A Nico le ha costado mucho dormir por la emoción y ha soñado que era el número 10 en la final del Mundial. Lástima que su madre lo haya despertado justo cuando marcaba el gol decisivo…
En el colegio, Nico se divierte casi más que en el cine: le gustan todas las asignaturas y, cuando hace los deberes de clase, está tan contento como el padre de Tomi cuando toca los platillos en la banda de los conductores de autobús. Pero esta mañana está distraído: la maestra ya le ha llamado la atención dos veces. Todos sus compañeros se han mirado sorprendidos: ¡una maestra llamando la atención a Nico!
Está distraído porque no puede pensar en nada que no sea la prueba que le harán por la tarde, de la que le habló por teléfono Tomi el día anterior.
Creyó que era una broma, porque nadie le había pedido jamás que entrara en un equipo de fútbol de verdad. Para él, conseguir entrar sería un sueño tan hermoso como el que tuvo la noche pasada. El fútbol siempre le ha gustado un montón, casi tanto como las matemáticas, aunque se le dan mucho mejor las esferas de la geometría que las de las pelotas de fútbol, porque para hacer cálculos no hacen falta tantos músculos ni tantos pulmones.
«No será fácil pasar la prueba —piensa en casa mientras come macarrones con bechamel—. No será nada fácil», se repite después de la comida, mientras se mira las piernas delgaduchas, como dos lápices de colores. Ya lo ves en la ilustración de aquí al lado; sin esas gruesas gafas no vería de un poste a otro de la portería.
Nico prepara su bolsa de deporte con mucho cuidado. Mete dentro, bien doblados, una camiseta, las medias, los calzones y las botas de fútbol con tacos de goma, casi nuevas. Las habrá usado como mucho un par de veces. Luego se acerca a los jardines que hay cerca del restaurante de Gaston Champignon, donde ha quedado con él y con Fidu, que ya están allí esperándolo.
NICO
Tomi está peloteando con su balón blanco.
Fidu no está nada emocionado y ha dormido perfectamente, sin tener ningún sueño especial. En la escuela está distraído como de costumbre, pero solo porque intenta dar cuenta de la bolsa de patatas que tiene escondida debajo de la mesa. En su casa tardó siete segundos exactos en preparar la bolsa. Metió dentro toda la ropa al tuntún, sin doblarla, como quien tira papel usado a una papelera.
A Fidu no le preocupa la prueba, le preocupa perder el tiempo esta hermosa tarde soleada. De hecho, mientras camina ahora junto a sus amigos en dirección al restaurante, menea la cabeza poco convencido y agita la cadena de plástico que lleva al cuello.
—Pero ¿te parece normal jugar a la pelota en un restaurante? —pregunta.
—Para ti es como jugar en casa. Con tanta comida seguramente darás lo mejor de ti… —le contesta Tomi.
Nico suelta una carcajada. Fidu trata de aferrar a Tomi con una llave de lucha libre, pero este se escabulle, velocísimo. Y así, tomándose el pelo y persiguiéndose por la acera, llegan al restaurante.
Gaston Champignon está en la cocina arremangado y con un pincel en la mano.
—¡Bienvenidos, mes amis!
—Pero ¿usted es cocinero o pintor? —le pregunta Fidu mientras curiosea en torno a un plato de sopa lleno de una crema amarilla.
—Soy un cocinero pintor —responde Champignon—. Esto no es pintura, son huevos batidos con agua, que ahora extendemos con el pincel sobre las rositas. Voilà! Ahora unto las rosas en azúcar y las pongo a secar. Luego las colocaré sobre las cestitas de merengue con nata montada, y este exquisito postre estará listo para servir.
—¿Y cuánto tardan en secarse?
Tomi y Nico se dan un codazo, disfrutando del espectáculo de su amigo Fidu, que se come con los ojos las rositas glaseadas.
—No te preocupes, Fidu —responde sonriendo el cocinero—. Vuestros bollos ya están listos. Os están esperando. Por favor, sentaos.
Los tres chicos se dan la vuelta y ven tres platitos con sus tres cestitas de rosas glaseadas con merengue a la nata montada sobre una mesa puesta junto a los fogones. Parecen pequeños nidos blancos con pajaritos de azúcar.
—¡Estas son las pruebas que me gustan! —exclama Fidu abalanzándose sobre la silla.
—Creo que vas a superarla con sobresaliente… —le dice Tomi.
Gaston Champignon se sienta con ellos.
—Bueno, chicos, mientras coméis os explicaré mi proyecto. Como os habrá dicho Tomi, quiero crear un equipo de fútbol para participar en el próximo campeonato. Yo seré el entrenador, y vosotros, si queréis, seréis mis jugadores. En eso consiste la prueba: tenéis que decirme si os gusta la idea o no.
Nico, que tiene restos de merengue hasta en las gafas, le pregunta un poco extrañado:
—¿No quiere ver antes qué sabemos hacer?
