VI. El maquiavelismo

PARA EL público en general, el maquiavelismo es una manera de pensar y de actuar de la que está ausente todo escrúpulo, y que se inspira en la astucia y en la perfidia. Se dice que alguien es maquiavélico cuando se supone que actuará conforme a sus intereses, sin preocuparse por el derecho ni por la moral, que desconocerá, si lo juzga conveniente, su palabra, y que se valdrá de cualquier medio para alcanzar sus fines.

Hay también un maquiavelismo político, que Maquiavelo expuso en El príncipe y en los Discursos, donde no se trata de una mera disposición de carácter, sino de los medios que deben emplearse para conquistar y conservar el poder.

Se habla a veces, a propósito de Maquiavelo, de ciencia política. Se ha llegado a decir que él fue el creador de la ciencia política. Ahora bien, no hay tal ciencia política. La ciencia positiva, la que busca el conocimiento preciso de los fenómenos y se dedica a establecer las leyes que los rigen, no puede aplicarse a los problemas políticos, que están más allá de toda verificación experimental. Dependen de la evolución de las sociedades, del nivel de cultura de los pueblos, de las circunstancias, del clima, etcétera.

Ningún país ha logrado darse instituciones absolutamente satisfactorias y, en consecuencia, duraderas. Tales instituciones reciben la influencia de las costumbres y los modos de pensar, que evolucionan sin cesar. Sabemos, por ejemplo, que las revoluciones políticas del siglo XIX se hicieron en nombre de la libertad, y hoy vemos cómo las del siglo XX se hacen en favor de dictaduras que suprimen la libertad.

Al ver tantas variaciones y tanteos, resulta imposible hablar de ciencia política. Si los descubrimientos científicos de Copérnico (contemporáneo de Maquiavelo) resultan incontestables, las máximas políticas de Maquiavelo sí pueden discutirse en nombre de la moral y del derecho. Y si no una ciencia de la política, sí hay un arte de la política, en el que algunos han descollado, en todas las épocas.

Los métodos de gobierno que tildamos de maquiavélicos han sido empleados desde la más remota antigüedad. Maquiavelo escribe en El príncipe que «para poseer con seguridad un Estado recientemente conquistado basta con haber extinguido la línea de sus antiguos príncipes» (capítulo III). Ahora bien, Rómulo, el fundador de Roma, mató a su propio hermano, Remo, para quedar como único señor de la nueva ciudad.

A propósito del asesinato de Tarquino el Antiguo, Maquiavelo escribe «que un príncipe nunca se hallará seguro en el trono en tanto deje con vida a aquéllos a quienes despojó» (Discursos, III, 4).

El poeta Estasino de Chipre, que vivió en el siglo VII a. c., expresa la misma idea diciendo: «Necio aquel que, después de matar al padre, deja con vida a los hijos».

Después de la muerte de Antonio, Octavio, quien pronto sería el emperador Augusto, mandó matar, en Alejandría, al joven Antilo hijo de Antonio y de Fulvia, en el templo en que se había refugiado. Cesarión, hijo de César y de Cleopatra, estaba entonces en la ciudad de Berenice, a orillas del Mar Rojo, donde esperaba embarcarse rumbo a las Indias. Su tutor Rodón, sin duda ignorante del asesinato de Antilo, aconsejó a Cesarión que confiara en Octavio. En lugar de dirigirse a las Indias, llegaron a Alejandría. Octavio inmediatamente hizo asesinar al adolescente, porque habría podido reivindicar el trono de Egipto.

Los ejemplos de felonía y de crímenes políticos en Italia son innumerables en los siglos XIV y XV.

Durante una larga permanencia en Lucca, donde se hallaba en misión, Maquiavelo se dedicó a escribir la vida, un poco novelada, de Castruccio Castracani. Se trata de un lucense que vivió en el siglo XIV. Siguió la carrera de las armas en varios países antes de retornar a Lucca, donde se hizo el amo de la ciudad. En seguida se apoderó de Pisa, de Pistoya, y amenazó Florencia. Para vengarse de unos conspiradores que habían tratado de abatirlo, simuló perdonarlos a condición de que, todos juntos, acudiesen a agradecer su benevolencia. En cuanto los tuvo reunidos, Castruccio les hizo detener y enterrar vivos, cabeza abajo.

