Capítulo 3
La impresión que le produjo el susurro de Holly hizo que Mark se olvidara de todo: del lugar donde se encontraba y de la mujer que estaba detrás del mostrador. Llevaban seis meses intentando que Holly dijera algo, cualquier cosa. Ya analizaría más tarde con Sam el motivo por el que había sucedido en ese sitio y en ese instante. De momento, tenía que controlarse para no agobiar a Holly con su reacción. Pero… ¡Dios!
No pudo evitar arrodillarse en el suelo para estrechar a la niña con fuerza. Holly le echó sus delgados bracitos al cuello. Se escuchó pronunciar el nombre de su sobrina con voz desgarrada. Le escocían los ojos y le espantó darse cuenta de que estaba a punto de perder el control.
No obstante, le era imposible detener los temblores provocados por el alivio de saber que Holly estaba preparada para volver a hablar. Tal vez por fin podía permitirse pensar que la niña se recuperaría.
Cuando notó que su sobrina intentaba zafarse de sus brazos, le dio un cariñoso beso en la mejilla y se obligó a apartarse de ella. Se puso en pie, comprobó el estado de su garganta, aún afectada por la emoción, y comprendió que había muchas posibilidades de que le fallara la voz si intentaba decir algo. Tragó saliva y clavó la vista en la pared donde se encontraba la letra de la canción de Pink Floyd. En realidad, no leyó el texto, se limitó a concentrarse en los colores y en las irregularidades del yeso.
Por último, miró con cautela a la pelirroja que seguía tras el mostrador, Maggie, en cuyas manos estaba la bolsa con todo lo que acababa de comprar. Se percató de que entendía perfectamente la relevancia del momento.
No sabía muy bien qué pensar de ella. Debía de medir un metro sesenta y tenía el pelo tan rizado que parecía indomable. Era delgada y vestía de forma sencilla, con una camiseta blanca de manga corta y unos vaqueros.
Su cara, semioculta por culpa de los rizos, era bonita, de rasgos delicados y piel clara, salvo en las mejillas, que tenía muy coloradas. Sus ojos eran oscuros, del mismo color que el chocolate fundido, y tenía unas pestañas muy largas. Le recordaba a las chicas con las que se relacionaba en la universidad. Chicas alegres e interesantes con las que podía quedarse toda la noche hablando, pero con las que no salía. Porque prefería salir con las tías buenas, para provocar la envidia de los demás. Tardó mucho en comprender que tal vez se hubiera perdido algo importante.
—¿Puedo hablar contigo en algún momento? —le preguntó, con más brusquedad de la que pretendía.
—Me encontrarás siempre aquí —contestó Maggie con voz alegre, tuteándolo también—. Puedes pasarte cuando quieras —añadió al tiempo que empujaba la caracola hacia Holly—. ¿Por qué no te la llevas a casa? Sólo por si vuelves a necesitarla en algún momento.
—¡Hola, chicos! —exclamó una voz cantarina y suave tras ellos.
Era Shelby Daniels, una amiga de Seattle. Una chica lista y guapa, y una de las mejores personas que Mark había conocido en la vida. Shelby era capaz de integrarse en cualquier grupo y en cualquier lugar al que la llevaran.
Se acercó a ellos mientras se colocaba un lustroso mechón de pelo rubio tras una oreja. Iba vestida con unos pantalones capri de color caqui, una prístina camisa blanca y unas bailarinas, sin más complementos que sus pendientes de perlas.
—Siento haber llegado tarde. Quería probarme unas cosillas en una tienda que hay aquí al lado, pero no me han convencido. Holly, veo que habéis comprado muchas cosas.
La niña asintió, en silencio como de costumbre.
Mark comprendió con una mezcla de preocupación y buen humor que su sobrina no diría ni pío delante de Shelby. ¿Debería contarle lo que acababa de suceder? No, porque tal vez eso sería como presionar a Holly. Mejor dejar las cosas tal como estaban.
Shelby echó un vistazo a su alrededor y comentó:
—¡Qué tiendecita más mona! La próxima vez que venga, compraré algo para mis sobrinos. Antes de que nos demos cuenta, estaremos en Navidad. —Tomó a Mark del brazo y le sonrió—. Será mejor que nos vayamos ya si quiero coger el avión.
—Claro. —Mark cogió la bolsa del mostrador y alargó la mano para quitarle la caracola a Holly—. ¿Quieres que la lleve?