—No —responde el cocinero—, las bolsas que habéis traído no sirven para nada. Para entrar en mi equipo basta con tener entusiasmo y ganas de divertirse. Quien no juegue bien ya aprenderá. Lo primero que debemos tener claro, ante todo, es la utilidad que puede tener cada uno de vosotros para el equipo.
El señor Champignon se levanta y, de una repisa, coge una pequeña pizarra en la que ha escrito con tiza los ingredientes de la tarta Sacher con violetas. Borra todo con una esponja y vuelve a la mesa.
—El equipo se desplegará en el campo de esta manera: un portero, dos defensas, tres centrocampistas y un delantero.
Dibuja un terreno rectangular en la pizarra y puntitos blancos numerados que corresponden a los siete jugadores. Debajo del puntito más avanzado, el delantero número 9, escribe el nombre de Tomi.
—Tomás será nuestro delantero centro. Tenemos que encontrar otros seis jugadores. Veamos a quiénes tenemos. De momento —prosigue el cocinero indicando el puntito número 10—, me hace falta un director de juego muy inteligente, que podría ser Nico.
A Nico le da un ataque de tos: la emoción le ha hecho atragantarse con una rosita. ¡Número 10! El número de Messi y de Ronaldinho… ¡El número de los mejores jugadores!
Fidu, en cambio, se echa a reír.
—Nunca se ha visto a un número 10 con dos palillos por piernas…
El propio Tomi está un poco perplejo. Nico es un gran amigo, lo quiere muchísimo, pero no consigue verlo de 10.
Gracias a los pases perfectos de Mirko, el número 10 de los Tiburones Azules, Tomi ha marcado toneladas de goles. También el 10 de los Diablos Rojos es buenísimo, regatea de manera excepcional, pasa por encima de los adversarios como si fueran bolos. Tomi se pregunta cómo podrá Nico enfrentarse a enemigos tan fuertes y si, sin los pases de Mirko y Julio, él podrá meter tantos goles.
Gaston Champignon les enseña su reloj de pulsera.
—Mira, Fidu, si yo le quitara la correa, el reloj seguiría funcionando. Si en lugar de eso le quito un mecanismo diminuto que tiene dentro, las agujas se detienen, porque el mecanismo es mucho más importante que la correa. No es la dimensión de las cosas lo que determina su utilidad. Nos hace falta un número 10 que utilice más la cabeza que las piernas: no es él quien debe correr; él debe hacer correr la pelota.
—De hecho, Baggio decía siempre: «La pelota no suda, los jugadores, en cambio, sí» —remacha Nico, que se ha animado.
—Exacto —prosigue el cocinero—. Nico deberá recibir el balón de los defensores y pasarlo enseguida al delantero que esté menos vigilado. No hace falta que corra mucho, lo importante es que piense deprisa y que comprenda de inmediato cuál es el mejor pase que puede hacer.
—Daré pases veloces y en línea recta, porque la geometría nos enseña que la recta es la línea más corta para unir dos puntos —sigue Nico, que a estas alturas ya está casi convencido de que puede ser un buen número 10.
—Superbe! —exclama monsieur Champignon.
—Y será bueno pasar la pelota deprisa a los números 7 y 11, que irán corriendo por las bandas y cederán el balón a Tomi —añade Nico—. Las mayores batallas de la historia, desde la antigua Roma hasta Napoleón, se ganaron empleando maniobras envolventes.
—Superbe! Superbe! —exclama de nuevo el cocinero—. ¡Un número 10 que sabe de historia y geometría es lo máximo que se puede pedir! Nico será el pequeño mecanismo que hará girar a la perfección nuestro reloj. Prueba superada.
En la pizarra, bajo el número 10, escribe el nombre de Nico.
—Naturalmente, los próximos meses tendrás que entrenar mucho con el balón, porque el fútbol no se juega solo sobre la pizarra… ¿Qué tal te apañas con los pies?
Nico hace una mueca forzada, como Fidu cuando le preguntan en clase.
—Bueno…
—Veamos —dice el cocinero, cogiendo una silla y llevándose la pizarra—. Vamos al patio.
Gaston Champignon coloca la silla a unos diez metros de distancia y luego vuelve con los chicos. Le pide el balón a Tomi y se lo entrega a Nico.
—Ahora, apunta y trata de hacer pasar la pelota entre las patas de la silla.
Nico coloca el balón en el suelo, restriega los gruesos cristales de sus gafas negras con un pañuelo, coge carrerilla y dispara.
Ya sea por la emoción o por la falta de entrenamiento, la pelota, golpeada con la punta del zapato, no roza siquiera la silla, sino que se eleva y vaga extrañamente por el aire, como una mariposa, antes de caer sobre una gran olla de la que sale despavorido el pobre Cazo, que, como de costumbre, estaba soñando con peces y ratones.