Pueden citarse incontables ejemplos de felonía en tiempos de Maquiavelo, como el de Oliverotto da Fermo, cuya historia nos relata El príncipe.

Oliverotto, que había abandonado su ciudad para aprender y seguir la carrera de las armas, escribió un día a su tío Fogliani que deseaba ardientemente volver a abrazarlo y a ver los lugares donde había pasado su juventud. Fue invitado a ir a Fermo, ciudad de la Marca, cerca del Adriático, adonde llegó con un séquito de cien caballeros, para homenajear —según dijo— a sus conciudadanos. Después de ofrecer un magnífico festín a su tío y a los principales de la ciudad, ordenó asesinar a todos y así se adueñó de Fermo.

Por la misma época, Pandolfo Petrucci fue, durante muchos años, el señor de Siena, donde Maquiavelo fue enviado tres veces en misión. Para llegar al poder, Petrucci había hecho asesinar a traición a su suegro Niccolo Borghese, y a un gran número de sus conciudadanos.

Entre aquellos contemporáneos de Maquiavelo que más se caracterizaron por valerse de la audacia, la astucia, el engaño y el crimen, hay que citar, desde luego, a César Borgia. Maquiavelo lo elogia en El príncipe y lo pone como modelo al joven Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, a quien está dedicada la obra.

Antes de comenzar sus empresas, César sacrificó —como lo había hecho Rómulo— su hermano a sus ambiciones. En efecto, hizo desaparecer a su hermano mayor, el duque de Gandía, a fin de no tener que repartirse con él las ciudades que les otorgaría el Papa.

Ya hemos visto cómo César se apoderó, mediante una traición, del ducado de Urbino, y cómo en Sinigaglia hizo caer en una trampa a sus antiguos condottieri, y mandó estrangularlos.

Otro rasgo característico del maquiavelismo de César Borgia: cuando fue duque de Romaña, nombró gobernador del ducado a un hombre enérgico y cruel, Ramiro di Lorqua, quien reprimió el bandidaje y pacificó el país, no sin cometer numerosos crímenes. «El duque de Valentinois —escribe Maquiavelo en El príncipe—, para quedar limpio de todo reproche a los ojos de las poblaciones y para ganarse su afecto, quiso probarles que no debían cargarle las crueldades cometidas en el país, sino atribuirlas al carácter feroz de su ministro. En consecuencia, una mañana ordenó abrir en canal a Ramiro y exponer su cuerpo sobre la plaza de Cesena».

Otro ejemplo de villanía, contemporáneo de Maquiavelo, fue la jugada hecha por el rey Fernando de Aragón al rey de Nápoles, quien, sin embargo, pertenecía a la misma casa aragonesa.

Luis XII, deseoso de conquistar el reino de Nápoles, había invitado al rey de Aragón a unírsele. El rey Fernando hizo creer al rey de Nápoles que acudía en su ayuda contra los franceses, y así pudieron sus tropas ocupar varias plazas del reino. Al llegar los franceses, que avanzaban por tierra, el rey de Nápoles pidió al rey de Aragón su ayuda para rechazarlos. Sólo entonces descubrió la odiosa maniobra de que había sido víctima.

El príncipe y los Discursos no fueron publicados en vida de Maquiavelo, sino cuatro años después de su muerte. El duque de Urbino, a quien va dedicado El príncipe, probablemente nunca leyó el tratado. Jamás lo tomó en cuenta y Maquiavelo no obtuvo ningún empleo, ninguna recompensa.

El libro, que antes de ser impreso circuló en manuscrito, no provocó ninguna reprobación. La edición de 1531-1532, incluso obtuvo la aprobación de un cardenal.

