir. Estar desocupado o esperar a que me asignaran una tarea al azar solo traía problemas.
Trabajar en la fábrica significaba también que podría estar bajo techo, a salvo del frío, en vez de al aire libre, picando hielo o apaleando nieve. Aunque la fábrica de cepillos también tenía sus horrores. Cierta vez, mientras yo estaba trabajando, un guardia me apartó. Me habían ascendido: antes pegaba las cerdas, ahora tendría que sujetar las mitades de madera de un cepillo con tachuelas. Era una tarea meticulosa que demandaba mucha concentración, pero yo tenía habilidad para ella. El guardia me observó trabajar y después me apuntó con un revólver a la cabeza.
—Si la próxima tachuela se tuerce, te dispararé —dijo.
No me detuve ni lo miré. Continué trabajando y sujeté las dos mitades con la tachuela. Con cuidado, le acerqué la pieza terminada para que la examinara. Estaba derecha. Se alejó, y yo seguí con mi trabajo como si nada hubiera ocurrido. De algún modo, no sé cómo, logré mantener mis emociones bajo control.
Pocas noches más tarde, Amon Goeth irrumpió en la fábrica con sus dos perros, Ralf y Rolf, y un escuadrón de sus lacayos. Aburrido y posiblemente borracho, desenfundó su arma y disparó a nuestro capataz. Simplemente lo baleó a quemarropa, sin ningún motivo. Después que el capataz cayó y la sangre comenzó a manar de su cabeza, Goeth desvió su atención hacia nosotros.
Agitando su revólver gritó una orden a sus hombres, que nos dividieron en dos grupos. Deduje que aquella división no era algo bueno. Seguramente yo estaría en el lado incorrecto otra vez, asignado al grupo de los niños y los trabajadores más viejos. En otras palabras, al grupo de los prescindibles. Goeth y sus hombres fueron y vinieron, debatiendo entre sí. No podía escuchar de qué hablaban. Cuando nos dieron la espalda, contuve el aliento y me escabullí silenciosamente al otro grupo, el de los trabajadores más jóvenes. Si Goeth me hubiera visto, seguramente me habría matado de un disparo o de alguna forma aún peor. Pronto no importó en qué grupo estaba. Luego de unos minutos, Goeth perdió el interés. Guardó su arma y, tan bruscamente como había entrado a la fábrica, se fue, con sus dos perros siguiéndolo. Nos quedamos de pie en nuestros grupos durante media hora más, demasiado asustados para movernos. Finalmente uno de los guardias nos dijo que fuéramos a nuestras barracas. Una vez allí, varios hombres se quebraron, sollozando, al darse cuenta de lo cerca que habíamos estado de morir. Aquella vez no lloré. Había logrado volverme insensible a lo que pudiera sucederme, al destino que me esperaba, fuera cual fuera.
A fines de 1943, Schindler engatusó y sobornó a Goeth y a otros líderes de la SS para que le permitieran edificar un anexo al campo en una propiedad adyacente a Emalia. Argumentaba que sería más eficiente que los trabajadores estuvieran a pocos pasos de la fábrica en vez de perder un tiempo precioso caminando los cuatro kilómetros que separaban el campo de Emalia. Las horas que se perdían en formarnos y caminar de ida y de vuelta podrían aprovecharse mejor produciendo mercancías y obteniendo ganancias por ellas. El anexo de Schindler se construyó, y en la primavera de 1944 mi padre y David fueron trasladados allí. Supe por la información que circulaba en el campo que Pesza también había sido asignada a un anexo similar en los terrenos de la compañía de electricidad en la que ella trabajaba. Mi madre y yo estábamos solos nuevamente, tal como nos había ocurrido en el gueto, pero esta vez era peor: en parte porque estábamos separados, en parte porque este lugar era mucho más peligroso y terrible. Me hundí en una desesperación más profunda aún.
Cuando corrió la voz en el campo de que Schindler planeaba contratar a treinta judíos más como empleados, ni siquiera pensé en ello. Sin embargo, unos días más tarde, supe que se había creado una lista y que mi nombre figuraba en ella, al igual que el de mi madre. No podía creerlo. Parecía algo demasiado bueno para ser verdad. Después de años de intentar, ¿finalmente mi padre había tenido éxito y nos había conseguido un lugar en la fábrica de Schindler?