Su sobrina la aferró con más fuerza, dejando claro que la llevaría ella.
—Vale —dijo Mark—, pero ten cuidado de que no se te caiga. —Volvió a mirar a la pelirroja de detrás del mostrador y la vio colocando los bolígrafos que descansaban en una taza junto a la caja registradora, tras lo cual enderezó una fila de diminutos peluches. Ambas cosas eran innecesarias. La luz del sol que entraba por las ventanas le arrancaba brillantes destellos rojos a su pelo—. Adiós —le dijo—. Y gracias.
Maggie Conroy se despidió con un gesto de la mano, pero no lo miró. Una reacción que le indicó que estaba tan desconcertada como él.
Después de dejar a Shelby en el pequeño aeropuerto de la isla, con su única pista, Mark regresó a Viñedos Sotavento con Holly. Los viñedos de Sam estaban a unos nueve kilómetros de Friday Harbor, en el suroeste de la isla, en False Bay. Los domingos había que conducir con cuidado, porque la carretera estaba plagada de ciclistas y jinetes. Y también era frecuente encontrarse con ciervos de cola negra, tan mansos como perros, que atravesaban las carreteras tranquilamente tras atravesar los zarzales y los pastizales.
Mark dejó bajada la ventanilla de su camioneta para que entrara la brisa del mar.
—¿Has visto eso? —le preguntó a Holly, señalando un águila de cabeza blanca que planeaba sobre ellos.
—Aja.
—¿Ves lo que lleva en las garras?
—¿Un pez?
—Posiblemente. O lo ha pescado en el mar o se lo ha quitado a otro pájaro.
—¿Adónde lo lleva? —Holly hablaba con voz titubeante, como si a ella también le sorprendiera escucharse.
—A su nido, a lo mejor. Los machos se hacen cargo de las crías, de la misma forma que las hembras.
Holly respondió asintiendo con la cabeza; un gesto prosaico. Según le había enseñado la vida, lo que acababa de decirle su tío era plausible.
A Mark le costó la misma vida no aferrar el volante con todas sus fuerzas. Estaba pletórico de alegría. Hacía tanto tiempo que Holly no hablaba que se le había olvidado cómo era su voz.
El psicólogo de la niña les había recomendado empezar con respuestas no verbales, como pedirle que señalara lo que quería comer, hasta conseguir que dijera una palabra.
Hasta ese momento, la única vez que Mark había logrado que la niña emitiera un sonido fue durante un reciente trayecto por la carretera de Roche Harbor, durante el cual Holly vio a Mona, la camella, en su pastizal. El animal, una isleña muy famosa, había sido adquirido a un tratante de animales exóticos en Mili Creek, hacía cosa de ocho o nueve años, y desde entonces residía en la isla. Mark se dedicó a entretener a Holly haciendo sonidos semejantes a los de un camello, un comportamiento por el que se sintió un poco tonto, y sus esfuerzos se vieron recompensados cuando la niña se animó a participar brevemente.
—¿Qué te ha ayudado a encontrar tu voz, cariño? ¿Maggie ha tenido algo que ver? ¿La pelirroja de la juguetería?
—Fue la caracola mágica —contestó la niña, mirando la caracola que acunaba entre las manos.
—Pero es que no es… —Mark guardó silencio.
Lo importante no era que la caracola fuera mágica o no. Lo importante era que Holly había captado la idea y que se la habían propuesto en el momento preciso para ayudarla a salir de su mutismo. Magia, hadas… todo formaba parte de un vocabulario infantil desconocido para él, de un territorio ubicado en la imaginación que hacía mucho que había abandonado. No podía decirse lo mismo de Maggie Conroy.
Nunca había visto a Holly conectar de esa forma con una mujer, ni con las antiguas amigas de Victoria, ni con su maestra, ni siquiera con Shelby, con quien había pasado mucho tiempo. ¿Quién era la tal Maggie Conroy? ¿Por qué se mudaba una veinteañera a una isla donde la mayoría de los residentes sobrepasaba la barrera de los cuarenta? ¡Para abrir una juguetería, por el amor de Dios!
Quería volver a verla. Quería saber todo lo que hubiera que saber sobre ella.