Cuando la Iglesia de Roma emprendió la contrarreforma, obra del Concilio de Trento (1543-1573), surgió una nueva severidad hacia aquellas obras que escarnecían la moral cristiana. La obra de Maquiavelo fue proscrita en 1557, bajo el pontificado de Pablo IV, y la condenación se confirmó bajo el pontificado de Pío IV, su sucesor.

No sólo se reprochaba a Maquiavelo la inmoralidad política del Príncipe, sino también los juicios severos que, en los Discursos, dirigía a la Iglesia romana.

En 1575, el escritor protestante Inocente Gentillet publicó una obra intitulada Discurso sobre los medios de gobernar un reino contra Nicolás Maquiavelo. En 1592 fue un jesuita, el padre Antonio Possevino, quien atacó a Maquiavelo y lo hizo responsable de todos los males del siglo. En Baviera, Maquiavelo fue quemado en efigie. En Inglaterra, el cardenal Pole declaró que el tratado del Príncipe había sido escrito por la mano del diablo.

A pesar de la condenación, el pequeño tratado ha logrado despertar, siglo tras siglo, un constante interés. En el siglo XVI hubo no menos de tres traducciones al francés del Príncipe y de los Discursos, la primera en 1544. Rabelais, Montaigne, Descartes, Montesquieu, Voltaire, J. J. Rousseau y otros muchos escritores franceses lo leen y lo comentan. Cristina de Suecia hace anotaciones en cada página, expresando su indignación. Federico II, antes de ascender al trono de Prusia, escribe, con ayuda de Voltaire, una obra para refutarlo.

Mucho más tarde, en Italia, se formará una corriente para rehabilitar a Maquiavelo. Los hombres del Risorgimento harán de él un precursor de la unidad italiana. Y sin embargo Maquiavelo jamás la creyó posible, siquiera deseable. En el año mismo en que componía el tratado del Príncipe y la famosa «exhortación» con que termina la obra, y por la cual invitaba al duque de Urbino a librar a la península de los invasores extranjeros, escribía (10 de agosto de 1513) a su amigo Vettori, que se encontraba en Roma: «Hablar de la unión de los italianos es una burla, pues no hay que esperar de ellos el menor acuerdo que pudiera producir algún bien».

Si los medios de gobierno preconizados por Maquiavelo —la mentira, la felonía, la crueldad— fueron utilizados en todos los tiempos, ¿por qué sus obras provocaron tan vivas protestas, y por qué tuvieron tanto éxito?

A la pregunta así formulada pueden darse varias respuestas que, por lo demás, se complementan.

La primera es que si la mentira, la felonía, el crimen, han sido empleados en todos los tiempos por los hombres que ocupan el poder, Maquiavelo fue el primero en atreverse, en El príncipe y en los Discursos, a preconizar su uso. Y en El príncipe se dirigía directamente a un príncipe soberano, el duque de Urbino, sobrino de León X.

Mientras que los escritores políticos consideraban las relaciones entre gobierno y gobernados, como si los hombres fueran buenos, justos, honrados y generosos, Maquiavelo, que sí era un hombre bueno, honrado y sensible, se muestra pesimista al considerar la humanidad. «Los hombres —escribe en El príncipe— generalmente son ingratos, inconstantes, falsos y ávidos de ganancias». No indica en sus escritos cómo debieran ser los hombres, sino cómo son. Se lee en El príncipe: «Hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que quien considera real y verdadero aquello que, sin duda, debiera ser, pero desgraciadamente no es, corre inevitablemente a su ruina» (El príncipe, siglo XV).

Para responder a la pregunta respecto al interés que han manifestado los hombres de gobierno por Maquiavelo, hay que señalar la opinión claramente expresada en El príncipe y en los Discursos en favor de un poder fuerte, enérgico, inspirado en el absolutismo.

Maquiavelo hace en El príncipe la apología del despotismo. En los Discursos, donde elogia el régimen republicano, formula los mismos principios: «Debe quedar establecido como regla general —escribe— que jamás, o apenas muy raras veces, se ha visto una república o una monarquía que estuvieran bien constituidas desde el origen, o fueran totalmente reformadas después, a no ser por obra de un solo individuo. Y hasta resultar necesario que quien haya concebido el plan aporte, por sí solo, los medios de ejecución» (Discursos, I, 9).

