Capítulo 10

La alarma despertó a Maggie con sus indignantes pitidos, que comenzaron a intervalos regulares y fueron aumentando de frecuencia y de volumen hasta convertirse casi en una sirena que la obligó a salir de la cama. Con un gemido y a trompicones, llegó a la cómoda y apagó el despertador. Lo había colocado lejos a propósito, ya que hacía mucho que había aprendido que, si lo dejaba en la mesita de noche, era capaz de pulsar el botón para desconectar la alarma sin llegar a despertarse del todo.

Escuchó los rasguños de unas patas sobre el suelo de madera instantes antes de que la puerta del dormitorio se abriera para dejar paso a la enorme cabeza cuadrada de Renfield, con su evidente prognatismo. «¡Tachan!», parecía decir su expresión, como si ver a un bulldog medio calvo, jadeante y con problemas de mandíbula fuera la mejor manera de comenzar el día. Las calvas eran el resultado de un eccema, que los antibióticos y una dieta especial habían conseguido controlar. Pero de momento no le había vuelto a crecer el pelo. La mala estructura ósea le confería un aspecto extraño cuando caminaba o corría, como si fuera en diagonal.

—Buenos días, monstruito —dijo Maggie, que se agachó para acariciarlo—. Menuda nochecita. —Apenas había dormido. Y se había pasado la noche dando vueltas y soñando.

En ese momento, recordó por qué no había dormido bien.

Se le escapó un gemido y su mano se quedó quieta en la cabeza pelona de Renfield.

El beso de Mark… Así como su respuesta al beso de Mark…

Y no le quedaban demasiadas alternativas, tendría que verlo al cabo de un rato. Si no lo hacía, Mark podría sacar conclusiones equivocadas. La única alternativa era ir a Viñedos Sotavento y comportarse como si tal cosa. Tendría que mostrarse alegre e indiferente.

Entró a trompicones en el cuarto de baño de su bungalow de un dormitorio, se lavó la cara y se la secó con una toalla. Y se dejó la toalla apretada contra la cara cuando sintió el escozor de las lágrimas. Por un instante, se permitió rememorar el beso. Había pasado muchísimo tiempo desde que alguien la abrazó con pasión, desde que un hombre la abrazó con fuerza y la estrechó contra su cuerpo. Y Mark era tan fuerte… era tan vital… Que resultaba casi un milagro que no hubiera caído en la tentación. Cualquier otra lo habría hecho.

Algunas de las sensaciones le resultaron conocidas, pero otras fueron totalmente novedosas. No recordaba haber sentido ese deseo tan arrollador, ni la pasión que la recorrió por entero y que le pareció una traición… y una fuente de peligro. Era demasiado alarmante para una mujer cuya vida ya sufrió un vuelco espantoso. Nada de aventuras apasionadas, alocadas y potencialmente dolorosas para ella… No deseaba más heridas, ni más pérdidas… Necesitaba paz y tranquilidad.

Aunque todo eso era pensar por pensar. Tenía todos los motivos del mundo para creer que Mark haría las paces con Shelby muy pronto. Ella sólo había sido una distracción pasajera, un tonteo sin importancia. Era imposible que Mark quisiera lidiar con todos los problemas que arrastraba; unos problemas que ni ella misma quería analizar. Mark no le daría la menor importancia a lo de la noche anterior.

Y ella tenía que convencerse, como fuera, de que también carecía de importancia.

Soltó la toalla y miró a Renfield, que jadeaba y roncaba a su lado.

—Soy una mujer de mundo —le dijo—. Puedo enfrentarme a esto. Vamos a ir al viñedo y te dejaré allí para que pases el día. Y tú vas a intentar ser el perro más normal del mundo.

Después de ponerse una falda vaquera, botas de tacón bajo y una chaqueta entallada, se maquilló un poco. Un toque de colorete, la máscara de pestañas, el brillo labial y el corrector consiguieron finalmente camuflar los estragos de una noche sin dormir. Pero ¿se había pasado? ¿Creería Mark que estaba intentando llamar su atención? Puso los ojos en blanco y meneó la cabeza para desechar semejantes pensamientos.

Renfield estaba fuera de sí cuando lo metió en el coche, ya que le encantaba visitar sitios nuevos. El perro intentó sacar la cabeza por la ventanilla, pero ella sujetó la correa con inusitada fuerza, ya que temía que su regordete amigo pudiera caerse del coche accidentalmente.