El sol del atardecer dominical era intenso y su luz dorada hacía brillar las charcas y los estrechos canales de False Bay. El hábitat de la bahía, que comprendía unas ochenta hectáreas de playa, parecía de lo más normal hasta que bajaba la marea. En ese momento, la arena se llenaba de gaviotas, garzas y águilas en busca del banquete marino que quedaba en las charcas: cangrejos, gusanos, camarones y almejas. Se podía caminar casi un kilómetro sobre el rico sedimento que quedaba al descubierto con la marea baja.
Giró al llegar al camino de gravilla privado por el que se accedía a Viñedos Sotavento. Si se contemplaba el exterior de la casa, aún parecía destartalada y en muy malas condiciones, pero el interior se había sometido a una reforma estructural completa. Lo primero que hizo Mark fue arreglar el dormitorio de Holly. Pintó las paredes de color azul celeste con una cenefa en blanco roto. Trasladó los muebles del que había sido hasta entonces el dormitorio de la niña, e incluso volvió a colocar las mariposas en el dosel de la cama.
El proyecto más complicado hasta la fecha había sido el del cuarto de baño, empeñado como estaba en que Holly tuviera uno decente. Sam y él habían dejado los tabiques desnudos, tan sólo con el armazón de madera, para instalar tuberías nuevas. Después habían nivelado el suelo y habían colocado sanitarios nuevos. El lavabo contaba con una encimera de mármol. Una vez que los tabiques estuvieron recubiertos de nuevo por las placas de yeso, dejaron que Holly escogiera el color de las paredes. Evidentemente, se decantó por el rosa.
—Es apropiado para el diseño de la casa —dijo Mark, recordándole así a Sam que las muestras de color procedían de una paleta empleada en la época victoriana.
—Es… de niñas —protestó Sam—. Cada vez que entro en ese cuarto de baño de color rosa, salgo con ganas de hacer algo muy masculino.
—Sea lo que sea, hazlo fuera para que no te veamos.
El siguiente proyecto fue la cocina, donde Mark instaló una placa nueva con seis fuegos y un nuevo frigorífico. Se vio obligado a rascar al menos seis capas de pintura antigua de los marcos de las ventanas y de las puertas, para lo cual utilizó un aparato de infrarrojos y una lijadora que le prestó Alex, que se mostró muy generoso a la hora de ofrecerles herramientas, suministros y consejos. De hecho, empezó a pasarse por la casa al menos una vez por semana, posiblemente porque era un experto en reformas y en construcción, y porque saltaba a la vista que necesitaban su ayuda. En sus manos, cualquier trozo de madera inservible se convertía en algo útil e ingenioso.
Durante su segunda visita, incluyó una serie de compartimentos en el armario de Holly para que la niña colocara sus zapatos. Le encantó descubrir que algunos estaban ocultos, como si fueran un escondite secreto. En otra ocasión, después de que Sam y Mark se percataran de que algunas de las vigas del porche estaban cediendo e incluso descomponiéndose por la carcoma, Alex llegó acompañado por una cuadrilla de trabajadores. Se pasaron todo el día colocando postes nuevos, sustituyendo las vigas antiguas e instalando canalones. Mark y Sam no habrían podido hacerlo solos, de modo que le agradecieron la ayuda. Claro que conociendo a Alex…
—¿Qué crees que quiere? —le preguntó Sam a Mark.
—¿Evitar que su sobrina acabe aplastada por un derrumbe?
—No, de esa forma le estás atribuyendo motivaciones humanas, y recuerda que acordamos no hacerlo.
Mark intentó contener una sonrisa en vano. Alex era tan frío y tan distante desde el punto de vista emocional que a veces se planteaba si tendría pulso.
—A lo mejor se siente culpable por no haberse relacionado más con Vicky antes de que muriera.
—A lo mejor está utilizando cualquier excusa para mantenerse alejado de Darcy. En el hipotético caso de que no odiara tanto la idea del matrimonio, ver el de Alex me habría hecho aborrecerla.
—Es obvio que un Nolan no debe casarse con alguien que se parezca a nosotros —apostilló Mark.
—Yo creo que un Nolan no debería casarse con una mujer que esté dispuesta a aceptarlo tal como es.
Fuera cual fuese su motivo, Alex siguió ayudando con las reformas. Gracias a los esfuerzos de los tres, la casa comenzó a tener mejor aspecto. O al menos a parecer habitable para una familia normal.
—Como intentes darnos la patada después de esto —le dijo Mark a Sam—, te juro que acabas enterrado en el patio.
