V. Aspectos de Maquiavelo

EL ASPECTO de Maquiavelo sólo lo conocemos por retratos ejecutados después de su muerte, y por bustos de dudosa autenticidad. Al parecer, era de estatura mediana, cuerpo delgado, rostro huesudo sin barba ni bigote, cabello negro y ojos oscuros.

Más a ciencia cierta conocemos su espíritu y su carácter, ya que además de una obra considerable, poseemos su correspondencia diplomática y buen número de cartas familiares.

Bustos y retratos lo representan como un hombre grave. Ciertamente, así se mostraría al llevar adelante delicadas negociaciones ante Catalina Sforza, César Borgia o los ministros de Luis XII. Pero antes de conocer los días amargos, su aspecto debió de ser muy diferente, pues por sus cartas sabemos que era alegre, ingenioso, divertido y, llegada la ocasión, chocarrero.

En su juventud fue un bon vivant y hasta edad madura un admirador de las mujeres. Su conversación debía ser inagotable. Durante años fue en Florencia el animador de un pequeño grupo de amigos. Cuando salía de viaje, esperaban su regreso con impaciencia y las cartas que enviaba pasaban de mano en mano, por interesantes o divertidas. Su pluma era ligera, y al parecer escribía muy rápidamente y sin hacer muchas correcciones. Algunas veces aparecen en sus cartas algunas exageraciones, sin duda para dar al texto vida y color. Cuando, por ejemplo, su amigo Vettori le hace en una carta un cuadro pintoresco de su vida de embajador ante el Sumo Pontífice, vida que él divide entre las dignas obligaciones de su cargo y la asidua frecuentación de las cortesanas del barrio, Maquiavelo le responde en el mismo tono, mostrándole, no sin acentos patéticos, los contrastes de su propia existencia.

Aunque vivió en el momento más brillante del Renacimiento, Maquiavelo no evoca en nosotros lo que éste representa habitualmente: el humanismo y la floración artística.

Esto no debe asombrarnos, puesto que los hombres, aunque vivan en una misma época, tienen gustos e intereses muy variados. Podemos verlo hoy, en nuestro siglo, cuando, fuera de sus ocupaciones cotidianas, muchos hombres se apasionan exclusivamente por ciertas actividades, olvidando todo lo demás.

Maquiavelo no fue atraído por la corriente del humanismo, aunque en Florencia gozara de gran prestigio.

Lorenzo el Magnífico, siguiendo la obra de su abuelo Cosme, reunía en su palacio de la vía Larga y en su villa de Careggi a humanistas de la talla de Marsilio Ficino, Ángel Policiano y Pico de la Mirándola, cuyo renombre se extendía más allá de los Alpes.

El término «Renacimiento» nos hace evocar el nombre y las obras de ilustres artistas contemporáneos de Maquiavelo, a la mayoría de los cuales habría podido frecuentar. Sin embargo, Maquiavelo no parece haberse interesado mucho por sus trabajos, aunque sí se dio cuenta de la excepcional producción artística de su época, ya que en el Arte de la guerra pone en boca del célebre condottiero Fabricio Colonna, portavoz de sus propias ideas: «Nuestra patria parece destinada a hacer revivir la Antigüedad, como lo han demostrado nuestros poetas, nuestros escultores y nuestros pintores».

Maquiavelo tampoco se interesó gran cosa en la producción literaria de su época. No obstante, cita a Ariosto, y sabemos que frecuentaba las reuniones de intelectuales organizadas por los hermanos Rucellai, y allí leyó pasajes de sus Discursos.

En cambio, Maquiavelo seguía los acontecimientos con ojo avizor. Analiza sus causas y hace juicios pertinentes sobre los hombres que los determinan. En sus despachos diplomáticos se revela como un excelente observador. Sus informes sobre Francia y sobre Alemania son especialmente notables. Sus despachos, tan inteligentemente concebidos, merecían la atención del gobierno florentino. Aún nos cautivan por la manera tan viva como narra sus entrevistas con aquellos personajes ante quienes le enviara en misión la Señoría florentina.

Maquiavelo se hizo escritor a los cuarenta y cuatro años. A partir de entonces, su principal ocupación fue escribir. Deseaba darse a conocer, volver a encontrar empleo y recibir un sueldo. Su estilo revela su inteligencia. No se expresa como jurista ni como teórico, sino que estudia los hechos que le revela la historia antigua, o los acontecimientos contemporáneos. El talento de escritor, al parecer, era común en Florencia. Cuando se leen los despachos de los embajadores florentinos, se admira el arte con que saben expresarse. Merecen los elogios que habitualmente se reserva a los embajadores de la república de Venecia. Acaso el don de bien expresarse fuera tan común en la Florencia de la época de Maquiavelo como al parecer en la Francia del siglo XVIII lo fue el don de escribir con gran tino en la elección de las palabras y con elegancia en el giro de las frases.