El día era fresco y despejado; el cielo tenía un azul muy claro veteado en algunas partes por unas diáfanas nubes. Al darse cuenta de que su nerviosismo iba en aumento conforme se acercaba al viñedo, Maggie inspiró hondo una vez, y luego otra, y repitió el proceso hasta que su respiración se tornó casi tan jadeante como la de Renfield.

Sam y sus empleados estaban trabajando entre las viñas, podando los vástagos del año anterior y dándole forma a las cepas a fin de prepararlas para el invierno. Maggie condujo hasta la casa, aparcó y miró a Renfield.

—Vamos a comportarnos con naturalidad y con seguridad —le dijo—. Sin problemas.

El bulldog la acarició con la cabeza, exigiéndole que le rascara. Maggie hizo lo que le pedía y suspiró.

—Vamos allá.

Llevó al perro hasta la puerta principal, sin llegar a soltar la correa de la mano, aunque se detuvo con paciencia mientras el pobre hacía un descanso entre escalón y escalón. Antes de que pudiera llamar, la puerta se abrió y apareció Mark en vaqueros y camisa de franela. Estaba para comérselo con la camisa arrugada y el pelo alborotado, tanto era así que sintió una punzada en el estómago.

—Pasa. —Su voz, muy ronca por la mañana, le resultó agradable.

Maggie tiró del perro para obligarle a entrar en la casa.

Los ojos de Mark lo miraron con expresión de regocijo.

Renfield —dijo, y se puso en cuclillas.

El perro se acercó a él de inmediato. Mark lo acarició con más fuerza de lo que ella solía hacerlo, de modo que la piel del cuello comenzó a moverse con vigor. Renfield estaba en la gloria. Como no tenía rabo, se puso a menear los cuartos traseros, consiguiendo en el proceso una buena imitación de Shakira.

—Pareces un cuadro de Picasso —le dijo Mark—. Del periodo cubista.

Jadeando extasiado, Renfield le lamió las muñecas y se tumbó en el suelo, despatarrado completamente.

Pese al nerviosismo, Maggie se vio obligada a echarse a reír al verlo tumbado de esa manera.

—¿Estás seguro de que no vas a cambiar de opinión? —le preguntó a Mark.

Él la miró con la misma expresión alegre.

—Segurísimo —contestó.

Acto seguido, Mark apartó la correa del collar, se levantó para mirarla a la cara y le quitó la correa de las manos con infinita delicadeza. Cuando sus dedos se rozaron, Maggie sintió que el pulso se le disparaba y que empezaban a temblarle las rodillas. Por un instante, se imaginó la maravillosa sensación de poder dejarse caer al suelo tal como lo había hecho Renfield.

—¿Cómo está Holly? —consiguió preguntar.

—Genial. Está comiendo gelatina y viendo dibujos animados. La fiebre le subió otra vez durante la noche, pero después desapareció. Está un poco débil. —Mark la observó con detenimiento, como si quisiera memorizar todos los detalles de su persona—. Maggie… no fue mi intención asustarte.

Maggie sintió el corazón a punto de salírsele del pecho.

—No me asustaste. No sé por qué sucedió. Seguro que fue por el vino.

—No bebimos vino. El del vino fue Sam.

Sus palabras tuvieron el efecto de provocarle un ardiente sonrojo.

—En fin, el caso es que se nos fue la cabeza. Seguramente por la luna llena.

—No había luna.

—Era tarde. Alrededor de medianoche…

—Eran las diez.

—… y tú estabas agradecido porque había ayudado a cuidar a Holly y…

—No estaba agradecido. Bueno, sí estaba agradecido, pero no te besé por eso.

La voz de Maggie adquirió un deje desesperado para añadir:

—En resumen, que no siento eso por ti.

Mark la miró con gesto escéptico.

—Me devolviste el beso.

—Un gesto amistoso… Fue un beso amistoso… —Frunció el ceño al darse cuenta de que Mark no se lo tragaba—. Te devolví el beso por educación.

—¿Algo protocolario?

—Sí.

Mark extendió los brazos, la pegó contra su cuerpo y la estrechó con fuerza. Maggie se quedó tan sorprendida que ni siquiera protestó. En ese momento, Mark inclinó la cabeza y le dio un beso tan lento y demoledor que se echó a temblar de la cabeza a los pies. El deseo se apoderó de ella, y la dejó débil y a su merced.