Ambos sabían que era imposible que Sam los echara. Porque Sam, para su sorpresa, adoraba a la niña desde el primer día. Al igual que Mark, daría su vida por ella si fuera necesario. Holly merecía lo mejor que pudieran darle.
Aunque al principio Holly se mostró cauta, no tardó en encariñarse con sus tíos. Pese a los consejos bienintencionados de muchas personas que les advertían que no la malcriaran, ni Sam ni Mark veían muestras de que su actitud indulgente le estuviera ocasionando daño alguno. De hecho, les habría encantado ver a Holly haciendo travesuras. Era una niña tan buena que siempre hacía lo que le decían.
En los días que no había colegio, acompañaba a Mark a su empresa en Friday Harbor y observaba cómo los granos de café arábica de color amarillo claro acababan con un brillante tono marrón después de salir de la gigantesca torrefactora. A veces, Mark le compraba un helado en la heladería situada cerca del puerto y después iban a ver las embarcaciones y paseaban entre las hileras de yates, lanchas y barcos de pesca.
Sam solía llevársela cuando iba a inspeccionar los viñedos, o a False Bay en busca de erizos y estrellas de mar durante la marea baja. Se ponía los collares que Holly hacía en el colegio con distintos tipos de pasta y colocaba sus dibujos en las paredes de la casa.
—No tenía ni idea de que esto fuera así —confesó Sam una noche mientras entraba en casa con Holly en brazos, ya que se había quedado dormida en el coche.
Habían pasado la tarde en English Camp, el lugar donde los ingleses se asentaron durante la ocupación británica antes de que la isla pasara a manos de los norteamericanos. El parque nacional, con sus más de dos kilómetros de playa, era el lugar perfecto para merendar al aire libre y jugar con el disco. A fin de que Holly se lo pasara en grande, tanto Sam como Mark se dedicaron a hacer acrobacias mientras se lanzaban el juguete. Habían llevado consigo la caña de pescar y la pequeña caja de aparejos de la niña, y Mark le había enseñado la mejor forma de lanzar el anzuelo para pescar escorpinas en la orilla.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Mark, que abrió la puerta delantera y encendió las luces del porche.
—A vivir con un niño. —Y añadió un tanto avergonzado—: A que te quiera un niño.
La presencia de Holly en sus vidas había supuesto una bendición que ninguno había conocido hasta entonces. Era un recuerdo de la inocencia. Y descubrieron que algo cambiaba cuando se recibía el amor incondicional y la confianza de un niño.
Porque se ansiaba merecerlos.
Mark y Holly entraron en la casa a través de la cocina y dejaron las bolsas de la compra y la caracola en los bancos hechos a medida del anticuado office. Encontraron a Sam en el salón, una estancia dolorosamente desnuda con las placas de yeso recién colocadas en las paredes y una chimenea agrietada con un revestimiento temporal de tela metálica. Sam estaba justo al lado, construyendo un molde para verter el hormigón sobre el cual iría el nuevo hogar.
—Esto va a ser un quebradero de cabeza —dijo mientras medía—. Tengo que ver cómo me las apaño, porque quiero usar el mismo conducto para dos hogares diferentes. Este conducto pasa justo por el dormitorio de la planta de arriba. Increíble, ¿verdad? Mark se agachó y le dijo a Holly al oído: —Ve a preguntarle qué hay para cenar. La niña obedeció, se acercó a Sam y después de pegar los labios a una de sus orejas, le susurró algo y se apartó.
Mark vio que su hermano se quedaba petrificado.
—Hablas —dijo Sam mientras se volvía despacio para mirar a la niña, aunque su voz ronca traslucía un claro interrogante.
Holly negó con la cabeza. Estaba muy seria.
—Sí, has hablado. Acabas de hablarme al oído.
—No. —Y soltó una risilla al ver la expresión de Sam.
—¡Lo has hecho otra vez, Dios! Di mi nombre. Dilo.
—Tío Herbert.
Sam soltó una trémula carcajada y la abrazó para estrecharla contra su pecho.
—¿Herbert? Pues ahora cenaremos picos de pollo y patas de lagarto. —Sin soltar a Holly, miró a Mark mientras meneaba la cabeza, asombrado. Estaba sonrojado y tenía un brillo sospechoso en los ojos—. ¿Cómo? —fue lo único que consiguió preguntar.
—Luego te lo cuento —respondió Mark con una sonrisa.
