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Tomi ha lanzado bien el penalti, engañando al portero, que se ha lanzado hacia el lado equivocado. Un tiro ajustadísimo al palo, imparable. Pero desafortunado: ¡el balón golpea un poste y luego el otro antes de salir! Ha recorrido la línea de meta de punta a punta, sin cruzarla.

El árbitro pita el final del partido. Los Diablos Rojos han ganado el campeonato. Los jugadores se abrazan en medio del campo, sus hinchas bajan de la grada y lo celebran. El entrenador riega a sus pequeños campeones con agua con gas, como si fuera champán.

En cuanto ha visto rebotar la pelota contra el segundo palo y salir de la portería, Tomi ha notado que las piernas le flaqueaban, como a los boxeadores cuando reciben un puñetazo tremendo en el ring, y se ha caído de rodillas.

Estaba seguro de que su tiro acabaría en la red; nunca antes había fallado un penalti. En cambio, ahora, adiós al campeonato…

Siente ganas de llorar.

Los compañeros se le acercan y le dan palmadas en el hombro. Julio lo ayuda a levantarse y le dice:

—No importa, no ha sido culpa tuya. En realidad, sin tus goles habríamos hecho el ridículo…

Su madre le limpia la tierra de las rodillas y le dedica una sonrisa. Ya hablarán en casa, sabe que en ese momento es mejor no decirle nada. Y también sería preferible que se callara Charli, el entrenador de los Tiburones Azules, en lugar de reclamarle a Tomi:

—¿Cómo has podido fallar el penalti decisivo en el último segundo?

Monsieur Champignon es un tipo tranquilo, casi tanto como su gato Cazo. Ya has visto la cara de alegría que tiene. Si alguien va por ahí con un cucharón de madera en la mano y tocado con un gorro blanco de cocinero, no hay duda de que es aficionado a bromear. Pero las palabras del entrenador le han cabreado un poco, si me permites la expresión. Se acaricia la punta izquierda del bigote y replica:

—Y usted, señor entrenador, ¿cómo ha podido tener chupando banquillo a un jugador como Tomi?

Charli se da la vuelta y mira al cocinero con una sonrisita irónica:

—Por su sombrero deduzco que usted no es un gran experto en fútbol.

—Y por la manera en que ha dirigido esta final yo diría que usted tampoco —replica Champignon.

Charli, un poco nervioso, saca de la cartera un cromo de los que se pegan en los álbumes de las colecciones de jugadores de fútbol.

—Este soy yo hace algunos años. He jugado en segunda división.

El cocinero también saca de su cartera una foto.

—Yo también he jugado en segunda división, y aquí estoy al lado de un antiguo compañero de equipo, al que a lo mejor reconoce usted…

Charli mira la foto y pregunta asombrado:

—¿Michel Platini?

El señor Champignon se guarda la cartera en el bolsillo.

—Sí, uno de los mejores jugadores de la historia del fútbol. Y debería usted conocer a otro francés célebre, el barón Pierre de Coubertin, quien repetía constantemente: «Lo importante no es ganar, sino participar». Pero evidentemente no lo conoce, ya que hoy tenía en el banquillo a cuatro chicos, y de los cuatro solo ha dejado jugar a Tomi cinco minutos.

—Esos chicos han jugado mucho durante el campeonato. En la final he puesto en el campo a los mejores, para intentar ganar. Si hubiéramos derrotado a los Diablos se habrían alegrado también los reservas —contesta el entrenador.

—Se equivoca —tercia una mujer con un sombrerito blanco, probablemente la madre de un reserva—. Mi hijo habría preferido perder, pero poder jugar y sentirse útil para el equipo —sentencia con cara desafiante, como cuando trata de conseguir un descuento en el mercado.

—La señora tiene razón —comenta Champignon—. El primer consejo que un entrenador debe dar a sus jugadores es que se diviertan. Porque el que se divierte siempre sale ganando.

Alrededor del cocinero y el entrenador se han reunido casi todos los padres de los Tiburones.

—A lo mejor, si hubiera dejado jugar a los chicos del banquillo, que estaban más frescos, habríamos tenido más posibilidades de ganar… —añade el padre de Julio.

—Eso está por ver —responde molesto el entrenador.

—A mí me parece que los goles los ha metido Tomi, que estaba en el banquillo, y no su hijo Pedro —rebate la señora desafiante del sombrerito blanco.

—Bueno, si encuentran un entrenador mejor, yo lo dejo —dice Charli, levantando los brazos.

