El verano de los Cebolletas es como el cucurucho de helado de fresa que está degustando Fidu a la sombra en los jardines: delicioso.
El curso ha acabado, las notas ya no asustan demasiado, y los chavales disfrutan de un merecido descanso, con largas y soleadas tardes sin deberes. Pero eso no es todo…
El verano de los Cebolletas es delicioso porque es especial: dentro de pocos días, Tomás y sus amigos se irán a Brasil a pasar unas vacaciones fabulosas. Son un premio, ¿recuerdas?
En la portería, Fidu, que se lanza al suelo como si estuviera en pleno combate de lucha libre; Lara y Sara, las temibles gemelas, en la defensa; el aplicadísimo alumno Nico, como número 10 de hábiles pies y director del juego desde el medio campo; el albanés Becan y el brasileño João, extremos veloces y fantásticos; Tomi, capitán y goleador, y Dani, un espárrago procedente del baloncesto, el reserva y comodín del grupo. Son los Cebolletas, el equipo de fútbol creado por Gaston Champignon, un cocinero francés que ha abierto en Madrid un curioso restaurante que tiene un gran éxito: Pétalos a la Cazuela, donde se degustan platos a base de flores.
Los Cebolletas han empezado hace pocas semanas y han entrenado poco, pero su primer partido ha sido espectacular. Se han medido con los poderosísimos Tiburones Azules, y han ganado una apuesta que parecía imposible: meterles al menos tres goles.
Como recordarás, los chicos de Champignon llegaron a marcar hasta cuatro, de lo más hermosos: dos de Tomi, uno de Dani, de cabeza, y otro de Nico, en un saque de falta.
Entre otras cosas, se jugaban que los perdedores se mantuvieran alejados de los jardines durante todo el verano. Por eso Pedro y su inseparable amigo, César, jugadores de los Tiburones, pedalean al sol sin sentarse en los bancos, a la sombra, como han hecho siempre y como querrían hacer también ahora.
Fidu los saluda agitando su cucurucho lleno de helado de fresa.
—¡Hola, lavaplatos!
Pedro le responde levantando los dedos índice y meñique de la mano derecha.
—Fidu, a mí me parece que te ha hecho los cuernos… —le pincha Tomi.
—¡Qué va! —responde el portero—. Lo que quería es felicitarme por los dos disparos que le paré.
Tomi, Nico, Dani y Becan se echan a reír. Es la alegría de quienes acaban de ganar y pueden sentarse con orgullo en los bancos de los jardines como en un castillo recién conquistado.
Es verdad que el cocinero no se cansa nunca de recordarles que el objetivo fundamental de los Cebolletas es divertirse, y no vencer, pero haber dado una lección a los presuntuosos Tiburones y haberles visto fregar los platos durante la fiesta en el Pétalos a la Cazuela ha sido de lo más divertido…
Justamente al final de la fiesta se anunció la sorpresa de los padres de los Cebolletas: unas vacaciones en Brasil, en Río de Janeiro, la ciudad donde nació João y donde viven muchos de sus parientes. Unas vacaciones para que los chicos se diviertan, pero también para que sigan entrenándose y preparando su primer campeonato, que empezará en otoño.
Cuanto más se acerca el viaje, más entusiasmados están los chicos, que no hablan de otra cosa desde hace varios días.
—Pero ¿en Brasil hace calor? —pregunta Fidu, ocupado con su helado de fresa, que gotea por todos lados. Le cuesta tanto detener las gotas como a un portero que tuviera que parar cuatro balones a la vez.
—¿Calor? —dice Tomi, guiñándole el ojo a Nico—. ¿Estás de broma? En Brasil están ahora en pleno invierno.
Nico ha pillado la broma.
—Se nota que estudias poco, Fidu. Río de Janeiro es famosa por sus osos polares.
Fidu, que cada vez tiene más problemas con los goterones de su helado y con Brasil, farfulla turbado:
—Yo solo había oído hablar de papagayos…
—Los papagayos están en la selva —le corrige Nico, de lo más serio, como cuando está en la escuela—. En invierno los osos hacen escala en Río.