—Bueno, dime qué ha pasado —insistió Sam mientras removía la salsa de tomate que acompañaría a los espaguetis. Holly estaba ocupada en la estancia contigua, entretenida con su nuevo rompecabezas—. ¿Cómo lo has hecho?
Mark abrió una cerveza.
—Yo no he sido —contestó después de darle un trago, disfrutando del frescor—. Estábamos en la juguetería de Spring Street, esa nueva, hablando con la dueña, una pelirroja muy mona. Nunca la había visto, por cierto…
—La conozco. Maggie no sé qué. Conner, Carter…
—Conroy. ¿La conoces?
—No personalmente. Pero Scolari ha intentado que quede con ella.
—A mí no me ha dicho ni pío —replicó Mark, ofendido al instante.
—Tú estás saliendo con Shelby.
—Shelby y yo no tenemos una relación exclusiva.
—Scolari cree que Maggie es mi tipo. Tenemos casi la misma edad. ¿Has dicho que es mona? Me alegro. Creo que iré a echarle un vistazo antes de comprometerme a algo más.
—Yo sólo soy dos años mayor que tú —le recordó Mark, indignado.
Sam soltó la cuchara y cogió una copa de vino.
—¿La has invitado a salir?
—No. Estaba con Shelby en ese momento y, además…
—Reclamo mis derechos.
—No tienes derechos sobre ella —dijo Mark con voz cortante.
Sam enarcó las cejas.
—Tú ya tienes novia. Y los derechos le pertenecen al que lleve más tiempo de sequía.
Mark se encogió de hombros con cierta irritación.
—Bueno, dime qué hizo Maggie —insistió Sam—. ¿Cómo consiguió que Holly hablara?
Mark le describió la escena que tuvo lugar en la juguetería, el detalle de la caracola mágica y cómo hizo el milagro la idea de que fingiera guardar su voz en ella.
—Alucinante —replicó Sam—. En la vida se me habría ocurrido algo así.
—Fue más bien cuestión del momento. Holly estaba lista para hablar y Maggie le ofreció una forma de hacerlo.
—Sí, pero… ¿es posible que Holly lo hubiera hecho hace semanas si se nos hubiera ocurrido algo así a ti o a mí?
—¿Quién sabe? ¿Adónde quieres llegar?
—¿Alguna vez te has parado a pensar cómo van a ser las cosas cuando crezca? —le preguntó su hermano a su vez en voz baja—. ¿Cuando necesite a alguien con quien hablar de cosas de chicas? ¿Cómo nos las vamos a apañar?
—Sam, sólo tiene seis años. Ya nos preocuparemos por eso cuando llegue el momento.
—Me preocupa que ese momento llegue antes de lo que pensamos. Es que… —Sam dejó la frase en el aire y se frotó la frente como si quisiera aliviar un inminente dolor de cabeza—. Tengo que enseñarte una cosa cuando Holly esté acostada.
—¿El qué? ¿Debo preocuparme?
—No lo sé.
—¡Joder, dímelo ahora!
—Vale —susurró su hermano—. Estaba ojeando la carpeta de Holly donde guarda las tareas del colegio para ver si había acabado de colorear un dibujo y encontré esto. —Se acercó a la encimera y cogió una hoja de papel—. La maestra les ha puesto deberes de Lengua esta semana. Tienen que escribirle una carta a Papá Noel. Y ésta es la que ha escrito Holly.
Mark lo miró sin comprender.
—¿Una carta a Papá Noel? ¡Si estamos a mediados de septiembre!
—Ya han empezado a poner anuncios navideños. Y ayer cuando fui a la ferretería oí a Chuck decir que empezarían a sacar los árboles de Navidad a final de mes.
—¿Antes del Día de Acción de Gracias? ¿¡Antes de Halloween!?
—Sí. Supongo que forma parte de un diabólico plan mundial para fomentar el consumo. No intentes luchar contra él. —Sam le dio la hoja de papel—. Échale un vistazo.
Querido Papá Noel:
Este año sólo quiero una cosa
Una mamá
Por favor no te olvides de que ahora vivo en Friday Harbor, gracias te quiere
HOLLY
Mark guardó silencio durante un buen rato.
—Una mamá —dijo Sam.
—Sí, ya veo. —Con los ojos clavados en la carta, Mark murmuró—: Menudo calcetín va a necesitar.
Después de cenar, Mark se sentó en el porche delantero con una cerveza. La mecedora de madera estaba hecha polvo, pero era muy cómoda. Sam era el encargado de arropar a Holly y de leerle una de las historias del libro de cuentos que habían comprado esa tarde.