—No queremos un entrenador «mejor», sino uno que esté menos interesado por la clasificación y más por la diversión de nuestros hijos. Hablaré con los demás padres y ya le diremos algo —interviene el padre de Julio.

Cazo se despierta de golpe, eriza el pelo y enseña los dientes soltando un bufido.

El cocinero lo acaricia.

—Querido entrenador, creo que usted no le cae bien ni siquiera a mi gato…

Todos se echan a reír. Charli se va con paso decidido hacia los vestuarios, ofendido.

También se marchan los padres.

Gaston Champignon da la mano a Tomi.

—Felicidades, pequeño Platini, has jugado de maravilla. El primer gol ha sido simplemente fantástico. Superbe! Y ahora, corre a darte una ducha.

Tomi le choca la mano y le dedica una sonrisa tensa y un poco forzada.

El cocinero y la madre de Tomás lo siguen con la mirada mientras atraviesa el campo para reunirse con sus compañeros en el vestuario.

—Quiero darle las gracias por el modo en que ha defendido a Tomi y por las hermosas palabras que ha pronunciado —dice la señora, que hasta ese momento no había abierto la boca.

A la madre de Tomi no le gusta hablar delante de tanta gente. En realidad, en general no le gusta hablar. Quizá por eso trabaja de cartera: entrega las palabras de los demás, palabras escritas que no hacen ruido.

Lucía es una mujer joven, muy cariñosa. Reparte las cartas en bicicleta. Le gusta pedalear, sobre todo en invierno, porque cuando siente frío en los ojos le parece estar de nuevo entre las montañas donde nació y donde siempre hay tanto silencio. No logra comprender cómo le puede divertir tanto a su marido tocar los platillos en la banda de los conductores de autobús: qué ruido hacen…

—Si me quiere dar las gracias de verdad —responde Champignon—, le diré cómo puede hacerlo: venga esta noche con su marido y Tomi a mi restaurante. Se me ha ocurrido una idea y quiero comentársela. Serán mis invitados de honor.

—Se lo agradezco, pero esta noche Armando trabaja. Podemos ir mañana, si le va bien… —responde Lucía sonriendo.

—¡Perfecto! Les espero mañana por la noche. Hoy empezaré a preparar las flores para sus platos.

Al día siguiente, a las nueve de la noche, la familia de Tomi entra en el restaurante Pétalos a la Cazuela, que está lleno a rebosar, como de costumbre, porque la carta florida de Gaston Champignon también ha tenido éxito en Madrid. La señora Sofía da la bienvenida a sus huéspedes con una amplia sonrisa, y les indica una mesa junto a la ventana, el mejor sitio del local, que su marido ha reservado para ellos. Luego se aleja, después de hacerles una pequeña reverencia y un gesto muy elegante con la mano. Se nota que ha sido bailarina.

Naturalmente, en el centro de la mesa hay un espléndido jarrón con flores de todos los colores.

La camiseta de Tomi también es de muchos colores: amarillo, azul marino, azul claro, y tiene un escudo de tela cosido encima que lleva escrito «São Caetano», el nombre de un equipo de fútbol brasileño. Se ha puesto incluso un poco de gomina en su densa cabellera negra.

En ese momento, el señor Champignon sale de la cocina con los platos en la mano y una gran sonrisa por debajo del bigote.

—Queridísimos invitados, concédanme el honor de servirles personalmente. Para empezar, les propongo unos canapés con salmón y pétalos de rosa —exclama—. Et voilà!

«Et voilà» es otra expresión que los franceses usan a menudo y que significa «Ahí tenéis». Se pronuncia así: «Evualá».

Tomás observa divertido el pequeño sándwich de su plato, cubierto por un pétalo de rosa amarillo, mientras el cocinero explica:

—Láminas de salmón sobre rebanadas de pan negro con mantequilla y aromatizado con eneldo; la ramita que hay encima del pétalo es de equiseto. Bon appétit, mes amis!

—Espero que no nos traguemos una espina… —bromea el padre de Tomi, que siempre tiene una chanza en la punta de la lengua.

A veces Armando suelta algunas ocurrencias tan tontas que su mujer se pone roja como un tomate. A Tomás, en cambio, siempre le hacen gracia.

Después de los canapés comen pasta al atún y a la amapola, luego filetes de merluza con salsa de azafrán y jazmín, y para acabar un sorbete de saúco. Una cena verdaderamente exquisita.