Tomi se pasa la mano por el pelo. Fidu se tapa la boca para no echarse a reír.
Nico se rasca la punta de la nariz.
—Efectivamente, me hace falta un poco de entrenamiento…
Champignon lo tranquiliza:
—No pasa nada. Tus pies tienen que hacer los deberes, eso es todo. Y no hay mejor maestro que la querida y vieja pared. Todas las tardes tendrás que ponerte frente a una pared y pelotear media hora primero con un pie y luego con el otro. Así, como hago yo: un golpecito con el pie derecho, otro con el izquierdo, recogiendo la pelota cada vez que rebote en la pared. Ya verás cómo al final tus pies se volverán expertos y tendrán buena puntería.
El cocinero detiene el balón bajo la suela de su zapato. Lo levanta con la punta del pie y tras un toque elegante lo recoge con la mano.
—Y ahora le toca a Fidu —dice—. Como eres grande y corpulento, creo que podrías ser el pilar de la defensa, nuestro número 5. Los delanteros enemigos rebotarán contra ti como las olas contra los escollos. Veamos qué tal se te da. Tomi, coge el balón, y tú, Fidu, intenta quitárselo.
Tomi coloca la pelota en el suelo, Fidu se le acerca y trata de quitársela alargando la pierna derecha, pero Tomi, rapidísimo, aparta la pelota y lo supera con una finta. Pero el regate no le sale del todo bien porque Fidu, al ver escapar a Tomi, lo agarra por los hombros y lo levanta por encima de la cabeza.
—Ya está —dice Fidu, satisfecho—. Ahora el balón lo tengo yo.
Tomi se lamenta y patalea en el aire.
—¡Déjame bajar, oso asqueroso!
Gaston Champignon se quita el gorro y se rasca la cabeza.
—Creo que el árbitro te pitaría falta. En el fútbol está prohibido levantar por el aire a los adversarios.
Fidu deja a Tomi en el suelo.
—Qué lástima. Deberían añadir esta regla, y el fútbol sería casi tan divertido como la lucha libre.
El cocinero se vuelve a poner el gorro.
—Probemos otra vez.
Tomi, con la pelota pegada al pie, logra regatear de nuevo a Fidu, que esta vez salta sobre su amigo y lo inmoviliza en tierra.
—¡Listo! ¡Balón recuperado! ¡Y sin levantarlo en el aire! ¡El árbitro no puede decirme nada! —exclama feliz.
—Pues yo creo que tendría muchas cosas que decirte antes de expulsarte del terreno de juego —le advierte el cocinero.
—Pero ¡si en lucha libre los jugadores se suben a las cuerdas del ring, se lanzan sobre sus enemigos y el árbitro no dice nada!
Tomi, sepultado bajo la barriga de Fidu, grita:
—¡Apártate! ¡Pesas como un elefante, me estás asfixiando!
Ahora Gaston Champignon se acaricia el extremo derecho del bigote. Y, como ya sabes, eso significa que ha tenido una buena idea.
Coge un cubo de basura, lo deja a un par de metros de la silla y llama a Fidu:
—Así que a ti te gusta tirarte por el suelo como los luchadores de lucha libre…
—Puede estar seguro, señor. Me gusta un montón y medio, porque solo un montón es poco…
—Entonces hagamos una cosa: ahora tu adversario intentará pasar entre la silla y el cubo. Tú tendrás que detenerlo de cualquier manera, incluso con un placaje. El árbitro no podrá decir nada. El Pirata es un enemigo temible, ¿te atreves?
Fidu da la vuelta a la gorra, se baja la visera sobre los ojos y pone cara de tipo duro.
—No tengo miedo de nada.
El cocinero se saca del bolsillo del pantalón un rotulador negro y dibuja en el balón de Tomi dos ojos, uno de ellos vendado, dos orejas de las que cuelgan sendos anillos, una nariz corva y una boca con solo tres dientes.
—Míralo bien, Fidu, y prepárate: ¡el terrible Pirata está a punto de llegar!
Fidu adopta una pose de luchador, con las piernas ligeramente arqueadas y los brazos separados, como si realmente tuviera que hacer frente al ataque de un enemigo. El cocinero retrocede una decena de metros y dispara con potencia la pelota entre la silla y el cubo. Fidu se lanza volando hacia la derecha, aferra el balón-Pirata con las dos manos y la baja al suelo lanzando un alarido de guerra.
—Superbe! —exclama el señor Champignon, aplaudiendo.
Tomi se ha quedado con la boca abierta.
—Fidu, a lo mejor no te has dado cuenta, pero acabas de hacer una gran parada —comenta luego.
—¿Quién, yo? —replica sorprendido Fidu.
Gaston Champignon coge la pizarrita y bajo el puntito que lleva el número 1, el del portero, escribe: «Fidu». Prueba superada.