Maquiavelo llevó una vida de trabajo, de preocupaciones y de incesantes fatigas. A causa de su reputación universal, la gente suele creer que era un gran personaje, cuando, en realidad, siempre permaneció en segundo plano. La debilidad militar de Florencia siempre dificultó las negociaciones que le fueron confiadas. La república de Florencia fue amenazada durante tres años por la ambición de César Borgia. Durante quince años tuvo que sostener la agotadora y costosa guerra de Pisa. Con inquietud, puesto que era su aliado, vio a Luis XII acumular errores políticos y militares. Después de los desatinos que le hicieron perder el reino de Nápoles y después la Lombardía, a pesar de las victorias de Agnadello y de Rávena, Florencia sufrió las consecuencias de la funesta política de su aliado: la invasión de su territorio, la caída del gobierno republicano y el retorno triunfal de los Médicis.

Puede decirse que durante los catorce años en que desempeñó sus funciones en la cancillería florentina, Maquiavelo sólo conoció tribulaciones y sinsabores. Una de sus más crueles decepciones fue, a raíz de la llegada de las tropas españolas delante de Prato, la ridícula resistencia que les opusieron las milicias nacionales constituidas a petición suya y bajo su vigilancia.

Profundamente afectado por su destitución, Maquiavelo, sin embargo, no se dejó abatir. Siempre demostró energía. Después de su destitución y de su encarcelamiento, escribe: «Quiero que mis tormentos os den, al menos, esta alegría: la de saber que los he soportado con tanta firmeza que estoy contento de mí mismo, y que me parece que valgo un poco más de lo que hubiera creído» (carta a Vettori, marzo de 1512).

En efecto, lejos de dejarse abatir, Maquiavelo emprendió valerosamente una carrera nueva, la de escritor. Pero también ella había de traerle no pocos desengaños. Después de sus vanos esfuerzos por recuperar la confianza de los Médicis, el tratado del Príncipe, que debía —según esperaba él— hacerle obtener algún empleo, no le tocó a su destinatario, Julián de Médicis, sino a Lorenzo de Médicis, quien probablemente ni lo leyó y no lo recompensó de manera alguna.

A pesar de su amargura, Maquiavelo siguió trabajando y escribió buen número de libros. Pero durante su vida no obtuvo la consagración literaria que él hubiera deseado. Sus únicas satisfacciones las debió a La mandrágora, representada con éxito en Florencia, Roma y Venecia. Con todo, Maquiavelo fue apreciado por los intelectuales florentinos que se reunían en los gratos jardines de los hermanos Rucellai, y recibió del cardenal Julio de Médicis el encargo de escribir la Historia de Florencia.

Nuevamente encargado de misiones, en un principio insignificantes, después de importancia, cuando la amenaza de las fuerzas imperiales acantonadas en Lombardía pesó sobre toda la península, Maquiavelo reanudó su vida errante. Ya no estaba olvidado, pero conoció entonces nuevas inquietudes, nuevas fatigas, nuevas amarguras. Florencia se salvó, pero el saco de Roma afectó a toda la península como una gran desgracia. Después de la última y vana misión en Civita-Vecchia, Maquiavelo regresó a Florencia, de donde nuevamente acababan de ser expulsados los Médicis. A causa de sus servicios a los Médicis, los republicanos lo olvidaron, y su muerte pasó inadvertida.

La vida de Maquiavelo fue penosa, una vida de tribulaciones y percances. Carente de fortuna al entrar en funciones, cuando murió sólo poseía su mansión de Florencia y una pequeña propiedad campestre. Durante toda la vida conoció la necesidad. «El hombre —escribió en 1513— que ha servido fielmente y con eficacia durante cuarenta y tres años, no puede cambiar su naturaleza; mi pobreza es testimonio de ello» (carta a Vettori, diciembre de 1513).

¡Pobre Maquiavelo! Es de justicia que, además de su inteligencia brillante y de sus dotes, se admiren el valor y la energía de que dio pruebas a lo largo de toda una vida dura y difícil. «He nacido pobre y he conocido la escuela de las privaciones más que la de los placeres». Hay que rendir homenaje a su conciencia profesional y a la devoción con la que sirvió a su patria florentina. Maquiavelo era bueno, sensible; poseía el sentido de la amistad. Su comportamiento no conoció ningún maquiavelismo. El éxito, ha escrito, justifica los medios empleados para obtenerlo. Maquiavelo no recurrió a medios condenables para «llegar» —y no «llegó». Casi desconocido en vida, su gloria ha sido póstuma.

Fuera de la apostasía que cometiera escribiendo El príncipe, no se le podría reprochar nada. Merece nuestra simpatía y nuestra estimación. La pobreza fue su excusa: «La necesidad que me acicatea —escribía a propósito de su tratado— me mueve a publicarlo» (carta a Vettori, diciembre de 1513).

No se le deben echar en cara los preceptos políticos, moralmente condenables, que encontramos en El príncipe y en los Discursos. Codificó, ni más ni menos, lo que tantos hombres, en el poder, hicieron antes que él, en su tiempo y después de él. Condenables son quienes han aplicado esos preceptos durante los siglos pasados, hasta nuestro siglo XX, y a los que, sin embargo, la Historia honra y glorifica.