Armando aplaude con entusiasmo, como cuando escucha a su intérprete favorito sentado en el sofá.

—¡Señor Champignon, se merece usted un florilegio de cumplidos! —exclama.

El cocinero se quita el sombrero y hace una reverencia de agradecimiento que hace sonreír también a los que están sentados a las mesas de al lado. Luego él y su mujer se sientan con ellos. El padre de Tomi habla de su pasión por las maquetas de barcos, que están constantemente en peligro de irse a pique por los pelotazos de su hijo.

La señora Sofía sonríe.

—Conozco el problema. En clase tengo a unas gemelas temibles, que en lugar de bailar con la pelota se ponen a darle patadas. Hace poco rompieron una vidriera…

Finalmente toma la palabra Gaston Champignon:

—Ha llegado el momento de que les hable de mi idea. —Se vuelve hacia Tomi—. Quiero crear un nuevo equipo de fútbol, en el que tú serías el delantero centro y el capitán.

Tomi, sorprendido, mira a su madre y luego contesta:

—Pero si yo ya juego en los Tiburones Azules…

—Ya lo sé, te he visto. Pero en ese equipo juegas poco y te diviertes todavía menos. Yo quiero crear un equipo en el que puedan jugar y divertirse todos, hasta los reservas. Intentaremos ganar, por supuesto, seremos los mejores, te lo aseguro, pero nuestro primer objetivo será entrenarnos y divertirnos, pasarlo bien, como entre amigos de verdad.

—¿Y usted hará de entrenador?

—Claro. Me apetece un montón volver a los campos de fútbol.

—Y, aparte de mí, ¿quiénes serían los demás jugadores?

—De momento, nadie —contesta el cocinero.

—Entonces montad un equipo de tenis, así contigo bastará… —dice el padre de Tomi sonriéndole.

—El equipo lo crearemos tú y yo —explica Gaston a Tomi—. Estamos en mayo, el campeonato vuelve a empezar en otoño. Tenemos todo el verano para encontrar jugadores, entrenarnos, jugar partidos amistosos y prepararnos para la próxima temporada.

—Pero todos los amigos que tengo que juegan bien ya están en los Tiburones Azules o en los Diablos Rojos —responde Tomi.

—¿Es que al fútbol solo pueden jugar los buenos?

—Si queremos ganar y ser los mejores, como dice usted, creo que necesitaremos jugadores buenos.

—Ahí es donde te equivocas, Tomi. Piensa en la cena de hoy. ¿Has comido bien?

—De fábula.

—Si ayer te hubiera dicho: «Tomi, ven a mi restaurante, que te daré de comer rosas, jazmín y flores de saúco», seguro que habrías pensado: «¡Qué asco! Las flores no son para comer, sino para poner en jarrones». En cambio, como ves, te han gustado. Pues en el fútbol pasa lo mismo: todo consiste en saber combinar los ingredientes. Todo el mundo es capaz de hacer buenos platos con carne y pescado. Prepararlos con geranios y margaritas solo lo pueden hacer los mejores cocineros, dicho sea con toda modestia… Y lo mismo ocurre con el balón: los mejores entrenadores son capaces de formar equipos buenos aunque no tengan campeones. Por ejemplo, ayer en el partido había dos chicos con una pancarta que te animaban a grandes voces, ¿no son amigos tuyos?

—Son mis mejores amigos: Nico y Fidu —replica Tomi con una sonrisa—. Nico es un empollón, y a Fidu le gusta más la lucha libre que el fútbol…

—Sé lo que estás pensando —dice Gaston Champignon—: «¡Este cocinero extravagante no querrá meter en mi equipo a un empollón y a un gordinflón!». Pero acuérdate de la idea que tenías de las flores antes de probarlas. ¿Qué piensas de las ortigas?

—Que es mejor no cogerlas con las manos, porque pican.

—En cambio, yo te aseguro que son excelentes para preparar un guiso de arroz. Cuando tú piensas «empollón», yo te replico «inteligente»; cuando piensas «gordinflón», yo te contesto «fuerte». La inteligencia y la fuerza son ingredientes maravillosos para cocinar un buen plato de fútbol. Mañana por la tarde tráeme a Nico y a Fidu; quiero hacerles una prueba.

—¿Al campo? —pregunta Tomi.

—No, aquí, al restaurante. A las cuatro. Os espero en la cocina.

Tomi, un poco cohibido, mira a su madre. Lucía sonríe: tiene el presentimiento de que el equipo que está a punto de formarse le encantará.