Mark le enterró una mano en el pelo y jugueteó con sus rizos antes de dejarla quieta. El mundo se desvaneció y sólo quedó el placer, el deseo y ese anhelo tan doloroso y dulce que la inundaba. Cuando por fin se separaron, Maggie estaba temblando de la cabeza a los pies.

Mark clavó la mirada en sus ojos aturdidos y enarcó un poquito las cejas, como si quisiera preguntarle con el gesto si había demostrado su postura.

Maggie respondió la silenciosa pregunta haciendo un sutil gesto de asentimiento.

Mark la instó a apoyar la cabeza en su hombro con mucha delicadeza y esperó a que las piernas dejaran de temblarle.

—Tengo que ocuparme de unas cuantas cosas —lo oyó decir por encima de su cabeza—, entre las que se incluye solucionar lo mío con Shelby.

Maggie se apartó y lo miró presa del nerviosismo.

—Por favor, no cortes con ella por mi culpa.

—Tú no tienes nada que ver. —Mark le rozó la punta de la nariz con los labios—. El problema es que Shelby se merece muchísimo más que ser la mujer con la que alguien se conforma. En un momento dado, creí que sería buena para Holly y que con eso bastaría. Pero últimamente me he dado cuenta de que no puede ser buena para Holly si no es buena para mí.

—Ahora mismo no puedo enfrentarme a esto, es demasiado —le aseguró sin tapujos—. No estoy preparada.

Mark jugueteó con su pelo, deslizando los dedos por sus rizos.

—¿Cuándo crees que estarás preparada?

—No lo sé. Primero necesito un hombre transitorio.

—Yo seré esa transición.

Mark era capaz de arrancarle una sonrisa aun estando confundida.

—¿Y quién vendrá después? —le preguntó ella.

—Pues yo.

Se le escapó una carcajada desesperada al escucharlo.

—Mark, yo no…

—Chitón —le dijo él con suavidad—. Es demasiado pronto para tener esta conversación. No hay nada por lo que debas preocuparte. Entra. Vamos a ver a Holly.

Renfield se puso en pie con mucho esfuerzo y los siguió.

Holly estaba en la salita emplazada junto a la cocina, acurrucada en el sofá, envuelta en mantas y cojines. Ya no tenía los ojos brillantes ni la cara desencajada del día anterior, pero seguía muy débil y pálida. Al verla, la niña sonrió y extendió los brazos.

Maggie se acercó a ella y la abrazó.

—¡Adivina a quién he traído! —dijo contra los mechones enredados de Holly.

—¡Renfield! —exclamó la niña.

Al reconocer su nombre, el bulldog se acercó alegremente al sofá, con sus ojos saltones y su sempiterna mueca. Holly lo miró con recelo y se apartó al ver que colocaba las patas delanteras sobre el sofá y se levantaba sobre las traseras.

—Tiene una pinta muy rara —le susurró a Maggie.

—Sí, pero él no lo sabe. Se cree guapísimo.

Holly soltó una risilla y se inclinó hacia delante para acariciarlo.

Con un suspiro, Renfield apoyó su enorme cabeza en Holly y cerró los ojos, extasiado.

—Le encanta que le presten atención —le explicó a Holly, que comenzó a hacerle carantoñas al encantado bulldog y a hablarle como si fuera un bebé. Maggie sonrió y le dio un beso a la niña en la cabeza—. Tengo que irme. Gracias por cuidarlo hoy, Holly. Cuando vuelva a recogerlo, te traeré una sorpresa de la juguetería.

Mark observaba la escena desde la puerta con expresión tierna y pensativa.

—¿Quieres desayunar? —le preguntó—. Tenemos huevos y tostadas.

—Gracias, pero ya he comido unos cereales.

—¡Come un poco de gelatina! —exclamó Holly—. El tío Mark ha hecho de tres colores. Me ha dado un poco de cada y me ha dicho que era un cuenco de arcoíris.

—¿En serio? —Maggie lo miró con una sonrisa interrogante—. Me alegra saber que tu tío usa la imaginación.

—No sabes hasta qué punto… —replicó el susodicho.

Mark la acompañó a la puerta y le dio el termo lleno de café. A Maggie le preocupaba la sensación tan hogareña que la había asaltado. El perro, la niña, el hombre con camisa de franela, incluso la casa, una mansión victoriana restaurada… todo era perfecto.

—No me parece un trato justo —dijo—. Un café especial a cambio de un día con Renfield.

—Si consigo verte dos veces en un día —replicó Mark—, estaré encantado de hacer tratos así.