—Pero si yo creía que íbamos a la playa… —comenta Fidu, desilusionado.
—Sí que iremos a la playa —interviene Dani—, pero con patines. En invierno el océano se congela y se puede patinar. Díselo tú, Becan.
—Yo no puedo ir —responde Becan, que no tiene ganas de bromear.
Los chicos se miran unos a los otros.
—¿Cómo que no puedes venir? —pregunta Tomás.
Becan se levanta del banco y coge el cubo con el detergente y la esponja para lavar los cristales de los coches.
—Mi padre todavía no ha encontrado trabajo.
—Pero si Brasil es un regalo del míster y del padre de Lara y Sara —dice Nico—. No hay que pagar nada.
—¿Has visto el cochazo en el que van las gemelas? —añade Fidu—. Su padre, si quisiera, podría comprar Brasil entero…
—No puedo ir, lo siento. Tengo que ayudar a mi padre. Lo siento de veras, chicos —repite Becan, antes de echar a andar hacia su semáforo.
—¡Becan, estos días podemos echarte una mano! —le grita Nico—. ¡Cuantos más seamos, más coches limpiaremos!
Becan no se da la vuelta para contestar. No quiere que le vean llorar.
Fidu tira a una papelera el cucurucho que todavía no ha acabado. Tiene la sensación de que Brasil se ha helado de verdad. Los Cebolletas tienen que ir todos juntos. Si falta uno no es lo mismo. «¿Pétalos? ¡No, una flor!», es su grito de guerra. Se lo ha enseñado Champignon: quiere decir que en el terreno de juego y fuera de él deben sentirse una sola cosa, un equipo unido. ¡Siempre!
Por esa razón cogen sus bicis y se encaminan hacia el restaurante del míster.
Por la tarde, Tomás llama por teléfono a las gemelas para contarles el problema de Becan. Le responde Sara, a quien la noticia le sienta fatal. Charlan un rato y luego comentan lo que tienen que meter en la maleta y hablan de futbolistas brasileños.
Al final, antes de colgar, Sara dice:
—Ah, me olvidaba, tampoco puede venir Eva.
Tomi se queda helado, como el Brasil de Fidu.
—Pero si había dicho que sí…
—No sabía que su padre ya había reservado dos semanas de vacaciones en Italia.
«Ni Becan ni Eva. Es como si empezáramos con dos goles de desventaja un partido que estaba seguro de ganar», piensa Tomás.
Al día siguiente, Gaston Champignon aparca su cochecito pintado de flores delante de una casa que parece muy antigua y que indudablemente necesita una buena mano de pintura.
Le abre la puerta la madre de Becan, una señora de mejillas sonrosadas y simpática sonrisa.
—Señor Champignon, es un placer…
—El placer es mío —contesta el cocinero con un gesto elegante, quitándose el gorro con forma de hongo—. Le he traído una costrada de frambuesa con crema pastelera al jazmín que está para chuparse los dedos. Becan me ha dicho que a usted le encantan las frambuesas.
La señora le da las gracias, se lleva la tarta a la cocina e invita a Champignon a entrar en su pequeña casa, que solo tiene dos habitaciones. En la que no hay camas está sentado el padre de Becan, que lleva una camiseta blanca y tiene el pelo corto y negro. Se levanta y estrecha la mano de su invitado. Luego le enseña un periódico emborronado con un bolígrafo azul.
—Parece que a nadie le hace falta un albanés con buena fe… He telefoneado a un montón de gente, pero no consigo encontrar trabajo.
La madre de Becan vuelve de la cocina con tres vasos y una botella, que deja sobre la mesa.
—Señor Champignon, tiene que probar este licor —dice—. Es de nuestro país.
Llena dos vasitos, que el cocinero y el padre de Becan se beben de un trago.
—Superbe! —exclama Champignon—. Aunque es un poco fuerte…
El padre de Becan sonríe al ver el rostro de Gaston, que ha cogido un poco de color.