«Así —prosigue Maquiavelo—, un hábil legislador que aspire a servir al interés común y al de la patria, antes que al suyo propio y al de sus herederos, deberá emplear toda su industria para atraer a sí mismo todo el poder» (I, 9).

Los hombres inclinados por naturaleza a ejercer un poder autoritario se ven contenidos por el deseo de pasar por liberales, y cuando comparten con otros el poder, vacilan en arrogarse toda la autoridad. La lectura de Maquiavelo los anima a olvidar sus escrúpulos y a seguir su propensión.

La tercera razón del interés hacia Maquiavelo que han demostrado los gobiernos se debe a que él difundió, en los tiempos modernos, el concepto de «razón de Estado».

La razón de Estado —la expresión data del siglo XV— es aquella necesidad que tienen quienes gobiernan de tomar las medidas propias para asegurar la continuidad del poder y, en los periodos de crisis, la salvación del Estado.

Esta idea aparece expresada varias veces por Maquiavelo. En los Discursos escribe:

«Cuando se trata de la salvación de la patria, hay que olvidarse de la justicia o de la injusticia, de la piedad o de la crueldad, de la alabanza o del oprobio y, dejando de lado toda consideración ulterior, es necesario salvar a la patria, con gloria o con ignominia».

¿Cómo no habría de abusarse de tal principio para justificar acciones que tienen por móvil el interés personal, la ambición, la pasión del poder, y no el interés de todos?

Así, la razón de Estado ha llegado a ser el argumento con el cual los gobiernos pretenden, bajo pretexto de interés común, disculparse de sus acciones opuestas al derecho y a la moral.

«Un espíritu sabio —escribe Maquiavelo— no condenará a un hombre superior por haberse valido de un medio que esté fuera de las reglas ordinarias, con el importante objeto de fundar una monarquía o una república. Pero es preciso que, en el momento en que los hechos le acusen, el resultado pueda excusarlo. Si el resultado es bueno, quedará absuelto…» (Discursos, I, 9).

«Lo que demuestra —escribe Maquiavelo— que Rómulo era de los que merecen ser absueltos por haberse desembarazado de su compañero y de su hermano, es que lo hizo por el bien común y no para satisfacer su ambición» (Discursos).

Como Roma estaba en sus comienzos, Rómulo no podía imaginar su grandioso destino, y puede suponerse que haya sido movido por su ambición, antes que por el interés del «pueblo romano».

¡Cuántas injusticias, cuántos crímenes han sido cometidos, y siguen cometiéndose, en nombre de esta famosa razón de Estado! El principio había sido proclamado desde la Antigüedad. Se consideraba ya entonces que el resultado obtenido justificaba los medios empleados para llegar a él.

En Filoctetes, la bella tragedia de Sófocles, Neoptolemo pregunta a Ulises:

—Entonces, ¿no te parece vergonzoso proferir mentiras?

—No —responde Ulises—, si la mentira sirve al éxito.

El principio de la razón de Estado inclusive sirvió, en la Antigüedad, para justificar la esclavitud. Los filósofos griegos, Aristóteles en particular, lo admitieron por razones prácticas, pues la esclavitud procuraba gratuitamente una abundante mano de obra. Pero la vergüenza del mundo antiguo fue haberla tolerado.

La República romana, en nombre de la razón de Estado, se permitía violar sus propios compromisos. Tito Livio nos da más de un ejemplo. Inspirándose en Tito Livio, Maquiavelo justifica los excesos del gobierno republicano y nos pone por modelo la República romana.

Podrían citarse innumerables casos en que los príncipes o los gobernantes en general han invocado la razón de Estado. Lo hacían antes de Maquiavelo, lo hicieron durante su época, y después de él.

Francisco I, prisionero de Carlos V después del desastre de Pavía, desconocerá, en nombre de la razón de Estado, las cláusulas del tratado de Madrid, que había firmado para recuperar la libertad.