Conté los días que faltaban para que nos fuéramos. Ahora que por fin veía la posibilidad de salir del infierno de Plaszów, me sentía fortalecido al menos espiritualmente, aunque no físicamente. Por suerte, mi espíritu animaba a mi cuerpo para seguir adelante. El día anterior a la fecha fijada para nuestra partida, recibí una noticia devastadora. Mi supervisor en la fábrica de cepillos me dijo que mi nombre había sido tachado de la lista. Me quedaría trabajando en Plaszów. No hay palabras para expresar el terror absoluto que sentí. Después de haber recibido aquel pequeño rayo de esperanza, perderlo fue peor que no haberlo tenido nunca. Sabía que no podría sobrevivir al mes siguiente en Plaszów, mucho menos el siguiente año. Me estaba muriendo de hambre. Vivía con miedo. Me encogía ante el menor sonido o movimiento. ¿Qué haría? ¿Cómo podría seguir adelante?
El día en que los nuevos «judíos de Schindler» se preparaban para abandonar el campo, me escabullí de mi trabajo en la fábrica de cepillos para ver partir a mi madre. Fue un milagro que nadie me detuviera mientras cruzaba el campo hacia las puertas donde los que se iban se habían formado. Me acerqué más, diciéndome que debía hacer algo. No podía permitir que esta última oportunidad desapareciera. No tenía futuro en Plaszów. También podía morir tratando de estar con mi madre. Mis pasos me llevaron frente al oficial alemán a cargo del traslado. Mis ojos llegaban apenas a la altura de la enorme hebilla de su cinturón, con la gran esvástica nazi. Estoy seguro de que aquel oficial era uno de los que recorría el campo disparándole a los prisioneros, siguiendo órdenes de Goeth o simplemente para su propio y perverso entretenimiento. Tragué saliva y le expliqué mi situación.
—Yo estoy en la lista —le dije—, pero alguien tachó mi nombre.
El hombre no respondió. Me esforcé por dar una explicación más convincente y agregué:
—Mi madre también está en la lista.
¿Qué fue lo que me dio la audacia para hablarle como si fuera alguien capaz de entender razones? Nunca lo sabré.
Como si no fuera suficiente con lo que ya había dicho, continué:
—Mi padre y mi hermano ya están allá.
Arriesgué mi vida más de lo que jamás había hecho al decir aquello.
Esperé. Segundo tras segundo de agonía, mientras el oficial parecía reflexionar sobre qué hacer conmigo. Tendría suerte solo con que se limitara a pensar y no sacara directamente su arma y me matara en ese instante, resolviendo de inmediato el dilema que le presentaba ese chico judío. Le pidió a su asistente que le acercara la lista. Señalé mi nombre tachado.
—Este es mi nombre —le dije. El oficial me miró, gruñó y me indicó que me uniera al grupo de trabajadores que partía hacia el anexo de Schindler.
Por alguna misteriosa razón, él había reaccionado como si me considerara un ser humano que le hacía una solicitud razonable. ¿Habrá tenido piedad de mí, un chico separado de su familia? ¿Habrá visto en mí a alguno de sus hijos? ¿O simplemente era un burócrata a quien no le gustó el hecho de que un nombre de la lista hubiera sido tachado sin su permiso oficial? No hay modo de saberlo. Las personas como él podían hacer lo que quisieran: podían mostrarse misericordiosas o todo lo contrario.
Con las piernas temblando, me adentré en el grupo y encontré enseguida a mi madre. Ella había estado parada cerca del frente, mirando hacia adelante como se les ordenaba, sin tener idea de lo que causaba la demora al final del grupo. Apenas pudo contener su alegría cuando aparecí silenciosamente a su lado y deslicé mi mano en la suya. Nos esforzamos por permanecer callados, respirando apenas, para no atraer la atención sobre nosotros. Esperamos durante lo que nos pareció una eternidad, hasta que las puertas se abrieron. Finalmente nuestro grupo comenzó a avanzar, y pude atreverme a creer que mi temporada en el infierno había, por fin, concluido.