—Sí, este licorcillo cura hasta el resfriado —dice. Y luego se pone serio—. Lo siento sobre todo por mi hijo. Se merece ir a Brasil con sus amigos. Ha trabajado todo el año para ayudarnos. Pero ¿cómo me las apaño? La noche de la fiesta no dije nada por vergüenza. Pero luego, en casa, tuve que explicárselo a Becan.
—Tenga en cuenta que no tendrá que pagar nada por las vacaciones —le explica Gaston Champignon—. El equipo de los Cebolletas representa a mi restaurante, y en Brasil me servirá para hacer un poco de publicidad. En el futuro me gustaría abrir un Pétalos a la Cazuela en Río de Janeiro… Por eso estoy encantado de pagar la mitad del viaje de los chicos. La otra mitad la paga el padre de Sara y Lara, que es un gran hombre de negocios y quiere darme así las gracias por ver finalmente felices a sus hijas. En clase de baile no se divertían demasiado… ¿Me entiende? Las vacaciones no le costarán nada.
—Lo sé y se lo agradezco —contesta el padre de Becan, cabizbajo—, pero yo estoy en el paro, mi mujer solo trabaja tres días por semana; no podemos prescindir del dinero que gana mi hijo en el semáforo. Lo siento.
—Por eso estoy aquí —dice el cocinero—. No solo por la costrada de frambuesas. A diferencia de los señores con los que contacta usted a través de los periódicos, a mí sí me hace falta un albanés de buena voluntad. En realidad, me vendrían bien dos… La culpa es de mi habilidad: preparo platos demasiado buenos, el restaurante está siempre lleno y yo tengo demasiado trabajo en la cocina. Me haría falta que me echaran una mano, o más bien cuatro…
Al padre de Becan se le iluminan los ojos.
—¿De verdad nos podría emplear en su restaurante? —pregunta.
La madre de Becan se estremece de emoción.
—Yo podría preparar las flores, fregar los platos, poner las mesas, recogerlas… Y así, en septiembre, ¡Becan podría ir por fin a la escuela!
Al volver al restaurante, Gaston Champignon les da la noticia a los chicos, que estallan de alegría como si hubieran metido un gol: el gol más hermoso que han marcado los Cebolletas en su breve historia.
—Solo hay una forma de celebrarlo —dice Fidu.
Todos están de acuerdo. Cargan las botellas de plástico en el cochecito floreado de Champignon, van a buscar a Becan al semáforo, le cuentan la noticia entusiasmados y se enzarzan de inmediato en una alegre batalla de espuma y salpicaduras.
¡Mañana los Cebolletas al completo saldrán volando hacia Brasil!
—¿Pétalos o flor? —pregunta el cocinero a voces.
—¡Flor! —responden a coro los chavales, empapados como calcetines recién salidos de la lavadora.
Por la noche todos preparan las maletas.
También los padres de Tomás, que, junto con los Champignon y con Augusto, el chófer de Sara y Lara, acompañarán a los chicos durante las vacaciones.
—Lucía, ¡no metas «el loro» en la maleta! —vocifera el padre de Tomi—. ¡Los de Brasil son más bonitos y ya saben hablar!
La madre de Tomi, que guarda la ropa en una maleta, mueve la cabeza, divertida.
—¿Por qué tendré un marido tan chiflado?
Tomi incluye el equipo de los Cebolletas entre sus prendas de vestir. Antes de cerrar la maleta, se para un poco a pensar si ha cogido todo lo que le hace falta. Luego decide que todavía falta algo. Va al dormitorio de sus padres, abre el carillón y observa cómo danza la bailarina al ritmo de la música.
Por desgracia para él, le sorprende su padre, quien grita a su mujer:
—¡Lucía, no te olvides la crema para después del sol! ¡Tu hijo ya se ha puesto como un tomate antes de salir!
Tomi se pone colorado y se lanza a la persecución de su padre. Lo alcanza en el salón, le salta a la espalda y los dos caen rodando sobre la alfombra.