La razón de Estado fue invocada por Isabel de Inglaterra cuando hizo ejecutar, en 1587, a su prima María Estuardo, ex reina de Escocia y de Francia. La invocaron en ocasión del asesinato —cometido por órdenes de Enrique III en 1588, en el castillo de Blois— de Enrique de Lorena, duque de Guisa, apodado el Caricortado. Y fue invocada también por Felipe II, rey de España, cuando hizo desaparecer a su hijo, el infante don Carlos.

Se ha pretendido justificar la matanza de San Bartolomé, en 1572, por la razón de Estado, y un siglo después, en 1685, la revocación del Edicto de Nantes.

Citemos también el asesinato del duque de Enghien, hijo del duque de Borbón-Condé, en marzo de 1804. Bonaparte, primer cónsul, le hizo detener en territorio de Baden y conducir a París, donde fue fusilado en los fosos del castillo de Vincennes, después de un proceso sumario sin testigos ni defensores.

El asesinato del duque de Enghien ha sido severamente censurado en nombre de la moral y del derecho. Pero los admiradores incondicionales de Napoleón lo justifican, afirmando que el primer cónsul debía hacer algo que intimidara a sus adversarios, en el momento de la conjuración de Jorge Cadoudal y del general Pichegru.

Si los que detentan el poder pretenden justificar, mediante la razón de Estado, algunos de sus actos en particular la condenación de quienes tratan de derrocarlos, el principio se vuelve contra ellos, pues quienes pretenden derrocarlos porque consideran que su presencia va en contra del interés del Estado, igualmente pueden invocar la razón de Estado para abatirlos.

El príncipe de Maquiavelo ha sido libro de cabecera de incontables soberanos y hombres de Estado, entre ellos Catalina de Médicis y sus hijos, el duque de Alba, Enrique IV, varios sultanes otomanos, Richelieu, Mazarino, Napoleón, Mussolini y muchos otros.

Resulta difícil trazar una línea de demarcación entre las acciones que realmente se inspiran en el interés del Estado y aquellas cuyo objeto es exclusivamente servir al interés personal de quienes ocupan el poder, pero no resulta admisible que, so pretexto de la razón de Estado, los príncipes y gobernantes violen los tratados concluidos y hagan desaparecer a sus adversarios.

Todo esto lo puso de manifiesto el escritor piamontés Juan Botero, católico y amigo de los jesuitas, quien publicó en 1585, en Milán, solo cincuenta años después de la aparición del Príncipe y de los Discursos, un tratado político titulado Della Ragione di stato. En esta obra, Botero combate la razón de Estado, tal como se funda en la historia de Tácito y las máximas de Maquiavelo. Puede verse así en el libro de Botero, que es una refutación de Maquiavelo, la prueba de que Maquiavelo, desde fines del siglo XVI, no sólo era atacado por haber recomendado el empleo de ciertos medios de gobierno moralmente condenables, sino por haberlos justificado en nombre de la razón de Estado. Después de Botero, cientos de obras han tratado, especialmente en Italia, de la razón de Estado.

La historia de los siglos XIX y XX es rica en acontecimientos en que los hombres que ocupan el poder pretenden que se les perdonen mentiras, astucias y asesinatos, alegando haberlo hecho por el bien de todos, en interés del Estado.

La razón de Estado, a la que también se ha llamado necesidad de Estado, ha sido el tema, como hemos dicho, de numerosas obras. Algunas las censuran y hacen responsable a Maquiavelo de los crímenes cometidos por la aplicación de su principio; otras reconocen que está bien fundada. El absolutismo ha tenido sus teóricos y sus defensores.

En el siglo XX, los hombres que aspiran al poder o que, habiéndolo conquistado, desean conservarlo, obedecen a los mismos instintos y a las mismas pasiones que sus antecesores de los siglos XV y XVI.

A pesar de la instrucción obligatoria, de la expansión de las ideas cristianas por el mundo, del desarrollo de las ciencias y de los progresos técnicos, a pesar del esfuerzo de los hombres por educar, elevar y civilizar a las masas, la naturaleza humana casi no ha cambiado y, en conjunto, considerando la extensión de la criminalidad, el número y la violencia de las guerras, el siglo XX resulta uno de los más crueles de la historia.