Los atardeceres todavía eran largos en esa época del año y pintaban el horizonte de la bahía con tonos rosados y naranjas. Con la vista clavada en los relucientes bajíos que se atisbaban entre los troncos de los madroños del Pacífico, intentó averiguar qué iba a hacer con Holly.
Una mamá.
Era normal que quisiera una madre. Por mucho que Sam y él lo intentaran, había ciertas cosas que no podían hacer por ella. Y aunque el número de padres que criaban a solas a sus hijos era numeroso, nadie podía negar que existían miles de cosas para las que una niña necesitaba una madre.
Siguiendo el consejo del psicólogo, habían enmarcado unas cuantas fotos de Victoria. Tanto Sam como él se aseguraban de hablarle de ella, de ofrecerle un vínculo con su madre. Pero podían hacer mucho más y era muy consciente de ello. No había razón alguna por la que Holly tuviera que vivir su infancia sin una figura materna. Shelby casi rayaba en la perfección. Además, le había dejado muy claro que estaba dispuesta a ser paciente pese a la ambigüedad de sentimientos que le provocaba el matrimonio.
«Nuestro matrimonio no será como el de tus padres —le había señalado Shelby con ternura—. Será distinto porque será sólo nuestro».
Mark entendía lo que quería decirle, incluso estaba de acuerdo con ella. Sabía que él no era como su padre, a quien no le importó cruzarles la cara a sus hijos. El hogar en el que crecieron fue tempestuoso, plagado de peleas, discusiones y melodrama. La versión matrimonial de los Nolan, con sus peleas a grito pelado y sus increíbles reconciliaciones, les había enseñado la cara más amarga de la vida en pareja, pero ninguna de sus alegrías.
Mark entendía que, si bien el matrimonio de sus padres había sido un completo desastre, no siempre tenía por qué ser así, y había intentado tener una opinión neutral sobre el tema. Siempre había pensado que cuando encontrara a la mujer adecuada, si acaso lo hacía, habría algún tipo de reconocimiento inmediato, una especie de certeza avalada por su corazón que despejaría todas las dudas. De momento, nada que se le pareciera le había sucedido con Shelby.
¿Y si no le pasaba con nadie? Intentó pensar en el matrimonio como un acuerdo práctico con alguien a quien apreciara. Tal vez ésa fuera la mejor forma de visualizarlo, sobre todo si había que tener muy presentes los intereses de una niña. Shelby poseía la personalidad adecuada (era tranquila, agradable y cariñosa) para convertirse en una madre estupenda.
Él no creía en el amor romántico ni en las almas gemelas. Era el primero en admitir que tenía una mentalidad demasiado pragmática y que sus ideas estaban bien asentadas en la cruda realidad. Le gustaba ser así. ¿Era injusto para Shelby que le propusiera un matrimonio basado en consideraciones prácticas? Tal vez no, siempre y cuando sus sentimientos fueran sinceros. O más bien su falta de sentimientos. Regresó al interior cuando apuró la cerveza. Una vez que tiró la lata al cubo de la basura para reciclar, se encaminó al dormitorio de Holly. Sam ya la había acostado y había dejado la lamparita encendida.
Su sobrina tenía los ojos casi cerrados y estaba bostezando. A su lado, dormía un osito de peluche, cuyos brillantes ojos lo miraban expectantes.
Mark contempló a Holly y en ese instante experimentó uno de esos momentos en los que se toma conciencia del gran cambio que acaba de sufrir la vida en poco tiempo, de modo que la vida anterior queda ya muy atrás. Se inclinó para besarla en la frente como hacía todas las noches. Los delgados bracitos de la niña lo abrazaron por el cuello mientras la escuchaba murmurar con voz soñolienta:
—Te quiero. Te quiero. —Se dio media vuelta, abrazó a su osito y se quedó dormida.
Mark siguió donde estaba, parpadeando mientras intentaba asimilar el tremendo impacto que acababa de recibir. Por fin sabía lo que era que le rompieran el corazón. Y no de forma triste, ni en un sentido romántico. Hasta ese instante nunca había experimentado el deseo de cubrir de felicidad a otro ser humano.
Encontraría una madre para Holly. La madre perfecta. Crearía un círculo de personas que la rodeara.
Lo normal era que un niño fuera el fruto de una familia. En su caso, sin embargo, la familia sería el fruto del niño.