El sueño de paz perpetuamente acariciado desde hace siglos por los filósofos pareció realizarse después de la Primera Guerra mundial. La Sociedad de las Naciones hizo nacer grandes esperanzas. Se creyó haber llegado a una piedra miliar de la Historia. Los pueblos oprimidos desde hacía siglos iban a renacer y en efecto, Polonia, Checoslovaquia, Servia, Estonia, Lituania, Letonia y Finlandia obtuvieron la independencia.

Los Estados representados en Ginebra constituían un tribunal supremo, que impondría al mundo los principios de libertad y de justicia. Se reconocía a los pueblos el derecho de disponer de sí mismos, y la dignidad del hombre había de ser universalmente respetada. Ahora bien, pocos años después, una nueva guerra mundial, más cruel que la precedente, sembraría el dolor y la muerte, y al final de la guerra algunos pueblos, cuyo libertad había sido reconocida, desaparecían o quedaban sometidos a la voluntad de un país vecino más fuerte.

Pudiera preguntarse cuál será el porvenir del maquiavelismo político y, más particularmente, del concepto de razón de Estado, cuyo instigador, en los tiempos modernos, fuera Maquiavelo.

Parece que hemos llegado a un momento de la historia en que, con frecuencia cada vez mayor, se enfrentarán dos concepciones diferentes de la vida colectiva.

Una de ellas, aunque tiene en cuenta el estado de dependencia en que se encuentra el individuo ante la sociedad, permanece fiel al antiguo ideal de libertad y pide para el individuo las libertades que se han llamado necesarias: libertad física, libertad de trabajo, libertad de pensamiento, libertad de conciencia, libertad de expresión.

La otra concepción, adoptada por los regímenes calificados de totalitarios, no deja al individuo ninguna iniciativa, ni le acuerda siquiera las libertades llamadas necesarias que acabamos de enumerar. El individuo no se pertenece a sí mismo. No es libre ni siquiera en sus movimientos. No puede salir del país, al que se encuentra atado como el siervo lo estaba antes a la tierra. Se construyen muros, se elevan en las fronteras centenares de kilómetros de barreras guardadas por un ejército policíaco, a fin de que el ciudadano quede prisionero en su propio país. La antigua servidumbre instituida en beneficio del príncipe o del señor, ha sido restablecida, en provecho del Estado.

En los países sometidos a esos regímenes, la vida colectiva se encuentra destinada por completo a aumentar el poder del Estado. No se tienen en cuenta las aspiraciones del individuo ni esa «felicidad de los hombres» que, según Bossuet, es el fin último de toda política.

Los Estados en que el individuo es sacrificado así al interés público, dirigen su política hacia el egoísmo nacional, la hegemonía y la conquista. Constituyen, en consecuencia, un peligro para la libertad de los hombres en todo el mundo, y para la paz universal.

Maquiavelo y el principio de la razón de Estado no deben considerarse responsables de la orientación de los espíritus en la segunda mitad del siglo XX. El mundo se ha dado nuevos amos. Los oposicionistas, los revolucionarios, los anarquistas de cualquier matiz, tan numerosos en todos los partidos del mundo, esgrimen ahora los nombres de Lenin, de Trotski, de Stalin —al que se trata de rehabilitar—, de Guevara, y por supuesto de Mao.

Si muchos gobernantes intentaron en el pasado justificar sus actos mediante la razón de Estado, no pocos serán, en el porvenir, quienes ni siquiera intenten invocar pretextos para hacerse perdonar sus mentiras y crímenes. Antes, la moral política era pisoteada. No lo será en adelante, puesto que hoy la sola palabra moral provoca sonrisas desdeñosas. ¡No!, Maquiavelo ya no será quemado en efigie. Los dictadores de mañana no irán a buscar inspiración y consejo en El príncipe y en los Discursos. Su instinto será un guía mucho más seguro.